Hoy me han llegado dos libros en sobres separados pero iguales. El conserje indio del inmueble me ha entregado los dos paquetitos con una sonrisa educada, en la que, no obstante, se entreveía su sorpresa por su tamaño y su peso coincidentes. Dentro había sendos libros de La Isla de Siltolá: Mediodía en Kensington Park, de su editor, Javier Sánchez Menéndez, y La lealtadmantenimiento, de Julián Cañizares Mata, ambos publicados en la colección Tierra, de cubiertas ajedrezadas y multicolores. Son bonitos estos libros, elegantes en su vistosidad, con la mezcla justa de sobriedad y atrevimiento. El primer placer viene siempre, como en el amor, del tacto: acariciar los libros es nuestro primer acceso a ellos y la promesa de un placer -de una retribución- superior. Me entretengo un rato palpando las cubiertas, ojeando las páginas, sopesándolos. Luego los leo. He escrito ya, en este diario, sobre ambos autores, con ocasión de la publicación de Por complacer a mis superiores, una antología de la poesía de Javier, y de Lugar y esquema, el anterior poemario de Julián, también aparecido en Siltolá. Los dos libros comparten una característica esencial: tienen personalidad; constituyen un proyecto literario definido y singular. Uno lee a veces libros que parecen una ensalada de intenciones o, peor aún, y por seguir con el símil gastronómico, un buñuelo de aire: poemarios o novelas desgalichados, sin norte, de perfiles borrosos, desleídos entre lo anodino y lo previsible. Ni La lealtadmantenimiento ni Mediodía en Kensington Park son así: se trata de libros fuertes, de trazos vigorosos y voces personales, aunque también, como es lógico, muy diferentes entre sí. La lealtadmantenimiento continúa, radicalizándola, una de las aventuras más peculiares de la joven poesía española: a la desarticulación sintáctica de su poesía precedente, Julián Cañizares suma aquí una explosión de quebrantamientos léxicos que delimita un nuevo espacio poemático. Las transformaciones neológicas hacen que el poema se sienta, se viva de otra manera: es otra arena, un recinto desconocido pero no carente de calidez, una esfera que nos interpela y nos perturba, pero también nos acoge con desquiciada amabilidad. Y en ese espacio, por distinto, por intransitado, todo parece brillar con una pureza esencial. El poeta obra con sus versos el prodigio primigenio de la poesía: que el lenguaje renazca, y, con él, el mundo. Las palabras -esas palabras extrañas, incomprensibles, inexistentes de La lealtadmantenimiento- vuelven a significar: vuelven a decir las cosas, o a ser las cosas. Es una gran paradoja: lo roto reconstruye una existencia fracturada por lo acostumbrado. Lo roto, por naciente, edifica. Julián Cañizares se sitúa, con esta concepción del verso, en una órbita que empieza a ser reconocible entre los jóvenes poetas españoles: la de quienes desestructuran el poema para reestructurar lo poético; la de quienes nos enseñan las tripas del artefacto, para que, con esa comprensión interior, podamos experimentarlo de otro modo, sin motetes apaciguadores, ni enjalbegamientos bonitos, ni trampantojos de sentido; la de quienes explosionan el vocabulario o las imágenes que empasta para que vivamos otra vez la maravilla de decir. Ahí militan, además de Julián Cañizares Mata, Bruno Carcedo, Ángel Cerviño, Mario Martín Gijón y Julio César Galán, además de otros, seguramente, a los que todavía no he descubierto. Transcribo el poema "Serte" de La lealtadmantenimiento:
Respeto mucho la no belleza,
así como su dolor de no besar,
su reestructura de amanecer;
porque podría estar en su crono,
en su fleco de biografía curva,
su ridículo inmisterio de no estar.
Transmitir y transomitir,
según el instante verídico,
según la clave intuillorada de sí.
Es clave aquisentir el gesto,
y bosquear sus praderas,
saber los bloques que flojean
por si, derrumbados, pesan
sobre la realidad biográfica.
Puedo serte, y así se respira.
Mediodía en Kensington Park, por su parte, se me hace próximo por la cercanía de sus referentes, empezando por el que aparece en el título. Londres es el escenario donde transcurren estos poemas en prosa, elaborados con el estilo característico de Javier Sánchez Menéndez, lírico y filosófico, aforístico y abrupto, animado por un desgarro que se manifiesta en las frases cortantes, en ese empeño, siempre perceptible, por inyectar un sentido ardiente a lo dicho. Los poemas de Javier tienen una gran virtud: resultar imprevisibles, zigzagueantes, anómalos. Una sensibilidad extrema, atenta siempre al fulgor de la poesía auténtica, impregna los versos, donde se aúnan la delicadeza y el sufrimiento. Las imágenes obedecen a esta intimidad martirizada y exhiben torceduras, disonancias, pero disonancias alumbradoras: lo veraz ilumina siempre. Mediodía en Kensington Park relata el deambular de un hombre enamorado, pero lúcidamente consciente de que al amor se opone la muerte, que contempla el mundo como proyección o interlocución de su angustia, y también de su placer, y que no deja de reflexionar -de preguntarse- por el sentido del arte -de la poesía- en ese tránsito existencial. La percepción se ramifica en una sucesión de apuntes auditivos y visuales, como una cascada de notas siempre a punto de quebrarse o interrumpirse, y, al hilo de ese flujo, se encadenan asimismo las meditaciones, cristalinas y oscuras, agrietadas, nunca concluidas. Copio el poema 24, "El color de este cielo acomplejado":
Londres sí tiene mar, un infinito espacio verde donde se toma el sol. Una pradera de tonos multicolores que refleja el amor y la nostalgia. Es un inmenso mar donde puedo quererte mientras miras los pájaros, las hojas, el color de este cielo acomplejado. Cuando nos falta el orden aparece la vida, pero no me acostumbro. Vivir sin un concierto es una sucesión de cosas principales, el mandato observado para cristalizar nuestra amargura.
El azul de este cielo es diferente, un número complejo y decimal. Aunque es natural lo imaginario determina. Prevalece el azul pero es grisáceo. Hoy se instalan las nubes y el ruido de un operario limpiando los caminos hace que le conceda primacía. Observo al empleado, con rigor y paciencia avanza solo un poco, la exactitud de su triste muestreo. Un jardinero uniformado se confunde en el verde, lo entretiene. Señala con el dedo un árbol que ha caído.
Es difícil escribir tristes canciones, con una inclinación notaba que vivías. Ahora no sé arroparme lo suficiente a ti. Apenas me defiendo con las notas y esa interminable lista de recomendaciones ha salido volando. Hay un rayo de sol que se va haciendo diferente. Intento darte un beso y en mi boca tarareas el estribillo. Es hora de volver, comienzo a comprenderte y a llevarte en volandas. Este color del cielo ha empezado a vivir. Una abeja veloz irrumpe en tu alegría. El color de este cielo no me otorga palabras si no intento escribir.
Respeto mucho la no belleza,
así como su dolor de no besar,
su reestructura de amanecer;
porque podría estar en su crono,
en su fleco de biografía curva,
su ridículo inmisterio de no estar.
Transmitir y transomitir,
según el instante verídico,
según la clave intuillorada de sí.
Es clave aquisentir el gesto,
y bosquear sus praderas,
saber los bloques que flojean
por si, derrumbados, pesan
sobre la realidad biográfica.
Puedo serte, y así se respira.
Mediodía en Kensington Park, por su parte, se me hace próximo por la cercanía de sus referentes, empezando por el que aparece en el título. Londres es el escenario donde transcurren estos poemas en prosa, elaborados con el estilo característico de Javier Sánchez Menéndez, lírico y filosófico, aforístico y abrupto, animado por un desgarro que se manifiesta en las frases cortantes, en ese empeño, siempre perceptible, por inyectar un sentido ardiente a lo dicho. Los poemas de Javier tienen una gran virtud: resultar imprevisibles, zigzagueantes, anómalos. Una sensibilidad extrema, atenta siempre al fulgor de la poesía auténtica, impregna los versos, donde se aúnan la delicadeza y el sufrimiento. Las imágenes obedecen a esta intimidad martirizada y exhiben torceduras, disonancias, pero disonancias alumbradoras: lo veraz ilumina siempre. Mediodía en Kensington Park relata el deambular de un hombre enamorado, pero lúcidamente consciente de que al amor se opone la muerte, que contempla el mundo como proyección o interlocución de su angustia, y también de su placer, y que no deja de reflexionar -de preguntarse- por el sentido del arte -de la poesía- en ese tránsito existencial. La percepción se ramifica en una sucesión de apuntes auditivos y visuales, como una cascada de notas siempre a punto de quebrarse o interrumpirse, y, al hilo de ese flujo, se encadenan asimismo las meditaciones, cristalinas y oscuras, agrietadas, nunca concluidas. Copio el poema 24, "El color de este cielo acomplejado":
Londres sí tiene mar, un infinito espacio verde donde se toma el sol. Una pradera de tonos multicolores que refleja el amor y la nostalgia. Es un inmenso mar donde puedo quererte mientras miras los pájaros, las hojas, el color de este cielo acomplejado. Cuando nos falta el orden aparece la vida, pero no me acostumbro. Vivir sin un concierto es una sucesión de cosas principales, el mandato observado para cristalizar nuestra amargura.
El azul de este cielo es diferente, un número complejo y decimal. Aunque es natural lo imaginario determina. Prevalece el azul pero es grisáceo. Hoy se instalan las nubes y el ruido de un operario limpiando los caminos hace que le conceda primacía. Observo al empleado, con rigor y paciencia avanza solo un poco, la exactitud de su triste muestreo. Un jardinero uniformado se confunde en el verde, lo entretiene. Señala con el dedo un árbol que ha caído.
Es difícil escribir tristes canciones, con una inclinación notaba que vivías. Ahora no sé arroparme lo suficiente a ti. Apenas me defiendo con las notas y esa interminable lista de recomendaciones ha salido volando. Hay un rayo de sol que se va haciendo diferente. Intento darte un beso y en mi boca tarareas el estribillo. Es hora de volver, comienzo a comprenderte y a llevarte en volandas. Este color del cielo ha empezado a vivir. Una abeja veloz irrumpe en tu alegría. El color de este cielo no me otorga palabras si no intento escribir.
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