La Guildhall Art Gallery —una de las pocas salas de arte importantes que nos quedan por conocer en Londres— contiene la colección de pintura y escultura de la City de Londres. Es un edificio moderno, construido en 1999 en estilo semigótico para sustituir a uno anterior, dañado por los bombardeos alemanes en 1941. El hecho de que se asemeje al edificio adyacente, asimismo llamado Guildhall, sede durante siglos del ayuntamiento de la City, cuya frontispicio luce la magnífica leyenda Domine dirige nos, es loable para garantizar la coherencia arquitectónica del conjunto, pero resulta contradictorio con que, en la misma plaza, enfrente de ambos, se alce el actual ayuntamiento de la City, un edificio monstruoso y gris, edificado a base de gigantescos cubos. Llegamos a la hora de comer, con la esperanza de hacerlo en el restaurante del museo: casi todos lo tienen en Londres. Entramos —la visita es gratuita: ¡albricias!— y nos dirigimos, salivando, al No Colour Bar, que, para nuestra satisfacción, está anunciado, con cartelones muy grandes, en todas las salas. Sin embargo, el No Colour Bar no es un bar, sino una exposición de arte negro. Maldecimos, por una vez, las manifestaciones antirracistas y salimos, en busca de alguna solución para el hambre. Nos encontramos en el centro de la City, uno de los lugares más inhóspitos de Londres los fines de semana: aquí todo está dispuesto para atender a las docenas de miles de ejecutivos y brokers que trafican con nuestro dinero en el mundo, de suerte que, cuando no hay ejecutivos ni brokers, el lugar se queda desolado: los bares están cerrados, las tiendas están cerradas y apenas hay nadie por la calle (aunque esto me gusta). Por suerte, encontramos un pub agradable a poca distancia de Guildhall, el Ye Olde Watling, construido, al parecer, por Christopher Wren, el archiarquitecto inglés, para alojar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de la catedral de Saint Paul, tras el gran incendio de 1666. Lo hizo con la madera proveniente de barcos desguazados, algunos de cuyos tablones sobreviven todavía. Allí dibujaba también Wren los planos de la nueva catedral, quizá en el espacio en que nos sentamos hoy para dar cuenta de sendos contundentes pasteles de carne, regados con cerveza y sidra, cuya devoración, no obstante, se ve emborronada por el Happy birthday to you! que los empleados del pub le cantan a una parroquiana, con desfile de pastel con velitas incluido. Estas pequeñas ceremonias públicas, entre mercantiles y familiares, siempre me han dado vergüenza ajena, pero a los ingleses parecen encantarles. Regresados a Guildhall, nos atrevemos esta vez a sumarnos a una visita guiada. Las visitas guiadas nos gustan tan poco como los viajes organizados, pero hay que reconocer que, a veces, si el guía es bueno, puede uno aprender mucho. La colección contiene unas 4000 piezas, de las que apenas se exponen 250. Su origen es singular: tras el incendio de 1666, un equipo de veintidós jueces se pasó dos años resolviendo en este lugar las disputas entre vecinos, inquilinos y caseros por los derechos y propiedades arrasados por el fuego y, dado que la ciudad no tenía dinero para recompensarlos, decidió agradecerles su labor pintando un retrato de cada uno de ellos. Esos veintidós cuadros constituyeron el fondo inicial de la galería, que se ha ido incrementando hasta hoy. En la visita a las salas, veremos uno, y con eso nos bastará. En realidad, todos eran iguales: un gran corpachón con una toga roja, sobre un fondo tribunicio; lo único que cambiaba era la cara del magistrado, que en algún caso, como el que tenemos ante nosotros, resultaba demasiado pequeña para el cuerpo. Obviamente, este cuadro del juez microcefálico solo tiene un interés histórico. Lo mejor de la galería está en otras partes, sobre todo en la gran cantidad de arte victoriano que constituye el núcleo de la colección. Destacan varias piezas prerrafaelitas y, en particular, la magnífica La Ghirlandata, de Dante Gabriel Rossetti, aquel desdichado poeta y pintor que enterró toda su poesía inédita en la tumba de su joven esposa, que se había suicidado con láudano después de dar a luz a un niño muerto, y que luego, a petición de sus amigos, la desenterró para publicarla. Hay que ver lo que hacen los poetas por publicar. Para más inri, el tremebundo gesto ni siquiera le sirvió para ganarse el favor de los lectores: la crítica vertió juicios vitriólicos sobre su poesía, considerada inapropiada y ofensiva: era nada menos que carnal. La guía, en cualquier caso, subraya el valor de La Ghirlandata —de la que William Morris dijo que era el cuadro más verde que existía, y no se refería a lo mismo que los críticos de su literatura, sino al hecho de que está compuesto con unos tonos verdes arrebatadores— asegurando que, si hubiera un incendio en la galería, este sería el cuadro que los administradores se apresurarían a salvar. (El fuego ciñe, fáctica o idealmente, el devenir de la Guildhall). Vemos otras piezas interesantes, como los dos sermones de John Everett Millais —un díptico que parece anticipar algunos rasgos de Norman Rockwell— y el delicadísimo La lección de música, de Frederic Leighton, así como una muestra, también muy atractiva, de la pintura naïf de Matthew Smith. La guía nos lleva a continuación a un piso inferior, donde hay una pequeña exposición conmemorativa del 400º aniversario de la muerte de William Shakespeare. La exposición es reducida, en efecto, pero impresionante: contiene la escritura de compra de una casa en Blackfriars por parte de Shakespeare, con su firma auténtica (que solo se ha identificado en seis documentos; a Ángeles le parece un garabato más que una firma y se pregunta si Shakespeare no sería una mujer: sin saberlo, se ha sumado a la legión de gente que sospecha que Shakespeare no fue Shakespeare, sino otra persona. ¿Qué tendrá el dramaturgo para hacer sospechar siempre, y tan radicalmente, de su identidad?) y un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de sus obras, aparecida en 1623. La muestra se completa con dos voluminosos libros: uno con la minuciosa regulación que afectaba a la actividad teatral (que se consideraba propia, en aquella época, de vagos, maleantes, indeseables y putas), por ejemplo, no se podía salir bailando del teatro, porque eso inducía al desenfreno y, ulteriormente, a la fechoría; y otro con las innumerables y no menos minuciosas quejas de los honrados vecinos de Londres por el comportamiento inaceptable de los teatreros. Pero, con ser todo lo visto muy estimable, lo más fascinante de la Guildhall Art Gallery es el anfiteatro romano que alberga. Cuando se estaba construyendo el edificio, en 1988, se dio con sus ruinas, a quince metros de profundidad. Todas las ciudades romanas importantes tenían un anfiteatro, y los arqueólogos estaba seguros de que también debía de haber uno en el subsuelo de Londres, pero no se sabía dónde. Hasta que apareció aquí. Un primer anfiteatro de madera se construyó en 70 d. C., veinte años después de la fundación de Londinium, y en el s. II se edificó en piedra, cuyos restos contemplamos hoy. En sus momentos de esplendor, acogía a más de 6000 personas. Pero dos siglos más tarde se abandonaría definitivamente: el espacio que ocupaba se utilizó como vertedero y los habitantes de la ciudad, sajones, se llevaron las piedras para construir otros edificios y sus propias casas. Hoy quedan los cimientos y los restos del sistema de desagüe, con las maderas originales: algunas piezas siguen perfectamente encajadas. También la arena que recubre el recinto es original: la misma que pisaban los espectadores y los gladiadores de hace casi dos mil años. Para mi decepción, los gladiadores no luchaban entre sí. No hubo aquí nunca combates entre personas, sino entre personas y animales: perros, lobos, osos. La cosa se me hace un poco descafeinada, pero qué le vamos a hacer. La guía nos indica un punto de los sillares conservados en los que se aprecian todavía los agujeros donde se encajaban las puertas de metal de las jaulas en las que las fieras esperaban la salida al coso. Al otro lado esperaban sus matadores o sus víctimas. Entre número y número, para entretener al público con divertidas amenidades, se celebraban también ejecuciones en el anfiteatro. La gente comía, bebía y se solazaba. Qué estupendos eran los días de circo. También nosotros lo hemos pasado bien. No hemos visto a ningún luchador despedazado por un sttafordshire bull terrier o un oso pardo, ni a ningún caco colgando de una soga, pero hemos disfrutado igualmente. Cuando salimos, al lado de la iglesia de Saint Lawrence Jewry, vemos un poste de teléfono de la policía, gratis y azul. Desde aquí se podía avisar a la fuerza pública de cualquier desmán. Pero ya no: un cartel anuncia que no funciona y que para telefonear hay que utilizar un teléfono público, rojo y de pago. Ah, cómo cambian los tiempos.
yo ambien estuve en inglaterra y si, es verdad. hacian muchas locuras los ingleses
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