miércoles, 30 de abril de 2014

Tatuajes

Inglaterra es el paraíso del tatuaje. Se ven en cualquier parte, y me refiero tanto a cualquier parte de la calle como a cualquier parte del cuerpo. En determinados ambientes, uno ya no advierte, por ejemplo, brazos, sino brazos tatuados, ni pechos, sino pechos tatuados. A veces, los tatuajes alcanzan e incluso cubren la cara, y a uno le parece estar delante de un personaje de la segunda serie de La guerra de las galaxias. Los amantes del tatuaje tienen sus clubs, en los que despliegan con orgullo sus cartografías o sus últimas adquisiciones, y hasta organizan competiciones, en las que un jurado muy erudito determina cuál es mejor, si un dibujo de un dragón tailandés en la pantorrilla o una cuatricromía de tarántulas y escolopendras en el omoplato. El premio supongo que será otro tatuaje, si es que al ganador le queda piel para que se lo impongan. La pasión de los ingleses por esta técnica de modificación corporal proviene de su pasado explorador y colonial. Los barcos de Su Graciosa Majestad llegaban, pongamos por caso, a las islas de la Polinesia, y allí, en una playa dorada, entre cocoteros y sándalos, eran recibidos por mujeres vestidas solo con tatuajes. Se comprende que aquellos dibujos les fascinaran. Los tatuajes han existido desde los albores de la humanidad. Ya se practicaban en el Neolítico, y hay restos de ellos en momias egipcias: allí también eran, sobre todo, las mujeres las que se tatuaban. Ötzi, el Hombre de Hielo que se encontró en 1991 en un glaciar de los Alpes austríacos, al que se le han calculado 5.200 años de antigüedad, tenía la espalda cubierta de tatuajes, aunque, en su caso, los antropólogos creen que se trataba de tatuajes con fines terapéuticos, algo parecido a la acupuntura. Yo debo confesar que no siento demasiada simpatía por ellos: me parecen denotar una íntima insatisfacción con uno mismo, y se me hacen sucios y antinaturales. Sé que esto es una bobada: también es antinatural tomarse una pastilla para el dolor de cabeza, y todos lo hacemos, para nuestro gran alivio, pero no puedo evitar sentir un discreto rechazo por algo que perturba la hermosa sencillez del cuerpo, aunque sea un cuerpo gastado, aunque no sea un cuerpo hermoso. No obstante, he de admitir que, en alguna ocasión, he admirado alguna inscripción corporal. Una amiga mexicana tiene, en ese punto exacto en el que la espalda se incurva en lo que ya no es espalda, un círculo delicioso con una leyenda que es parte de un verso de sor Juana Inés de la Cruz: "Óyeme con los ojos". Y uno, en efecto, oía aquellas líneas negras, y la tersa blancura en la que se insertaban, con sumo placer. Hoy, por desgracia, lo que veo no son otros delicados ejemplos de tatuaje poético, sino explosiones de tinta en los rincones más inverosímiles de la anatomía. En el gimnasio al que acudo, a la hora de la ducha, me asaltan escenas del odioso manga japonés, grafitis pectorales escritos en arameo, mariposas sombrías en los sobacos, telarañas verdes en el abdomen, declaraciones de amor a Jenny, o Vanessa, o mamá, o al octavo regimiento de fusileros irlandeses, con letra gótica, criaturas de Tolkien tan espantosas que ni siquiera en las películas de El señor de los anillos se han atrevido a representarlas, mujeres desnudas cuyos pechos empequeñecen a los de Pamela Anderson antes de que se quitara la silicona, y una lista casi infinita de seres, actividades y jergas ignotas. Hay partes del cuerpo masculino que no me es dado ver si albergan tatuajes, pero sospecho que también ahí los habrá. En Tatuaje, una excelente novela de la serie Carvalho, de Vázquez Montalbán, se cuenta la historia de un personaje que se había hecho tatuar en el glande la cabeza de un gato con las fauces abiertas. Así, cuando se retiraba el prepucio, aparecía el felino dispuesto a comerse el mundo. La cosa tenía su gracia, pero no le arriendo la ganancia al tatuado: que le hagan a uno centenares, quizá miles de incisiones en el lugar del cuerpo donde se concentran más terminaciones nerviosas, para inyectarle tinta, ha de ser poco placentero, por no hablar de quitársela, que aún lo ha de ser menos. Según algunas investigaciones, entre el 80 y el 90% de los que se han hecho algún tatuaje, quiere eliminarlo en algún momento de su vida. Ningún sistema, ni siquiera los modernos procedimientos láser, garantizan un borrado perfecto, pero todos garantizan un dolor estupendo. Recuerdo el caso, aquí en Londres, de un joven que se había ido de vacaciones a España y que, después de una noche de borrachera en la correspondiente localidad de la costa, de la que no recordaba nada, había amanecido con un nombre de varón grabado en el antebrazo. A la lacerante -y cara- eliminación del tatuaje se sumaba el desconcierto y la sensación de imbecilidad, comprensible, que lo embargaba. Otros casos son igualmente sangrantes, aunque se conozca la razón del tatuaje: un amor eterno que solo duró algunos meses; un padre magnífico que se había revelado un zote; una hermandad carcelaria, con faltas de ortografía incluidas, que ya no se desea proclamar. Los tatuajes, como tantas otras cosas, sirven para identificarnos: para revelar que formamos parte de un grupo y que disfrutamos de su protección. Por eso abundan en los cárceles y en las organizaciones delictivas: la yakuza japonesa ha hecho de sus tatuajes un arte espléndido y tenebroso. Yo nunca me haré un tatuaje: soy demasiado mayor y demasiado conservador para eso. Pero nunca se sabe si, después de una cogorza olímpica, en la que todavía puedo incurrir, alguien que no me quiera bien me inducirá a inscribirme algo en alguna parte del cuerpo, que espero no sea el glande. A quien pueda sentir esa tentación, desde aquí le ruego que lo que me tatúe sea: "Óyeme con los ojos". 

martes, 29 de abril de 2014

Historia criminal del Cristianismo

Hace tres semanas, el 8 de abril, murió Karlheinz Deschner, escritor e historiador alemán. Este nombre, seguramente, no dirá nada a la mayoría de lectores: uno de tantos académicos centroeuropeos, uno de tantos escritores oscuros. La oscuridad, desde luego, tiene que ver con su obra, pero no por su naturaleza, sino por su objeto. Deschner ha sido el autor de uno de los más monumentales proyectos de investigación de la historia, que aventaja con creces a la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Gibbon, o a la Historia de la Revolución francesa, de Michelet: es la Historia criminal del Cristianismo, en diez volúmenes (5.000 páginas en total, en la edición alemana), en los que recoge, analiza y documenta el rosario -y nunca mejor dicho- de crímenes, persecuciones y desmanes, tanto físicos como intelectuales, que han protagonizado las sectas y confesiones cristianas, con especial atención a los cometidos por la Iglesia católica. La obra, con ser colosal, ha quedado inacabada: Deschner, consciente del poco tiempo que le quedaba -ha muerto con casi 90 años-, apenas pudo concluir el décimo volumen, Siglo XVIII y perspectivas, que analiza la caída del papado y la gradual separación entre Iglesia y Estado. Toda la modernidad cristiana -otro oximoron, como "el pensamiento navarro" que denunciaba Baroja- ha quedado pendiente de un estudio que daba para mucho, pero que ya nunca llegará. (No obstante, Deschner tuvo tiempo de publicar dos volúmenes complementarios, Política de los papas del siglo XX, para denunciar la connivencia de la Iglesia católica con las dictaduras de esa centuria: Yalde los publicó en España en 1994). La editorial Martínez Roca, hoy, como casi todas, absorbida por Planeta, ha publicado nueve volúmenes de la Historia criminal del Cristianismo, aunque no se corresponden con los nueve de la obra original: el último de ellos se titula Siglo X: desde las invasiones normandas hasta la muerte de Otón III. Antes que los crímenes del Cristianismo, sobrecoge el esfuerzo desplegado por Deschner: en 1970 empezó a estudiar el tema y solo después de 17 años de implacable labor preparatoria, realizada con minuciosidad teutona, se puso a escribir. Los diez volúmenes de la obra fueron apareciendo a lo largo de los 25 años siguientes. Me importa subrayar también que Deschner era novelista y crítico literario, había estudiado Teología, Psicología, Filosofía, Derecho y Literatura, y era doctor por las universidades de Bamberg y Würzburg, pero nunca había trabajado en la universidad, ni ocupado cargo docente u oficial alguno. Era un investigador autónomo, pues, un free-lance del pensamiento, y se me antoja muy revelador que alguien fuera de los círculos académicos establecidos haya llevado a cabo un proyecto de esta magnitud, y de tanta calidad. (Algo parecido pasa en España, salvando las distancias: muchos de los mejores pensadores de la literatura actual, por ejemplo, están fuera de la universidad; es más, la universidad no quiere saber de ellos). Que las religiones, en general, y el Cristianismo, en particular, han cometido barbaridades sin cuento, era y sigue siendo algo sabido, pese a los esfuerzos ingentes de tantos por dorar esa realidad -es decir, por escamotearla, por tergiversarla- con la palinodia de la fe benefactora, las contribuciones al progreso humano y la iglesia de los pobres. La Iglesia católica se ha opuesto, a lo largo de la historia, y hasta hoy mismo, a todos los avances de la humanidad, sin dejarse uno solo: ha condenado, con encíclicas y desde el púlpito, con excomuniones y con ejércitos, los descubrimientos de la ciencia, la separación del Estado y la separación de poderes, el sufragio universal, el sistema parlamentario, la libertad de cátedra y la libertad de conciencia, los derechos humanos y los derechos de la mujer. La Iglesia ha rechazado la vacunación y hasta los pararrayos, porque, si Dios quería que un microbio se introdujese en el cuerpo humano, o que un rayo destruyese una casa, ¿quién era el hombre para impedirlo? Hoy, la Iglesia sigue condenando el divorcio (pese a la hipocresía de las nulidades matrimoniales: el otro día me hablaron de una que se había declarado después de 26 años de matrimonio, y con varios hijos de por medio), el aborto, la eutanasia, las terapias génicas y la homosexualidad, entre muchas otras posibilidades de hacer feliz a la gente (como la masturbación, a la que nunca he entendido por qué se opone, si no es más que hacer el amor con la persona a la que más quieres, como ha observado Woody Allen). Para la Iglesia, lo importante no es ser feliz, sino ser creyente. Se trata, sobre todo, de espantar el miedo a la muerte y a la incertidumbre de la existencia, a su sinsentido radical, aferrándose a un conjunto de creencias orejeras, analgésicas, más aún, salvadoras. Se trata, pues, de emborracharse con la verdad, con una verdad destilada con palabras y con miedo, no de descubrirla. En realidad, no hay otra verdad que la ausencia de verdades: somos materia indefensa y fugaz, pero, por desgracia, pensante, tras cuya eclosión volveremos a la oscuridad de la que vinimos: a la nada. Nuestra esencia es la incerteza, la inestabilidad, la fragilidad, el dolor y la muerte. En este recorrido de levedades, acaso podamos ahorrarnos algo de sufrimiento, y hasta darnos algún placer, si empleamos el cuerpo y la mente con la inteligencia que la naturaleza nos ha dado. Pero ahí está la Iglesia para decirnos que no: que el cuerpo y la mente hay que emplearlos con devoción, con sacrificio, subordinados a los altos destinos para los que Dios los ha concebido: el trabajo, la reproducción, la monogamia. También hemos de aceptar la decadencia de ese cuerpo y esa mente, su desmoronamiento por las laderas de la enfermedad y la vejez, hasta la desaparición final, porque así le place a Dios, que consiente el mal y ha instaurado la muerte. La Iglesia católica es, hoy, una teocracia medieval, casi saudí, en el que no rige ninguno de los derechos ciudadanos que con tanto esfuerzo hemos conseguido los comunes de los mortales, casi siempre contra el parecer de la Iglesia católica. Y ese es uno de sus peores aspectos: desde los remotos tiempos de Constantino, cuando los cristianos entendieron que la mejor forma de perdurar era abrazar las estructuras de poder y se hicieron la religión oficial del Estado, la Iglesia es una institución, y cuenta, como toda institución, con sus funcionarios. Los clérigos, la jerarquía eclesiástica, esos mediadores entre la voluntad del pastor supremo y su pobre rebaño, son la peor supuración de la superstición trascendental. Ninguna otra religión los tiene, ni siquiera el islam, cuyos imames pueden ser cualquier creyente, aunque el mahometanismo tenga la contrapartida de no haber pasado por un Siglo de la Luces: los musulmanes, para su desgracia y la nuestra, siguen viviendo en las arenas del siglo VII. Y, desde que los cristianos decidieron dejar de ser perseguidos y pasar a ser perseguidores, los sacerdotes han sido, como nuestros políticos de ahora, pero con unas dimensiones infinitamente mayores, una casta extractiva. A veces he pensado que el Vaticano es una invención del demonio; más aún, que el Cristianismo, y hasta Dios, son una invención del demonio, ideada para castigar a los hombres. Aunque es verdad que, para ser un poder tan maligno como el que describe Deschner en Historia criminal del Cristianismopara encadenar tantísimas tropelías y provocar tanto sufrimiento y tanta muerte, no es menester ningún ser sobrenatural: el ser muy natural que es el hombre se basta y sobra, con su malevolencia y su crueldad.

lunes, 28 de abril de 2014

El lento proceso de José Luis Cancho

No conozco a José Luis Cancho. Nunca nos hemos visto en persona. Entré en contacto con él, por carta -entonces todavía se escribían cartas-, hace bastantes años, cuando publicó el primero de los dos libros que vieron la luz en DVD ediciones: Grietas, en 2001, e Indicios, en 2004. No recuerdo cuáles fueron las circunstancias de esos primeros intercambios, pero supongo que Sergio Gaspar, el editor de DVD, tuvo mucho que ver con ellos. Sergio animaba a que los escritores nos leyésemos unos a otros -cosa que hacemos mucho menos de lo que podría creerse- y, más aún, a que nos relacionáramos. José Luis Cancho me pareció, desde el principio de nuestra correspondencia, un hombre inteligente, sensible y entrañable. Sus cartas eran pulcras y amabilísimas, y revelaban a una persona genuinamente entregada a la causa de la literatura. Estuvimos intercambiando mensajes y libros durante varios años, hasta que el contacto se espació y, finalmente, desapareció. Ello no fue fruto de ningún desencuentro, sino solo de la distancia, que ahoga las amistades mejor constituidas, y del caminar distinto, que a unos nos lleva, por ejemplo, a establecernos en Inglaterra, y a otros, a entrar en un periodo de silencio literario, que se proyecta también en la comunicación personal. Por eso me alegró mucho recibir un correo electrónico hace unos días de José Luis, en el que me decía que había sabido de mi traslado por Sergio, que había empezado a leer mi blog, y que le apetecía retormar el contacto y enviarme un nuevo libro suyo. Le di mi dirección postal y, al cabo de setenta y dos horas, ya tenía su última novela en el buzón. Se titula Lento proceso, un título que resulta especialmente adecuado para nuestra relación, que obedece al lento proceso de las buenas amistades, con sus remansos y sus aceleraciones, con sus veladuras y sus renacimientos, siempre fluyendo de forma natural, aunque esa naturalidad implique largos silencios. Recuerdo Grietas e Indicios como dos buenos libros, sobrios y pulimentados, como es, también, su autor. Lento proceso, recién publicado por la joven editorial Papeles Mínimos, de Madrid, abunda en una literatura astringente, atenta al detalle, trabada con cuidado, recorrida por ritmos discretos y sumida en atmósferas sutilmente opresivas. Dos son los asuntos de esta novela corta, si es que no es uno solo: la contemplación y la creación poética. Un escritor que lleva tres años de sequía creativa se recluye en un hotel de Málaga, cerrado al público -un planteamiento que recuerda al de El resplandor, la excelente película de Kubrick, aunque carece, por fortuna, de su dimensión terrorífica-, para escribir, y allí conoce a varias mujeres, con las que mantiene relaciones de distinta naturaleza: desde la compañía silenciosa de Carmen, una barcelonesa madura, hasta la seducción y la copulación violenta con Julia, la hija adolescente del dueño del hotel. De hecho, las mujeres constituyen otro hilo conductor de la novela: el protagonista no solo narra sus encuentros con Carmen y Julia, sino que recuerda sus amores o sus fracasos con otras, como Rosa, Andrea y Adriana, se muestra interesado por la dueña de la pensión en la que se hospeda en un pueblo del que ni siquiera sabe el nombre, y describe su relación con su madre, y la muerte de esta, en el último capítulo del libro. José Luis es un escritor de mujeres, aunque no para mujeres: su literatura es masculina. De Lento proceso me ha interesado sobre todo su atmósfera ralentizada, la espesura de los ambientes descritos, el deliberado torpor y, a la vez, la nitidez con la que se describe el estar del protagonista en el mundo: desnudo, pobre, observando, sin otra pretensión que escribir. Es, como digo, una novela de la contemplación: del mar que se ve desde el hotel cerrado o junto al que se pasea por la ciudad; de los paisajes que atraviesan autobuses tan lentos como el nacimiento de una novela; de los gestos, y las miradas, y los cuerpos, de las mujeres deseadas. Una contemplación de cosas que ya no suscitan otro anhelo que el de gozar de su propio ser: que no conducen a nada, ni a nada mejor, más allá de sí mismas. Hacia el final de la novela, Cancho escribe: "Si no fuese por la amenaza de desahucio que pende sobre mi cabeza y porque mis ahorros se están evaporando (...), diría que el momento es perfecto: la primavera se encuentra en su máximo esplendor y yo dispongo de todo el tiempo del mundo para entregarme a lo que más me agrada: contemplar el paso de las horas, hojear libros, sumar un nuevo párrafo a lo que estoy escribiendo y, por último, pasear junto al mar". Suscribo este plan de vida, y también una de las citas con las que Cancho encabeza la segunda parte del libro, "El regreso". Es de José Luis Pérez Álvarez, autor de una de las mejores novelas publicadas en España en las últimas dos décadas: Nemrod. Dice: "Aunque acaso la felicidad estribase en tener el valor indispensable para abandonar lo que nos aburre, un trabajo, un amor, un país".

domingo, 27 de abril de 2014

Los recortes de Matisse

Visitamos hoy la exposición de los recortes de Henri Matisse, en la Tate Modern. Quizá no habríamos ido si Miguel Ángel Muñoz, mi amigo mexicano, poeta y crítico de arte, a quien he de ver en Madrid dentro de un par de semanas, no me hubiera pedido que le comprara un catálogo de la exposición. Nos acercamos a la Tate con prevención, porque imaginamos las colas quilométricas que habrá para visitarla. Sin embargo, al llegar, casi no hay nadie en las taquillas. Eso aún es peor: quiere decir que las entradas se han agotado. Pero no, todavía quedan, aunque para dentro de cuatro horas y media. Se abre, pues, ante nosotros un largo paréntesis de tiempo, que habremos de ocupar de algún modo. Vamos primero a comer: lo hacemos en un italiano que se llama Si va lontano, un nombre que juega con el dicho piano piano si va sano e si va lontano. Sin embargo, la característica del local es ir rápido: preparan la pasta, la pizza, los postres, en un santiamén; de hecho, es un fast food transalpino. Pese a ello, comemos bien por un precio que no es disparatado. Luego salimos a pasear por el Southbank. Está lleno de gente. Las terrazas también están repletas. Muchos de los clientes cierran los ojos, echan la cabeza para atrás y se ofrecen al sol, que asoma y se retira entre las nubes, como si jugara: es un juego muy británico. Ese gesto de ofrecimiento es, en realidad, un gesto reptiliano, un ansia de luz. Después de meses de grisuras, la gente se bebe el sol, y se percibe a los cuerpos desaletargarse, henchirse, florecer, con esa ingestión prismática. En una zona cubierta, cuyo cemento aparece enteramente cubierto de grafitis, los skaters fatigan badenes, pilones y obstáculos con sus tablas. Muchos paseantes se paran a mirarlos, y algunos hacen fotos. Los skaters están confinados allí, como en una reserva india, pero no parecen infelices. En Barcelona no hay lugares delimitados para ellos, y se han posesionado de algunos espacios urbanos especialmente aptos para practicar su deporte, si es que es un deporte: la plaza Universidad, la plaza de los Países Catalanes, el MACBA, lugares de cemento, metal y piedra. Más adelante, siguiendo por el paseo fluvial, vemos a alguien, con frac, que toca el trombón. Lo singular de este músico es que, cada vez que sopla en la boquilla, del instrumento sale una bola de fuego. Seguimos caminando y llegamos, por fin, a una zona donde siempre hay libros de viejo: las paradas se disponen en medio del paseo. Lo llamativo del mercadillo es que sus dueños no están en ellas, sino en un extremo, y, a veces, ni eso. Uno se acerca para pagar y no hay nadie: se han ido a tomar una cerveza, o están con un colega, en el puesto de al lado, charlando. ¿Cómo evitan que se robe? No lo evitan; simplemente, la gente no roba. Otra cosa muy británica: los objetos se ofrecen sin supervisión, confíados a la honradez del comprador. (Que lo primero que yo piense sea cómo evitan que se robe no dice mucho de la cultura en la que me he criado: estas asociaciones mentales automáticas nos revelan mejor que cualquier juicio). Recorro las paradas y compro dos volúmenes: una selección de poemas de Pound, con edición y prólogo de T. S. Eliot, de 1958, en Faber & Faber, y un libro de gran formato sobre la Guerra Civil americana, con innumerables fotografías e ilustraciones, en magnífico estado: los dos, por diez libras. Se va haciendo la hora de nuestra visita, así que volvemos a la Tate. Cuando llegamos al museo, estamos cansados, y, como aún falta algo de tiempo, nos echamos a descansar en la hierba. Está húmeda, pero resulta agradable. Me quito los zapatos, enrollo la cazadora para que haga de almohada y, mientras siento un latigazo de placer recorrerme el cuerpo, observo el cielo. El cielo está habitado: hay gaviotas que chillan, y que contraen y despliegan las alas para ganar altura o velocidad, y aviones que rugen desde muy arriba, y helicópteros que zumban desde más abajo, y palomas que ruedan como canicas en la superficie dolorosamente azul del aire, y, sobre todo, nubes, muchas nubes, que pasan, deshilachadas o mantecosas, espectrales o fusiformes, flemáticas o apresuradas, dibujando esas formas caprichosas que constituyen el mejor test de Rorschach que haya existido nunca. Casi me duermo contemplándolas, acariciado por la hierba que aplasto, arrebatado por el placer primitivo de yacer. Llega la hora de la visita. En Londres es imposible ver exposición alguna sin estar rodeado de cientos de personas que la ven contigo, y a veces he pensado que, mejor que audioguías, las salas deberían repartir prismáticos, para que se pudieran apreciar las piezas que las aglomeraciones de público impiden ver de cerca. Los recortes de Matisse constituyen la última fase de la obra del pintor francés, que, con ochenta años, enfermo y en silla de ruedas, ya no podía sostener los pinceles. Optó entonces por estos gouaches découpées, recortes de papel pintado, que disponía después en el lienzo con la ayuda de una asistente (guapísima, por cierto: Lydia Delectorskaya). Matisse, pues, pintaba con tijeras, y el resultado se nos antoja fascinante: una mezcla gauguinesca de elementalidad y exuberancia. Hay miniaturas y vidrieras catedralicias; hay trípticos murales y cuadros de una delicadeza incomprensible; hay acantos y corales; hay bloques que recuerdan a Mondrian y marañas que recuerdan a Rousseau; y están los desnudos azules, la parte que más nos gusta, con figuras agachadas, sentadas, plegadas, cuyos miembros, compuestos por óvalos y elipses, se entrelazan sin fin. Yo me imagino mujeres desnudas, azules como tuaregs, pero esencializadas como ideas. Los recortes de Matisse son otro test de Rorschach, y yo me proyecto en ellos. Cuando salimos de la exposición, las nubes siguen pasando, blanco sobre azul, como si el firmamento hubiera decidido darle la vuelta a la invención de Matisse.

sábado, 26 de abril de 2014

Un mal día

Hoy tengo una entrevista de trabajo. ¡Una entrevista de trabajo! En una universidad londinense hay interés, al parecer, por inaugurar un curso de español a través de la literatura, y quizá yo pueda impartirlo. No es fácil, porque hay que superar múltiples obstáculos administrativos y una valla especialmente alta al final: que se matriculen suficientes estudiantes como para hacer el curso rentable. (La cosa me recuerda a la carrera del Grand National, que de niño veía por televisión fascinado por los brincos de los caballos y espantado por sus brutales caídas; quién me iba a decir entonces que, al cabo del tiempo, yo mismo me vería en una situación semejante a la de esos cuadrúpedos que han de superar obstáculos casi infranqueables, mientras corren como poseídos por el demonio Asmodeo). Pero esto es lo más cerca que he estado en ocho meses de una ocupación en Gran Bretaña, y he de prepararla bien. Me levanto, pues, ilusionado. Me ducho, afeito y desayuno. Nos hemos quedado sin mermelada, pero no importa. Apaño otra cosa. Me siento al ordenador y escribo la entrada del día en el blog. Cuando se acerca la hora de irme, imprimo el syllabus -el programa- del curso -no puedo presentarme en la entrevista sin él-, pero descubro con horror que la impresora se ha quedado sin tinta. Pienso en qué hacer. Llamo a Ángeles para que me diga si tenemos otro cartucho en casa, pero no me coge el teléfono. Acercarme a su hospital para que lo imprima ella me llevará tiempo, y llegaré tarde a la cita. Quizá haya por aquí algún locutorio de internet en el que pueda imprimirlo. Salgo, deprisa y nervioso, y le pregunto al conserje del inmueble si hay algún internet cafe cerca. Me dice que no. Me echo a la calle. Llueve. Al girar por Battersea Park Road, el primer local con el que doy es un internet cafe. Le dedico al conserje un pensamiento encomiástico. Me meto en el tugurio -porque todos los locutorios de internet, en cualquier lugar del mundo, son tugurios-, atendido por una señora, que diría somalí, tapada por capisayos hasta las cejas. Me siento en un ordenador, pero el ordenador no reconoce el lápiz de memoria. Se lo digo a la señora, que me mira como si fuera subnormal. Manipula ella el aparato, pero tampoco consigue que lo reconozca. La miro como si fuera subnormal. Cambiamos de ordenador. Este sí reconoce el pen drive. Imprimo el archivo, pago (¡una libra!) y salgo otra vez a la calle. Sigue lloviendo. Veo que el 44, que me ha de llevar a la estación de Victoria, viene por Battersea Park Road. Corro hasta la siguiente parada: es un ejercicio muy agradable esprintar doscientos metros, con unos valiosos papeles en la mano y la lluvia en la cara, para que no se te escape el autobús. Lo alcanzo de milagro y, cuando todavía no he recuperado el aliento lo suficiente como para darle los buenos días al conductor, este me dice: "Solo llego hasta la estación de tren de Battersea". ¿Por qué? No se sabe, pero así es. Me bajo del autobús: no vale la pena pagar una libra y media por un trayecto de quinientos metros. Al borde del colapso cardiorrespiratorio, apoyo las manos en las rodillas e intento volver a mi ser. La lluvia me ayuda mucho. Camino por Battersea Park Road hasta la estación de tren. Allí descubro que, con la lluvia, los ferrocarrilles traen retraso. El siguiente llegará, si no se retrasa aún más, dentro de un cuarto de hora. Por qué en un país en el que siempre llueve los transportes públicos se estropean cuando llueve, es un misterio tan grande como por qué el 44 solo llega a la estación de tren de Battersea y no a la de Victoria, que es su destino establecido. Apenas puedo guarecerme en una marquesina del andén: están abarrotadas. Veo pasar el tiempo y caer la lluvia. Empapado como estoy, tengo frío. Por fin llega el tren: está abarrotado. A estas horas, ya se sabe. Me apeo en Victoria y me acerco a comprar el periódico: no ha llegado todavía. Cojo el metro: está abarrotado. Por suerte, solo son cinco paradas, hasta Temple. Llego. Salgo a la calle. Sigue lloviendo. Acelero hasta la escuela de idiomas de la universidad: he llegado a la hora por los pelos. Hablando de pelos, me voy al servicio, a recomponerlos un poco. Con las emociones de la mañana, parezco la medusa. Compruebo también que tengo la bragueta subida y que no me asoma ningún moco por la nariz: cosas que hay que hacer siempre que se tiene una entrevista de trabajo o se queda con una mujer. En este caso, son ambas cosas. Me encuentro por fin con mi entrevistadora, que se interesa por el curso, y me hace preguntas sobre él, durante casi una hora y media. Durante este tiempo, el bolígrafo se me cae al suelo dos veces, mi móvil suena tres, siento un terrible picor en la entrepierna y consigo que mi interlocutora crea que he mirado subrepticiamente el reloj, cuando en realidad solo estaba preocupado por el ruido que hacían mis gemelos al chocar contra el tablero de la mesa. Como resumen de la entrevista, la mujer alaba el esquema del curso que he preparado, pero me expresa su pesimismo sobre la posibilidad de que se matriculen suficientes alumnos. No obstante, se intentará. Con eso, por ahora, debo contentarme. Me despido y salgo a la calle. Llueve. Leo en El País que el Madrid ha ganado 1 a 0 al Bayern de Guardiola. Cuando llego a casa, averiguo también que no he ganado el Premio de la Crítica, en el que Insumisión era finalista. Quiero tomarme una cerveza, pero nos hemos quedado sin cervezas.

Mañana será otro día.

viernes, 25 de abril de 2014

Solo

En nuestra anterior estancia en Inglaterra -en rigor, solo de Ángeles, que fue la que trabajó aquí trece meses; yo únicamente la acompañaba en vacaciones y otras fiestas de guardar-, vivíamos en un pueblecito en los alrededores de Manchester, un pueblecito que hacía honor a su nombre: se llamaba Littleborough, "pueblecito". Era, ahora que lo pienso, tan tautológico como el Valle de Arán, que significa "Valle del Valle". En aquel villorrio -que conservaba algunos rasgos rurales: recuerdo, por ejemplo, que unos vecinos tenían animales de granja, y que un gallo, a quien el dios de los gallos confunda, me despertaba, con puntualidad británica, todos los días a la salida del sol; y aquí el sol sale muy temprano-, apenas hacíamos vida social, porque apenas había vida social. Visitamos en alguna ocasión el único pub de la localidad, en cuya barra se acodaban parroquianos aburridos, y nos pateamos los caminos y los bosques de las cercanías, pero allí era difícil encontrar otra cosa que urracas, petirrojos y algún caminante como nosotros, que, si era inglés, pasaba de largo a toda velocidad, casi sin mirarnos, provisto de sus wellingtons, su bastón de paseo y su decisión de cubrir diez quilómetros en cuarenta y cinco minutos. Descubrimos, no obstante, un restaurante agradable, donde se comía bien por no mucho dinero, y donde la mayoría de camareros eran hispanos. Recuerdo a un chileno de pelo blanco y a un español muy alto, canario, que se llamaba José, y que no había perdido su acento insular después de casi veinte años en tierras de Mancunia. José se alegró, y nosotros también, al descubrir la nacionalidad común. Desde entonces, siempre que nos veía llegar, hacía un alto en su infatigable actividad de ligue -José conseguía que todas las inglesas que entraban en el local cloquearan de gusto y se rieran con él- y nos daba palique un rato. No es que acabáramos cogiendo confianza, pero, después de varias visitas, ya me sentí con ánimo para hacerle alguna pregunta más personal. "Oye, José," le dije, "¿cómo valoras tu experiencia en Inglaterra? ¿Estás contento?" "Oh, sí, aquí tengo trabajo y me gano bien la vida. En Canarias no tenía nada". Hizo entonces un alto, pareció reflexionar un momento y añadió, con un deje entre compungido y melancólico: "Pero en este país te depresionas mucho". Debería haberle preguntado por qué, pero no lo hice. Supuse que el clima pesaría lo suyo, y comer sin mojo picón, y el carácter de los ingleses. "Muchos lo solucionan bebiendo; conozco a mucha gente con familia y trabajo que se vuelve borracha". "¿Te gustaría volver a España?", inquirí. "No, ya no. Supongo que me quedaré aquí para siempre", respondió, y esta última frase, pese a lo mucho que había alabado las condiciones materiales de vida en el país, sonó a destino fatal, a condena imprescriptible. Y volvió a sus faenas y a sus ligues: un grupo de gordas de Liverpool lo reclamaba con encarecimiento. He pensado mucho en ese país en el que te depresionas mucho, como decía José, y he llegado a la conclusión de que lo depresivo es la soledad, algo profundamente arraigado en una sociedad tan individualista como esta. Son ya varios los españoles y de otras nacionalidades que he conocido en Londres, que, después de varios años de estancia en Gran Bretaña, dicen no tener todavía un solo amigo inglés. Tampoco Álvaro, que estudia en una universidad londinense, lo tiene: sus compañeros son de Botswana, de Irán, de la India, de Paquistán. Ni yo, claro, aunque esto es hasta cierto punto lógico, porque trabajo en casa y salgo poco. Pero he observado que los vecinos con los que me cruzo nunca me saludan, ni esperan que yo los salude, y que los compañeros de spinning apenas hablan entre sí: vamos a clase, pedaleamos como hámsteres durante cuarenta y cinco minutos, y luego nos vamos a la ducha (separados), en casi completo silencio. El otro día Tomás Sánchez Santiago me preguntaba si no había surgido ninguna relación de barrio, de esas que nacen cuando uno va a comprar el pan (pero ya he dicho que aquí no se compra el pan, porque no hay panaderías) o sale a por el periódico. No, no ha surgido ninguna. Lo cierto es que aquí estoy más solo que un oso polar, y que la única forma de combatir la soledad es aferrarse a la familia, trabajar mucho -trabajo siempre venido de España- seguir cultivando, por medios informáticos, las amistades de allí, las amistades de antaño, y también, debo admitirlo, llevar este diario, que es un sucedáneo de las conversaciones que no puedo tener, y que me da la sensación de que sigo cerca de la gente a la que quiero. Yo soy solo, en estos momentos, el mismo que vivía en Barcelona, con los mismos hábitos, ritmos y relaciones, pero depositado en un piso de Battersea. En algún lugar leí, hace tiempo, que para los ingleses era un valor que los dejaran en paz. Es cierto: dejarlos en paz significa dejarlos solos; así pueden darse, sin que nadie los moleste, a la bebida. Por otra parte, veo que se reúnen, en los pubs, en los campos de deporte, en los clubs, y hasta parecen divertirse. Pero hay algo, en todos estos sitios, de convención social, de protocolo colectivo. La comunicación es tan rígida, está tan pautada, que no parece sino que la gente acude a esos lugares porque corresponde hacerlo, y que, una vez en ellos, las manifestaciones de unos y otros se reducen a lo que hay que manifestar, y como hay que manifestarlo. (Quizá por eso las rupturas de las normas son tan violentas en este país, ya sea por parte de los hooligans habituales o de los jóvenes que destrozan barrios enteros en algaradas sin explicación: porque no se ha encontrado aún una vía natural, espontánea, menos puritana, menos sujeta a la codificación del grupo, para satisfacer la necesidad de comunicación y encauzar las pulsiones agresivas). Yo lo observo todo con atención, pero apenas hablo con nadie. Al conserje paquistaní le pregunto si ha llegado correo, y a la india de la papelería, si ha llegado El País. Y poco más. Me gustaría tener alguien con quien charlar, y a quien pudiera llamar amigo. Pero como decía el torero aquel, lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Me gustaría no depresionarme por ello.

jueves, 24 de abril de 2014

Shakespeare y Cervantes

Como es sabido, Shakespeare y Cervantes murieron en la misma fecha, el 23 de abril, pero no el mismo día, porque España e Inglaterra se regían, en 1616, por calendarios diferentes: nosotros, por el gregoriano, y los ingleses, por el juliano. El 23 de abril del calendario juliano correspondía a nuestro 3 de mayo. De hecho, siendo estrictos, ni siquiera coincidieron en la fecha de fallecimiento, porque Cervantes murió el 22 de abril; el 23 lo enterraron. Es curioso que los dos mayores autores de la literatura universal, según Harold Bloom -por una vez, Bloom tiene razón-, vivieran en una misma época, la segunda mitad del siglo XVI y el principio del XVII, un momento de tránsito entre el Renacimiento y el Barroco, unas décadas de crisis e incertidumbre, que son en las que suelen darse los mejores hallazgos artísticos, las mejores producciones del espíritu. No hay que olvidar que en esa época tuvo lugar también, en 1588, el malhadado episodio de la Armada Invencible, al que Cervantes contribuyó en calidad de comisario de abastos, en un contexto de enemistad y enfrentamiento permanente entre Inglaterra y España. Pese a ello, ni Cervantes ni Shakespeare hacen en sus obras comentario despectivo alguno de ingleses o españoles: respetan a la nación adversaria, y a sus autores, con un silencio exquisito. Más aún: se sabe que Shakespeare leyó la primera parte del Quijote, publicada en 1605, y que compuso, con uno de sus colaboradores, John Fletcher, una comedia, hoy perdida, titulada La historia de Cardenio, protagonista de una de las historias intercaladas de la novela de Cervantes. De hecho, Shakespeare fue el primero, entre los muchos ingleses que lo han hecho, en reconocer la excelencia de la literatura del español. Y es curioso que, teniendo ambos países temperamentos tan distintos, haya sido Inglaterra, probablemente, la nación en cuya literatura más ha influido el Quijote, como observamos en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; en Historia de las aventuras de Joseph Andrews y de su amigo Abraham Adams y Tom Jones, de Henry Fielding (que escribió, además, Don Quijote en Inglaterra); en Vida y aventuras del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne; en El viaje de Humphrey Clinker y Las aventuras de sir Lancelot Greaves, de Tobías Smollet; en las historias intercaladas y las conversaciones de Pickwick con su criado Sam Weller, en Los documentos póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens; y en Monseñor Quijote, de Graham Greene, entre muchos otros. Ha habido, desde luego, muchos intentos de vincular a ambos autores -Carlos Fuentes, Anthony Burgess, Tom Stoppard-, alguno de los cuales ha llegado tan lejos como a sostener que se habían conocido, y hasta que eran la misma persona, pero no hay ninguna prueba de que estos encuentros se hayan producido, y mucho menos de que Cervantes y Shakespeare fueran el mismo ser, una suposición que cae dentro del ámbito de lo fantástico, e incluso de lo desatinado, aunque está emparentada con una tradición que en los países anglosajones ha hecho correr ríos de tinta, consistente en afirmar que Shakespeare no escribió las obras de Shakespeare, sino que lo hizo otra persona. ¿Quién? Ah, eso depende de cada cual: la lista de candidatos es interminable. Walt Whitman, por ejemplo, que tanto admiraba al dramaturgo de Stratford-upon-Avon, creía que, en realidad, era Francis Bacon. Yo, siguiendo a Bill Bryson, que ha escrito una deliciosa biografía del inglés, Shakespeare, creo que Shakespeare escribió las obras de Shakespeare. Pero las teorías conspirativas o de la suplantación siempre han ejercido un poderoso atractivo en la gente, aunque, paradójicamente, en la gente menos perspicaz. Desde Occam y su navaja, todo ser medianamente sensato sabe que la solución a casi todos los problemas es casi siempre la más sencilla. En cualquier caso, hay científicos que defienden que esa tendencia del hombre a creer que lo que vemos no es toda la realidad, que hay algo oculto en ella que merece la pena desentrañar, ha supuesto una ventaja evolutiva para la especie, porque nos ha obligado a trascender las apariencias e ir en busca de las causas de lo que sucede: y ese es tanto el origen del progreso como de las religiones. Pero, hablando de religiones, y volviendo a Cervantes y Shakespeare, un rasgo común que me los hace a ambos más cercanos todavía, es la poca importancia de la fe, y de la idea de Dios, en sus obras. En la de Shakespeare, no tiene ninguna: Shakespeare, simplemente, no se cuida de Dios; ni siquiera lo menciona. Su literatura es radicalmente humana, sin decálogos opresivos ni efusiones ultraterrenas. Quizá por eso tenga esa frescura, esa proximidad emocional, que la hace inigualable. Cervantes no es tan parco como el inglés, ni podía serlo: la Iglesia gozaba en su tiempo, y en la cultura española, de una predominancia asfixiante, y asfixiante en un sentido literal: el humo de los autos de fe, aunque no tan frecuentes como en los tiempos de Torquemada (qué nombre tan apropiado para un inquisidor; como Botín para un banquero), todavía sofocaba a la gente en las plazas públicas, y a sus cerebros en la intimidad de sus casas. Pese a la ortodoxia aparente de la fe de Cervantes, no deja de advertirse en el Quijote, pero también en el resto de su obra, una soterrada ironía, una distancia liberal, una como desvinculación de los conflictos humanos, de sus azares y contradicciones, de la férula de lo trascendente. Cervantes cree, porque hay que creer, pero siempre he tenido la sensación de que no está íntimamente convencido de ello. De ambos, de Cervantes y de Shakespeare, tengo presente, sobre todo, la fuerza de su lenguaje, antes que la de sus teorías. No son escritores ideológicos, sino, como he dicho ya, esencialmente humanos, atentos al sufrimiento y a la alegría, a la razón y a la locura, al amor y a la muerte. Y de ello hablan en la fiesta permanente de su lenguaje.

miércoles, 23 de abril de 2014

El rugby

El rugby es un deporte fascinante y, si además entendiera sus reglas, ya sería la monda. En Inglaterra lo retransmiten mucho por televisión -es uno de los deportes nacionales, aunque ¿qué deporte no es nacional de Inglaterra?: hasta el ping-pong se inventó aquí- y, a veces, me quedo hipnotizado en el sofá ante las oleadas sucesivas de atacantes que se estampan contra el dique fluido pero inamovible de los defensores. En España, en cambio, el rugby se veía poco en la tele y, cuando se veía, si era un partido internacional, era deprimente: España perdía 58 a cero contra Italia o Rumanía, y, si el adversario era británico, aunque bastaba que fuese una excolonia británica, al marcador le faltaban números suficientes para reflejar el resultado. Ello no obstante, en Cataluña hay una cierta tradición rugbística (¿se dirá así?), cuyo centro se sitúa en Sant Boi de Llobregat, una población del cinturón industrial de Barcelona. No es extraño que Sant Boi sea conocido también por su manicomio. Mis recuerdos del rugby empiezan con mi padre, que es con quien suele empezar todo. En aquellos tiempos en los que solo había un canal de televisión, o, algo más tarde, dos, no quedaba más remedio que ver lo que echaran. Y, a veces, para mi sorpresa, echaban rugby. Mi padre, siempre anglófilo y con una querencia extraña por los espectáculos exóticos (que yo he heredado, como revela mi amor por la poesía), disfrutaba entonces como un colegial. Se quedaba extasiado ante los movimientos coordinados de los equipos -coordinados, claro está, en los escasos momentos en que no estaban los jugadores de ambos equipos fundidos en una montonera bestial, de la que emergían decenas de manos y pies, como si aquel caparazón de cuerpos cobijara en realidad a un ciempiés- y ponderaba la belleza de aquellos ataques horizontales, en los que la pelota pasaba de mano en mano como una cremallera que se cerrase. De hecho, esa es la única norma que conozco del rugby: el balón no puede pasarse hacia adelante, sino solo en paralelo o hacia atrás; si se incumple, es avant, y el equipo que lo ha cometido es penalizado, creo que con un golpe de castigo, que no es una colleja al infractor, como yo pensaba de niño, sino un patadón tremendo cuyo objetivo es pasar el balón por encima de la portería (creo que se llama portería a la hache gigantesca que hay en ambos extremos del campo, pero no estoy seguro). Admito que un ataque que culmine en ensayo, con todos los jugadores corriendo a la par, y eludiendo o estrellándose contra la defensa contraria (pero salvando, en cualquier caso, la circulación del balón), constituye un hermoso, aunque fugaz, espectáculo. Pero, para disfrutar de él, había, y sigue habiendo, que pasar por innumerables momentos de confusión: la pelota se cae, los jugadores se amontonan, el árbitro pita de repente algo que los espectadores (y creo que también los jugadores) ignoran, se organiza una melé, la melé se deshace, la pelota vuelve a caerse, los jugadores vuelven a amontonarse, unos placan a otros, otros placan a unos, y todo, en fin, se desarrolla en un ambiente de barahúnda y consternación. Qué distinto, por favor, de la nitidez del tenis o del sosiego del golf, por no hablar de la apacibilidad estatuaria del ajedrez. En particular, nunca he entendido por qué el equipo que ha tirado el balón fuera no se ve perjudicado por esa acción. El que lo vuelve a poner en juego lo hace, me parece, con estricta imparcialidad, situando el cuero entre las líneas de los dos equipos; es más, tiene que hacerlo así, porque, si no, comete una infracción, y se pita falta. ¿En qué deporte se ha visto que no puedas beneficiarte de la impericia del contrario? Aunque es verdad que el rugby no destaca por la claridad de sus normas -algo tendrá que ver con ello, quizá, que quien lo inventara fuese estudiante de Teología-, también lo es que ha sabido desarrollar una mitología propia de la que disfrutamos incluso los que no lo entendemos. Las hakas de los neozelandeses, por ejemplo, son un espectáculo memorable, al que atienden con respeto los equipos contrarios y con placer los espectadores de todo mundo, aunque debo decir que, si yo estuviera en el campo, delante de los all blacks, escuchando cómo quince tipos de dos metros y más de ciento veinte quilos de peso cada uno entonan ante mis narices el canto de guerra maorí (de contenido singularmente poético: "¡yo muero!, ¡yo muero!, ¡yo vivo!, ¡yo vivo!, ¡este es el guerrero peludo que ha ido a buscar al Sol y lo ha hecho brillar otra vez!, ¡da luz, amanecer!"), no tendría ganas de correr hacia su portería, sino hacia la mía, y más allá. Otro elemento legendario del deporte que más ha tardado en hacerse profesional, es la fraternidad entre los jugadores. Esos mismos macistes que se lanzan unos contra otros con ferocidad de búfalos, como una horda de neandertales contra la horda vecina, se reúnen después en un pub para aliviar con unas cuantas pintas de cerveza las magulladuras del encuentro y comentar sus incidencias (el tercer tiempo se le llama en Inglaterra a esta reunión): "¿Qué, qué tal?", le dice uno, jovialmente, a un contrario. "Casi me arrancas la cabeza, colega", responde este, "pero te la he devuelto pisándote los huevos". "Sí, aún los tengo doloridos, pero qué cojonudo, ¿verdad?". "Sí, magnífico. Oye, ¿te vienes a pasar el fin de semana con nosotros, con la mujer y los niños?", concluirá el otro, chupando soñadoramente la cerveza. Yo solo he conocido en mi vida a tres jugadores de rugby, dos de ellos argentinos. Con el primero coincidí haciendo judo. Se conoce que sentía pasión por las emociones fuertes, aunque el físico no le acompañara: era delgado como un pirulí. Creo que fue el único al que derribé en mis siete u ocho años de judoka. Nos hicimos amigos, y me contó que había empezado a practicar el rugby con gran ilusión, hasta que disputó su primer partido. En la primera jugada, un contrario se le lanzó al estómago. Ni siquiera tenía la pelota, pero el defensor no reparó en aquel detalle: su estómago era un objetivo tan legítimo como cualquier otro, y seguramente, a juzgar por su endeblez, mucho más accesible. Cuando mi amigo salió de la enfermería, decidió no volver a jugar a rugby, aunque nunca acabé de entender por qué se decantó entonces por las artes marciales. El rugby tiene una gran tradición en la Argentina. Al equipo nacional se le llama "Los Pumas" (aunque, curiosamente, el emblema de la camiseta sea un yaguareté, un jaguar, que en una gira por Sudáfrica confundieron con un puma; esto de los apodos de los equipos es muy revelador: a la confusión argentina se suma la previsibilidad española -los Toros- y la rareza de los georgianos, que son los Lelos, quizá como consecuencia de los muchos testarazos que se producen en los partidos), y son unos tanques de cuidado. Recuerdo un artículo de Jacinto Antón, extraordinario, que leí hace muchos años, y que luego él ha recogido en un volumen muy recomendable, Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias, en el que contaba su experiencia como jugador de rugby (porque, inverosímilmente, lo ha sido) contra una selección argentina. Decía que era un partido de exhibición, pero especificaba: "de ellos".

martes, 22 de abril de 2014

Con Jorge Rodríguez Padrón y Juan Luis Calbarro

He quedado a comer hoy con Jorge Rodríguez Padrón y Juan Luis Calbarro en un restaurante llamado Giraffe, cerca de la estación de Victoria. Juan vuelve hoy de España, con sus hijos, Coral y Miguel, y desde Gatwick, en lugar de virar a Brighton, al sur, lo ha hecho a Londres, al norte, para reunirse con nosotros. Jorge, por su parte, tiene a un hijo en la ciudad desde hace años, y viene con frecuencia a visitarlo. En 2007, tuvo la amabilidad de presentar mi poemario Cuerpo sin mí en la escuela de letras Hotel Kafka, de Madrid; luego, incluso le ha dedicado a mi poesía alguna consideración crítica, que le agradezco fraternalmente. No obstante, no hemos tenido demasiado trato estos últimos años, y me apetece mucho charlar con él. Juan le enseña primero un ejemplar de Algunos ensayos de más, que Jorge acaba de publicar en Los Papeles de Brighton. Prosigue, así, una trayectoria crítica admirable, en la que Jorge se ha significado, con especial énfasis, por el análisis de la literatura canaria y de la literatura hispanoamericana, aunque, nos cuenta, ha abandonado las consideraciones locales -por amplias que sean, como las de la poesía del otro lado del Atlántico- para embarcarse en exámenes universales, como la influencia oriental en el surgimiento del Romanticismo. De Jorge me admira, con frecuencia, esa capacidad que tiene para establecer nexos, más aún, órbitas, una capacidad que, a lo largo de mi vida, en España, solo he constatado en unos pocos humanistas, como José María Valverde o Martí de Riquer (que no es casualidad que firmaran juntos una impagable historia de la literatura universal). Valverde, por ejemplo, de quien fui alumno, podía urdir una clase empezando por Antonio Machado, saltar (sin acrobacias: pertinentemente) a Ludwig Wittgenstein, darse desde el austríaco una vuelta por, digamos, las danzas de la muerte medievales, remontarse hasta el Libro de los Salmos, brincar otra vez, pero dando la impresión de que se deslizaba, hasta Marx, y aterrizar nuevamente en nuestra época, de la mano de César Vallejo, todo ello sin perder el hilo, ni recurrir a ripios docentes, ni alterar la voz. Así también Jorge Rodríguez Padrón, aunque, por una de esas frecuentes crueldades españolas (que son, en realidad, desidia y malquerencia, hijas de este intratable país de cabreros que seguimos siendo), su obra crítica -fundada, también, en un estilo singularísimo, de bucles y ramificaciones que se exploran a sí mismos- es aún menos conocida de lo que debiera. Como he escrito en algún sitio, me asombra que un ensayista de su calidad no disfrute de una presencia mayor, y hasta privilegiada, en las tribunas literarias españolas, y eso es algo que solo puedo calificar como un desperdicio: nuestro país, que se conoce que va sobrado, se permite cosas así. Pero Jorge no es solo un escritor grave, sino también un hombre lleno de humor, y tanto Juan como yo disfrutamos de él en la comida. El repaso a los personajes y personajillos que componen la farándula poética es ineludible, y nos aplicamos a él con jubiloso ahínco. Le dedicamos a los literatos canarios una atención especial. Es lógico: Jorge es canario y conoce muy bien a los autores de las islas. Yo cuento que no he tenido suerte con los poetas canarios, gente susceptibilísima y espiritualísima, con los que no he podido (o sabido) conectar, aunque siempre haya alguna excepción, como Ricardo Hernández Bravo, a quien los tres consideramos una persona y un poeta excelentes, y un gran amigo. También hablamos de cierto vate grancanario con quien a menudo se confunde a Jorge, para su aflicción. Dicho poeta, cuya lista de premios sobrecoge (entre los que se cuenta alguno tan pintoresco como la Medalla de Oro de la Cultura China), y que ha llegado a postularse para el Premio Nobel, ha publicado dos volúmenes de una epopeya monstruosa, un "canto universal a las islas canarias", aunque minúscula en relación con su proyecto global: componer una epopeya sin precedentes en la historia de la literatura (sic), de más de 100.000 versos, ante la que palidecerían La Odisea La Ilíada, que solo tienen 5.000 y 12.000 versos, respectivamente. El océano de la literatura, ciertamente, está habitado por criaturas extrañas. Pienso en este émulo archipelágico de Gilgamesh, dedicando veinte años -eso afirma que le llevará culminar el proyecto- a pergeñar algo tan anacrónico como un poema épico nacional, un género enterrado desde hace siglos en los sótanos de la historia, y se me abren las carnes. ¿Quién puede estar tan trastornado de grandeza como para hacer algo así? ¿Quién puede creer que eso le abrirá las puertas de la gloria? La conversación, por fortuna, no se queda en este friqui del endecasílabo, y sigue desarrollándose por todos los rincones del panorama poético patrio. Nos reímos, desde luego, pero también nos entristecemos un poco, que es lo que siempre ocurre con la sátira. Tomamos postres, tomamos tés (ellos; yo sigo fiel al café) y, por fin, reídos, vaciados, nos despedimos y nos abandonamos a la lluvia, que vuelve a caer, mansa, después de una mañana de sol acariciante.

lunes, 21 de abril de 2014

Volando voy

Antes, en ese espacio indeterminado que comprende desde la adolescencia hasta anteayer, volar era un placer. Recuerdo aquellos billetes impresos -printeados, me dijeron una vez-, rojiblanquinegros, que te daban en las agencias de viajes y en las oficinas de las compañías aéreas, y lo divertido que era acudir al mostrador de facturación, pasar el control de policía -que, comparado con los actuales, era como entrar en un museo- y acomodarse en el avión. Digo bien: acomodarse. Luego venía lo mejor: te daban almendritas, chucherías, refrescos, y hasta una comida, si la duración del viaje lo justificaba. Eran los tiempos en los que ser azafata casi equivalía a ser modelo: en España, al menos, la mitología de la aeromoza (qué gran palabra) competía con la de la sueca; y en los que mucha gente se ponía corbata para viajar en aeroplano. Uno de mis primeros recuerdos es, justamente, el de mi primer viaje en avión. Yo debía de tener tres o cuatro años, e iba con mis padres a Mallorca. Mi familia era pobre, y aquel viaje suponía un acontecimiento: nuestra primeras vacaciones juntos, en una isla, ¡y en avión! Quise ventanilla, naturalmente, y estaba empeñado en abrirla. No entendía por qué no podía darme el aire mientras volábamos. Luego, me pasé el viaje (esto ya no lo recuerdo, pero mi madre no lo ha olvidado) preguntando cuánto faltaba para llegar, e incordiando a los vecinos. Supongo que aquel no fue un viaje demasiado divertido para mis padres. Hoy no lo es ninguno. Todos hemos denunciado, en algún momento, las incomodidades del turismo aerotransportado. Son, en realidad, más que incomodidades: son indignidades. Tener que quitarse el cinturón y los zapatos, y pasar descalzo y sujetándose los pantalones por un arco detector de metales, para ser cacheado después -los arcos detectores de metales son muy susceptibles, incluso cuando uno no lleva metales- por un señor con guantes de látex, como si uno fuera un boy -y no, no lo es-, debería estar prohibido por la declaración universal de los derechos del hombre (y de la mujer). Por no hablar de esas cápsulas de rayos X que te ven desnudo, aunque vistas anorak. (Hace algún tiempo, en Heathrow, saltaron las alarmas con un viajero llamado Jonah Falcon. El escáner se sobresaltó ante un bulto enorme que el hombre ocultaba entre las piernas, y, como ya había habido casos de terroristas que habían querido entrar en un avión con un explosivo en los pudenda, lo separaron para cachearlo. Entonces descubrieron, para su pasmo, que aquella protuberancia que parecía un proyectil de bazuca era natural: Jonah Falcon es el hombre con el pene más grande del mundo). Los aeropuertos, hoy, son horrorosos, aunque sean obra de los arquitectos más empingorotados. Por más mármoles y cúpulas prodigiosas que tengan, son espacios hostiles, donde todo está diseñado para triturar tu humanidad; lugares en los que todo parece ser tiempo -el necesario para pasar los controles, el de embarque, el de salida o llegada del vuelo-, pero que, en realidad, carecen de él: lugares acrónicos, donde ningún devenir arraiga, donde nuestra vida parece aislarse de todo suceso efectivo, de todo engarce con las cosas, con el mundo. Los aeropuertos, de hecho, son no espacios: burbujas sin suelo, paredes inmateriales, negaciones del estar. Lo peor, no obstante, no son los aeropuertos, sino el viaje en sí, en el que todo está milimetrado, cronometrado (otra vez ese tiempo sin tiempo), controlado, encajado, mecanizado, industrializado; en el que no queda espacio para la turbulencia y la indocilidad humanas: para ser personas, simplemente, y no meros engranajes de una cadena de montaje que no admite ninguna torcedura y ninguna expansión. Ayer volamos con Vueling de Barcelona a Londres. Vueling debe de ser la compañía aérea cuyos aviones tienen los asientos más estrechos del mundo. No resistí la tentación de medirlos: un palmo exacto de mi mano (25 centímetros) desde el final del asiento propio hasta el respaldo del de delante. Veinticinco centímetros: ahí debían encajar mis fémures. Por imprevisión, no habíamos facturado por internet, y, cuando llegamos al mostrador correspondiente, descubrimos con horror (sobre todo yo) que solo quedaban asientos separados, y en el medio. Sin el aliviadero del pasillo, por el que mis piernas se estiran hasta los asientos del otro lado, dos horas y cuarto de inmovilidad, con las rodillas aplastadas y sendos desconocidos de carnes generosas a ambos lados, son una tortura menos espectacular, pero casi tan dolorosa como la picana en los testículos. Sin embargo, la fortuna es, a veces, misericorde, y esta vez quiso que mis compañeros de fila fueran una pareja de japoneses a los que el sistema informático de Vueling había asignado, por razones ignotas, dos plazas separadas: en la ventanilla y el pasillo. Les ofrecí desinteresadamente la mía, para que pudieran estar juntos, y ellos aceptaron, muy complacidos: el hombre hasta me hizo una reverencia muy nipona, que no me atreví a devolver. Aquel caballero, además, presentaba otra característica oriental: no peleaba por el reposabrazos. Es muy desagradable pasarse un viaje enzarzado en la disputa silenciosa, pero feroz, de aquel espacio exiguo, sobre todo porque, si uno ha tenido la suerte de establecer con el codo una cabeza de playa, ya no lo moverá ni un milímetro de ahí, para que el adversario no lo ocupe inmediatamente con el suyo, y el resultado será una congestión terrible: con el brazo, inmóvil como una piedra, dormido y la circulación detenida, es posible que suframos una necrosis y, si el viaje dura lo suficiente, una gangrena que requiera la amputación. En el vuelo de ayer, mi adorado samurái no solo me entregó pacíficamente el reposabrazos, que ocupé, con despreocupación, durante todo el viaje, sino que incluso apartaba aún más sus extremidades si, con mis movimientos, que eran más bien contorsiones, llegaba a rozarlas. Pese al inesperado alivio que este azar me deparó, la incomodidad seguía siendo mucha. Y entonces un azafato, cuyo inglés me recordaba al de una drag queen a la que escuché una vez en el carnaval de Cádiz, dijo algo digno de figurar en el frontispicio de un templo expiatorio: "Es hora de ponerse cómodos y disfrutar del viaje". Ponerse cómodos y disfrutar del viaje en aquellas circunstancias era como dormir en una tabla de faquir, si uno no es faquir, o como hacer un análisis retórico del discurso de un político español: imposibilidades metafísicas. Me pregunté entonces si no hay, entre la pléyade de ejecutivos y asesores bien pagados de Vueling, alguno que repare en la obscenidad de semejante exhortación: yo la sentí como una burla, casi como una ofensa. Claro que, luego, ese mismo azafato siguió deleitándonos con un lenguaje que revelaba la suciedad del pensamiento que lo había generado: "Mi nombre es...", dijo, con grosero (aunque generalizado) anglicismo, en lugar del muy castellano y muy natural (y ya casi olvidado) "Me llamo..."; y también: "los aparatos electrónicos no pueden tener conectividad...", con esa sintaxis nuevamente americana y el repugnante polisílabo final, que parece darle más empaque al mandato, en lugar del elemental "no pueden conectarse"; y, por último, con inenarrable gracejo aeroportuario, "este vueling tiene prevista su llegada a Londres a las...", lo que suena la mar de divertido e informal, aunque a mí ya me costaba apreciarlo, porque el culo me dolía, y sentía preocupantes hormigueos en las piernas, y el pasajero del asiento de delante se había echado para atrás, lo que suponía tener su colodrillo en el gaznate, y los otros aeromozos y aeromozas me agobiaban con el carrito de las bebidas que no dejaba de circular por el pasillo, para que la gente comprara mucho y aumentaran así los beneficios de la compañía. Cuando llegamos por fin a Gatwick y desfilamos para abandonar la cámara de torturas, siguiendo el protocolo habitual, una azafata nos esperaba junto a la puerta para despedirnos. Muchos pasajeros, y yo también, le dábamos las gracias, pero luego me pregunté por qué habíamos de agradecerle que nos hubieran tenido dos horas largas embutidos en aquellos nichos para gnomos, dándonos órdenes y vendiéndonos bebidas a precios astronómicos. Creo que, en mi próximo vuelo, voy a abstenerme de hacerlo. Será mi forma silenciosa de protestar. No tengo otra. 

domingo, 20 de abril de 2014

Trevejo, Monfortinho y Coria

Por la mañana visitamos Trevejo con Tomás y Ana. Es asombroso que las ruinas del castillo del siglo XV que corona la localidad sigan en pie: las piedras se superponen en un inverosímil equilibrio, expuestas a los vientos y las nieves, que aquí no son pocos ni clementes, sin otro sostén que su peso y algún madero que las apuntala con desgana. Recorremos los vericuetos de la construcción, ahora ya solo destrucción, sorprendidos por su abandono, arañados por la maleza. Lo deshecho del lugar, sin embargo, conserva cierto encanto romántico, y es un lugar ideal para los juegos de los niños, a juzgar por sus chillidos, que los padres consienten, es más, que estimulan. Reparamos en las tumbas antropomórficas excavadas en el rocaje de granito que rodea a la iglesia de San Juan, al pie de la fortaleza, y nos entregamos, en la cumbre, a la contemplación de un paisaje oceánico, que abarca las sierras vecinas de Garduño, Albilla, San Pedro y Cachaza. Las casas del pueblo de Trevejo, todas de teja, se apiñan a poca distancia. Tomás y yo esperamos a Ángeles y a Ana en la taberna del pueblo, un cubículo sombrío en el que, hace un par de años, un argentino emprendedor había dispuesto, además de mesas y sillas para beber y comer, una vitrina con libros a la venta. Allí encontré, increíblemente, una excelente edición de L'Atlàntida, de Jacint Verdaguer, publicada en Barcelona en 1950, que algún emigrante de la zona debió de traer de Cataluña al volver a su tierra al cabo de los años. Me costó 10 euros. Luego supimos que el argentino había abandonado el negocio, porque alguien había entrado en su casa y la había desvalijado. ¿Quién es capaz de idear, y ejecutar, un robo domiciliario en un lugar como Trevejo, donde solo hay cabras, y piedras, y cielo? Mientras nos tomamos una cerveza y Tomás -yo no- ataca con intrepidez una tapa con un producto indescriptible, que no sé si es una excrecencia intestinal de la fauna de la zona o los restos de un extraterrestre cuya nave se ha estampado contra el castillo, me cuenta de las dificultades que está encontrando para que su último poemario vea la luz. Tomás, que tiene 57 años, es un excelente poeta, con una trayectoria distinguida a sus espaldas. Sin embargo, tiene la sensación, que yo comparto, de que, como decía César González-Ruano, España es un país en el que uno siempre está empezando. Reunidos los cuatro, vamos a Monfortinho, un pueblo termal al otro lado de la raya con Portugal, para comer en O Paladar, un clásico entre nosotros, y entre muchos otros españoles: el comedor está lleno, pero casi todos son compatriotas. Despachamos con placer un bacalao a la dorada, un arroz con pulpo y dos botellas de vino verde, y nos acercamos después al Hotel Fonte Santa, donde Ángeles y yo nos hemos alojado en alguna ocasión (y donde yo he escrito algún poema de Bajo la piel, los días), para admirar la vista de la Sierra de la Estrella que se abre desde la terraza, y en la que no se distingue ni una sola construcción: es campo puro, soledad absoluta. Volvemos a España y pasamos la tarde en Coria, en cuyo casco antiguo burbujean los preparativos de las procesiones vespertinas. En la catedral hay misa, y detrás del coro se alinean las imágenes, rutilantes, que sacarán las hermandades. Un ejército de limpiadores píos las ha dejado como los chorros del oro: la sangre derramada refulge, carmesí; los rostros de sufrimiento parecen sufrir más todavía; las lágrimas en el rostro de la Dolorosa se perfilan con nitidez sobrecogedora. A la puerta del templo, un nazareno adolescente parece despistado: lleva un hábito verde, sobre cuyo pecho descansa una gran cruz con leyendas en latín, de nobles hechuras religiosas, pero, por arriba y por abajo, la modernidad revela el anacronismo: el chico calza zapatillas Nike y, cuando sonríe, deja ver una aparatosa fijación dental. El tambor que le cuelga, y que aporreará dentro de un rato con estruendosa devoción, está decorado con los colores de la bandera española. Paseamos por las callejas de piedra, en las que se suceden las iglesias, los conventos, los caserones y las plazuelas. Aprovechando el paseo, Tomás, que lleva años compilando antologías del disparate, nos entera de la reciente y maravillosa confusión de un alumno suyo. Contaba el joven el mito de Orfeo y, al llegar a la entrada en el infierno del liróforo tracio, dice que lo recibió "el can cervecero". Qué estupenda imagen, y qué creativo es el error. A mí, que no espero ir a otro sitio que al infierno (donde el clima es mucho peor, pero la compañía mucho más interesante que en el cielo, como anotó Mark Twain), me haría feliz que me recibiera un perro, quizá un San Bernardo, con una cerveza. Con el calor que debe de pasarse allí, qué placer no me daría esa birra, tan hospitalaria, y bien fresca, acompañada, si el can fuera de cualquier parte de España menos de Cataluña, de unas aceitunas o, mejor aún, de unos jugosos boquerones (espero que no del mejunje inenarrable que nos sirvieron en Trevejo). Cuando abandonamos la parte vieja, ya en busca del coche con el que volveremos a Hoyos, advertimos una placa de cerámica encima de un portal, en la que se lee que, en las fiestas de 1994, el toro Astronauta subió por las escaleras de la casa hasta la cocina del segundo piso. Se conoce que el morlaco quería hacer honor a su nombre y ascender todo lo que pudiera, aunque la placa no aclara cómo llegó a la cocina ni cómo lo sacaron del lugar. Coria, capital taurina, era uno de esos lugares en los que la gente encontraba muy divertido martirizar a los animales: en las fiestas de San Juan, los toros eran asaeteados por cientos de dardos -soplillos- disparados por los vecinos con cerbatanas. En particular, era motivo de orgullo acertarle en los testículos, que constituían, por su tamaño y su pendular, un blanco muy buscado. (Ahora que lo pienso, quizá Astronauta se refugiara en la cocina de aquella casa para huir de los pinchazos). Por suerte, Coria ha renunciado a la bárbara costumbre de los soplillos, y abandonado, en consecuencia, ese club de neandertales contemporáneos en el que todavía militan, con tenacidad que es, en realidad, primitivismo y cazurrería, los vallisoletanos del Toro de la Vega, en Tordesillas, al que alancean hasta la muerte (y luego le cortan los testículos: qué obsesión tiene la gente con los huevos de los pobres bichos), y los sorianos del Toro de Júbilo de Medinaceli (júbilo para los vecinos, no para el animal), al que embolan y prenden fuego, algo que debe de ser también para mondarse de risa. Cuando volvemos a Hoyos, ya es esa hora en la que las cosas cercanas se alejan. En el cielo oteamos una nube de buitres, que planean majestuosamente y se difuminan en las sombras líquidas del atardecer. Huele a jara y a espliego, cuyos púrpuras y amarillos se abrazan en el oleaje quieto de la vegetación. Las matas son tan altas como algunos árboles. La carretera serpentea por el campo, pero parece más bien que se sumerja en él. Cuando llegamos a casa, tenemos la sensación de haber atravesado un mar fragante y un cielo con marejada.

sábado, 19 de abril de 2014

Gabo

A los muchos fallecimientos de escritores y gente de letras de este año aciago, que parece nacido para liquidarlos, se sumó ayer otro, no por anunciado menos doloroso: el de Gabriel García Márquez. Cuando muere alguien cuya obra ha sido importante en mi vida, lo primero que se me viene a la cabeza no es el hecho trágico de la desaparición de alguien relevante en las letras contemporáneas, ni el peso estético o intelectual de su obra, ni siquiera las circunstancias concretas en que la leí, sino el contacto personal que haya tenido con él, por mínimo que haya sido. García Márquez tuvo una intensa relación con Barcelona, aunque, cuando él vivía en la ciudad, yo era demasiado joven, un niño todavía, como para saber de sus andanzas y de su literatura. Pero no descarto que nos hayamos cruzado alguna vez por la calle, que hayamos comprado en las mismas tiendas, que hayamos cogido el mismo autobús, aunque yo fuese de la mano de mi madre y él, de la del coronel Aureliano Buendía. Solo lo vi una vez, cuando él ya no residía en la ciudad. Fue en la agencia literaria de Carmen Balcells, para la que elaboré informes de lectura durante un par de años, cuando estaba acabando Filología, a principios de los noventa. El coordinador de mi trabajo, Javier Aparicio -hoy ensayista y crítico de El País- me citaba en los despachos de la agencia, y yo le entregaba en mano el informe semanal. No sé por qué no se lo enviaba por correo. Supongo que me gustaba ir desde mi casa, paseando, hasta la Diagonal, donde la Balcells tenía su sede, y charlar con Javier sobre el libro analizado, que era normalmente una porquería. En aquellos encuentros, yo había de cruzar varias salas y pasillos, y, a veces, esperar un rato en algún despacho. Fue en una de esas ocasiones cuando lo vi. Yo pasaba, y él esperaba, sentado en un sillón, leyendo algo. Estaba solo, con las piernas cruzadas; recuerdo, sobre todo, el brochazo negro del bigote. Él no levantó la vista y yo no me paré: Gabo fue solo una imagen instantánea, detenida, fugaz, aunque su permanencia en mi memoria y mi sensibilidad fuera, y siga siendo, indeleble. No hice como un antiguo amigo mío, Ubaldo, que lo vio en la otra acera del Paseo Marítimo barcelonés y, sobreponiéndose al estruendo del tráfico y a la amplitud de la vía, con grandes aspavientos, le gritó: "¡Maestro!", y empezó a recitar, sin equivocarse en una sola palabra, el principio de Cien años de soledad: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...". Según me dijo Ubaldo, Gabo se paró un momento, sonrió, saludó al inopinado recitador con la mano, y siguió su camino. El gesto de mi amigo me pareció enternecedor, pero excéntrico y barroco -Ubaldo es cubano-, hasta que supe que el propio García Márquez había hecho algo parecido cuando, muy joven, había visto por primera vez a Hemingway: "¡Maestro!", le gritó, y luego empezó a recitarle algo de lo que el norteamericano había escrito. Otro recuerdo muy temprano que tengo del colombiano es mi lectura de la primera obra suya que conocí: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, a principios de los setenta. Alguien que titula así, pensé, tiene que ser bueno. Ese volumen contiene algunos de los mejores relatos de la literatura en español del siglo XX. Me acuerdo especialmente de El ahogado más hermoso del mundo, en el que vibra -aunque yo no lo sabía cuando lo leí- el mismo aliento poético que García Márquez reivindicó en el discurso de aceptación del Premio Nobel: "En cada línea que escribo -dijo aquel Gabo con liquiliqui blanco, en 1982- trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte". Cien años de soledad, en efecto, y toda su obra, es un magnífico, dilatado y pulidísimo poemario, como lo son En busca del tiempo perdido o Absalón, Absalón. También me recuerdo leyéndolo: en mi casa, sobre el hule de la mesa del comedor, adolescente, de noche, sudando -debía de ser verano, pero no descarto que el calor me lo infundiera la propia temperatura de las páginas-, y preguntándome cómo era posible urdir un relato (un poema) de semejantes proporciones y de semejante sostén, aéreo, pero también térreo, mítico, pero también cómico. Cien años de soledad me transportaba a las regiones de la leyenda y de lo sobrenatural, pero sin abandonar el sustento pacífico de la tierra: era vuelo y suelo, o, como se ha establecido ya como categoría de la filología, realidad y magia; y me hacía reír: a mí siempre me ha parecido también una obra de humor. Hice aquella primera lectura con una edición de Austral, que me regaló un gran amigo estadounidense, Jeff Birdsong. Luego me preocupé por conseguir algún ejemplar de la primera edición en España, de marzo de 1969, a cargo de Edhasa (de la edición príncipe de 1967, en Sudamericana, no cabía hablar: era muy difícil encontrarla y los precios eran prohibitivos), esa que lleva por sombrero en una de sus fotos más famosas, y, no contento con hacerme con uno, adquirí dos, en diferentes momentos de mi vida. El primero, que compré en 2000 por 5.000 pesetas, lleva dos sellos: de la librería Quijote, de Granada, y de Enrique Balmaseda Guerrero, abogado, a quien, obviamente, el libro no debió de gustarle demasiado; el segundo, inmaculado, aún conserva una de aquellas respuestas comerciales, en forma de tarjeta postal, que las editoriales insertaban en los volúmenes para conocer los gustos de sus clientes y obtener información sobre sus libros, y que los medios digitales han arrumbado hoy en el baúl de lo histórico. Yo tengo, junto con los Cien años, toda la obra de Gabo. Creo que su producción última, desde El amor en los tiempos del cólera, no está a la altura de la primera -sobre todo, de la tríada compuesta por la saga de los Buendía, El coronel no tiene quien le escriba y El otoño del patriarca-, pero no me extraña: mantener, en toda una vida de creación, el nivel que establecen estas tres obras sería un caso único de genialidad en la historia de la literatura universal. En cualquier caso, ojalá los peores libros de todos los novelistas, todos los escritores, fuesen como El general en su laberinto. La literatura estaría salvada entonces para siempre.

viernes, 18 de abril de 2014

Tomás, Ana y Hoyos

Hoy han venido a casa, desde León, Tomás Sánchez Santiago y su mujer Ana. Vivir en el pueblo tiene estas ventajas: se puede invitar a los amigos a pasar unos días en casa, con la seguridad de que encontrarán aquí un paisaje propicio, una comida excelente, un lugar cómodo donde alojarse y una conversación que se procurará fluida y, en la medida de las posibilidades de uno, agradable. Nos gustaría que esto -que los amigos nos acompañen- pasara con más frecuencia. A Tomás lo conozco desde hace casi veinte años, y es uno de los amigos más entrañables que tengo: un hermano, en realidad. No es óbice para ello que él viva en León y yo antes en Barcelona y ahora en Londres. La amistad, si es verdadera, es un cauce, visible o subterráneo, por el que uno puede desplazarse en todos los sentidos, y que nunca se agota. Sufre desvíos, desapariciones momentáneas, remansamientos, incluso remolinos y turbulencias, pero nunca deja de fluir. Y así es con Tomás, cuya presencia no es solo personal, sino también literaria: con la regularidad -o irregularidad- que imponen las circunstancias editoriales, su labor como escritor, excelente, asoma a mi vida en forma de poemarios, ediciones críticas, artículos o conferencias. Cuando llegan, nos abrazamos, ven la casa, se instalan en el cuarto que les hemos preparado, intercambiamos noticias con urgencia, con el afán casi adolescente de dos personas que hace tiempo que no se ven y que quieren ponerse al día de sus asuntos, y salimos luego a ver el pueblo, que es lo que tenemos más a mano. Paseamos por las calles tranquilas, de piedra. Las casonas, con sus escudos héraldicos y ventanas dobles, con ajimez, se suceden; también las fuentes públicas y los rincones proletarios. Pasamos por una calle cuyo nombre es un oxímoron: "Clemente y Guerra". Admiramos la majestuosidad de los edificios eclesiales: aquí se refugiaban el obispo de Coria y su séquito cuando en el llano, en verano, Dios quería que el calor se hiciera insoportable. Hoyos, pese a su nombre, está en alto, y, rodeado de bosques y ríos, es un vergel. (Aunque no ha sido un remanso de paz para todos los obispos: en 1809, los franceses del mariscal Soult, derrotados en Talavera y, por lo tanto, muy enfadados, entraron en en pueblo, irrumpieron en el palacio episcopal y le pegaron dos tiros al anciano obispo, Juan Álvarez de Castro: uno en la entrepierna y otro en la boca. Les animaba a cometer semejante barbaridad que Álvarez de Castro hubiera denostado públicamente la invasión francesa, y comparado a Napoleón Bonaparte con el mismísimo Lucifer). Después del casco histórico, visitamos El Escobar, el barrio marginal del pueblo, ahora restaurado, pero durante mucho tiempo no muy distinto del que reflejara Buñuel en Las Hurdes, tierra sin pan: un apiñamiento de casas inverosímilmente bajas, con tejados que caen a la altura de los ojos, y puertas más propias de La Comarca que de una comunidad de seres humanos. En alguna, sentado en los exiguos, casi inexistentes peldaños de entrada, todavía pasa el tiempo alguien, señor o señora, con la cara surcada de arrugas, que nos devuelve las buenas tardes, solemne, cuando se las damos. En un rincón vemos un BMW casi tan grande como la casa frente a la que está aparcado. Llegamos después a la ermita del Cristo, una airosa y lacónica construcción del siglo XVI, y seguimos por un camino hasta los restos de un hermoso acueducto, que se levanta todavía en medio de los huertos, y que nos sorprende por su tamaño, por su negrura pizarrosa y por su cantería, que se sostiene sin argamasa, solo por la presión de las lajas encajadas. Más allá, remontamos un camino desde cuyas alturas se disfruta de una magnífica perspectiva de la Sierra de Gata, con su ondulación verde, constante, y sus pueblos diseminados por las laderas: Gata, Villasbuenas, Santibáñez el Alto. A nuestra izquierda se eleva una columna de humo, que parece ser un incendio, aunque localizado: no se extiende a lo largo del horizonte, lo que haría pensar en un frente amplio y devorador, sino que se concentra, prieto, circular, en algún punto tras el puerto de Perales. Tomás y yo hablamos de poetas y poesía, por este orden. Desabaratamos un rebaño de cabras que ramonea cerca. Los animales, incomodados en la rumia, brincan y tintinean, y se retiran un poco para seguir mascando con tranquilidad. Al volver al pueblo, otra vez junto a la ermita, vemos que se acerca una procesión. La abren unos muchachos, que portan una cruz, y la gente carga detrás con varias imágenes de Cristo y de la Virgen, estridentemente vestida. Sin embargo, y, a diferencia de lo que hemos visto estos días en Cáceres y Plasencia, no hay aquí espectáculo ninguno: los costaleros no parecen a punto de sufrir un hundimiento de la columna vertebral, y los vecinos caminan a su lado en un digno silencio, solo fisurado por el cántico suave de las mujeres de edad. Tomás, descreído, me dice que, pese a ello, respeta mucho la fe genuina del pueblo. Yo no, pero guardo silencio y veo a la gente pasar, grave, acicalada, pero sin aspavientos: los abuelos hablan con los nietos; las mujeres van del brazo de los maridos; las mozas se han puesto falda (y eso, debo decir, le da cierta viveza al espectáculo; en algún caso, una gran viveza). Llegan hasta la ermita y dan la vuelta. Nuestra paseata concluye, así, en compañía de los romeros: unos celebrantes discretos, silenciosos, investidos de una sobriedad muy parecida a la que durante siglos presidiera estas ceremonias, hasta que el turismo y la televisión y la masificación y la banalización convirtieron un acto piadoso en un acto de exhibición. 

jueves, 17 de abril de 2014

Ladridos al amanecer

No son los que oigo algunas mañanas, en Hoyos, cuando la luz se esfuerza por llegar al mundo, entre las turbiedades del sueño. Es el título de una novela corta de José Ángel Cilleruelo, publicada en 2011 por Paréntesis Editorial. No la había leído todavía. José Ángel regaló ejemplares a los amigos en alguna ocasión en que yo no estaba. Muchos de los libros que publicamos circulan así: en petit comité, de mano en mano, ocasión para la confidencia y la celebración íntima. Está bien. Hace poco, en un encuentro en Laie, José Ángel recordó su olvido, o mi ausencia, o ambos, y me hizo llegar, cariñosamente dedicado, un ejemplar del libro. A José Ángel lo conozco desde prácticamente mis inicios en esto de la poesía, hace más de veinte años. Los suyos son muy anteriores. Cuando yo todavía no había escrito un verso, ya reconocía su nombre en los papeles, y sabía de sus antologías, de sus poemarios, de sus críticas. Llegué incluso a averiguar, por casualidad, que un compañero de mis veranos infantiles había sido compañero suyo en el instituto, y que ya allí José Ángel descollaba por su afición a la palabra, y por tratarla con delicadeza. También he observado siempre en él una cordialidad -hacia la persona del escritor y, sobre todo, hacia el hecho de que escriba, sea cual sea su estilo- infrecuente en los letraheridos, casi siempre proclives a la indiferencia o el desdén. Él fue uno de los pocos escritores de Barcelona que asistió al acto de entrega del premio Adonáis, en 1995, cuando yo era solo un joven que había ganado un premio y que apenas conocía a nadie. Y hasta me felicitó al acabar. Desde entonces he seguido con atención y con querencia una obra múltiple y multitudinaria: primero, como poeta -Maleza compendia una excelente obra lírica, plena de sobriedad y sutileza-; después, como novelista -desde El visir de Abisinia, publicado en 2001, hasta Una sombra en Pekín o este Ladridos al amanecer, en 2011- y como bloguero, polifacético, conciso, sustancioso; y, siempre, como crítico, que se desempeña generosamente, y con asimismo rara ecuanimidad, en las páginas de El Ciervo, entre otros medios. Pese a su condición permanente, voraz, de escritor, y de escritor admirado, a José Ángel lo tengo, sobre todo, por amigo, y eso es fundamental para mí: aunque haya llegado a él por los vericuetos imprevisibles, y a menudo distantes, de la literatura, la persona es lo primero. Ladridos al amanecer prolonga una tradición narrativa individual en la que se mezclan el cosmopolitismo, el interés por la historia, la acuidad expresiva y la habilidad para construir (o reconstruir) atmósferas. La novela narra la historia de dos hermanos que sobreviven a la Segunda Guerra Mundial y cuyo destino en la República Democrática de Alemania que surge tras el conflicto, se rompe por la traición de uno de ellos. De Ladridos al amanecer me han interesado muchas cosas, pero, en particular, la evocación minuciosa y la aptitud arquitectónica: José Ángel es ducho en la recreación de ambientes, que se despliegan ante nosotros con una exactitud que no inhibe la sugerencia, la bruma connotativa, cierto deshilachamiento de los planos, como si un tapiz meticulosamente urdido no se hubiera querido rematar, y de sus bordes salieran hebras sueltas, filamentos sin ligazón, que constituyesen posibilidades de nuevos patrones, de arabescos distintos; es la ambigüedad, el misterio. Para ello es fundamental el tono empleado -lo fundamental siempre es el tono-, que en los libros de José Ángel se ajusta siempre, con precisión casi cronométrica, a las escenas descritas, al argumento desarrollado. Y para destilar ese tono, cuya textura resulta siempre indefinible, José Ángel se vale de algo que domina con maestría: el lenguaje poético. No quiero decir con ello que Ladridos al amanecer sea una novela lírica, un género -si es que lo es- anfibio y resbaladizo, cuyo mayor peligro es que sea más lírica que novela, sino que uno de los recursos que articulan su vibración lingüística, uno de los medios que obran el prodigio de que nos sintamos sumidos en un mundo que no hemos conocido, es el temblor metafórico, la caricia y, cuando es necesario, la aspereza de una palabra que excede, que quiere exceder, lo informativo y hasta lo desnudamente narrativo. Este es, por ejemplo, el brillante inicio del capítulo 13:

El sol descendía en el cielo como una cetonia por una tapia, con un brillo agónico que repetían las copas de los pinos y las cristaleras de los bloques más altos. Antes de que se detuviera frente al portal, revolviera el bolso en busca de la llave y abriera la puerta de aluminio, el ritmo de sus pasos menudos, saltarines, que yo tenía grabado en la cabeza, ya me había señalado mientras se acercaba que era ella. La he visto, por fin. Al salir para mi paseo vespertino me ha entretenido la melaza de la luz, su estertor de sangre que ha diluido el agua, pero aún impregna la piel junto a la herida. En la belleza sombría de ese instante me inquietaba su fascinación de símbolo trivial. Me había dejado arrastrar por su facilidad. Lo interpretaba como un escolar orgulloso de su ejercicio. Lo crepuscular iba suministrándome adjetivos para esa generalización que se esconde en la palabra "vida", igual que si yo fuera un personaje en una mala novela.

He leído Ladridos al amanecer estos días en Extremadura, que es muy distinta al Berlín comunista y a los lugares de Europa en que un hermano se esconde de la persecución del otro. Por eso me ha parecido un mérito sobresaliente que me sintiera en Berlín, aun rodeado de encinas y dehesas, de olivares y jaras, y angustiado por una delación que se comete como quien hinca un estilete en un corazón: con frialdad, como quien redacta un informe, aunando el espíritu científico y la venganza.

miércoles, 16 de abril de 2014

Cosas que pasan en Plasencia

Me he citado en Plasencia con Álex Chico, que es placentino. Álex está pasando unos días con su familia, y hemos decidido tomarnos una cerveza en la plaza Mayor. Es curioso: con él me voy viendo en lugares muy distintos, desde Hoyos hasta Londres, además de Barcelona, por supuesto. Creo que, fuera de los miembros de mi familia, es la persona con la que he coincidido en una geografía más diversa, y no sabría decir por qué. No hace demasiado que nos conocemos, pero es como si nos conociéramos de toda la vida. Cuando llego al centro de Plasencia, la plaza no está muy concurrida todavía. Reconozco las terrazas, los soportales, el quiosco, el ayuntamiento. Nos sentamos en "El Torero", un local esquinero, con sillas metálicas y camareros amables. Caen varias cervezas, interrumpidas por que a Álex se le apaga constantemente el cigarrillo. Es una de esas liaduras que parecen un porro y que Álex chupa con delectación, pero cuya brasa no dura. Mi amigo se embarca entonces en la busca del fuego: se lo pide al camarero, a los vecinos de mesa, a los vecinos de las mesas más alejadas. Pero sufre, porque, hombre considerado, no quiere pedirle fuego a la misma persona más de dos veces. Le sugiero la posibilidad de comprarse un mechero, y él asiente con entusiasmo. Hasta se acerca a un estanco próximo para comprarlo, pero está cerrado. Entre excursión y excursión en procura de la llama sagrada, hablamos de nuestras vidas, barcelonesa y londinense, de los libros que hemos publicado o queremos publicar, de poetas y poetastros, de amigos comunes, de mujeres (las nuestras, desde luego, aunque no podemos evitar dedicarles también alguna atención a las mozas garridas que desfilan ante nosotros, extraña mezcla de ruralismo y modernez). Y también de la gente de Plasencia, a la que Álex, con la autoridad que le otorga ser uno de ellos, considera rara. Buena y casi siempre generosa, pero rara. Cuando, tras un buen rato de conversación, vamos a buscar a Ángeles, que viene de hacer unas compras, advertimos la amenaza que se cierne sobre nosotros: una banda militar, o de algún cuerpo uniformado, entra en la plaza a los sones de bombos, trompetas y platillos. Es el prólogo de la inevitable procesión. Hay mucha más gente ahora en el coso que cuando hemos llegado. Muchos se arremolinan alrededor de los músicos, ansiosos por disfrutar de los desfiles y las charangas. En Semana Santa, cualquier escuadra que marche a paso regular por la calle tiene  una extraordinaria capacidad de imantación. Huimos del lugar antes de que la muchedumbre tapone los accesos, y recogemos a Ángeles, que se ha hecho algún lío para llegar al centro. Vamos luego a "La puerta de Tannhäuser", el bar-librería, inaugurado hace tres años, que se ha convertido en referencia cultural, y en uno de los espacios más agradables de la región. Repaso los bien nutridos estantes y constato dos cosas: la abundante presencia de géneros minoritarios (poesía, ensayo, cine) y la naturaleza estrictamente literaria del lugar: las editoriales y colecciones seleccionadas, y hasta los títulos que se exhiben, no son meramente libros, baratijas de la industria editorial, sino literatura, hijos de la inteligencia, del amor a la palabra y del respeto por la letra impresa. En "La puerta de Tanhäuser" no hay best-sellers, ni libros de autoayuda, ni engendros escritos por personajes de la televisión (es decir, por sus negros). Viendo lo publicado por Periférica, por Páginas de Espuma, por Pepitas de Calabaza, por Pre-Textos, por Bartleby, por Ediciones Liliputienses, por tantos otros, uno se reconcilia con los libreros y con las librerías. Veo, en la sección de poesía, los libros que Javier Pérez Walias y el propio Álex han publicado en De la Luna Libros. Tengo en las manos la Vida de Juan Ramón Jiménez, pero no me decido a comprarla, aunque supongo que acabaré haciéndolo. Busco un libro sobre boxeo, del que habló hace poco un crítico en El País -el boxeo, lo confieso, me interesa mucho, sobre todo literariamente-, pero no somos capaces de dar con él. Por fin, me compro La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han (que un catalán compre en Extremadura un libro escrito por un surcoreano que vive en Berlín es uno de los grandes logros de la globalización), y Amanece, que no es poco, de José Luis Cuerda, que recoge el guión original y el relato de la concepción y filmación de una película mítica en la historia del cine español, que todavía me hace reír (y pensar), después de haberla visto doce o quince veces. La conversación con Álex prosigue, aunque ya no ante una cerveza, sino ante una infusión de manzana (yo; él sigue fiel a Mahou). Voy al lavabo, y observo que la indicación de cuál es el de mujeres y cuál el de hombres, es, en ambos casos, una foto: para los caballeros, la cara de Rutger Hauer, en el papel del replicante Roy Batty; y para las damas, la de Daryl Hannah, en el de Pris, aquel "modelo básico de placer", de pelos erizados, ojos claros y enloquecidos, y maquillaje de yeso. "La puerta de Tannhäuser" es, claro, un homenaje a otra película legendaria, Blade Runner, de Ridley Scott, que recuerdo haber visto en 1982, en Morella, aprovechando un alto en un viaje con amigos por el Maestrazgo. "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais", le dice un Roy agonizante al policía -también replicante, aunque él no lo sepa todavía- que ha intentado matarlo: "Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir". Y pienso que el hermoso bar-librería de Plasencia se llama "La puerta de Tannhäuser", que tiene vagas resonancias operísticas, pero podría igualmente llamarse "Cosas que no creeríais", "Más allá de Orión", "Rayos-C" o incluso, si uno no le hace ascos a un poco de cursilería, "Lágrimas en la lluvia". Pero ya es tarde y hemos de volver a Hoyos. Para llegar al coche, tenemos que atravesar otra vez la plaza Mayor, en el que está dispuesta ya la ineludible procesión y un público ingente a su alrededor. Observamos a los personajes que la abren, romanos a caballo y a pie. Sus cascos, de una hojalata muy pulida, brillan como espejos, y las capas, blancas, se les derraman por la espalda y por el lomo de las monturas como las de la Guardia Mora de Franco. Por detrás, los nazarenos aguardan también a la señal para que arranque el paso. Van de blanco, y llevan unos capirotes como pértigas. Nos alejamos cuanto antes, mientras la multitud se remueve, con un fragor sordo, ansiosa por que empiece el espectáculo.

martes, 15 de abril de 2014

Cosas que pasan en Cáceres

Javier Pérez Walias y su mujer Teresa nos han invitado a comer en su casa en Cáceres, y luego han quedado con otros buenos amigos, Mario Martín Gijón y Julio César Galán, para que sigamos la tertulia con un café o una cerveza delante. Cuando ya estamos en la ciudad, en el Paseo de Cánovas, distinguimos en una esquina a Carlos Floriano, vicesecretario general de organización del Partido Popular (signifique esto lo que signifique) y cacereño de pro. Que esté en una esquina no alude a su profesión: simplemente, se dispone a cruzar un semáforo. Va con un niño y otro caballero, que viste un traje de impecable factura, zapatos relucientes y corbata de flores. Floriano, como su nombre indica, es un hombre afortunado: propietario de un importante patrimonio inmobiliario sin haber hecho nada por ganarlo, doctor en Derecho sin saber ni jota de derecho y neogeneracional encaramado a un puesto de relevancia en el partido, en el que, día a día, y ante el país entero, hace gala de su ecuanimidad, su amplitud de miras y su espíritu contrario a todo sectarismo; un hombre que ennoblece a la clase política española, y que ahora, como ciudadano piadoso y de orden que es, se apresta a celebrar, embutido en una camisa azul de listas y cuello blancos, y pantalones de pinzas, estas señaladas fechas pascuales. Ya en casa de Javier, que es una enorme biblioteca, curioseo en sus libros. Observo algo que halaga mi vanidad: tiene dos ejemplares de Insumisión. También me agrada localizar entre los volúmenes la poesía completa de Basilio Fernández, a la que dediqué mi tesis doctoral, y Oscura marea, de Manuel Álvarez Ortega, el mejor poeta español vivo, junto con Antonio Gamoneda, aunque muy pocos lo conozcan. De ambos me gusta, además de su poesía, su voluntad de oscuridad, pero no estilística -aunque a mí los poetas considerados oscuros siempre me han parecido luminosos-, sino vital. Basilio publicó un puñado de poemas en revistas de vanguardia de los años 20, para luego enmudecer públicamente, aunque nunca dejara de escribir, mientras servía patatas y quesos en el negocio de alimentación heredado de sus padres, en Gijón. Álvarez Ortega, en cambio, ha publicado mucho, pero procurándose siempre una marginalidad exquisita, casi altanera. Cuando publicó su primera poesía completa, a mediados de los 90, se negó a que se vendiera en librerías: él quería controlar quién leía sus versos, porque no todo el mundo le parecía digno de hacerlo. Otra particularidad en la disposición de la biblioteca de Javier me llama la atención: Libro de los venenos, de Gamoneda -uno de sus mejores títulos, a la vez que uno de los menos conocidos-, está al lado de la poesía completa de García Montero. "Esto sí que es eclecticismo", le digo. Algo azorado, cambia a Gamoneda de sitio. La comida es muy agradable: son importantes las patatas a la importancia que Javier, buen cocinero amén de buen poeta (ambas actividades requieren, en realidad, habilidades parecidas, sobre todo, la capacidad de enfangarse en la materia, de agarrar las cosas y amasarlas, moldearlas, manipularlas), nos ha preparado, y tampoco están mal el entrecot de ternera con guarnición de criadillas y setas y el yogur con frutas casero que completan el menú. Hacia las cinco, se nos unen Mario y Julio. Javier nos regala su Al Qarafa, publicado en De La Luna Libros, y Julio, su Inclinación al envés, recientemente aparecido en la colección "El pájaro solitario" de Pre-Textos. Ambos presentan una factura excelente y prometen una lectura muy interesante, aunque yo ya conozco algunas composiciones de Al Qarafa, cuyo tema me es próximo: la muerte. Mario, que arrastra un resfriado descomunal, no trae ningún libro, pero está a punto de publicar un nuevo poemario en Polibea: Tratado de entrañeza. Y no es errata: es "entrañeza", y no "extrañeza", con uno de los habituales juegos lingüísticos de Mario, que definen su poesía entre lúdica y quirúrgica (Rendicción se titula su último poemario). Hablamos y hablamos los cuatro. Hacia el final de la tarde, decidimos salir a dar una vuelta. Julio, apremiado por la tesis doctoral, que está acabando, y por su hijo pequeño, que está empezando, se ha tenido que marchar, pero Javier, Mario, Teresa, Ángeles y yo nos vamos de paseo. El casco antiguo está abarrotado: la gente espera a las procesiones a la puerta de las iglesias y en las calles. Nos abrimos paso con alguna dificultad hasta un local llamado "Los siete jardines", del que, por desgracia, solo conocemos uno. Antes, pasamos por delante del hotel Atrio, el más lujoso de Cáceres, donde Ángeles y yo nos alojamos un fin de semana hace casi un año. Recuerdo que lo único que no nos gustó del lugar fue que el maître de nuestra cena romántica se empeñó en darnos conversación desde el primer hasta el último plato. "Era un metrementodo", observa Mario. Ya en "Los siete jardines", a la sombra de un olivo, vemos el paisaje que se extiende a nuestros ojos. Cáceres acaba abruptamente: no hay continuidad urbana, sino un tajo muy perceptible entre la ciudad y el campo: tras la última casa, solo hay labrantíos, sequedad, espacio. Anochece con lentitud, y despachamos unas cervezas extremeñas de nombre vagamente bávaro, Sevebrau. Queremos cenar algo, pero no allí, donde la carta flaquea, sino en algún lugar con fundamento. A la salida nos encontramos con un problema: las procesiones ya han empezado, y casi todas las calles están bloqueadas. La gente las ocupa incluso con asientos: hay señoras acomodadas en primera fila, con la pinta expectante de quien asiste al estreno de la última película de Brad Pitt. Javier nos informa de que eludirlas nos implicará dar un rodeo enorme, y ya va siendo tarde, así que inspira profundamente, se sube un poco los pantalones y se lanza contra la procesión como un explorador del Trópico se lanzaría, en un esquife, contra la corriente amazónica. Yo pienso que, si él puede remar contra la corriente de los pasos de Semana Santa en una ciudad española, yo no voy a ser menos, y me aferro a su estela, confiando en que Mario, que viene detrás de mí, siga nuestro ejemplo y no se empantane en las arenas movedizas de la orilla, de donde acaso no podría salir. Al cabo de muy poco, y con Javier varios metros por delante de mí, me veo en el centro de la procesión, rodeado por nazarenos vestidos con hábitos carmesíes y cucuruchos escalofriantes: por un momento, me siento palestino, pero palestino de cuando los romanos, y también masoquista, porque hay que serlo para infligirse este tormento de capuchas, cíngulos, pesos, saetas y latigazos. La iconografía cristiana, y, sobre todo, los motivos pascuales, siempre me han dado escalofríos: los colores de luto, las coronas de espinas, los corazones desgarrados, las lanzadas y despellejamientos, la bárbara crucifixión, las lágrimas y los quebrantos: todo me parece espantoso, de una crueldad máxima. Este es, según dicen, el dios del amor. Pero yo veo poco amor en esta exaltación del duelo y el sufrimiento, en esta orgía de ayes. Cuando pasamos junto a la imagen del Cristo, una señora nos increpa: "¡Vamos, hombre!", y muchas otras nos miran homicidamente. No nos detenemos: si lo hiciéramos, el caudal nos engulliría. Hay que seguir avanzando, contra viento y marea. Nos abrimos paso, a golpe de antebrazo, por entre la banda de música, que aún no se ha arrancado a tocar las bonitas piezas que acompañan al desfile. Los tambores, no obstante, repican, y me parece advertir que el del bombo sacude con más fuerza el parche cuando pasamos a su lado, como si sublimara en el instrumento sus deseos de aporrearnos la cabeza. Por fin, tras mucha tribulación, rebasamos la crística aglomeración y salimos a campo abierto: hemos sobrevivido. Nos miramos los tres, con la expresión de felicidad con que se reconoce a los compañeros que han superado, como uno mismo, una prueba definitiva: unos rápidos asesinos, unos remolinos omnívoros o una catarata altísima, y también con un fulgor de orgullo, como si el hecho de que tres ateos hayan atravesado de aquel modo una procesión, y salido vivos del embate, tuviera una significación moral. No sabemos lo que ha sido de Teresa y de Ángeles, pero confiamos en que hayan sabido encontrar algún ramal inofensivo por el que eludir el avasallamiento de la procesión. Nos reunimos algún rato después, en el aparcamiento donde hemos dejado el coche, no lejos del lugar donde, por la mañana, Carlos Floriano nos ha iluminado el día. Cenamos en "El Globo", cerca de la estación. Dejamos a Mario y a Javier y Teresa en sus casas. Repostamos gasolina. Volvemos a Hoyos. Llegamos casi a las dos de la madrugada, pero nos sentimos felices.