jueves, 31 de julio de 2014

Don't let idiots ruin your day

Hace algunos días, apareció pegada en la pared del edificio donde se encuentra mi piso esta pintada: Don't let idiots ruin your day. Digo bien, pegada: alguien la había impreso en una hoja de papel y adherido con celo al muro. Solo decía eso, y así: sin firma y en inglés. Curiosamente, el papel siguió allí unos cuantos días, hasta que, arrastrado por las lluvias inclementes que han caído últimamente en Cataluña -y no me refiero a las políticas-, desapareció. Alguien debería estudiar las pintadas callejeras como un género literario. Un puñado de ellas se ha quedado grabado en mi memoria: en San Francisco, un vecino había puesto esta en la puerta de su garage: Don't event think of parking here. En Hoyos, alguien escribió a la entrada del polideportivo municipal: "No estamos muertos: solo somos sombras". En Sant Cugat, los implacables limpiadores municipales ya han borrado otra que decía: "Liberquién, igualdónde, fraternicuándo", que es como un micropoema vanguardista, muy adecuado para los tiempos que corren. Y luego está aquella que he visto reproducida en algún lugar, y que tanto nos interpela a todos: "Tu vida es una puta mierda... (y lo sabes)". En el caso de Don't let idiots ruin your day, pensé en el modo singular, tan volandero, de desplegarla, y, sobre todo, en su contenido: No permitas que los idiotas te arruinen el día. Es un mandato ceñidamente inteligente, porque la idiocia nos rodea por doquier, y uno ha de preservarse de ella como una ciudadela asediada. El mismo día en el que la leí por primera vez, leí también un cartel publicitario de un gabinete psicológico que ponderaba la necesidad de actuar "desde la sinceridad, desde la honestidad". Y me pregunté por qué se había extendido la idiotez de decir "desde" cuando, en ese contexto, en buen castellano, basta con decir "con": actuemos con sinceridad, con honestidad. Pero era una idiotez hacerse esa pregunta, porque la respuesta es harto conocida: cuanto más se retuerce la expresión, más eficaz creen los iletrados que es. Y esa metáfora implícita -volver territorio, lugar, lo que solo es actitud o sentimiento-, gratuita y rocambolesca, complace a los que creen que estirar lo dicho estira el significado, cuando lo único que estira es la imbecilidad. (Por no hablar del uso inadecuado, es decir, idiota, de "honestidad", que, otra vez en buen castellano, solo se refiere a lo que sucede de cintura para abajo; cuando nos referimos, como parecía hacer el letrero del psicólogo, a nuestro comportamiento ético de cintura para arriba, como individuos sociales y pensantes, debemos hablar de "honradez"). El mismo día, viendo las noticias por televisión, Josep Rull, el segundo de a bordo de Convergència, tras la autodefenestración de Oriol Pujol Ferrusola, decía, solemne, que había que "poner en valor" que Oriol hubiese actuado "desde la honestidad política" y dimitido de todos sus cargos en el partido. Y uno no sabía por qué desesperarse más: si por el encadenamiento de expresiones idiotas, que reflejaban un pensamiento idiota -o, mejor, un no pensamiento-, o por la contumacia en la disculpa de la corrupción, que llevaba a este nuevo preboste del nacionalismo catalán a considerar meritorio que el presunto corrupto hubiese dimitido, pero no criticable lo que le acusan de haber hecho. (La idiotez de Oriol, no obstante, podría ser un rasgo hereditario, a la vista del comportamiento de su padre, Jordi Pujol, uno de los héroes de la Transición, un tótem intergeneracional, una figura sagrada para los suyos y ejemplar hasta para sus adversarios, un gigante de la política cuya honradez e inteligencia se alababan sin descanso: un idiota, en realidad, que no ha encontrado el momento adecuado, en 34 años -23 de los cuales se los ha pasado dirigiendo la Generalitat-, para declarar un patrimonio oculto). La idiotez no solo nos asedia en la vida pública y en los medios de comunicación: también lo hace en la vida privada. Ayer mismo recibí un comentario (dos, en realidad: era tan largo que no cabía en un solo mensaje) a una entrada de mi blog remitido por un corresponsal anónimo que no era sino un monumento a la estupidez, aunque su perpetrador no dejase de alegar que "era cristiano, pero no idiota". No considerarse idiota suele ser una muestra de idiotez. El tono perdonavidas, tan de taberna española, se aliaba con el engolamiento hueco y las frases hechas, aunque lo que más me llamaba la atención era que creyera tener derecho a disputar conmigo por el solo hecho de discrepar de lo que yo hubiera dicho en el blog. Ese derecho no se posee: se merece. Y él, embozado y jactancioso, no lo merecía. Fue un placer, pues, deshacerme de esa muestra de idiotez por la alcantarilla del delete. Pero sería idiota no reconocer que el principal idiota que puede arruinarnos el día somos nosotros mismos. Si reflexiono con frialdad, me asombra la cantidad de veces al día en que me comporto imbécilmente. O no me asombra: el error nos constituye; el error es, casi siempre, la sustancia de nuestros actos. Quizá por esta convicción íntima de que vivimos en el barro de la tontería, para conjurarla o exorcizarla, escribí este poema de Insumisión, aunque quizá fuera una idiotez hacerlo:

Los incapaces de silencio: imbéciles. Los sojuzgados por su yo, a cuya animalidad imperiosa entregan sus horas y su energía: imbéciles. Los que tragan polvo tras una imagen de circonio y escayola, y se agreden por encaramarse a una paloma de la que tira un burro: idiotas. Los que rezan cinco veces al día, y dan siete vueltas a un meteorito, y creen que setenta huríes eternamente vírgenes les esperan para que gocen de sus cuerpos cuando ya no tengan cuerpo: más idiotas todavía. Los que se atrincheran en el uniforme para no enfrentarse al abismo de la desnudez: estúpidos. Los que gritan en estadios, o aplauden en platós, o votan en elecciones: borregos. Los que reprueban a quienes gritan en estadios, aplauden en platós o votan en elecciones: zotes. Los que se indignan con los elegidos en las urnas: mongólicos. Los que se indignan con quienes llaman «mongólicos» a los aquejados de síndrome de Down: cretinos. Los que creen que el amor es para siempre: memos. Los que creen en las palabras: los campeones de la estupidez. Las que se cubren de los pies a la cabeza para no excitar la impudicia del varón: burras. Los que escriben poemas para consolarse del mundo: majaderos. Los que sostienen que un poema que no se entiende es un mal poema: lerdos. Los que creen que las cosas existen más allá de la representación de las cosas: mentecatos. Los que opinan que decir las cosas crea o transforma las cosas: asnos. Los que están seguros de que ETA, con la complicidad del gobierno socialista, cometió los atentados del 11-M: retrasados mentales. Los que creen que el premio Planeta es un premio literario: tarados. Los que se alargan el pene, o se aumentan los pechos, o se agujerean las orejas o el clítoris: estultos. Los que escriben porque así satisfacen las expectativas de su padre, o redimen a su padre, aunque se condenen ellos: imbéciles redomados. Los que rebuznan nacionalcatólicamente en las covachas televisivas del filofascismo: subnormales. Los que, cuando se encuentran ante una opinión unánime, no sienten la obligación moral de discrepar: mamelucos. Los que predican la unidad de la patria, tanto si ya existe como si quieren que exista: pendejos. Los que berrean que los inmigrantes tienen la culpa, y los que se enfadan por que se diga que los inmigrantes tienen la culpa, o cualquier otra necedad: obtusos. Los responsables bancarios que han concedido hipotecas ciclópeas a inmigrantes con un sueldo exiguo y el aval de un familiar: criminales. Los inmigrantes que han suscrito esas hipotecas, sin saber qué era un aval, ni apenas una hipoteca: zoquetes. Los que dicen «el piloto se rompió su mano», como si pudiera romperse la de otro: analfabetos. Los que cometen la grosería del entusiasmo: badulaques. A los que les gusta Raphael, Belén Esteban, José Mourinho o José Luis García Martín: tarugos. Los que componen enumeraciones, con la esperanza de que las enumeraciones compongan el poema: tontos de capirote. Los que se afanan por adquirir seguridades, cuando la única seguridad es la muerte: beocios. Los que se van de putas: zopencos. Los que celebran la adhesión, la adscripción, la profesión, la doctrina, la certidumbre de la jefatura, el calor del establo: lelos.

miércoles, 30 de julio de 2014

Poesía en el tren

Ya la había visto algún otro día. Es una chica alta, de pelo corto y claro, no fea, siempre sonriente, como Soraya Sáenz de Santamaría. Vestía camiseta y tejanos, y lleva un macuto en bandolera. Su sonrisa era tan persistente, que pensé que repartía folletos religiosos. Los fortalecidos por la fe están siempre alegres, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor. Ciertamente, saber que uno va a salvarse, cuando todos los demás se consumirán en las calderas de Pedro Botero, debe de ser causa de un gran regocijo (recuerdo a la monja que acompañaba a sor María, aquella religiosa acusada de robar niños en los años sesenta, a la salida de un juzgado: sonreía beatíficamente, como si nada de todo aquello pudiera perturbar la bondad de su mundo, la certeza de su salvación; sor María, en cambio, mostraba un gesto entre senil y malhumorado. Dios, por fortuna, la llamó a su lado poco después). Pero no: lo que aquella chica llevaba en la mano eran unas plaquetitas, blancas, escuetas: unas meras octavillas fotocopiadas, con poemas. La primera vez que me crucé con ella en el vagón no le presté atención, aunque no dejé de reparar en su gesto. Hoy, en cambio -quizá porque estoy sentado, y ella puede tenderme uno de sus libritos hasta casi el regazo, en el que descansa el volumen que estoy leyendo-, no tengo más remedio que fijarme en lo que hace. Su sonrisa sigue ahí, inmune a los silencios y, en el peor de los casos, a las miradas de desprecio. ¿Cómo resiste una sonrisa a tanto rechazo? ¿Cómo se sobrepone al muro de la indiferencia? ¿Cómo sobrevive a la evidencia diaria, incesante, de la impenetrabilidad humana, de la apatía o antipatía de casi todos? La plaqueta se titula La relójica invisible, y su autora es Serena Urdiales. Los dibujos corren a cargo de Paula Jiménez. En la cubierta, además de la ilustración -una bicicleta cuyas ruedas son las esferas de sendos relojes-, consta el precio del volumen, un euro, y que se trata de la segunda edición; en la contracubierta, que la distribución corre a cargo de Serena, y su correo electrónico. Todo es tan elemental, tan ingenuo, que enternece. No llego a leer los poemas, pero me siento en la obligación de ayudar a una compañera de fatigas y decido comprarle un ejemplar. La llamo con un gesto y le doy una moneda de dos euros. Su pasión por la poesía y su esforzada actividad de distribución no han mermado, sin embargo, su habilidad mercantil. Con gesto rapidísimo, coge la moneda y, en lugar de devolverme un euro, sin consultarme su decisión, me entrega otro librito y se pierde entre el gentío del vagón. Miro la nueva plaqueta: es un cuento, La calle de las alegrías, firmado por la autora de las ilustraciones, Paula Jiménez. También aquí figuran la responsable de la distribución, Serena, y el correo electrónico de Paula, aunque, por desgracia, aún no ha llegado a la segunda edición. No me importa: las primeras ediciones siempre son más valiosas. Pienso en la perduración de la venta callejera de poesía desde las vanguardias: los bohemios repartían sus obras, por un módico precio, o por una invitación a café con leche, por las tabernas desorejadas de la época; algunos las esgrimían para justificar, o para enmascarar, sus sablazos; otros arrimaban tenderetes a las calles y exhibían aquellos versos entusiastas y espantosos. Hoy el negocio se hace en los vagones modernísimos de los ferrocarriles de la Generalitat, donde los potenciales compradores ocupan asientos ergonómicos y disfrutan de aire acondicionado. Pero todavía recuerdo algunos casos recientes de venta en las aceras. A otro argentino -Serena y Paula deben de serlo: en La calle de las alegrías se lee: "Tenés que ir, dijo el hombre, a la Calle de la Tristeza..."-, Eduardo Mazo, solía verlo yo, en mi juventud, en las Ramblas, vendiendo los libros que él mismo editaba. Era un hombre gordezuelo, de potente nariz, armado de una burbujeante pachorra, previsiblemente huido de la dictadura que asoló su país en los setenta, y que escribía poemas benedettianos de las cosas sobre las que se escribían poemas entonces: contra los ejércitos, contra la opresión, contra el hambre, poemas de amor, poemas que cantaban la fraternidad universal. Como reclamo comercial, pintaba muchos de sus versos y aforismos en una enorme pizarra, y allí montaba guardia él, debajo de una gorra indiscutiblemente bonaerense, estoico y locuaz, encantado de recibir las atenciones del público (o las desatenciones, daba igual: él las transformaba todas en motivo de conversación). Recuerdo uno de sus títulos, Militancia de la sangre, en cuya portada, de color rosado, se veían los pies desnudos de alguien acostado en una cama: fue el único que le compré, por unas pocas pesetas, aunque hoy no soy capaz de encontrarlo en mi biblioteca. Mazo, de nombre tan poco incitante para un poeta -aunque hay que recordar que Juan Ramón Jiménez se llamaba Mantecón de segundo apellido, y Cernuda, Bidón, que él, para refinarlo, afrancesó en "Bidou"-, era un elemento más del paisaje ramblesco: conocido por los vecinos, saludado por las matronas, curioseado por los jóvenes y los turistas. Hoy, hurgando en internet, veo que mi tocayo colabora en La Vanguardia y hasta tiene una página web: los tiempos adelantan que es una barbaridad. Pero Serena Urdiales y Eduardo Mazo no son los únicos poetas callejeros que he conocido en Barcelona. Durante muchos había una poeta alemana, cuyo nombre me dijeron en alguna ocasión, pero que ya no recuerdo, que recitaba sus versos a cambio de dinero. Su campo de actuación estaba en el Paseo de Gracia, un lugar mucho más aristocrático que las Ramblas. Ella merodeaba de noche y te asaltaba sin contemplaciones: "¿quieres que te digas unos versos?", preguntaba, con acento germánico, es decir: "¿quierrres que te diga unos verrrsos?". Todo espíritu lírico se desvanecía en su aliento, que apestaba a alcohol. Los argentinos, un pueblo de sobreabundancia verbal, influidos, acaso, por su legado hebreo, son simpáticos y gárrulos; esta alemana, en cambio, abrazaba todas las rigideces de su pueblo: rubia, etílicamente envarada, cejijunta, insomne. Un buen día, o una mala noche, desapareció. Todas estas presencias -Mazo, la rapsoda teutona, Serena- entristecen o inspiran, según, pero todas revelan la pervivencia del espíritu poético, que se aferra a las voces, a las manos que escriben, con la determinación de algo universal y, al mismo tiempo, infinitamente íntimo. Las personas, algunas personas, seguimos creyendo que la poesía es el motor, o la justificación, de la existencia, y que no todo está perdido si se sigue escribiendo y, sobre todo, si se sigue leyendo. Por eso nos anudamos a ella, cada cual a su modo, para no caer en el precipicio de la insignificación, en la laxitud letal de lo cotidiano, de lo siempre igual: para arrancar emoción a los perfiles oscuros de los cosas, y a nuestra propio oscuridad. Los poemas de Serena Urdiales son sencillos, adolescentes, y están mal puntuados, pero no puedo decir que me desagraden. Este es el último de su plaqueta, que le da título:

La relójica invisible
que teje las luces del dibujo presente,
las del espejo fragmentado de dios,
cae de la trama y es sostenida
por ese rumor de ecos insonoros,
por esa hilación de signos silenciosos.
Cero más cero más cero
es la ecuación exacta de este momento.

martes, 29 de julio de 2014

Verano

Olor a romero. Días que no acaban. La verbena de San Juan. Tardes encapotadas, bochornosas. Lugares que solían estar llenos, vacíos. El colegio al que solo había que ir para hacer alguna gestión rezagada. Discutir de política con los amigos en una terraza de la Rambla de Cataluña. Sed. El autocar a Lérida. Una máquina en la estación que vendía bocadillos de salchichón. El autocar a Azanuy. Las fotos descoloridas de lugares pintorescos en el respaldo de los asientos. Los aljibes árabes en las rocas del camino. Las fuentes iluminadas de Montjuic. Olor a tomillo. Pantalones cortos. La gravedad de los geranios. La plaza mayor sin nadie. Bicicletas. El metro sin aire acondicionado. Tardes de domingo jugando al ping-pong en casa de Xavier. Sandalias. Una casa de adobe y paredes encaladas. Olor a trigo. Un azor. Un sombrero de paja. Noches maldormidas. Mi abuela abanicándose. La facultad, sola. El bastón de mi padre. Jugar al guiñote. Comer higos debajo de una higuera. Libros. Una tienda de juguetes en cuya fachada colgaban juguetes enormes. Una larguísima caminata hasta la playa. Buitres sobrevolando una res muerta. Olor a crema solar. Los pechos de las mujeres. Cartuchos gastados en el suelo. El agua verde y marronosa de las acequias y las balsas. El agua transparente que brota de un breve manantial, entre las cañas. El olor salobre de las duchas. Georgie Dan. Bocadillos. Una caminata aún más larga de regreso de la playa, bajo un sol implacable. La pelea por que mi madre nos comprara un polo. El polo del que nos tomábamos hasta el palo. Alins y la señora que vendía bebidas. Un águila, quizá. Polvo. Olas. Las notas del curso. Los paseos por la carretera. Las conversaciones en la roca del médico. Un triángulo de coco en el puerto, o un cucurucho de altramuces, o pistachos. El cielo alfombrado de estrellas. El ruido de los cascos de los animales de carga y de labor en las piedras de la calle. Olivas rellenas en el bar. Los tres toques de la misa. La pelota de Nivea. La piel reseca. Olor a colonia. Cuentos escritos en la soledad sudorosa de la habitación. Masturbaciones minuciosas. Siestas espesas. Olor a vacas. Juan, Fernando, Lidia, María Pilar. Ensaladas de tomate. Clavar la sombrilla en la arena y procurar que no se vuele. La recepción del cámping. Alba. El horno de la tienda de campaña. Un viaje a Béziers en un dos caballos. Un tornado sobre el Cinca. Tormentas bestiales. Comer zanahorias en una era. Escondernos entre la maleza al paso de un tractor, como si fuera un carro de combate enemigo. El agua que baja por la calle como un torrente amazónico. No madrugar. Olor a estiércol. Marie-Christine. Lagartijas en las paredes. Aviones con anuncios de pisos o cremas bronceadoras por encima del bosque de sombrillas. Gente a la puerta de las casas. Piscinas atestadas. El puente de las siete pilas. Junio en Francia. Las rodillas con mataduras. Frambuesas. Mosquitos. Los bailes en el bar. Rodajas de sandía. Lumumbas. Las uñas pintadas de mi madre. Partidos de fútbol al caer la tarde en los que me ponía de portero. Mi padre nadando hasta muy lejos. La mochila. Simon & Garfunkel. Jugar al asesino. Las fiestas de fin de curso. Olor a sal. Mis primas. Olor a esparto. Ovejas volviendo al corral por las calles. El melocotón del ponche. Truenos ferocísimos. Cenar en la calle. Saludar a todo el mundo. La toalla llena de arena. La verbena de San Pedro. Hablar de filosofía y de historia. Ir a la ermita. Construir una caseta. Torrentes pirenaicos. Pinos, encinas, chopos, eucaliptos, almendros. Prados escarpados. Comer almendrucos. El morder de los rastrojos en los tobillos. Los niños a un lado y las niñas a otro en la misa del domingo. Olor a vino. La serrería de la carretera. Casas de piedra y pizarra. Amontonamientos de algas. Helados de corte. Leer poemas en la terraza de un bar. El recuerdo a José Antonio y los caídos por España en una placa a la puerta de la iglesia. La Osa Mayor. Cinco quilómetros hasta Fonz. Granizados de limón. Subir al campanario para ver al campanero tocar. Turistas. Escuchar música en casettes. Vino con gaseosa. Ir a ver la televisión a casa del vecino. Perros. Orchatas. Organizar batallas con fusiles de madera. Bañarse en el río. Los tábanos. Calina. El Canto general de Neruda. Incendios. Sanguijuelas. Pedir una conferencia por teléfono. Que no quede ningún amigo en Barcelona. Ver pasar el tour en el Col d'Aspin. Interraíl. Aliagas. El afilador. Un fuagrás inolvidable. Hacer castillos en la arena. Enterrarse en la arena. El tiempo, infinito. Disparar a los pájaros con balines. Hablar aranés. Subir a una moto y agarrarme con firmeza a la cintura del conductor. Las fiestas del pueblo. Una familia de gitanos que hace números de circo en la plaza mayor. Liebres que saltan. Ir a las fiestas del pueblo vecino. Los peores resfriados del año. Bañadores ridículos. Familiares a los que no conozco. Un zorro que caza un conejo. Bolsas de pipas y los papelitos en el interior que regalaban camisetas de equipos de fútbol de plástico. Alacranes. Los hombros, quemados por el sol. Farolillos chinos. Louis Armstrong en la terraza del piso de Castelldefels. Empezar a fumar. Aután. Las Danzas Polovtsianas en un viejo tocadiscos. Los Harlem Globetrotters. Navajas y boquerones. La camiseta del Barça. Una depresión en el suelo del dormitorio de Chalamera. Tomarse un pastís, y luego otro, y luego otro. Sobrevolar Pau en avioneta. Mi tío Zenón. Charlie Brown, La Pantera Rosa y Vicky el Vikingo. Jabalíes muertos colgados de ganchos a la puerta de las casas de los cazadores. Comprar los libros del curso siguiente. Escribir un diario adolescente. Monjas que pasan de puerta en puerta, pidiendo. Mi abuela desnucando a un conejo de un golpe exacto. Cortes de luz. Una pareja de la Guardia Civil preguntando quién había hecho una pintada en su puesto. Candiles. Ricardo, José Manuel, Jordi, Pablo. Marañas de zarzas. Hacer las maletas. Morir. Renacer. 

lunes, 28 de julio de 2014

Llegan libros

Que lleguen libros a casa es una de las pocas satisfacciones que proporciona la literatura, en general, y la crítica literaria, en particular. Para los formados, como yo, en la cultura del papel, para todos aquellos que creen que cada libro constituye una aportación única al conocimiento, un tesoro singular, un hijo, recibirlos es una bendición, aunque, como también sabe cualquier amante de la celulosa, tiene sus inconvenientes: el principal, que su arribada constante acaba haciendo pequeño -y, por fin, anulando- cualquier espacio. Yo hasta me hice una casa en el campo creyendo que ya no tendría que preocuparme nunca más por ese asunto, y ya estoy pensando en comprarme un hangar a la salida del pueblo. En Sant Cugat, la acumulación de libros hace tiempo que desbordó las estanterías que cubren casi todas las paredes del piso, y ahora se apilan en mi despacho, desbaratando el orden alfabético, y cualquier tipo de orden, con el que intento domeñar el crecimiento de la bestia. Aún no he alcanzado el asilvestramiento en el que tenía, por ejemplo, Rafael Cansinos Assens su biblioteca -cuando Borges lo visitó, en los años cincuenta, describió el piso en el que vivía el antiguo maestro y vanguardista como un espeso palmeral: las columnas de libros iban del suelo al techo, y solo dejaban un estrecho sendero por el que circular entre las habitaciones-, pero, si no me hago pronto con el hangar, no tardaré en llegar a esa misma y caótica exuberancia. Pese a las dificultades prácticas que el amontonamiento de los libros produce -y al peligro en que pone a mi matrimonio; Ángeles no está lejos de formular el ultimátum clásico: "¡O los libros o yo!"-, sigo celebrando su llegada. En verano, el ritmo se ralentiza. No solo la gente está de vacaciones: también los carteros reparten con menos empeño, pero, felizmente, los libros siguen apareciendo en el buzón. En las últimas semanas, ha habido unas cuantas nuevas incorporaciones. Francisco Fuster, un historiador que navega sagazmente por la Filología, me remite Baroja y España. Un amor imposible, publicado por Fórcola. He hablado varias veces de Paco -y de Fórcola- en este diario, y vuelvo a hacerlo con satisfacción, porque sus trabajos sobre clásicos contemporáneos españoles -Julio Camba, Azorín, el propio Baroja, cuyas Semblanzas acabo de reseñar en Revista de Occidente- son ejemplares. Este "ensayo sobre El árbol de la ciencia y la crisis de fin de siglo", por ejemplo, es su tesis doctoral, pero una tesis que no se ha concebido como un producto horrendamente académico, con este tufo de claustro penumbroso, con el polvo y la ininteligibilidad de la jerga profesoral, sino como lo que dice ser: un ensayo, ágil y sustancioso, penetrante y, sobre todo, bien escrito. En él analiza el proceso de creación, la recepción y el legado intelectual de ese libro que todos hemos leído en el bachillerato (¿todos? ¿Se sigue leyendo hoy?) y que es bandera de la reivindicación barojiana de un país moderno, equilibrado, sin curas ni fanáticos, científico y pacífico. 

Recibo también Del lado de la vida. Antología poética (1974-2014), de Manuel Ruiz Amezcua, con prólogo de Antonio Muñoz Molina, un volumen que recoge muestras de once poemarios, desde De humana raíz (1974) hasta De la resistencia (2011), más algunos poemas inéditos. Lo publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, e incluye poemas tan hermosos como este, perteneciente a Atravesando el fuego (1996):

La misma boca tuya que me llama.
Tus mismos labios míos.
El mismo fuego retozando en llamas.
La misma lengua reclamando rabia.

El mundo entero, intacto en la mirada.

Los mismos cuerpos nuestros que levantan
la misma herida entre la misma llaga.

Mi mismo amor de siempre que reclama
la misma furia tuya en la mañana.

Mi pasión por tu carne inmaculada.

Desde Manresa, Montserrat García Ribas me envía un volumen de título sugerente, Luz fue -un verso de Paul Celan-, publicado en una editorial de Gerona, Curbet Edicions, en el que ha estampado una cordial dedicatoria también en catalán. El libro ganó en 2013 el premio de poesía Vila de Martorell, uno de los más linajudos de nuestro país, y cuenta con un epílogo de Jesús Alonso Burgos, un palentino radicado asimism0 en Manresa, interesante poeta y ensayista, que ha alumbrado uno de los mejores estudios que conozco sobre la mítica Blade Runner, titulado Blade Runner: lo que Deckar no sabía, en 2011. Me gusta esta fusión de lenguas, de orígenes, de intereses, y también ese empeño en la poesía, ese agrupamiento o reducto de escritores que, en una ciudad pequeña y probablemente poco interesada en la literatura, comparten pasión y se alientan mutuamente. Conozco el fenómeno en Zamora, en Jaén, en Tarragona, en Badajoz, en Ávila. En cualquier caso, Luz fue es un libro delicado, casi quebradizo, con tanta luz como silencio, atravesado por una pureza insólita, por ritmos de sombra y madrugada. En esa esencialidad estricta, no obstante, bulle la pasión corporal y su trasunto, la pasión por la palabra, que alumbra poemas crepitantes y enigmáticos como este:

Una gruta de espejos devolvería
el resplandor del aire.

Pedazos o aromas desiertos
que se hunden en la devoción.

Ese leve sentir implacable.

De la República Dominicana me llega Prácticas de sueños, de Basilio Belliard. A Basilio, poeta y ensayista, lo conocí hace algunos años, cuando participé en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, y con él viví en la isla algunos momentos memorables. Su actividad literaria es incansable. Desde Diario del autófago, su primer libro de versos, aparecido en 1997, ha publicado media docena de poemarios más, libros de entrevistas, estudios de teoría literaria, y varias antologías de poesía dominicana y de otros países de Hispanoamérica. En Prácticas del sueño reúne un conjunto de poemas en prosa -una forma de creación a la que ha dedicado también una amplia consideración teórica: La espiral sonora: antología del poema en prosa en Santo Domingo (1900-2000)- caracterizados por el cromatismo de la palabra, por su hirviente materialidad, que acaso sea propia de la literatura dominicana. Transcribo el poema "Lluvia y fuego":

Los muertos no escuchan la lluvia cuando cae pertinaz. El fuego de la lluvia despierta solo a los muertos que murieron de muerte natural. Cuando la lluvia corre tras el hielo, espejea en ecos, silencios y epitafios. Los muertos cremados sienten el fuego de la ceniza cuando abrasa su sangre en el polvo de sus almas. La muerte en vida de los cremados emite una luz que apaga el duelo de las lágrimas. Cuando la lluvia se desprende del aire deja un fuego helado que estremece las tumbas de los muertos artificiales.

Por fin, Eduardo García me envía dos de sus últimos libros: Duermevela, con el que ha ganado el último premio Ciudad de Melilla, y Las islas sumergidas, un compendio de aforismos publicado por Cuadernos del Vigía. Eduardo, a quien también conocí en un encuentro literario -una Cosmopoética de hace algunos años-, es un excelente poeta y un excelente pensador de la literatura. Recuerdo con enorme placer su ensayo Escribir un poema, modelo de análisis textual y de reflexión sobre el proceso creador. Como poeta, Eduardo García se caracteriza por una sabia fusión de irracionalismo y figurativismo: no rechaza ningún elemento; todo sirve al propósito superior de construir algo que incorpore razón y misterio, penumbra e inteligencia, diálogo y plegaria. Su poesía es siempre precisa y equilibrada, pero también susurrante, umbría, inquisitiva. Esto dice, por ejemplo, "Extraño en el desván":

Hay un extraño en el desván, hay un cadáver
tuberías arriba, detenido
en un rincón remoto del olvido, en una zanja
que la lluvia no alcanza, prisionero
donde no silba el viento. Se debate
atrapado en la esfera
colosal de un reloj encasquillado
en el ángulo atroz de un día cualquiera.

Por las noche le escucho caminar
donde no alcanza el mar, por la escalera
se encarama al tejado. Su voz grave
con tono destemplado arroja a las estrellas
esquirlas de palabras. Le escucho tenuemente
vagar sobre las tablas, murmurando
su tosca letanía intermitente.

Un cadáver humea entre las brasas:
¿cómo se me extravió un extraño en casa?

¿Cómo pude olvidar, año tras año,
esa hueca mirada en mi rellano?

Como poeta verdadero que es, la patria de Eduardo es, como dice uno de los aforismos de Las islas sumergidas, la escritura, "un territorio nómada, suspendido en el aire".

domingo, 27 de julio de 2014

Magaluf

Magaluf, un lugar desconocido para muchos, ha saltado a la fugaz celebridad de los periódicos -y de las redes sociales- gracias a un nuevo fenómeno: el mamading, que se suma a otros inteligentes hallazgos del turismo basura, como el balconing, gracias al cual varios guiris se han roto ya la crisma en las piscinas de las Pitiusas en lo que llevamos de año. El mamading consiste en que una joven se la chupe a otros jóvenes en un bar, pero no como siempre se ha hecho, discretamente, en un reservado, en penumbra, y por amor o por un calentón irrefrenable, sino con desconocidos, a la vista de todos, y a cambio de unas copas; esto es, se chupan penes como se podrían lamer polos o sorber cocacolas, sin darle importancia, al ritmo de la música. Antes, en los bares, uno se paseaba por la barra, o por la pista de baile, con el vaso de tubo en la mano, y escrutando el paisaje con la esperanza de encontrar a alguien con quien pegar la hebra; hoy, en cambio, uno puede deambular por el local sin otra preocupación que dar con la fémina adecuada: tras esa feliz circunstancia, no hay ni que decir "hola" (y mucho menos "¿vienes mucho por aquí?" o "¿estudias o trabajas?"): basta con sacar la chorra. Esta fascinante actividad saltó a la luz cuando, según informan los medios de comunicación, una joven irlandesa, con apenas 18 años, ejecutó veinte felaciones en unos minutos. La chica emulaba a la mítica reina Cleopatra, que no solo era conocida por su nariz, sino, sobre todo, por su boca (los egipcios la llamaban merichane: "la boca de los diez mil hombres"), con la que había sacado lo mejor de cien legionarios de Marco Antonio en una sola noche. Antes de valorar las consecuencias morales y antropológicas del hecho protagonizado por la joven irlandesa, hay que ponderar su virtuosismo técnico: veinte felaciones en apenas unos minutos son una barbaridad de felaciones, y, si se culminaron con éxito, la demostración de una habilidad sobrenatural. La chica fela como quien come pistachos: un momento para pelar, una breve masticación y para adentro; y, hop, el siguiente. Además, ya se sabe lo difícil que es dejarlo: se empieza comiendo un pistacho y se acaban comiendo ciento. Es una lástima, no obstante, que el valor nutritivo del semen humano no tenga parangón con el del pistacho, rico en fósforo, potasio y vitamina A; de hecho, supone un aporte calórico casi insignificante, además de que posee un sabor metálico poco estimulante (lo he leído; no lo sé por experiencia propia). De otro modo, la chica no estaría tan delgada como aparece en youtube. La familia de la imponente felatriz, muy católica, ha manifiestado que perdona a su hija, y que entiende que ha sido engañada: al parecer, el local había publicitado que regalaría unas vacaciones a quien practicase el mamading, pero esas "vacaciones" eran solo el nombre que le había dado a un combinado de ron. Si esto es cierto, la chupadora de Eire no solo era una succionadora portentosa, sino también una idiota formidable. Pero eso, en realidad, no me sorprende. Antes de que Magaluf extendiera su fama de villa refinada por el mundo, yo ya la conocía en Inglaterra. Una cadena privada proyectaba hacía unos meses -ignoro si, con el escándalo, seguirá haciéndolo: los británicos son tan depravados como cualquiera, pero mucho más remilgados: se trata de hacerlo, pero de que no sepa- un programa que se titulaba así, Magaluf, cuyo único argumento consistía en juntar en unos apartamentos del pueblo a un grupo de homínidos, a los que daban el nombre de adolescentes, y filmar sus evoluciones -o más bien involuciones- en los bares y discotecas de la localidad. ¿Magaluf?, pensaba yo. ¿Dónde estará eso? En el programa apenas aparecían españoles: las escenas se desarrollaban, británicamente, entre borracheras, vomitonas, coitos, peleas, berridos y algo remotamente parecido a conversaciones, en las que, muy de tarde en tarde, alguna palabra me resultaba comprensible; también para ellos. El acento de Gales o de Yorkshire no ayudaba, pero lo que más contribuía a su ininteligibilidad era la falta de inteligencia: en aquellos cerebros, endebles de nacimiento, y ahora magullados por el alcohol y las pastillas, no había nada, excepto una interminable sucesión de representaciones sexuales, que se procuraban materializar con desinhibición animalesca. Magaluf era, pues, para el telespectador británico, un lugar bien conocido, asociado con lo mejor (para muchos de ellos) o lo peor (para  algunos de nosotros) de la cultura mediterránea intoxicada por el urbanismo demencial y el turismo de garrafón. Ante esta visión del pueblo -y, por extensión, de España- que tienen mis paisanos del norte, no hay duda de que Magaluf hace honor a su nombre: ma haluf, un término árabe que alude a los salobrales interiores que todavía alberga, y que puede traducirse por "agua puerca". Pero no hemos de pensar que este desafuero es solo propio de los anglos, sean irlandeses o brits. También recuerdo un programa hermano de ese Magaluf inglés, Gandía Shore, que se filmó en otra gran metrópoli de la cultura española, y que reunió, a lo largo de muchos meses -y con gran éxito de público, hay que añadir-, a ocho cracks de la juventud patria, como Alberto Clavelito Clavel, Cristina Gata López, Cristina Core Serrano -que es de Vic, nada menos-, José Labrador -que precisó sus planes al inicio del programa: "no he venido a Gandía Shore con la intención de enamorarme"-, Esteban Martínez -que no es el poeta de Sabadell del mismo nombre, y que se significó asimismo por un proyecto de vida tan elemental como compartible: "¡Las feas, pa' los feos, y las guapas pa' mí!"- y la inenarrable Ylenia Padilla, entre otros. El vicio del zapeo me llevó algunas noches a la cadena MTV en la que se proyectaba el programa, y allí me quedé enganchado, hipnotizado, fascinado por lo que veía. Lo mismo me sucede cuando veo los discursos de Adolf Hitler -no entiendo ni una palabra, pero seduce bestialmente- o los de Jesús Gil y Gil, a quien Dios tenga en su gloria: la inmundicia de su gesto y su palabra, la brutalidad de su ser, ejercen una atracción perversa, casi demoníaca, a la que es difícil resistirse: tienen la belleza de la cobra, el encanto de la escolopendra; son hermosamente excrementicios. Los jóvenes de Gandía, españoles, eran equiparables a los de Magaluf, británicos: chonis poligoneras, reses de gimnasio, retrasados mentales, aunque no practicaban el mamading. La pena es que tanto Gandía como Magaluf -y Benidorm, y Salou, e Ibiza, y Lloret de Mar- están en España. La marca España y el mamading: qué grandes inventos.

sábado, 26 de julio de 2014

Algunas estadísticas

Hace casi un año que llevo este diario, y una de las cosas que más me ha intrigado de él ha sido la reacción de los lectores. No es extraño: todo escritor persigue el diálogo con los lectores, aunque la escritura sera un prolongado e interminable soliloquio, y todos ansían conocer el resultado de sus esfuerzos, el interés o la indiferencia que despiertan. Pero no me refiero solo a la reacción explícita, la que se manifiesta en comentarios públicos o privados, emitida, en general, por amigos, conocidos o saludables, sino a aquella otra que se puede deducir de la información que proporciona el propio blog. Esta herramienta da unas pistas que en la edición tradicional -de libros y periódicos-, diluida en una distribución no menos tradicional (y, a menudo, ineficiente), no facilita. Los comentarios de la gente cercana han sido favorables desde el principio, aunque eso no significa gran cosa: solo quiere decir que te aprecian lo suficiente como para elogiarte, si dicen la verdad, y para ahorrarte el disgusto de una crítica, si mienten. Si acaso, me ha sorprendido la intensidad del encomio, aunque también haya tenido la contrapartida de hacerme reflexionar sobre la presencia y el peso, entre esos mismos lectores, de mi nutrida obra anterior: ninguno de mis dieciséis libros de poesía ha concitado tanto entusiasmo. A fecha de hoy, el blog, con 322 entradas, ha tenido 49795 visitas: una media, pues, de casi 155 visitas diarias. Según me dicen todos -yo soy nuevo en esto de las bitácoras-, un buen resultado. Las entradas con mayor número de visitas han sido las siguientes: "Ardo con Abelardo" (559, 20 de febrero de 2014), "La crítica literaria" (438, 9 de junio de 2014), "La lista de Quimera" (312, 26 de octubre de 2013), "Polydouri" (289, 21 de septiembre de 2013), "Las formas disconformes" (286, 25 de noviembre de 2013), "Ana Santos" (211, 2 de abril de 2014), "Las fatales consecuencias de un sueño demasiado profundo" (196, 17 de noviembre de 2013), "Proyecto Nocilla" (188, 26 de septiembre de 2013), "El lento proceso de José Luis Cancho" (187, 28 de abril de 2014), "Orlando González Esteva, el animal que escribe" (186, 8 de abril de 2014), "Libros viejos y poesía nueva" (185, 30 de septiembre de 2013), "Historia criminal del Cristianismo" (178, 29 de abril de 2014), "Ávidas pretensiones" (170, 23 de marzo de 2014) y "La pasión de escribil" (164, 4 de enero de 2014), todas ellas, menos "Las fatales consecuencias de un sueño demasiado profundo" e "Historia criminal del Cristianismo", referidas a literatura y asuntos literarios. Aunque he procurado diversificar las entradas y atender a todos mis intereses -que van desde la cultura a la política, desde la religión al deporte, desde la gastronomía hasta la filosofía-, lo que más le ha interesado a la gente de cuanto he escrito ha sido lo específicamente literario. Es muy significativo que "Ardo con Abelardo", la primera entrada de la polémica que sostuve con el editor Linares (o, más bien, que él sostuvo conmigo, impulsado por su irrefrenable afán por defender a su compañero del alma, compañero, José Luis García Martín, el rey del ultraje, al que tuvo por ultrajado), sea la más popular de todas. De hecho, toda la discusión -que incluye dos entradas más en respuesta a José Cereijo, que salió, a su vez, en defensa del editor Linares, y una última, "Abelardo ataca de nuevo", que contestaba a la réplica de este- suma 851 visitas. Que un alma amante del debate colgara mi primera contestación en facebook contribuyó grandemente a su difusión y a su éxito, algo que sucede siempre que alguien proyecta una entrada a las redes sociales: el número de visitas se dispara, lo que me inunda de melancolía, porque significa que este medio, el blog, que yo había elegido para comunicarme con celeridad, entusiasmado por haber abrazado las nuevas tecnologías, se ha quedado tan rezagado de las novísimas tecnologías como el libro lo está de Internet. Cuando me decido a saltar, pues, al vértigo de lo digital, el medio al que me sumo es ya una antigualla, que avanza a paso de quelonio: otros canales son muchísimo más veloces, es más, son inmediatos, y yo sigo tan a lomos de burro como siempre, y, además, con cara de tonto. El mucho público que tuvieron mis lances abelardianos denota algo que he comprobado en otras entradas: a la gente le gusta la gresca. Cuando advierten que una entrada contiene algún elemento polémico, acuden a ella como a una película de estreno, con palomitas en la mano y la atención presta para disfrutar de los mandobles que se intercambien los antagonistas. Otro rasgo que se desprende del hit-parade del blog es la preferencia del público por los asuntos literarios. Lo que también me sorprende, hasta cierto punto, porque muchas de las entradas dedicadas al comentario de libros no son sino breves reseñas, sin otro propósito que la mera presentación del volumen y de su autor a una comunidad necesariamente exigua de lectores. Sin embargo, gustan mucho, a lo que también estoy seguro de que contribuye la redifusión del comentario que hacen los propios autores, y la que le dan sus próximos y admiradores: por pocos que sean, funciona. Me llama asimismo la atención que, por países, Gran Bretaña sea solo el tercero del mundo en visitas, cuando el blog está específicamente dedicado a mi vida allí, a la sociedad y la cultura británicas. Tras España, los lectores más fieles están en los Estados Unidos, supongo que por la fuerte presencia allí de hispanohablantes. Y no es ajeno a mi estupor que haya habido 241 visitas de Indonesia, un país del que sé tanto como de física cuántica, y al que presupongo tanto interés por lo que escribo como el que yo pueda tener por la navegación de cabotaje. La relación entre el valor que autor le otorga a una entrada y el que le conceden los lectores es, a menudo, asimétrica. Un texto escrito deprisa, incluso a patadas, o sobre un tema que no creo que interese a demasiados, aunque para mí haya tenido importancia, puede reverlarse un éxito, mientras que otro, pensado y minuciosamente tejido, con más densidad o más humor, apenas convoca a una veintena de lectores. Los ritmos de visita también tienen sus altibajos: suelen crecer a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde, coincidiendo, supongo, con la llegada al trabajo y con el repaso, en casa, de los asuntos pendientes o las páginas acostumbradas. También son más frecuentes entre semana que en fin de semana, en que bajan irremisiblemente. Es natural: la gente tiene otras cosas que hacer, más placenteras, sin duda, los sábados y domingos. En la oficina, en cambio, el cotilleo digital nos exime, durante un rato, al menos, de las exigencias laborales; y puede hacerse discretamente. El bajón se aprecia igualmente en verano: las visitas disminuyen. Otros compañeros blogueros optan por cerrar por vacaciones, pero yo no quiero hacerlo. Mi intención, al crear este diario, era hacer honor a su nombre: que fuera diario, esto es, escribir una entrada cada día, pasara lo que pasara, estuviera yo donde estuviera. Y aquí sigo, aunque no sé si quedan demasiados lectores al otro lado de la pantalla; o si queda alguno. Percibo en el silicio un bochorno de excursión y playa, y todo me llama a postergar este trabajo hasta cuando la cotidianidad se haya restablecido, pero, a la vez, un obsoleto sentido del deber me imponer seguir aquí, encadenado al duro banco del ordenador, remando como un galeote en aguas procelosas y desiertas. Los comentarios de los lectores al diario son otro de los indicadores más importantes de su interés o aceptación. Los publicados hasta hoy son 494, aunque la mitad de ellos son míos: me gusta contestarlos todos, aunque solo sea para agradecer a sus autores que los hayan mandado. Los no publicados son muy pocos: mi criterio es darles cabida a todos, incluso a los anónimos, siempre que sean razonados y corteses. Un puñado de insultos se han ido por el desagüe. Los correos ofensivos no dejan de sorprenderme: ¿por qué alguien pierde el tiempo injuriando a otro, cuando hay tanto bueno por hacer, empezando por no leer su blog, si tanto les disgusta? También me asombra todo el odio que uno puede suscitar sin proponérselo, y sin ser en absoluto consciente de ello: ¿cómo se cría, cómo se alimenta esa rabia gratuita que al único que daña es a quien la cultiva? Por último, me entristece el anonimato con el que casi siempre actúan los que regüeldan improperios: la cobardía, la ruindad, la bajeza que supone (y que es nuestra: pertenece a la raza humana). Aunque algunos amigos míos, blogueros también, tienen bloqueados los comentarios en sus diarios, para preservarse, justamente, de los trolls que todo lo ensucian, a mí es uno de los aspectos de esta forma de comunicación que más me gusta, y me gustaría que hubiera más. Unos 250, en mi caso, no son muchos, pero son muchos más que los que recibo cuando publico un libro, así que no me quejo. Pienso seguir escribiendo este blog hasta que se cumpla un año desde su inauguración, como mínimo. No espero grandes cambios: la gente (no mucha) seguirá curioseando en él, a veces sonriendo, a veces frunciendo el ceño (o ceñando el frunzo, como decía Cabrera Infante), y quizá, de vez en cuando, me escriba para agradecérmelo o para criticarme. Los que nos dedicamos a esto lo necesitamos. 

P. D. Los datos anteriores no tienen ninguna importancia. Hago constar uno, verdaderamente relevante, aparecido en El País el pasado 23 de julio: "El Estado solo ha recuperado el 4% de las ayudas directas a la banca. La mitad del capital público inyectado ya se da definitivamente por perdido". El artículo precisaba que, de los 61.459 millones de euros dados a los bancos, solo retornarán unos 2.500, y que 26.000 se han volatilizado ya: dinero nuestro, dinero de la gente a la que esos bancos niegan ahora un crédito o desahucian de sus casas. Ser banquero es un gran negocio: el dinero que ganas es tuyo, pero, cuando las cosas van mal, te salva el dinero de todos, que, además, no tienes que devolver. Y, una vez recuperado, el dinero que ganas vuelve a ser tuyo. 

viernes, 25 de julio de 2014

El dentista

Ir al dentista es una de las penalidades que nos impone la vida moderna. Se va al dentista como se va al urólogo, o a hacer la compra un sábado por la mañana, o a revisar el coche: con resignación teñida de fatalismo, pero, a la vez, con nítida conciencia de que hay que ir, de que algunos de los órganos más importantes de nuestro cuerpo -los dientes lo son, y no digamos los que revisa el urólogo- penden de esa visita. Lo hacemos también por previsión: todo el que haya pasado por un dolor de muelas sabe que, a pesar de todo, es preferible el dentista al flemón. Y si hoy, pertrechado de ciencia, novocaína y aire acondicionado, el odontólogo es todavía un tormento, resulta inimaginable lo que debía suponer cuando operaba -es un decir- a cuerpo gentil, con las herramientas de sanar vacas y en un tenderete plantado en medio de la calle, aunque no debía diferir mucho del método empleado por Tom Hanks en Náufrago para librarse de una muela cariada. Hoy me acerco a la consulta del dentista con la misma alegría con la que iría a firmar mi testamento. Luce el sol, cantan los pájaros, pero mi ánimo es sombrío. No me ayuda el letrero que anuncia el lugar: "Centro quirúrgico y dental". Así, sin nombres, ni lemas inspiradores, ni dibujos. "Centro quirúrgico y dental": suena a enfermedad del colon. Tampoco me sosiega que, justo encima de esa placa, haya otras dos de psicólogos clínicos: espero que no haya relación de causa-efecto entre ellas, y que los psicólogos se ofrezcan a curar los desaguisados mentales causados por el dentista. Es un dentista nuevo, que me ha recomendado Ángeles, a quien, a su vez, se lo ha recomendado un vecino de Sant Cugat que no es un zopenco y que lleva visitándose muchos años con él. Ángeles ya ha pasado por sus manos, y no ha salido insatisfecha. (Me doy cuenta de que acabo de escribir una frase muy equívoca, pero hay que recordar que me refiero solo a los dientes de Ángeles). Pero eso no me tranquiliza: subo las escaleras en penumbra hasta la consulta apretando los dientes, y no puedo imaginarme una situación más adecuada para apretar los dientes. Es como si quisieran escapar, pero se encontraran unos con otros, atornillados a la mandíbula, y no pudieran hacerlo. Me abre la puerta una dama: no va de negro, sino de riguroso blanco, pero hay que recordar que el blanco es el color del luto en algunas culturas orientales. Nada en sus ojos delata a un espíritu maligno, pero yo no me fío. Me pregunta si es mi primera visita, le digo que sí -no voy más allá: nunca hay que revelar nada al enemigo-, y me hace pasar a una salita de espera muy pequeña, desde cuya ventana puede verse la plaza del doctor Galtés, que acabo de cruzar para llegar hasta allí (¿doctor? ¿Sería dentista?). En esa habitación encuentro lo único que me hace pensar que, a lo mejor, la experiencia no es letal: unos mortadelos en un estante, junto a ejemplares atrasados del Lecturas, otros, más atrasados todavía, del National Geographic y, sorprendentemente, unos elegantes libros de arte. ¿Por qué, en las consultas de los dentistas, siempre hay las mismas publicaciones (salvo los libros de arte)? ¿No serían más estimulante, digo yo, unos Playboy, o un compendio de los informes de Wikileaks, o algo de literatura humorística, como La Razón encuadernada o las memorias de José María Aznar? Aunque los mortadelos me hacen sonreír, prefiero entretener la espera con el libro de Patrick Leigh Fermor que estoy leyendo, pero los ojos resbalan por las páginas. Esta espera es lo más cerca que nunca estaré de la capilla en la que pasan los toreros sus últimos minutos antes de salir al ruedo: la misma angustia, la misma introspección, la misma fe en la Virgen de los Desamparados (yo siempre dejo mi ateísmo en suspenso en estas circunstancias y rezo como un condenado; como decía, muy sabiamente, un gran jefe indio: "Yo bien, no reza; gran dolor de tripa, mucho Dios"), y la misma anticipación del morlaco demoníaco que nos espera al otro lado de la puerta. Me asaltan también los recuerdos de otros dentistas, de otros horrores, como aquella vez en que, estando yo en el potro de tortura con la boca abierta, como un lucio en la pescadería, la dentista le explicaba a una aprendiz dominicana cómo había de manejar la pieza que me habían de colocar para que no se le cayese en la garganta, y, cuando aún reverberaban sus sabias y profesionales palabras en las paredes de la habitación, la pieza se le resbaló de los dedos y me cayó en la garganta. Fue un momento de pánico, aunque nadie se movió. Durante unos instantes eternos, yo seguí con la boca abierta y la muela homicida en el gaznate, como un lucio que se hubiera tragado el anzuelo, y las dentistas me miraban, aterrorizadas por lo que iba a suceder. Pensé: "Ya está. Ahora me ahogo y me muero", y hasta me imaginé el título del breve que daría cuenta de mi fallecimiento: "Funcionario de la Generalitat perece en la consulta del dentista. El ahogamiento lo produjo un premolar descarriado". Pero brilló una luz de esperanza cuando me di cuenta de que la película de mi vida no pasaba por delante de mis ojos. "Quizá aún pueda salir de esta", pensé. Y, con una frialdad de ánimo que todavía me sobrecoge, me incorporé del sillón, sin tragar, sin respirar, y tosí. Y aquella tos fue mi salvación: la muela salió despedida, como un gargajo, pero nunca me he alegrado tanto de ver un lapo. Vi cómo las dentistas respiraban, como yo, con alivio infinito. E, inverosímilmente, seguimos con la operación, aunque lo que debería haber hecho era marcharme de allí ipso facto. Quizá pensé que, si algo tan trágico había estado a punto de suceder, era imposible que volviera a pasar, como cuando cae una bomba: en ese punto ya no volverá a caer nunca una bomba (salvo que la bomba sea israelí y ese punto esté en Gaza). Por fin me llaman a visitarme. Entro, me siento, y el dentista, vestido de verde, el color de la esperanza, me examina. Lo hace con dos instrumentos brillantes, muy finos, que a mí, no obstante, me parecen el gancho del Capitán Garfio. Hay un par de sombras en dos piezas, me dice, pero no está seguro de que requieran intervención ("por favor, por favor, que no la requieran", pienso, a gritos). Hará una radiografía y lo decidiremos ("por favor, por favor, decidamos que no", sigo pensando). Concluyo que la Virgen de los Desamparados me ha otorgado su protección cuando el galeno vuelve y me dice que, en efecto, las sombras no justifican ninguna actuación, aunque las anotará en mi ficha y, en mi próxima visita ("si la hay", pienso), veremos si han evolucionado. El capítulo primero de la visita (revisión) ha acabado felizmente, pero aún me queda el segundo, y probablemente peor (la limpieza), que ha de ejecutar la misma dama sonriente pero siniestra que me ha abierto la puerta. El dentista ha certificado que tengo sarro, sobre todo en la cara posterior de los dientes inferiores. Mi última esperanza, que era que mis dientes estuviesen limpios como una patena (para lo que, lo juro, me los limpio con toda suerte de cepillos, hilos y antisépticos bucales), se ha evaporado, y hay que pasar por las horcas caudinas del raspador y la cureta. Para disminuir el sufrimiento, pido anestesia, y confío en que el dentista no me la niegue: algunos hay que reivindican el trabajo más natural posible (como si fuera natural que te levanten la encía con una ganzúa y hurguen debajo) y reclaman que te comportes como un macho. Pero yo soy una nenaza, y ni siquiera pretendo ocultarlo. Sea, responde el galeno con condescencia neroniana, y, sin solución de continuidad, me aplica un oxímoron hipodérmico: cuatro jeringuillazos que duelen a rabiar, para que no duela nada. Siento la aguja penetrar en las mucosas, y, en una nueva paradoja, para superarlo, me recreo en ese dolor agudo y filamentoso. También pienso en los torturados del mundo: si algo así, breve, profiláctico y controlado, es un suplicio, ¿cómo será una sesión de picana en los testículos, o que te levanten las uñas con una varilla de bambú? En estos momentos de padecimiento, el cuerpo se hace tan evidente, tan imperioso, que nada más existe. Yo ya no soy un ser pensante, complejo, con preocupaciones metafísicas y existenciales, dotado de un alma inmortal, sino un pobre trozo de carne en el que están clavando un punzón. Cuando la anestesia ya ha hecho efecto, me someto a la limpieza. Nunca deja de sorprenderme la calidad pétrea del sarro, y la dureza con la que se resiste al raspador. La señora se aplica a arrancarlo con la ferocidad del ama de casa que quiere sacar una mancha de café del sofá del comedor. El sonido del aparato es desquiciante: una vibración que recuerda a la de un berbiquí industrial, concebido para horadar planchas de acero. El sonido se me mete en los oídos con la misma agudeza con la que el instrumento se introduce entre los incisivos. La boca es una fiesta de hierros que roturan, de puntas que se clavan, de chorros y aspiraciones, de agua que salpica, de saliva ensangrentada. Pero yo, alabado sean el Hacedor y la novocaína, no siento nada. Cuando el trabajo está hecho, la enfermera me da un espejo de mano, como en una peluquería, para que vea -y apruebe- el resultado. La verdad es que soy incapaz de distinguir si el sarro se ha ido, pero asiento con entusiasmo: por nada del mundo le diría que me lo repasara algo más, que allí ha quedado un poco. Una buena noticia concluye la sesión: solo me cuesta 60 euros, una minucia para un dentista. "Y la radiografía no se la cobro", añade la señora. Su sonrisa es franca. Esta mujer es un ángel, pienso. Y me voy, alegre, por una escalera llena de luz.

jueves, 24 de julio de 2014

Álex Angulo y James Garner

Hace unos días las páginas necrológicas de los periódicos reunieron a dos actores, el español Álex Angulo y el estadounidense James Garner. El primero había fallecido en un accidente de coche, con 61 años, en La Rioja, y el segundo, de muerte natural, en Los Ángeles (que es donde viven y mueren casi todas las estrellas de Hollywood), a los 86. Ambos eran actores, sí, pero en todo lo demás diferían: Angulo pertenecía a una estirpe de intérpretes raciales cuyos rasgos fundamentales había establecido el gran Alfredo Landa y que hoy perpetúa gente como Santiago Segura: bajita, con tendencia a engordar, casi siempre calva y con aspecto de haber estado azadonando el huerto media hora antes de empezar el rodaje. Garner, por su parte, era alto, guapo, rotundo: un galán especializado en papeles de vividor, un truhán simpático, un pícaro con las mujeres (y un hombre de vida singular: antes de ser actor, fue modelo de bañadores, marino mercante y soldado en la guerra de Corea, donde ganó dos corazones púrpuras por su valor). Sin embargo, pese a las diferencias, tan patentes, los dos tenían idéntica capacidad para satisfacer a la cámara: aparecían en escena, y la cámara los seguía como un caniche; decían sus frases, y la cámara solo tenía oídos para ellas. Angulo poseía una mirada brutal, como su maestro Landa. Dirk Bogarde le dijo a este cuando ganó, con Paco Rabal, el premio a la mejor interpretación en el festival de Cannes por su papel protagonista en Los santos inocentes: "¡Cómo mira usted!". Y es verdad: mirar, como caminar, define al actor (y al poeta): qué miradas las de Sean Penn y  Susan Sarandon en Pena de muerte: qué mirada las de Tommy Lee Jones en El valle de Elah; qué mirada la de Montgomery Clift en ¿Vencedores o vencidos?. Angulo lanzaba a la lente aquella mirada suya, entre burlona y desvalida, aquella mirada que decía: "detrás de esto que te doy, hay mucho más, pero solo te lo voy a dejar intuir, o conocer a cuentagotas", y te dejaba desnudo. Garner miraba con la sonrisa, una sonrisa que ni era enteramente dentífrica ni enteramente oblicua, una sonrisa descreída y, sin embargo, vertiginosa, una sonrisa que transmitía esto: "si te vienes conmigo, te lo vas a pasar muy bien, pero no te puedo asegurar que dure mucho, o que no te robe la cartera", y también te dejaba desnudo, sobre todo si eras mujer. A Angulo, pese a haber filmado 60 películas y participado en infinidad de cortos y programas de televisión -era un estajanovista de la interpretación-, lo recuerdo sobre todo por El día de la bestia, esa obra macarrónica y desaforada de otro Álex, de la Iglesia (menudo nombre para una comedia satánica), en la que interpretaba al padre Ángel Berriatúa, un sacerdote vasco del Santuario de Aránzazu, entregado a la espeluznante empresa de impedir el nacimiento del Anticristo, con la inestimable ayuda de José María (Santiago Segura), un heavy de Carabanchel apasionado del death metal (y del pelo mugriento). Debo confesar que también recuerdo con admiración rayana en el fervor a otra de las participantes en El día de la bestia, Maria Grazia Cuccinotta, cuya carrera sigo desde su aparición estelar en El cartero (y Pablo Neruda); de hecho, al conocer el título de la película de De la Iglesia, pensé que "la bestia" se refería a ella. Pero no nos dispersemos: estaba hablando de Álex Angulo. Y Angulo, que fue candidato a mejor actor en los premios Goya de aquel año, 1995, bordaba el papel del cura enloquecido, cuyo destino no era otro que recibir golpes, humillaciones y escopetazos en aquella cruzada descacharrante, destinada ineluctablemente al fracaso. El actor sostenía el ritmo de la película con agitación contenida y una precisión inverosímil en un guión tan zarandeado, y se compenetraba como un muro de hormigón con el futuro Torrente. Pero, si Angulo forma parte reciente de mi memoria, Garner la habita desde mi niñez. La primera película suya que recuerdo es la mítica La gran evasión, filmada el año de mi nacimiento, 1962, en la que hace el papel de un prisionero norteamericano que participa en la fuga, y que no se olvida de celebrar el 4 de julio con otro compatriota (Steve McQueen) y con un hediondo licor de patata, a falta de bebedizos mejores. Habré visto La gran ocasión doce o quince veces, pero su encanto nunca cesa, y quizá eso sea lo que define a una obra clásica, en cualquier arte: no caducar, no dejar de significar, seguir apareciéndosenos como si acabase de ser hecha. La carrera de Garner incluye muchos otros títulos, pero su siguiente papel memorable se produjo, para mí, veinte años después, en 1982, cuando protagoniza Víctor o Victoria con la incombustible Julie Andrews (que tenía entonces, y sigue teniendo hoy, el mismo aspecto que cuando rodó Mary Poppins: riámonos de los pactos con el diablo firmados en la literatura: Andrews ha suscrito uno real), una de las mejores comedias de la historia del cine, pero también algo mucho más importante (con serlo mucho ser una comedia, con serlo enormemente hacer reír): una adelantada en la defensa del travestismo y la homosexualidad. El último gran papel que a mis ojos ha tenido Garner fue en Space Cowboys, otra gran comedia, de astronautas crepusculares, en la que hacía de viajero del espacio reconvertido en predicador reconvertido en viajero del espacio. Una comedia, o más bien tragicomedia, que, de nuevo, defendía por medio de la risa una causa muy seria: la grandeza, la validez de la vejez. En ella participaban otros grandísimos ancianos, como Clint Eastwood, Donald Sutherland y Tommy Lee Jones. Cuando muere un actor, muere una parte de uno mismo. Los actores nos acompañan a lo largo de la vida, casi tanto o más que los amigos o la familia. Con el actor que se va, se va también una tarde en el cine, con tu padre, al que adorabas, y que te explicaba por qué aquella película era buena o no lo era; o con palomitas y una novia a la que empezabas a acariciar; o con un compañero muy querido, con el que no dejabas de reír. Con el actor que desaparece, desaparecen igualmente alegrías y pesadumbres, unas lágrimas inevitables o unas carcajadas tan resucitadoras que uno ya no se siente capaz de darlas otra vez, lugares en los que hemos vivido y que ya no son nuestros, tardes de soledad o de esperanza, amigos que nos acompañaron, pero que ahora andan por otros caminos, una vez (o muchas veces) que hicimos el amor en el sofá, o en el suelo, o en algún rincón imposible, otra vez (o muchas veces) en la que fuimos rechazados. Pero eso no sucede con todos los actores, claro está: solo con aquellos que, por coincidencia generacional, persuasión atemporal o azar, han ingresado en nuestro patrimonio personal. Sara Montiel, por ejemplo, de la que mi madre habla todavía con pasión, no era para mí más que una señora con demasiadas lorzas que hablaba con estrafalario engolamiento y fumaba mucho. Álex Angulo y James Garner, en cambio, con todas sus diferencias, estaban unidos a mis ojos por dos razones esenciales: los dos eran grandes actores, y ambos formaban parte de mi intimidad. Descansen en paz.

miércoles, 23 de julio de 2014

Haikus del almendro en flor

Ricardo Hernández Bravo es un excelente poeta y, lo que es más importante, una excelente persona. Reúne lo mejor del espíritu canario: es amable, alegre, generoso, hospitalario. Lo conocí hace casi veinte años, en un congreso de jóvenes escritores celebrado en Alcalá de Henares, que fue irrelevante en lo literario, como suelen ser estos encuentros, pero muy fecundo en lo personal: allí conocí también a otras personas que han sido, y siguen siendo, importantes en mi vida, como Marta Agudo y Agustín Fernández Mallo. Desde entonces, nuestra amistad se ha sobrepuesto a las enormes distancias -Ricardo vive en La Palma y yo, ahora, en Londres- y los enormes silencios que esas distancias suelen inspirar, valiéndose de una sensibilidad muy próxima, de intereses literarios comunes y de encuentros ocasionales, pero, quizá por eso, por su infrecuencia, vividos con una intensidad singular. Recuerdo con mucho placer las dos veces que Ricardo me invitó a su isla para presentar sus libros, uno de los cuales, La tierra desigual, lleva un prólogo mío: allí conocí a su padre -a quien le desperté un interés insospechado por la poesía de su hijo cuando dije que la poesía que escribía Ricardo "tenía tetas"-, a sus amigos, y a cosas que constituían su vida y que nutrían su memoria: su finca de aguacates, sus esculturas de madera -que no tallaba, sino que seleccionaba en el campo, ya talladas por la naturaleza, y colocaba en un peana; una de ellas, que parece una cabeza, de una simplicidad y, a la vez, una hermosura sobrecogedoras, adorna mi biblioteca en Hoyos-, el volcán cuya erupción recordaba haber visto de niño. Algo que siempre me ha fascinado de Ricardo es su indeclinable amor por la poesía, y su tenaz batalla por practicarla y defenderla. Los poetas canarios sufren con fiereza el alejamiento -físico y, en parte, intelectual- del centro literario y padecen como nadie las dificultades de la distribución. Y un poeta palmero, situado en el extrarradio del extrarradio, acusa doblemente esa marginalidad. Pues bien: Ricardo actúa y escribe (poesía, pero también cuentos) como si esa distancia abrumadora no existiera, como si la literatura fuera un premio diario, como si se justificara por sí sola, pero también como si hubiera que invocarla sin descanso, como si fuera inmune al desánimo o la ajadura (o como si ella nos hiciera inmunes a la desesperación). Apenas le he oído quejarse nunca, y su obra no deja de progresar. Copio un poema de un libro bellísimo, Alas de metal, publicado en 2008 por Baile del Sol:

Dispara el que se pega con las horas,
el que se acelera contra la velocidad.
El que se embulla aún
y recobra su fiel descompostura,
el tiempo de ir a brincos por los charcos,
el tizne inmaculado de lo inútil,
lo que brota en alegre regajero
y apacigua su angustia,
y acompasa los flujos.

Ricardo es también profesor, y, sabiendo de su personalidad y de su entrega, uno siente envidia de sus alumnos. Ayer mismo recibí otra prueba de su pasión. En el buzón encontré un ejemplar (no sé cuántos habrá, porque no viene numerado, pero me imagino que muy pocos) de Haikús del almendro en flor, una pequeña antología de estos poemas japoneses hecha por sus estudiantes del IES Puntagorda. Pero, maravillosamente, los alumnos no se han limitado a escribir los textos, sino que han compuesto las ilustraciones que los acompañan -reminiscentes todas ellas de un árbol que ha sido esencial en la economía y, hoy, en el paisaje del municipio de Puntagorda- y hecho materialmente el libro, que viene encuadernado en cartón, reutilizado, cortado y pintado a mano. Sin embargo, Haikús del almendro en flor no es una mero trabajo de instituto, aunque, si solo fuera esto, ya sería muy importante: es un libro publicado en la colección Cartonera Island Poesía, una imaginativa iniciativa de los poetas Carlos Bruno Castañeda y Ernesto Suárez, bajo una licencia Creative Commons. Lo leí anoche, nada más recibirlo, y disfruté, otra vez, de un género -si es que el haikú es un género- que yo mismo he traducido y practicado, y que no agota nunca su capacidad para maravillarnos. Observé que la página central del libro está grapada al revés, pero ese error le da al volumen aún más personalidad: como pasa con los sellos defectuosos, incrementa su valor. Este haikú ha escrito Tania Martín Díaz:

Almendro aislado
en el cercado seco:
¡todos te miran!

Y este, Tania Tirado Rodríguez:

Almendro en flor:
doce flores en ti
como las horas.

Y este, Yefrey Rodríguez Pérez:

Almendro seco:
pasa de largo el viento
sin una flor.

Los leo, y siento la caricia del aire salobre y de las flores blancas, como si estuviera en La Palma. Los Haikús del almendro en flor transmiten inteligencia y paz.

martes, 22 de julio de 2014

La heladería

La heladería es una institución española, como la siesta, la paella y la malversación de fondos públicos. En Inglaterra, por ejemplo, no hay heladerías. O, si las las hay, son meros quioscos de helado, chiringuitos de materia plástica, que apenas duran quince días en las calles, y carentes de la mística de los establecimientos mediterráneos. Y se comprende: allí apenas necesitan refrescarse: andan helados casi todo el año. En España, en cambio, el helado es un artículo de primera necesidad, un bien que garantiza la supervivencia. Es cierto que el negocio se ha transformado en años recientes, en mi opinión, para mal. Ahora predominan los puestos industriales, con dependientes uniformados (horriblemente) y productos sin alma. En las Ramblas, al calor del turismo, esta paradas -y otras aún más lamentables, como las que venden souvernirs mexicanos- han sustituido, para vergüenza de los barceloneses, a los tradicionales puestos de flores (por no hablar de los de animales, desaparecidos hace mucho: uno de mis principales placeres de niño era contemplar los loros, los peces de colores, los bichos exóticos e inverosímiles, que se desplegaban, con promiscuo griterío, en las jaulas apiladas). Sin embargo, dispersas por la geografía española, aún quedan heladerías de las de toda la vida: aquellas con las paredes de azulejos blancos y los helados en cubas a la vista, en el mostrador; con los heladeros vestidos con batas también blancas, y sin gorro; y con un despliegue de carteles escritos a mano, o, a lo sumo, con alguna fotografía casera, de los productos que se ofrecen en el local: horchatas, granizados, cafés con hielo, polos, cucuruchos, helados de corte, y todas las combinaciones posibles entre ellos. En estas heladerías no se entra solamente a comprar un helado: se entra a charlar. En las heladerías de verdad, como en los bares de barrio o las panaderías de siempre, uno pega la hebra: se interesa por la salud del vendedor, despotrica del calor (aunque sea una bendición para el negocio), insulta a los políticos: lo normal. En Sant Cugat hay varias, aunque nosotros solo vamos a una: una jijonenca en la calle mayor, muy cerca de la plaza del monasterio, atendida por una familia de Jijona. Son jornaleros de los productos de estación. En mi juventud, cuando trabajaba en cámpings en julio y agosto, conocí a jiennenses que hacían la aceituna en invierno y er canpi en verano. Esta familia hace el turrón en invierno y el helado en verano. De mayo a septiembre, viven y trabajan en la tienda, y allí atienden con garbo intergeneracional -son padre, madre y dos hijos- y simpatía de comadres de pueblo. A la familia se une todos los años alguna dependienta contratada: el verano pasado, era una chica de ojos verdes y escote privilegiado: yo siempre le pedía a ella. Y no sé por qué no repite: este verano la ha sustituido otra sin sus encantos, aunque también más sonriente. La dueña tuvo cáncer el año pasado y, como la trataron en Vall d'Hebron, Ángeles se encargó de agilizar las pruebas. Salió bien, y desde entonces nos guarda un agradecimiento infinito: cada temporada nos regala algún kilo de helado, o botellas de granizado, o barras de turrón que se trae de Alicante para obsequiar. Es fascinante observar a la clientela de la heladería. Solo con pisar el local, la animación sube: una alegría difusa excita los rostros, como si aquel fuera un lugar de maravilla, un rincón en el que lo prodigioso fuera lo común. Los niños brincan de un lado a otro, y, si son capaces de decidirse, señalan con el dedo lo que quieren, como si hubieran descubierto un tesoro. Los adultos ordenan las peticiones como guardias que regulasen el tráfico; a veces, es una tarea ímproba: "Un cucurucho doble con una bola de limón y otra de chocolate; un granizado mediano de fresa, yogur y naranja: otro cucurucho grande de vainilla con un poco de canela; una tarrina pequeña de sandía y frambuesa; dos horchatas, una grande y otra mediana; una leche merengada; tres granizados, uno de limón, con poco hielo, uno de naranja y uno de café...". Si pedir los cafés en una comida multitudinaria exige una extraordinaria capacidad para procesar la información, pedir los helados de una familia numerosa requiere un virtuosismo y una fortaleza de ánimo al alcance de pocos. Y hay que ver luego los lametazos que se pegan. En cuanto la golosina está en las manos, se abre la boca, la lengua se desenrolla, hasta colgar en toda su longitud, se aplica a la base del helado (aunque los más ávidos inician el recorrido desde la galleta) y luego empieza a subir, con parsimonia, como una bayeta que limpiase una superficie enlodada. El músculo, rosado, arrastra extáticamente la pasta mantecosa y la introduce en la cueva, sin derramar ni una gota, y sale enseguida otra vez, lista para un nuevo barrido. El camaleón no dispara su lengua adhesiva con tanta fortuna ni regocijo cuando ataca a un saltamontes, como los humanos la suya cuando acometen un helado. La lengua humana es entonces un ojo, una mano, un instrumento de precisión, un arma letal. Y los labios no le van a la zaga: relevando a las papilas entumecidas por el frío, se ciernen sobre la punta del helado y lo abrazan con amor. Al retirarse, los maquillan sendos hilos de crema, y la lengua comparece de nuevo, como un limpiaparabrisas, para arrastrarlos adentro. El proceso continúa, inexorable, jubilosamente, hasta rebañar los últimos posos y devorar la galleta, que también forma parte del ritual. Aunque esta es la parte más discutida -algunos la rechazan, alegando que su sequedad contradice la frescura que el helado nos ha dejado en la boca-, la mayoría se la comen, igual que las serpientes ingieren la piel que acaban de mudar. Pero no solo los helados suscitan este espectáculo. También los productos más discretos, o que hay que tomar con pajita o cuchara, procuran un gran placer: el otro día observamos a una señora mayor, muy mayor, asestarse un blanco y negro con la unción con la que le habría rezado a Santa Bárbara en un día de truenos. Al marcharse, todavía relamiéndose, pasó a nuestro lado y nos deseó que nos aprovechara. Luego nos informó de que tenía colesterol y diabetes, pero que no se perdonaba, alguna vez, un capricho como aquel: el blanco y negro le había sabido a gloria. Aquella mujer había hecho muy bien. Las heladerías están asociadas a mi memoria. En una recuerdo haber oído pronunciar a mi madre por primera vez la palabra "mantecado", que es como ella, y las generaciones hasta la suya, se referían a los helados; y el mantecado que pedía, que pedíamos todos, era de corte, aquellos bloques que el heladero sacaba de una gran barra cuadrada de helado, y que servía emparedados en sendas hojas de galleta. (La lengua trabajaba entonces de manera diferente: había de acanalarse entre las galletas y deslizarse por el surco; se movía, pues, con menos libertad, pero acaso con más penetración). En otra heladería, ya desaparecida, en la calle Aribau con Granvía, recuerdo haber leído por primera vez a Gil de Biedma. En un verano caluroso y solitario, cuando vivía en Muntaner, acudí a su terraza con una antología del poeta, publicada por Alianza. Si la obra completa de Gil de Biedma es brevísima, aquella antología era poco más que una plaquette. Llegué muy predispuesto -los amigos se habían hecho lenguas de sus versos-, y quizá por eso mi decepción fue mayor: el granizado que me estaba tomando tenía más sabor que su palabra. ¿Cómo es posible que esto atraiga a nadie?, recuerdo haber pensado. Luego he descubierto en Gil de Biedma a un prosista elegante y a un notable traductor, pero aquel chasco no se me olvida. Y he sido incapaz de superarlo, pese a que creo haber aprendido, con los años, a domar mi sensibilidad: Gil de Biedma me produce siempre un tedio inacabable y la misma sorpresa que entonces: ¿cómo puede ser que algo tan parco, tan endeble, tan insulso, haya encendido de entusiasmo a tantos? En Mérida, en Venezuela, sitúo otra heladería memorable. Allí está la que, según el Libro Guiness de los Records, una de los libros más imbéciles del mundo, es la que sirve helados con más sabores del mundo: se llama Coromoto, y, en efecto, además de los que exhiben en el mostrador, y que se pueden comprar en el acto, los propietarios han escrito, en una pizarra que se extiende por las cuatro paredes, todos los sabores que han elaborado desde su creación, más de ochocientos, entre los que se cuentan algunos tan apetitosos como el helado de cerveza, de cebolla, de cabello de ángel, de maíz con plátano, de macarrones a la boloñesa o de arroz con pollo. Cuando la visitamos, yo probé uno de cerveza, y no me gustó: no era cremoso, sino que tenía cristales; no se deshacía en la boca: crujía. Aquel local, fundado por un inmigrante portugués, tiene la gracia de la cantidad, pero no calidad. Pese a ello, es una heladería antigua, familiar, y eso merece un respeto.

lunes, 21 de julio de 2014

En el Parc Central

No, no estoy en Nueva York: sigo en Sant Cugat. Aquí, el Parc Central se extiende casi desde la estación de ferrocarril hasta el turó de Can Matas, una colina artificial, hecha con la tierra extraída de las obras de urbanización de la zona: un buen ejemplo de aprovechamiento ecológico y de coexistencia del campo y la ciudad. Son siete hectáreas de vegetación, entre cuyos 1360 árboles predominan los chopos y los plátanos, aunque no faltan algunas especies de frutales, que recuerdan el origen campesino del lugar (una higuera, en el extremo sur del parque, despliega su dosel de hojas polilobuladas y esparce un olor melar; sus frutos, no obstante, no alcanzan nunca el tamaño adecuado: en cuanto asoman, desaparecen, arrancados por los paseantes). El sitio, empero, no es enteramente bucólico: también es destructivo. Los plátanos asfixian con el polen y los chopos cuartean el asfalto de los caminos. Hace poco el ayuntamiento ha parcheado las grietas, pero volverán a abrirse: las raíces del chopo son devastadoras. Por uno de esos caminos subterráneamente martirizados paseé ayer, al atardecer. No es la ruta que solemos seguir Ángeles y yo cuando queremos estirar las piernas -preferimos los placeres urbanos de la horchata y el bullicio callejero, que nos permite cotillear-, pero la hemos hecho en alguna ocasión. Y ayer sentía alguna misantropía: no quería ver a otras parejas en feliz compañía, cuando yo me había quedado solo. Salí, pues, por el camino central, en dirección a Can Matas, el parque que es la continuación del Parc Central, y que preside la elevación del mismo nombre. Pese a su naturaleza despejada, el parque no carece de rincones, de revueltas escondidas. En una de ellas -un túnel por encima del cual discurre una calle-, un joven estaba orinando contra una pared. Cuando pasé a su lado, no intentó disimular: siguió evacuando muy pausadamente y, al acabar, se la sacudió con decisión. Mejor así: si hubiera acelerado la micción, con el aturullamiento, quizá él, o yo, nos habríamos salpicado. Una vez resguardada, el orinador se juntó con un colega que lo esperaba en un poyete cercano, liándose un porro. Me fijé en su pinta: llevaba una de esas melenitas estrechas y repelentes en la franja central de la parte posterior de la cabeza. No sé describirlas de otro modo: un cepillo alargado en la nuca, un colgajo asnal, un mechón con guasa, que rebotaba a cada paso, como diciendo: "aquí estoy, soy una melenita asquerosa, pero vas a tener que aguantarme". Algo más lejos, la escena era más higiénica, aunque también suponía una notable efusión de líquidos corporales: dos adolescentes se magreaban exhaustivamente en un banco. Se estaban dando lo que en mi adolescencia se llamaba un buen filete. Uno pasa al lado de estas escenas de cama sin cama como quien no ve nada: qué más normal, qué más natural, que dos jóvenes se quieran. Pero a mí lo que me apetece es mirar: observar el ansia de las manos, la crispación de las piernas, los labios voraces, las lenguas que se abrazan, el jadeo contenido. No lo hice, claro: pasé de largo, con la desenvoltura de quien no atribuye a tal comportamiento ningún matiz pecaminoso, con la naturalidad de quien está habituado al amor. Pero qué ansia por ver, por sentir; qué curiosidad y qué envidia. Por lo demás, el parque es, a esta hora, el reino de los perros. Los hay de todas las razas, con correas y sin ellas, en grupos o solos. Sus dueños hablan en parejas o en comandita, intercambiando sus felices experiencias con los chuchos. Y los chuchos se magrean, a su vez, aunque no metiendo la lengua en la boca del otro (para lo que haría falta mucha boca), sino el hocico en el ano. Otros dan brincos, se persiguen, corren, ladran. Alguno, tumbado, exhausto, contempla las evoluciones de los demás con la lengua en la hierba, o bien bebe de la fuente, a grandes lametazos. Distingo a dos afganos a los que suelen sacar a pasear a esta hora. Su dueño los mantiene siempre sujetos, como quien exhibiera dos obras de arte. Y, en buena medida, lo son: uno gris, el otro blanco, ambos altos y estilizados, el pelo los cubre como una gualdrapa de seda: son una melena cuadrúpeda. Cuando se mueven, el pelo ondula como las olas del mar, y las guedejas se les apartan momentáneamente de la cara, en la que reina un morro negro y adelantado. Me imagino los cuidados que requerirán estos lebreles, y no les arriendo la ganancia a sus propietarios. Estos, no obstante, parecen muy orgullosos, y no desmiente su orgullo que los afganos sean los perros más tontos de todos: en la clasificación de Stanley Coren, que mide la inteligencia de las razas, ocupan sistemáticamente el puesto 79, el último de la lista. Por casualidad, pasa cerca de los afganos un bulldog, otro perro subnormal: aparece en el puesto 77 de esa misma clasificación. El bulldog tampoco se caracteriza por su gracilidad, como los afganos: parece un jamón con patas. Pero, contra lo que indica su origen -era una raza de pelea, notablemente feroz- y lo que los dibujos animados nos hayan hecho creer, hoy resulta un animal afable y muy familiar. Tanto, que no le importa echarse pedos en el comedor del hogar: yo conocí a uno, en casa de un amigo, que expelía unos cuescos descomunales, sobrehumanos. Dejo atrás, poco a poco, a los canes, y empiezo a subir el montículo de Can Matas, que parece un túmulo sioux, solo que mayor. El repecho es fuerte: llego siempre sin aliento a la cima. Bastante gente ha tenido la misma idea que yo, aunque a alguno, que hace flexiones en el suelo, con grande alboroto de ayes y bufidos, le importa poco el entorno. El paisaje es espléndido, si uno no repara, desde luego, en las instalaciones de la empresa farmacéutica que manchan de gris la inmensa mancha verde del parque. Desde La Floresta hasta Rubí se suceden las urbanizaciones, que componen un mosaico humano superpuesto a la heterogénea vastedad de la vegetación. Y, en el horizonte, Montserrat, que parece un barco de piedra varado en el horizonte, o el rostro de un hombre enterrado: los mallos dibujan las facciones con sutil rotundidad; hay que saber verlos: Montserrat, como las nubes, es el test de Rorschach que nos ofrece la naturaleza. Cuando llego, el sol se está poniendo. Se apoya, exactamente, en la línea del horizonte, a la izquierda de la montaña sagrada. El amanecer y el ocaso son los únicos momentos del día en que puede mirarse al sol cara a cara. Yo lo hago, fascinado de que un espectáculo tantas veces contemplado me fascine todavía. La bola amarilla -de un amarillo que estalla- se hunde en la lejanía como un cuerpo en el agua; y lo hace lentamente, pero con una lentitud que se ve. Al final, solo queda un punto de luz, el ápice superior del disco, que brilla unos instantes con la fuerza de un faro potentísimo, pero que acaba engullido por la tierra. Y luego ya solo hay noche, primero diurna, indecisa, y, poco a poco, creciente, pegajosa, abrumadora. El cielo es una paleta de colores. Hay muchas nubes, y el resplandor del crepúsculo se pinta en ellas con matices diversos: blancos, negros, azules, rosas, púrpuras, amarillos. Algunas nubes están ensangrentadas. Otras se abren para que el cielo muestre todavía un añil radiante, pero ya herido de muerte. Los rayos del sol huido rebotan en los algodones del firmamento y se diseminan, huérfanos, por una bóveda cada vez más sombría, más ininteligible. El cielo se diría más habitado que la tierra.