Visito hoy la London Library con Diego, el oncólogo cordobés amigo de Ángeles que está pasando unos meses en un hospital de la ciudad. Yo ya la he visto, fugazmente, por dentro -si dices que te interesaría hacerte socio, una señorita muy amable te pasea por las instalaciones y te da la información esencial-, pero quiero apreciarla con más calma y detalle, así que he reservado dos entradas para la visita guiada que la Biblioteca organiza mensualmente. Diego y yo nos encontramos en la plaza de Saint James, en cuyo número 14 se alza Beauchamp House, el edificio que ocupa. Pese a su nombre y su prosapia -se construyó en 1676-, todavía a finales del s. XIX se la consideraba "la peor casa de la plaza". Ciertamente, no es un inmueble deslumbrante: encajonado en un rincón, entre fachadas mucho más desahogadas, la entrada resulta estrecha y anodina, y uno se pregunta al verla cómo cabrán tantos libros en un espacio tan escueto. Pero no es escueto en absoluto: Beauchamp House ha ido engordando con los años, como las personas. No solo se ha adecuado la estructura original a las necesidades de la Biblioteca, sino que se han comprado los edificios adyacentes, hasta ocupar hoy, prácticamente, el bloque entero de casas. De otro modo, sería impensable que allí cupiera el millón largo de volúmenes que alberga. Sin embargo, los problemas de espacio no han desaparecido, ni podrán desaparecer nunca. Como la Biblioteca mantiene desde su creación -los ingleses son amantes inquebrantables de las tradiciones- la política de no desprenderse jamás de ningún volumen, y como compra una media de 8.000 libros nuevos al año, el crecimiento es potencialmente infinito y, por lo tanto, el espacio también ha de serlo. Salvando las distancias, me recuerda a mí mismo. Cuando, ahogados por los libros en mi casa de Sant Cugat, rehabilitamos la de Hoyos y construimos una espaciosa biblioteca en las golfas, pensé que aquello pondría punto final a mis problemas con la celulosa: los estantes se alineaban, largos e impolutos, y yo me imaginaba, con una candor que rozaba la necedad, que nunca habría libros suficientes para llenarlos. Hoy están ya casi a rebosar. Con un par de visitas más -en cada una de las que hacemos traslado nuevos volúmenes desde Barcelona- habré agotado todos los huecos y se me volverá a plantear, con más crudeza todavía, el viejo dilema: ¿dónde meto los libros? La London Library fue creada por el escritor escocés, afincado en Londres, Thomas Carlyle, en 1841. Carlyle estaba harto de la Biblioteca Británica: le disgustaba la grosería de los bibliotecarios, le repugnaba el olor de las lámparas y, sobre todo, le indignaba que careciera de un sistema de préstamo y, en consecuencia, que los libros, tras pasar por un proceso de entrega que hacía que la ascensión al Everest pareciese una excursión dominical, no pudieran ser leídos en casa, sino solo en las heladas, polvorientas y sombrías salas de la British Library. Carlyle decidió, pues, crear otra biblioteca, en la que los interesados pudiesen recorrer los estantes, elegir lo que les viniera en gana y llevárselo a casa, si les apetecía. Hoy el sistema de préstamo que Carlyle estableció sigue funcionando a pleno rendimiento y con una virtud adicional: no hay penalizaciones por retraso en la devolución; solo si otro lector solicita el mismo libro que está prestado, se ponen en marcha los mecanismos para recuperarlo. La guía que hoy nos pasea por las instalaciones nos enseña las salas principales y, singularmente, la central de lectura, donde están prohibidos los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles. La habitación conserva, así, su aire de sosegado retiro victoriano, donde los caballeros leen en los sillones el Times -que la editorial recibe cada día desde su fundación y que ha encuadernado religiosamente hasta hace muy poco- como si estuvieran en el club, y cualquier usuario ojea libros o revistas, o escribe, a la luz tamizada de las lámparas de pasta de vidrio verde. En otras partes, como es lógico, sí se pueden utilizar los artilugios digitales y, de hecho, mucha gente lo hace. La actividad parece grande -iba a escribir "frenética", pero me he dado cuenta de que es un adjetivo que no resulta adecuado para una biblioteca-, pero la guía subraya que, aunque la London Library cuenta con 7.000 socios, nunca se da el caso de que alguno no encuentre una silla en la que sentarse y un ordenador con el que trabajar. La razón es que la gran mayoría de usuarios se relaciona online con la entidad, que está plenamente informatizada. La Biblioteca se ha especializado en disciplinas humanísticas y cuenta con un importante fondo de literatura en otras lenguas. Yo puedo certificarlo: una busca de Luis Cernuda arrojó una lista muy completa de sus obras. No obstante, dispone de libros sobre todas las materias. Tantas que una sección, miscelánea, reúne las más inverosímiles, en maravillosa confusión: "insectos" puede estar al lado de "inteligencia artificial", y "atenciones prenatales" junto a "adiciones sexuales" (lo cual no deja de tener una cierta relación). La guía subraya el placer de la serendipity -a no confundir con el Serenguetti; la serendipia, en castellano-, esto es, el hallazgo inesperado cuando se está buscando otra cosa. Aunque también se encuentra exactamente lo que se desea encontrar. Arthur Koestler ha contado que, cuando en 1972 le encargaron escribir sobre el campeonato del mundo de ajedrez que Bobby Fischer y Boris Spassky estaban disputando en Reikiavik, acudió a la London Library para informarse, y que allí, en la sección de ajedrez, dio con El ajedrez en Islandia y la literatura islandesa, de William Friske, publicado por la Sociedad Tipográfica Florentina, en Florencia, en 1905. La guía también subraya la singular forma de construir los pisos con los anaqueles en que se alinean los libros. Los suelos no son de cemento, sino rejillas de metal por las que se ven los pisos inferiores y superiores. Es, en realidad, un sistema de refrigeración victoriano: así el aire circula por todo todas las dependencias y no se estanca en una sola planta. Yo lo he visto también en la biblioteca central de la Universidad de Barcelona, y pienso si los arquitectos españoles no importarían el sistema de Londres. Mientras la guía nos da todas las explicaciones, Diego se entretiene mirando los lomos de los libros (algo en lo que está cogiendo mucha práctica: su trabajo en el hospital también consiste en observar) y yo me fijo más bien en los rincones de la Biblioteca, en los cuadros colgados en las paredes -óleos con los sucesivos directores de la entidad, entre los que se cuentan algunos tan destacados como el propio Thomas Carlyle o los poetas Alfred Tennyson y T. S. Eliot, que lo fue desde 1952 hasta 1965, pero también chistes o caricaturas aparecidas en todos los medios de comunicación del mundo sobre la Biblioteca-, en las maderas nobles y desgastadas, en los jarrones viejísimos y en los no menos provectos ejemplares del Times que se han dispuesto para nuestra consulta curiosa en la hemeroteca. Yo busco noticias en los ejemplares del mes de julio de 1979, cuando pasé mi primer verano en Londres, y descubro algunos fascinantes acontecimientos de aquellas semanas, ay, tan remotas: el Skylab cayó en Australia; Kiribati se independizó de Gran Bretaña; Anastasio Somoza, aquel benefactor de la humanidad que había impedido durante décadas que Nicaragua cayese en las pérfidas manos de los sandinistas, huyó del país y se exilió en Miami; el choque de dos superpetroleros en Trinidad y Tobago vertió medio millón de toneladas de crudo al océano; y la venezolana Maritza Sayalero Fernández se proclamó Miss Mundo, inaugurando así una tradición que ha hecho de Venezuela el segundo país en la clasificación de ganadores del concurso, después de los Estados Unidos. De hecho, el país solo tiene dos industrias: el petróleo y las misses, aunque el gobierno bolivariano está trabajando con denuedo por acabar con la primera. Los fondos de la London Library son sensacionales, sí, pero, si uno ha visto la Biblioteca del Congreso en Washington, ningún otro archivo le impresionará demasiado: allí los estantes se prolongan kilómetros y kilómetros por pasillos subterráneos que parecen dirigirse al fondo de la Tierra: la oscuridad es tanta que no se ve el final, y está toda llena de libros. Más aún: tienen hasta los libros de uno. Si las bibliotecas nacionales reciben obligatoriamente un ejemplar de todo lo que se publica en el país, la Biblioteca del Congreso recibe un ejemplar de todo lo que se publica en el mundo. No es de extrañar, pues, que, además de las catacumbas inacabables que se acumulan debajo de su sede en Washington, ocupe otros tres edificios, cada uno de ellos casi tan grande como el Pentágono, para albergar sus 138 millones de documentos. Pero la visita va llegando a su fin. Nos dirigimos a la salida por la escalera principal, cuya pared está presidida por un inmenso óleo de Valerie Eliot, la mujer del escritor, en reconocimiento de su labor y la de su marido por la Biblioteca. Diego, cuyo inglés no es aún demasiado fino, se muestra sorprendido: "Caramba, no sabía que Eliot fuese una mujer". "No", le digo, "Eliot era un norteamericano que se hizo británico y un protestante que se hizo anglicano, pero era un hombre, aunque quizá fuese homosexual". Cuando salimos a la calle, llovizna. No es extraño. Un café nos sentará bien. Nos dirigimos entonces a un Caffè Nero que hay en Piccadilly Street, bajo la severa mirada de Valerie Eliot.
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