viernes, 20 de febrero de 2015

Waterloo

Waterloo no es solo una canción de ABBA, sino también una batalla fundamental en la historia europea. Se libró entre el 15 y el 18 de junio de 1815. Dentro de unos meses, pues, se celebrará el duocentésimo aniversario de aquel acontecimiento espantoso y decisivo, pero en Gran Bretaña los recordatorios ya se han iniciado. Es lógico: los ingleses fueron los vencedores y tienen prisa por rememorarlo. Sin restar méritos a su actuación, hay que puntualizar que la ayuda de los prusianos, con los que estaban aliados en aquellos días, resultó esencial para el desenlace. Al igual que en la derrota de la Armada Invencible, para la que su mejor aliado fueron las tormentas que azotaron el Canal de la Mancha el verano de 1588, en Waterloo también contaron con el favor de la Providencia. En ambos casos, no obstante, los británicos han sabido acaparar la fama. En 1815, Napoleón abandona su exilio en la isla de Elba y decide recuperar su imperio, amenazado por la Séptima Coalición, en la que se agrupan casi todas las naciones europeas entonces constituidas, incluida España. Como la forma de Napoleón de entender las relaciones internacionales consistía en imponer su voluntad y aplastar a cualquiera que se atreviese a desafiarla, no se le ocurrió otra cosa que invadir los Países Bajos, donde se concentraban las fuerzas de la Coalición. El encontronazo definitivo entre estas y el Ejército del Norte napoleónico se produjo en la pequeña localidad belga de Waterloo. Mucho se ha discutido sobre las causas de la derrota de Napoleón, pero parece haber acuerdo entre los historiadores en que algunas circunstancias pesaron decisivamente en el resultado de la batalla. En primer lugar, Bonaparte estaba enfermo, aunque no se sabe con seguridad cuál era su mal. Algunos sugieren una cistitis -una inflamación de la vejiga urinaria-; otros, unas dolorosas almorranas. En cualquier caso, algo poco airoso para el héroe. Imaginarlo orinando con escoceduras atroces o hundido en un baño de asiento para aliviar otros escozores abdominales, mientras sus soldados morían a miles bajo las balas británicas, le resta mucho glamour a quien había sido coronado emperador de los franceses por el Papa y dominador de Europa durante quince años. Y parece lógico que, en aquellas circunstancias, su capacidad para concentrarse en lo que estaba sucediendo hubiese menguado. En segundo lugar, Napoleón se enfrentaba a un ejército que le aventajaba mucho en número: a sus 73 000 franceses se oponían 118 000 aliados, entre británicos, prusianos, holandeses, hanoverianos y fuerzas de los estados de Nassau y Brunswick. La inferioridad numérica nunca había preocupado demasiado a Napoleón, que confiaba en su habilidad como estratega para superarla, como había hecho casi siempre a lo largo de su carrera: en la batalla de Leipzig, por ejemplo, destrozó a un ejército que le doblaba en número. Sin embargo, esta vez a la desproporción de fuerzas en su perjuicio se añadía que el grueso de las tropas enemigas eran británicas, las más aguerridas del continente, y que las comandaba el duque de Wellington, cuyas capacidades como militar eran las que menos convenían a Napoleón. Si este se caracterizaba por su arrojo estratégico y su extraordinario dinamismo en el campo de batalla, Wellington era un soldado sólido, prudente, defensivo, que aseguraba con meticulosidad todas las acciones, y que no se arrugaba ante ninguna maniobra, por audaz o violenta que fuese. Por último, Napoleón no tuvo suerte. Él, que creía en el azar y que siempre preguntaba a sus generales, antes de nombrarlos mariscales, si les acompañaba la suerte, vio cómo la fortuna le fue adversa en casi todos los momentos de la batalla. Para empezar, su indisposición; luego, en el inicio de los combates llovió, lo que dificultó los movimientos de sus tropas y disminuyó el efecto de sus bombardeos -el barro amortiguaba el impacto de las balas de su mortífera artillería-; y, en fin, por una serie de circunstancias desgraciadas, el general Grouchy, al que había mandado perseguir a los prusianos de Blücher, no llegó a tiempo para socorrerlo. La falta de fortuna se adivinó ya en los primeros movimientos de la batalla: para ocupar Charleroi, por un error en el despliegue de las tropas, el propio Napoleón, con su Guardia Imperial, ha de acudir a desalojar a los prusianos del pueblo; y el general que debía hacerse con los puentes de Châelet, Bourmont, deserta, sumiendo a su batallón en una considerable confusión. No obstante, las primeras refriegas de calado entre franceses y aliados se saldan con victorias para aquellos: los británicos se tienen que retirar de la aldea de Quatre Bras por el empuje del mariscal Ney, y los prusianos hacen lo propio tras los enfrentamientos de Ligny. Napoleón da entonces la orden a Grouchy de perseguirlos con 32 000 hombres y casi cien cañones. Grouchy no se da demasiada prisa en cumplirla, pero alcanza, por fin, a las fuerzas de Johannes von Thielman y les inflige una derrota en Wavre. La victoria, sin embargo, les costará muy cara a los franceses, que pierden el concurso de esos 32 000 soldados y artillería vitales en el enfrentamiento decisivo de Waterloo, donde Wellington se ha hecho fuerte. Además, ha sido una victoria táctica, que no ha aniquilado a los prusianos. Grouchy se entretiene persiguiendo a los alemanes huidos, pero el grueso de las fuerzas de Prusia ya se está reagrupando junto a Wellington, al que prestará una ayuda vital. El 18 de junio, Napoleón decide atacar directamente a los ingleses, parapetados alrededor de la granja fortificada de Hougomont. Arenga a los suyos, les da coñac -Wellington repartirá ginebra: diferencias culturales- y los lanza al asalto. Se producen entonces algunos de los choques más violentos de la batalla. La división del teniente general Thomas Picton resiste, a costa de grandes pérdidas, el empuje desmesurado de la infantería del conde de Erlon. Son apenas 3 000 hombres -frente a los 15 000 de Erlon-, pero muy experimentados: han combatido en España y no les han perdido las ganas a los franceses. Picton, por cierto, había extraviado el equipaje militar y combatió vestido de civil; como espada, esgrimía un paraguas. Murió en la refriega. El ataque de Erlon fue finalmente desbaratado por la caballería pesada del conde Uxbridge, cuyos Scots Grey protagonizaron una carga legendaria. No obstante, sufrieron tantas bajas que apenas pudieron combatir en el resto de la batalla. A Uxbridge, por su parte, estando muy cerca de Wellington, una bala de cañón le destrozó una pierna. Exclamó entonces: "Señor, acabo de perder una pierna", a lo que Wellington respondió: "Es muy cierto, señor: la habéis perdido". La pierna de Uxbrige, que hubo que amputar, se quedó en el pueblo de Waterloo, donde se convirtió en una atracción turística. Hoy se exhibe en el Museo Militar Nacional de Londres. Por perderla, se le ofreció una pensión de 1 200 libras anuales, pero Uxbridge la rechazó: no era digno de un caballero cobrar por un percance sucedido en el cumplimiento del deber. La batalla prosiguió con durísimos choques, en los que los franceses eran siempre rechazados, hasta bien entrada la tarde. Entonces, con Napoleón ausente a causa de su enfermedad, su segundo, el mariscal Ney, malinterpretó una maniobra del enemigo: creyó que era una retirada en toda regla, cuando solo se trataba de una reordenación de las tropas. Ordenó un ataque general, pero se encontró con que los cuadros de los ingleses contenían todas sus oleadas y, a continuación, con el contraataque de las caballerías británica y holandesa. Napoleón, por fin, empeñó sus últimas reservas, las más feroces, los regimientos de la invencible Guardia Imperial, contra el centro de Wellington, que seguía soportándolo todo con imperturbabilidad insular. Pero la Garde se encontró, entre las nieblas de la batalla, con los 1 500 guardias del mayor general Peregrine Maitland cuerpo a tierra, para eludir los estragos de la artillería, que se incorporaron de repente, los rociaron de plomo y luego cargaron contra ellos a la bayoneta, entre gritos escalofriantes. Su retirada en desorden, por primera vez en su historia, prefiguró la derrota definitiva de Waterloo. Welllington lo supo y, a lomos de su caballo favorito, Copenhague, ondeó su sombrero para ordenar una ofensiva, que había de ser la última. Y así fue: el coronel Hugh Halkett hizo prisionero al general Pierre Cambronne, pese a la proclama de este: "¡Mierda! La Guardia muere, pero no se rinde" (Cambronne se casaría después con una dama escocesa, y su exclamación se ha convertido en un eufemismo: le mot de Cambronne, "la palabra de Cambronne", sustituye, en las conversaciones educadas, a la que él realmente pronunció). Los prusianos expulsaron a los franceses del pueblo de Plancenoit, y los hanoverianos e ingleses empujaron a sus últimos regimientos hasta La Belle Alliance, la posada en la que Napoleón tenía su cuartel general. Bonaparte tuvo que emplear a su guardia personal en la defensa de las posiciones y participó directamente en los combates contra la brigada del general Frederick Adam, pero, al caer la noche, convencido por su estado mayor de que la batalla se había perdido, se retiró, en relativo buen orden, a Francia. En el campo quedaban 65 000 bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos: 41 000 franceses y 24 000 británicos y aliados. Ante semejante carnicería, Wellington concluyó: "Salvo una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada". Napoleón renunciaría a todo su poder el 10 de julio siguiente y el 26 de julio sería desterrado a la isla de Santa Elena, donde moriría en 1821, probablemente envenenado. Con Waterloo acababan las guerras napoleónicas y un capítulo esencial en la historia del continente.

1 comentario:

  1. La ayuda española tampoco fue baladí: 30.000 hombres aprox. en tres ejércitos desplegados en los Pirineos que clavan el último clavo en el fin del Primer Imperio napoleónico.
    Sólo hay un libro que habla del tema, que se sepa, pero, ay, como no lo ha escrito Bernard Cornwell, sino un especialista español en el tema, pues eso...
    Puede encontrarse en este enlace para España: https://hiberniansoldierbooks.com/2016/01/08/el-waterloo-de-los-pirineos/ y en este otro para el extranjero https://hiberniansoldierbooks.com/2015/06/19/the-spanish-corner-i/

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