Los haikús del tren son otra miniatura, que describe otro espacio cerrado, aunque ya no sea el de la carne y sus afanes. Inspirado por un libro de poemas orientales que estaba traduciendo en aquellos días, quise practicar una de las formas más breves de la literatura universal. Siempre he pretendido, con cada libro, volver a aprender a escribir. No encuentro placer en el onanismo: en el literario, aclaro. Hacer otra vez lo que ya creo saber hacer es una de las formas más tediosas de la melancolía. Aspiro a descubrir, con cada nuevo asunto que aborde, con cada nueva forma que elija, al nuevo ser que lo aborda y la elige, o a crearlo: la literatura es reviviscencia: un modo de respirar otra vez, de respirar más, o acaso de empezar a hacerlo. La fórmula del haikú, tan exigua como exigente, era un corsé extraordinario para alguien naturalmente inclinado al tumulto y a la dilatación: eso me fascinaba. Entre otras cosas, porque lo más austero y lo más derramado son extremos que se tocan: ambos buscan la máxima intensidad, aunque por caminos distintos. El poeta torrencial quiere alcanzar y prolongar esa intensidad, culminar la paradoja de que algo se encuentre al mismo tiempo en el ápice y en la base, hacer duradero lo momentáneo, aunque perturbe, aunque estrague. A mí me interesa lo fluido, pero una fluidez ígnea, que, además, contenga estructura: argumento. Necesito elaborar un discurso, porque el discurso me elabora. Me conviene la ilación, la urdimbre, la réplica y la contrarréplica, en el precipitarse de las aguas del poema, porque cada una de esas hebras o de esas objeciones erige una parte de mí, y quizá también del lector; cada una de ellas suscita un frenesí o una interrogación, y no hay intimidad que perviva sin ellas. Sin embargo, quiero también que el brío de la palabra no decaiga, que crezca conforme crece lo dicho, que se consolide sin dejar de ser magmático. El autor de un poema tan breve como el haikú trae ese objetivo al territorio de lo fugaz, de lo casi inaprehensible, y lo adensa ahí, como una gema, pero una gema líquida. La mayor paradoja del haikú es que convierte lo que pasa en lo que queda. Radicalmente. Lo aísla en una exactitud de jade, mientras a su alrededor zumba el enjambre de lo que desaparece. Esa materialización supone el culmen de la intensidad: tanto lo es la palabra, que se ha hecho cosa, realidad allende la realidad; se ha convertido en nosotros, en lo que somos y no podemos dejar de ser, y también en victoria sobre nosotros: nos ha derrotado con lo que nos constituye. Y todo ello sin querer: simplemente, captando, con una delicadeza insondable, este momento, esta nada que sucede.
En mi último libro, Décimas de fiebre, recurro a la clásica espinela para seguir por el camino del adensamiento, aunque sin la aérea implacabilidad del haikú. Me seduce el encaje hermético del poema: ese clic que hace cuando uno abrocha, con exactitud, cada verso, cada rima. Las fronteras algebraicas son límites, pero también estímulos. La necesidad de satisfacer unos requisitos formales es mayéutica: reclama la idea, y ayuda a alumbrarla. En Décimas de fiebre se conjuntan cuatro líneas creativas: la satírica, la descriptivo-paisajística, la amorosa y la existencial. En mí siempre ha habido una tendencia natural a la sátira: suelo reparar primero, en las personas y las cosas, en lo más digno de reproche, en lo más risible o insustancial. También me sucede cuando me miro al espejo. Algunas veces, esa inclinación congénita se refuerza por la idiocia del o de lo observado, en cuyo caso el poema se hace inevitable, y seguramente cruel. Sin embargo, también aquí he de controlarme, porque la burla inmoderada acaba dañando a quien se burla: el principal satirizado por la sátira es el satírico. Uno no puede ser poeta solo para zaherir a lo demás. Y, si lo hace, es que no es poeta del todo. Por eso mis invectivas responden a una querencia que no puedo ocultar, y que, a la vista de algunos, me parece sobradamente justificada, pero solo constituyen, solo pueden constituir, una parte de lo que escribo. Por descriptivo-paisajísticos me refiero a un conjunto de poemas que, al modo de haikús extensos, quieren dar cuenta instantánea de lo que sucede: de una escena, una imagen o un acontecimiento fugaz, pero en cuya fugacidad, precisamente, radica una insospechada solidez: la certeza de que esa realidad es permanente, e indestructible, en su propia evanescencia, y en mi memoria. En ellos cuento la aventura de una abeja que liba una flor en mi balcón, o de unos rayos de sol que se filtran por entre los árboles en un parque de Barcelona, o de una camarera que me sonríe al entregarme el café que me tomo (que me tomaba) por la mañana, antes de entrar en el trabajo. Son poca cosa, pero me bastan. En cuanto a los poemas de amor, no podían faltar: el amor –su recuerdo, su ausencia, su esplendor– es uno de los pocos báculos con que contamos en este caminar desvencijado hacia la muerte, y su deriva erótica nos ayuda a recrear sus mejores culminaciones. Finalmente, las décimas existenciales solo pretenden abundar en lo que llevo escribiendo desde siempre: la incomprensión del ser, la incomprensión de ser, y la angustia de la muerte: de no ser. Hacerlo no me satisface especialmente, pero no puedo evitarlo. Uno escribe lo que es, y eso es lo que, para bien o para mal, a mí me define: el terror a la nada y el correspondiente, y estremecido, amor a la vida.
Entre estas entregas, he dado a la luz tres poemarios más: Cuerpo sin mí, en versos blancos e impares, Bajo la piel, los días, con poemas en prosa, e Insumisión, con poemas versales y en prosa. Los tres forman parte de la columna vertebral de mi poesía, que pasa también por La luz oída, El barro en la mirada y Las horas y los labios. Insumisión acaso sea el más singular, y no solo porque recurra a formas poemáticas distintas, sino porque mezcla asimismo los registros y los tonos, sostenidos por un espíritu indignado, que no comprende la prevaricación ni la vileza, ni comparte el lenguaje de quienes nos gobiernan, al que se le ha arrancado cualquier traza de lenguaje. Sin embargo, no he querido que fuese solamente una mezcla, sino algo que superara y unificase esa mezcla: que fuera una totalidad de voz, cuyas contradicciones quedaran resueltas por su impulso trascendente. Escribo paradojas, practico la contradicción, aúno cosas dispares: en la ficción –pero muy veraz– del poema, lo discordante se resuelve en aceptación, y quiero pensar que también en concordia. Con esa reconciliación, me reconcilio con lo que no entiendo, que es casi todo, con lo que no acepto, que es mucho, y también con lo que soy, que es lo más difícil. Y esto es lo principal: la poesía no solo me sirve para defenderme de las inclemencias de la vida y de las injurias del tiempo, como si fuera una jaima zarandeada por el simún, sino para revocarlas: para creer, en el acto de decir, que no existen, o que me abrazan. Con la suavísima unión de las palabras, sobre todo de las más ásperas, o de las más caóticas, me creo unido a lo que no es palabra: a lo que es jadeo, y piel, y muerte. Pero no lo siento ya como algo doloroso o extraño, sino como lo que me define, hospitalario como un vientre. Y ahí me quedo, acogido a su tibieza, uno, solo, pero acompañado por todos latidos que existen.
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