Hoy hemos quedado para cenar con Diego, un médico amigo de Ángeles, y su mujer, Esther, pero, como tenemos tiempo por la tarde y nos pilla de camino, decidimos visitar las galerías de arte de Hyde Park. Los parques ingleses son así: tienen galerías de arte. En este hay dos: la Serpentine Gallery y la Serpentine Sackler Gallery. El 49 nos deja muy cerca del Albert Memorial, ese pináculo churrigueresco, parecido a un pastel de boda, dedicado a la mayor gloria del príncipe Alberto, el bienamado de Victoria. Recorremos el Paseo de las Flores, un breve tramo inundado de arriates, setos y mazos de flores, en el que las ardillas campan con entera libertad y no poco atrevimiento. Si te descuidas, te muerden las pantorrillas. Hasta los pájaros parecen más osados que en otras partes. Cuando pasamos por el lugar, una mujer les ofrece pan en la palma de la mano, y un raro ejemplar de pecho amarillo acude a picotear las migas. En la Serpentine Gallery se exhibe la obra de Reiner Ruthenbeck, un artista conceptual alemán. Al entrar, me cruzo con una señora mayor que sonríe y que, cuando llega a mi lado, musita: "Strange, very strange". A mí que las señoras mayores consideren una obra de arte very strange me pone: quiere decir que seguramente me interesará. Y, en efecto, me interesa. Los elementos con los que trabaja Ruthenbeck son pocos, pero están bien ligados: montones de tierra en la que se clavan -o de la que surgen- piezas metálicas, una gran habitación en la que solo luce una bombilla mortecina -se titula Crepúsculo: entre perro y lobo-, o un conjunto de muebles tumbados. Aunque no sé si está permitido, no veo ningún cartel que lo prohíba, así que me atrevo a pasear por entre las sillas y mesas caídas. Un joven vigilante me confirma enseguida que no se puede andar por allí. Yo le digo que ningún letrero avisa de la prohibición y él me responde, sin dejar de sonreír, que para eso está él allí. Algo parecido me pasa con otra pieza, consistente en dos escaleras de mano trabadas. Me acerco tanto para comprobar si están unidas de alguna forma, o solo apoyadas una en otra, como esos arcos medievales sin machihembrar, que se sostienen solo por el equilibrio de fuerzas de las piedras que los componen, que otra vigilante acude pronta, asimismo con una sonrisa llena de dientes, para decirme que le pone nerviosa que me acerque tanto. Yo le contesto que no se preocupe: que no pienso ni respirar cerca de la obra. No parece importarle que me ahogue, siempre que no amenace la estabilidad de la pieza; es más, que me ahogue la tranquiliza. El celo extremo de la seguridad me incomoda. El respeto al arte es fundamental, pero ese respeto no puede excluir verlo, olerlo, empaparse de él: el arte no puede ser intangible. Nos vamos a la siguiente galería, que no dista más de doscientos metros de la anterior. Para llegar hemos de cruzar el puente del Serpentine, el estanque de Hyde Park. Ya ha anochecido, y el agua es de una negrura abrumadora: noche coagulada, turmalina feroz, sin una sombra de luz. La Sackler se encuentra en The Magazine, un arsenal construido en 1805, necesario entonces para las guerras contra Napoleón. Celebro la transformación: de polvorín a sala de arte. Y su espíritu queda ya reflejado en la fuente que la precede, hecha con un enorme manojo de mangueras multicolores. Hoy acoge una muestra de la obra del argentino Julio le Parc, que me sorprende, porque uno no espera que una exposición sea divertida, y esta lo es, y mucho. El conjunto se ha diseñado como una especie de salón recreativo -o arcade, como se diría en Inglaterra- y el visitante va tropezando con obras de arte que también son entretenimientos. Una se titula "Identifique sus enemigos" y consiste en una diana, en cuyos círculos figuran "el imperialista", "el capitalista", "el militar", "el intelectual neutral" (este me encanta: es mi enemigo favorito), "el policía" y "el indiferente", a la que se pueden lanzar dardos. En la misma sala se pueden tirar pelotas contra unas siluetas de personajes asimismo odiados: el capitalista (con chistera), el militar (con casco) y el policía (con gorra de plato) repiten, pero ahora se suman otros, como el obispo (con mitra). Cuando se acierta de lleno, suena una musiquita circense. También hay un bosque de sacos de boxeo que hay que atravesar a golpes: en los sacos Le Parc ha dibujado diferentes personajes de la sociedad, como escritores, académicos, poetas, políticos y deportistas, entre muchos otros. No veo, sin embargo, si ha incluido a los artistas entre los tipos a los que hay que aporrear. Habría estado bien. En el extremo opuesto de Ruthenbeck, todo es aquí manipulable, tangible, golpeable, es más, para ser lo que aspiran a ser, estas piezas han de ser tocadas. Uno atraviesa bosques de espejos, y pisa superficies inestables, y desordena móviles, es decir, les da vida: el desorden alienta, enardece. Muchas piezas son combinaciones de movimiento y luz; otras hacen ruido: casi todas requieren la participación del espectador. Este lúcido infantilismo me encanta, y paseo por las diversas salas con una sonrisa en los labios, deseoso de descubrir más. Pero el tiempo empieza a apremiar y hemos de marcharnos. La cita con Diego y Esther es un restaurante japonés, el Nagoya, cerca de Marbel Arch. Camino del encuentro, pasamos por delante de una iglesia con una enorme pancarta que dice que la comunidad está unida contra knife and gun crime, "el crimen de cuchillo y pistola" (o, con mejor traducción, los delitos con arma blanca y con armas de fuego): un gran reclamo para que la gente se instale en el barrio. Más adelante, nos cruzamos también con la casa, elegante, georgiana, en la que vivió William Thackeray, el autor del magnífico Barry Lyndon. La noche es una perfecta combinación del peor tiempo londinense: lluvia, viento y frío. Llegamos con alivio al Nagoya, solo para averiguar que los lavabos no funcionan y que, para cualquier necesidad, hay que utilizar los servicios de un pub vecino. No será lo único que nos recordará el pésimo clima de la noche. La puerta del local no cierra automáticamente y, como nos han sentado al lado de la entrada, nos tenemos que levantar a cada momento para cerrarla. En el servicio, se mezcla la nipona obsequiosa -demasiado obsequiosa: parece un dibujo animado-, que nos habla en algo parecido al inglés, y una camarera suiza, hija de una emigrante de Badajoz, con la que hablamos en castellano. Desfilan el sushi y lo demás -yo nunca sé muy bien lo que pido en los restaurantes orientales; he llegado a abrir la carta y señalar a ciegas con el dedo, como antes se hacía con los globos terráqueos para decidir a dónde quería viajar uno: así al menos no me sentía idiota si lo que me servían me parecía repugnante: lo atribuía al azar-, y, mientras comemos, Diego, que es oncólogo y de Córdoba, se maravilla de que Inglaterra sea el paraíso del tatuaje y nos enseña el que se acaba de hacer ampliar con uno de los mejores artistas -así los llama: artistas- de la especialidad. Lo lleva en el antebrazo: es, nos dice, una representación de los cuatro elementos -tierra, aire, agua y fuego-, que rodean a una nutria, su animal preferido. La nutria tuvo que ser modificada también en su momento, porque la primera versión que le habían dibujado parecía un pene: ahora sigue sin parecer una nutria, pero ya se diría que se lo han hecho en un burdel. Qué pintan los cuatro elementos alrededor de un mustélido es asunto arcano, que Diego no llega a explicar satisfactoriamente, pero que luce con mucho orgullo. La cena es amenizada también por una pareja de jóvenes borrachas que se ha instalado en la mesa de al lado: gritan, se carcajean, hablan por el móvil, tiran al suelo una botella de agua, que lo moja todo. Una capta mi mirada de desaprobación, pero sonríe y me pregunta: "¿Dónde estamos?". Yo le respondo que en un restaurante japonés. "Sí, eso ya lo sé -dice-, pero ¿en qué lugar del mundo?". Está más cocida que un potaje: "En Londres", le respondo, con paciencia que empieza a flaquear. "Sí, esto también lo sé, pero...". Ahí decido concluir la conversación, si es que a eso se le puede llamar conversación. La cena acaba con una cuenta monstruosa: 288 libras, unos 350 euros. No hemos comido demasiado, pero semejante dolorosa nos hace pensar que debemos de haber consumido los pescados más exquisitos y el mejor sake, aunque a mí no me lo hayan parecido. Salimos a la calle por la puerta abierta y nos perdemos bajo una lluvia japonesa: fina, silenciosa, lacerante.
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