viernes, 28 de febrero de 2014

Libro de amigo y amado, otra vez

Pre-Textos, en coedición con la editorial Barcino, acaba de reeditar mi traducción del Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, de la que ya he hablado en este blog. Dicha traducción se había publicado en DVD en 2006, pero el éxito del libro, que hizo que la edición se agotara -y que solo en muy modesta medida me es atribuible: el mérito mayor corresponde, claro, a Llull-, y la posterior desaparición de la editorial han hecho inencontrables los ejemplares de esa primera edición. Yo mismo he intentado conseguir alguno, escudriñando en librerías de nuevo y de viejo, o inquiriendo por los que pudiesen quedar cuando la liquidación de DVD, pero nada: no hay libros disponibles; es como si se hubieran volatilizado. Y se tiraron más de mil: no es un mal resultado, dadas las circunstancias. Si he tratado de hacerme con algunos ejemplares más, es porque siento un cariño especial por este trabajo; un cariño que tiene un origen sentimental: una antigua novia, mi primer amor, me hablaba del Libro y me regalaba versículos de Llull, a menudo en circunstancias especialmente gratas. Cuando, hace ocho años, los responsables de la Fundación Luis Carulla, dedicada a la promoción de la cultura catalana, y, en particular, de sus clásicos, propuso a DVD que recuperáramos el texto, con la nueva edición del profesor Albert Soler i Llopart -que había determinado un número de versículos del original distinto al que establecían, siguiendo unas supuestas indicaciones de Ramon Llull, todas las ediciones anteriores-, Sergio y yo aceptamos encantados, y que Sergio me propusiera encargarme de su traducción aumentó todavía más mi felicidad. La última traducción digna del libro de Llull -de hecho, la mejor de las existentes, en mi opinión-, de Martí de Riquer, el sabio recientemente fallecido, se había publicado en Planeta en 1985, así que había transcurrido un lapso más que suficiente para que fuera actualizada. Las traducciones han de ser periódica y permanentemente renovadas, si no se quiere que el texto original languidezca y se fosilice. Cada generación, con su propio lenguaje, demanda un acercamiento singular a las obras del pasado. Eso intenté, pues, en una labor que me llevó muchos meses. Lo que recuerdo más difícil de la traducción del Libro fue conjugar el respeto al original -un texto del siglo XIII, con las dificultades propias del catalán de esa época, a las que se sumaban las numerosas singularidades estilísticas que le imprimía Llull: sobre todo, repeticiones, muy arduas de manejar- con la composición de una versión que tuviese actualidad, que resultara persuasiva para un lector contemporáneo. El Libro de amigo y amado no podía permanecer en una urna filológica, solo accesible para los muy devotos o los muy esforzados: se tenía que percibir como una obra presente, ahincada en el presente, por su ritmo, por su lenguaje y hasta por su contenido. Para esa tarea, sin embargo, a pesar de su complejidad, yo jugaba con alguna ventaja, y esa ventaja no era otra que el carácter eminentemente poético del libro. Llull no lo había querido así, desde luego: él solo había pretendido urdir un manual de aforismos místicos que ayudasen a los eremitas a permanecer en la vida contemplativa y ratificasen a los creyentes todos en el amor a Dios. Pero la poesía se le sale al Libro por las costuras, y el erotismo también. No hay que olvidar que Llull había sido un poeta cortesano -y bastante disipado, por lo que él mismo cuenta- antes de su conversión a la vida religiosa: una noche en que estaba escribiendo una oda moderadamente lúbrica a una dama de la corte, se le apareció Jesucristo nada menos que cinco veces (el Señor debió de considerar insuficiente un número menor de apariciones, dado el carácter recalcitrantemente mundano de Ramon), un hecho prodigioso le llevó a consagrar su vida al servicio de Dios. Desde entonces no hizo otra cosa que escribir obras doctrinales y filosóficas en defensa de la religión cristiana -en las cuales fijaba, incluso, una suerte de máquina de la verdad, un ars combinatoria que permitía resolver, con un mero encadenamiento de conceptos, cualquier cuestión planteada sobre la fe- y viajar por las cortes cristianas, para que no se desviaran del recto camino de la creencia, y los países musulmanes del norte de África, para rescatarlos de la increencia y sumarlos a la grey del Buen Pastor. Ramon Llull hablaba una multitud de idiomas -desde el latín hasta el árabe, pasando por una lengua materna, el catalán, que él fue el primero en convertir en lengua de cultura: Llull representa el verdadero espíritu cosmopolita y el actual ideal europeo- y no dejó de viajar hasta prácticamente su muerte, ocurrida en 1315 o 1316: se sabe que en estaba en Túnez, batallando dialécticamente con los sarracenos, en 1315, con 83 años. Espero que la reedición del Libro de amigo y amado, que reproduce exactamente la de 2006, con la amable presentación de Luis Alberto de Cuenca y mi prólogo, contribuya un poco más a la difusión de un libro, no solo esencial en la producción de uno de los mejores representantes de la cultura europea de la Edad Media, sino algo aún más importante: una obra deliciosa, arrebatada de temblor lírico. Reproduzco aquí el versículo 132:

Demanaren a l'amic de què naixia amor ni de què vivia ni per què moria. Respòs l'amic que amors naixia de remembrament e vivia d'intel·ligència e moria per oblidament.

Preguntaron al amigo de qué nacia el amor y de qué vivia y por qué moria. Respondió el amigo que el amor nacía del recuerdo y vivía de la inteligencia y moría por el olvido.

jueves, 27 de febrero de 2014

Comer calçots

Comer calçots es uno de los grandes placeres de la vida, pero no es fácil. Para empezar, se ha de hacer en la temporada del calçot, entre finales del invierno y principios de la primavera: un margen estrecho. Luego, hay que asarlos, pero no sobre las brasas, como se haría con la carne, sino sobre la llama viva: la humareda que se produce es notable, aunque, con el frío que suele hacer, hay a quienes les gusta estar cerca del fuego, y envueltos por el humo, para calentarse. El proceso de cocción es asimismo complicado: hay que estar atentos para que los calçots no se quemen, lo que destruiría el preciado tallo interior, sino solo para que se soasen: las hojas que envuelven al cebollino han de ennegrecerse y entreabrirse ligeramente -otro buen síntoma es que echen espumilla, como los caracoles-: eso indica que están a punto. Luego es menester agruparlos en fajos de veinte o veinticinco, envolverlos en papel de periódico y dejarlos así, bien arropados, como un niño en su moisés, para que acaben de cocerse con su propio calor. ¿Por qué papel de periódico? Supongo que para preservar el calor. Uno diría que el plomo y las demás sustancias tóxicas que ese material contiene solo pueden perjudicar la delicada textura del calçot, y a nuestra salud, pero no parece que sea así. Desde luego, no dañan el sabor. Después, en la mesa, llega el gran momento: los paquetes de calçots son depositados ante los comensales, que los atacan con ferocidad. Eso hicieron Agustín y José Antonio, nuestros anfitriones en Cal Jep, y eso hicimos nosotros, sus extasiados huéspedes, el sábado pasado: ellos pusieron los fajos ante nuestra fauces, y nuestras fauces respondieron de inmediato al estímulo: nuestras fauces fueron inmisericordes; luego, claro, se sumaron también las suyas. Sin embargo, como digo, la cosa tiene su intríngulis. Para comer calçots es muy conveniente ponerse un babero -un babero muy grande, que cubra desde el cuello hasta el regazo-, porque los cebollinos se untan en romesco, o en otras salsas turbulentas, y, de camino a la boca, gotean con malicia. Después, hay que pelarlos: mientras una mano sujeta la cebolla por la punta, la otra lo desviste de las hojas renegridas. Hay algo muy erótico en esa operación, cuando se hace bien: desvelar la carne, y verla lucir, casi transparente, a la luz del sol invernal, ya sutilmente declinante, excita tanto como comérsela. Los muy acostumbrados a trasegar calçots lo hacen con un golpe definitivo, que deja al cebollino desnudo y temblando, como si a alguien se le arrebatara de súbito la ropa y se quedara, avergonzado, en la pura y dorada piel. Los menos habituados o más torpes, como yo, suelen pelearse con el recubrimiento: no arrancan todas las hojas, o no consiguen separarlas del extremo del fruto -un punto estratégico: donde pulpa y piel se engarzan raigalmente-, o arrancan también parte de la carne. Además, los calçots están muy calientes -admira entonces uno el aislamiento térmico que proporcionan los diarios: con razón los ciclistas se los ponen entre la ropa y el pecho cuando han de bajar algún puerto helado-, y los dedos sufren. Poco a poco, sin embargo, la temperatura disminuye y el gesto de pelar se automatiza. Los calçots viajan entonces con rapidez del haz al gaznate, y es una gloria rebozarlos en los grumos de salvitxada o de romesco, elevarlos por encima de la cabeza, como si ofreciéramos una forma consagrada al Altísimo, abrir amorosamente la boca, introducirlos en ella cuan largos son -otro asunto peliagudo: un buen calçot puede medir 25 centímetros, como Nacho Vidal- y experimentar a continuación una explosión de sabor como conozco pocas: el calçot se deshace en la lengua con resonancias finísimas, térreas, en las que se mezclan los azúcares y los silicatos, el bosque y el sol. El calçot parece un fruto naturalmente caramelizado. La acidez que le procuran las salsas en las que se baña, modera y subraya, a la vez, esa dulzura sutil, casi sobrenatural. El sábado pasado, en Cal Jep, devoramos no sé cuántos montones de calçots. Yo, en particular, di cuenta de más de una docena. Hay que entenderlo: entre los comensales no estaba Jesús Aguado, poderoso zampador, que siempre me supone una gran competencia, y pude obrar libremente: acabé con los míos y con buen parte de los que se habría comido él. Terminamos todos con los manos negras: así se quedan después de luchar con las hojas requemadas de los cebollinos. La mesa era como un paisaje después de la batalla: con filamentos de calçots por todas partes, y manchas de romesco, y buruños de servilletas sucias, y hojas de periódico, y salpicaduras de vino. Pero había mucha felicidad. Sin embargo, la cosa no acabó ahí, no acaba nunca ahí: es tradición que, después de los calçots, se sirvan butifarras y carnes, y así lo hicieron Agustín y José Antonio. Atacamos, pues, también, las costillas y los filetes, las longanizas y las chistorras, generosamente regados con caldos de la tierra, y rematamos la colación con dulces, fresas y café. Decir que acabamos hartos sería poco: yo me sentía como una boa. Pero no solo el estómago estaba lleno: también lo estaba el espíritu. En aquella casa había habido mucha comida, pero también mucha poesía y mucha amistad. No concibo tríada mejor.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Un día en Barcelona

Todavía no llego a sentir extraña mi ciudad -la ciudad donde he nacido, trabajado y vivido medio siglo-, pero todo se andará. Por la mañana, visito a mi médica del sueño, la encantadora Odile, en su consulta de Vall d'Hebron. En realidad, tengo poco que consultar: desde que no hay distancia entre lo que hago y lo que quiero hacer, duermo bien. No obstante, el mérito de mi recuperación es, en gran medida, suyo: consiguió desengancharme de las benzodiacepinas -yo era, técnicamente, un yonqui- con melatonina, un fármaco -digo mal: es una hormona sintetizada- maravilloso. Pero la relación de confianza con el médico, como saben todos los pacientes que lo han pasado mal, es esencial. Por eso necesitaba que me escuchase: saber que estaba ahí. En Vall d'Hebron respiro el ambiente proletario que define a la sanidad pública. Se ve poca gente con traje y corbata, si es que esto define todavía a quienes no pertenecen a las clases más humildes de la sociedad. Abundan, en cambio, las señoras no muy altas y no muy delgadas, los señores no muy altos y con barriga, los musulmanes, los sudamericanos, los ancianos solos. Se oyen acentos andaluces y se ve a gente comer bocadillos en los pasillos. Salgo de allí extrañamente reconfortado, y no solo por la amabilidad de Odile. Por la tarde, voy a la biblioteca de Cataluña, donde he de consultar un libro que necesito para la traducción de Whitman, Los raros, de Rubén Darío. Algunas cosas que uno creía inmutables, han cambiado. Es lógico: una construye esa creencia para parapetarse del tiempo, pero todo parapeto es una ficción, y los parapetos cronológicos son los más ficticios de todos. El restaurante Nuria, por ejemplo, que siempre he conocido a la cabecera de las Ramblas, junto a la fuente de Canaletas, está cerrado. Parece haber obras, pero no puedo distinguir si son de reforma o porque el local se ha convertido en otro negocio. Nunca he sentido demasiada simpatía por el Nuria: especializado en saquear turistas, sus precios eran montaraces, y sus camareros, más ultramontanos todavía. Pero siempre ha estado ahí: cuando, con diez años, mi padre me llevaba a los cines del centro para ver películas de dibujos animados; cuando, con quince, deambulábamos con amigos del colegio entre los puestos de flores en busca de chicas con las que hablar; cuando, con veinte, me sentaba en las terrazas de las Ramblas con los compañeros de la facultad para discutir de todo. Y mucho antes -desde antes de la guerra-, y también mucho después: hasta hoy, se conoce. Esa continuidad le daba una fisonomía reconocible, una apariencia de amistad, una perduración consoladora. También han cambiado, pienso, los trenes de la Generalitat: esta mañana, al venir de Sant Cugat, he visto que eran otros: ahora son más modernos, de aire vagamente londinense, con asientos paralelos a las mamparas, y no formando cuadrículas en el interior de los vagones; por ellos se puede circular ahora también desde la cabecera hasta la cola del tren. Pero me pregunto: ¿era necesario este cambio? ¿Hacía realmente falta sustituir los vagones anteriores, que eran modernos y válidos, por estos nuevos y, sin duda, carísimos? A pesar de la crisis monstruosa que sufre el país, en general, y Cataluña, en particular, nuestros prebostes públicos siguen empecinados en gastar a espuertas en lo prescindible, en lo superficial. Yo habría preferido que el dinero invertido en estos ferrocarriles hiperaeronáuticos se hubiera dedicado a comprar más de los antiguos, de forma que la frecuencia de paso de los convoyes fuese superior y las aglomeraciones disminuyeran, o, mejor aún, a reabrir las plantas cerradas en el Vall d'Hebron o a volver a contratar a los médicos y al personal sanitario despedido. Sin embargo, junto con todas estas alteraciones, algunas cosas siguen exactamente igual que como las recordaba. Por ejemplo, los mendigos que ocupan la placita subterránea de la parada del metro de Cataluña, en la salida de las Ramblas. Estos continúan siendo los mismos. A uno lo estuve viendo meses y meses cuando trabajaba cerca de aquí y había de pasar por este hipogeo cada mañana. Es un profesional de la mendicidad, que cumple con un horario y unas exigencias rigurosos: planta la silla de ruedas junto a la pared, apoya los muñones de las piernas en una barra de la propia silla, para que luzcan esplendorosos a la vista, y empieza su cantinela -"una moneda, por favor", "una moneda, por favor", "una moneda, por favor"-, con una voz entre deforme y gangosa, que solo interrumpe en el rato del bocadillo o a la hora de comer. Se cala entonces unas gafas, que le dan un aire intelectual, y cumple ambas pausas con buen apetito: desenfunda una tartera y come en silencio y con aplicación. Podría después hacer la siesta, pero prefiere seguir con su monodia: "una moneda, por favor", "una moneda, por favor", "una moneda, por favor", cuya letra debe de repetir miles de veces al día, millones de veces al año. Por fin, a media tarde, cuando ya está oscuro y sus muñones no brillan con la misma prestancia, se retira y desaparece. También hay mendigos en los jardines del hospital de la Sant Creu en los que se encuentra la biblioteca de Cataluña, aunque aquí predominan los colgados, esa categoría de seres en la que militan drogadictos, borrachos, rateros, indigentes, enfermos mentales, perroflautas y viajeros, nacionales y extranjeros, a punto de ingresar en cualquiera de las categorías anteriores. Los colgados se mezclan con los grupos de estudiantes de los colegios públicos cercanos y con los propios lectores de la biblioteca, que se refugian en sus muros como en un búnquer de piedra y papel, como si estuvieran cercados por los bárbaros. Hay latas y restos de comida por el suelo, gente durmiendo en los poyos de piedra y los bancos de los jardines, corrillos cuchicheantes, caras jóvenes y arrugadas, gestos de abandono y alucinación. En el centro, el chorrito de agua de una fuente da una pincelada de absurdo bucolismo a este redil del lumpenproletariado. Las gárgolas, y las columnas salomónicas, y las efigies de las paredes, son la bella; los hombres y mujeres que arrastran sus cuerpos demediados por entre ellas, son la bestia. Voy, finalmente, a la librería Taifa, en el barrio de Gracia, donde a las siete de la tarde se presenta el número de febrero de la revista Quimera, con la que colaboro habitualmente. Es un gusto ver plazas en las que juegan y gritan los niños: en Inglaterra nunca hay críos solos en la calle, peleándose o disputando un balón. No me sorprenden las muchísimas banderas independentistas que ondean en las azoteas o colgadas de los balcones, pero sí me llama la atención la abundancia de locales dedicados al comercio ecológico o sostenible: es la nueva corriente, el nuevo imperativo de nuestra sociedad comprometida y moderna. Disfruto de las calles estrechas y sombrías, pero radiantes de vida; de los olores a vino y a música; de las tienditas de toda la vida, muchas de las cuales saldan sus existencias: en un establecimiento minúsculo, compro un par de libros de poesía, uno de ellos de hermoso título, Anfara, de la benemérita (e ignoro si todavía subsistente) editorial Emboscall, traducción al catalán de unos poemas escritos en una extraña lengua norteafricana. En Taifa, una de las pocas librerías de Barcelona que mantiene un interesante fondo de segunda mano de poesía, compro otro poemario, de Ángel Campos Pámpano, dedicado, con mucho cariño, a una poetisa barcelonesa. Me gusta la edición, escueta, como todo lo que hizo Campos Pámpano, con ilustraciones, y autografiada. En mi biblioteca he abierto una sección con los libros dedicados a otros, y de los que estos se han desprendido en cualquier mercadillo o librovejería. Entre esos libros hay alguno mío, desahuciado también. Nunca me he atrevido (aunque creo que debería animarme) a hacer lo que hizo el mexicano Avalle Arce cuando encontró, de saldo, un libro que le había dedicado a un supuesto amigo. Lo compró y se lo volvió a mandar a este, añadiendo otra dedicatoria: "A Fulano, con renovado afecto". En Taifa nos reunimos buena parte del equipo de redacción de Quimera -Fernando Clemot, Jordi Gol, Juan Vico, Álex Chico, Iván Humanes, Ginés Cutillas- y algunos colaboradores y amigos de la revista, como yo mismo o Sergio Gaspar. Me gusta volver a ver a Sergio y a su mujer, María: hablamos de su, quizá, jubilación y de mi, quizá, exilio. Esta vez Ginés participa en la mesa redonda que se abre después de la presentación. Y lo señalo porque Ginés es la única persona de la que tengo noticia que haya estado en una mesa redonda sin abrir la boca. Pero es comprensible: se hablaba de poesía finlandesa. Ginés es un tipo ducho en temas abstrusos -ahora mismo está preparando un número sobre literatura patafísica-, pero la poesía finlandesa es demasiado abstrusa incluso para él. Hablamos también de resistencia, y de periferia, y de ejemplaridad: de todas esas cosas que nos gustaría ejercer, pero que no estamos seguros de tener la valentía de practicar. De todos modos, no está mal, pienso, saber dónde está el norte, aunque luego perdamos el rumbo.

martes, 25 de febrero de 2014

En defensa de Abelardo (segundo capítulo, y último)

José Cereijo persiste en su defensa del editor Linares y, como yo siempre he tenido a bien que la gente defienda a sus amigos y que se exprese en mi blog si se identifica y lo hace educadamente, aunque sea para exponer ideas de las que discrepe, recojo de nuevo sus opiniones. Dice Cereijo:

Gracias, en primer lugar, por recoger y publicar mi comentario, y por no haber utilizado en su respuesta el tono y el lenguaje que utilizaba en la dirigida a Abelardo Linares. O casi; porque me parece que le cuesta algo vencer la proclividad a dichos tono y lenguaje. Es cierto que empieza calificándome de amigo, y luego de defensor, de AL, lo cual es enteramente cierto y nada tengo, en consecuencia, que objetar a ello. Pero se le desliza también un "acólito", término que el DRAE define como equivalente a "satélite", y éste como, copio, "Persona o cosa que depende de otra y está sometida a su influencia". Tan poco cierto es eso, que mi comentario fue hecho sin que Abelardo Linares tuviera de ello ninguna noticia, y sin que hasta el momento en que escribo esto se haya dirigido a mí, ni en público ni en privado, para comentarme nada a su respecto. Soy yo, libremente, el único responsable de él, sin dependencia o influencia de nadie.

Dice también, refiriéndose a su propio juicio sobre la poesía de Abelardo, que "quién soy yo para universalizar mis preferencias estéticas". Muy sensatas palabras que ya había desmentido con los hechos en su primer texto, al decir que se trata de "un poeta nauseabundo", adjetivo que repite ahora. No aclara al hacerlo que se trate sólo de una opinión suya, y discutible como tal. Si eso no es "universalizar sus preferencias estéticas", a mí, al menos, sí me lo parece.

(Un detalle menor: al hablar de un libro, yo no me refería con ese término a su artículo -que en efecto no lo es-, sino al libro de González Ruano objeto de la discusión, y que como allí decía, no he leído.) 

No cita usted, respecto a la nota de Abelardo Linares, otros errores de expresión que el utilizar el término "llamar" en lugar de "titular", refiriéndose a un libro, y la presencia de una tilde incorrecta en "aun". En un texto de Jorge Luis Borges que puede ver en el enlace que pongo al final del párrafo, y en el que habla acerca de sus cuentos, dice de "El libro de arena" que (copio) "Lo llamé El libro de arena porque consta de un número infinito de páginas". Se lo pongo como ejemplo de que la utilización de "llamar" como equivalente a "titular" no es sólo un desliz de AL. Y recalco lo del "desliz": que la falta de una tilde y el uso de un sinónimo menos dudoso de lo que a usted le parece le basten para afirmar que "sabe tanto de correcto castellano como un bantú sordomudo" o que "es como si un médico tomara un bisturí por un escalpelo o un fonendo por una gasa compresiva", es cosa sobre la que invito a reflexionar a quien lea. Diré sólo que el que en una operación un médico cometiera esos errores que dice sería sin duda motivo bastante para denunciarle, y para procesarle también. Si acentuar indebidamente una palabra, o utilizar un sinónimo que Borges también utiliza, lo fueran igualmente, al menos "en el caso de un editor", me temo que no habría editor ya no en España, sino en el mundo, al que no hubieran caído encima multitud de procesos. Ése suyo no es un lenguaje objetivo; es, como decía en mi primera nota, un lenguaje airado, que los hechos desde luego no justifican. (Éste es el enlace a que me refería: http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/borges2.htm ).

Termino: hubiese podido tener razón si en su respuesta a Abelardo empleara un tono semejante al que emplea conmigo (dejando aparte los errores en que incurre, de los que aquí he señalado algunos, pero que de por sí no descalifican a nadie: todos los cometemos, y yo también). Pero el responder a una nota en la que Abelardo no se sirve para criticar su trabajo (equivocadamente o no) de otra cosa que de un tono irónico, en los términos en los que lo hace, insisto en opinar que no le descalifica a él, sino a usted mismo. Dicho de otra manera: no basta tener razón, hay que procurar además no perderla por el camino. Y eso es lo que, me temo, le ocurre a usted: que, incluso admitiendo que pudiera tener razón en los hechos escuetos que expone, la pierde claramente, en mi opinión, al hacerlo en los términos en los que lo hace.

Celebro, en primer lugar, que la discusión parezca haberse reducido ya a una cuestión de tono. Salvo las observaciones que hace Cereijo en pro de la pericia gramatical del editor Linares -apabullante, como sabemos-, no hay debate -en realidad, lo ha habido nunca- sobre las cuestiones de fondo: los supuestos errores de mi trabajo sobre González-Ruano (que deberían ser el centro, en mi opinión, de cualquier debate filológico serio, si lo que se pretende, claro, es tener un debate filológico serio y no aprovechar un pretexto nimio para intentar ridiculizar a la persona y amojonar -y amojamar- un imaginario patrimonio intelectual) y la iniciativa tan jactanciosa como desafortunada del editor Linares al dirigirse a mi blog en los términos en que lo hizo. 

Cereijo señala, de nuevo en el asunto del tono, mi "proclividad al tono y al lenguaje que utilizaba en la [respuesta] dirigida" al editor Linares. Bien, todos tenemos proclividades: el editor Linares es proclive al sarcasmo superfluo y al desaire innecesario (yo le he oído unos cuantos en intervenciones públicas); Cereijo lo es al tono admonitorio, con un deje de superioridad moral, y a la defensa cerrada del editor Linares, que, en este caso, es su editor Linares. Y ambos son proclives a eludir las discusiones de fondo. Así son las cosas y así somos las personas. Pero nuestras proclividades no invalidan nuestros argumentos ni nuestras razones éticas, y habrá que analizar estos antes que aquellas. Subrayo, por otra parte, la pertinencia del calificativo "acólito", que a Cereijo le parece inadecuado, aplicado a él. Para "estar sometido a la influencia de alguien" no hay que obedecer expresamente las órdenes o las indicaciones de ese alguien: basta que tenga sobre uno la ascendencia que otorga, por ejemplo, publicar sus libros. Si, además -como es, según confesión propia, el editor Linares a los ojos de Cereijo-, se trata de una persona risueña, cultísima y encantadora, que le arrebata a uno con su hechizo personal, el acolitismo queda perfectamente explicado. 

A Cereijo le llama la atención la supuesta contradicción que hay entre preguntar "quién soy yo para universalizar mis preferencias estéticas" y que considere "nauseabunda" la poesía del editor Linares, y lo más divertido es que "no [aclare] al hacerlo que sea una opinión" mía: como si uno tuviese que especificar, a cada juicio de valor que formule, que ese juicio de valor es suyo. Tampoco parece Cereijo demasiado avezado en ironías (aunque comprenda muy bien, y disculpe enteramente, las del editor Linares): me parece evidente que la hay en "quién soy yo para universalizar mis preferencias estéticas". Con fatiga, una vez más, aclaro que uno no pretende -ni puede, por fortuna- imponer a nadie su visión de la poesía, ni sus gustos particulares, pero que tampoco nadie puede, por fortuna, impedir que los exponga libremente. Lo repito, pues: la poesía del editor Linares es pasmosamente mala; más aún, es fétida. Y cuando digo "es", hay que entender -a Cereijo esto le parece importante puntualizarlo- que es para mí, porque ni soy oráculo, ni dictador, ni criatura divina: solo soy un tipo que lee y escribe, y que, desde hace unos meses, mantiene un blog. En cualquier caso, entiendo que a Cereijo le preocupe el asunto de la "universalización estética", porque, en el entorno del editor Linares, eso es algo que se practica con denuedo: la categorización que el editor Linares y sus acólitos hacen de la poesía que no les gusta deja mis opiniones sobre la suya en inofensivos balbuceos. Pero, de nuevo, como en el asunto de la ironía, uno ve monstruosidades en los demás que en uno solo son menudencias. 

En cuanto a la brillantez gramatical y ortográfica del editor Linares, que ocupa el grueso de esta segunda intervención de Cereijo, baste decir que no me parece poca cosa que, en un texto de unas pocas líneas (porque el resto de su mensaje era transcripción de palabras mías), un editor pretendidamente versado en letras incluya una admiración incomprensible, un término equivocado (que lo sigue siendo aunque lo utilice Borges), una tilde indebida y varios errores de puntuación que no señalé para no alargar una respuesta demasiado larga ya, pero que con mucho gusto le indicaré a Cereijo si él no los ha advertido y desea localizarlos. Sobre todo, me importa subrayar -como he hecho ya, aunque a Cereijo le cueste reconocerlo- que, para valorarlas en su justa medida, todas esas pifias hay que ponerlas en relación con la finalidad del texto, a fin de saber, precisamente, si son pifias por negligencia, como en el caso del editor Linares, o usos deliberados, por literarios, con algún sentido superior o específico. Así se explica, por ejemplo, que Borges no titule El libro de arena, sino que lo llame: conociendo su relación tan intensa con la palabra, no me parece extraño que personalice los frutos de su creación. Por lo demás, Borges no utiliza el término en el mismo contexto que lo hizo el editor Linares: aquel compone un relato o un ensayo; este le lee la cartilla, o pretende hacerlo, a un colega escritor. Y reitero lo obvio: si tu soberbia te lleva a creerte con la autoridad intelectual y moral suficiente como para dar lecciones a alguien, hay que demostrarlo con el ejemplo. De otro modo, como en el caso del editor Linares, solo aleccionarás sobre tu ineptitud. 

Lo más enternecedor de este segundo mensaje de Cereijo consta en el párrafo final: "el responder a una nota en la que Abelardo no se sirve para criticar su trabajo (equivocadamente o no) de otra cosa que de un tono irónico, en los términos en los que lo hace, insisto en opinar que no le descalifica a él, sino a usted mismo". Volvemos al asunto del tono, y observamos que, para Cereijo, el del editor Linares es poca cosa, apenas una ironía sin importancia, mientras que el mío es una barbaridad descomunal. Si Cereijo quiere tener la razón a la que infructuosamente aspira, debería empezar por admitir que lo que es una barbaridad es que alguien se dirija, voluntariamente y sin provocación previa, a un colega al que no conoce de nada para reprocharle algo en los términos en que lo hizo, y que, ante el silencio momentáneo de este, lo califique de cobarde y le inste a divulgar en su propio blog sus zafiedades y desvaríos, bajo la amenaza de denunciar su cobardía donde crea conveniente. A mí me parece que, para tonos inapropiados, este. Y que la razón está perdida de antemano -como bien dice, en esta ocasión, Cereijo- cuando se utilizan tenores de este jaez, y también cuando se defienden sin admitir su error, como hace Cereijo. Si uno quiere tonos adecuados, preocúpese, en primer lugar, por que lo sean los suyos. 

Y basta ya. Creo haberle dedicado a este asunto mucho más espacio en mi blog del que merece un personaje como el editor Linares. Lo doy por cerrado, y comunico a mi interlocutor Cereijo y a los lectores de esta bitácora que no voy a contestar más comentarios o correos sobre el particular. Creo que, al menos los segundos, me lo agradecerán.

lunes, 24 de febrero de 2014

En defensa de Abelardo

En defensa del editor Linares ha venido José Cereijo, que me ha hecho llegar un largo comentario hoy sobre la reciente entrada "Ardo con Abelardo". Transcribo su mensaje, suprimiendo, en aras de la brevedad, las citas iniciales de mi entrada, que doy por conocidas:

"He leído con detalle la entrada, de la cual me permito copiar aquí algunas perlas (hay otras que podría, igualmente, haber elegido): [...]

Yo mismo he estado en 'su establecimiento'; una buena amiga mía ha trabajado con él. Puedo dar fe de que tanto ella como yo hemos visto en él no una, sino muchas sonrisas, y de que Abelardo Linares es persona realmente culta, simpática de veras y de trato personal irreprochable.

Si su poesía le produce 'náuseas', sólo puedo darle un consejo, que por obvio debería ser innecesario: no se torture leyéndola. Puedo dar fe de que a mí me ocurre todo lo contrario (esto es, que encuentro en ella tanto placer como enseñanza), y de que me consta que lo mismo le ocurre a muchas otras personas.

En fin, podría seguir comentando en detalle las afirmaciones de EM, pero me parece innecesario. Bien puede ser que tenga razones, asunto en el que no entraré porque, entre otras cosas, no he leído el libro aquí comentado. Pero desde luego NO TIENE RAZÓN. Y la 'voluntad (perfectamente inútil, por otra parte) de hacer daño', yo no soy capaz de verla más que en su airadísimo comentario. 

Una cosa se me aparece perfectamente clara en él: podría haberlo hecho sin servirse de todas esas acusaciones, tan airadas como enteramente gratuitas. Su disgusto por la poesía de Abelardo Linares, o sus opiniones acerca de la competencia literaria, o meramente ortográfica, que pueda poseer, NO SON el objeto de la discusión; lo es el grado de documentación y seriedad literaria que pueda poseer el trabajo suyo de que aquí se habla. Bastaba, pues, con que expusiera los argumentos que pueda aportar en defensa de dichas cualidades. Que necesite además añadir las barbaridades que añade sólo significa que le hieren personalmente las contradicciones (equivocadas o no, eso es otra cosa), que no las tolera, y que en consecuencia reacciona del modo violentamente intolerante que aquí se ve. Pero semejante colección de disparates no descalifica, como usted cree y pretende, a Abelardo Linares: le descalifica a usted, por no saber o no querer defender su trabajo sin servirse de ellos. 

Me llamo José Cereijo, y he publicado varios libros de poesía y uno de prosa; este último, de título Apariencias, precisamente en la editorial del propio Abelardo Linares, donde también apareció una antología, preparada por mí, de la poesía de Leopoldo Panero, de título Memoria del corazón

Doy todos estos datos por si desea añadirme a la lista de enemigos que tan cuidadosamente lleva. Yo no me considero enemigo suyo; me limito a señalar que, en este asunto, su reacción ha sido tal que sólo le descalifica a usted. Pero en fin, todos cometemos errores, y yo no me considero enemigo de nadie sólo porque los cometa, o no tendría más que enemigos, empezando por serlo de mí mismo, que desde luego cometo muchos. Este comentario, sin embargo, no lo es: no es más que un acto de justicia hacia una persona que desde luego no merece la deformación caricaturesca, y ciertamente (ésta sí) malevolente, que aquí se hace de ella". 

José Cereijo hace muy bien en defender al editor Linares, si se considera su amigo. Yo respeto mucho la amistad, y entiendo que se salga al paso de aquello que ofende a alguien a quien queremos. Por eso mismo, y porque Cereijo no adopta el tono chulesco ni la actitud desafiante del editor Linares, lo admito en mi blog, es decir, en mi casa, y doy a conocer sus opiniones, aunque sean contrarias a las mías. Algo así, me parece, se llama tolerancia, aunque Cereijo me acuse varias veces de lo contrario. Lo intolerante habría sido, a mi parecer, silenciar las, digamos, opiniones del editor Linares y ahora las de su defensor Cereijo. 

José Cereijo merece mi enhorabuena por haber tenido acceso a un aspecto de la personalidad del editor Linares que permanece tenazmente oculto a la mayoría de personas que han tenido trato con él, según he podido constatar. Celebro que el editor Linares sea, también, un individuo tan sonriente y dicharachero como Cereijo afirma. Ya se sabe que la gente es poliédrica, y que lo que para unos es simpatía y cultura, para otros solo es rispidez y piratería: Hitler era vegetariano y amaba a los animales; Mussolini tenía una sonrisa encantadora; José María Aznar es de un trato personal irreprochable. Está bien, pues, que el editor Linares sea, a los ojos de Cereijo, un dechado de virtudes. Lástima que no demostrase ninguna de ellas en los comentarios que me hizo. 

Me alegro también sobremanera de que la, digamos, poesía del editor Linares sea para Cereijo tan placentera e instructiva. A mí me parece basura, pero quién soy yo para universalizar mis preferencias estéticas, como hacen tantos. Por eso, porque es nauseabunda, dejé de leerla hace mucho: el consejo de Cereijo es, en efecto, innecesario. 

Pero lo más interesante del comentario de Cereijo viene tras estos prolegómenos ad personam. Según él, lo único relevante de esta polémica es la desproporción, el carácter airado, la violencia y hasta la "barbarie" de mi reacción. No valora los comentarios del editor Linares, ni su tono malicioso, ni sus errores conceptuales y formales, ni el artículo (no libro, como dice equivocadamente Cereijo) sobre el que recaen, ni las razones objetivas que esgrimí contra el editor Linares. Nada de todo eso merece ninguna consideración por parte de Cereijo. Hombre, la amistad está bien, pero habría que contrapesarla con algo de ecuanimidad, más que nada para que esto no parezca la pataleta de la pandilla del colegio. Recuerdo, pues, aunque me dé fatiga hacerlo, que yo no he empezado esto: yo me he limitado a publicar un artículo sobre César González-Ruano en Cuadernos Hispanoamericanos. Fue el editor Linares el que se dirigió a mi blog, es decir, a mi casa, para acusarme, gratuitamente, de escribir sin seriedad, y al que le faltó tiempo para amenazarme con hacer públicos sus reproches, puesto que yo "no me atrevía" a colgarlos en mi página. Si el editor Linares y sus acólitos se duelen de las respuestas, quizá debería medir mejor sus preguntas. Tiene gracia que Cereijo considere mis acusaciones "airadas y enteramente gratuitas", y no tenga por despectivas ni, esas sí, enteramente gratuitas -por no haber sido solicitadas ni estar objetivamente fundamentadas- a las del editor Linares, y diga a continuación (con ese divertido inciso en mayúsculas, como si desconfiara de la capacidad de los lectores para entender la importancia de la negación copulativa) que mi "disgusto por la poesía de Abelardo Linares, o [mis] opiniones acerca de la competencia literaria, o meramente ortográfica, que pueda poseer, NO SON el objeto de la discusión; lo es el grado de documentación y seriedad literaria que pueda poseer el trabajo [mío] de que aquí se habla". Pues no (en minúsculas): el objeto de la discusión es el que yo quiera que sea, porque este es mi blog y porque el editor Linares no tiene el monopolio de los objetos de la discusión. ¿Por qué debería yo ceñirme a lo que el editor Linares o su defensor Cereijo juzgan el núcleo de la controversia, cuando yo no he querido plantear ninguna controversia, ni he invitado a nadie a hacerlo, ni creo, de hecho, que haya controversia alguna? Si el editor Linares se permite descalificar, por motivos que él conocerá, un trabajo en el que su autor ha invertido muchas horas de lectura, investigación y esfuerzo, debe asumir que ese autor, además de refutar sus objeciones, le diga lo que le venga en gana. En este país, por fortuna, todavía no es obligatorio leer los artículos que se publican en Cuadernos Hispanoamericanos, ni los blogs de la gente, y mucho menos hacer comentarios en las bitácoras denigratorios para los blogueros. Y, si uno se considera libre para hacerlo, se expone a que los otros, en ejercicio de esa misma libertad, repliquen lo que les dé la gana. 

En cualquier caso, "la competencia literaria, o meramente ortográfica, que pueda poseer" el editor Linares sí se me antoja un factor muy digno de tenerse en cuenta, y merecedor de alguna reflexión, porque revela su incompetencia y, por lo tanto, su flaqueza intelectual y , sobre todo, moral. Alguien que se atreve a denunciar defectos en los demás, pero es incapaz de advertir los suyos, carece de autoridad y no puede dar lecciones a nadie. Alguien que se precia de saber de literatura, pero incumple normas gramaticales y ortográficas básicas -lo cual solo puede significar que no lee-, es solo un zopenco, y un zopenco engreído. Y que los errores que comete no se refieran a campos ajenos a su desempeño profesional, sino a la propia actividad en la que se desenvuelve, hace aún más denostables sus ínfulas. Que un editor confunda el vocabulario o no sepa acentuar (entre otros defectos que omití en mi respuesta, para no hacerla interminable), es como si un médico tomara un bisturí por un escalpelo o un fonendo por una gasa compresiva: a mí me parecería muy grave. En el caso del editor Linares, es un indicador más del nivel de excelencia que mantiene en sus publicaciones y en su propia poesía. 

Yo tampoco tengo a José Cereijo por enemigo -para eso ya cuento con el editor Linares y un puñado de sujetos más-, aunque crea que es él el que se ha equivocado con este comentario que me ha mandado. Lo disculpa que lo haya hecho llevado por la amistad. Serán los lectores los que decidan, si les apetece, quién se ha descalificado más: si el editor Linares por intentar humillarme en mi propio blog con un comentario que podría atribuirse, en el mejor de los casos, a un estudiante de Primaria, o yo por publicarlo y, simultáneamente, defenderme de su desaire. Y por hacerlo, por cierto, no solo con manifestaciones destempladas, sino con argumentos muy precisos que ni el editor Linares ni su defensor Cereijo han refutado. Yo creía que la crítica (y la literatura) iban de esto: de razones, de argumentos, de persuasión estética y filológica, de datos y documentación. De todo lo que yo creo haber aportado, y el editor Linares y su defensor Cereijo no. Pero así pasa con algunos de los que publican libros en este país, y así nos luce el pelo.

domingo, 23 de febrero de 2014

Don Antonio Machado

Don Antonio Machado (y empleo el hoy ya casi olvidado "don" con absoluta, con reverencial deliberación) murió el 22 de febrero de 1939, ayer hizo 75 años, en un modestísimo hotel de Colliure, tras haber peregrinado, con miles de refugiados más, desde Barcelona hasta la frontera francesa por las carreteras gerundenses, eludiendo los frecuente ametrallamientos de la aviación franquista. Al día siguiente de su entierro, llegó al pueblo francés una carta de la Universidad de Cambridge, en la que se le ofrecía un puesto de trabajo en su rectorado. Y, tres días después, murió su madre, también en Colliure. Hoy es comúnmente sabido que en los bolsillos de su abrigo se encontró, al fallecer el poeta, un trozo de papel en el que había escrito este alejandrino: "Estos días azules y este sol de la infancia". Junto a él, otro verso garabateado, el célebre dictum de Hamlet, "ser o no ser", una de sus canciones a Guiomar y, lo más emocionante, un puñado de tierra española que había cogido en el camino al exilio y que ahí seguía, pegado a su ropa. Estos días se suceden los recuerdos a Machado en blogs y papeles literarios, y yo quiero homenajear también a este poeta extraordinario, que fue, también, un extraordinario ejemplo moral. Por una vez, y en atención a él, mi entrada no será original, sino algo ya escrito: un fragmento de un poema de mi libro Insumisión, inspirado, precisamente, por su modesta tumba en Colliure.

"Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules –a pesar de las salpicaduras de la sangre– y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas".

sábado, 22 de febrero de 2014

En la peluquería

Ayer me corté el pelo. Me gusta cortarme el pelo, sobre todo cuando el lavado lo hace una mujer. Apoyarse en la gran bacía del agua y dejar que unas manos femeninas te restrieguen la cabeza, humedecida por un chorro tibio, y esparzan un champú oloroso hasta la raíz del cuello, y te metan la punta de los dedos en las orejas para quitarles el cerumen más superficial, es uno de los grandes placeres de la civilización. Aunque el lavado suele durar poco, a veces casi me adormezco; y así, adormilado, se me aparece aquella escena de El marido de la peluquera, la enorme película de Patrice Leconte, en la que Anna Galiena, la peluquera, le lava el pelo al que será su marido, Jean Rochefort. No me importa que quien me esté frotando el cráneo no sea, ay, la Galiena, pero reconozco que abrir los ojos y ver que quien me ha estado masajeando es un señor con bigote me decepciona un poco. Encontrar un buen peluquero es una tarea ardua, entre otras razones, porque los peluqueros tienen una extraña tendencia al friquismo, cuando no al fascismo. Las mujeres, de nuevo, son distintas: opinan menos, desbarran menos, pero, a veces, y como contrapartida, resultan melancólicamente herméticas o mecánicamente ariscas. Yo fui fiel, muchos años, a Avelino. Avelino tenía una peluquería al lado de casa de mi madre, y allí, a la más cercana, me llevaba de niño para que llevara a cabo una tarea casi imposible: poner orden en mis greñas. A la proximidad geográfica Avelino sumaba otro mérito: era casi paisano de mi madre: había nacido en un pueblo que distaba apenas cuatro quilómetros del suyo, en Huesca. No recuerdo nada de aquellos años, salvo que, cuando salía del establecimiento, me tiraba con desesperación de los cuatro pelos que Avelino me había dejado, para ver si crecían más rápido: sabía que en clase me iban a freír a collejas. Pasaron muchos años, después, en que, ya independizado de mis padres, peregriné de un barbero a otro, en busca de alguno que me satisfaciera: quien no me lo cortaba mal, era tan simpático como el alambre de espino; quien no opinaba de la política internacional con la autoridad de un catedrático de Tübingen, siendo casi retrasado, me cobraba como si yo fuese Nelson Rockefeller; quien no era pijo, era sucio; quien no era del PP, era del Real Madrid: un catálogo de disparates. Por fin, recordé a Avelino, y decidí volver a los orígenes. Y allí, en efecto, cerca de casa de mi madre, seguía el barbero, con su barra de listas rojas y blancas girando a la puerta del local, mayor y más gordo (Avelino, no el local), pero blandiendo aún con gallardía el peine y los útiles de trasquilar. Solía ir yo a primera hora de la tarde, cuando el negocio estaba más tranquilo. Avelino aparecía con un puraco a medio consumir en los labios y el aspecto de haberse zampado una pierna de cordero. Pero no es solo que tuviese ese aspecto: es que se había zampado una pierna de cordero. Delegaba el lavado en una ayudante -¡ah, Carmen, cuánto te echo de menos!- y luego me despachaba en un tris tras, y nunca mejor dicho, en el que yo contemplaba, con una admiración que reservo para las grandes ocasiones, cómo las tijeras revoloteaban por mi cabeza sin que en ningún momento tropezaran ni se detuviesen. Aquello resultaba doblemente asombroso, porque la cercanía de Avelino me permitía comprobar que la pierna de cordero del mediodía no estaba desamparada en aquella noble barriga, sino que flotaba en una no desdeñable cantidad de whisky de malta. Reconozco que la conjunción de los regüeldos sofocados, el aroma de caliqueño aún adherido a la ropa, la colonia que el propio Avelino se asestaba y el sudor que llevaba a sus axilas el vigoroso esfuerzo que estaba realizando, no hacían de su presencia algo particularmente seductor, pero su habilidad con las tijeras lo redimía de todo. Y, además, el resultado era exactamente el que yo quería: corto, sobrio, clásico. Antes de llegar a él, disfrutaba con frecuencia de otro rasgo de la personalidad de Avelino que lo diferenciaba de cualquier otro peluquero que hubiese conocido. Los demás peluqueros hablaban; Avelino actuaba, es decir, si había de contar un chiste, detenía el corte, se separaba unos pasos del sillón que ocupaba el cliente, y representaba la historieta, haciendo él de todos los personajes; y decía muchas veces indiscutiblemente. No sé por qué: debía de gustarle cómo sonaba, aunque no viniera a cuento y todo fuese muy discutible. Luego se reincorporaba a la tarea y permanecía callado un buen rato, como si su interpretación lo hubiese dejado agotado. En esos ratos de silencio, aprovechaba para echar vistazos furtivos a la televisión, que siempre estaba encendida, y que a aquellas horas emitía los inevitables documentales de animales, en los que un chimpancé, por ejemplo, se masturbaba delante de sus hijos, mientras sus tijeras (las de Avelino) hacían clac clac muy cerca de los lóbulos de mis orejas. Pero, ay, un buen día fui a cortarme el pelo, como siempre, a Avelino, y Avelino se había jubilado. En el negocio se había subrogado un mexicano gay que me esquilmó atrozmente la cabeza y el bolsillo. Además, yo echaba mucho en falta el reflujo esofágico del whisky DYC de Avelino. Como es lógico, no volví. Visité barberías antañonas, peluquerías franquiciadas, salones de belleza: ninguno me gustó. Luego nos fuimos a Londres, y allí continuó mi peregrinaje, con resultados igualmente infructuosos: probé en un turco, que no estuvo mal, pero que me privaba de la animada charla de la gente de su oficio: siempre hablaba en turco. Sin embargo, por fin creo haber encontrado la solución a mis problemas. El único inconveniente es que está en Madrid. Se trata de uno de esos establecimientos de toda la vida, donde varios peluqueros -el jefe, mayor, y los empleados, más jóvenes-, vestidos con la legendaria chaquetilla blanca, despachan a la clientela con diligencia y cumpliendo todos los requisitos de la profesión. En las estanterías se acumulan los tarros de perfumes y ungüentos, entre los que destaca un enorme frasco de Floïd, la colonia que usaba mi padre y, con él, millones de varones de su generación. En un momento de la historia de España, en la segunda posguerra, todo el país olía a Floïd, y se me antoja un milagro que todavía existan la marca y el producto, igual que aún subsisten otros hijos inverosímiles de aquellos tiempos sombríos, como el Reader's Digest o el calendario zaragozano. Entre las botellas de colonias y after shaves distingo una iconografía reconfortante: un montón de cubos de gomaespuma con la bandera española en las seis caras de los cubos y un toro muy majete en el centro de cada bandera, de esos que se pueden utilizar como llavero o para decorar el retrovisor del Opel Corsa; varias imágenes de la virgen, de alguna virgen, en actitud extática o dolorosa; una fotografía de Raúl con el índice en los labios, de cuando marcó aquel gol en el Camp Nou e hizo callar a la hinchada barcelonista (sorprendentemente, también hay sendas imágenes de Messi y Neymar recortadas de los periódicos, pero su despliegue es mucho menor que el de Raúl); varios calendarios y fotografías de galgos, algunos con escarapelas en el pecho y otros con banderas españolas al cuello; y sendos ejemplares de El Mundo y La Razón, que los clientes leen con mucha devoción. Aquí casi todo el mundo entra vestido con traje y corbata, y todos dicen, bien alto, para que se oiga bien: "Buenos días". "Buenos días" debe ser una contraseña o un mensaje iniciático. Quizá por eso, al no decirlo yo, me miran con sospecha, aunque no se nieguen a arreglarme. Lo suele hacer un joven de pelo revuelto y verbo más revuelto todavía: sus eses, alojadas en la úvula, se han vuelto guturales, aunque no alcanzan el esplendor de lija de las eses de José Bono. Con ellas me cuenta cosas de su existencia vallecana: incidentes de tráfico, verbenas a las que suele ir, políticos a los que castraría como quien arranca dos uvas de su racimo. Y yo disfruto de esa cháchara fascisto-proletaria mientras me pela con la habilidad de un prestidigitador. Sigo añorando a Avelino, pero creo que he encontrado a quien me haga más llevadera esa añoranza.

viernes, 21 de febrero de 2014

Otra vez en Madrid

Ya antes de aterrizar percibo la sequedad del suelo. Si Gran Bretaña se ha convertido estas semanas -o estos últimos meses- en un gigantesco charco, los alrededores de Madrid son una sucesión de manchas ocres y grises, apenas acenefadas por una vegetación rala, o salpicadas por lacónicas arboledas. En el autobús con el que voy de Barajas a la ciudad, confirmo esa aridez invencible, a pesar de la urbanización incesante y las residencias con piscina. Sin embargo, esa misma aridez otorga a la luz una calidad especial: la luz invernal de Madrid no es como la de ningún otro sitio que yo conozca. No solo brilla: crepita; inunda el espacio con una frialdad hospitalaria, como un cristal membranoso y sonoro. La luz de Madrid en invierno se derrama con una pureza axial, y a mí me gustar saberme alojado en ella, compartir su transparencia recta, infinitamente quebradiza. En el autobús, me distrae el tono muy alto con el que habla un sudamericano en los asientos traseros. Me resulta extraña esa casi violencia en el decir, que es, no obstante, su manera de ser cordial. Pero también me resulta extraño que algo así me resulte extraño: supongo que empiezo a britanizarme. Cuando entramos en la capital por la Avenida de América, reparo en una placa que informa de que en ese portal vivió Juan Carlos Onetti, desde 1976 hasta su muerte, en 1994. Me he acostumbrado a fijarme en todas estas informaciones callejeras, que en Londres forman parte inseparable del mismo paisaje que describen. Curiosamente, debajo de la placa en recuerdo de Onetti, hay cuatro o cinco carteles, escritos con ortografía y tipografía vacilantes, que anuncian pisos en alquiler o en venta. La tarde de mi llegada he quedado en el Café Comercial con Lawrence Schimel, un escritor y traductor norteamericano que lleva viviendo quince años en España, y al que conocí hace cinco o seis, en Barcelona, cuando presenté uno de sus libros, Desayuno en la cama, escrito originalmente en castellano -él maneja el español y el inglés como lenguas de creación-, en el casal Lambda, un centro histórico de defensa de los derechos de los homosexuales. Lawrence es un escritor prolífico y polivalente, que escribe literatura para niños y poesía o relatos homoeróticos, entre otras muchas cosas, con igual fluidez e igual convencimiento. De hecho, ha hecho de la condición homosexual -y de su explícita exposición pública- uno de los ejes de su creación, y a mí me gusta esa franqueza, ese forma de restar morbidez a lo que solo es mórbido por su ocultación, esa naturalidad con la que asume y presenta algo tan natural como la heterosexualidad. Cuando me despido de Lawrence, me entretengo un rato en un quiosco de la glorieta de Bilbao que está saldando una colección enorme de películas en DVD. Me quedo con Víctor o Victoria, de Blake Edwards, una comedia excelente (que, curiosamente, también trata del tema de la identidad sexual): El agente confidencial, la película de 1945, basada en la maravillosa novela homónima de Graham Greene, y protagonizada por Charles Boyer, Lauren Bacall y Peter Lorre; y la mítica versión televisiva de Doce hombres sin piedad, que recuerdo haber visto, con mis padres, cuando se emitió por primera vez, en 1973. Volver a verla, con calma, en casa, será volver a 1973, será volver a mis diez años, será volver a estar con mis padres. Junto a estas joyas del cine y la televisión, veo muchas cosas pintorescas en el puesto: una sección dedicada al dúo cómico Esteso y Pajares; otra, bajo el rótulo manuscrito de Ispaniss, con obras maestras de Marujita Díaz y Manolo Escobar (y pienso que sí, que los quiosqueros tienen razón: Maruja y Manolo son inenarrablemente ispaniss); otra, inevitable, de cine porno, en el que brillan con luz propia títulos como El hurón que persigue a los conejos, Chorro caliente de placer o El comité de bienvenida del internado de señoritas. Por si fueran pocos los 18 euros que me he dejado en las pelis, al doblar la esquina de Fuencarral, me encuentro con una librería que está saldando buenos libros de Siruela, entre otras colecciones de menor interés. Ahí no puedo resistirme a la tentación de comprar Piedras, de Roger Caillois (que, quiero recordar, además de muchos otros méritos literarios, es el autor del mejor libro de crítica literaria que conozco: La poesía de Saint-John Perse, un prodigio de lucidez, precisión y rigor) y Avatar Jettatura, deThéophile Gautier, cuya prosa me tiene prendado desde que leí su Viaje a España, de 1843. Camino de casa de Marta Agudo y Jordi Doce, con quienes he quedado para cenar, me cruzo con otra placa, la que recuerda al hoy olvidado Antonio García Gutierréz, autor de El trovador y de una zarzuela, La tabernera de Londres, inspirada seguramente por su estancia en la capital británica entre 1855 y 1856 como comisario interventor de la Deuda española -y que quizá merecería alguna investigación por mi parte-, y con alguien, arrodillado, que en la distancia parece en actitud orante, con las manos al frente, mirando al cielo, como los musulmanes cuando se encomiendan al Altísimo. Pero no es un feligrés, sino un mendigo. Cuando paso a su lado, escrutando todavía los libros que acabo de comprar -la cultura frente a la realidad-, el hombre me sonríe, y yo siento una punzada de remordimiento. Recuerdo al joven mendigo que siempre estaba sentado a la entrada del metro de Pimlico, en Londres, y que también sonreía cuando pasaba por delante. Ninguna de ambas sonrisas me parecía interesada, aunque lo fuera, sino un gesto natural, de una desarmante calidez, emocionalmente reblandecedor. Pero sigo caminando, y la sonrisa del pordiosero madrileño queda atrás, como quedaba la del londinense. Ceno, después, con Marta, Jordi y Juan Soros, el editor de la colección "Transatlántica/Portbou" de Amargord, y nos reímos, como siempre, y discutimos, a veces, y soportamos a un camarero italiano que ejerce de camarero italiano: habla alto, repite las comandas que hacemos, dice mucho "prego" y "pronto" y "subito", y todas esas cosas que dicen los camareros italianos que son muy italianos, y se muestra, en general, encantado de haberse conocido: hasta marca paquete. Cuando vuelvo a casa, caminando, hace frío y las calles están vacías. Es un paseo muy agradable.

jueves, 20 de febrero de 2014

Ardo con Abelardo

Anteayer recibí un curioso comentario a la entrada "Noticias de Álvaro Valverde" de mi blog, aunque no se refería a ninguna noticia de Álvaro Valverde. Lo firmaba Abelardo Linares. El comentario era este:

"En su reciente trabajo, publicado por la revista Cuadernos Hispanoamericanos: 'Sobre la poesía y la vida de César González-Ruano'  afirma usted que 'su ingreso en la poesía y en la vorágine (¡) de la publicación, fue estrepitoso: su primer poemario, que ostentaba el disuasorio título de De la locura, el pecado y la muerte (sic), se publicó en 1921, cuando apenas tenía dieciocho años'. Pero el libro no se llamaba así, sino De la locura, del pecado y de la muerte y aún siendo su primer libro no fue, desde luego, su primer libro de versos. Cualquiera que acceda a un ejemplar, como el que tengo ahora en mis manos, podrá comprobar que lleva un aclaratorio subtítulo: Prosas que escribió César González-Ruano. Si usted equivoca el título y el género literario del libro, quizás sea porque, en realidad, usted no ha visto nunca ese libro ni, probablemente, algunos otros de los que habla con todo detalle. Aventuro la hipótesis de cierta falta de seriedad, por su parte, en estos asuntos. ¡Ahora comprendo que cite tanto mi edición!".

Como al editor Linares le debía de parecer inexcusable, y muy urgente, que yo alojase su comentario en mi blog, y no lo hice de inmediato, porque uno tiene algunas otras cosas de que ocuparse, además de colgar comentarios como este en su blog, al cabo de 24 horas recibí otro mensaje suyo, que decía lo siguiente:

"Veo que no 'se atreve' o se decide a publicar el comentario que ayer le hice en su blog y que iba firmado por mí. Me siento 'liberado', por tanto, para colgarlo o comentarlo públicamente donde mejor me parezca".

El editor Linares utiliza el viejo truco -tan viejo que se remonta al patio del colegio- del "¿Conque no te atreves, eh? Pues vas a quedar como un gallina y todo el mundo se va a enterar". A lo mejor este matonismo le funciona con alguno de los paniaguados que aspiran a publicar en su, digamos, editorial, pero a mí no me impresiona. Respondo a su mensaje -al primero; él, como es natural, puede publicar lo que le dé la gana donde le dé la gana- porque no creo carente de interés examinar sus objeciones y, más todavía, subrayar algunas características de su estilo y de su, digamos de nuevo, pensamiento. Quizá así los lectores de este blog se hagan una idea algo más clara de quien pasa por ser uno de los editores más importantes de España, pero solo es una avutarda luciferina, un librero rapiñador -que le birló a un conocido la información que le permitió hacerse con el fabuloso legado de Eliseo Torres, y en cuyo establecimiento, como escribió un excolaborador suyo, nunca nadie ha visto una sonrisa-, un poeta nauseabundo y una rana perezosa más, por utilizar la brillante metáfora de Cristóbal Serra, que croa en el estanque de la tradición.

Del mensaje del editor Linares se deducen tres reproches:

1º) Que me he equivocado en la cita del título del primer libro de César González-Ruano.

2º) Que también me he equivocado en el género de ese primer libro de César González-Ruano, que no es un poemario, como yo decía, sino un volumen de "prosas".

3º) Que yo no he visto nunca ese libro, ni, probablemente, otros de los que hablo en mi artículo, y que, en consecuencia, mi trabajo adolece de falta de seriedad. 

Antes de llegar al reproche primero, hay que superar un signo de admiración entre paréntesis, que se ha permitido incluir el editor Linares (por lo que se ve, le parece extraño que se considere una vorágine publicar ocho libros en dos años, como hizo González-Ruano entre 1921 y 1923), y su afirmación de que el libro se "llamaba", en lugar de que se titulaba. Habría que recordarle al editor Linares que las personas se llaman y los libros se titulan. Yo tengo por casa algún libro de gramática castellana básica que con mucho gusto puedo recomendarle si se decide a ampliar su formación en lectoescritura y ortografía. Pero no quiero entretenerme en estas menudencias, que en nada empañan la gran labor que el editor Linares está haciendo en pro de la literatura española actual, y vayamos a la objeción señalada. Y, en efecto, el libro de César González-Ruano objeto del debate se titula De la locura, del pecado y de la muerte. Así consta en otro lugar de mi artículo, cuando transcribo la cita que hace de él Manuel de la Peña en El Ultraísmo en España. Que haya aparecido como De la locura, el pecado y la muerte se llama errata. Sorprende que el editor Linares no sepa lo que es, habiendo tantas en sus libros. Pero, de nuevo, yo conservo en casa algunos manuales de mis tiempos de bachillerato que le remitiría, muy gustosamente, para que actualizase sus conocimientos en la materia, si no sospechara que iba a revenderlos a un precio desorbitado. Quede, pues, para la historia que, en un artículo de 28 páginas, 79 notas a pie de página y 12.464 palabras, se ha omitido dos veces la preposición "de".

El segundo reproche del editor Linares tiene más enjundia. También hay que superar, es verdad, un "aún" que no debe llevar tilde, pero a estas alturas ya sabemos que el editor Linares no es un hacha de la ortografía. No le demos importancia, y vayamos a lo fundamental: que De la locura, del pecado y de la muerte no es un libro de poemas, sino de "prosas", porque así consta en su subtítulo. Que los calificativos aplicados por un autor a su propia obra no son el criterio decisivo para determinar lo que esa obra sea, es algo sabido desde mucho antes de Roland Barthes, aunque no estoy seguro de que el editor Linares sepa quién es Barthes. Que, en consecuencia, González-Ruano calificara de "prosas" a su librito no significa que no fueran, también, y hasta exclusivamente, poesía. De hecho, desde hace, como mínimo, doscientos años existe algo llamado "poema en prosa", aunque, otra vez, albergo dudas de que el editor Linares haya llegado hasta este capítulo en el manual de crítica literaria que maneje, si es que maneja alguno. Si el editor Linares se hubiera tomado la molestia de pasar a las siguientes páginas del librito de González-Ruano, como hago yo en este mismo instante con el ejemplar de De la locura, del pecado y de la muerte que tengo en las manos, en lugar de quedarse en las iniciales (debe de estar acostumbrado: le basta echar un vistazo a la cubierta para ponerle precio), habría comprobado que la obra está precedida por una cita de Baudelaire -mon semblable, mon frère...-, que su tono obedece a un sensualismo postsimbolista, muy fin de siècle -como indica el propio De la Peña, señalando como posibles influencias suyas a Oscar Wilde, poeta, y Jean Lorrain, poeta-, y que contiene textos como "Mi poema ingenuo y doloroso", "El poema del amor, de la vida y de la muerte", "Rapsodia cerebral" o "Congelación". Veamos qué dice el primero: "Oh, Tú, tan frívola, tan exquisitamente vulgar, tan santamente pecadora, tan aristocráticamente plebeya, no comprenderás esta tragedia! He estado llorando, humedeciendo con mis lágrimas aquel rizo de pelo que me diste, y cuanto más lloraba sobre él, más azuladamente negro parecía. ¿No recuerdas, amada, que mi melena se volvió de plata porque le cayó una sola de tus lágrimas?". Y ahora cómo empieza el segundo: "Tú, frívola muñeca de las crenchas de oro, que serán con el tiempo de plata; tú, que soñaste con un príncipe moro, y con el idilio de flores de lis en un campo de gules; tú, princesita de los ojos azules, que escuchaste la risa del bufón escarlata, escucha esta historia concisa y triste que me trajo a la memoria el desdén que tú me hiciste. Que vea tu fantasía una cortina de brocados de oro y damasco de azur, que se descorre lentamente, e imagínate en tu mente un parterre (...)". Bien: esto está en prosa, pero juraría que es poesía, aunque probablemente el editor Linares y yo tengamos conceptos muy distintos de poesía: a él quizá se lo parezca un listín de teléfonos, como es lo que suele publicar; yo creo, en cambio, que aquí hay aliento lírico: antañón, ajado y malo, muy malo, pero lírico. Más claro resulta aún "Congelación", que es, sin más, un poema, y poema ultraísta: "Ruido ensordecedor;/ motor./ El hidroavión como una avispa mecánica./ La Ciudad no se veía./ El Sol quedó muy bajo./ Altura - aire - carbono + miedo = congelación./ Luego caí en forma de gota y resbalé por el nívido descote de mi amada histérica que no me conoció, pero pensó: esta gota insecable e inmedible hace lo mismo que los electrones de las manos de Él". Por último, "Rapsodia cerebral" es otro poema ultraísta, aunque su configuración no sea versal, como en el caso anterior: "El confetti policromo de la vulgaridad cae en lluvia torrencial sobre las anchas alas de nuestros chambergos. Las serpentinas de los prejuicios y de la hipocresía se enroscan a los cuerpos, inutilizándolos para todo movimiento libre. La burocracia escribe a máquina. El Cerebro se va imbecilizando por la lluvia de confeti y el corazón no se atreve a latir por no violar la virginidad del Gran Silencio. Y la cara blanca, redonda, de pus, manchada de costras, de la Luna, se asoma curiosa a la ventana para verme, envejeciendo mi melena de caboa al teñirla de plata. Y el gato, ese maldito embrujado, junto al brasero, persigue con sus ojos a la mosca de la Incertidumbre, que se entretiene en ensayar un vuelo elipsoidal". Me parece plenamente justificado, pues, considerar este libro el primer poemario de su autor -que siempre se tuvo, en esencia, por poeta, y cuyos libros iniciales fueron asimismo poemarios-, y así lo han hecho, por cierto, otros muchos críticos que se han acercado a la figura de González-Ruano. Por ejemplo, y hoy mismo, Andrés Soria Olmedo: "González Ruano siempre quiso ser poeta, desde De la locura, del pecado y de la muerte (1920) hasta Balada de Cherche-Midi (1944)" ("César González Ruano. La literatura en los periódicos", El Cultural, 20 de febrero de 2014). Pero, antes que él, lo mismo han sostenido, entre otros, Ignacio Gracia Noriega ("ya hacia 1920 se destacaba entre los poetas ultraístas; de ese año es De la locura, del pecado y de la muerte, "Tan cerca y tan lejos de César González Ruano", http://www.ignaciogracianoriega.net/nie/20031203.htm); Benjamín Prado ("González Ruano [...], entre el libro de poemas De la locura del pecado y de la muerte [...] y sus dos últimas obras publicadas en vida [...], sacó otros 93 volúmenes de toda clase", "Ruano y nada", El País, 13 de enero de 2005); y el mismísimo José Luis García Martín (un hombre de talante similar al del editor Linares, y al que presumo que este ha de admirar muchísimo), que encabeza la "obra poética" de González Ruano con el siguiente título: De la locura, del pecado y de la muerte (Poetas del Novecientos: entre el Modernismo y la Vanguardia (Antología). Tomo II: De Guillermo de Torre a Ramón Gaya, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/poetas-del-novecientos-entre-el-modernismo-y-la-vanguardia-antologiatomo-ii-de-guillermo-de-torre-a-ramon-gaya--0/html/000de8d0-82b2-11df-acc7-002185ce6064_8.HTML). Pero aún hay más: Juan Lamillar, el responsable de la edición publicada por la editorial del editor Linares, incluye De la locura, del pecado y de la muerte entre los poemarios antologados, y selecciona uno de sus poemas, "Congelación", en el libro. Así pues, el editor Linares considera que mi trabajo es poco serio por utilizar el mismo criterio que ha utilizado el responsable del suyo. Hasta ahora sabíamos que el editor Linares sabe tanto de correcto castellano como un bantú sordomudo, y que su comprensión de la poesía es tan alta como la de ese mismo bantú, pero que reproche a los demás lo que hacen sus autores debe apuntarse como un logro insuperable de su ya fascinante currículum intelectual.

En cuanto al tercer y último reproche, dejaré a los lectores a los que todavía no haya aburrido esta larga réplica y que conozcan, o puedan conocer, el artículo que he publicado en el último número de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, que valoren si mi trabajo es serio o no. Pero no lo haré sin decir una última cosa. El editor Linares, a partir de la errata sufrida, ejerce la suposición de que no he visto ni ese libro de Ruano "ni, probablemente, algunos otros", aunque no se atreva a especificar cuáles (y aunque le traicione el subconsciente: los libros no se ven -eso lo hace él para ponerles precio-, sino que se leen, que es lo que procuro yo hacer siempre que abrazo algún proyecto de investigación), y se me hace escandaloso que alguien pretenda descalificar un trabajo de las características del mío sobre la base de una errata y de una conjetura maliciosa. Formular hipótesis no basta: hay que aportar pruebas si se quiere enunciar una ley. Las pruebas de mi trabajo están en mi trabajo, y a ellas me remito. El análisis de la poesía de González-Ruano (que es uno de los aspectos estudiados, como acredita su título: "Apuntes sobre la poesía y la vida...") se ha realizado sobre la base de las antologías firmadas por Francisco Rivas (1983) y Juan Lamillar (2006), trabajos extensos y bien hechos, que, conjuntamente, dan una visión muy amplia de la poesía de González-Ruano -y, específicamente, de la poesía que su propio autor dio por buena, puesto que las antologías que publicara en vida excluyen casi todos sus libros juveniles-, y que he cotejado con las ediciones originales, como en el caso de De la locura, del pecado y de la muerte, cuando lo he creído conveniente. Ambos títulos integran la obra de González-Ruano en la bibliografía del artículo, junto con su Diario, sus Memorias y la Antología de poetas españoles contemporáneos en lengua castellana, y son citados, como no podía ser de otro modo, siempre que se transcriben sus versos. El editor Linares está en su derecho de considerar esto insuficiente. Yo estoy en el mío de opinar lo contrario, y de creer que sus mensajes no obedecen a un encomiable afán por defender el rigor de los trabajos filológicos que se publican en este país, sino a la mera voluntad, tan hispánica, de hacer daño, y de la que él ha dado sobradas muestras ya a casi todo el mundo que lo ha tratado. ¿De dónde vendrá esta malevolencia? ¿Acaso de que no haya citado en la bibliografía la edición de Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias de la editorial del editor Linares? ¿Acaso de que el editor Linares considera a González-Ruano un autor de su propiedad y no tolera que otros se inmiscuyan en lo suyo?

miércoles, 19 de febrero de 2014

Favorables, Madrid, poema

Así se titula este ciclo de poesía contemporánea que coordina en Madrid, desde hace dos años, el poeta y crítico Juan Carlos Suñén. El título, como es evidente, imita al de la célebre revista fundada por César Vallejo y Juan Larrea en París, en 1926: Favorables París Poema. Por él han pasado recientemente autores de la valía de Antonio Méndez Rubio, Jordi Doce, Eloísa Otero y Esperanza López Parada, y hasta julio de 2014 lo harán otros como Eli Tolaretxipi, Ada Salas, Víctor M. Díez y Álvaro García: todos escritores nacidos en los 60. Pasado mañana, 20 de febrero, me corresponde leer a mí. Será, como todos los actos del ciclo, en la antigua capilla del CentroCentro de Cultura y Ciudadanía, en la plaza de Cibeles, 1, a las siete de la tarde. Lo cierto es que la invitación me permitirá, no solo leer algunos textos y, quizá, si al público y al coordinador les parece bien, conversar sobre ellos, sino también ver a algunos amigos muy queridos y pasar algún tiempo en España. Cuando vine a Inglaterra, pensaba que la separación sería más traumática de lo que en realidad está siendo. Hoy tengo la sensación de que vivo con medio cuerpo aquí y medio cuerpo allá, aunque he de reconocer que la mente permanece en Barcelona: es difícil hacerse a una nueva vida; una nueva vida requiere una infinidad de pequeños gestos, de pequeños afectos, de asuntos cotidianos y asuntos excepcionales, una urdimbre de tactos y miradas, y eso lleva tiempo: a veces, toda una vida. Reunir esas dos mitades del cuerpo supone poco más que coger el autobús. La fluidez del tráfico aéreo, y la facilidad de las comunicaciones, incluso en una ciudad tan populosa, y de tan difícil circulación, como Londres, han facilitado este estado híbrido, intermedio, que debe de ser lo más cercano que haya a la ubicuidad. Mañana viajaré desde Heathrow, si las tormentas y la huelga de metro lo permiten, y en un par de horas estaré en Barajas. Tras dos días en la capital, cogeré un tren a Barcelona, y allí me quedaré casi tres semanas, escribiendo la introducción de mi traducción de Whitman, para lo que necesito algunos libros de mi biblioteca y de varias bibliotecas públicas, y un ensayo con mi poética con el que quiero encabezar una antología de mis versos. Hace tiempo que me apetecía formalizar mi pensamiento sobre el género -si es que la poesía es un género- y disponer de algo definitivo, aunque tenga que extractarlo, para cuando me pidan eso que casi siempre rehuimos: una poética. La anticipación del regreso es casi lo mejor del regreso: saborear la inminencia de las cosas conocidas, de las cosas acostumbradas, de los sentimientos arraigados en lugares, personas y cosas. Volver es sentirse volver, saberse volviendo. Cuando uno ya lo ha hecho, la rutina desdibuja los perfiles de la satisfacción hasta volverla otra rutina más, y entonces lo que apetece es irse. El proceso se inicia al revés: experimentando de nuevo el placer del cambio, la fascinación de un descubrimiento que ya no lo es tanto, pero que todavía no se ha ajado, como se aja todo. Y, en este péndulo de idas y venidas, el tiempo parece dilatarse, perder peso, hacerse permeable al deseo y al movimiento. Viajar así, vivir así, nos da elasticidad: la que vamos perdiendo con tantas horas sombrías, con tantas horas que mueren sin haber siquiera nacido. Mañana vuelvo, para leer en Madrid. Estoy contento.

martes, 18 de febrero de 2014

Décimas de fiebre

Así se titula mi último libro, que acaba de aparecer en Los Papeles de Brighton, la editorial que ha creado en el Reino Unido mi buen amigo, el poeta y crítico Juan Luis Calbarro, otro friqui de la literatura, como yo, y anglófilo declarado. He dicho que "acaba de aparecer", y no es exactamente así: el libro solo aparece si se compra. Hasta ese momento, es solo una realidad virtual, una anticipación, una posibilidad. Los Papeles de Brigthon, como ya he explicado en este mismo blog, es una editorial digital a demanda, es decir, edita los libros y los cuelga en una plataforma digital, Amazon, donde quedan a la espera de quienes los compren. Cuando este hecho prodigioso -la compra- se cumple, el libro se imprime materialmente y se le envía al adquirente por correo postal, a la dirección que haya indicado, sin coste adicional: en unos pocos días el volumen está en su casa. Un sistema así, obviamente, ahorra los costes más onerosos para cualquier editorial: el gasto excesivo de papel, el almacenamiento y, sobre todo, la distribución. Poco a poco, aunque cada vez con más fuerza, lo digital va penetrando en un modelo de negocio que difícilmente le sobrevivirá, por su mucha mayor agilidad, difusión y economía, y, en general, en un mundo, el de la cultura, asentado en inventos de hace siglos, si no milenios, como el papel y la imprenta. Décimas de fiebre es un conjunto de 56 espinelas escritas en 2012. ¿Por qué elegí esta forma estrófica? Pues por la misma razón por la que antes había firmado conjuntos de sonetos o de poemas romanceados, un libro de sextinas -Seis sextinas soeces- y hasta un volumen de haikus -Los haikús del tren-: porque me gustan las formas que miran hacia sí mismas, como minúsculos ouróboros, el "pequeño y perfecto espacio" que delimitan, en palabras de Fernando de Herrera. Me seduce el encaje hermético del poema: ese clic que hace cuando uno abrocha, con exactitud, cada verso, cada rima. Constituye también un desafío encerrar en un molde tan exiguo un pensamiento o una acción: hacerlo requiere una domesticación de la sensibilidad y, a la vez, una ductilidad de la inteligencia que no están en mí de manera natural, y que se me antojan muy saludables. Además, en mi caso, las estrofas cerradas son terapéuticas. Yo tengo una malsana tendencia al poema largo, al derramamiento y aun al exceso. Y lo torrencial, si no está bien encauzado, es siempre un peligro. Las formas breves me ciñen, más aún, me encadenan, pero eso está bien: actúan como un cíngulo o corsé que refrena mi pasión por decir. Un buen amigo, José Ángel Cilleruelo, aunque no padece mi mal, suele utilizar estructuras matemáticas para construir muchas de sus obras, que funcionan al modo de mis estrofas tradicionales: libros de siete capítulos, poemas de siete versos y versos de siete sílabas; o bien poemas en prosa de cien palabras, o de cien caracteres. Cosas así. Las fronteras algebraicas son límites, pero también estímulos. La necesidad de satisfacer unos requisitos formales es mayéutica: reclama la idea, y ayuda a alumbrarla. Por eso José Ángel se ayuda de esos mecanismos, y yo de sonetos, sextinas o espinelas. En Décimas de fiebre se conjuntan cuatro líneas creativas: la satírica, la descriptivo-paisajística, la amorosa y la existencial. En mí siempre ha habido una tendencia natural a la sátira: suelo reparar primero, en las personas y las cosas, en lo más digno de reproche, en lo más risible o insustancial. También me sucede cuando me miro al espejo. Algunas veces, esa inclinación congénita se refuerza por la necedad mayúscula del o de lo observado, en cuyo caso el poema es inevitable, y seguramente cruel. Sin embargo, también aquí he de controlarme, porque la burla inmoderada acaba dañando a quien la profiere: el principal satirizado por la sátira es el satírico. Uno no puede ser poeta solo para zaherir a lo demás. Y, si lo hace, es que no es poeta del todo. Por eso mis invectivas responden a una querencia que no puedo ocultar, y que, a la vista de algunos, me parece sobradamente justificada, pero solo constituyen, solo pueden constituir, una porción limitada de lo que escribo. Por descriptivo-paisajísticos me refiero a un conjunto de poemas que solo pretenden dar cuenta instantánea de lo que sucede: de una escena, una imagen o un acontecimiento fugaz, pero en cuya fugacidad, precisamente, radica una insospechada solidez: la certeza de que esa realidad es permanente, e indestructible, en su propia evanescencia, y en mi memoria. En ellos cuento la aventura de una abeja que liba una flor en mi balcón, o de unos rayos de sol que se filtran por entre los árboles en un parque de Barcelona, o de una camarera que me sonríe al entregarme el café que me tomo (que me tomaba) por la mañana, antes de entrar en el trabajo. Son poca cosa, pero me bastan. En cuanto a los poemas de amor, no podían faltar: el amor -su resistencia, su recuerdo, su ausencia, su esplendor- es uno de los pocos báculos con que contamos en este caminar desvencijado hacia la  muerte, y su deriva erótica nos ayuda a recrear sus mejores consecuciones. Finalmente, las espinelas existenciales solo pretenden abundar en lo que llevo escribiendo desde siempre: la incomprensión del ser, la incomprensión de ser, y la angustia de la muerte: de no ser. Hacerlo no me satisface especialmente, pero, como el vizconde de Valmont, no puedo evitarlo. Uno escribe lo que es, y eso es lo que, para bien o para mal, a mí me define: el terror a la nada y el correspondiente, y estremecido, amor a la vida. Varias décimas de Décimas de fiebre ya han visto la luz en algunas publicaciones. La muestra más amplia -ocho composiciones- apareció en el núm. 360 de Quimera, correspondiente a noviembre de 2013: allí puede apreciarse lo que son, o lo que aspiran a ser. Y no quiero cerrar esta entrada sin mencionar que el libro cuenta con un prólogo de Juan Manuel Macías, que atendió mi ruego con su amabilidad y buen hacer acostumbrados. Para quien esté interesado en el libro, me remito a Amazon (aunque en Amazon España aparezca como "no disponible", es un error: lo está, como se puede comprobar en Amazon UK y Amazon USA) y a la propia editorial: http://lospapelesdebrighton.com/. Un libro, cualquier libro, siempre depende de sus lectores, pero en este, como en todos los publicados digitalmente, esa dependencia es física. Ojalá pueda encarnarse en papel muchas veces.

lunes, 17 de febrero de 2014

Noticias de Álvaro Valverde

Ayer recibí dos noticias de Álvaro Valverde. La primera, un libro, aunque no suyo, sino perteneciente a la colección de poesía de la Fundación Ortega Muñoz que codirige con Jordi Doce. Se trata de Antología poética, del poeta barcelonés Marià Manent, con edición y traducción de José Muñoz Millanes. Aunque la colección todavía cuenta con pocos títulos, las manos sapientes de Álvaro -y de Jordi- ya se han asegurado de que sean buenos: Philippe Jaccottet, Mario Luzi y, ahora, Manent. Un mismo afán de intensidad y, a la vez, de delicadeza recorre a los tres autores, reflejando mucho de lo que caracteriza a los codirectores; y un mismo afán de cosmopolitismo, con poetas de todas las lenguas y todos los orígenes: no es poca cosa que, hoy, una fundación extremeña, codirigida por un extremeño y un asturiano, publique a un autor catalán, en catalán. Aunque así debería ser siempre, en realidad: es triste que la barahúnda política contamine el hecho universal de la cultura, y que se dificulte el conocimiento -y el disfrute- de tantos escritores, de tantas formas de la sensibilidad, por algo tan azaroso como el lugar en el que hayan nacido o por que escriban en una lengua minoritaria. Marià Manent tuvo una vida larga -murió en 1988, con noventa años-, pero una obra poética corta, compuesta solo por cuatro libros: La branca ("La rama"), 1918; La collita en la boira ("La cosecha en la nieve"), 1920; L'ombra i altres poemes ("La sombra y otros poemas"), 1931; y La ciutat del temps ("La ciudad del tiempo"), 1961. Al fallecer, estaba trabajando en un quinto poemario, que quedó inacabado: El cant amagadís ("El canto escondidizo"). También se pueden considerar obra suya los dos volúmenes de interpretaciones de poesía china que publicó en 1928 (L'aire daurat, "El aire dorado") i 1967 (Com un núvol lleuger, "Como una nube ligera"). Toda su obra, que se enmarca en la tradición postsimbolista, se caracteriza por un tono discreto, que era también el de la persona que la firmaba, y una elegancia formal con escaso parangón en la literatura catalana del siglo XX. Pero, acaso por su brevedad o por esa pureza casi evanescente que algunos equiparaban a la levedad, Manent fue, quizá, más conocido como traductor, ensayista y, en general, hombre de cultura. Su dietario, escrito entre 1918 y 1981, es un monumento literario, y sus traducciones -sobre todo de poesía en lengua inglesa: Yeats, Dylan Thomas, Willian Blake, Coleridge, entre otros-, un modelo de precisión y finura. En 1985 recibió el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes por el conjunto de su obra. Transcribo uno de sus poemas, recogido en esta Antología poética, con la traducción de Muñoz Millanes:

   A les clotades, olivers obscurs
   amagaven un vol de gralles tristes.
   Pels conreus el moresc era marcit,
i entre les branques nues els nius eren una ombra.

   Era un viatge cap a un món lleuger.
A l'horitzó muntanyes d'un astre, vaporoses.
Vora el tren, d'un color de lluna i de riu blanc,
   amb plomes d'àngel l'ametller venia.

   En las hondonadas, olivos oscuros
   ocultaban un vuelo de cornejas tristes.
   Por los sembrados el maíz estaba marchito,
y entre las ramas desnudas los nidos eran sombra.

   Era un viaje a un mundo ligero.
En el horizonte, montañas de otros astros, vaporosas.
Rozando el tren, color de luna y de río blanco,
   con plumas de ángel el almendro venía.

Pero este libro de Marià Manent no fue, como digo, la única noticia que tuve ayer de Álvaro. En una entrada de su blog, comunicaba a sus amigos y lectores que se había incorporado como crítico literario al suplemento cultural de ABC. Enhorabuena, pues, para él: su incorporación es merecida y, en lo que a mí -y a muchos- respecta, celebrada. La poesía de Álvaro Valverde, sutil, incisiva, de un emocionado estoicismo, lleva acompañándome muchos años ya, aunque a él no lo conocí hasta hace relativamente poco, cuando coincidimos en un encuentro literario en Morille (Salamanca), organizado por nuestra común amiga, María Ángeles Pérez López. Luego, las circunstancias de la vida, siempre imprevisibles, han hecho que nos tratáramos más: desde que paso temporadas en Extremadura, nuestra cercanía y nuestro contacto se han hecho mayores. Álvaro ha estado en nuestra casa de Hoyos, y hemos paseado por un pueblo aplastado por el calor, cuyo aire corroían las avispas. También lo hemos visitado en Plasencia, donde nos hemos tomado unos vinos en el parador de la ciudad y en alguno de los bares a la sombra de los soportales de la plaza mayor. En mi última estancia en Cáceres, concertamos un encuentro a medio camino, en un hotel de Coria, cuyo nombre parece más bien el de un salón recreativo: Los kekes. También, al incoporarme yo mismo al hasta entonces deliberadamente desconocido mundo de los blogs, me he hecho lector de su bitácora, donde Álvaro se muestra como es: ecuánime, elegante, hospitalario. Y estoy seguro de que así será también como crítico en el ABC. Estos rasgos, de hecho, tienen que ver con una personalidad que no ha trastornado el hecho poético. Yo detesto a los poetas que se presentan, y que se comportan, como almas atormentadas, poetas que te obligan a soportar sus singularidades, generalmente necias, cuando uno ya tiene bastante con sobrellevar las suyas. Álvaro transmite equilibrio y sosiego, aunque, como todo hijo de vecino, se las tenga tiesas con sus propios conflictos en el ámbito de la intimidad y, sublimadas, en el territorio de su poesía. Con Álvaro Valverde resulta agradable conversar, pasear, estar, en suma, y ese es un mérito altísimo, que, conforme gano años, no dejo de reivindicar. Buena suerte, pues, para él, y felicidades para sus lectores, entre los que me cuento, porque un buen crítico sabe señalar siempre lo que más disfrutarán.