jueves, 31 de octubre de 2013

Músicas

Ayer fuimos a cenar al pub, a nuestro pub -aquí los pubs se adoptan como a hijos-, The Grosvenor. Llevábamos toda la tarde dedicados a la fascinante tarea de encontrar piso -hemos de mudarnos a finales de noviembre- y pensamos que nos habíamos ganado un buen descanso. En el local había música: dos guitarristas y un contrabajo ocupaban una de las mesas, como unos parroquianos más, y tocaban piezas de soul, de jazz, algún éxito pop, casi todos impregnados de una melancolía celta. El solista era un tipo barbado, de alguna edad, cuyos perfiles difuminaban la distancia y la penumbra; cantaba magníficamente. Cuando acababan cada pieza, el público aplaudía. También nosotros: no nos importaba interrumpir a cada rato la devoración de unas proletarias fish and chips, en mi caso, y un noble sirloin steak, en el de Ángeles, para sumarnos a la ovación. La conjunción entre músicos y auditorio no era como la que habíamos visto una vez en un pub de Dublín, en el que la numerosísima clientela -de pie, atiborrando hasta la calle-, arrastrada por una pasión entre etílica y gaélica, se sumaba al jolgorio cantando simultáneamente, mientras meneaba con júbilo las pintas de guiness de un lado a otro del tórax, pero constituía un gesto suficiente de reconocimiento. El carácter británico no es, desde luego, el irlándés. Proseguía, en The Grosvenor, la cena con su música, y yo recordaba a otro cantante con el que me había cruzado hacía un par de días, en el metro, uno de esos intérpretes que se apuestan en los pasillos sombríos y los iluminan, aunque no canten demasiado bien, con sus notas mendicantes. Pero este que digo, anónimo, envejecido, sí cantaba bien. De hecho, lo hacía extraordinariamente, con una voz rota pero acariciadora, sinuosa pero hospitalaria: una voz como una mano amable. Yo no suelo prestar atención a los músicos callejeros: lo que tengo en la cabeza -ese acúmulo de menudencias desordenadas, casi siempre absurdas, que constituye la cotidianidad- me ocupa hasta tal punto, que me hace insensible a los estímulos externos. Pero la música de este cantautor subterráneo era de tal empaque que no pude evitar detenerme. Lo escuché desplegar aquel desgarrado terciopelo vocal, abstraído, por un instante felicísimo, de mis obsesiones, libre de la basura sin ilación y sin frutos que es nuestro pensamiento, nuestro presente. Y, a su vez, en aquel momento de pausa y de paz, recordé a otros músicos abrumadores que había visto, en cierta ocasión, a la entrada de la estación de Plaza Cataluña, en el metro de Barcelona. Yo era adolescente entonces, y ellos también: un grupo de gitanos que cantaban flamenco. Y el solista, al que acompañaban una destartalada guitarra y las palmas de tres sujetos oscurísimos, lo hacía con un dolor, con una trepidación, que no he podido olvidar nunca. No sé si a él, como a aquella cantaora clásica, le sabía la boca a sangre, pero no me era difícil imaginar los regueros asomándole por las comisuras de los labios. Me detuve, como hace unos días en Londres, y observé con sorpresa que casi nadie se paraba conmigo. Pasaban batallones de turistas por allí, por aquella plazoleta que parece un cenotafio, iluminada por lámparas anticuadas, la mayoría de las cuales están fundidas, pero lo hacían con indiferencia, esbozando a lo sumo una sonrisa, cosquilleados quizá por lo pintoresco de la escena, y seguían su camino, a paso militar. Y yo pensaba, envuelto por el manto de aquellas seguidiyas lacerantes, que esos mismos turistas que pagaban fortunas por asistir a zapateados pasteurizados, por embriagarse con el revuelo de claveles de plástico y trajes de lentejuelas, no tendrían ocasión en su vida de asistir a un espectáculo flamenco tan intenso y verdadero como el que aquellos gitanos les estaban regalando en aquella cripta ferroviaria.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Una tarde entretenida

Por la tarde he quedado con Valentino Gianuzzi, un peruano de origen italiano residente en Londres, que ha colaborado con Carlos Fernández López en la redacción de algunos estudios primorosos sobre César Vallejo, en el que es especialista. Valentino ha tenido la sagacidad -que otorga el conocimiento del medio- de citarme en un pub a las cinco de la tarde, antes de que salga la gente del trabajo y compense sus muchas horas de laburo abnegado con una buena serie, muy conversada, de pintas de cerveza. Acudo a la cita en metro, que a esta hora tampoco rebosa de humanidad. A la entrada de las estaciones, por las tardes, suelen encontrarse columnas de ejemplares de un periódico gratuito, el Evening Standard, cuyo grosor y calidad reduce los diarios gratuitos españoles a versiones aseadas de La Farola. Como todavía no he podido hacerme con El País -que compro todos los días en la estación de Victoria-, leo el Evening Standard. Allí me entero de que se ha descubierto, donde se está construyendo un hotel, un águila de piedra romana. La escultura, del siglo I o II después de Cristo, presenta un estado de conservación imponente, a pesar de ser de piedra caliza: la cabeza tiene el gesto feroz de los símbolos imperiales; el cincelado del plumaje conserva su profundidad original, que resulta casi cortante; las alas desplegadas no han perdido ninguno de sus ángulos; y las garras se asientan en el pedestal como si quisieran desgarrarlo. El ave sujeta una serpiente con el pico, con no muy buenas intenciones: el conjunto, que me recuerda mucho al que aparece en la bandera mexicana, representa la lucha entre el bien y el mal, siendo el bien nosotros -o sea, Roma- y el mal, todos cuantos se oponían a ella, que, en las islas Británicas de aquel tiempo, eran, sobre todo, los feroces pictos, los primitivos escoceses que se empeñaban, para pasmo de los latinos, en no querer ser romanizados. Para frenarlos, precisamente, el emperador Adriano, conquistador de Britania, construyó la muralla a la que dio nombre, en la frontera caledonia. Ya se sabe que ninguna muralla -ni siquiera las que España ha levantado en Ceuta y Melilla para impedir que la miseria de África contamine nuestro bienestar- ha frenado nunca a quien quisiera saltarla, pero allí siguen los magníficos bloques de Adriano, llenos de musgo, oscuros, derrotados y espléndidos. El águila recién descubierta formaba parte, probablemente, de la decoración de alguno de los mausoleos que se erigían a las afueras de las ciudades para albergar a los cadáveres ilustres. Los hombres siempre ha combatido el hecho escandaloso de morirse con la ingenua añagaza de transformarse en piedra: así creen sobrevivirla. Bajo, por fin, del metro en Goodge Street y llego a donde me ha citado Valentino, la Fitzroy Tavern, un hermoso pub de cristales esmerilados y la inexorable moqueta, inaugurado en 1887, en el que flota un sutil aroma mestizo de whisky y cerveza. Sus paredes están cubiertas de fotografías y leyendas: no puedo verlas todas, pero distingo un poema acrónimo con el nombre del pub, y una foto de Dylan Thomas bebiendo, lo que no resulta extraño, dada su legendaria capacidad para trasegar espirituosos -como Pepín Bello, podía asestarse 17 whiskies seguidos sin que le temblara una ceja; algunos, malignos, han sugerido que estas tragaderas etílicas explican la naturaleza irracional de su poesía-, en uno de sus veladores. Otros escritores, como George Orwell, Michael Bentine o Augustus John, solían frecuentar también este sitio, y una de sus propietarias, Sally Fiber, que trabajó aquí toda su vida, escribió El Fitzroy: autobiografía de una taberna londinense. Despachadas las cervezas y la conversación, me despido de Valentino y vuelvo a casa caminando. Es un paseo largo, y empieza a hacer frío, pero llevo todo el día sentado y quiero desentumecer las piernas. Bajo por Charing Cross Road para husmear en las librerías de viejo. La calle ha conocido tiempos mejores: de su antiguo esplendor bibliofílico ahora solo quedan desharrapados islotes: tres o cuatro locales que parecen cada día más lúgubres, más supervivientes. Voy de escaparate en escaparate y, mientras lo hago, pienso en esta rara condición mía, entre turista y emigrante, cuya naturaleza todavía no he sido capaz de determinar. Trabajo en mis proyectos literarios -y trabajo duro-, desligado por completo, después de 26 años, de las sombras de la oficina siniestra, pero me muevo por la ciudad como un visitante más. Vivo aquí, pero siento que mi casa no es todavía esta. Y ni siquiera sé si quiero que lo sea. Me sostengo en un extraño volantín, con el ánimo igualmente suspenso, aunque pugno por desarrollar rutinas nuevas: esos anclajes, tediosos pero tranquilizadores, que nos afirman en un lugar. Las librerías que visito desmienten el tópico de los libreros británicos pulcros y eficaces: estos cementerios de celulosa no difieren de las espeluncas españolas; si acaso, sus responsables son un poco menos grasientos, y los libros, bastante más baratos. Pero el desorden, el polvo y la melancolía son los mismos. En una caja de zapatos encuentro un montón de interesantes plaquettes de poesía, a mitad de precio, y me llevo una, Words and images, de Charles Tomlinson, publicada en 1972, y firmada por el autor, por siete libras.

martes, 29 de octubre de 2013

Llueve

Si se le pregunta a un inglés qué clima prefiere, o incluso cuál es el mejor clima del mundo, es muy probable que responda: el británico. Sorprende, sí, cuando los mediterráneos, en general, y los españoles, en particular, que tenemos el placer de disfrutarlo, solemos calificarlo de espantoso. Y también que los mismos que piensan así, corran, a la menor oportunidad, a refugiarse de la lluvia, la niebla y el frío en las costas y ciudades españolas, italianas, griegas o chipriotas. En España, por ejemplo, residen más británicos que españoles en la Gran Bretaña, a pesar de la crisis que, en los últimos años, ha empujado a miles de compatriotas a este país. Las contradicciones, sin embargo, forman parte de la naturaleza humana, y, para exculpar una de semejante calibre, yo siempre recuerdo los versos de Whitman: "¿Me contradigo? Pues, bien, me contradigo". Sí, la coherencia está sobrevalorada: Hitler fue coherente toda su vida, es más, incendió con su coherencia el mundo entero. Pero a lo que iba: los británicos creen que su clima es el mejor, porque es imprevisible. Tal como ellos lo ven, en Suecia siempre hace frío, y eso es insoportablemente monótono; y en España siempre hace calor, y eso también es muy tedioso, aunque muy útil para recuperarse de las brumas caledonias (e indica que el británico en cuestión nunca ha estado, digamos, en Teruel en enero). En las islas Británicas, en cambio, nunca se sabe qué puede pasar a lo largo del día: despunta la mañana, y el cielo está despejado, liso como un aguamarina; hasta luce un sol obsequioso. Luego, según pasan las horas, asoman las nubes, y, sin que nos demos cuenta, como disimulando, se agolpan, rebaños de grisura. De pronto, hacia el mediodía, o en cualquier otro momento, deciden hablar, y lo hacen con un vozarrón de tormenta, que barre árboles y calles, y hasta personas, y que lo deja todo empapado de un cuarzo líquido, de un sudario de transparencias. Cuántos paraguas desvencijados se ven entonces en las aceras: cadáveres de paraguas, en realidad, con las varillas desparramadas, como arañas patidifusas, y las alas muertas. Después, vuelve a brillar el sol, ahora pálidamente amarillo, y, quizá, cuando cae la tarde, el cielo se cubre otra vez, augurando aguaceros nocturnos, y sopla un viento hostil, prólogo de la humedad que se avecina. Todo eso, y muchas más cosas, pueden suceder en veinticuatro horas, y en muchas menos. Por eso es frecuente ver a gente desajustada con respecto a la meteorología: vestida como de verano -pantalones cortos, sandalias- cuando está lloviendo a cántaros; o bien con gabardina y paraguas cuando aprieta el sol. Todos, en cambio, soportan ese desajuste estoicamente: algunos, empapados, caminan como si no ocurriera nada, como si, con lo que les ha caído encima, ya les fuera indiferente hasta el diluvio universal; los otros, con la gabardina en un brazo, como camareros con un trapo gigantesco, acompañan su caminar moviendo el paraguas, bajo un sol radiante, como si fueran majorettes. Lo de la imprevisibilidad del clima, no obstante, va por zonas: cuando viví en Manchester, nos pasábamos semanas bajo la lluvia; y en Glasgow parecía imposible que pudiera llover más: la lluvia era consustancial al cielo, su constante epifanía, su piel. Ahora, aquí, en Londres, también llueve. Cae una lluvia fina, parecida al sirimiri. Llueve como si el cielo estuviera cansado de llover: como si lo hiciese tan a menudo, o con tanta facilidad, que ya no le hiciera gracia su gesto. Llueve, pues, con reticencia, aleatoriamente: en un barrio sí, pero en el de al lado, bajo una tonsura de las nubes, no. Pero luego los estratocúmulos se anaranjan, o se ennegrecen, o se amoratan, y sobre el mundo se cierne, sin excepción, una cortina cuya espesura es su movimiento, cuya quietud es su desplome. Llueve en Londres con infinita mansedumbre, tiñendo las fachadas grises de un gris sudoroso, arropando las casas con una gasa de plomo. El agua es vertical como si el río se irguiera, como si hubiera estallado en una miríada de agujas transparentes. Llueve como si nunca hubiera de dejar de hacerlo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Camden Town

Cualquier visitante de Londres sabe de Camden Town, el barrio -antes municipio independiente: la capital los engulle como una ameba- en el que se encuentra uno de los mercados más extravagantes de la ciudad. Pero, acaso fascinados por sus tiendas inverosímiles y sus multitudes, los turistas desconocen que esconde las catacumbas de Camden, un laberinto de establos subterráneos para los animales de tiro de los antiguos mercados, y, sobre todo, el Regent's Canal, que lo atraviesa y constituye uno de los paseos más agradables de la ciudad. En un sentido, claro -hacia el oeste-, porque hacia el otro está Yonquilandia: un amontonamiento de drogatas, borrachos, mendigos y colgados de todo pelaje, que quizá pinten, para algunos, más aventureros, un paisaje exótico y canalla, pero que a mí me dan mucho miedo. Además, las aguas del canal que atraviesa su territorio son una cloaca: los peces son mutantes y los patos mueren intoxicados. Ayer, antes de visitar el lugar, fuimos a comer a un restaurante japonés. Nosotros no lo sabíamos, pero el sitio, habituado a una clientela de turistas, no solo da comida, sino también espectáculo. O eso creen ellos. Había un maître malayo o indonesio, de una ceremoniosidad empalagosa -a veces pestañeaba tan cerca de mí, y con un fraseo tan untuoso, que creía que se me estaba insinuando-, una camarera probablemente china, que compensaba las melifluas expansiones del maître con una sequedad mandarinesca, y un cocinero malabarista, que trabajaba en la plancha, delante de nosotros, y regalaba a los comensales con una serie de manipulaciones circenses: volteaba en el aire las palas y tenedores; utilizándolos de trampolín, echaba huevos al aire, que le aterrizaban en el gorro; dibujaba en la plancha, con el aceite de cocinar, corazones atravesados por flechas; y, lo más sofisticado, tiraba trozos de tortilla a la boca de los comensales (no a nosotros, que nos apresuramos a declinar la invitación a ser como aquellas ranas de metal antiguas a las que los chicos echábamos monedas, sino a un grupo de muchachas negras con las que compartíamos mesa). Y todo lo remataba con una risotada de satisfacción, que sonaba, je, je, como un breve golpe de maraca. Álvaro y yo teníamos la oculta esperanza de que, en alguna de sus evoluciones, o cuando hiciese el saludo ritual, se inclinara sobre la plancha y se le quedara la frente pegada, como en una de las escenas de La salchicha peleona, una exquisita producción de Hollywood sobre el mundo de las artes marciales. Para nuestra decepción, no fue así. La calidad de la comida, sin embargo, con un pollo y un salmón fresquísimos, compensó nuestras frustraciones. Luego, confiábamos en hacer la digestión con un buen paseo por el barrio, pero pasear por Camden en fin de semana es como correr los sanfermines o remontar la corriente de un río pirenaico: miles de personas se apiñan en las aceras, en las tiendas, en los innumerables puestos de comida, y sus movimientos son como una lluvia de aerolitos. Chocamos unos con otros, nos esquivamos, sin apenas espacio para hacerlo, participamos de una cola gigantesca que se agranda o se empequeñece en función de la estrechez de los pasos. Y uno no acaba de entender que esta desaforada amalgama humana complazca a tantos. Muchas de las fachadas de los comercios de Camden son obras de arte alternativas: calaveras con piercings, tatuajes o tachuelas, botas arcoirisadas, coches y autobuses incrustados en la pared, caballos rampantes, aunque no siempre está clara la relación de la decoración con el contenido del negocio: ¿qué anuncian los caballos? Vemos también el Cyberborg, donde no nos atrevemos a entrar: nos tememos un brote de epilepsia o el germen de un tumor cerebral. En los espacios cubiertos abunda la artesanía hippy, si es que este término sirve todavía para designar algo, y la ropa, aunque se puede encontrar prácticamente de todo: yo me detengo en un puesto de libros, con buenos precios pero poca calidad. Nos cruzamos con vestigios del punk -gente con chupas de cuero pintarrajeadas y pelo en forma de estrella- y con docenas de españoles. Huele a incienso, a pachulí, a maderas lacadas, a especias, a cuero; a veces, los aromas de los perfumes se mezclan con los de las cocinas, y el resultado es un vaho bastardo, un quasimodo de aire, aunque no necesariamente desagradable. Álvaro se compra una camiseta con la imagen de un caballero victoriano, tomada de una foto antigua, pero con la cabeza de un trooper de La guerra de las galaxias, lo que constituye una buena metáfora de Camden Town, y hasta de la civilización moderna. Hoy parece imposible que este lugar, con sus muchedumbres y su ruido, permita que nadie componga aquí otra cosa que rock anarcosatánico, pero, en su tiempo, Camden conservaba algún sosiego y resultaba atractivo para los escritores: Charles Dickens, por ejemplo, vivió en sus calles, al igual que el dramaturgo Alan Bennett. Y Dylan Thomas, el único gran poeta surrealista de la lengua inglesa, cuya última residencia fue una modestísima casa en Delancey Street, que alcanzo a ver, gracias a la placa azul que la identifica, cuando ya cae la tarde, cenicienta, y nos vamos de Camden, en un double-decker atiborrado de españoles.

domingo, 27 de octubre de 2013

Espías

El otro día Ángeles me dijo que se había cruzado por la calle, muy cerca de casa, con David Cameron, el primer ministro británico, y dos de sus guardaespaldas. Y añadió que David la había mirado de arriba a abajo, pero no con la circunspección que cabe esperar en un primer ministro, sino con la admiración -y aun el rijo contenido- de cualquier varón común. No es extraña la coincidencia pedestre con el alto mandatario: este verano Jordi Doce, que pasaba unos días con nosotros, se cruzó con Boris Johnson, el alcalde de Londres, gordo, rubio, populista y conservador (casi todos los conservadores célebres de este país son o han sido obesos: el doctor Johnson, G. K. Chesterton, Winston Churchill: la alimentación favorece a la burguesía). Jordi estuvo a punto de pedirle que se hiciera una foto con él y con su hija Paula, pero le disuadió que ya estuviera muy ocupado retratándose con un grupo gorjeante de admiradoras, y, más aún, el color gallináceo de su pelo. Tampoco resulta muy frecuente pillar a un hombre con responsabilidades públicas, como Cameron, revelando al primate que nunca dejamos de ser, aunque no hace mucho generó algún escándalo en Gran Bretaña la difusión de una foto, hecha por su cuñada -guapísima, por cierto-, en la que se veía al premier echándose una siesta en una cama desordenada, con los pies desnudos en primer plano. En cualquier caso, para comportamientos simiescos, el de José María Aznar cuando metió un bolígrafo en el canalillo de una periodista que le hacía preguntas que lo incomodaban. Algo así es tan deplorable como el personaje que lo protagoniza, que ha dado suficientes muestras de su tosquedad, ética e intelectual, a lo largo de su carrera política. Un gesto de humanidad, sin embargo, como el de Cameron con Ángeles, o con su cuñada en el dormitorio (me doy cuenta de que la frase no suena bien, pero así era: Cameron dormía en una alcoba en la que también estaba su cuñada), me hace simpáticas a esas personas que parecen, a menudo, seres irreales, inalcanzables. Pero, tras pensar en todo esto, Ángeles y yo nos preguntamos qué podía estar haciendo Cameron, a pie, por estos barrios. Y dimos con una respuesta posible, o, por lo menos, con la que nos habría divertido dar: Cameron estaba visitando a sus espías. Resulta que en un solo tramo de la ciudad, entre los puentes de Vauxhall y Lambeth, se encuentran los dos centros más importantes del espionaje británico: el MI5, dedicado a la seguridad interior, o contraespionaje, y el MI6, dedicado a las actividades en el exterior. Los edificios en que se encuentran dan al Támesis, el primero desde Millbank, en la ribera norte, y el segundo desde Vauxhall Cross, en la ribera sur. Ambos no pueden ser más distintos. El MI5 ocupa Thames House, un edificio construido entre 1929 y 1930, de una austeridad infinita, homogéneo y gris, con aires, más bien, de sede de la Seguridad Social o de escuela de auditoría y contabilidad. Me sorprende su accesibilidad: las ventanas, muchas, son simples ventanas de vidrio, sin aparente protección especial; los despachos resultan visibles desde la calle, por la que pasean millares de personas, y no parece difícil estampar un ladrillo -o una bomba- contra ellas. Solo en los alféizares exteriores se ha instalado una superficie inclinada, para que no se pueda dejar nada en ellos. Ninguna placa o leyenda lo identifica, pero todo el mundo sabe que allí se juntan, desde 1994, los espías encargados de que nadie espíe a Gran Bretaña. El MI6 es muy diferente: su espectacularidad atrae la atención general. Al edificio que lo alberga se le llama Legoland -también se llamaba así al castillo del Bruc, en Barcelona, que durante décadas fue una tenebrosa caja de reclutas para el servicio militar- o Babylon-on-Thames, por su semejanza con los zigurats asirios. La construcción, en efecto, es una superposición de bloques, ocres, negros y verdes, culminados por dos torres truncadas, que parecen contemplar el mundo como escotillas de una gigantesca nave espacial. Cuando uno pasea cerca de él, en el Albert embankment, sí aprecia las medidas de seguridad, quizá porque este centro ha sufrido ya algún atentado terrorista: en 2000, unos desconocidos lo atacaron con misiles antitanque rusos. Tiene muros, alambres de espino, puertas reforzadas, accesos dobles y triples, cámaras por doquier. Pero, como a Thames House, nada lo identifica: el único signo de que este es un edificio oficial es una enorme aunque solitaria bandera británica, que ondea contra un cielo ceniciento. Y no se ve a nadie, ni dentro ni fuera del edificio: no se aprecia ninguna actividad. Es como una inmensa cáscara sin sangre, como un catafalco ribereño, monstruoso y letal, como un templo dedicado a alguna divinidad olvidada. Para el MI6 trabaja, sin embargo, James Bond, el hiperactivo agente de su Majestad, con licencia (que es una mala traducción: debería ser "permiso") para matar. Y es curioso que Ian Fleming, el creador del universal personaje, viviera cerca de aquí, también frente al río, en las Carlyle Mansions, en Cheyne Walk, donde residieron, asimismo, Thomas Carlyle y T. S. Eliot. Seguramente, desde el balcón de Fleming se divisaba el emplazamiento del MI6, donde entonces había una destilería de ginebra, aunque no sé qué le habría parecido este edificio mesopotámico y multicelular. De lo que sí estoy seguro es de lo que hablaban Eliot y Fleming cuando coincidían en el ascensor: de nada. 

sábado, 26 de octubre de 2013

La lista de Quimera

Me llegan ecos del pelotazo mediático que ha dado Quimera con su lista de los diez mejores poemarios españoles de los últimos 35 años. Lo celebro, de entrada, por la propia revista, que, habiendo sido un referente imprescindible en el mundo de la literatura española durante décadas, languidecía, hasta hace poco, en un marasmo de debilidades intelectuales -que acentuaban aún más su carácter necesariamente minoritario: era frecuente leer reportajes como "La dramaturgia underground de Belice" o "El cómic rural en la Amazonía peruana"- y negligencia técnica: las erratas amenazaban con devorarla. Un nuevo equipo, con el que me complazco en colaborar, ha sabido dar nuevo impulso a la publicación, y la encuesta sobre la poesía española más reciente, al parecer, ha contribuido a ello. Ha sido, me dicen, una lista polémica. Es lo que tienen las listas: que nos arrancan de la nebulosidad de lo intuido o sospechado, y nos sitúan en algo tan arduo, y tan difícil de aceptar, como una clasificación. En realidad, vivimos rodeados de listas, o, mejor, vivimos en listas: la de la compra, la de la escalera de vecinos, la del escalafón en el trabajo, de la clasificación de nuestro equipo en la liga de fútbol, la de Hacienda, la de los ordenadores obamianos que nos espían, la de las notas que hemos obtenido, la de las cosas que tenemos que hacer, la del currículum (que incluye en nuestro caso, escribidores, la de los libros que hemos publicado), la de espera en el hospital, la de invitados a una fiesta. Conozco a varios buenos amigos y poetas que, invitados a votar en la lista de Quimera, se negaron a hacerlo, aduciendo vagas razones éticas o su incapacidad para determinar algo tan complejo y vasto. Yo más bien creo que sumar la subjetividad de uno a la subjetividad de muchos ayuda a conformar algo parecido a la objetividad, aunque sea una objetividad transitoria, inexacta, sujeta, como todo lo humano, a la fugacidad y el cambio. Así se forma, en definitiva, el canon: no viene inscrito en unas tablas de la ley, sino que contamos cabezas. ¿Quiénes creen hoy, además de Harold Bloom, que Shakespeare ha sido el más grande escritor que ha dado la humanidad? Pues se levanta la mano y contamos. ¿Quiénes opinan que Cervantes es el mejor escritor de siempre en lengua castellana? Pues repetimos la operación, y a ver qué resulta. A lo mejor pasado mañana el escrutinio arroja un resultado diferente. Así sucedió con Góngora, y con William Blake, y con tantos otros, desdeñados durante siglos y rescatados para el aprecio general al cabo del tiempo. Y al revés: muchos prebostes literarios de su época, presentes en todas las clasificaciones, pasaron enseguida al más insondable de los olvidos. Lo cual no significa que las listas no sean útiles, o que no aporten sentido a nuestra confusa vida colectiva: significa, justamente, que revelan, con una turbia claridad, el estado de nuestro ser, que indican cómo sentimos en un momento concreto de nuestra andadura. La de Quimera no es, no ha pretendido ser en ningún momento, una encuesta científica: es, simplemente, una antología consultada. Tengo para mí que esta suerte de relaciones son las que aseguran, con mayor imparcialidad, una visión panorámica certera: no están sometidas al sesgo de quien las hace, sino a los sesgos de todos, que, por ser plurales y a menudo antitéticos, se anulan mutuamente. Y todo esto lo dice quien seguramente no ha sido citado por nadie en la lista en cuestión. Yo aún no he visto la revista, porque en estas tierras de Albión Quimera no se distribuye, y, por lo tanto, no he podido verificarlo, pero estoy casi seguro de que ninguno de mis poemarios aparece mencionado. Eso va con el sueldo, o con el no sueldo de poeta: algunos ocupan siempre, hagan lo que hagan, el centro de la atención; otros, también hagamos lo que hagamos, quedamos siempre fuera de foco: será que lo que hacemos no interesa. Estoy seguro de que eso también les pasará a otros. Es más, creo que lo primero que habrán hecho casi todos los poetas que se hayan asomado a la lista, después de comprobar el top ten, o incluso antes de hacerlo, es leer los votos de todos, a ver si aparecía su nombre. Es un destino bien común no figurar en las clasificaciones, algo que, pasado el alfilerazo de la decepción, puede convertirse en motivo de afirmación, y aun de orgullo. De algún modo hemos de defendernos, íntimamente siquiera. Alguien me dice que ha habido elecciones sonrojantes, como la de una poeta que se ha votado a sí misma. Sin embargo, ¿cuántos no hemos estado tentados de incluir nuestros propios libros en la lista, porque creemos, honradamente, que son de los mejores que se han publicado en España en estas tres últimas décadas (de hecho, en los últimos tres siglos), y no lo hemos hecho tan solo porque el cíngulo de la educación, labrada a martillazos en un colegio de curas, aún nos aprieta más que la vanidad? Habría sido divertido que todos los votantes nos hubiéramos dejado llevar por nuestros más genuinos deseos y hubiésemos colocado diez libros nuestros en las diez casillas que se nos ofrecían: qué gran recuento habría sido ese. De entre todas las reacciones que he podido leer en Internet, hay una que me gustaría comentar aquí: la de Juan Bonilla, aparecida, con el título de "Un país para viejos", en El Mundo.es. Bonilla, que se encuentra estéticamente -al menos, como poeta- muy lejos de la línea prevalente en los diez mejores libros, no impugna el resultado, como hacen los malos perdedores, lo que es de agradecer. Luego critica esa estética prevalente, como no podía ser de otro modo: yo también lo habría hecho si los seleccionados hubieran sido, como a él le habría gustado, Miguel d'Ors, Vicente Gallego o Jon Juaristi. Y, después de señalar algunas otras cosas (por ejemplo, que no hay rastro de poetas andaluces entre los mejores; tampoco de catalanes: ¿dónde quedan Sergio Gaspar, José Ángel Cilleruelo, José María Micó, Ramón Andrés?), escribe: "Con la lista en la memoria, uno entiende al menos una cosa: la escasa, nula repercusión de la poesía española fuera de nuestras fronteras. Y la escasa o nula repercusión de la poesía española en la propia sociedad española. En cuanto a nuestra influencia, ni siquiera alcanza a territorios que hablan lo que nosotros. Cómo íbamos a influir en parte alguna si nuestras mejores voces son préstamos más o menos lejanos o más bien caducos". Curiosamente, yo siempre he pensado lo contrario: que en Hispanoamérica -por poner el lugar del mundo donde más presente debería estar, después de España- se desconoce nuestra poesía, porque ¿quién iba a tener interés en conocerla, habiendo leído a Luis García Montero, a David Rodríguez Moya, a José Luis García Martín? ¿Quién iba a dejarse influir por esta lírica de parvulario, por esta insipidez de música y pensamiento, por esta pequeñez camuflada de oficio, por esta mediocridad helada? ¿Quién puede percibir el legado de Antonio Machado, de Lorca, de Juan Ramón Jiménez, de Cernuda, en estas voces livianamente socialdemócratas, charlatanas en su austeridad, cadavéricas? Mis amigos mexicanos, venezolanos, dominicanos, se asombran de que estas nimiedades hayan conquistado al público español. Ellos mantienen una relación polémica con el lenguaje y, por lo tanto, con la realidad. Los acomodados, en cambio, se sienten a gusto con todo. Acaso eso sea mejor para ellos, pero es, desde luego, mucho peor para el hecho vivo, ardiente, incomprensible, de la poesía.

viernes, 25 de octubre de 2013

Grados de artificio

Así se plantean las cosas en el mundo de la robótica: grados de artificio, grados de libertad. Y también en el de la danza, como ayer expuso la coreógrafa Shobana Jeyasingh en el King's College de Londres. En un aula de la universidad -una de las más distinguidas de la capital; en ella se formó, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, ese adalid del no nacionalismo que acumula nacionalidades y hace campaña electoral por el Partido Nacionalista Peruano-, Shobana expuso la forma en que un coreógrafo programa los cuerpos para ocupar el espacio, y para que se relacionen entre sí al hacerlo, en tanto que el investigador de robótica, el cingalés Thrish Nanayakkara -cuyo nombre es tan difícil de pronunciar como lo era de entender su acento-, señalaba de qué forma esa programación podía trasladarse al ámbito de la inteligencia artificial, con el fin, entre otros posibles usos, de diseñar máquinas que supieran adaptarse mejor a las necesidades y a la movilidad reducida de las personas mayores. Las explicaciones de Shobana se ilustraban en cada momento con las evoluciones en la sala de dos bailarines, el australiano Richard y la española Avatâra, cuyos miembros se entrelazaban o se separaban, se buscaban o se repelían, se acariciaban o se golpeaban. Era fascinante observar, frente a la andadura lineal de los robots, la sinuosidad precisa, envolvente, de la planta por emparrarse, o al del girasol por beber la luz -un esfuerzo en el que invertían toda su energía y toda su intención-, y cómo estos movimientos vegetales encarnaban en el despliegue de los bailarines, que adquirían la condición de metáfora, de temblor significante. Sus cuerpos eran cerebros danzantes, igual que los robots son cerebros -artificiales- semovientes. La exposición de Shobana fue una explosión de inteligencia, y no solo por lo que nos enseñó -la inteligencia es eso, la capacidad para establecer relaciones donde antes nadie las había visto: darse cuenta de que la piedra que cae y la luna que no cae son expresiones de un mismo fenómeno; ver cuerpos que se despliegan donde antes solo había plantas en busca del sol-, sino por la forma en que lo hizo: con una naturalidad y una cercanía apabullantes. Su relato, que no le llevó más de cuarenta minutos, fluyó apoyado en una dicción clara y una fenomenal empatía expresiva. Me maravilló esa ausencia de rigidez que se adquiere en las escuelas anglosajonas, ya radiquen en Nottingham o en la India: esa capacidad para formular comprensible y persuasivamente ideas en público, sin aturullarse ni engreírse. Una naturalidad que no solo beneficia al discurso, sino que también envuelve al ponente y al público en una suerte de manto fraternal. No importa entonces, por ejemplo, que Thrish Nanayakkara estuviera a punto de caerse por una ventana falsamente cegada -por fortuna para la robótica mundial, no hubo daños personales, aunque sí mucho ruido-, o que alguien desconectara, con un chispazo imprevisto, el cañón proyector, o que a otro se le cayera un libro al suelo: todo se subsumía en un flujo amable y reparador. Y ese flujo permitía entrar a cualquiera en un mundo desconocido y que muchos habríamos considerado abstruso a priori, demostrando que no hay disciplinas inaccesibles si se nos formulan con pasión y sensibilidad. El despliegue de los cuerpos de Richard y Avatâra era de una gran belleza, pero, sobre plástico, era también comprensible, porque se le superponía -o, más bien, lo vivificaba- la razón compartida de Shobana. Entre el público estaban la penúltima directora del Royal National Theatre, la agregada para asuntos científicos y culturales de la embajada española, Ana Correas, y Álex. Álex, amigo de Avatâra, tiene 87 años, es doctor en ciencías físicas y químicas, y bailarín de ballet. Solo eso habría hecho que descollara entre la audiencia, pero es que el atuendo de Álex hacía que el supuestamente rompedor de los muchos jóvenes que poblaban la sala pareciera propio de un convento de monjas en la Inglaterra victoriana. El cuerpecito minúsculo del anciano portaba sandalias -aunque esto lo disculpo: yo también las llevaba-, pantalones floreados, una chaquetila de moaré fucsia y un fulard vagamente palestino. También llevaba el poco pelo blanco que le quedaba echado para adelante, como los senadores romanos más provectos, en una versión no transversal, sino longitudinal, de Iñaki Anasagasti, y las uñas pintadas: cada una de un color; también las de los pies. En la recepción que la universidad dio luego -las conferencias forman parte de un espléndido programa de actividades, agrupadas bajo el título de Being Human ("Ser humano"), a las que luego sigue un modesto cóctel-, Álex se infló de cacahuetes y aceitunas, para lo que no fue óbice que careciera de dentadura: masticaba con toda la mandíbula, que, barbada, parecía barrer el aire, y luego engullía el bolo resultante con la ayuda de un prolongado lingotazo de vino blanco. La conversación con él no era fácil, y no solo por su compleja masticación, sino porque también está sordo, y había que gritarle en el oído para que nos oyera. Pero nos inspiraba mucha ternura.

jueves, 24 de octubre de 2013

Rendezvous con Jordi Larios

Ayer estaba citado con Jordi Larios, un catalán de Palafrugell que profesa en la Universidad Queen Mary de Londres. El campus se encuentra en el East End, una zona no especialmente agraciada de la ciudad. Allí empezó su historia: en 1887, en el Palacio del Pueblo, un nombre que recuerda a las grandes construcciones soviéticas, pero que era, en realidad, un centro filantrópico de ayuda y enseñanza a los habitantes de aquel barrio de inmigrantes, algo que, en buena medida, sigue siendo. Frente al café al que me invita -en vaso de plástico, naturalmente; en Londres se desconoce servirlo en taza-, me habla de su ya dilatada estancia en el Reino Unido, al que llegó en 1987; de su difícil desplazamiento a Londres -él vive en Cardiff, pero ha de pasar, por sus clases, dos noches a la semana en la capital; alquilar algo aquí, y mucho menos comprarlo, resulta prohibitivo-; de la contracción general de la universidad británica, muy afectada por la crisis -el coste de un año de estudios se ha multiplicado por tres: ahora vale 9.000 libras; hay, en consecuencia, menos alumnos y, por lo tanto, también menos cursos y profesores; la moral está baja-; y de un sistema universitario que ha adquirido la condición de negocio, y a cuyas exigencias productivas se subordinan su finalidad y sus servicios. Jordi, además de profesor de literatura catalana, es traductor y poeta. Como traductor, ha vertido al catalán obras de Robert Coover, Henry James, David Lodge, Dorothy Parker, Anthony Powell y Saki. La calidad de los traductores se revela por la calidad de los traducidos, al igual que la grandeza de los críticos se evidencia por la grandeza de los criticados. Aplaudo, pues, especialmente, su elección de Saki, uno de los mejores -y más corrosivos- prosistas de la literatura en inglés de finales del s. XIX y principios del XX. No es desdeñable tampoco el trabajo realizado con Henry James, un autor que parecía congénitamente incapaz de concluir una frase. En su calidad de poeta, Jordi Larios ha publicado tres títulos: Home sol ("Hombre solo"), en 1984; El cop de la destral ("El golpe del hacha"), en 2006; y su más reciente entrega, Rendezvous, aparecido este mismo año en la benemérita colección "Jardins de Samarcanda", de Barcelona, dirigida por Antoni Clapés y Víctor Sunyol. Un vistazo a su bibliografía revela de inmediato que Jordi no es un escritor presuroso, sino muy reflexivo, puntilloso, hasta el límite mismo de la parálisis, en la creación y la corrección, animado, valga la paradoja, por una paciencia oriental. Su escritura se produce por sedimentación, al modo lentísimo de las estalactitas: los versos gotean y dejan, en su caída, un sustrato mineral, que, acumulado, forma la roca. Pero es una roca ingrávida: una roca que participa de la condición de aire, que es aire solidificado. Pese a ello, las cosas han cambiado algo con este último libro, Rendezvous, que solo ha tardado siete años en componer: "he ido a un ritmo vertiginoso", me confiesa. Ambos recordamos que Gabriel Ferrater solo escribió tres poemarios en su vida, Claudio Rodríguez, solo cinco, y que la poesía completa de Jaime Gil de Biedma se contiene en un volumen de apenas 150 páginas. Además, Jordi se manifiesta libre de servidumbres y expectativas: él cultiva su estética como un anacoreta su huerto, y le traen al pairo la repercusión que sus libros puedan tener, o las batallas que puedan desencadenar. Lo único importante para él -y para mí- es decir lo que se quiera decir. Si con ello se gana, además, un puñado de amigos, su felicidad será completa: la satisfacción con lo creado y la amistad son las únicas recompensas. Rendezvous es un libro delicadísimo, en el que se conjugan diversas líneas de fuerza, si esta expresión no resulta demasiado contundente para lo que no es sino un entramado aéreo de anhelos y sugerencias. En los poemas del libro, frecuentemente enumerativos, destacan el canto amoroso, en el que se clavan agujas de melancolía, y la efervescencia lábil pero irredenta del deseo; la presencia de la ciudad, Londres o Cardiff: lluviosa, tediosa, cotidiana; el paso del tiempo, que corrompe los cuerpos y las esperanzas, pero que choca todavía con leves encrespamientos, con horas y experiencias e instantes que sobrenadan, náufragos exultantes, en el océano del olvido; y la reflexión metapoética, que se vale, a menudo, del diálogo intertextual: Keats, Màrius Torres, Paul Éluard, Narcís Comadira, Maria-Mercè Marçal. Transcribo, y traduzco, uno de sus poemas, que es como una miniatura japonesa:

LLUM

Enyores
les seves mans desemparades
-les seves mans de fang-,
la rosa dúctil,
a penes perceptible,
del seu alè.

Enyores
la seva llum urgent.

LUZ

Añoras
sus manos desamparadas
-sus manos de barro-,
la rosa dúctil,
apenas perceptible,
de su aliento.

Añoras
su luz urgente.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Luis Cernuda el doliente

Cernuda vivió en Gran Bretaña desde febrero de 1938 hasta septiembre de 1947. Tras implicarse en la defensa de la República, y hasta combatir con el Batallón Alpino en Guadarrama -muchos desajustes hubo en la vida del poeta, pero pocos tan pronunciados como este: un sevillano amante de las playas pegando tiros en los riscos nevados-, se exilió en las Islas Británicas, donde vivió en Londres, Glasgow y Cambridge. Antonio Rivero Taravillo lo cuenta muy bien en Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963), publicado en 2011, una biografía que combina sabiamente el rigor y la ironía, el dato minucioso y la prosa desembarazada. Es sabido que Cernuda no disfrutó de esos años de exilio, como tampoco de los que siguieron en los Estados Unidos, donde fue profesor en Mount Holyoke, un colegio para señoritas. Lo que a otros nos habría resultado muy estimulante, a él lo sumía en un profundo aburrimiento. Solo al llegar a México recuperó la alegría de vivir, para lo que fue fundamental que descubriera el cuerpo broncíneo de Salvador Alighieri, un culturista azteca con nombre de poeta del Renacimiento. Pero en Inglaterra y Escocia sufrió, sufrió mucho: el clima lo torturaba, no menos que el puritanismo anglicano, la frialdad de la gente y un capitalismo apto tanto para producir bienes como para destruir los frutos de la imaginación y la alegría de vivir. Si Londres lo ahogaba, con sus muchedumbres y su ruido -lo que no ha cambiado: la ciudad sigue siendo un hormiguero monstruoso-, Glasgow fue lo más parecido al infierno, un infierno helado, aunque al principio descubriera el "atractivo matinal [de] hallarse en los cuartos de baño con déshabillés o desnudos escoceses". Pero la ciudad caledonia le resulta oscura, soporífera, desolada: un "amontonamiento de nichos administrativos", "una charca". Pasa después, en 1943, al Emmanuel College, de Cambridge, donde trabaja como lector de español, y donde disfruta de sus mejores años ingleses: si no de felicidad -una palabra siempre excesiva cuando se trata de Cernuda-, sí, al menos, de sosiego. En 1945, en fin, se traslada a Londres, donde colabora con el Instituto Español -con el republicano, claro; porque en 1946, se creará otro, franquista, con el mismo nombre, cuyo primer director fue el también poeta Leopoldo Panero, con el que, sorprendentemente, traba una buena amistad- y ejerce de crítico literario en el Bulletin of Hispanic Studies. Los veranos los pasa en Oxford, con su amigo el pintor Gregorio Prieto. La amistad londinense con Panero, por cierto, se prolonga en la que mantiene con su esposa, Felicidad Blanc, que se ha enamorado de él. Cuenta esta en sus memorias que una mañana le pidió al poeta que fueran solos a Battersea Park, algo agreste y apartado entonces, y que allí, después de que Cernuda le leyera "Impresión de destierro", ambos permanecieron cogidos de la mano, transportados de amor, sin tener siquiera que decirse que se querían. Dado que Felicidad Blanc no podía no saber que el poeta era "uranista" -como le definió uno de sus censores-, aquel estado de arrobo era, más bien, un estado de ofuscación, causado, quizá, por el interés que sospechaba en su marido por una de las componentes de los Coros y Danzas de la Sección Femenina que en aquel momento participaba en un festival musical en Gales. El estudio de Rivero Taravillo subraya una constante en la personalidad del poeta sevillano, que se manifiesta incluso en estos años, en los que dependía más que nunca del apoyo de sus amigos. O quizá precisamente por eso se manifestaba con mayor virulencia: porque dependía de la conmiseración de los otros, lo que evidenciaba su vulnerabilidad. Se trata de su hostilidad para con todos, de su carácter irritable y altanero, de su rencor y su esquivez. Una anécdota, de las muchas que consigna el biógrafo, lo expresa bien. En el verano de 1945, Cernuda pasa unas semanas en Wookey Hole, junto a su amiga Nieves Mathews. Come y pasa los días en su casa, donde anfitriona e invitado leen juntos, hablan de literatura y salen a pasear con el hijo de Nieves. Pero un buen día Cernuda se marcha entre dos comidas, sin despedirse, y sin que se vuelva a saber de él. Dos años después, Nieves Mathews averiguará el motivo de su desaparición: Cernuda había encontrado en su biblioteca un ejemplar intonso de La realidad y el deseo. Pero se trataba de un libro que Nieves había comprado la víspera de irse a Wooky Hole, simplemente para tenerlo cerca de ella y del poeta. Ambos ya lo habían leído y releído juntos, en Oxford. Si bien la estancia de Cernuda en Gran Bretaña fue, en lo personal, muy desafortunada, su provecho literario fue grande. Cernuda leyó a los metafísicos ingleses, a Eliot y a Auden, a Wordsworth y a Blake, a Yeats y a Shelley, a Keats y a Browning, y tradujo Troilo y Crésida, de Shakespeare. Todo ello le sirvió para esquivar, como consigna en Historial de un libro, la falacia patética y "la bonitura y lo superfino" de la expresión, y desarrollar una lengua cuidada y útil, pero carente de afectación: la austeridad y la naturalidad, tan propias de la literatura inglesa, serán dos de los rasgos esenciales de la que él escriba hasta su muerte, que se proyectarán en buena parte de la poesía española contemporánea, gracias a la creciente influencia de la obra cernudiana. Sin embargo, el sevillano celebra profundamente su marcha de Inglaterra. Lo reflejará en "La partida", un poema escrito en los Estados Unidos, pero que recoge sus impresiones de aquellos ríos grises, de aquel aire húmedo, con los que había tenido que convivir, o que había tenido que soportar, y que concluye, proféticamente: "(Adiós al fin, tierra como tu gente fría,/ Donde un error me trajo y otro error me lleva./ Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte)".

martes, 22 de octubre de 2013

HMS Belfast

El Belfast es una de las innumerables atracciones turísticas de Londres. Yo, sin embargo, nunca lo había visitado. Está fondeado en la ribera sur del Támesis, frente a la Torre de Londres, y su administración y explotación corresponde al Imperial War Museum. El domingo pasado Álvaro y yo decidimos echarle un vistazo, aprovechando que un sol arisco asomaba entre las nubes pertinaces. Siempre me ha llamado la atención el interés, incluso la pasión, que sienten los ingleses por su historia militar, y sus constantes esfuerzos por preservarla. Será porque vengo de un país que desprecia sus hechos castrenses, identificados por la mayoría con sangrientos errores de monarcas cretinos o con barrabasadas de generalotes. Es cierto que, en España, la historia militar ha sido una prolongación de su historia política, es decir, un desastre, mezcla de improvisación, venalidad y fanatismo, pero también que contiene actos de inteligencia y momentos de abnegación, y que no pocos de sus protagonistas han defendido, incluso con su vida, un ideal de patria que asegurara la libertad y la igualdad de sus ciudadanos. Junto a ellos han muerto muchísimos, arrastrados por la conscripción o la pobreza, o simplemente porque pasaban por allí, cuya sangre anónima no debería ser olvidada. En Gran Bretaña, esto es asumido por todos. No es extraño, en realidad: este país ha librado batallas en los cincos continentes, y las ha ganado casi todas. El Belfast es un crucero ligero, botado en 1936, con una hoja de servicios distinguida: sufrió el impacto de una mina, hundió varios barcos enemigos en la Segunda Guerra Mundial, participó en el desembarco de Normandía y aún prolongó sus labores en la Guerra de Corea, hasta que se le concedió un honroso retiro en 1963. Desde 1971 está abierto al público. Entre sus actos de guerra más destacados figura su participación en el hundimiento del Scharnhorst, uno de los buques estrella de Hitler, que estaba martirizando a los convoyes británicos en el Atlántico. En diciembre de 1943, en el Cabo Norte, dos flotillas británicas consiguieron rodear al acorazado alemán, que había salido a capturar mercantes. El Scharnhorst intentó eludir el cerco, pero sucumbió a la superioridad numérica del enemigo y a su mayor capacidad de fuego, no sin antes responder con gallardía al bombardeo inglés. De sus casi 2.000 tripulantes, solo sobrevivieron 36. Para entrar en el Belfast hay que pagar una pequeña fortuna, aligerada en nuestro caso por la condición de estudiante de Álvaro. También hay que superar a una taquillera cuyo inglés me resulta incomprensible. Conseguí sobrevivir a los primeros intercambios, como el Scharnhorst, pero me hundió, por fin, con una pregunta demoledora. Se la hice repetir, pero seguí sin entenderla. Miré a mi hijo: sus ojos expresaban tanta vaciedad como los míos. Pero respondí a la taquillera, con convicción: "No". He comprobado que, cuando se está ante una disyuntiva ininteligible, es más prudente renunciar a un posible beneficio que aceptar una carga inesperada. La mujer se dio por satisfecha, no sin esbozar un sutil gesto de sorpresa, y nos dejó pasar. En el Belfast lo más interesante no son las armas que están en la cubierta -Bofors antiaéreos, cañones de infinidad de milímetros, ametralladoras terribles, torpedos que recuerdan a aquella bomba atómica sobre la que cabalgaba el aviador tejano de Teléfono rojo: volamos sobre Moscú-, sino los ingeniosos mecanismos que permitían, por ejemplo, montar una rampa de lanzamiento para dos aviones de reconocimiento que, a su regreso, eran rescatados del mar con una grúa, y, sobre todo, las instalaciones de la marinería, en los puentes inferiores. Allí se han conservado o reproducido los camarotes, las cocinas, los baños y una infinidad de servicios imprescindibles para el funcionamiento de la nave, desde la carpintería hasta la discoteca, donde se ponían los discos que sonaban, en ocasiones especiales, por la megafonía del buque. Hay que reconocer que los muñecos que representan a los marineros que prestan o utilizan esos servicios no son los más graciosos del mundo -sus peluquines resultan especialmente repulsivos; algunos, como el capellán, parecen el abuelo de Chuki-, pero es que su tarea aquí no era nada graciosa. Por otra parte, se agradece el esfuerzo de los británicos, siempre tan amantes del teatro, por representarlos con expresividad, a la que contribuyen los olores con que impregnan las salas: la carnicería huele a rosbif, y la peluquería, a pelo recién cortado. Sin embargo, lo que más nos impresionó no fueron los camarotes y las habitaciones, sino las salas de máquinas. Había que llegar a ellas descendiendo el equivalente a cuatro pisos, por un verdadero dédalo de escaleras estrechísimas. De hecho, no me explico cómo la marinería sobrevivía a los golpes en la cabeza. Me imagino que, en un zafarrancho de combate, las prisas subiendo y bajando debían llevar a la muerte por decapitación a más de uno. Las tripas del barco -sus motores- sobrecogen por su barroquismo: forman una maraña claustrofóbica de cables y tuberías, que confluyen y se bifurcan en un bosque de formas inimaginables, de meandros de cobre y promiscuidades galvánicas. Caminamos por senderos habilitados para los visitantes, que a lo mejor no eran por los que se movían los tripulantes. Quizá ellos estaban sumidos en ese laberinto de humo y metal sin sendas ni orden, abstraídos en la enloquecedora manipulación de una energía monstruosa. El ruido, que se reproduce en una grabación, era también desquiciante: caía sobre los fogoneros como otra losa, como otro mar.

lunes, 21 de octubre de 2013

Virginia y Fernando (y David Rosenmann-Taub)

Ayer cenamos con Virginia Sarmiento y su marido Fernando. A ambos los conocí hace cuatro años, en Barcelona, cuando DVD ediciones publicó la antología del poeta chileno David Rosenmann-Taub Me incitó el espejo, competentemente preparada por Álvaro Salvador y Erika Martínez. Rosenmann-Taub es un escritor extraordinario, aunque durante muchos años haya cultivado un apartamiento que ha llevado a algunos a sospechar, incluso, que se trataba de una invención, como le sucedía a Juan Larrea, cuyos contemporáneos creían un heterónimo de Gerardo Diego. Cosas así les suceden a algunos grandes pero ocultos escritores: a la gente se le hace difícil imaginar que lo que escriben sea posible; y que, siéndolo, su autor no se revele. La popularidad es un tóxico muy dañino, pero algunos -aquellos que solo pueden aspirar a la popularidad- la consideran imprescindible para vivir: como si fueran bebedores de mercurio. Virginia dirige la Fundación Corda, con sede en Nueva York, cuyo objetivo consiste en reunir, preservar y difundir el legado artístico de Rosenmann-Taub, que no se limita a la poesía, con ser esta fundamental, sino que se extiende también a su actividad como músico y dibujante. Ayer nos reunimos en un restaurante indio del Soho, el Chettinad, que pasa por ser uno de los mejores de Londres, especializado en comida del sur de la India, un país que contiene tantas gastronomías como idiomas, y hablamos de su vida y de la nuestra, tan asendereada. Ambos se pasan una buena parte del año viajando, pero residen en Chapel Hill, en Carolina del Norte, un lugar hermosísimo. Ángeles y yo lo visitamos en nuestra última estancia en los Estados Unidos, y quedamos asombrados por su espectacularidad, aunque se trataba de una espectacularidad sosegada, henchida de verdes, abrumadora de luz, y casas porticadas, e iglesias de aire colonial, impregnadas de la calma, un punto mediterráneamente cachazuda, del sur del país. También recuerdo que en Chapel Hill, la persona a la que estábamos visitando, un buen amigo, que estudiaba allí, nos enseñó una de las facultades que componen su potente universidad: los varios pisos que se divisaban desde el vestíbulo estaban atiborrados de ordenadores. En Carolina del Norte también visitamos Connemara, la finca en la que vivió y murió el poeta Carl Sandburg, de pelo blanco y versos nacionales, entre whitmanianos e íntimos, otro lugar de belleza difícilmente igualable, asentado en una pradera despejada, donde había arroyos y graneros blancos. Con Virginia y Fernando hablamos de todo esto, y de literatura, desde luego. Virginia dijo algo con lo que me sentí inmediatamente de acuerdo: detesta que se califique la poesía de Rosenmann-Taub de "hermética". No es, desde luego, una poesía sintácticamente acogedora, pero el hermetismo, en poesía, no existe, o, a lo sumo, solo existe para aquellos que no saben, o no quieren, abrir la puerta. Si una poesía nos capta, por su vigor sensorial, por su música o su color, por la exaltación y el misterio a que nos conducen sus ecos y sus asociaciones, es que ya hemos entrado en ella; y si no lo hace, no es porque no resulte diáfana, sino porque nosotros preferimos otra suerte de accesibilidad. Además, el hermetismo está demasiado cerca del insulto: algunos lo han utilizado para descalificar, aunque lo único que han descalificado con ello ha sido su capacidad para entender que la poesía, como decía Vicente Aleixandre, es una casa con muchas puertas. Tras la charla, y una cena a base de múltiples arroces y manjares irreconocibles, y después de que no nos permitieran llevarnos a casa el buen vino blanco alemán que nos había sobrado (era la segunda botella), porque no tenían licencia para vender alcohol fuera del establecimiento y, si lo hacían y alguien lo averiguaba, podían cerrarles el local (esto nos dijo, compungido, el camarero de bronce, rayano en la negrura, que nos había atendido con obsequiosidad oriental; el puritanismo anglicano con el alcohol se me hace fatigoso), los acompañamos a su hotel, en Fleet Street. De regreso, pasamos por delante de Somerset House, el gran palacio construido por William Chambers en 1776 entre el Támesis y el Strand, que ahora alberga museos y restaurantes, y donde se celebran festivales de arte, música y literatura. Nos asomamos al patio, enorme y solitario. A cada uno de los lados de la fachada principal, salpicada de ventanas, dos torrecillas blancas con relojes marcaban una hora unánime. Delante, un friso con imágenes femeninas y una cúpula verde apuntaban al cielo, donde brillaba la luna llena, mucho más blanca que las torres: casi plata. Y, abajo, una fuente moderna, de chorros que salen verticales del suelo, llenaba el lugar de un delicado estruendo líquido. Fernando empezó entonces a correr entre los espacios que dejaban los chorros, y los recorrió todos. Cuando volvió, estaba contento de que apenas le hubiera rozado el agua. Solo nos rodeaba el silencio entonces, y los cuatro sonreíamos.

ATARAXIA

De rodillas el Árbol.
Caigo sobre mis ojos: me acompaño:
sólo tengo caminos.
La luz clama: "¡Estoy ciega!"
Cunde frescos sentidos
el ansia, polvorienta, disoluta.
Los pies del cielo con mis pies tropiezan.
Vetusto claroscuro:
caminos y caminos y ninguna
huella. Jamás el mundo.

David Rosenmann-Taub
(Los despojos del sol)

domingo, 20 de octubre de 2013

Por Londres con una silla en la cabeza

Ayer Ángeles y yo fuimos a comprar una silla. Una silla normal, de oficina. Después de casi dos meses escribiendo cinco horas al día en una silla de comedor, más tiesa que una escoba, diseñada para todo menos para pasarse escribiendo cinco horas al día, mi espalda ya no aguantaba más. El dolor de espalda es uno de los más terribles e insidiosos que nos procura la vida moderna: como si nos aplicaran una placa candente en los hombros, o nos clavaran invisibles varillas de bambú en los huesos. Y estar sentado tanto tiempo es insalubre: no nos descansa, sino que nos tritura por dentro. Nos fuimos, pues, a Wanstead, un suburbio de Londres que antes fue un municipio independiente, pero que ha sido engullido por el crecimiento imparable de la ciudad. Allí abundan los comercios de segunda mano, y una compañera de trabajo de Ángeles le había informado de que pueden encontrarse sillas ergonómicas a muy buen precio. Lo del precio era fundamental: una buena silla de oficina nueva puede costar 600 libras, y, de segunda mano, 200. En el anunciado tugurio de Wanstead, había mobiliario steelcase por 40 libras. El barrio, en efecto, es una sucesión de tiendas baratas, un cúmulo de abarrotes, atendidos tanto por ingleses como por paquistaníes y jamaicanos, donde se pueden comprar desde escafandras a coches antiguos, y donde impera, como comprobaremos luego, un sistema de cobro a la española: en mano y sin factura. Pese a esta configuración estrictamente comercial, Wanstead no ha sido nunca un arrabal irrelevante: aquí han vivido el astrónomo James Pound, el poeta Thomas Hood y Robert Dudley, conde de Leicester y favorito de Isabel I, cuya muerte sumió a la reina en una profunda tristeza, además de contar con un pub, el George, fundado a principios del s. XVIII y aún en funcionamiento, a cuya entrada se conserva una placa fechada el 17 de julio de 1752, en la que el terrateniente de la época, David Jersey, rememora el monstruoso pastel de cereza con el que él y los demás parroquianos celebraron una fiesta aquel día. (Jersey especifica incluso el precio de la tarta: media guinea). Adquirida la silla, hubimos de afrontar la dura realidad: había que volver a casa, en metro, con ella a cuestas. Cruzamos casi toda la central line y luego tuvimos que hacer trasbordo en Oxford Circus, aunque el circo lo protagonizábamos nosotros, entrando y saliendo de los vagones, subiendo escaleras mecánicas y no mecánicas, y atravesando pasillos con una enorme silla a la espalda. Lo único bueno del viaje es que, por muy lleno que fuese el tren, nosotros siempre teníamos asiento. Al llegar a nuestra parada, Pimlico, aún nos faltaban unos diez minutos caminando para llegar a casa, y uno nunca aquilata el peso real de las cosas hasta que ha de transportarlas a tracción sangre. La silla, que al salir de la tienda parecía, simplemente, sólida, a estas alturas se nos antojaba la pirámide de Keops. Luego de llevarla los dos, cada uno de un brazo, unos cientos de metros, decidí echármela a la cabeza y avanzar más deprisa. Pensé, además, que, si había de pasar muchos días sentado en ella, era justo que, durante un rato al menos, ella se sentara en mí. Y así fui yo, con una silla steelcase beige, con reposabrazos, refuerzo lumbar y cinco patas giratorias de sombrero. Lo más curioso es que los transeúntes que pasaban a nuestro lado ni siquiera hacían el gesto de mirarnos: pasaban como si tal cosa; igual podría haber llevado yo en la coronilla un cerdo azul, o un pigmeo desnudo, que no habrían reparado en nosotros, o mejor, habrían seguido haciendo como que no reparaban en nosotros. En Londres uno puede ir por la calle con una cacatúa colgando de la bragueta, o dando brincos como un canguro, o vestido de lagarterana, que no pasa nada. Pero, aunque su transporte era ahora algo más fácil, la silla no pesaba menos que antes. Cuando, llegados por fin al hogar, me la quité de la cabeza, parecía Torrebruno. Pero ahora ya escribo sentado en ella: la espalda me duele menos, y no tengo la sensación de que mis nalgas se estén friendo en una sartén. El viaje a Wanstead ha valido la pena.

sábado, 19 de octubre de 2013

Battersea Park

Salgo a pasear por el parque de Battersea. Londres es una de las ciudades más caras del mundo, pero lo compensa con dos grandes espectáculos gratuitos: el de sus parques y el de sus grandes museos nacionales. Con un billete en Easyjet o Vueling (jamás Ryanair, ese monstruo de la ordinariez y el desprecio por la gente), alojamiento en un albergue de juventud, una dieta a base de fruta y fish and chips, y calzado cómodo, uno puede pasarse días disfrutando de una naturaleza extraordinaria y de algunas de las mejores colecciones pictóricas e históricas del mundo, gastando muy poco o casi nada. El parque de Battersea es el que está más cerca de mi casa. Saint James no queda lejos, pero está contaminado por la parafernalia monárquica y atiborrado de turistas y soldados con gorro de piel de oso. Battersea, además de pillarme a mano, tiene otra cosa a su favor: como queda un poco al margen de los grandes núcleos turísticos, es uno de los menos visitados de la ciudad, aunque muchos lo consideran uno de los más hermosos. Lo delimitan dos puentes, Chelsea y Alberto, y tiene 83 hectáreas de extensión, que antes eran terrenos ganados al Támesis, donde se cultivaban espárragos y se celebraban mercados y duelos. En 1829, por ejemplo, el duque de Wellington ventiló allí sus diferencias de honor con el décimo conde de Winchilsea, aunque ambos las consideraron resueltas disparando cortésmente al aire. (En realidad, la mayoría de los duelos eran actos rituales, en los que lo último que querían los contendientes era que alguien resultara herido; solo el pobre Pushkin condescendió a ser asesinado en uno de estos desafíos). Hoy las únicas competiciones que se mantienen aquí son las de los joggers consigo mismos. Uno de los principales atractivos del parque es su Pagoda de la Paz, erigida en 1985 por el reverendo Gyoro Nagase y los monjes budistas de la orden de Nipponzan Myohoji. (No es, por cierto, la única construcción japonesa en la ciudad: Holland Park alberga unos deliciosos Jardines de Kyoto, donados en 1991). La Pagoda se levanta en pleno centro del parque, equidistante de los dos puentes que lo flanquean, contigua al Támesis. Su perfil resulta sorprendente en un paisaje de robles, castaños y sauces, pero su propósito se ha cumplido: el lugar transmite una extraña sensación de paz. Un monje con hábitos azafranados cuida del templo cada mañana: lo limpia, y entona los cantos rituales. Ninguna pintada ofende nunca las paredes blancas. La figura dorada del Buda que luce en uno de sus lados supone, en la albura de la construcción, una mancha amable, perfilada con la espiritualidad y, a la vez, con la minucia del arte asiático. En otra de las caras de la stupa, una composición de figuras, sobre fondo azul, representa la muerte de Siddharta. Pero es, como todo aquí, una muerte apacible, casi deseable: los hombres y las mujeres que rodean su cuerpo parecen atraídos por su sueño, inclinados a abrazarlo, voluptuosamente anulados. El parque alberga muchos otros atractivos -hasta una galería de arte, la Pump House Gallery, junto a un lago interior que sobrevuelan cormoranes y garcetas-, pero no es el menor sentarse junto a la pagoda y contemplar lo que sucede, aunque todo sea tan sutil, tan sosegado, que parece que no suceda: gente que pasea a los perros, o perros que pasean a la gente; barcos anclados en el Támesis, quietos como islas; jóvenes que regresan de sus encuentros nocturnos, y que arrastran sus disfraces góticos como los buzos sus trajes fuera del agua; un hombre que lleva un parche en el ojo, y, media hora después, fantásticamente, otro tuerto con parche; una ciclista que pedalea sola en un tándem para cuatro; los petirrojos posándose en el pretil de piedra del parque y luego cayendo en picado al agua, para eludir en el último momento el contacto con la superficie azul y remontar un vuelo rectilíneo y llameante. Y, delante, el hospital de Chelsea, con sus praderas insomnes, y el largo embankment, recorrido por plátanos frondosos, y desgarrado, aquí y allá, por las torres apuntadas de las iglesias anglicanas o por lienzos de fachadas victorianas. A un extremo del parque se distingue la central eléctrica de Battersea y el antiguo depósito de agua del ferrocarril, pintado de un azul desvaído pero chirriante; al otro, el puente de Alberto, construido en 1873, con su aspecto de pastel de cumpleaños, sostenido por una infinidad de cables colgantes, guardado, a la entrada y la salida, por casetas octogonales de peaje, e iluminado espectacularmente por las noches. Pocos lugares, en este Londres tumultuoso, son más inspiradores. En pocos puede uno caminar como por aquí, donde cree caminar por su interior.

viernes, 18 de octubre de 2013

Pudor en el gimnasio

Yo voy a un gimnasio. Se llama The Dolphin, "El delfín", pero no es un reclamo publicitario: no anuncia que sus clientes vayamos a salir de él lustrosos como cetáceos. El nombre es el mismo que el del edificio en el que se encuentra, Dolphin Square, "La plaza del delfín" (porque en sus jardines interiores, en efecto, hay una plaza con una fuente presidida por la estatua de un delfín enorme), aunque nosotros, llenos de rencor, lo hemos rebautizado como "El delfín cuadrado". En el gimnasio me someto a las periódicas sevicias de un monitor de spinning que, en su anterior reencarnación, debió de ser kapo de stalag en Treblinka, y que no estoy seguro de que, en esta, no sea un asesino en serie. Otras veces, nado, si es que encuentro una calle libre en una piscina siempre superpoblada, y si sobrevivo a los choques de cabezas que produce el hecho de que la gente, como los coches, circule por la izquierda. Cuando quiero alguna tranquilidad, recurro a la sala de máquinas, que no es la de un tren ni la de un transatlántico, sino un lugar donde empujo pesas, estiro cuerdas, fatigo mancuernas, pedaleo sin moverme un milímetro de donde estoy, ando sin avanzar, contemplo a señoras con las mallas muy ajustadas y, en general, practico un masoquismo atroz, consistente en hacer, hasta la extenuación, cosas que no conducen a ningún sitio, ni siquiera a que se me rebaje un ápice la barriga que estoy criando, como resultado de mi gusto por la cerveza y los muffins ingleses, y de las horas que dedico a escribir este diario. Pero, haga lo que haga, como es natural, siempre he de pasar luego por el vestuario. En los vestuarios españoles, la libre expresión del cuerpo es norma. La gente se desnuda, claro, pero, en lugar de remediar pronto ese hecho, cambiándose enseguida de ropa, o haciendo con diligencia lo que tenga que hacer, se dedica, a cuerpo gentil, a un entusiasta intercambio social: unos charlan con viveza; otros se meten en la sauna, donde también charlan; otros aprovechan para afeitarse, y conversan con el que se está afeitando al lado. Y eso, sin contar a los abstraídos: a quienes, en los puros cueros, hacen ejercicios en el suelo, o se tumban en las banquetas para adoptar posiciones vagamente yóguicas, o se cuelgan de las barras de las duchas para hacer flexiones. Pero a mí se me hace extraño mantener una conversación con un pene. "¿Qué? ¿Qué vas a hacer este fin de semana?", me pregunta el pene. "Hmmm, pues no sé; tengo trabajo en casa...", le respondo yo, elusivamente. Pero el pene, fornido, insiste: "Pues tendrías que salir un poco. Trabajar tanto no es bueno...". En el vestuario del Dolphin -al menos, en el de hombres; en el de mujeres no he tenido nunca el placer de estar, aunque sospecho que no será muy diferente- las cosas no son así. La gente va a la ducha, y vuelve de ella, con una toalla enrollada a la cintura, y hasta con la ropa interior ya puesta. La gente se cambia, en un rincón, discretamente. La gente se afeita en calzoncillos o pantalones, o, mejor aún, no se afeita. La gente no habla ni se pasea desnuda: la desnudez es un estado íntimo, personal y transitorio que debe guardarse para uno. La desnudez en público es una inconveniencia inevitable por la que hay que pasar lo más deprisa posible. Y a mí me gusta que no me cuelguen penes delante de la cara cuando me estoy poniendo los calcetines, o no agarrar alguno por error, creyéndolo el asa de mi bolsa de deporte. La diferencia quizá se explique por las diferencias de clima: el calor genera una relación distinta con nuestro cuerpo, una voluntad de despojamiento, que no comparten las naciones hiperbóreas. O acaso tenga que ver con la cultura puritana de los ingleses: esa que reprime la expansión y ciñe los comportamientos a su expresión más austera; esa que hace de la intimidad un espacio que nos delimita, que nos define, incluso, como seres, y con el que no cabe transigir.

jueves, 17 de octubre de 2013

Spain (Now!)

Spain (Now!) no es un grito patriótico, sino el nombre de una organización que, desde hace cinco años, promueve y difunde el arte y la cultura españoles en el Reino Unido. La dirige Antonio Molina Vázquez, y ayer inauguró sus actividades de 2013 en un club privado, The Hospital, en Covent Garden. El club es, desde luego, muy privado: tanto, que casi no lo encontramos. Nada lo anuncia a la entrada, salvo una discreta h. Dentro, sin embargo, no nos esperaban aparadores eduardianos, muebles chippendale o ejemplares del Times, sino un posmoderno, casi aeronáutico, local, cuyas salas se alquilan para fiestas y reuniones, y en cuyo ascensor se indica el número de personas que podían ocuparlo y algunas correspondencias de ese peso máximo: "un caballo, 6.666 huevos de gallina, 2.897 plátanos, 10.973 monedas de una libra..." (un toque de humor que condice con el gusto por el ingenio de los ingleses: cerca de casa hay un bar que anuncia sus productos con una frase divertida cada día, escrita en un pizarrón: "nuestra cerveza está más fría que el corazón de tu ex"; o "tómate dos cervezas y paga solo las dos"; o "ya que no puedes ser feliz, emborráchate"). La presentación tuvo lugar en el Oak Room, la "Sala de Roble", aunque allí solo había melamina y silestone. Presentaron el acto el propio Antonio Molina Vázquez, un representante del sector turístico y un funcionario de la embajada española. El inglés del diplomático era espantoso, en forma y fondo, aunque no alcanzaba la altura de Alejandro Blanco, presidente del Comité Olímpico Español, con su inmortal respuesta a una de las preguntas que se le hicieron en la reunión que había de decidir la sede olímpica de 2020: "No listen the ask". Yo, con mi proverbial habilidad, así se lo dije a Avatâra y a otra persona que en aquel momento estaba con ella, y que luego averigüé que era funcionaria de la embajada. En el acto se servía un vino español, y, ciertamente, lo era: uno y español, y sin alimentos sólidos: ni un piadoso cacahuete. La crisis acucia a todos. Pese a la escasez de vituallas, el encuentro resultó entretenido. Aunque un disc jockey, Kigo (no sé si era japonés: así se designa a la palabra de estación en el haiku), hizo todo lo posible por que fuera imposible hablar, conseguimos mantener una interesante conversación con algunas personas, como Dacia Viejo-Rose, que está desarrollando una importante labor de investigación arqueológica en la universidad de Cambridge, y que coordina, con la artista visual Tracey Moberley, un proyecto sobre la formación de la identidad, la memoria y el desarraigo, que se ha de desarrollar en el marco de las actividades de Spain (Now!) en 2013. El programa de este año de Spain (Now!), cuyo nombre resulta tan interesante, con esa mezcla de reticencia y afirmación que sugiere el paréntesis, se centra en el motivo de la calle, alrededor del cual giran las intervenciones de la artista de vídeo Eli Cortiñas, las actuaciones improvisadas de la bailarina y coreógrafa Ana Luján, o los poemas que se leerán, con dos traducciones al inglés, el próximo dos de noviembre, en un slam en el que ha tenido la amabilidad de invitarme a participar Silvia Terrón, la también poeta y coordinadora de las actividades de poesía de Spain (Now!), entre muchas otras propuestas. Cuando salimos de The Hospital, como no era tarde todavía, fuimos a cenar a un restaurante bangladeshí. Mientras esperábamos el inexorable chicken tika masala y veíamos pasar a la gente por la calle, algunos envueltos ya en abrigos, otros todavía en camiseta y sandalias, pensé en el desconcierto de un país que ve cómo se desbandan sus jóvenes y sus profesionales, pero también en la esperanza que supone que, en esa dispersión, a menudo cruel, haya gente, como Antonio Molina Vázquez, Silvia Terrón y los demás colaboradores de Spain (Now!), que crea todavía en la fuerza de nuestra sensibilidad, en nuestra aptitud para expresar el mundo, y ponga todos los esfuerzos de su parte por afirmarlos de nuevo: por reconstruir esa generación titubeante, ese país desperdigado.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Turner

Inglaterra es un país difuso. Abundan la lluvia, el viento, la nieve y la niebla: todo diluye sus perfiles. A veces, cielo y tierra presentan la misma pátina metálica, como si fueran una sola piel: la grisura lo engulle todo. En invierno, los días son muy cortos, y a primera hora de la tarde se instala ya una oscuridad invencible, que desbarata los volúmenes y extingue los colores. Durante muchos siglos, además, la gente quemaba madera y carbón para combatir el frío, y el humo que desprendían las hogueras ennegrecía el cielo. También las fábricas han tendido, desde finales del s. XVIII, un manto de hollín sobre las ciudades inglesas. Niebla y contaminación, aunadas durante mucho tiempo, crearon el famoso smog, aquella insalubre cortina de negrura que se cernía sobre los habitantes de Londres. No es extraño, pues, que un pintor como Turner sea inglés. Nacido en 1775, en plena revolución industrial, ingresó a los 14 años en la Royal Academy of Art, y mereció, desde muy pronto, la consideración del "pintor de la luz". Es cierto: Turner es un virtuoso de la luz y el color, porque, cuando el ambiente está despejado, cuando luce el sol -este sol diamantino que a veces asoma-, no hay paisaje más nítido, ni formas más limpias, ni colores más intensos, que los de la campiña inglesa. Sin embargo, lo glorioso de Turner no es su claridad, sino, precisamente, su difuminación. Claro es Joshua Reynolds; claro es el magnífico John Constable; claros son tantos otros retratistas o paisajistas ingleses, que han atinado con las formas minuciosas, fugazmente ígneas, de su país. La parte de la obra de Turner que me fascina es, sobre todo, la final, aquella cuyas imágenes se contagian de esa imprecisión que cobran las cosas en Inglaterra cuando están impregnadas de bruma o de agua, cuando sus perfiles están ateridos de frío, o los bate un viento pertinaz. La luz sigue ahí, pero diluida en un espacio inconcreto: deviene espectral, sin dejar de ser fulgurante. Los paisajes se dilatan en un encadenamiento de manchas sin entramado, en un tumulto de claridades inexactas. Los crepúsculos se enzarzan en rosas y amarillos deshilachados, en esplendores oleosos. En las marinas, abundantes, el agua y el cielo se abrazan en explosiones laxas, mientras, en sus laberintos, advertimos siluetas que podrían ser de barcos veloces o de barcos naufragados. Hasta la noche pierde su rotundidad tenebrosa: su extensión se matiza de fulgores y transparencias, de objetos en movimiento, de oquedades irradiantes. Y esto es lo que refleja la polícroma difuminación de Turner: el movimiento, el hacerse de los seres, de los hechos, en el flujo indetenible de la realidad. Su inconcreción tiene, pues, un sentido moral: el de la relativización de lo evidente, el de la captación de lo que cambia, el de la comprensión de la incomprensiblidad de todo. Sus latigazos de luz, dispersos, y las heridas que infligen a los óleos, prefiguran a los impresionistas y, con ellos, a la pintura contemporánea. Turner se percibe como irremediablemente moderno, como el Greco, como El Bosco, como Goya, contemporáneo suyo: como todos aquellos que desdeñaron las exigencias estéticas de su tiempo, para incorporar a su obra una percepción singular, una psicología propia. Turner transforma la realidad en la realidad vista, o, mejor, sentida, por Turner. Lo que vemos en sus cuadros no es la naturaleza, sino su alma cabalgando a la naturaleza, o penetrándola. Como vemos también, en sus muchos cuadros y esbozos eróticos -que no se exhiben en la Tate Britain, donde radica la mayor parte de su producción-, sus pasiones en penumbra: vaginas, cópulas, felaciones. Esta carnal oscuridad -que los ingleses mantienen a oscuras- aparece también empapada de luz: una luz titubeante, de aposentos arrinconados, de rayos vespertinos. Turner es, probablemente, el mejor pintor de siempre de un país del que se ha dicho que no es país de pintores. No sé si esto es cierto. Lo que sé es que su pintura refleja mejor que ninguna otra la esencia huidiza, casi incorpórea, de este país sin límites.

martes, 15 de octubre de 2013

Deprimente cortesía

El metro de Londres posee varios récords: es el más antiguo -se inauguró en 1863- y el más caro del mundo: un viaje en la zona 1, la más céntrica (y tiene seis), cuesta más de cinco euros. Pese a ello, sus aglomeraciones son legendarias: cada día lo usan más de tres millones de personas. Sin llegar a los extremos de Tokio, en que unos empujadores, con guantes blancos y paciencia asiática, embuten al personal en los vagones, el metro de Londres ha de habilitar igualmente fórmulas para que todos los que quieren utilizarlo, puedan hacerlo. De entrada, en muchas paradas, en horas punta, hay jefes de estación, vestidos con un chaleco naranja, y armados de señal y silbato, que imparten instrucciones por megafonía y controlan el acceso a los vagones, como en las antiguas estaciones de tren. En ocasiones, incluso, la empresa abre y cierra los accesos a las estaciones, para que la gente entre gradualmente. Más a menudo, sin embargo, los usuarios se autorregulan: es normal ver los andenes llenos de personas que dejan pasar varios trenes hasta que llega uno al que pueden subir sin riesgo de morir por aplastamiento. Por si fuera poco, el metro londinense carece de aire acondicionado, ese invento extraordinario (Woody Allen ha dicho: "Entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire acondicionado"; yo también), con lo que, en verano, es lo más cercano al noveno círculo del infierno. En las paredes de los vagones hay carteles que avisan: "Si se encuentra Ud. mal, baje y pida ayuda". Pero el consejo olvida que es imposible bajar, y mucho menos pedir ayuda: no se puede articular palabra (el aire no sale de los pulmones) cuando se está emparedado en un océano de ejecutivos de la City con sus maletinesjugadores de rugby negros que van a entrenar, estudiantes con libros y carpetas, y amas de casa gordas. En este arduo contexto, la cortesía es fundamental; de hecho, cuanto más terribles son las circunstancias, más necesaria resulta. La cortesía es una forma exquisita de la educación, que no consiste sino en reprimir el yo, algo en lo que los ingleses son maestros, y una eficaz vaselina social. Ayer, en el metro, una señorita -falda corta, tacones pronunciados, piel dorada- y yo coincidimos ante un asiento vacío. Yo no tenía intención de ocuparlo -solo viajaba dos estaciones-, pero, por un momento, llevado por el movimiento con el que había subido al vagón, pareció como si no fuera así. La joven se frenó y me preguntó: "Oh, disculpe, ¿desea Ud. sentarse?". Le contesté que no (reprimí, en realidad, el deseo de responderle: "Solo si Ud. se sienta encima de mí"), que muchas gracias, que hiciera el favor de ocupar ella el asiento. Luego, de pie, mientras pasaban aquellas dos estaciones, sentí una gran tristeza: era la primera vez que una joven me cedía el asiento por viejo. Recordé cuando, siendo muy joven aún, un niño, en un autobús de Barcelona, me trató de "usted", también por primera vez. Entonces me sentí alegre y triste al mismo tiempo, y por idéntica razón: por ser consciente de que crecía. (Hoy, esta reacción sería imposible, porque ningún niño trata ya de usted a los mayores). Ayer fui consciente de que el lapso temporal se está cerrando, de que el gran paréntesis de la vida se aproxima a su conclusión, de que aquello que, cuando me trataron de usted, me parecía tan lejano, casi inimaginable, ser viejo, ya ha llegado, como en un sueño. Puede que aún me queden bastantes años, o quizá no. Pero, sean muchos o pocos, la hermosa joven de ayer, tan cortés e inglesa, me hizo ser consciente de que se han de desarrollar en algo aún misterioso, pero sin duda crepuscular, llamado senilidad.

Posdata: Al salir del metro, ya había oscurecido. Caminando a casa, me crucé con alguien, un transeúnte anónimo, uno más de los miles con los que uno se cruza en esta ciudad inacabable. Quizá porque fuera en una calle tranquila, o porque no hubiese nadie más a nuestro alrededor, el hombre me sonrió y me dijo: "Good evening". En una ciudad de siete millones y medio de habitantes, alguien desconocido, por la calle, me había deseado buenas noches. La cortesía alegra los días. 

lunes, 14 de octubre de 2013

La vieja iglesia de Saint Pancras

Londres es una ciudad tan tumultuosa que sus oasis de paz resultan intensamente pacíficos. Hay hasta libros sobre ellos. En uno encontré una sugerencia interesante: la vieja iglesia de Saint Pancras, uno de los lugares de culto más antiguos de Inglaterra -al parecer, los primeros vestigios de la existencia aquí de un templo cristiano se remontan a principios del siglo IV d. C., aunque hay quien considera esta fecha más legendaria que histórica- y un espacio particularmente hermoso. El barrio en el que se encuentra, cruzado por las muchas líneas férreas que desembocan en las cercanas estaciones de Euston y Saint Pancras, no destaca por su belleza, y ese contraste otorga aún más singularidad a la iglesia. El templo en sí, medieval, fue reconstruido a finales del siglo XIX, algo que suscita disparidad de opiniones: algunos lo consideran victoriana y definitivamente estropeado; otros, entre los que me cuento, creen que su formato escueto y la torre normanda, aledaña, culminada por un bonito reloj de agujas y horas doradas, no carecen de encanto, aunque los administradores actuales la hayan decorado con dos infamantes urinarios portátiles, de plástico verde, situados junto a un muro. Los jardines de la iglesia, sin embargo, merecen unánime admiración. En realidad, son un cementerio, pero las tumbas ralas han difuminado ese carácter, y hoy parece más bien un parque romántico, en el que empiezan a acumularse las hojas caídas del otoño, y la niebla se enreda, a jirones, en las verjas y estatuas. A mediados del s. XIX, antes de la restauración, había muchas más sepulturas, pero casi todas fueron apartadas para que pasara el tren. Se conoce que era incómodo que aparecieran esqueletos y calaveras en las vías, y que los huesos mondos quedaran a la vista de los viajeros. "¡Mira! un cráneo trepanado", dirían, o "¡anda!, una pelvis entera", en lugar de "¡qué paisaje tan bonito!" o "pásame el bocadillo". La compañía ferroviaria hizo que se exhumaran todos los restos de la zona, salvo la parte hoy subsistente. Entre los arquitectos que se encargaron de la siniestra operación figuraba un joven Thomas Hardy, el poeta. Las lápidas de las tumbas retiradas se amontonaron al pie de un plátano, y hoy configuran un espacio surreal en el jardín de Saint Pancras: las piedras atestan el árbol, que ha crecido sobre ellas; tronco y granito se funden en abultamientos imposibles. Al plátano se le llama "El árbol de Hardy", el cual dejó testimonio de su labor en el poema "The levelled churchyard": "We late-lamented, resting here,/ are mixed to human jam/ and each to each exclaims in fear,/ I know not which I am" (Los muy llorados que aquí descansamos/ nos vemos mezclados con los humanos/ y unos a otros nos decimos, con terror:/ no sé quién soy). Hardy es un poeta muy aburrido, pero esta visión macabra, no exenta de humor, tiene interés. Pese a la exhumación de tantos cadáveres, el lugar conserva enterramientos notables, como los del compositor Johann Christian Bach; el escultor John Flaxman; William Franklin, hijo de Benjamin Franklin; la filántropa -y mujer más rica de su tiempo, después de la reina Victoria- baronesa Ángela Georgina Burdett-Coutts; John Polidori, el médico personal de Lord Byron, y autor del cuento "El vampiro"; y el arquitecto John Soane, que diseñó el mausoleo en el que descansan su mujer y él mismo, y en el que, pese a ser poco agraciado (el mausoleo, digo, no John Soane), se inspiró después Giles Gilbert Scott para diseñar las célebres cabinas rojas de teléfono. Charles Dickens, en fin, menciona el cementerio de Saint Pancras en su Historia de dos ciudades como uno de los lugares en Londres de los que se desenterraban cadáveres para su estudio en las facultades de Medicina. Hoy queda poco de este ambiente siniestro. Un sendero despejado circula entre los túmulos, visitados por las ardillas. La lluvia ha lavado muchas de las inscripciones, y el musgo se come los epitafios: los muertos llegan así a aquel deseable anonimato que reclamaba Borges. En la placita central, dos adolescentes -ella, cubierta con un pañuelo- han dejado las bicicletas a sus pies, y se comen un bocadillo. Las campanas de la iglesia, que tocan ahora las seis de la tarde, parecen como la iglesia misma: de juguete. En un banco vemos una placa que conmemora que allí se sentaron los Beatles el 28 de julio de 1968. El cielo se ennegrece y, con él, la hierba hasta ahora brillante por la lluvia. Pasamos junto a lo que debe de ser la casa parroquial, flanqueada por luces amarillas, y nos vamos de Saint Pancras, sumido en un silencio cenital.

domingo, 13 de octubre de 2013

Avatâra Ayuso y la danza contemporánea

Avatâra Ayuso tiene cara de actriz clásica, como Julianne Moore, pero no es actriz, sino bailarina de danza contemporánea. Avatâra se ha criado en Mallorca, pero lleva viviendo años en Londres, donde ha encontrado un presente -y un futuro- en la danza. Su nombre, que parece extraño, es, sin embargo, el que a todos nos corresponde -significa "encarnación" en sánscrito-, aunque, en su caso, está singularizado por ese acento circunflejo, que luce como un tejadito en la breve chimenea de la tercera a. Avatâra intervino ayer en Toomortal ("Demasiadomortal"), una creación coreográfica de la india Shobana Jeyasingh, representada en la iglesia anglicana de Saint Pancras, en Euston Road. El grupo de bailarinas no podía ser más heterogéneo: aparte de la coreógrafa india y ella misma, había otra española, una finlandesa, una portuguesa, una francesa y una coreana. También resultaba extraño el maridaje de iglesia y danza. Sin embargo, esa discrepancia hacía más fértil el espectáculo. Las bailarinas se movían entre los bancos del templo, sin rebasarlos nunca. Saint Pancras, a oscuras, tenía un aspecto mortuorio. Los bancos, de color nocturno, encajonados por sólidos paneles de madera, parecían ataúdes. El silencio del lugar, agravado por la piedra, pesaba como una manta. Y, de pronto, en ese conjunto opresivo, aparecían seis mujeres, vestidas de rojo, rubias, cobrizas, blancas, que extendían sus músculos por los respaldos, por los asientos, por el aire amortajado, a los sones quebrados de una música delicadísima, aunque arrebatada por súbitos encrespamientos, y bajo una luz fría, que ceñía las formas y los movimientos a su más pura osamenta: a su dinámica intensidad material. Ese choque de severidad y canto -canto visual- resultaba fascinante: las formas femeninas envolviendo lo callado, lo muerto; el pelo desbarajustado, cayendo sobre los hombros encendidos de gestos; los golpes de los brazos, de las piernas, en el alabastro del aire; los desplazamientos de los troncos a lo largo de los bancos, como si fuesen raíles; los intentos de las extremidades, del cuerpo todo, por exceder el espacio que les había sido fatalmente asignado; los cuellos plegándose y naciendo, adelgazándose y expandiéndose, como pechos de gaviota. En la masculinidad de la iglesia -tan rotunda, tan fálica; hasta no hace mucho, las mujeres se sentaban separadas, y, en algún caso, confinadas en alguna zona poco visible-, la feminidad de las bailarinas, y de los ritmos que proyectaban, constituía una fecundación, o un desafío. (Avatâra me explicó luego que solo las iglesias protestantes les permitían montar su espectáculo; las católicas se negaban siempre. En Belgrado había habido protestas, incluso, de fieles alarmados por un posible sacrilegio. Censuras así me parecen talibánicas: como si a Dios, si existiera, le ofendiese que las criaturas que ha creado se expresaran, con tanta belleza, ante él). El sentido del montaje, como en toda obra contemporánea, era el montaje mismo: su fuerza, su hermosura fugaz, su impacto polícromo en la piel. Pero de ese conjunto dodecafónico de saltos y deslizamientos se desprendían, con más claridad incluso que en una creación figurativa, algunas sensaciones, que cobraban el perfil de ideas: la lucha del hombre -de la mujer-, náufragos en una realidad inmodificable, por encontrar su espacio y su camino: su salvación; la radical incomunicación de los seres, salvada solo al final del espectáculo por breves caricias, en las manos, en los codos; la desazón del cuerpo ante otros cuerpos, cercanos pero inalcanzables; la violencia, y el apaciguamiento, y la sorpresa, y la soledad, y el consuelo. Los rostros de las bailarinas eran de piedra, una piedra tallada por la luz: su mirada, seca, taladraba; su sonrisa era interior. Cuando salimos de la iglesia, casi jadeábamos como ellas. Hacía frío fuera, pero nos sentíamos caldeados, como si hubiéramos estado un buen rato junto a una chimenea con tejadito.

sábado, 12 de octubre de 2013

The Globe

A uno, llevado por su mitomanía, le gustaría que en The Globe se hubieran representado las obras de Shakespeare, y que hubiese trabajado él mismo como actor. Pero no: el Globo, situado hoy junto a la Tate Modern, es solo una reproducción. De hecho, teniendo en cuenta las vicisitudes que sufrió el original, habría sido milagroso que hubiera perdurado. El auténtico radicaba, al principio, en la otra orilla del Támesis -fuera de los límites de la ciudad, porque el teatro era inmoral, como la prostitución, y había que mantenerlos alejados de la gente, aunque la gente acudía, incansable, a los teatros y los burdeles, por muy lejos que estuvieran-, pero, cuando expiró la licencia que tenía concedida, en 1597, hubo de mudarse a la ribera sur. Allí se construyó un nuevo teatro dos años más tarde, en el que se representaron algunos de los mejores dramas de Shakespeare: Macbeth, Hamlet, Otelo, El rey Lear... Sin embargo, el infortunio perseguía a aquel Globo: en 1613 fue devastado por un incendio -uno de los muchos que se producían en una ciudad de madera, en la que la única forma de calentarse era haciendo hogueras-, aunque se reconstruyó al año siguiente. Sin embargo, pese a haber sobrevivido al fuego, no pudo sobrevivir al puritanismo, que decretó, treinta años después, la prohibición total del teatro en Inglaterra. El Globo es, pues, una reconstrucción: se erigió en 1997, a unos doscientos metros de donde se cree que se encontraba el teatro original. La visita al lugar, aunque cara, es deliciosa: las instalaciones se han reproducido minuciosamente y unos guías, que suelen ser también actores, orientan al curioso con un temple muy inglés, empapado de buen humor. En nuestra última visita, una compañía coreana estaba ensayando su versión de Romeo y Julieta. Desde uno de los pisos superiores -que ocupaba, en su tiempo, el público más adinerado- vimos las evoluciones de los actores, vestidos de calle, o en chándal, en un escenario resonante. Dirigidos por un hombre delgado, que llevaba gafas de pasta y pantalones de tubo, muy enérgico, corregían sus posiciones y el ritmo de su dicción, y se movían con agilidad; saltaban, incluso. De lo que decían, por supuesto, no entendíamos ni palabra. Sin embargo, permanecimos fascinados ante el espectáculo: el guía tuvo que empujarnos para que saliéramos. La fuerza teatral de Shakespeare se abría paso a través de un lenguaje desconocido, remotísimo. Salvo las palabras que aquellos intérpretes pronunciaban, no se oía nada en el teatro. Los silencios que se producían entre parlamento y parlamento aún eran más resonantes que estos. Solo el graznido de alguna gaviota perturbaba aquellos momentos de vibración, aquel como metal en el aire, hecho de gestos y miradas y voces. Recordé entonces algo que había leído en Borges: el argentino había acudido a un teatro de barrio, donde se representaba una obra de Shakespeare, y contemplado un decorado de cartón, un vestuario lamentable y unos actores pésimos. Sin embargo, dice, salió arrasado de pasión dramática: Shakespeare había sobrevivido a aquella actuación nefasta. (Algo parecido explica Chesterton sobre el catolicismo: había entrado en una iglesia a la hora del sermón, y el cura era un desastre. Pero él pensó que, si la fe católica había sobrevivido a dos mil años de ministros como aquel, tenía que ser verdadera). Nuestros actores coreanos debían de ser buenos: participaban en un festival internacional, y obraban con profesionalidad. Pero su incomprensibilidad los asemejaba a aquellos otros vistos por el argentino. No obstante, también como en el caso de Borges, salimos ebrios de teatro: de su temblor comunicativo, de la fuerza de los cuerpos, de los movimientos y las sílabas y la música que solo suceden una vez, para nosotros, en ese instante. 

viernes, 11 de octubre de 2013

António Ramos Rosa

El pasado 23 de septiembre murió en Lisboa António Ramos Rosa, el gran poeta portugués. Sin embargo, su necrológica en El País no apareció hasta ayer, 10 de octubre. Se conoce que la muerte de un poeta no es un asunto urgente, cuando hay tantos asuntos urgentes, como las últimas declaraciones de Ana Mato. Portugal es un pequeño país de diez millones de habitantes. Pese a su irreductible pequeñez, ha dado, a la sombra colosal de Fernando Pessoa, una de las mayores poesías del siglo XX, y de lo que llevamos del XXI: junto a Herberto Helder, Eugénio de Andrade, Miguel Torga, Sophia de Mello Breyner Andresen o ese poeta formidable, aunque escriba novelas, que es António Lobo Antunes, Ramos Rosa era uno de los grandes. Yo lo descubrí en una remota edición de El ciclo del caballo, publicado por Pre-Textos, y luego no he dejado de leerle: en Visor, en Olifante, en Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Me fascinó su entereza surreal, su lenguaje abrasador y abrumador, su compromiso. Compromiso con la palabra, desde luego, que es lo mismo que compromiso con el mundo. En algunos poetas se nota de inmediato su pasión creadora, que es casi furibundez. Muchos practican una tediosa escribanía; otros, como Ramos Rosa, se entregan al lenguaje como si la realidad entera no fuera sino un pretexto para decir. Hay una convicción en lo que se hace que se convierte, por sí sola, en un mérito poético. António Ramos Rosa empezó tarde -a los 34 años, con El grito claro-, pero escribió mucho: más de cien títulos. Algunos le reprochaban que fueran tantos, lo que me recuerda a quienes criticaban al gran mexicano Marco Antonio Montes de Oca por ser oscuro. Octavio Paz replicó: "Eso es como criticar al desierto por tener arena o a la nieve por ser blanca". La abundancia de Ramos Rosa era una abundancia natural, como quería Lezama: una abundancia que nacía de la celebración constante de lo existente, o del pasmo constante de lo existente, y también de la pasión lingüística, que a algunos arrebata, irrefrenablemente, como un ciclón, pero un ciclón íntimo. A los críticos con su feracidad, Ramos Rosa replicaba: "Algunos dicen que escribo demasiado. Como si hubiese escrito algo. No, todos mis escritos no son sino indicios de algo que jamás alcancé, y que era lo único que deseaba decir". Es una respuesta hermosa, y muy compartible, me parece, por cuanto participamos de ese afán por enunciar algo que entrevemos, pero que nunca llegamos a alcanzar, algo que justifica esta discontinuidad caótica, esta suma de hallazgos y arrasamientos, este arenal de respiraciones y muertes que es vivir, pero que siempre elude nuestras sílabas, como elude el agua a la red. Yo vi una vez a Ramos Rosa. Estaba en Lisboa, presentando un conjunto de poemas en prosa, Unánime fuego, que unos chiflados me habían publicado traducidos al portugués, cuando me crucé con él en la calle. "Mira, ese es Ramos Rosa", me susurró mi acompañante, con el tono con el que me habría anunciado: "Mira, ese es Homero". Iba desaliñado, espeso, como un pájaro encendido y barbudo. La ropa le colgaba un poco: estaba tan abstraída como él. Pasó, despacio, y se perdió, engullido por las casas. Y yo no me atreví a decirle nada, porque ¿qué le dice uno a Homero? "Eh, perdone que le moleste, Homero, pero he leído su Odisea y me parece estupenda; y La Ilíada tampoco es manca. ¿Podría firmarme un autógrafo?". No, uno no hace eso; uno mira al poeta, o ni siquiera, y recuerda sus versos, los recita para sí, los recita para el mundo, como este "Poema de un funcionario cansado", de su primer libro, El grito claro, con el que me siento identificado hasta las cachas:

La noche me ha cambiado los sueños y las manos
ha dispersado a mis amigos
tengo el corazón confundido y la calle es estrecha
estrecha a cada paso
las casas nos engullen
nos ocultamos
estoy en un cuarto solo en un cuarto solo
con los sueños cambiados
con toda la vida al revés ardiendo en un cuarto solo

Soy un funcionario apagado
un funcionario triste
mi alma no acompaña a mi mano
Debe y Haber Debe y Haber
mi alma no baila con los números
tengo que esconderla avergonzado
el jefe me ha pillado con el ojo lírico en la jaula del patio de enfrente
y me lo ha descontado de la nómina
Soy un funcionario cansado de un día ejemplar
¿Por qué no me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber?
Porque me siento irremediablemente perdido en mi cansancio

Deletreo viejas palabras generosas
Flor muchacha amigo niño
hermano beso enamorada
madre estrella música
Son las palabras cruzadas de mi sueño
palabras soterradas en la cárcel de mi vida
así todas las noches del mundo en una sola noche larga
en un cuarto solo