Se abrió entonces otro lapso de silencio poético, en el que yo seguía fatigando cuentos y narraciones –que, como escritor en ciernes, también imitaba, con resultados igualmente execrables–, y que solo se rompió años después, en la facultad de Filología de la Universidad de Barcelona. He oído a muchos escritores, y a otros que no lo son, criticar a la universidad por su poco airoso papel en la promoción de la literatura, y por una responsabilidad peor aún, nula, en su creación. A un profesor universitario le oí decir una vez que la universidad castra la creatividad de los alumnos. Será, me parece, a los que se dejen castrar. A mí la universidad me descubrió la poesía. Un puñado de buenos profesores, y, sobre todo, uno, Adolfo Sotelo Vázquez, que muchos años después sería el decano de la Facultad y el presidente del tribunal de mi tesis doctoral, me abrieron las puertas de una poesía española e hispanoamericana solo nominalmente conocidas por mí. Yo tenía entonces veinte y muchos años. Había estudiado Derecho y me había dedicado a aprobar unas oposiciones, a fundar una familia y a ganarme la vida como funcionario. La literatura era un propósito constante pero lejano; una ilusión a la que no había renunciado, porque eso habría sido como renunciar a mi propio ser, pero que aún había cuajado, significara eso lo que significase. Seguía escribiendo, pero sin claridad ni destino. Mi regreso a las aulas me sirvió para escuchar a José María Valverde, que era capaz de empezar una clase con el Libro de los Salmos, darse una vuelta por Marx, Antonio Machado y Wittgenstein, y volver al salmista, con la naturalidad con que un acróbata aterriza en el plinto, con perfecta compostura, tras hilvanar varios saltos mortales en el aire. También a Luis Izquierdo, que ensartaba los destellos de ingenio, las observaciones luminosas –dijo: «leemos a Vallejo, y nos gustaría que nos gustase más», y eso es exactamente lo que me pasa–, como cuentas en un gargantilla. Y también a Adolfo Sotelo, gracias al que leí, y entendí, a Juan Ramón Jiménez –el poeta español más importante del siglo XX; quizá no el mejor, pero sí el más importante–, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y el inmortal Ancia, de Blas de Otero. Los tres fueron decisivos, aunque luego comprobase que el modernismo de Juan Ramón me sugería poco (y a él también), que el resto de la poesía de Alonso no estaba a la altura de su airado poemario, y que la obra de Otero se me encasquillaba demasiado en lo social, se diluía en motetes proletarios. Juan Ramón Jiménez, con Diario de un poeta recién casado y, sobretodo, con Tiempo y Espacio, me reveló cómo puede escribirse prosa que sea también poesía, y, con ello, contribuyó a que entendiera que trascender las categorías estéticas no es solo un desafío creador, sino, más radicalmente todavía, una forma de abrazar la esencia de lo que somos, lo que nos define: el tránsito, la inestabilidad, la impermanencia. Y esa forma de afirmar negando, de ofrecer algo y socavarlo en el mismo instante en que se ofrece, de dar uno y su contrario, se ha convertido, desde aquella remota lectura, en una obsesión en mí, porque con la misma obsesión concibo al ser humano. Yo entonces no había leído aún a Emily Dickinson, pero ya suscribía, sin saberlo, su afirmación de que algunos solo encontramos consuelo en lo inestable. Dámaso Alonso, por su parte, me permitió comprender que lo absurdo, la irracionalidad, el horror, también podían ser poesía –también podían tener belleza–, además de que me ofrecía una rara fraternidad: yo sentía que su bramido mortuorio, pero también empapado de vida, era asimismo mi propio quejido, todavía inarticulado. Blas de Otero, en fin, me laceraba amorosamente: sus sonetos eran una cacería de amor, como luego sentiría en San Juan de la Cruz, un grito de vida asordinado por la omnipresencia de la oscuridad, por la certeza de la incertidumbre. Los tres poetas eran creyentes, a pesar de sus muchas dudas, y yo, ya entonces, ateo –hoy lo sigo siendo, con más virulencia todavía–, pero eso no me impidió participar de su esperanza y de su sufrimiento. Yo disfrutaba de la insurgencia expresiva de todos: su verbo era riguroso, pujante, labrado pero no magnificente, y esa entereza sin fastos se me antojaba la mejor forma de trasladar a la página –la más coherente, al menos, y la más placentera para mí– lo que bullía en el interior. En cualquier caso, los tres creían en el lenguaje, algo de lo que uno no siempre está seguro cuando lee a algunos poetas. El poeta que no confía en su instrumento de expresión es como el arquitecto que diseña una casa sin estar convencido de que vaya a sostenerse, o sin desearlo siquiera. Las dudas que el lenguaje pueda suscitar como herramienta de averiguación, o de transmisión del conocimiento, deben ponerse al mismo nivel que las que nos plantean nuestros falibles sentidos: hay efectos ópticos, y estímulos visuales que no alcanzamos a percibir, sin duda, pero eso no justifica que cerremos los ojos a una realidad, interior y exterior, plagada de cosas dignas de ser vistas. Antes bien, hay que abrirlos más, o abrirlos mejor. Me irritan los poetas que se presentan como unos descreídos de la palabra, que no levantan la voz ni incurren en la grosería del entusiasmo, como decía Pessoa, un gran entusiasta; una actitud que suele adoptar a menudo la forma del poeta menor: se jactan de ser poetas menores, porque no pretenden construir grandes obras: las grandes obras, y las grandes voces, son, a su juicio, una ridiculez, como si grandes y presuntuosas fueran lo mismo, o lo fuesen la ambición y el impudor. No creo, en realidad, que nadie se tenga sinceramente por un poeta menor: es solo la ficción que mejor se acomoda a sus capacidades. La poesía ha de tener siempre una aspiración máxima, para que no se convierta en una laboriosa menestralía o en un entretenimiento equiparable a la filatelia: el mundo ya se encargará de reducir nuestras aspiraciones a lo que sea capaz de asimilar, que casi siempre será muy poco. Pero el impulso vivificador del lenguaje ha de mover nuestra escritura. Nada de esto significa que el oficio callado, la minucia de la artesanía, no aliente, más aún, no sustente ese empuje creador, porque la pasión no puede ser informe: todo vuelo se explica por un entramado exacto de plumas y un aprovechamiento inteligente de las corrientes aéreas. Tampoco quiere decir que la poesía mesurada, sin soflamas ni alborotos, no responda asimismo a un hervor cierto, porque la pasión es multiforme: fría, a veces (hasta cierto punto, siempre lo ha de ser, si queremos escribir felizmente); templada, cuando nos seduce el desengaño o la melancolía; y ardiente, cuando coinciden la necesidad del grito y la oportunidad de gritar. Pero, sea como sea, ha de existir: «nada sin alegría», decía Montaigne; nada sin pasión, me atrevo a decir yo, aunque se trate de una pasión pudorosa, de una pasión hacia dentro, incluso de una pasión anochecida. Puede que la pasión no haga el verso, como decía otro francés, Flaubert, pero el verso tampoco se hace sin ella. Porque la pasión no es la sustancia de la literatura, pero sí la energía que la mueve, el impulso que hace girar sus mecanismos. Desde aquella primera lectura de Neruda, no he dejado de admirar esa poesía deseosa, esa poesía que no teme a su propia magnitud, y que corre siempre, en consecuencia, el peligro de extraviarse en ella: de revelarse insuficiente, o de consumirse en su propia insuficiencia. Pero, a mis ojos, ninguna poesía vale la pena si no se aventura, es decir, si no está siempre a un centímetro de fracasar. Me atrae, indefectiblemente, la poesía que aspira a una exposición total de los hechos presentados: cósmica, épica, diría que universal, si supiera de qué estoy hablando cuando me refiero al universo. Me inspira desconfianza, en cambio, la poesía irrelevante, la mera tapicería sin volumen, la ligereza que se pretende analgésica, pero que a mí me da dolor de cabeza; me abruma el lenguaje liviano, y su futilidad. La poesía puede decir trivialidades, pero no puede ser trivial. Todo esto, sin embargo, no es fruto de una decisión racional. Nadie se acerca, creo, a un arte con una actitud predeterminada, habiendo resuelto a priori qué va a gustarle o a aborrecer. El vínculo se establece, con un sesgo casi mágico, cuando sentimos que lo leído –o lo contemplado, o lo oído– se adecua a nuestra naturaleza; todos obramos así: hay materias que nos seducen sin otro juicio que la mera comprobación del placer que nos dan; otras, en cambio, nos repelen, sin que podamos decir tampoco por qué. Hay un temperamento de la sensibilidad, como hay un temperamento de la persona, y solo reconoceremos –y cultivaremos– cuanto no lo contradiga. No obstante, es entonces, cuando hemos identificado tanto lo que nos convoca como lo que nos disuade, y residimos a gusto en lo primero y eludimos tranquilizadoramente lo segundo, cuando más fértil resulta frustrar las propias inclinaciones y experimentar las ajenas. Pretender lo otro, pasar al otro lado, trascender la oscuridad, para acceder a una visión más pura, o a una comprensión más honda de las cosas de la que podría proporcionarnos una inteligencia llana, ha sido siempre uno de los propósitos capitales de la literatura. Y yo entiendo ese alcanzar la otra orilla, lo que está más allá, no solo como un objetivo estético, sino también como un fin existencial: haciéndome con aquello que no se encuentra naturalmente en el espacio de mi yo, o persiguiéndolo –eso me basta–, me hago más yo; retrocediéndome, alabeándome, fracturándome, me enderezo; multiplicándome, soy más uno, porque crezco; dispersándome, me adenso, me penetro. La traducción me ayuda, como un cauce preestablecido, a experimentar esa poesía distinta y distante, en cuyos sedimentos me intriga adentrarme. Pocas veces he traducido a autores de los que me sintiera estéticamente cercano: Rimbaud, Faulkner, Whitman y Ramon Lull; la mayoría de mis versiones, por encargo o por decisión propia, han recaído en escritores cuyas estrategias creativas y cuya cosmovisión se alejaban mucho de las mías. Pero eso me ha obligado a hacer una lectura radical de esas diferencias: a envolverme en la piel de alguien que razona y escribe de otro modo, a menudo incompatible con el mío, y a entender sus presupuestos y sus estrategias. Pocas cosas, de hecho, me gustarían más que ser los otros: que encarnarme en los cuerpos que me rodean cada día, en sus soledades innumerables y en sus recónditas alegrías. Mi pasión por una poesía omnicomprensiva, que integre la infinita variedad de los seres, que refleje mi interés por lo que difiere de mí, aunque me disguste, obedece a esa ansia por respirar más, por vivir más: por diseminarme en todas las criaturas posibles, o por que ellas lo hagan en mí, y no morir.
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