El palacio de Hampton Court es uno de los seis palacios reales que la monarquía británica no ocupa, el más famoso de los cuales es la Torre de Londres. En otros lugares, las propiedades excedentes son puestas en alquiler. Aquí también, solo que los inquilinos son los turistas: en este país nada se desaprovecha. El partido que la dinastía reinante -y, a través de ella, el Estado- obtiene de estos fabulosos inmuebles es inconmensurable: Hampton Court siempre está lleno de visitantes. No obstante, la asistencia flojea en los meses más duros del invierno. Es lógico: el palacio está a los cuatro vientos, relativamente alejado de Londres y de otros núcleos de población, y visitarlo constituye una excursión que, en un día malo, puede resultar muy desapacible. Nos beneficiamos, pues, de la oferta que hace en enero y febrero la Historic Royal Palaces, la sociedad instrumental que gestiona estos lugares, y compramos dos entradas a mitad de precio. Llegar hasta el rincón de Richmond donde se encuentra el palacio es, como digo, una pequeña aventura. A nosotros el tren no nos queda lejos de casa, pero el viaje dura tres cuartos de hora y aún habremos de caminar un buen trecho hasta nuestro destino. La cosa empieza bien, porque, en uno de esos gestos espontáneos que tanto gustan a los ingleses, y que tanto se agradecen, una joven se cambia de asiento para que Ángeles y yo podamos estar juntos. En el largo trayecto en tren, pasamos por Twickenham, una de las catedrales del rugby inglés, y luego por Strawberry Hill, donde nos esperan los sones recordados de la inmortal canción de los Beatles. Bajamos en Teddington y empezamos la larga travesía del Bushy Park, el enésimo parque que conocemos en este país. Sin embargo, este es especial, y no para bien. Hace honor a su nombre: a ambos lados de la enorme pradera que es, se amontonan los arbustos y matorrales, sin que veamos en ese desorden semiselvático otro atractivo que el de lo inculto y asilvestrado. No hay amenas arboledas, ni rincones sugerentes, ni arriates de flores: es solo un gigantesco herbazal, con árboles desperdigados y, por si fuera poco, cruzado por una carretera en la que se acumulan los coches. De hecho, esa carretera es casi el único camino que lo recorre, y los paseantes que queremos adentrarnos en él lo hemos de hacer campo a traviesa: no nos molesta, pero es raro. Solo cuando ya estamos llegando a los muros del palacio descubrimos algo que nos gusta: un hermoso estanque, circular, presidido por una estatua dorada de Diana, que corona una historiada fuente de mármol y piedra; ocupa ese lugar privilegiado, al alcance de los miradores de Hampton Court, desde 1712. Alrededor de la diosa y las figuras que la acompañan en la fuente se amontonan los cisnes, aunque "amontonar" no sea la palabra adecuada para describir la agrupación de unos seres tan armoniosos como estas anátidas. La conjunción de verde, blanco, azul y oro compone una escena que es casi un óleo, o una transparencia. Por fin en Hampton Court, nos impresiona la grandeza del lugar. Pero grandeza física, en primer lugar: ocupa interminables hectáreas de terreno, se divide en múltiples alas y dependencias, y acoge asimismo jardines diversos. Junto a la entrada principal, un grupo muy numeroso de extras está grabando un anuncio, guiados por alguien que da instrucciones por un altavoz, y bajo la mirada jiráfida de una cámara de televisión, colgada en lo alto de una grúa. Cuando salgamos del palacio, varias horas más tarde, allí seguirán los anónimos actores, sosteniendo ahora velas, pero bajo la misma grúa y obedeciendo al mismo director. Pasarse allí todo el día: qué pesadez y qué frío, pensamos. Aunque hemos llegado con tiempo, el margen de que disponemos no da para ver todo el palacio, con sus colecciones de arte y sus jardines. Nos concentramos, pues, en las salas de Enrique VIII, el ocupante más famoso (y uno de los más gordos) que ha tenido Hampton Court, hasta el punto de que puede decirse que esta era su casa. Aquí fueron desfilando, una tras otra, sus seis esposas. La primera, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, fue la más longeva y la más tenaz: estuvo casada con él 18 años y pasó por siete embarazos, pero, harto el rey de que ninguno de esos embarazos culminara en un hijo varón que le garantizase la sucesión, deshizo la unión, para lo que tuvo que crear una nueva Iglesia que se lo permitiese y convertirse él en su cabeza visible, y se casó con Ana Bolena. Lo curioso del caso es que, según investigaciones recientes, Enrique VIII estaba probablemente aquejado del síndrome de McLeod, que hacía casi imposible que tuviera hijos varones y, en general, dificultaba que tuviese hijos sanos, con lo que su constante despotricar contra la incapacidad de las mujeres para otorgarle ese niño tan deseado se convierte en una sangrante injusticia, deudora y, al mismo tiempo, causante de la misoginia de su época. Tras la larga e infructuosa convivencia con Catalina, Enrique estaba mucho menos dispuesto a esperar con Ana: después del alumbramiento de una niña, dos abortos y cuatro años de matrimonio, el rey, instigado por algunos cortesanos intrigantes, y deseoso de desembarazarse cuanto antes de la Bolena, acumuló cargos contra su esposa -brujería, adulterio, incesto, conspiración- y ordenó decapitarla. Cuando la cabeza de Ana aún estaba rodando por los escalones del cadalso, Enrique ya se había casado con otra mujer, Jane Seymour, que sería la única que le daría un hijo varón, Eduardo. Quizá por eso siempre la consideró "su verdadera esposa". La suerte, sin embargo, seguía sin acompañar al rey: apenas un año y medio después del matrimonio y tan solo 12 días del nacimiento del heredero, Jane murió de fiebres puerperales. Pero, como su sucesor era un niño enfermizo, al que no auguraba una larga vida (y tenía razón: solo vivió hasta los 15 años), Enrique no tenía tiempo que perder. En 1540 se unió a una cuarta mujer, Ana de Cleves, aunque lo hizo engañado por su pintor de cámara, Hans Holbein, al que había mandado a Flandes para retratarla. Holbein omitió piadosamente las cicatrices que la viruela había dejado en el rostro de Ana y dulcificó sus poco agraciadas facciones. Enrique creyó, así, que iba a casarse con una belleza flamenca y lo hizo, en realidad, con "una yegua de Flandes", como él mismo la llamaría después. La cosa, como era de suponer, duró poco: Enrique se sentía poco motivado para intentar tener con ella otro heredero. De hecho, eso fue lo que se alegó para justificar el divorcio: que el matrimonio no se había consumado. Ana, fea pero lista, no se opuso a los deseos del monarca y se retiró, con todo el favor y las comodidades de una "hermana del rey", al castillo de Haver. Poco después de la separación, llegó Catalina Howard, prima de Ana Bolena, de la que Enrique llevaba algunos meses siendo amante. Pero Catalina, de 18 años, a quien el rey creía inocente y virtuosa, era una fiera de las artes amatorias, que había tenido ocasión de practicar generosamente en la casa de huéspedes que regentaba su abuela. Por eso, y por lo mucho que le asqueaba el cuerpo del rey, viejo y gordo hasta casi el estallido, decidió cultivar la más grata compañía de uno de sus cortesanos preferidos, Thomas Culpeper. Pero el rey, a quien no faltaban informantes para estas situaciones, descubrió el embrollo y decidió cortar por lo sano, y nunca mejor dicho: decapitó a Catalina (y Culpeper, of course) en 1542. Catalina, siempre presumida, se pasó horas, antes de la ejecución, ensayando la mejor manera de poner la cabeza en el cadalso. La última esposa de Enrique fue otra Catalina, Parr, una viuda rica y calvinista, que tampoco le dio hijos, y que le sobrevivió, aunque poco: un año después de la muerte del rey, ella también falleció, a causa, otra vez, de unas fiebres puerperales. Los últimos años de Enrique VIII fueron muy penosos: estaba como un tonel -seguramente debido a los diecisiete filetes de ternera que era capaz de zamparse cada día-, sufría de gota, tenía úlceras y, probablemente, sífilis. Nos lo recuerda un actor que se pasea por las salas de Hampton Court, ataviado como el rey, y muy parecido a él. Confiamos en que no sea sifilítico, pero gordo está. Habla con otros actores -un soldado que le abre paso, una mujer que no sabemos si es una criada o una de sus esposas- y con el público, que se arremolina a su alrededor, pero nosotros no nos quedamos mucho rato a escucharlo y seguimos con nuestra visita. En las enormes cocinas vemos los fuegos en los que se cocinaban aquellas terneras, junto con muchos otros manjares; uno de ellos está encendido, y lo mantiene un operario que parece sumido en un tedio insondable, aunque, con el frío que hace, no se está del todo mal aquí. Observo que dispone los leños, no a la buena de Dios, como haría yo, sino científicamente, con espíritu de jugador de tétrix. En el patio principal vemos también la fuente del vino, es decir, una fuente que, literalmente, manaba vino, que podía beber cualquier invitado a palacio. Solo a un tragaldabas como Enrique VIII se le podía haber ocurrido instalar algo así en su casa. Ya en las afueras del edificio, paseamos por los múltiples jardines, aunque ya nos amenaza la falta de luz, y nos entretenemos un rato en el maze, el laberinto vegetal, creado en 1690. Pero nos decepciona un poco: es un mero pasillo entre setos, sin el encanto de los laberintos neoclásicos, como el de Horta en Barcelona, con sus templetes centrales, sus estatuillas y sus engañosas revueltas. Más allá del maze, vemos árboles recortados como senos, con el pezón del extremo de la copa, y gansos picoteando entre ellos. Un gran arquitecto y jardinero, que ostentaba el inverosímil nombre de Lancelot Capability Brown, contribuyó a su diseño: la casa en la que vivió mientras trabajaba en Hampton está señalada con la correspondiente placa azul. También fue de Capability la idea de plantar una viña en el palacio que proveyera a las inagotables necesidades de vino de sus ocupantes y comensales, reflejadas en la fuente espirituosa del patio. Y en esa viña lleva creciendo, desde 1768, la great vine, la vid más grande del mundo, cuyas ramas alcanzaban, en 2005, los 75 m de extensión. Hoy está protegida por un invernadero, y varias personas se dedican en exclusiva a su cuidado, igual que se cuidaría a un paquidermo de 250 años de edad. Cuando abandonamos el palacio, nos refugiamos en el Riverside, un bar-restaurante con terraza sobre el Támesis. Para nuestra sorpresa, está casi vacío y podemos ocupar una mesa que da a la misma ribera del río. Mientras sorbemos un calypso y suena Louis Armstrong en el local, admiramos la fachada fluvial, compuesta por edificios estrechos y coloristas, y la airosidad del puente de piedra a nuestras espaldas. Pasan piragüistas sincronizados como si estuvieran disputando una regata, y breves yates de placer, y anochece con lentitud, como si una gran mancha violeta, salpicada de luces titilantes, se fuera apoderando del agua y de las cosas. Para volver a casa, evitamos cruzar otra vez el Bushy Park y llegamos en autobús a la estación de Kingston: supone retroceder un poco en la ruta del tren, pero, al ahorrarnos la caminata, ganamos tiempo. En la sala de espera de la estación, donde nos hemos refugiado casi todos por el frío, hay libros a disposición del público. Así, sin más. Están el el alféizar de una ventana: la gente los coge, los lee un rato y vuelve a dejarlos allí. Yo leo un par de páginas de La insoportable levedad del ser (The Unbearable Lightness of Being), de Milan Kundera. "Como en España", pienso. Subimos por fin al tren. Lo último que veo en el andén es a un grupo de jóvenes que se queda esperando: visten camisetitas que se considerarían livianas en Benidorm. Pero aquí debemos de estar rondando los cero grados. He de mirar en google el índice de enfermos de pulmonía en este país. Seguro que es tan alto como el de alcohólicos y el de lectores.
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