martes, 16 de febrero de 2016

Goodbye

Me despido. Esta tarde cojo el avión de vuelta a España y mañana, si nada se tuerce, ya estaré en Mérida. Dejo Inglaterra con una sensación agridulce. En estos dos años y medio de vida en Londres he aprendido mucho, he escrito mucho (demasiado, dicen algunos amigos), he disfrutado de una ciudad fascinante, y he conseguido mantenerme alejado, física y espiritualmente, de un entorno laboral y político que me aburría y agobiaba. Sin embargo, no he logrado arraigar en esta sociedad, por más que lo he intentado. Sí, es difícil arraigar con 50 años y sin un conocimiento previo del lugar, más allá de las consabidas visitas turísticas, pero tenía la esperanza de que la paciencia, la buena voluntad y el sacrificio abriesen puertas y rindiesen frialdades. No lo han hecho. Probablemente fui demasiado ingenuo. La sociedad británica está abierta a la presencia del extranjero (a menos que se sigan extendiendo las opiniones defendidas por el UKIP y el gobierno conservador siga adelante con su plan de aislamiento y saque al Reino Unido de la Unión Europea), pero poco a la influencia del extranjero y menos aún a la intimidad con el extranjero (aunque ¿cuál lo está?). La sociedad británica es ordenada, laboriosa, precavida, tradicional, mercantil, reglamentista e indiferente, y quienes, metecos en general y meridionales en particular, no hemos sido criados en ese haz de valores (porque aquí forman un conjunto inseparable), o no compartimos el individualismo solitario de la mayoría de la gente, encontramos difícil encajar en las exiguas celdillas en las que está compartimentada la vida cotidiana. Por otra parte, los ingleses, y sigo hablando en general, no destacan por su capacidad para expresar los sentimientos ni comunicarse con el prójimo, lo que tampoco ha favorecido la relación mutua. Sin embargo, creo haber intuido una ternura y una cordialidad a las que no he sido capaz de acceder. Es muy posible que, bajo la fachada de imperturbabilidad habitual del ciudadano inglés, bullan emociones escondidas que no me ha sido dado compartir. Los acostumbrados gentíos de Londres tampoco han propiciado la comunicación individual. Es la conocida paradoja de las masas: cuantas más personas hay, menos personal es todo. Esta capital es un museo del mundo, una fiesta de la arquitectura y un centro cultural planetario, pero también un lugar inabarcable y hostil, en el que las aglomeraciones de las que tanto me he quejado en este diario y los precios vuelven incómodo cualquier movimiento. Echaré en falta, no obstante, sus iglesias y su parques sobre todo, Battersea, uno de los más bellos y menos conocidos , sus museos y sus salas de arte, el té y el pastel de zanahoria. Una de las mayores satisfacciones que me ha reportado esta experiencia ha sido la creación y el mantenimiento de estas corónicas, satisfacciones que superan con mucho a los pesares, que se limitan, en esencia, a un puñado de anónimos desagradables cuyo inmediato destino ha sido la papelera, es decir, la nada. Han sido, finalmente, 561 entradas, más de 800 comentarios y, en este momento, casi 140 000 visitas. Cuando lo inauguré, a principios de septiembre de 2013, no podía imaginarme un resultado tan abrumador. Hoy lo contemplo entre alegre y asustado, pero, sobre todo, agradecido a quienes han tenido la curiosidad y la paciencia de seguir mis confusas y a veces malhumoradas narraciones. Este blog, como mi estancia en Inglaterra, concluye hoy, pero otro nace en el mismo momento. En realidad, no es que sean dos blogs diferentes, sino el mismo, aunque hablen de lugares distintos: Corónicas de Ingalaterra se transforma en Corónicas de Españia (eduardomoga1.blogspot.com), al que remito a quienes tengan interés en conocer mis nuevas peripecias. En Corónicas de Españia continuaré hablando de lo que me pase, pero ahora ya no en la tierra verde de Albión, sino en la ocre, verde y asendereada de mi país. Ojalá siga contando con la compañía de los amigos y los lectores. La voy a necesitar.

lunes, 15 de febrero de 2016

Stratford-upon-Avon, el pueblo de Shakespeare

No quería irme de Inglaterra sin visitar Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y está enterrado William Shakespeare. (También me gustaría haber hecho otras cosas relacionadas con la literatura, como visitar Hay-on-Wye, el pueblo del millón de libros, pero tendré que dejarlo para otra ocasión). Lo hacemos hoy, aprovechando mi último fin de semana en el país, como excursión de despedida. El tren sale de Marylebone, en cuya librería compruebo, con horror, que El País no ha llegado todavía. Como me horripila la perspectiva de estar encerrado dos horas en tren sin nada que leer, me compro allí mismo un libro. Entre el bosque de superventas y otros libruchos de supermercado que llenan las estanterías, solo descubro uno que tenga algo que ver con la literatura: The Noise of Time [El ruido del tiempo], de Julian Barnes. Cuenta la vida de Shostakovich, pero me da igual de qué hable: me lo habría comprado aunque hubiese hablado de Rosa Díez. Por desgracia, no puedo disfrutar demasiado de la lectura, porque, aunque nos hemos sentado en una quiet zone, una pareja de turistas portugueses no se ha dado cuenta de que estamos en una zona de silencio, y garlan como cornejas. Ante la disyuntiva de llamarles la atención o de cambiarnos de asiento, optamos por lo segundo: el tren va casi vacío y no es difícil encontrar otras butacas a resguardo de la cháchara lusitana. El tren a Stratford no es directo: hay que cambiar en un pueblecito llamado Dorridge. Para hacerlo, apenas tenemos unos minutos. Tan justo es el lapso para el transbordo que, cuando estamos ya a punto de embarcar en el que nos ha de llevar a nuestro destino, las puertas se nos cierran en las narices. Es decir, no se cierran solas: alguien les ha ordenado que se cierren. Yo le hago gestos desesperados al revisor, al que veo asomado todavía al andén, pero el hombre se retira, imperturbable, al interior del tren y nos deja compuestos y sin ferrocarril, a escasos centímetros/segundos de abordarlo. Es la primera vez en mi vida que pierdo un tren, aunque no es la primera vez en mi vida que constato la satisfacción sádica que experimentan algunos cuando consiguen frustrar a sus semejantes tan palmariamente. Para eso da igual ser español o inglés: lo que hay que ser es borde. Nos queda, pues, según averiguamos en la taquilla de la estación, una hora en Dorridge hasta el siguiente tren a Stratford. Damos un breve paseo y nos tomamos un capuccino en la cafetería del Sansbury local. Lo que vemos es igual que lo que veríamos en cualquier pueblo inglés: una homogeneidad de casas unifamiliares, con sus jardincitos a la puerta y sus inevitables chimeneas. Todo es pulcro, ordenado y aburrido. Eso sí: en la estación comprobamos que unos caballeros de edad están muy preocupados por algunos desperfectos en la sala de espera, restaurada hace poco con mimo y dedicación ejemplares. Eso también es muy inglés: la implicación desinteresada de la gente en la conservación de sus lugares. Llegamos por fin a Stratford-upon-Avon, una pequeña ciudad de 23.000 habitantes y 800 años de antigüedad, situada, como su nombre indica, en las orillas del río Avon, y antiguo mercado medieval, cuyo pasado se prolonga hoy en una desaforada actividad comercial, avivada por el turismo: no hay apenas locales en el centro (pero el centro es casi toda la ciudad) que no sean tiendas o restaurantes. Llovizna, hace frío y sopla el viento (la peor combinación posible), pero estamos dispuestos a desafiar a los elementos para conocer los lugares shakespearianos de la ciudad, que son varios y están unidos por una ruta de la que nos informan amablemente en la oficina de turismo. La primera parada es, desde luego, la casa natal de Shakespeare, en Henley Street, cuya popularidad demuestra una larga y lenta cola que rebasa la taquilla y se extiende por la calle. Tras la inevitable espera, llegamos a uno de esos bonitos momentos de toda convivencia matrimonial: "¿Tienes los billetes?", le pregunto a Ángeles (habíamos comprado un bono en la oficina de turismo para las cuatro visitas fundamentales). "Pero si te los he dado a ti". Establecida la contradicción irreductible, ambos nos dedicados a rebuscar furiosamente en los bolos y bolsillos y bolsos, con desesperación creciente, mientras sentimos en el cogote la mirada taladrante de los demás integrantes de la cola, y en los ojos la no menos acerada de la taquillera, que debe de estar maldiciendo la estupidez de estos extranjeros que son incapaces de encontrar los billetes que acaban de comprar y forman un pifostio considerable a la hora de mayor afluencia de público. Aunque la peor mirada es la que me lanza Ángeles el basilisco no me habría fulminado con mayor ferocidad— cuando, después de haber metido yo la mano al menos cinco veces en el bolsillo del pantalón sin encontrarlos, doy con los dichosos tiques y se los entrego, entre triunfante y humillado, a la cancerbera. La casa de Shakespeare nos parece hoy de una modestia casi cavernaria, pero gozaba de ciertos lujos en su época: no en vano el padre de Shakespeare era un rico comerciante local, que ostentó cargos de altura en el gobierno local. Así, tiene chimeneas en todas las habitaciones, que combatían eficazmente el frío, pero llenaban el sitio de humo, y suelo enlosado que es el original: pisamos, pues, las mismas losas por las que Shakespeare caminaba, hace 500 años. La higiene, no obstante, era tan precaria como en cualquier otro sitio: los ingleses de entonces no solo no usaban el agua, sino que la rehuían, porque estaban convencidos de que transmitía enfermedades por los poros de la piel. El lavado se practicaba en cara y manos (las partes del cuerpo que se veían), y la evacuación, en orinales y minúsculas letrinas exteriores. En el centro de información contiguo a la casa se exhibe, entre otros materiales, un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de las obras de Shakespeare, publicada en 1623, siete años después de la muerte del escritor. De los entre 750 y 1000 ejemplares que se tiraron, sobreviven unos 230, tres de los cuales se encuentran aquí. Y, como las técnicas de composición e impresión no eran homogéneas, ninguno es igual a otro. Nos sorprende averiguar que el libro se puso a la venta a un precio exorbitante para su época, una libra: un maestro de escuela ganaba veinte al año. Pero es que los libros eran entonces objetos preciosos: en todas las buenas casas, y también en esta de Shakespeare, se guardaban en cajas, para que no sufrieran daño. Tras la muerte de los descendientes directos de Shakespeare, a finales del s. XVII, la casa se convirtió en una posada, y lo siguió siendo hasta finales del XIX. Visitamos después las siguientes paradas de la ruta shakespeariana. Primero, la Harvard House, un hermoso edificio tudor que no tiene nada que ver con el dramaturgo, pero que es un excelente ejemplo de arquitectura isabelina. Luego, Hall's Croft, la casa donde vivió Susanna, la hija de Shakespeare, con su marido, el doctor John Hall. Muy pronto vemos aquí más signos de riqueza que en la casa natal de Shakespeare. Y es lógico: los médicos bien establecidos eran gente, como hoy, acaudalada. Además del suelo enlosado también original, como las escaleras de madera, los techos son aquí muy altos y las habitaciones, espaciosas y bien caldeadas e iluminadas. En el jardín adyacente, el Dr. Hall cultivaba las plantas medicinales que administraba a sus enfermos, junto con remedios mucho más oscuros, como las sangrías y los purgantes. Quizá provengan de ese jardín los cardos que ponen en las sillas de la casa para evitar que los visitantes se sienten en ellas. Llegamos por fin a la Holy Trinity Church, la iglesia de la Santísima Trinidad, donde Shakespeare fue bautizado el 26 de abril de 1564, en una pila bautismal que se exhibe junto a su tumba; debió de nacer dos o tres días antes, aunque no sabe con exactitud cuándo y enterrado el 23 de abril de 1616. Puede que también aquí matrimoniara con Anna Hathaway, aunque de eso no han quedado registros documentales. Lo que sí se sabe es que lo hizo con prisa, y por buenas razones: seis meses después del casorio, nació Susanna. Shakespeare tenía entonces 18 años, y Anna, 26. Los restos del dramaturgo reposan en el presbiterio, cerca del altar mayor de la iglesia, junto a los de su mujer, su hija, su yerno y otros familiares más lejanos. Su lápida aparece circundada por un cordón negro, para distinguirla de las de sus parientes. Y el epitafio, escrito por el propio Shakespeare, reza así: Good friend for Jesus' sake forebear / to dig the dust enclosed here. / Blessed be the man that spares these stones, / and cursed be he that moves my bones [Buen amigo, por Jesús abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras, / y maldito el que remueva mis huesos]. No fueron felices sus últimos años. Además de las enfermedades que lo aquejaban, tuvo que sufrir un proceso contra el futuro marido de su otra hija, Judith, acusado de promiscuidad: había preñado, al parecer, a otra mujer, que murió, con su vástago, al cabo de poco tiempo. Aunque siempre se ha dicho que el fallecimiento de Shakespeare se debió a un proceso febril, consecuencia de una francachela que se había corrido con otros dramaturgos, como Ben Johnson, en la que habían circulado vino y cerveza en abundancia, las últimas investigaciones apuntan a que pudo haberlo hecho a causa de un cáncer, aunque esto, como tantas otras cosas de su vida (y de su muerte), no se ha podido verificar todavía. Comemos, a la salida de la iglesia, en un pub tranquilo delante de la grammar school a la que se cree que pudo haber asistido Shakespeare, y luego volvemos al centro paseando junto a uno de los canales del río Avon. Pasamos al lado del teatro en el que actúa la Royal Shakespeare Company y vemos muchísimos cisnes del río en montoneras debajo de los puentes: la gente les echa migas de pan, pero ellos pierden siempre con los patos a la hora de cogerlos. El frío se ha recrudecido y caminamos deprisa hasta la estación para volver a Londres. Esta vez hemos de cambiar de tren en un pueblo llamado Solihull. Aunque solo nos separan 170 km de Londres, tardaremos cuatro horas en llegar a casa. 

miércoles, 10 de febrero de 2016

Incluso la muerte tarda

Así se titula el último poemario del barcelonés Jordi Virallonga, uno de los miembros de la "segunda escuela de Barcelona", en la que también militan, entre otros, Sergio Gaspar, Ramón Andrés, José Ángel Cilleruelo y José María Micó. Incluso la muerte tarda ha ganado el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2015, un veterano galardón poético que durante mucho tiempo publicó DVD ediciones y que hoy asume la ubicua Visor. Llevaba Virallonga mucho tiempo sin publicar —desde Poemas de Turín, aparecido en 2004— y se agradece volver a tener la oportunidad de leerlo. Además, cuando ha regresado a la actualidad poética, lo ha hecho por partida doble: también ha publicado Amor de fet [Amor de hecho], su primer poemario en catalán, fruto asimismo de un premio, el Màrius Torres (que muchos han considerado el regreso del hijo pródigo al hogar del que nunca debió haber salido). Hasta ahora, Jordi Virallonga era conocido, en el ámbito de la poesía en catalán, como antólogo y traductor: Sol de sal, por ejemplo, publicada por DVD ediciones en 2003, es uno de los mejores compendios bilingües de poetas en lengua catalana del último cuarto de siglo. Su incorporación como autor a esta literatura demuestra su vitalidad creadora, su inquietud lingüística y su porosidad cultural. Incluso la muerte tarda cuenta con un breve prólogo de Juan Gelman, titulado "Empobrecer la lengua para reinventarla", del que discrepo: no creo que Jordi Virallonga empobrezca la lengua, ni quisiera con el loable propósito, como sostiene el maestro Gelman, de hacer que renazca. Creo, por el contrario, que en este poemario da un paso adelante en su concepción y uso del idioma, y vuelve su expresión más compleja, más torturada, si se quiere. Virallonga proviene de un figurativismo teñido de espantos íntimos y auscultaciones sociales, algo visible también en este libro. Los que lo hemos leído hasta hoy sabemos de su gusto por las fórmulas coloquiales, dotadas de una inmediatez dolorosa, de un despojamiento arrebatado, que se ofrece, a veces, a puñetazos. En Incluso la muerte tarda, en cambio, sin renunciar a una dicción narrativa y hospitalaria, se dicen cosas como esta: "No quiero hablar de ti porque te llevo / en esta niña que soy yo cuando fui tuyo, / que te haría ser más joven, menos muerta, / no esta ruina permanente sin columnas / que no acaba de asolar la tempestad, / esta última sed, la vencida inmensidad del abandono". De Jordi Virallonga me ha interesado siempre —y también en Incluso la muerte tarda, pese a sus novedosas revueltas sintácticas— la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incivisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutilísimas transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: "soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo, / pero ellos sí saben quiénes son, / y que a los hijos de los perros, / si son hombres, / se les llama hijos de puta", escribe en "Analogía entre hombres y perros". Todo en Incluso la muerte tarda y, en general, en toda la poesía de Jordi Virallonga, trasmina un aire machadiano, esto es, una inclinación moral, un aliento transparente y una templanza enardecida. Los temas de Incluso la muerte tarda abundan en los conflictos del hombre y la sociedad contemporáneos, con una activa preocupación por los pobres y los oprimidos. Pero, junto a una mirada crítica, en la estela de la actual rebelión contra un poder esclerotizado pero todavía dañino, el poemario incorpora asimismo un caudalosa veta reflexiva, melancólica, que atiende al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia. Incluso la muerte tarda se concibe como un viaje, al modo homérico —las dos partes en que se divide se titulan "A propósito de Ulises" y "Los mercaderes de Ítaca"—, igual que el viaje de la vida. Sobre este trasfondo helénico, advertimos un libro muy mexicano: en los epígrafes y dedicatorias menudean los autores aztecas: José Gorostiza, Rosario Castellanos, Manuel Maples, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta, José Ángel Leyva, etc. En Incluso la muerte tarda brilla una cólera sosegada: nada se desmanda. La incomodidad que trasluce con el mundo y sus mecanismos de poder no se plasma en poemas gesticulantes, ni en chirridos endecasilábicos, ni mucho menos en "tarascadas de bruto cargado de razón", como dijo memorablemente Juan de Mairena y recoge Virallonga en uno de los epígrafes del libro, sino en un verso que fluye como un río, con espumas y gran acopio de limos, con ocasionales encrespamienos y meandros arremansados, pero siempre absorto en su corriente y su destino: resucitar una palabra que sirva para denunciar las flaquezas y esperanzas del hombre.

Hay muchos buenos poemas en Incluso la muerte tarda, y algunos excelentes, como "Profesionales de la pobreza", "Loa a los sinceros", "Normas de la organización", "Fidelidad" o "Recto gobierno progresista". Transcribo el primero:

Me pregunto,
los pobres de hoy, no aquellos
con los que lucharon algunos
de nuestros padres y recibieron a cambio
desdén o muerte, los pobres de hoy,
los que ya no son los sujetos de la historia,
los que nunca supieron
qué era esto del sujeto de la historia,
los que saben muy poco
y no les gusta que otro sepa
o que hable dos lenguas,
los profesionales de la pobreza, digo,
no los obreros que perdieron su trabajo,
los locos o los minusválidos,
los pobres que ya no son una clase
sino una estirpe que sigue viviendo a sueldo
de la inmovilidad y de la paz burguesa,
los que no pagan escuela, hospital
ni impuestos, los pobres
a quienes lo que más les interesa
es su dinero, lo mismo que a los ricos,
los que nunca creyeron necesario emprender
ni trabajar demasiado, que todo era inmutable,
los que cada vez menos mansos y humildes
están hoy inquietos, miran a los lados con rabia,
acusan a quienes dejaron de saciarles,
se cagan tanto en dios, esos pobres, me pregunto,
¿son los bienaventurados que hace lustros y lustros
admiran al millonario, al hijo pródigo
y mejor o peor siguen heredando la tierra?

sábado, 6 de febrero de 2016

Cosas (extrañas) que siguen pasando en Inglaterra

El otro día salí de casa y vi, al otro lado de Battersea Park Road, a una joven negra, montada en una bicicleta, delante de un antiguo local de apuestas, ahora en proceso de reconversión en tienda de decoración, gritando como una loca. Iba en bicicleta, pero estaba parada: con los pies en el suelo y los hierros del vehículo desmadejados. No conseguí entender lo que decía: el tráfico y su propia desesperación me lo impidieron. Seguí mi camino. También lo hicieron los demás transeúntes. 

El otro día estábamos Ángeles y yo en South Kensington habíamos ido a comprar cápsulas de Nespresso a la tienda que hay cerca de Harrods y luego a tomar un café en un curioso bar que se llama Viena, decorado con motivos austriacos (Klimt, Alpes, Schönbrunn), pero que atiende un tunecino nacido en Marsella y en el que siempre suena música del Magreb, cuando se nos acercó un caballero mayor. Ángeles llevaba un abrigo verde, muy verde. "Permítame decirle, señora, que lleva Ud. a very beautiful coat", le espetó el hombre. Mi reacción, cuando el hombre había empezado a hablar, había sido la propia de un urbanita experto: la desconfianza y hasta la hostilidad. Uno se espera que, en la calle, los desconocidos le pidan dinero, le larguen una parrafada beoda o intenten convertirlo a la fe de Jehová. Pero, al acabar la frase, el hombre había derretido toda animosidad. Ángeles sonrió, antes sorprendida que halagada. Yo también. "Aquí todo el mundo va de oscuro, sobre todo los hombres", añadió el señor, señalándome a mí y a sí mismo. "Este color es una bendición. La felicito, señora". Y, sin nada más que decir, se fue. Apenas alcanzamos a darle las gracias. 

El otro día hacía un frío de mear a cubitos. No está siendo un invierno difícil, pero hubo, hace un par de semanas, varias jornadas polares. Volvía yo solo a casa Ángeles me había dado plantón: tenía que atender una solicitud urgente en el hospital, forrado en abrigos y bufandas como si la Antártida se hubiera materializado en Londres, cuando algo extraño se cruzó conmigo. Al principio, no supe identificarlo: tan extraño resultaba a mis ojos y a mi comprensión. Pero luego lo reconocí: era un runner, uno de los cientos, de los miles que recorren Londres cada día, con tenacidad de ermitaños, bregando por afilar el cuerpo y retrasar la muerte. Lo singular de este runner es que iba desnudo, es decir, solo llevaba unos pantalones cortos y las zapatillas de deporte. Precisamente, me adelantó delante de la casa de Oakley Street en la que vivió Robert Falcon Scott, el malhadado explorador del hielo que pereció en la Antártida, en la trágica carrera que mantuvo con Amundsen. Quizá reivindicase su memoria, o quizá pertenecía a algún cuerpo especial del ejército británico, una de esas unidades a las que se lanza en paracaídas, en medio de una tormenta fragorosa, detrás de las líneas enemigas con un cuchillo en la boca y acaban con una división de tanques. La resistencia de los ingleses al frío es legendaria. Los que provenimos del sur y vivimos aquí, estamos acostumbrados a ver por la calle a jóvenes y no tan jóvenes en mangas de camisa con ventarrones escandinavos y relentes asesinos. Pero aquel runner excedía todo lo conocido. Yo, envuelto en lana; él, envuelto solo en la piel. Medía casi dos metros y parecía esculpido por Praxíteles. Corría desenvuelto, despreocupado, con sosiego, manteniendo un ritmo cómodo de braceo y apoyando bien los pies en el suelo. Yo apretaba el paso cada vez más, aunque de vez en cuando tenía que pararme para limpiar las gafas, empañadas por el vaho que se formaba al respirar. Parecía Rompetechos. En una de estas, cuando alcé la vista, vi el torso desnudo del corredor, iluminado por una luna inclemente, perderse sin prisa por entre las brumas de Albert Bridge.

Me iré de esta isla y aún no me habré acostumbrado a esa maniobra que todos los automovilistas de Londres están acostumbrados a hacer, y que no dejo de ver en las calles: cambiar de un carril al carril contrario. Supongo que el tráfico de la ciudad la hace imprescindible, si uno no quiere quedar atrapado en alguno de los pavorosos embotellamientos que se forman todos los días en todas partes. Pero a mí me sigue pareciendo una pirula escandalosa y peligrosísima (ahora que lo pienso, no sé cómo se dice pirula en inglés), que todo el mundo, sin embargo, acepta con naturalidad, porque todo el mundo se beneficia tarde o temprano de ella. Aquí no hay rayas continuas que valgan: los conductores giran e invaden el carril contrario con toda la deliberación del mundo. Para un pueblo que ha hecho de la observancia de la norma su razón de ser, esta vulneración de las prescripciones constituye una excepción clamorosa. Una de las pocas que le conozco.

miércoles, 3 de febrero de 2016

La Editora Regional de Extremadura

Esta va a ser una entrada un poco extraña. Me interesan poco los blogs que son la mera caja de resonancia de las novedades literarias o profesionales de sus autores, y he procurado que este no lo fuera, o lo fuese en muy escasa medida. Sin embargo, dado el cambio que va a suponer en mi vida y probablemente también en esta bitácora, no puedo dejar de dedicar un comentario a esta novedad: ayer fui nombrado director de la Editora Regional y del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura. El puesto estaba vacante desde el cambio de gobierno en las últimas elecciones autonómicas, en mayo del año pasado, y a principios de diciembre se difundió un "procedimiento competitivo", algo muy parecido a un concurso público, para proveerlo. Las bases exigían aportar un currículum vítae y una memoria de no más de 10 folios con las ideas y propuestas del candidato para la Editora y el Plan de Fomento. Decidí participar porque el puesto me parecía adecuado a mis intereses y aptitudes, y porque suponía un desafío intelectual y, lo que era más importante aún, vital muy estimulante, después de dos años de soledad creativa, pero soledad al fin y al cabo, en Inglaterra. Además, había que desempeñarlo en Extremadura, una región en la que llevo muchos años refugiándome de los agobios de la vida urbana primero en Barcelona y después en Londres, en la que tengo casa, familia y amigos, y que considero mía. Debo confesar que no tenía demasiadas esperanzas de ganarlo. Estaba acostumbrado, como casi todos los españoles, a un ejercicio del poder que discrimina entre los propios y los ajenos, entre los conocidos y los que no lo son, entre los del terruño y los forasteros, y pensaba que la resolución vendría determinada por los intereses particulares antes que por una consideración objetiva. Sin embargo, en esta ocasión quien ha tomado la decisión lo ha hecho sin atender a razones ajenas a lo exigido en la convocatoria, esto es, sin parcialidad ni, en mi caso, catalanofobia (un amigo de los que me han felicitado ha dicho que no parecía una decisión española), y yo estoy encantado de haberme equivocado. Agradezco, pues, al gobierno extremeño que me haya otorgado esta confianza y esta responsabilidad, a la que intentaré corresponder con mi mayor dedicación y todos mis esfuerzos. El desafío es grande: la Editora, una de las mejores editoriales públicas de este país durante muchos años, si no la mejor, ha decaído algo, me parece, en los últimos años, por muchos factores, entre los que se cuentan la crisis económica y los altibajos políticos. Pero su prestigio, su catálogo y su potencial siguen ahí: se trata de recuperarlos y de volver a garantizar su presencia en la vida cultural de Extremadura y de España, en beneficio tanto de los creadores extremeños como de los lectores del país. Habrá que garantizar la calidad de lo que se publica, reordenar las colecciones y la imagen de marca de la Editora, introducirla de lleno en el mundo digital y actualizar su página web, y este es un punto fundamental mejorar la distribución, esto es, asegurar que sus libros se encuentren en todas las librerías literarias de la región y en las más importantes de, al menos, Madrid, Barcelona, Sevilla y Bilbao. En definitiva, habrá que luchar por que, cumpliendo con su obligación legal de promover la creación en Extremadura, sea también una editorial equiparable, en contenidos, imagen y circulación, a las grandes editoriales comerciales del país. Quizá sea un objetivo muy ambicioso, pero es el que me propongo. En cuanto al Plan de Fomento de la Lectura, ha de revitalizar la presencia de la literatura como hecho vivo de la comunidad y seguir trabajando en la red de bibliotecas y aulas literarias que tan buen papel han desempeñado, y siguen desempeñando, en Extremadura, además de insistir en la necesaria vinculación cotidiana entre la literatura y la gente: reuniendo a los estudiantes con los escritores y a todos con la letra oída e impresa, también en lugares inhabituales: hospitales, estafetas de correos, residencias de ancianos. Regreso a España, para incorporarme al nuevo puesto, dentro de dos semanas. Será un cambio grande: de Londres a Mérida (el mismo amigo que ha dicho que mi elección no parecía una decisión española, también ha sugerido que ese es el título de un libro y que solo me falta sentarme a escribir lo que se esconde en él). No me importa la diferencia de tamaño, es más, la agradezco: Londres es un monstruo inabarcable, y Mérida, una ciudad de dimensiones humanas, casi renacentistas: con 60.000 habitantes, ni agobia ni entristece. Su legado histórico y cultural es impresionante, y estoy seguro de que me va a ofrecer muchas horas de instructivo solaz. Además, en Mérida se comen unas migas y unas morcillas sobrenaturales, y en Londres apenas se encuentra siquiera un gazpacho decente. No lamento abandonar Inglaterra: han sido dos años intensamente vividos y muy provechosos en lo literario, pero que siento como una etapa ya cumplida. Vuelvo a casa, y eso me serena. Otra consecuencia de hacerlo será que tendré que modificar el diseño y, seguramente, el tenor también de este blog, que quizá cambie de nombre: estoy barajando Corónicas de Españia. Es seguro que ya no podré comentar, en mis entradas españolas, nada que tenga que ver con el ejercicio de mi cargo, pero pretendo mantenerlo como tribuna personal para todo aquello que no sea incompatible con mis responsabilidades públicas, y como foro de crítica literaria, siempre, como es lógico, que ello no plantee ningún conflicto de intereses. Muchos amigos me han felicitado por el nuevo cargo. Aprovecho para agradecerles a todos ellos sus palabras de cariño y de ánimo. Ando todavía un poco asustado, pero espero estar a la altura de sus expectativas.

domingo, 31 de enero de 2016

Si sonríes, es que no has leído todavía las últimas noticias

En el Vaticano han tapado las estatuas y pinturas con desnudos para no ofender los impresionables ojos del presidente de Irán, un cura musulmán llamado Hasán Rohaní, que rendía una visita de estado. Se conoce que Rohaní es un moderado. Y la culpa de semejante censura la tiene, precisamente, que Rohaní sea un moderado. Si llega a ser un radical, nunca habría visitado Roma, salvo para ocuparla militarmente. Tapar el arte exhibido en el Vaticano es como destruir los budas de Bamiyán o las ruinas de Palmira, pero momentáneamente y sin explosivos. No es un ejercicio de cortesía, sino de violencia: se reprime la mejor manifestación del espíritu humano para que alguien no vea perturbadas sus convicciones, emanadas de la necedad, la ignorancia y el miedo; se oculta a Miguel Ángel para no ofender a un clérigo, igual que, en el país del clérigo, se oculta el cuerpo de las mujeres para no ofender a los varones y se ocultan y castigan las opiniones discrepantes para no ofender a quienes gobiernan, que son clérigos como Rohaní o, si no lo son, comparten disciplinadamente sus creencias. Se trata, pues, de ocultar, de invisibilizar, de reprimir. ¿Qué vale el Apolo de Belvedere frente a la convicción de un sarraceno de que la salvación radica en dar vueltas alrededor de un meteorito? ¿Y el Laocoonte y sus hijos, frente a su esperanza de la vida eterna, rodeado de huríes eternamente vírgenes y obsequiosas? El Vaticano se pliega al delirio moral de los mahometanos en defensa propia: así puede exigir que los demás se plieguen al suyo, cuando sean ellos los que estén en casa ajena. Pero su cobardía ofende a cualquier persona que no esté cegada por el prejuicio y la confusión.

Un toreador llamado Franciso Rivera Ordóñez, creo, ha dado un salto gigantesco en su carrera a la inmortalidad toreando una vaquilla con su hija en brazos. La razón para hacerlo es que su padre, aquel ejemplo de macho hispánico y hombre ilustrado que fue Franciso Rivera Paquirri, también toreó con él en brazos cuando era niño. Según él, no había ningún peligro en hacerlo. Según él, hay más peligro en que su hija salga todos los días a la calle, esa jungla pavorosa, llena de coches que no paran en los pasos de peatones y tejas que a lo mejor se lleva el viento y te fracturan el cráneo. Efectivamente, torear vaquillas no entraña ningún riesgo: Antonio Bienvenida, por ejemplo, no murió revolcado por una vaquilla (ni Paquirri, el padre del toreador Francisco Rivera Ordóñez, portó su féretro en Las Ventas). Después de él, y para reivindicar la inocuidad del toreo y su vigencia en la sociedad, otros toreadores han imitado su gesto, o dado a conocer que ya lo habían imitado, como Juan José Padilla, al que un toro le vació un ojo de tremenda cornada hace cinco años y que desde entonces luce, con mucho orgullo y españolía, un magnífico parche en el ojo ausente, amén de unas patillas en hacha que hacen que las de Curro Jiménez parezcan hilos dentales. A Juan José Padilla, diestro siniestro, solo se falta un guacamayo en el hombro para erigirse en la viva imagen de John Silver el Largo, aunque él no sepa quién es John Silver el Largo y prefiera echarse a la cara, y nunca mejor dicho, morlacos que loros. Como se ve, el cretinismo no es solo patrimonio de los clérigos, de cualquier confesión, aunque estos lo cultiven con esmero y perseverancia. El cretinismo aqueja a otros colectivos, como el de los toreros, con dedicación casi religiosa. Y se transmite de generación en generación: de Paquirri a Rivera Ordóñez, pasando por la viuda del primero, una tal Isabel Pantoja, a la que yo he visto salir a un escenario exhibiendo a su hijo, Paquirrín otro ejemplo de clarividencia, como un neanderthal exhibiría la cabeza cortada de su enemigo. 

Los niños están de moda. Ahora ya no solo los besan los políticos en las campañas electorales, sino que torean vaquillas y hasta acuden al Congreso a ser amamantados. Qué bonita imagen la de Bescansa, creo, cuidando a su rorro en el escaño tan brillantemente obtenido en las últimas elecciones. Qué enternecedor y reivindicativo. Quizá podría seguirse el ejemplo de la podemita con otros grupos discriminados de nuestra sociedad: por ejemplo, algún día podría acudir algún diputado a las Cortes en silla de ruedas, para recordar a los españoles las dificultades que sufren los minusválidos en su vida cotidiana; o bien con su abuelo, octo o nonagenario, para denunciar el miserable estado de las pensiones o la soledad incurable de muchos mayores abandonados por todos. Los ejemplos pueden multiplicarse. El único problema que le veo a semejante desfile de marginados es que los diputados estén demasiado distraídos con su presencia y se olviden de legislar en su favor. A lo mejor valdría la pena que, en lugar de pasearlos por un lugar en el que quizá no tengan mucho que hacer, los padres (y madres) de la Patria trabajaran por ellos (y por todos) con más entrega e inteligencia de lo que han hecho hasta ahora. 

Hacienda persigue a los escritores, es decir, el Estado persigue a los escritores, que han cometido la abominación de cobrar una pensión, en la mayoría de casos exigua, si no mínima, cuando también cobraban derechos de autor por los libros que habían escrito, o remuneraciones por las conferencias que habían impartido, o gratificaciones por los bolos en que habían participado. Un escándalo, sin duda. Que alguien que lleva toda la vida cotizando como autónomo caiga en la iniquidad de percibir una jubilación de 600 euros al mes y, al mismo tiempo, cobrar un artículo publicado en un periódico local, dice muy poco en favor de los escritores, a los que considerábamos gente honrada y respetuosa con las normas. No sé a dónde vamos a llegar. Hacen muy bien los inspectores de Hacienda en actuar contra ellos: aquí todos somos iguales. Si un escritor abusa de sus privilegios, que pague; si el tesorero de uno de los principales partidos políticos del país desfalca y evade millones de euros a una impenetrable cuenta suiza, que pague; si los banqueros roban muchos millones de euros y los depositan irrecuperablemente en las Islas Caimán, o bien los dilapidan con una gestión nefasta, con lo que aún son más irrecuperables, que paguen; si muchos grandes empresarios declaran beneficios irrisorios, que paguen; si infinidad de abogados y otros profesionales liberales cobran en negro sus carísimos servicios, que paguen; si Ryanair tributa en Irlanda, que pague. En fin, que el que la haga, que la pague. Al fin y al cabo, sus actividades tampoco son tan distintas: los escritores escriben libros y los tesoreros, empresarios y banqueros también: los de contabilidad, y quizá aún más creativamente que aquellos.

Se han levantado voces de indignación por la tímida o más bien inexistente reivindicación de la figura de Miguel de Cervantes, con ocasión del 400º aniversario de su muerte, sobre todo en comparación con la atención que le está prestando el mundo anglosajón a su 400º aniversario: el del fallecimiento de su escritor universal, William Shakespeare. En realidad, está muy bien así: manteniendo el silencio, el misterio, sobre un determinado autor, se lo potencia más que vociferándolo y divulgándolo. Divulgar a un autor es plebeyo. Cuánto mejor no es mantener esta actitud aristocrática, que reclama el acceso disimulado, íntimo, secreto, a su obra. De hecho, la mejor forma de actuar en su favor sería prohibirlo: así la gente sentiría la atracción morbosa por conocer lo prohibido, por quebrantar el tabú de la interdicción. El Quijote se compraría discretamente en las trastiendas de las librerías de viejo, cuando la policía no acechase, y se llevaría a casa bien escondido en la mochila, aunque siempre con el temor de que un municipal o un secreta lo parase a uno por la calle y le obligara a vaciar el macuto (los macutos siempre son sospechosos). Y cuanta más pena de cárcel se impusiera a los lectores de Cervantes, más se haría por su literatura, más por su difusión y su prestigio. Se leería febrilmente, en rincones en penumbra, con la compañía, quizá, de un whisky fervoroso y, los fumadores, de una sucesión ansiosa de pitillos, temblando por la excitación del descubrimiento y la transgresión. A los niños, en cambio, hay que preservarlos de su nefasta influencia. Los niños están mejor en las tientas de vaquillas o los escaños del Congreso. 

Se acaba de desvelar la enésima trama de corrupción organizada del PP en Valencia, por la que se ha detenido ya a 50 personas. Valencia ha sido el far west del choriceo patrio, aunque Madrid sigue esforzándose por no quedar descolgada y en Cataluña se ha hecho todo lo posible por equipararse al nivel general de mangoneo, y aun excederlo. Yo me imagino una del Oeste, rodada en la Albufereta, con Eduardo Zaplana de terrateniente del pueblo, Rita Barberá de madame del saloon, Francisco Camps de predicador borrachín, Carlos Fabra de tahúr impasible y Alfonso Rus de matón de gatillo fácil. Uno de los detenidos en esta nueva redada es, precisamente, el tal Rus, el inefable alcalde de Xàtiva, presidente de la Diputación de Valencia y también presidente del PP valenciano, al que se grabó el año pasado contando billetes de una mordida en un coche. (Ignoro si el presidente le ha mandado un SMS recomendándole fortaleza). La putrefacción del PP es general y sistemática. Y la putrefacción moral de quienes lo siguen votando, también. Que Rajoy continúe diciendo, como lleva haciendo estos años, que la corrupción es un problema individual y que en todas partes cuecen habas, es la mejor prueba de su pasividad personal, su ceguera política y, lo que es peor, su falta de estatura ética. Al parecer, el PP en Valencia va a ser disuelto y sustituido por una gestora. Eso es lo que sucedió en Marbella, por primera y hasta el momento única vez en la vida política española: el ayuntamiento de aquel político preclaro, Jesús Gil, fue reemplazado por una gestora, bajo control judicial. Pero es que Jesús Gil era digno de militar en el PP.

jueves, 28 de enero de 2016

Guildhall y el anfiteatro romano

La Guildhall Art Gallery —una de las pocas salas de arte importantes que nos quedan por conocer en Londres— contiene la colección de pintura y escultura de la City de Londres. Es un edificio moderno, construido en 1999 en estilo semigótico para sustituir a uno anterior, dañado por los bombardeos alemanes en 1941. El hecho de que se asemeje al edificio adyacente, asimismo llamado Guildhall, sede durante siglos del ayuntamiento de la City, cuya frontispicio luce la magnífica leyenda Domine dirige nos, es loable para garantizar la coherencia arquitectónica del conjunto, pero resulta contradictorio con que, en la misma plaza, enfrente de ambos, se alce el actual ayuntamiento de la City, un edificio monstruoso y gris, edificado a base de gigantescos cubos. Llegamos a la hora de comer, con la esperanza de hacerlo en el restaurante del museo: casi todos lo tienen en Londres. Entramos —la visita es gratuita: ¡albricias!— y nos dirigimos, salivando, al No Colour Bar, que, para nuestra satisfacción, está anunciado, con cartelones muy grandes, en todas las salas. Sin embargo, el No Colour Bar no es un bar, sino una exposición de arte negro. Maldecimos, por una vez, las manifestaciones antirracistas y salimos, en busca de alguna solución para el hambre. Nos encontramos en el centro de la City, uno de los lugares más inhóspitos de Londres los fines de semana: aquí todo está dispuesto para atender a las docenas de miles de ejecutivos y brokers que trafican con nuestro dinero en el mundo, de suerte que, cuando no hay ejecutivos ni brokers, el lugar se queda desolado: los bares están cerrados, las tiendas están cerradas y apenas hay nadie por la calle (aunque esto me gusta). Por suerte, encontramos un pub agradable a poca distancia de Guildhall, el Ye Olde Watling, construido, al parecer, por Christopher Wren, el archiarquitecto inglés, para alojar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de la catedral de Saint Paul, tras el gran incendio de 1666. Lo hizo con la madera proveniente de barcos desguazados, algunos de cuyos tablones sobreviven todavía. Allí dibujaba también Wren los planos de la nueva catedral, quizá en el espacio en que nos sentamos hoy para dar cuenta de sendos contundentes pasteles de carne, regados con cerveza y sidra, cuya devoración, no obstante, se ve emborronada por el Happy birthday to you! que los empleados del pub le cantan a una parroquiana, con desfile de pastel con velitas incluido. Estas pequeñas ceremonias públicas, entre mercantiles y familiares, siempre me han dado vergüenza ajena, pero a los ingleses parecen encantarles. Regresados a Guildhall, nos atrevemos esta vez a sumarnos a una visita guiada. Las visitas guiadas nos gustan tan poco como los viajes organizados, pero hay que reconocer que, a veces, si el guía es bueno, puede uno aprender mucho. La colección contiene unas 4000 piezas, de las que apenas se exponen 250. Su origen es singular: tras el incendio de 1666, un equipo de veintidós jueces se pasó dos años resolviendo en este lugar las disputas entre vecinos, inquilinos y caseros por los derechos y propiedades arrasados por el fuego y, dado que la ciudad no tenía dinero para recompensarlos, decidió agradecerles su labor pintando un retrato de cada uno de ellos. Esos veintidós cuadros constituyeron el fondo inicial de la galería, que se ha ido incrementando hasta hoy. En la visita a las salas, veremos uno, y con eso nos bastará. En realidad, todos eran iguales: un gran corpachón con una toga roja, sobre un fondo tribunicio; lo único que cambiaba era la cara del magistrado, que en algún caso, como el que tenemos ante nosotros, resultaba demasiado pequeña para el cuerpo. Obviamente, este cuadro del juez microcefálico solo tiene un interés histórico. Lo mejor de la galería está en otras partes, sobre todo en la gran cantidad de arte victoriano que constituye el núcleo de la colección. Destacan varias piezas prerrafaelitas y, en particular, la magnífica La Ghirlandata, de Dante Gabriel Rossetti, aquel desdichado poeta y pintor que enterró toda su poesía inédita en la tumba de su joven esposa, que se había suicidado con láudano después de dar a luz a un niño muerto, y que luego, a petición de sus amigos, la desenterró para publicarla. Hay que ver lo que hacen los poetas por publicar. Para más inri, el tremebundo gesto ni siquiera le sirvió para ganarse el favor de los lectores: la crítica vertió juicios vitriólicos sobre su poesía, considerada inapropiada y ofensiva: era nada menos que carnal. La guía, en cualquier caso, subraya el valor de La Ghirlandata —de la que William Morris dijo que era el cuadro más verde que existía, y no se refería a lo mismo que los críticos de su literatura, sino al hecho de que está compuesto con unos tonos verdes arrebatadores— asegurando que, si hubiera un incendio en la galería, este sería el cuadro que los administradores se apresurarían a salvar. (El fuego ciñe, fáctica o idealmente, el devenir de la Guildhall). Vemos otras piezas interesantes, como los dos sermones de John Everett Millais —un díptico que parece anticipar algunos rasgos de Norman Rockwell— y el delicadísimo La lección de música, de Frederic Leighton, así como una muestra, también muy atractiva, de la pintura naïf de Matthew Smith. La guía nos lleva a continuación a un piso inferior, donde hay una pequeña exposición conmemorativa del 400º aniversario de la muerte de William Shakespeare. La exposición es reducida, en efecto, pero impresionante: contiene la escritura de compra de una casa en Blackfriars por parte de Shakespeare, con su firma auténtica (que solo se ha identificado en seis documentos; a Ángeles le parece un garabato más que una firma y se pregunta si Shakespeare no sería una mujer: sin saberlo, se ha sumado a la legión de gente que sospecha que Shakespeare no fue Shakespeare, sino otra persona. ¿Qué tendrá el dramaturgo para hacer sospechar siempre, y tan radicalmente, de su identidad?) y un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de sus obras, aparecida en 1623. La muestra se completa con dos voluminosos libros: uno con la minuciosa regulación que afectaba a la actividad teatral (que se consideraba propia, en aquella época, de vagos, maleantes, indeseables y putas), por ejemplo, no se podía salir bailando del teatro, porque eso inducía al desenfreno y, ulteriormente, a la fechoría; y otro con las innumerables y no menos minuciosas quejas de los honrados vecinos de Londres por el comportamiento inaceptable de los teatreros. Pero, con ser todo lo visto muy estimable, lo más fascinante de la Guildhall Art Gallery es el anfiteatro romano que alberga. Cuando se estaba construyendo el edificio, en 1988, se dio con sus ruinas, a quince metros de profundidad. Todas las ciudades romanas importantes tenían un anfiteatro, y los arqueólogos estaba seguros de que también debía de haber uno en el subsuelo de Londres, pero no se sabía dónde. Hasta que apareció aquí. Un primer anfiteatro de madera se construyó en 70 d. C., veinte años después de la fundación de Londinium, y en el s. II se edificó en piedra, cuyos restos contemplamos hoy. En sus momentos de esplendor, acogía a más de 6000 personas. Pero dos siglos más tarde se abandonaría definitivamente: el espacio que ocupaba se utilizó como vertedero y los habitantes de la ciudad, sajones, se llevaron las piedras para construir otros edificios y sus propias casas. Hoy quedan los cimientos y los restos del sistema de desagüe, con las maderas originales: algunas piezas siguen perfectamente encajadas. También la arena que recubre el recinto es original: la misma que pisaban los espectadores y los gladiadores de hace casi dos mil años. Para mi decepción, los gladiadores no luchaban entre sí. No hubo aquí nunca combates entre personas, sino entre personas y animales: perros, lobos, osos. La cosa se me hace un poco descafeinada, pero qué le vamos a hacer. La guía nos indica un punto de los sillares conservados en los que se aprecian todavía los agujeros donde se encajaban las puertas de metal de las jaulas en las que las fieras esperaban la salida al coso. Al otro lado esperaban sus matadores o sus víctimas. Entre número y número, para entretener al público con divertidas amenidades, se celebraban también ejecuciones en el anfiteatro. La gente comía, bebía y se solazaba. Qué estupendos eran los días de circo. También nosotros lo hemos pasado bien. No hemos visto a ningún luchador despedazado por un sttafordshire bull terrier o un oso pardo, ni a ningún caco colgando de una soga, pero hemos disfrutado igualmente. Cuando salimos, al lado de la iglesia de Saint Lawrence Jewry, vemos un poste de teléfono de la policía, gratis y azul. Desde aquí se podía avisar a la fuerza pública de cualquier desmán. Pero ya no: un cartel anuncia que no funciona y que para telefonear hay que utilizar un teléfono público, rojo y de pago. Ah, cómo cambian los tiempos.

lunes, 25 de enero de 2016

Dreno

Dreno es el tercer poemario de Matías Miguel Clemente, un albaceteño de 1978 que, como tantos otros españoles en estos tiempos de tribulación, ha tenido que buscarse la vida fuera de España. Ahora reside en Turín. Yo conocí su poesía al principio de mi colaboración con DVD ediciones, hacia 2003, cuando él ganó el Premio de Poesía Joven de Radio 3, que entonces publicaba la editorial barcelonesa, con Lo que queda. Luego, en 2007, dio a conocer Los límites en otro sello catalán, La Garúa, dirigida por mi buen amigo Joan de la Vega. Y ahora nos entrega este Dreno en la muy activa editorial La Bella Varsovia, favorecedora sobre todo de la poesía más joven. Dreno parece el nombre de una ciudad alpina o un castillo bávaro, pero es la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo "drenar", y ese significado "asegurar la salida de líquidos, generalmente anormales, de una herida, absceso o cavidad", como preceptúa la Academia determina la realidad del libro, dedicado a presionar las heridas del lenguaje para extraer de ellas cuanto le perjudica, bien porque sobra, bien porque no significa nada, o bien lo peor de todo porque miente. Las heridas del lenguaje no son, paradójicamente, como las del cuerpo: no sangran, sino que se encallecen; no supuran: se fibrosan. Las heridas del lenguaje son coágulos de in-significación, abscesos de tedio, escaras de ocultación o falsedad, y una de las tareas del poeta, acaso la más importante, es sajar esos grumos, descubrir la carne desubstanciada por la costumbre o el vacío, el sentido asfixiado por la superposición de materiales inanes. En Dreno, Matías Miguel Clemente reúne cuarenta escenas en prosa, siempre vinculadas al vivir cotidiano o a la presencia del arte y la literatura, construidas y a la vez destruidas por una lenguaje anómalo, que incurre a menudo en la subversión. Las escenas siguen siendo reconocibles "Ciego", "Casa", "Brazo", "Alondra", "El violoncelista de Sarajevo. Biblioteca", "El diablo cruza el Po"..., pero lo son gracias a su desordenación, a su desbaratamiento, al perfil palpitante que adquieren por mor de su rebeldía. Así lo confirma el poema más breve del conjunto, este monóstico que lleva el título del libro y que encarna, entre vanguardista y gongorino, una poética: "Tengo que poner un poco de orden en poco esto un todo de orden". Es muy significativo, también, que el libro esté dedicado a "buzos, alpinistas y astronautas": gente que sube a lo más alto o se sumerge en lo más profundo; gente que quiere encontrar la verdad en lo abismal o en lo sidéreo, lo que, bien mirado, viene a ser lo mismo. Y todo está en las palabras que se juntan, o que se desjuntan, en el poema. Matías Miguel Clemente desmonta lo previsible y regala una articulación a contrapelo, a contraluz, que vivifica, por desanudarlo, cuanto describe. El lector deambula por estos instantes desacomodados como si asistiera a un extraño espectáculo de ingeniería y demolición, y comparte su incomodidad: respira el polvo de lo que se erige con esfuerzo y se derriba con naturalidad. Y así debería ser siempre: que los poemas nos descolocaran; que nos recordasen que la realidad no es un objeto ajeno a la representación de la realidad, sino una edificación cuya mampostería son las palabras, e incluso las sílabas; que los poemas nos persuadieran de lo que subyace en las cosas, de lo que las cosas contienen más allá de su apariencia. Lo coloquial convive en Dreno con lo culto, y lo quebradizo con lo violento. La investigación en los sentimientos se traba fluidamente con la observación del mundo, y el resultado de esa concordia encabritada es una breve convulsión, tan dérmica como penetrante. "Todo poeta es un sismógrafo", ha dicho Javier Moreno, y Matías Miguel Clemente lo cita al pie del poema "Terremoto". Ciertamente: todo poeta percibe las ondas subterráneas del yo, y de cuanto acecha al yo: el poema es su transcripción, sintética y delicada, pero anunciadora de un íntimo temblor o un cataclismo inaudible. Uno lee por ahí los elogios inacabables que merecen libros colmados de tramoya, futilidad y ñoñería, y se pasma de que tanta vaciedad produzca tanta algarabía. Dreno, en cambio, ofrece verdad, verdad desconcertada y desconcertante, llena de interrogación, de contradicción, de claroscuros, es decir, de vida. 

Esto dice el poema "Grande":

Las cosas grandes como una demolición tienen un punto de partida, un inicio como de vida inminente, una esencia eléctrica que se deja oler, una premonición en clave de sombra.

Las cosas grandes como una tarde entera, en una fotografía, tienen una lenta salivación primera, un duelo, un gusto anticipado a salto, a herrumbre que se excede líquidamente antes de aparecer delante de nosotros.

Las cosas grandes como tú sentada en el mundo-suelo, durmiendo junto al radiador, tienen la habilidad de no comenzar hasta pasado un rato, en el que un brillo húmedo aparece en tu boca y en la boca de la enormidad.

Las cosas grandes, com un enorme silencio de gente que se esconde, tienen un hilo del que tirar, para acelerarlo todo y parar la vida a través de una roadmovie, un hilo del que dispone y que se encuentra callándose todos hacia los lados, huyendo.

Las cosas grandes como un dolor lechoso en el vientre, tienen apenas una carencia de músculo y articulación, que no le faltará nunca al movimiento de mis manos en tu pecho.

Las cosas grandes como las que se hacen con los ojos en el metro, mientras se espera, tienen ese temblor que tiene también la mano del viejo que pelea al tiempo otra parada.

Las cosas grandes que intento guardar en mis bolsillos se clavan y duelen por sus formas incomprensibles y desoladas.

Todo lo grande es impaciente y sobrevive por la cadencia con la que observamos su leve temblor, su deseo y su ansia de permanencia.

La soledad es una forma de drenar todo lo grande. Yo lo dreno a través de formular un verbo que conozco como sersolitario. Lo conjugo y lo mentalizo a base de secarme la frente ante lo enorme.

viernes, 22 de enero de 2016

Plata bajo tierra

Las Silver Vaults son uno de esos lugares que ni siquiera los londinenses conocen, o que conocen poco. La mejor prueba es que, cuando llegamos, un sábado por la mañana a una hora en que toda la ciudad está en las calles, visitándolo todo, apenas hay nadie. El solo hecho de que en un sitio haya poca gente hace que me guste, aunque aquello a lo que esté dedicado no me atraiga como Monica Bellucci. Fue una amiga de Ángeles la que le habló de estas cámaras acorazadas para la plata, que así se podría traducir Silver Vaults; de esta forma circula mucha información entre los visitantes de la capital: de boca en boca, como el trapicheo de marihuana. Las Silver Vaults son otra consecuencia del esplendor comercial de la Gran Bretaña, que tuvo su apogeo en la segunda mitad del s. XIX: se construyeron en 1876 para que los londinenses pudieran guardar sus joyas, documentos personales y objetos de valor, pero pronto los comerciantes de la ciudad sobre todo, los que manejaban mercancías más delicadas y valiosas, como joyas y platería descubrieron que aquellas espléndidas cajas fuertes constituían el reducto óptimo, por inexpugnable, para almacenar sus bienes y propiedades, y empezaron a alquilarlas como almacenes permanentes. Y así se han quedado. Hoy configuran unas singulares catacumbas, en las que los antiguos almacenes se han convertido en tiendas, cuyos propietarios son, en muchos casos, descendientes de aquellos joyeros decimonónicos que decidieron guardar aquí sus metales preciosos. Las Silver Vaults están en Chancery Lane, en los sótanos de un edificio amazacotado y gris como el tiempo. No es el original, que fue destruido por una bomba en la Segunda Guerra Mundial; este data de 1953. A pesar del impacto de las bombas alemanas, las cámaras no sufrieron ningún daño. Y no sorprende: en el subsuelo y protegidas por muros de más de un metro de espesor, forrado de acero, están a salvo de casi todo, salvo, quizá, de una explosión termonuclear. De hecho, nunca han sufrido ningún robo (para hacer un butrón aquí, haría falta una tuneladora como las que se utilizan para horadar las montañas de los Alpes). La seguridad es absoluta. Quizá alguna película de Hollywood se podría plantear, como argumento, el robo de este lugar y no el de Fort Knox, que está muy visto ya y que, además, parece bastante más fácil. La entrada es gratuita, y, paradójicamente, el único control de seguridad es un vistazo superficial a los bolsos de las señoras por parte de un conserje también amazacotado y gris. Los pasillos donde se alinean las cámaras de seguridad parecen unas catacumbas, sí, pero también una cárcel: donde en las prisiones hay celdas, aquí hay cajas fuertes. Y cada una es un establecimiento. Uno pasea por el lugar, limpiamente iluminado, lustroso hasta el dolor de ojos, y observa cada uno de los negocios como una pequeña cueva de Alí Babá donde se acumulan objetos de plata, pero también de oro y otros metales preciosos, cristalerías, relojes, obras de arte, porcelanas, sellos y hasta trofeos deportivos. En todas azacanea un responsable (no me atrevo a llamarlo dependiente: es demasiado plebeyo), por lo general encorbatado (también veo algunas pajaritas) y de pelo blanco, aunque también hay alguna rusa gritona, como Madame Chenniki, que despacha vigorosamente sus asuntos por teléfono en un inglés de asperezas eslavas. Son 68 tiendas, repartidas entre 27 propietarios. Casi todas exhiben parte del género en vitrinas exteriores. La variedad de lo expuesto es inimaginable. Me llaman la atención, en particular, dos armas: una pistola y una metralleta. La primera es una Walther PPK de oro, en su caja. Es el modelo que utiliza James Bond, aunque la de este no tiene ninguna función decorativa: solo sirve para matar malos. (No obstante, el vendedor señala en la tarjeta identificativa que está en perfecto funcionamiento y certificada como arma de fuego). La segunda es una Thompson Submachine Gun, una de aquellas metralletas de tambor con la que los gángsteres de Chicago de los años 20 solventaban sus diferencias. Por su facilidad de uso, su crepitar característico y su eficacia probada, se la llamaba Chicago typewriter, Chicago piano o, con precisión definitiva, the Chopper, es decir, la tajadera. Esta, además de estar lista para llenar de almas el otro mundo, es de plata y luce en el escaparate con una sensualidad insólita, como un cuerpo desnudo. Observamos también, en casi todas las tiendas, muchas piezas que representan animales. Se entiende que muchos sean perros, caballos y ciervos, todos ellos muy propios de este país, y otros, como osos, elefantes o hipopótamos, propios de las colonias que cimentaron durante siglos su riqueza actual, pero no dejan de sorprender las moscas o congrejos gigantescos que se proponen como maceteros o centros de mesa. ¿Quién querría tener una drosophila melanogaster a la vista cuando está desayunando? Algunos objetos son meras curiosidades, como unos cuernos de carnero, infinitamente retorcidos, con remates de plata, o un recipiente, también de plata, para la botella de catsup Heinz: el contraste entre la exquisitez del continente y la vulgaridad del contenido es saludablemente posmoderna. Reparo asimismo en el lema de los anticuarios de Londres, inscrito en uno de los aparadores: ars non habet inimicum nisi ignorantem, "la ciencia no tiene más enemigo que el ignorante", que se me antoja un dicho algo agresivo para una asociación profesional tan reposada como la de los tratantes de antigüedades. Salimos de los Silver Vaults, apabullados por la solidez del lugar, en todos los sentidos, y con alguna angustia claustrofóbica, y remontamos Rosebery Avenue hasta Exmouth Market, una coqueto rincón comercial de la zona. Aquí vivió Joseph Grimaldi, el famoso payaso y mimo inglés del XIX, que actuaba asiduamente en el cercano teatro Saddler's Wells. Delante de la iglesia de Christo Liberator (una denominación sorprendente: a mí Cristo siempre me ha parecido condemnator: al nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte), vemos una barbería con el ingenioso nombre de Barber Streisand (aunque con el no menos chistoso precio de un corte de pelo normal: ¡26 libras!; aquí a uno le afeitan la cabeza y la cartera). Comemos en el Moro, un restaurante que se inspira en la cocina andaluza y norteafricana para ofrecer una carta peculiar. Al lado está el Morito, el bar y local de tapas que complementa la oferta del restaurante. En su luna vemos nada más y nada menos que el anuncio de una calçotada, con la que se pretende recrear the spirit of Catalonia, encarnado, se conoce, en los deliciosos cebollinos de Valls. Pero no sé si me convence: también Artur Mas y su causahabiente, Carles Puigdemont, pretenden vivificar ese espíritu sojuzgado por la tiranía de Madrid. Tras el almuerzo, cruzamos la recoleta Wilmington Square, cuyo tapiz verde contrasta con la circunspección grisácea de sus edificios, dejamos atrás el antiguo ayuntamiento de Finsbury, hoy convertido en teatro (una decisión coherente: la política y el teatro siempre han estado muy cerca), y seguimos por Rosebery Avenue hasta Saddler's Wells, donde cogemos el autobús de vuelta a casa. Solo tardaremos una hora en llegar.

martes, 19 de enero de 2016

Elemental, mi querido Watson

Nunca he sido muy de Sherlock Holmes, y no sabría decir bien por qué. Quizá su personaje me resulte demasiado abigarrado, carente de la plausible aunque algo sórdida sencillez de un Philip Marlowe o de la ortodoxa entereza del padre Brown. Tantos gorros escoceses de cuadros, tantas pipas, tantos botellines de opio, tantas deducciones (no fiscales, sino lógicas) y tanto violín me cansan. De la saga de Holmes, que se extiende de 1887, cuando apareció Estudio en escarlata, a 1927, con El archivo de Sherlock Holmes, el personaje que más me interesa es James Moriarty (y su ayudante Sebastian Moran: significativamente, ambos apellidos empiezan por Mor-, una raíz que los vincula con la muerte, como Morticia Adams, como Mordor): el arquetipo de la perfidia, el villano pluscuamperfecto, la némesis de Holmes, pero eso no debería sorprender: a mí me fascinan los malos, no los héroes: estos están demasiado imbuidos de su bondad; aquellos son un repertorio mucho más persuasivo de las contradicciones y debilidades humanas. Roy Batty, el replicante de Blade Runner, le da un baño de complejidad e inteligencia y no solo en la escena final al bobo de Harrison Ford (aunque, en la versión del director, puede que este también sea un replicante: algo ganaría entonces a mis ojos). Hannibal Lecter se merienda y nunca mejor dicho a los chicos buenos del FBI en El silencio de los corderos, y me gusta hasta cuando le está arrancando los menudillos a mordiscos a uno de los desgraciados policías que lo vigilan (quizá porque, justo antes de hacerlo, estaba leyendo poesía y escuchando las variaciones Goldberg). Me pasa lo mismo hasta en el mundo animal: siento escalofríos de placer cuando Scar, el león felón de El rey León, dice aquello de "¿La verdad? Ah, la verdad es tan relativa...". En suma, siempre me he sentido más cerca de Lucifer que de Jehová, quizá porque me pasé once años en un colegio de curas. Pero me he despistado: hablaba de Sherlock Holmes. Aunque, como decía, nunca haya sido un gran fan del detective inglés, debo reconocer que se trata de uno de los iconos de la literatura universal, y que ese es un mérito indiscutible de su autor, Arthur Conan Doyle. Quienquiera que sea capaz de alumbrar un personaje tan reconocible, que cale tan perdurablemente en la conciencia del público, es digno de admiración. El éxito de Sherlock Holmes fue arrollador. Muy pronto se constituyeron clubs de admiradores y los lectores fieles se hicieron legión, en un fenómeno similar al que observamos en la actualidad con La guerra de las galaxias o Harry Potter: cada nueva entrega es saludada con una conmoción pública (y, hoy, mundial). De hecho, cuando, cansado de la esclavitud a que lo sometía tener que escribir sus aventuras, Doyle decide liquidar al detective en El problema final, haciendo que se caiga con su archienemigo Moriarty (¡bien hecho, Morty!) por las cataratas de Reichenbach, en Suiza, casi se produjo una revuelta popular: los lectores lo inundaban de cartas reclamándole que lo resucitase y no pocos amenazándolo con sacarle los ojos o dedicándole esos depravados epítetos que todo inglés es capaz de proferir y llevaban crespones negros por la calle para reivindicar la memoria de Sherlock; los periódicos también exigían que volviese; y los editores le reprochaban que hubiera matado a la gallina de los huevos de oro. Doyle respondió a tan abrumadora demanda y devolvió a Holmes a la vida diez años después, en La casa deshabitada, donde Watson, su compañero de fatigas, se reencuentra con él, envejecido y ahora dedicado a la bibliofilia. En realidad, le cuenta Holmes, por la catarata solo cayó Moriarty (descanse en paz), gracias a sus conocimientos de bartitsu, un arte oriental de defensa personal muy en boga en la Inglaterra de aquel tiempo. (Así cualquiera: el pobre Morty no tenía nada que hacer). Él salió vivo, pero decidió mantenerse escondido para que no lo atraparan sus secuaces, que, como era lógico (y sabiendo que había despeñado a su jefe, más), se la tenían jurada. La truculenta resolución de su desaparición dejó inmensamente satisfechos a los seguidores del sabueso, que continuaron disfrutando de sus peripecias hasta que la muerte de Doyle, en 1930, supuso el fin definitivo del personaje. La verdad es que la figura de Conan Doyle siempre me ha inspirado cierta melancolía: escribió más de sesenta libros (novelas históricas, de ciencia ficción, sobre Medicina y espiritualismo, entre muchos otros temas), pero solo fue reconocido por las historias de Sherlock Holmes, que le hicieron rico y sir, pero que él llegó a deplorar. Más aún: su propia figura se ha diluido en la del personaje. Por ejemplo, en Edimburgo, su ciudad natal, no hay ninguna efigie suya, pero sí una estatua de tamaño natural de Sherlock Holmes delante de donde estuvo su casa, demolida en los años 70 del siglo pasado. Y en Londres está abierta al público la casa de Sherlock Holmes, en el número 221b de Baker Street, visitada al cabo del año por miles de turistas, ingleses y extranjeros, mientras que casi nadie repara en la casa de Croydon en la que Doyle vivió tres años, entre 1891 y 1894, señalada por la correspondiente placa azul. Hoy, precisamente, aprovechando que nos hemos entrevistado con un contable que vive cerca (y que queremos que nos asesore sobre la forma de pagar menos impuestos en este país que nos asfixia fiscalmente), decido visitar la casa-museo de Sherlock en Baker Street. Siempre que había pasado por delante, había visto una cola enorme, parecida a la que suele formarse a la entrada de la abadía de Westminster. Hoy, en cambio, quizá por ser día laborable y temprano por la mañana, apenas hay nadie. Encuentro muchas pruebas, antes de llegar, de que este es el territorio de Sherlock Holmes: una estatua del personaje delante de la parada de metro de Baker Street y un hotel llamado Sherlock Holmes, por ejemplo. (Colega de aventuras fantásticas, por aquí también vivió H. G. Wells. Y, aprovechando el tirón de Holmes, al lado de la casa-museo se ha instalado una tienda dedicada a los Beatles). Encima de la puerta principal se ha colocado una placa azul de pega, como las que celebran la residencia de personajes famosos en todo Londres, en la que se lee: "Sherlock Holmes, consulting detective. 1881-1904". Cruzo el umbral en la casa suena El Danubio azul: ¿por qué? y me golpea un intenso olor a perfume. Pero ese impacto, con ser fuerte, no es nada comparado con el del precio de entrada: 15 libras de vellón. Entenderé algo mejor el latrocinio cuando compruebe que en cada uno de los tres pisos del breve edificio hay un vigilante con frac (cuyo objetivo es tanto reproducir el vestuario de la época como, sobre todo, evitar que los visitantes roben nada). Porque hay muchísimo que robar: la casa está colmada de objetos. De hecho, esa es su principal virtud: haber reunido, en un espacio tan exiguo, tanta parafernalia victoriana, que imita o reproduce la que aparece en los cuentos y novelas de Holmes. En la biblioteca médica, por ejemplo hay que recordar que Watson es médico—, distingo un volumen encuadernado de The Lancet de 1894. La habilidad de los ingleses para esta suerte de homenajes se demuestra en los detalles: las velas están encendidas, en las jarras hay agua y en las copas, un líquido oscuro que bien podría ser jerez. Hasta en los calendarios se hace constar el día de hoy. Veo un busto en bronce de Sherlock: se parece mucho a Peter Cushing. Los objetos utilizados en sus novelas se despliegan en todos los pisos: un fetiche vudú, de El pabellón Wisteria; un revólver bulldog, oculto en la Biblia del reverendo Williamson, de El ciclista solitario; el dedo cortado del Sr. Victor Hatherley, de El dedo pulgar del ingeniero; y, lo que más me gusta, la cabeza disecada del sabueso de los Baskerville, un perrazo negro y terrorífico, muerto, como indica una placa, el 19 de octubre de 1888, y embalsamado por S. Waysland & Son Ltd. Naturalists, cuyos servicios se publicitan así: Animals stuffed in the most approved style (los ingleses no se olvidan de promover sus negocios ni en estas luctuosas actividades). En el piso superior se acumulan muñecos y escenas que reproducen momentos destacados de las aventuras de Sherlock. Me llama la atención la de Sherlock y Watson descubriendo a Braunton, el mayordomo (los mayordomos son siempre culpables), que descansa sobre el cofre del tesoro, de El ritual de los Musgrave. Tres japonesas se fotografían al lado del cuerpo tendido de Braunton, con profusión de risitas y kanjis. (En otra habitación, uno puede retratarse con el gorro de Sherlock y el bombín de Watson). En un altillo está el cuarto de baño: tiene un búho disecado (no sé si por Waysland & Son) y un váter de cerámica, con grabados de flores. Cuando salgo, me entero de que esta casa se construyó en 1815, y de que fue una pensión desde 1860 hasta 1934. Luego estuvo cerrada, hasta que la compró la Sociedad Internacional de Sherlock Holmes para convertirla en la casa-museo que hoy es, inaugurada en 1990. Aunque está catalogada como monumento arquitectónico e histórico por el gobierno de su Majestad, es solo una pequeña casa victoriana, cuyo interés se limita a los devotos del famoso detective. Quizá porque yo no lo soy, salgo de ella ligeramente decepcionado. Para animarme, me cuento a mí mismo un chiste sobre Sherlock Holmes: "¿Cuál es su queso favorito, Holmes?", le pregunta Watson. "El emmental, mi querido Watson", responde el detective.