viernes, 31 de octubre de 2014

Una lectura en Tarragona

Las lecturas tienen una tradición milenaria: en Roma eran una institución. Pero allí no se andaban con chiquitas: duraban horas, incluso días. Si hoy nos quejamos de los problemas de la distribución de los libros de poesía, en la capital del imperio la distribución apenas existía: se limitaba a las copias que el librero -el impresor de hoy- podía hacer y poner a la venta en sus cestos, a pie de calle. El autor, pues, había de recurrir a otros medios para dar a conocer sus versos inmortales. Y, entre esos recursos autopublicitarios, estaban las lecturas, de las que, por otra parte, todo el mundo que podía, huía: varias horas de matraca poética acaban con el más pintado. (No quiero ni imaginarme, si la tradición hubiese perdurado, lo que sería una sesión así en manos de algunos bates -y no es errata- que conozco). Yo albergo sentimientos contradictorios al respecto. Por una parte, es inevitable que la vanidad se crezca con estos actos: que se reúna un grupo de personas, grande o pequeño (por lo general, pequeño), para escuchar lo que uno tenga que decir, es halagador: masajea el ego. Por otra, la certeza de la incomodidad que supone escuchar y callar, máxime (qué gran palabra: máxime) cuando lo que escuchamos no nos gusta y si la silla es dura, sumada al espíritu eucarístico que rodea a casi todas las lecturas o presentaciones -con un predicador oficiante, acólitos o monaguillos en el altar y un espeso silencio en la sala, en el que flota el incienso de la reverencia-, hace que yo mismo me sienta incómodo y que desee abreviar. El primer mandamiento es no aburrir, aunque en los actos poéticos no aburrir sea insólito, casi imposible. Muchos utilizamos algunos trucos para aligerar al respetable de la onerosísima losa de la recitación. Mi querido Julio Mas Alcaraz, por ejemplo, con el que he participado en una jam session en Londres, improvisa performances: se pasea por la sala mientras lee, tira papeles al aire, sube y baja violentamente la voz. Y la tradición de la polipoesía, o poesía performativa, que se ha instaurado en estos últimos años en Cataluña, reviviscencia de los espectáculos juglarescos, obedece, en buena parte, a mi juicio, a esa necesidad de transformar lo puramente discursivo en algo teatral, que agarre al oyente por las solapas y lo zarandee, no solo auditiva, sino también visualmente. Yo no me atrevo a protagonizar escenas en público, pero sí procuro alternar los ritmos para que la monocordia, con su irresistible poder narcótico, no se instale entre el público: contextualizo los poemas antes de leerlos, introduzco anécdotas entre uno y otro, y, sobre todo, leo distintos tipos de textos: en prosa y en verso, libre o blanco, sonetos, décimas, haikús, sextinas, eróticos, sociales, satíricos, existenciales o amorosos: lo que tenga y se me ocurra. La rugosidad, y a veces el estupor, que introduce este abanico de formas y temas diferentes impide que la gente se duerma, y esto solo ya es una victoria. Me complace también que el público me haga saber que lo que he leído no le ha gustado: eso significa que han estado atentos: el desagrado espabila, proscribe el sopor. Ayer leí en Tarragona, invitado por la poeta y amiga Teresa Domingo, y la CNT de la ciudad. Nunca me había invitado un sindicato, y menos un sindicato anarquista, a leer poemas. La verdad es que no noté la diferencia si, en lugar de una institución ácrata, hubiese recitado ante la confederación de empresarios: todo el mundo fue muy amable y formal, y quizá ese sosiego fuera también una señal de la domesticación actual de los sindicatos o del aplacamiento general del público: uno añora, hasta cierto punto, aquellos tiempos beligerantes de protestas y tomatazos, aunque uno mismo pudiera recibir alguno: la manifestación del placer o del disgusto, en lugar de la educada recepción de lo que se dice, es síntoma de implicación, de insumisión, de vida, en suma. No obstante, el acto fue muy agradable, al menos para mí. Estaba preocupado, eso sí, por que pudieran multarme por haber aparcado en una zona de carga y descarga sin haber pagado el peaje correspondiente, pero, como el coche estaba muy cerca de La Cantonada, el bar donde se celebró el acto, mantenía un ojo en la calle para vigilar que no se acercase un municipal. Si lo hubiera hecho, habría tenido que interrumpir la lectura para impedir la multa, lo cual habría abierto un memorable paréntesis esperpéntico. Fue satisfactorio comprobar que se había reunido una treintena de personas para escucharme, entre las cuales había algunos grandes amigos, como Agustín Calvo y su marido José Antonio -Agustín estaba en Tarragona porque un poema visual suyo había sido incluido en una exposición portuaria-, y otros a los que hacía mucho tiempo que no veía, como Manuel Rivera, poeta también y editor de Silva Editorial, y Juan Carlos Elijas, un hombre amabilísimo que lleva mucho tiempo escribiendo una poesía callada y levantisca. Hubo también quien no vino: siempre hay quien no viene, aunque haya dicho que vendría. Con eso siempre se cuenta: asistencias seguras que inasisten, e inasistencias igualmente seguras que te sorprenden asistiendo. Leí, entre otras composiciones, "Los haikús del ciego y el perro", una sextina soez, un par de décimas y el "Elogio del jabalí", de Insumisión, cuya antirreligiosidad me pareció adecuada al entorno, aunque esto tampoco se sabe nunca. Al acabar la lectura -que no duró más de cuarenta minutos: cincuenta y cinco es el plazo máximo en el que se puede contar con la atención del auditorio antes de que empiece a decaer, según las últimas estadísticas-, atendí a algunas personas, como Anna Montes Espejo, que vino a escucharme por recomendación de Juan Manuel Macías, en cuyas revistas digitales Cuaderno Ático y Noches Áticas colabora, y un joven muy alto llamado Jordi, que me confesó que era el primer recital de poesía al que asistía en su vida; por fortuna, según averigüé, no sería el último. Luego, los irreductibles -Teresa, Manolo, Juan Carlos, José Ángel, Jorge y yo- nos desplazamos desde La Cantonada a La Butifarra, y dimos cuenta de tres tablas de embutidos y quesos, que nos confortaron el cuerpo como los versos -espero- nos habían confortado el alma. Para cenar, me aflojé la corbata y me la eché por encima del hombro, para que no se manchase.

viernes, 24 de octubre de 2014

La decadencia de la corbata

A mí me gusta usar corbata, pero solo como símbolo de distinción. No mía, desde luego, sino del lugar en el que me encuentro o del acto en el que participo. Cuando trabajaba en la administración, y pese a tener responsabilidades directivas, casi nunca la llevaba, y era uno de los pocos ejecutivos que incumplía el deber de acicalarse para el ejercicio de la profesión. En cambio, me gusta vestirla cuando casi nadie lo hace: en el teatro o en las lecturas de poemas. La corbata tiene una larga historia. Según las fuentes más autorizadas, y aunque hay antecedentes en Egipto y Roma -el focale de los legionarios-, su origen contemporáneo es balcánico: en el siglo XVII, los jinetes croatas vestían unos pañuelos blancos al cuello. Cuando esos regimientos visitaron Francia, aquel aditamento, al que llamaban como a su país, hrvatska, gustó mucho, y los franceses no tardaron en adoptarlo, bautizarlo como croatta y por fin cravate. De hecho, les fue muy útil poco después, cuando la Revolución: funcionó como un semáforo político: los revolucionarios la usaban negra, y los contrarrevolucionarios, blanca. Luego se ha identificado con una prenda burguesa y, en determinados periodos, ha tenido que ocultarse o incluso desterrarse de los guardarropas: en la Segunda República española, por ejemplo, había que evitar el uso de sombreros y corbatas, si uno no quería tener un mal encuentro con los piquetes de milicianos. Hoy, me temo, su desaparición no obedece tanto a prejuicios políticos, aunque estos sigan pesando, como a la relajación general de las costumbres, que favorece la informalidad (o, al menos, otra suerte de formalidad) y el imperio de la autonomía individual. Sin embargo, a mí me sigue pareciendo una prenda enriquecedora, estéticamente persuasiva, y que comunica un reconocimiento singular del entorno en el que se utiliza. Debo parte de este convencimiento a los hábitos de mi padre, entre los que se contaba vestir corbata siempre que asistía a algún noble espectáculo. Cuando iba a alguna velada de pressing catch -aquellos memorables encuentros de forzudos enmascarados en el Paralelo barcelonés- o a las sesiones golfas de El Molino, donde La Maña chorreaba chocarrerías entre el público, no se le ocurría ponérsela: habría sido un insulto para la prenda y para lo que representaba. Pero cuando acudía al estreno de la última obra de Buero Vallejo o cenaba en un music-hall que tuviese por distinguido, la corbata nunca faltaba: era, en su caso, un reflejo del proletariado desclasado, que reconocía en aquella prenda un símbolo de estatus social, al que, con su uso, se hacía la ilusión de pertenecer. Anteayer, en la lectura colectiva en homenaje a Octavio Paz, algo me resultó perturbador: solo yo llevaba corbata. Y no me refiero únicamente a los poetas participantes -dieciséis-, sino a toda la sala: ni una sola de las más de cien o ciento veinte personas del público la vestía. Mi corbata era más que una excepción: era una rareza. Entre los poetas, los de más edad recurrían a la americana para significar su respeto por el acto. Alguno había que llevaba incluso un blazer de botones dorados y corte marinero; pero sin corbata. Otros, en cambio, vestían ajados, como si quisieran transmitir, militantemente, que su respeto por la celebración no dependía de su atuendo ni de su aspecto exterior. Alguno de estos se tomó esa ajadura con mucha seriedad, y portó en la lectura, no solo unos bombachos cantinflescos y una chaqueta descolorida como sus versos, sino hasta unas keds que parecían haber atravesado todos los desiertos del mundo. Los más jóvenes desafiaron abiertamente las convenciones, y se presentaron, con desaliñada alegría, en tejanos, en camisetas con leyendas perrofláuticas, en trapos bastos y despeinados. Entre todos, mi corbata lucía con lacia entereza, como el último superviviente de una saga gloriosa. A la corbata le espera una suerte parecida a la del sombrero: la reserva india de la excentricidad o el folclore. Seguramente, pervivirá algún tiempo todavía: en la administración de justicia, en ciertos escenarios políticos, en la formalidad de los palacios y las galas, y entre los presentadores del telediario, pero su destino es desaparecer. Nada grave, en realidad: todo desaparece, y nosotros seguimos viviendo, hasta que también desaparecemos. Lo mismo le sucederá al libro en papel, pero nosotros continuaremos leyendo. Y yo seguiré poniéndome corbata cuando me parezca que las circunstancias lo requieren, y mientras recuerde cómo se hace el nudo.

martes, 21 de octubre de 2014

En la casa de Thomas Carlyle

En el Chelsea Embankment hay una estatua de Thomas Carlyle, obra del baronet Joseph Edgar Boehm. Se erigió en 1882, como homenaje al gran hombre recientemente fallecido: en 1881, Carlyle se había despedido de la vida con estas palabras: "¿Así que esto es la muerte? ¡Bien!". La estatua, inicialmente enclavada en una zona despejada del embankment, está ahora rodeada de vegetación, hasta el punto de que, si uno pasea inadvertidamente por entre los árboles, podría chocar con ella. Carlyle está sentado, con un abrigo largo, y mirando a un lado, con expresión entre adusta e inquisitiva. A su espalda se abre Cheyne Row, la calle donde se encuentra la casa en que vivió desde 1834 hasta su fallecimiento, hoy casa-museo gestionada por el National Trust. La figura de Thomas Carlyle suscita alguna melancolía: fue, probablemente, el intelectual más influyente de su tiempo -filósofo, ensayista, historiador, biógrafo y crítico social-, un árbitro de la literatura y el pensamiento, a cuyas obras acudía a beber, con vehemencia, el resto de la grey escritora. Hoy, sin embargo, Carlyle es apenas leído: sus ideas, espesamente arraigadas en el cosmos victoriano, se han enmohecido con rapidez, y aquella dificultad del estilo que denunciaban algunos hombres de su tiempo (los que se atrevían a formular alguna objeción a su reinado literario) se ha convertido en un muro casi infranqueable para el lector actual. Su obra principal, Sartor Resartus: The Life and Opinions of Herr Teufelsdröckh (cuya traducción ya sugiere la dificultad que la preside: El sastre sastreado: vida y opiniones del señor Teufelsdröckh), publicada entre 1833 y 1834, es una parodia de la filosofía de Hegel y, en general, del idealismo alemán, algo a lo que se han entregado con fruición casi todos los pensadores ingleses, pragmáticos por definición. Por otra parte, Carlyle se significó por ser un crítico incansable de la sociedad de su época, lo que le valió una reputación de permanente causticidad, a la que quizá contribuyera la úlcera de estómago que lo atormentaba desde joven. Entre sus críticas, de inspiración romántica, muchas denostaban el desarrollo materialista de la revolución industrial, así como otras pérdidas de un pasado supuestamente feliz, pero otras abundaban en ideas desdichadas, que hoy solo suscitan rechazo, como que no debería haberse abolido la esclavitud, porque imponía orden en la sociedad y obligaba a trabajar a personas que, de otro modo, habrían vivido en la holganza, o, en todo caso, tendría que haberse sustituido por la servidumbre, como en la Edad Media: así lo sostiene en Discurso ocasional sobre la cuestión de los negros, publicado en 1849. No es de extrañar que, siendo esta la sensibilidad de Carlyle, sus obras atrajeran la atención de nada menos que Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, que se sintió fascinado por la biografía de Federico el Grande, escrita por Carlyle. Pero Carlyle escribió muchas otras obras, entre ellas La revolución francesa, en 1837, que conserva todavía un notable interés historiográfico, y, al final de su vida, Recuerdos de mi viaje por Irlanda en 1849, que vio la luz póstumamente, en 1882, y que es, con certeza, su pieza más legible y más cercana a la sensibilidad contemporánea. Ángeles y yo visitamos su casa museo en el número 24 de Cheyne Row. Nos abre la puerta, y nos hace pasar, una señora muy obsequiosa, con esa cortesía histriónica de los ingleses bien educados. Es una jubilada, como todos los que atienden la casa. Nos pregunta si somos miembros del National Trust y, cuando le respondemos que no, se lamenta de tener que cobrarnos: cinco libras y diez peniques por cabeza. Dejamos las bolsas en una consigna improvisada en el vestíbulo: para identificarlas después, el caballero cobrador pone en el asa del bolso de Ángeles una pinza de colgar la ropa, y nos da otra, igual, a nosotros: "ah, la tecnología moderna", suspira. La casa de Carlyle se beneficia del privilegio de haberse conservado casi en el mismo estado en que la dejó su propietario. Es una casa típicamente victoriana: estrecha, oscura, de madera. Cuando Carlyle vivía en ella, Chelsea no era todavía un barrio de Londres, sino un pueblo independiente, con reputación de bohemio: acogía a pintores, escritores y artistas en general, que se beneficiaban de la cercanía a la capital por unos precios aún modestos. Hoy, en cambio, sería imposible vivir aquí sin pagar una fortuna. El estado de conservación de la casa es tan bueno que se han preservado hasta los cristales originales. En uno de ellos, en una ventana de uno de los rellanos de la empinada escalera, Carlyle grabó unos versos, dirigidos a su madre, y allí siguen, arañados en la superficie transparente con la caligrafía abarrocada del escocés. Pero Carlyle's House no es solo un magnífico ejemplo de la arquitectura burguesa decimonónica, sino también un destacado compendio de lo que aquí llaman memorabilia: objetos personales, cartas, libros, ropa, joyas, toda suerte de enseres domésticos y hasta camisones y orinales. Junto a las pertenencias de Carlyle, destacan las de su mujer, Jane Welsh, epistológrafa sobresaliente, e influencia notabilísima en la vida del escritor. Jane destacaba por su fuerte personalidad, aunque no por su belleza: los cuadros que la representan en la casa muestran a una mujer de rasgos desafortunados y rictus posesivo. Su carácter suscitaba opiniones encontradas: había algunos que, como Tennyson o Leigh Hunt, la consideraban una persona fascinante y una escritora de mérito; otros, en cambio, como Samuel Butler, daban gracias a Dios por que se hubiese casado con Carlyle: así solo eran desgraciadas dos personas, y no cuatro. Probablemente Carlyle suscribía esta opinión: su matrimonio estuvo salpicado de discusiones y alejamientos, que sumían a los cónyuges en un estado de profundo abatimiento. Para superar las discrepancias y demostrarse su cariño, se escribían cartas: 9.000 llegaron a intercambiarse marido y mujer. Se comprende que, ocupados como estaban en redactarlas, no les quedara tiempo para hacer el amor: el más autorizado biógrafo de Carlyle, James Anthony Froude, cree que nunca llegaron a consumar el matrimonio: los victorianos eran así, sobre todo si, además de victorianos, eran intelectuales. Una de las más preciadas posesiones de Jane era su perro, Nerón, un chucho razonablemente repugnante, según los retratos de la época, al que le encantaba permanecer en su regazo. En una de las visitas de John Ruskin a la pareja, el crítico, sabedor del cariño que le tenía Jane, ponderó las virtudes del animal: dijo que era un perro perfecto, pero que lo único que no era capaz de decir es qué parte de su cuerpo era la cabeza y qué parte, la cola. Recorremos el parlour de la casa, y el salón principal, en el primer piso, y la biblioteca, y los dormitorios (separados, por supuesto), y el estudio, en el ático. Los muebles son, como casi todo, los que utilizaban Carlyle y Jane. Por todas partes un informante anónimo pero afortunado ha dispuesto hojas con explicaciones, no solo sobre la casa, sino también sobre la vida y obra del escritor, a menudo acompañadas por fotografías: la de Darwin, por ejemplo, sobrecoge: mirando su cara, y su expresión en ella, uno entiende que encontrara vínculos entre los primates y el hombre; Robert Browning, en cambio, tiene un aire alelado. Y es gracioso que Carlyle le reprochara la oscuridad de sus escritos, porque él mismo no era precisamente claro: para leer sus escritos, ya en su época, pero sobre todo hoy, es literalmente necesario tener un diccionario al lado, y ni siquiera eso ayudará, a menudo, porque Carlyle se inventaba sus propias palabras. Acabamos el recorrido con sendas visitas a la cocina, en el sótano (donde hay también una cama, en la que dormía la sirvienta), y al jardín, una franja de vegetación entre casas de ladrillo, hoy húmeda por la lluvia. Cuando salimos, me fijo en un molde de las manos de Carlyle, entrecruzadas: me llaman la atención los dedos finos y las uñas más finas todavía. Manos como de pájaro, pero no de águila, como creyeron que era, sino de garza, de gorrión; manos de una delicadeza aterradora.

lunes, 20 de octubre de 2014

Una cena en Wanstead y cosas que pasan en el metro

Cenamos hoy en Wanstead, con Mary, una anatomopatóloga excompañera de trabajo de Ángeles, y su marido James. El lugar queda lejos, al noreste de Londres: se necesita un buen viaje en metro para llegar. En las estaciones centrales, los pasajeros se acumulan, pero, conforme nos acercamos a la periferia, los vagones se vacían: el movimiento urbano en Londres es centrífugo, como en tantas otras grandes ciudades. Ángeles aprovecha uno de los escasos asientos libres; yo, después de muchas horas sentado en casa, prefiero quedarme de pie, leyendo el periódico. Advierto que, al lado de Ángeles, está sentado un señor de aspecto extranjero y recios bigotes. Tiene un aire pobretón, como tantos norteafricanos, o turcos, o árabes, que resisten en la ciudad. En una de las paradas concurridas del trayecto, se levanta para cederle el asiento a una mujer, y, al cabo de poco, al darse cuenta de que un joven está ocupando otro asiento, además del suyo, con la mochila, mientras yo, un canoso y, ay, ya mayor caballero, sigo de pie, le dice, por señas, que quite el macuto para que me pueda sentar. Me pasma, me sigue pasmando, esta policía pública, esta capacidad de intromisión en el comportamiento ajeno, para ordenar la convivencia de acuerdo con unas leyes racionales. Qué pocas veces intervengo yo así, ni nadie, para afear una conducta o reprimir una grosería. Le agradezco el gesto a mi ángel guardián bigotudo, pero no me apetece sentarme. Él insiste, pero yo también en seguir de pie: Thank you very much, but I prefer to stand, zanjo. En Wanstead, hemos quedado con Mary y Jim en un pub justo al lado de la estación de metro, The George. Los pubs son catedrales laicas, donde la gente se reúne para compartir sus inquietudes espirituales y para concelebrar libaciones purificadoras. Allí están ya nuestros amigos de esta noche, que nos presentan a otros amigos. Me sorprende la baratura de las consumiciones: media pinta de cerveza y media más de sidra nos cuestan poco más de dos libras. Incrustado en el techo, luce un dragón: al que mató San Jorge, supongo. En las paredes, retratos de hombres y mujeres famosos, aunque sin otro criterio rector que la propia fama: desde George Orwell hasta Marylin Monroe (cuyo apellido, por cierto, no se pronuncia Mónrou, sino Monróu: desde que lo averigüé, me parece haber descubierto a una nueva persona, y siento un interés renovado por ella). En el baño, un asistente negro (¿por qué todos los cuidadores de baños son negros?) me aprieta el pulsador del grifo cuando voy a lavarme las manos, luego el del dispensador de jabón cuando voy a enjabonarme, luego otra vez el del grifo para enjuagarme, y, por fin, me tiende dos toallas de papel, cuidadosamente dobladas, para que me seque. Abrumado por una obsequiosidad tan íntima, me siento obligado a dejar una moneda en el cuenco que ha dispuesto delante de sí, donde brillan ya algunas libras, que es de lo que se trataba. El mucamo aprovecha entonces para preguntarme si quiero comprar alguno de sus productos de aseo: colonias, geles, espumas. Le respondo que no y salgo del lavabo con una sensación de confusión: ¿he vivido una escena de una película de Almodóvar? ¿O el supuesto cuidador es, en realidad, un viajante de productos cosméticos que se ha colado en el establecimiento? Al volver con Ángeles y nuestros anfitriones, Jim nos cuenta su último viaje a Las Vegas, en los Estados Unidos, para asistir a la boda de un amigo, y pondera la calidad de los restaurantes y espectáculos, y, en general, la grandeza de la ciudad. Yo no he estado nunca en Las Vegas, pero es una ciudad que me cae bien: recibe su nombre de un español, Antonio Armijo, que descubrió en 1829 el valle en el que se asienta, donde los manantiales alimentaban extensas zonas verdes o vegas; y los indios expulsaron de la zona, en 1857, a los mormones que, encabezados por Brigham Young, se habían establecido dos años antes en ella para convertirlos a la fe verdadera: se conoce que los indios ya tenían bastante con Manitú, y que las idioteces de la Iglesia de los  Santos de los Últimos Días les merecían tanto respeto como los cactus del desierto. Aunque Las Vegas también tiene su parte oscura: sin el crimen organizado, no existiría tal como hoy la conocemos: el primer hotel moderno, el Flamingo, lo construyó en los años 40 el mafioso Bugsy Siegel, colega de Lucky Luciano, Frank Costello y otros gerifaltes de Asesinato, Sociedad Anónima, y en la ciudad se refugiaron muchos empresarios estadounidenses expulsados de Cuba por la revolución castrista: como ya no podían hacer negocios sucios en la isla del Caribe, decidieron seguir haciéndolos en esta isla del desierto de Nevada. Ah, la mafia, cuánta prosperidad ha traído al mundo contemporáneo. Cuando Jim acaba de cantar la palinodia de la Ciudad del Pecado, nos vamos a cenar a uno de sus restaurantes, que está al lado del pub. Jim es un hombre de apariencia modesta, pero de billetera descomunal: suyos son casi todos los negocios de esta calle. Mientras su mujer analiza biopsias por el microscopio -Mary es una de las autoridades mundiales en la patología del corazón-, él analiza transacciones por la caja registradora, y el resultado, en ambos casos, es fenomenal. Los dos son irlandeses, aunque llevan establecidos muchos años en Gran Bretaña, y eso quizá explique algunas opiniones contrarias a la cultura inglesa y a la vida en Inglaterra. Comparten con nosotros la dificultad de relacionarse con otras personas en este país y la incomodidad que suscita el integrismo islámico de una parte creciente de la población, empezando por la forma luctuosa de taparse de las mujeres. Y Jim defiende, con vehemencia insólita, que Gibraltar es español y que las Malvinas -así las llama, no Falklands- son argentinas. La situación que se genera entonces es tan insólita como su brío dialéctico: un residente en Inglaterra sostiene que Inglaterra no tiene derecho a conservar esas posesiones, y un español como yo, que lo fundamental para decidir el futuro de esas posesiones es la voluntad de la gente: mientras los llanitos y los malvinenses quieran seguir siendo británicos, España y la Argentina, por desgracia, no tienen ningún derecho a apropiarse de sus territorios. Pese al enganchón sobre política internacional, la conversación fluye con naturalidad hasta el final de la cena. Volvemos a casa deshaciendo en metro el camino que hemos hecho para venir. A esas horas, nosotros somos los más viejos del andén y, yo diría, de todo el convoy. En el vagón en el que viajamos, una mujer duerme en el regazo de su pareja; un grupo de jóvenes en camiseta, con el frío que hace en calle, parlotea, al borde del grito; y, en una de las paradas, sube un trío, poco más que adolescente, compuesto por un blanco de cresta entre gótica y tintinesca y dos negras estridentes. Como los tres van vestidos de negro, el conjunto no puede ser más luctuoso. (En realidad, ellas van poco vestidas, más aún, como los trapos que portan se funden con su piel, parecen desnudas). Están excitados, contentos de su juventud y su belleza, alegres por rondar por la noche un sábado en Londres: pían, sueltan gritos, ríen con fuerza, y no paran de tomarse selfies, para los que posan como para un pintor al óleo. Una de las chicas, la que está sentada en el centro, es muy guapa, aunque estropea su guapura con aditamentos innecesarios: cejas pintadas, pestañas postizas, tacones de abismo. La otra, sin ser fea, tiene unos rasgos demasiado cincelados, casi violentos, y un cuerpo excesivo, que subraya con una minifalda que apenas le tapa el ombligo. Pienso, incluso, si no será un hombre. Curiosamente, tiene unas manchas negras en los brazos negros: no son tatuajes, sino hiperpigmentación, según me susurra Ángeles. Mientras el Tintín draculiano que las acompaña se entretiene con los constantes selfies y la guapa derrama su saberse guapa a su alrededor, la voluminosa está abstraída con el móvil: el móvil es el confesionario, el aleph, la conciencia vigilante, el cine en casa, el diario íntimo, la ventana al mundo, la enciclopedia en cómodos fascículos coleccionables, Dios y el diablo, la totalidad de lo existente, para muchas personas, para casi todos. Cuando bajamos en Victoria, aún nos queda un trayecto en autobús para llegar a casa. Yo todavía siento el mucho vino blanco que he bebido bailándome en la sangre. Ángeles sabe que estoy etílico porque sonrío mucho, pero todavía soy capaz de caminar en línea recta. No obstante, hoy dormiré bien.

domingo, 19 de octubre de 2014

Homenaje a Octavio Paz

El próximo miércoles, 22 de octubre, a las siete de la tarde, se celebrará en la Fundació Tàpies de Barcelona una lectura colectiva en homenaje al centenario del nacimiento de Octavio Paz. Será un acto gemelo del que ya se celebró en la Feria del Libro de Madrid a principios del pasado mes de junio, aunque en este la nómina de poetas participantes se repartía entre españoles y mexicanos, y en el del próximo miércoles lo hará entre poetas españoles que escriben en castellano, poetas españoles que escriben en catalán y poetas hispanoamericanos. Por un extraño privilegio, que debo a la generosidad de Aurelio Major, comisario del programa conmemorativo en España, participé en el acto madrileño y volveré a hacerlo en el barcelonés, aprovechando una estancia de dos semanas y media en España. La lectura me dará la oportunidad, no solo de escuchar excelentes poemas -de Paz y de mis compañeros participantes-, sino también de abrazar a varios de estos, como Jesús Aguado, José María Micó u Orlando González Esteva, tan buenos amigos como escritores. Reencontrarme con Orlando, en particular, será un gran placer: nos conocimos en Villahermosa, México, en unas jornadas literarias inolvidables, a principios de 2013, y, pese al poco tiempo transcurrido todavía desde ese momento inaugural, tengo ya la sensación de que nuestra amistad es indestructible e irreprochable. Orlando viaja desde Miami, donde reside, para este acto y supongo que también para otros: uno procura sacarle el máximo partido posible a estos pesadísimos viajes transoceánicos. Me alegrará también constatar la presencia en el acto de dos de las poetas a las que he antologado en Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán, que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica: Susanna Rafart y Núria Martínez-Vernis. Aurelio me pidió la relación de autores seleccionados, y de esa lista, imagino, han surgido ambos nombres. El acto se estructurará como una doble lectura por parte de cada uno de los autores invitados: de un poema de Octavio Paz, en primer lugar, y de otro u otros propios después. Transcribo aquí los dos que leeré yo:

El camino es escritura y la escritura es cuerpo y el cuerpo es cuerpos (arboleda). Del mismo modo que el sentido aparece más allá de la escritura como si fuese el punto de llegada, el fin del camino (un fin que deja de serlo apenas llegamos, un sentido que se evapora apenas lo enunciamos), el cuerpo se ofrece como una totalidad plenaria, igualmente a la vista e igualmente intocable: el cuerpo es siempre un más allá del cuerpo. Al palparlo, se reparte (como un texto) en porciones que son sensaciones instantáneas: sensación que es percepción de un muslo, un lóbulo, un pezón, una uña, un pedazo caliente de la ingle, la nuca como el comienzo de un crepúsculo. El cuerpo que abrazamos es un río de metamorfosis, una continua división, un fluir de visiones, cuerpo descuartizado cuyos pedazos se esparcen, se diseminan, se congregan en una intensidad de relámpago que se precipita hacia una fijeza blanca, negra, blanca. Fijeza que se anula en otro negro relámpago blanco; el cuerpo es el lugar de la desaparición del cuerpo. La reconciliación con el cuerpo culmina en la anulación del cuerpo (el sentido). Todo cuerpo es un lenguaje que, en el momento de su plenitud, se desvanece; todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo ininteligible. La palabra es una desencarnación del mundo en busca de su sentido; y una encarnación: abolición del sentido, regreso al cuerpo. La poesía es corporal: reverso de los nombres.

[Octavio Paz, El mono gramático, Barcelona, Seix Barral, 1990]

El aire
persigue
a la luz, pero choca
con un azul 

                     áspero, y queda
tendido entre sombras mansas,
con los ojos huyendo, roto
como agua rota;
                              el aire
oculta lo que veo, y la piel de las cosas
deserta de las cosas,
y la lluvia que empieza a caer se convierte
en lluvia detenida,
                                 o en sequedad;
el aire se extravía entre edificios
reblandecidos y deriva
en una pasta indócil,
que me recubre
como un sudario.
La sangre ocurre, merodea,
llora; y, a veces,
                             accede a iluminar
el cuerpo en que me extingo. Tiemblo,
y mi temblor me crea; tiemblo,
porque me sé perdido en una niebla
plena de aristas; tiemblo,
porque mi nombre
carece
de huesos,
y las palabras
                          con que simulo
sobrevivir al lúgubre resplandor de los días
no son palabras,
sino muñones
                         de mí;
tiemblo, en fin, refugiado
en la materia y en la duda,
sangrando sin heridas, sumido en una piel
que se despliega como un árbol
y me acoraza blandamente.
Lo irreal prevalece, pero soy
                                                   yo. Detrás sólo
hay dolor: la conciencia con sus límites
y sus aftas; la carne macerada
por la certeza
de que la vida es sólo
otra forma de no ser, de alejarse.
Y escapo. Huyo siendo piedra,
tosiendo
               como la piedra,
carnal como la piedra, y salvo la distancia
que me separa
de mí. Y esa distancia
también es piedra,
respiración de piedra, piedra
que quiere transformarse en agua:
yo soy la piedra, y la libélula
que desova en sus anfractuosidades,
y el verdín
que la cubre, y que emite, bajo un sol
de esparto,
destellos minuciosos. Escapo, perseguido
por los símbolos; corro, quieto,
deudor de una ceguera turbulenta, y construyo,
y desmenuzo, y nazco:
me avengo a respirar, pero, aturdido
por lo que no comprendo,
reclamo
el indulto del sueño o el jarabe
                                                      abrasador
de la muerte. Y ahí, bajo su luz abrupta,
en su heredad sin tierra, espero
a que el ser y la noche
se reconcilien,
a que el yo se reúna
con su penumbra, y enarbole
su tenuidad como un río,
o como una guadaña
de estambres. 

[Eduardo Moga, Cuerpo sin mí, Madrid, Bartleby, 2007]

sábado, 18 de octubre de 2014

Burdeos (2)

Hace calor en Burdeos, más que en Londres, aunque Nuria me informa de que el tiempo es también aquí muy cambiante: un día lluvioso por la mañana puede convertirse en soleado a media tarde y volverse desapacible otra vez por la noche. En el autobús que nos lleva al centro de la ciudad desde el aeropuerto, no solo hablamos del tiempo: también de poetas. Ambos recordamos grandes anécdotas de Jaime Siles y de Guillermo Carnero, esos dos novísimos pertinaces. Es domingo, y Nuria ha de atender a su familia. Me deja en el Hotel de la Ópera (aunque, en realidad, las únicas manifestaciones vocales que suscita el lugar son los gritos de espanto que uno profiere al ver la habitación: cuánto han menguado los presupuestos de la universidad; ah, la grandeur) y lo primero que hago es salir a comer, claro: no me he llevado nada al gaznate desde el remoto desayuno. Me meto en uno de los muchos restaurantes de la calle Saint Rémi, solo atendido por camareras (es decir, no entro solo porque lo atiendan camareras, pero es un hecho, y muy loable, que solo lo atiendan camareras). Pese a lo prometedora que es tanta presencia femenina, tardan en servirme, aunque, cuando lo hacen, los platos compensan la espera. El salmón es fastuoso, y el coulant de chocolate, una delicia de cremosidad y sabor. Desde luego, los franceses saben comer. Su cocina hace que los menús de los restaurantes ingleses parezcan condumios rústicos, cuando no cosas peores. Y la exquisitez se advierte también en los detalles: con el café, por ejemplo, sirven una leonesa (aunque sin crema). Mientras espero las viandas, tengo tiempo de leer varios capítulos de Viento de tramontana, la tremenda novela de Sergio Gaspar, que quiero reseñar en Cuadernos Hispanoamericanos. A cada estallido de carcajadas, mi vecino de mesa, un moro circunspecto, me mira con una mezcla de curiosidad y de reprobación, aunque no tarda en volver al afanoso escrutinio de su móvil, con el que se distrae, a su vez, entre plato y plato. Salgo, por fin, del local y bajo por Saint Rémi hasta el paseo fluvial, que flanquea el Garona, de aguas marronosas. Pienso en la casa de mi tío Zenón, en un pequeño pueblo de los Pirineos franceses llamado Montréjeau, frente a la que discurre ese mismo río. Ahí es un curso moderado, de aguas todavía azules, que tiene la simpatía de lo vecinal y lo próximo, aunque esa moderación y esa simpatía se acaban a veces, cuando el deshielo genera riadas que inundan los jardines y hasta las casas de la gente: Zenón y Montserrat han tenido que drenar la suya más de una vez después de una gran avenida. En Burdeos, el Garona es ya un río enorme, que se desplaza con majestuosa lentitud. Lo contemplo desde el paseo fluvial, donde se apiñan miles de personas. En el muelle está atracado un barco velero, el Hermione, motivo de una exposición que celebra la navegación atlántica, y que ha atraído a numerosas familias y curiosos. El barco es hermoso, y luce una bandera tricolor más grande que el propio barco. Figurantes vestidos como en el siglo XVIII se pasean entre la gente y dan conversación. Yo me abro paso, no sin esfuerzo, hasta el puente de piedra, construido por orden de Napoleón Bonaparte, e inaugurado en 1822, cuando el emperador ya era historia. El puente tiene diecisiete ojos en homenaje a su promotor: uno por cada una de las letras de su nombre, y hasta 1965 fue el único que conectaba ambas riberas del río. Hoy está, como el paseo, atiborrado de gente, aunque, pese a ello, todavía permite disfrutar de una magnífica vista de la fachada fluvial de Burdeos, en la que destacan la plaza de la Bolsa, algunas de las puertas medievales de la ciudad supervivientes de la demolición de las murallas, y las torres de las iglesias que salpican su casco antiguo. En el cielo, las nubes, amontonadas como las personas, pretenden ahogar al sol, pero la estrella se rebela y las atraviesa con lanzadas azules, grises y doradas. Cruzo el puente sorteando a otros paseantes y evitando a los ciclistas, que no porque haya mucha gente en el paso se apean de la bicicleta, más aún, ni siquiera reducen la velocidad: ellos tienen un carril propio y circulan por el carril propio, así perezca el mundo. Uno en velocípedo, no obstante, encuentra la horma de su zapato: medio embiste a un transeúnte, y este se revuelve con un manotazo. Miro por si la cosa degenera en pelea, pero el ciclista prefiere escurrir el bulto, y no lo culpo: su antagonista tiene pinta de haber estado en Dien Bien Phu (y de haberse asestado varios vasos de pernod en algún bistrot cercano). En la otra ribera, me acerco a ver una iglesia cuyo campanario me recuerda mucho al del Sacré Coeur de París. Averiguo que es la iglesia de Santa María, y que no es extraño que me recuerde a la basílica parisina, porque ambas las construyó el mismo arquitecto: Paul Abadie. De regreso a la otra orilla de la ciudad, me adentro en los barrios árabes, que se disponen, curiosamente, alrededor de una iglesia, la basílica de San Miguel, un templo gótico flamígero cuyo campanario está separado de la nave, como si un cataclismo difícil de concebir la hubiera arrancado de su raíz. La plaza en la que se encuentra San Miguel está en obras, pero los bares que la circundan siguen funcionando: gentes de todo el norte de África se disponen en las terrazas, charlando, fumando y bebiendo té. Todos varones, por supuesto. Los locales se llaman "El velador del Atlas", "La rosa de Túnez" o, apabullantemente, "El Rincón del Sultán". En el barrio observo también innumerables tiendas de frutas y verduras, con ese exhibicionismo colorista de los mercados mediterráneos, y carnicerías halal, y, entremezcladas con ellas, bares de portugueses y algún español, descendiente acaso de aquellos refugiados republicanos que se establecieron en grandes cantidades en Burdeos y la convirtieron en una de las capitales políticas de la izquierda hispana. Hasta hace pocos meses, funcionaba todavía en Burdeos una librería española, aunque regentada por dos franceses, "Contraportada". Era un milagro que subsistiese, pero, por desgracia, el prodigio ya se ha desvanecido: en el local se están haciendo obras para convertirlo en un supermercado. Cuando salgo del norte de África, en busca otra vez del centro de la ciudad, entro en otra librería, de viejo, en la que recuerdo haber estado ya en alguna de mis visitas anteriores. Tampoco a esta le auguro un gran porvenir, pero ahí sigue, empecinada contra el tiempo y derrochando simpatía: su encargada cuelga inmediatamente un cartel de "poesía" en las baldas de poesía cuando le pregunto por ellas y comprueba que nada indica que lo sean. Compro un antiguo volumen de Pedro de Rojas en Cátedra, unos poemas en francés del ecuatoriano Alfredo Gangotena y Accorder, una selección de la poesía del francés Guillevic, así, sin más: Guillevic, de quien el primero en hablarme fue Jordi Doce. Vuelvo sin prisa al hotel, o más bien tardo lo más posible en llegar. Recorro calles y plazoletas, donde se mezclan músicos gitanos e intérpretes de The Boxer frente a terrazas inevitablemente atestadas. Me paro a tomarme un café en un bar argentino, pero, una vez sentado, el camarero me dice, en inglés, que ya han cerrado. ¿Por qué un argentino se dirigirá en Francia en inglés a un español? Para sumarme al despropósito, le contesto en catalán. Anochece. El Gran Teatro de Burdeos esplende como un gigantesco partenón de oro. A su lado, una enorme cabeza de Jaume Plensa, es decir, no la suya, sino una, de metal, esculpida por él. En el hotel, al que, ay, no me ha quedado más remedio que volver, pido por el ordenador para el público, y, sí, lo hay, pero su teclado no es universal: en Francia los teclados son distintos de los del resto del mundo, para desesperación de los mecanógrafos. Cada país tiene sus peculiaridades, apenas comprensibles: en Inglaterra, conducen por la izquierda; en Francia, los ordenadores tienen un teclado singular; en España, votamos al PP. Me refugio, por fin, en la habitación, con un bocadillo que he comprado en un colmado árabe y una botella de leche. Descubro que la cama es cómoda y el cuarto, silenciosísimo. Además, por la tele echan Malditos bastardos en versión original. Después de todo, a lo mejor no estoy tan mal como creía.

jueves, 16 de octubre de 2014

Burdeos (1)

El mundo de la literatura, o, dicho con más precisión, las relaciones que surgen a raíz del placer compartido de la literatura, constituyen una red subterránea, y no deja de asombrarme cómo nos unen a todos sin que nos apercibamos. Aunque a veces sí: a veces esas conexiones se hacen visibles y explícitas. A Nuria Rodríguez Lázaro, extremeña de Garrovillas y catedrática de la Universidad de Burdeos, la conocí en unas jornadas literarias organizadas en Santander por mi buen amigo Juan Antonio González Fuentes, a las que me había invitado para que hablase del poeta Basilio Fernández, que había sido objeto de mi tesis doctoral. Ella también estaba invitada como ponente. La casualidad -que es infinita- quiso que yo acabase de publicar en DVD una traducción de la poesía de Rimbaud, y que en el epílogo con el que acompañaba mi versión mencionase, increíblemente, a Garrovillas: allí había conocido, hacía poco, a una adolescente que, al saber que era poeta, me había alabado, hasta la baba, al genio de Charleville, a quien, según me dijo, no dejaba de leer. Que una joven extremeña conociera y disfrutase con los versos de Rimbaud, en estos tiempos descreídos y antipoéticos, me pareció no solo digno de mención, sino de admiración, más aún, de exaltación. (Qué hacía yo en Garrovillas de Alconétar es otro nudo de esa red invisible a la que me he referido: mi suegro había querido que visitáramos el pueblo, que tiene una espléndida plaza mayor porticada, y que nos tomásemos un café en una de sus terrazas; y allí me había presentado a un amigo suyo, propietario de un piso que daba a esa misma plaza, cuya hija resultó ser la lectora rimbaldiana). Pues bien: esa mención mía en el epílogo del libro traducido nos dio a Nuria y a mí una regocijada razón para hablar. De aquella conversación surgieron otros vínculos sorprendentes: ella había sido alumna, cuando estudiaba COU, en Cáceres, de otro excelente amigo y poeta, Javier Pérez Walias. Y, con el paso del tiempo y el conocimiento mutuo, aquella simpatía inicial se convirtió en una sólida amistad. Nuria me invitó, hace casi dos años, a un primer encuentro en Burdeos: un congreso sobre literatura y sueño. Cuando hube aclarado que no se refería a la literatura que hace dormir, en cuyo caso me habría sentido ofendido por su invitación, sino a la presencia del sueño físico en la poesía y la novela contemporáneas, y a su sentido estético o simbólico, me apresuré a aceptar. La estancia fue muy placentera: conocí a otra profesora española de la Universidad, Marta Lacomba, medievalista, persona de viva inteligencia y verbo más vivo todavía, y a Alejandro Pedregosa, Pepo, poeta y novelista, cuyo trato ingenioso y desembarazado contribuyó al gozo de aquellos días, y continúa hasta hoy mismo. Y no es poca cosa esa naturalidad: en la universidad predomina el paripé académico, la jerga clerical o mandarinesca y la actitud de superioridad que, cuando van unidos, como suele suceder, a la amargura del carácter y al vacío intelectual, conforman ambientes hostiles, helados. Burdeos nos acogió con frío, pero con una belleza difícil de igualar: es una de las ciudades más hermosas de Francia; y Francia no anda escasa de ciudades hermosas. Hace algunos meses, Nuria quiso invitarme otra vez a la universidad. Como me dijo Pepo, que también repetirá visita en breve, algo debimos de hacer bien en aquel diciembre de 2012 para que hayan vuelto a acordarse de nosotros. Esta vez mi concurso ha sido individual: Nuria me ha hecho hablarles a sus alumnos del máster de traducción de mi experiencia como traductor de Hojas de hierba, y también a los de su curso de poesía y religión, aunque en este caso he preferido no dar una ponencia teórica, sino leer un par de extensos poemas de Insumisión relacionados con ese espinoso asunto: uno sobre Miguel de Molinos, el quietista condenado por el papa Inocencio XI y muerto en las mazmorras del Santo Oficio en Roma, y cuya Guía espiritual constituye una de las prosas más esclarecidas de los siglos de Oro españoles, y aun de toda su historia literaria; y otro titulado "Elogio del jabalí", en respuesta a aquella memorable declaración del papa Ratzinger, según la cual España era "una viña devastada por los jabalíes del laicismo" (el papa Ratzinger, antes de sentarse en la silla de Pedro, había sido Inquisidor General durante casi un cuarto de siglo, es decir, había ocupado el mismo cargo bajo cuya autoridad había perecido Miguel de Molinos). La experiencia no solo ha sido agradable, sino que me ha ratificado en esta convicción mía de que la literatura es una zarza dichosa, que no deja de enredarnos a unos con otros, que se complace en engancharnos con sus púas de palabras. Uno de los alumnos que ha asistido a mis dos lecturas, Marc Lagnier, y de quien Nuria me había ponderado su entusiasmo y su interés genuino por la poesía, quiso darme sus impresiones sobre mis versos, y me dijo que ya conocía el "Elogio del jabalí". Me quedé estupefacto. No solo eso: Marc, que ha sido erasmus y vivido dos años en Madrid, lo había leído porque amigos suyos españoles le habían hablado -es de suponer que bien- del poema. Sí: los poemas se escriben para ser leídos; al menos yo los escribo para que sean leídos. Pero constatar que lo son, tener delante, y poder tocar, a alguien que lo ha hecho, y que sabe de otros que también lo han hecho, y que habla de esos poemas como algo importante, aunque no lo sean, nunca dejará de maravillarme. La palabra es, en este caso, exacta: me halaga, desde luego, pero, sobre todo, me maravilla. Escribir es una condena a la soledad, más aún, al abismamiento en la soledad; y publicar lo es al silencio: uno habla y, salvo en las raras ocasiones en que algún amigo escribe sobre lo que uno ha dicho, no hay otra constancia del efecto que esa literatura haya podido causar en el mundo que un silencio espeso, planetario. A menudo me pregunto por qué cojones remamos como galeotes en este barco inhóspito, sin destino conocido, en el que solo resuena nuestra voz, y que siempre está, además, al borde del naufragio: muy grandes deben de ser nuestras carencias para que permitamos semejante subyugación. Pues bien: el bueno de Marc, un joven de ojos y sensibilidad acaso excesivas, ha sido una voz en el océano, un eco inesperado (y casi inimaginado) en la llanura de la nada, una maroma idónea en la zozobra cotidiana. Y una rama más de ese escaramujo venturoso que es, a pesar de todo, la literatura.

lunes, 6 de octubre de 2014

Una misa en Saint Bride's, la ejecución de William Wallace y el mercado de la carne


Nos encontramos hoy con Adriana Díaz Enciso, mi amiga mexicano-londinense, para dar un paseo por la ciudad. Nos lleva primero por el Strand, atiborrado de gente, como siempre, hasta Fleet Street, donde las multitudes se remansan y, al cabo de poco, desaparecen. En un barrio antes periodístico pero hoy judicial como este, no hay mucho que ver en domingo: casi todo está cerrado, y las librerías jurídicas que salpican la calle, con títulos tan fascinantes como El imperio de la ley en el derecho neozelandés o La intervención judicial en los supuestos de desahucio atípico, no parecen suscitar el entusiasmo de las masas. Nos detenemos, sin embargo, en una bocacalle, ante una hermosa iglesia, Saint Bride's, la iglesia de los periodistas. Diseñada por Christopher Wren, como tantas otras que pretendían recuperar el esplendor de la ciudad después del Gran Incendio de 1666, tiene un torre de ocho pisos que alcanza los 69 metros de altura, haciéndola la segunda más alta de las construidas por Wren, después de la catedral de Saint Paul. Lo curioso de esa torre es que, según la leyenda, inspiró la forma clásica del pastel de boda: en 1703, Thomas Rich, un aprendiz de panadero, quiso impresionar a su futura esposa con una tarta extravagante, y se inspiró, para hacerlo, en la forma telescópica -de pisos superpuestos, cada uno de ellos más pequeño que el anterior- de la torre de Saint Bride's. (Bride, por cierto, significa "novia"). Pero no es esta la única singularidad del templo: sus muros han acogido a notables feligreses, y, entre ellos, a muchos escritores: John Milton, John Dryden, Richard Lovelace, Samuel Richardson y Samuel Pepys, entre otros. Pepys, de hecho, fue bautizado aquí y se sentía estrechamente vinculado a la iglesia: cuando murió su hermano T0m, en 1664, Samuel quiso que fuera enterrado en ella, pero la cripta ya estaba llena de cadáveres, y tuvo que sobornar al enterrador para que apretujara unos cuantos y cupiese el de Tom. Nos acercamos a la entrada, pero, como oímos que hay misa, no nos atrevemos a pasar. Sin embargo, un parroquiano, vestido con una toga (¿túnica? ¿casulla? ¿ropón?) anaranjada, se apresura a abrirnos la puerta y a conducirnos hasta un breve espacio con sillas frente al coro, que está en plena actuación. Allí nos sentamos, confiando -al menos yo- en que la ceremonia no sea larga. Poco a poco, sin embargo, comprendemos que estamos asistiendo a un servicio religioso de la Iglesia de Inglaterra, y que su desarrollo no se acomoda necesariamente a nuestras necesidades (por lo menos, a las mías). El coro prosigue su actuación, que es, sin duda, magnífica. De hecho, es un coro profesional, de doce miembros, con sopranos, tenores y bajos. Disfrutamos de sus evoluciones vocales, en las que pone orden un director, asimismo togado, desde el centro de la nave. Cerca de nosotros se disponen los feligreses de esta tarde: hay un caballero negro de barba blanca; un caballero blanco de barba negra; un joven de quevedos y rasgos orientales; una señora negra que parece al borde de la narcolepsia; un octogenario, seguramente excombatiente británico en la Segunda Guerra Mundial, con traje, corbata, pañuelo colgante en el bolsillo delantero de la americana y un ligero parkinson, que lo mira todo con expresión adusta; y otra pareja de españoles que ha sido igualmente abducida como nosotros, y que asiste con igual sorpresa a la ceremonia. Cuando el coro entona sus gorgoritos, la congregación se pone de pie. Yo me resisto al principio, para expresar mi disconformidad con el contenido de la celebración, y sigo sentado. Pero once años en un colegio de curas no han sido en vano, y acabo levantándome cuando todos se levantan, y sentándome cuando todos se sientan (lo que no hago, y no estoy dispuesto a hacer, bajo ninguna circunstancia, es arrodillarme, como también es preceptivo en varias ocasiones). Ángeles, en cambio, está encantada: sigue la letra de los himnos en el misal que hemos encontrado en las sillas en las que nos hemos sentado (y, cuando no consigue encontrarlos, el señor negro de barba blanca se los sopla), se levanta y se sienta con agilidad eucarística, y, en fin, se siente reconfortada por esta inmersión en sus orígenes culturales y en el mundo de su infancia. A mí, la verdad, la ceremonia se me está haciendo cada vez más larga: he examinado ya todas las caras circunstantes, todos las vidrieras de la nave, todos los arabescos de las baldosas, y solo me queda ojear disimuladamente el periódico que tengo apoyado en el regazo o, incluso, utilizándolo como cobertura, echarle un vistazo al correo electrónico en el móvil. Luego ya solo queda el vacío. Y lo peor está por llegar: el sermón. La perorata del cura me da sueño, y no me sorprende: todas las peroratas de todos los curas del mundo me aduermen. Mientras lucho contra la insoportable pesadez del ser, recuerdo aquel maravilloso sketch de Mr Bean, en el que también se duerme en misa. La voz de fondo del gag, incomprensible y somnífera, es la misma del pastor de hoy, y yo experimento su misma lucha contra el sueño. Aunque, a diferencia de Mr Bean, podría recostarme en mi compañero de banco, que es mi mujer, y no un señor malcarado, me resisto a hacerlo: Ángeles no me lo perdonaría. Así que sigo batallando contra la cabezada, y, para sostenerme en el combate, utilizo el mismo recurso que Mr Bean: un caramelo. Con disimulo también, meto la mano en el bolsillo, saco un ricola de la bolsa que acabamos de comprar en una farmacia y me esfuerzo, agónicamente, por desenvolverlo en silencio: nunca habría sospechado que desenvolver un caramelo hiciese tanto ruido. Desnudo por fin, el confite acaba en el gaznate. La masticación me ayuda a mantenerme despierto hasta el final del acto. Concluido el sermón, el coro canta el último himno, durante el cual dos acólitos pasan por los bancos recogiendo el óbolo preceptivo. Esto no cambia: todas los credos del mundo exprimen al personal. Mi religión me prohíbe financiar a las iglesias, pero Ángeles da una libra (y Adriana, otra). Por fin, la ceremonia acaba y todos los que han participado en ella, empezando por los miembros del coro y terminando por el sacerdote, desfilan por el pasillo central y, a continuación, se despojan de sus togas. Cuando pasan a mi lado, con sus ropajes, medallas al cuello, báculos y demás adminículos crísticos, pienso en la diferencia que hay entre ellos y los bantúes que cantan y saltan enérgicamente en los desiertos africanos con máscaras, lanzas y colgantes al cuello, en sus celebraciones religiosas: ninguna. Los primeros son rubios, blancos y tocan el órgano; los segundo son negros y aporrean el tambor: pero todos obedecen a una misma necesidad sociocultural y practican ritos equivalentes. Antes de salir de Saint Bride's, advierto con placer que hay un puesto de libros que se venden a una libra, y descubro entre ellos, para mi pasmo, un extraordinario volumen en caja y a todo color de los bocetos de Picasso. No puedo creerme que este libro valga una libra. Lo atrapo, y también una biografía de Eric Gill, el gran tipógrafo y diseñador, profusamente ilustrada, y, tras pagar las dos libras, salgo a la calle con la sensación de haber encontrado tres tesoros: el coro de Saint Bride y los dos libros. De Fleet Street, Adriana nos lleva a la iglesia del Sepulcro -un nombre tétrico que, en relidad, es la abreviación del oficial: Iglesia del Santo Sepulcro-, que, durante muchos años, saludaba el paso de los condenados a muere, a los que llevaban a ajusticiar a Tyburn, con toques de campaña y un último refrigerio. Los reos se tomaban a las puertas del templo una cerveza, o lo que quisieran, como despedida de la vida: un buen trago para pasar el mal trago del ahorcamiento. De la iglesia del Sepulcro, llegamos a otra iglesia, la de San Bartolomé el Grande, la más antigua de Londres, construida en 1123, y superviviente de todos los incendios, guerras y catástrofes que han asolado la ciudad en este milenio. Está abierta, pero, de nuevo, hay misa, y no quiero arriesgarme a que me trinquen otra vez: con la de Saint Bride's ya he tenido suficiente para varias décadas. Smithfield, la zona en la que se encuentra San Bartolomé, reúne varios lugares interesantes. Aquí fue, por ejemplo, donde ejecutaron a William Wallace, el héroe escocés y protagonista de Braveheart, esa película por la que sienten pasión los nacionalistas catalanes. La muerte del patriota caledonio no tuvo nada que ver con la que se cuenta en el film, que es de una ligereza impropia de un enemigo de la monarquía. Pero, claro, si la hubiesen representado como fue, a las salas de cine solo habrían asistido los amantes del gore. En aquellos tiempos, los reyes no se andaban con chiquitas con sus enemigos, y menos con un enemigo de la ferocidad de Wallace. Lo desnudaron y lo arrastraron, atado por los talones a un caballo, desde el palacio de Westminster hasta Smithfield: llegó despellejado. Luego lo ahorcaron a una altura que no fuese suficiente para romperle el cuello, lo descolgaron antes de que se ahogara, lo castraron, le sacaron las tripas y las quemaron delante de él, y, por fin, le cortaron la cabeza. Luego descuartizaron el cadáver y repartieron sus extremidades por las cuatro esquinas del país: el pie derecho, por ejemplo, llegó a Perth, y el izquierdo, a Aberdeen. La cabeza se conservó, sumergida en alquitrán, y se exhibió, clavada en una pica, en el puente de Londres, para espanto y edificación de los enemigos del Reino. En Smithfield también se encuentra el mercado de la carne de Londres. Cruzamos la gran nave victoriana, de hierros forjados y pintados de varios colores, con un gran reloj cenital, entre vahos de buey y ovejas suffolk, mientras las camionetas mueven por los pasillos los sacos llenos de filetes, y averiguamos que, a principios del siglo XIX, allí no solo se vendían las reses destazadas, sino también las mujeres repudiadas. Como el coste de divorciarse era prohibitivo, los maridos londinenses llevaban al mercado a sus esposas para deshacerse de ellas, bajo mano, por una cantidad negociable. Aquello sí que era un mercado de la carne, en toda la extensión de la palabra.

domingo, 5 de octubre de 2014

Los chinos

Pero no los del todo a cien, o los que sirven arroz tres delicias en restaurantes que se llaman "La muralla china" o "El dragón feliz", sino los de la dinastía Ming, que se extendió entre 1368 y 1644, estableció la capital en Pekín, construyó la Ciudad Prohibida y reforzó la Muralla China, que atravesaba un estado de decadencia. Sobre el arte, la cultura y la historia de estas gentes se ha inaugurado una exposición en el Museo Británico, que visitamos hoy. Asomarse a estas muestras de civilizaciones remotas y florecientes es muy pedagógico: enseña a relativizar y a ser modesto. Cuando en Europa, por ejemplo, apenas se había iniciado la era de la navegación, y aún faltaba casi un siglo para que Colón se aventurara por el Atlántico con tres carabelas cochambrosas -y obtuviese la inesperada recompensa del descubrimiento de un continente, que no había previsto que estuviese allí-, el almirante Zheng He -un eunuco de origen musulmán- ya había surcado todos los mares que rodean a China y alcanzado Oceanía, la India y la costa oriental África en siete viajes diplomáticos y comerciales distintos, en cada uno de los cuales capitaneaba flotas de centenares de barcos. Por qué alguien a quien se había privado de unos atributos tan preciados rendía tales servicios a los culpables de su mutilación, es algo que permanece en las sombras de la psicología de un pueblo singular y de una cultura más singular todavía. En todo lo concerniente a China, las cifras marean: los emperadores Ming libraron batallas en las que participaron centenares de miles de soldados, mientras que, en la batalla de Agincourt, en 1415, por ejemplo, se enfrentaron 8 000 ingleses y 15 000 franceses (y, como siempre, ganaron los ingleses). Tampoco en el terreno cultural puede competir el mundo Occidental de la época: los chinos ya jugaban al fútbol, al polo y al golf mucho antes de que los inventaran los ingleses, y, lo que es más importante, los emperadores Ming favorecían la cultura hasta el punto de promoverla en las propias cortes, donde se estimulaba el trabajo de los calígrafos, se imprimían libros y se mantenía populosas bibliotecas. Algunas de las mejores obras de esta labor, digamos, editorial, se exhiben en el Museo Británico: rollos larguísimos, o que se pliegan como acordeones enormes, con magníficas ilustraciones a tinta y surcados por una muchedumbre de ideogramas, como el titulado "Ciruelos en flor a la luz de la luna", de Chen Lu, aunque no sabemos si el círculo que se ve al final del papel -por cierto, otro invento chino- es la luna del título o la mancha que ha dejado la taza de té que Lu se estaba tomando. Mientras en las cortes europeas, los nobles se entretenían arreaéndose espadazos en las justas y no bañándose nunca, en la Ciudad Prohibida se daban conciertos, se cultivaba la higiene con aceites de rosa y de sándalo, y se componían poemas. Así lo hizo, en persona, uno de los Emperadores, el llamado Esteta, que era poeta, músico y pintor, y no malo, por cierto: en la exposición contemplamos varios de sus cuadros, de una delicadeza admirable. Sería un error, no obstante, creer que todo fue refinamiento y paz en aquel gobierno de casi trescientos años. De hecho, el nombre del fundador de la dinastía, Hongwu, significa "extremadamente militar", lo que deja pocas dudas sobre su fiereza, y su sucesor, Yongle, recibió el sobrenombre de "El Guerrero", lo que ratifica las inclinaciones marciales de la dinastía. Haciendo honor a su nombre, Hongwu creó la Jinyi Wei, o Guardia del Uniforme de Brocado (uno de esos poéticos nombres que velan una realidad siniestra, tan gratos a los chinos; como llamar el Gran Monasterio de la Gratitud Filial al sitio donde el sucesor ha confinado al padre ya viejo), la guardia personal de los emperadores, cuyos miembros no se bastaban con protegerlos, sino que ejercían asimismo de espías, torturadores y verdugos, y que fueron responsables de la muerte de centenares de miles de personas durante la dinastía. Los Ming guerrearon contra todos: sobre todo, contra los mongoles, sus antagonistas más fieros, en el norte, pero también contra los japoneses, los tibetanos, los manchúes y los vietnamitas. Algunos generales se significaron especialmente por la crudeza de sus tácticas, como Yang Hong, al que las crónicas de la época describen con hígado de hierro y tripas de piedra, y cuyo previsible estreñimiento no le impidió masacrar a los tibetanos o hervir en un perol gigante las cabezas cortadas de sus enemigos mongoles. La exposición, no obstante, no abunda en los aspectos oscuros de los Ming: solo los enuncia. Su atención se dedica, sobre todo, a su sofisticada artesanía y su esplendor cultural: admiramos múltiples ejemplos de la célebre porcelana Ming, con sus dibujos azules sobre fondo blanco; túnicas de seda de 600 años de antigüedad, que se conservan como si se hubieran tejido ayer; piezas de jade labradas -un jade a veces blanco, pero no desteñido, como sugiere Álvaro, sino porque su contenido en hierro, que es el que le da el característico tono verde, es menor- y una orfebrería de oro, de arabescos casi microscópicos, que deja en ridículo a los joyeros occidentales; jarrones cloisonnés pintados con dragones de colores vivísimos; objetos -no patos- laqueados, de aspecto arcilloso y filigranas barrocas; muebles de una taracea infinita -un rococó oriental-, que justifican con creces la expresión de que algo sea un trabajo de chinos; instrumentos musicales y suntuosos juegos de mesa, como el go o el majong, junto a elaboradísimos trabajos caligráficos; y, en fin, monedas que parecen joyas, y hasta dinero de papel: grandes billetes marrones que se imprimieron siglos antes de que los bancos europeos idearan una forma más ágil de esclavizar a la gente y empezaran a emitir los suyos. Pienso en que casi todos esos objetos eran manipulados por los eunucos imperiales, una poderosa casta funcionarial que alcanzó su apogeo, precisamente, en la dinastía Ming, y me sobrecoge esa convivencia de finura y brutalidad, de exquisitez y horror. Cuando en la exposición leemos que la posición de los eunucos Ming era hereditaria, nos preguntamos cómo era eso posible, si eran eunucos. Pero era hereditaria lateralmente: el cargo pasaba a hermanos y sobrinos, si estaban dispuestos a cumplir el requisito esencial para ocuparlo: dejarse rebanar las partes por un cirujano-barbero. Asombrosamente, muchos accedían: el puesto era muy apetitoso, y el poder y la riqueza que proporcionaba les compensaba, al parecer, del trago terrorífico de la emasculación. El capador no se deshacía de los despojos genitales: los guardaba con mucho cuidado, anotando el nombre de su exposeedor y la fecha en que se había hecho con ellos. Sabía que muchos eunucos, si hacían carrera, volverían a por ellos, porque, en un momento determinado de su carrera funcionarial, habían de presentarlos en la corte para garantizarse el ascenso: entonces se los devolvía, previo pago de una importante suma de dinero. Ya se sabe: los cojones siempre han tenido mucho valor, al menos para los hombres, y más en aquellas circunstancias. El barbero hacía, pues, un negocio doble: cobraba al cortarlos y cobraba al devolverlos. Cómo los conservaba, años quizá, en su barbería sin que se corrompieran, no lo sé. Pero no quiero ni imaginarme sus bodegas.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Una feria decorativa la mar de divertida

El parque de Battersea es un mundo en sí mismo: tiene bares, jardines, campos de fútbol, pistas de tenis, pistas de crocket, un zoo, un puesto de policía, varios de perritos calientes, fuentes monumentales, un lago, dos puentes, un kiosko de música, un gimnasio, un parque infantil, una pagoda, una sala de arte y, desde ayer hasta el próximo domingo, una feria de artes decorativas. No es extraño que algo así se celebre en Battersea: cada cierto tiempo, una feria, muestra o exposición se instala en una nave central, que acoge a los profesionales del ramo y al público interesado. El hombre que controla el acceso -un tipo de media edad, con acento alemán- tiene la amabilidad -quizá porque es alemán- de informarme de que puedo ahorrarme las diez libras de la entrada si me doy de alta en la lista de correo de la página web de la feria: automáticamente recibiré dos billetes gratis, pero me pide que, por favor, no le diga a nadie que me lo ha dicho. Así lo hago y, por la tarde, acudo con Ángeles a la feria. Mi experiencia con las ferias de objetos artísticos o decorativos se limita al Mercantic de Sant Cugat. El Mercantic de San Cugat es un mercado permanente de antigüedades en el que se mezclan los puestos finos con la quincallería de los gitanos. Los primeros están a cubierto, y estos, en los patios, lo que no deja de ser una bonita metáfora social. La feria londinense, en cambio, solo alberga stands sofisticados, más aún, stands estratosféricamente exquisitos. Aquí no solo no hay ningún gitano: no hay ni un solo expositor que no hable el inglés de la Reina, ni una sola zapatilla deportiva, ni una sola camisa fuera del pantalón. Empezamos a deambular por los pasillos, pasmados ante lo que vemos: una colección fastuosa de obras de arte y bienes ornamentales, desde muebles hasta relojes de pared, desde lámparas hasta joyas. En uno de los primeros puestos en los que me fijo, Humbleyard Fine Art, reconozco a un personaje de la televisión: un tasador profesional de uno de los programas de subastas con los que suelo conciliar la siesta. Su puesto, curiosamente, es uno de los más modestos, y él no parece demasiado interesado en trabar contacto con sus colegas: está en un rincón, resolviendo el crucigrama del periódico y tomando una copa de vino, que apoya en una gabinete chippendale de mediados del siglo XVIII. A Ángeles la deslumbran, sobre todo, los muebles y los cuadros. Se queda semiextasiada, por ejemplo, ante un bodegón de Anne Armitage. Cuando lo está mirando, se le acerca el dueño del puesto, que pondera, con voz aterciopelada y el mismo inglés con el que hablaría John Stuart Mill, la textura del lienzo y el exquisito contraste entre el volumen que el color imprime a las figuras y el vacío que las envuelve, o algo así. Yo me fijo en el precio: 3.900 libracas, cerca de 5.000 euros. En realidad, es barato: en otra tienda, unos metros más allá, hay varias pinturas de autores franceses -escenas coloristas de París- que cuestan cerca de 50.000 libras esterlinas. Junto con las piezas que uno espera encontrar en una feria como esta, damos también con objetos curiosos: unos meteoritos, por ejemplo, recogidos en la Pampa argentina. Son muy negros y muy brillantes: tienen una pátina plateada que hace que parezcan envueltos en gasa. También observo muchas cabezas de animales en las mamparas de las tiendas: algunas disecadas, de ciervo o de alce -cuyos belfos cuelgan como cortinillas-, y otras, en los huesos: solo el cráneo y una cornamenta que llena la pared. Me llaman mucho la atención los futbolines: cuento hasta tres en toda la feria. Eso con lo que hemos jugado en los bares y salones recreativos, y que hemos golpeado y maldecido, eso desgastado y con los muelles rotos, eso con unos jugadores pintados de blanco y otro de azulgrana, con los uniformes agrietados, y las gomas comidas, y el campo lleno de migas de quicos y cacahuetes, aquí vale un potosí; y, además, no tiene a los jugadores pintados de blanco y azulgrana: son de madera cruda. Tampoco son futbolines españoles, los inventados por Alejandro Finisterre, que tienen las piernas separadas, sino alemanes, con las piernas unidas en un solo taco, mucho menos aptas para el regate y la filigrana. De hecho, la única contribución española a la feria son los cuadros de toreros: vemos varios, de diferentes estilos y formatos, aunque no pintados por artistas hispanos, sino ingleses, franceses y alemanes. Ángeles cree incluso que la figura estilizada de un óleo es un banderillero, pero se titula "Laocoonte", y resulta extraño para un banderillero; no sé, si fuera Laocoonte de Triana, o el Niño de Laocoonte, quizá, pero así, a palo seco, me suena a griego. Mientras seguimos mirándolo todo con avidez de neófitos o de provincianos, pasan dos empleadas con un carrito de bebidas. Una me adivina sediento, porque me pregunta si quiero tomar algo. Se me plantea la duda de si será gratis -es decir, si estará incluido en el precio de la entrada- o habrá que pagarlo, y, como no quiero parecer paleto preguntándolo, pero tampoco arriesgarme a gastar cinco libras en una botella de agua, opto por responder que no con una sonrisa desenvuelta: con la sonrisa de quien podría tomarse varios whiskies si quisiera, sin reparar en el precio. (Luego miraré con disimulo y comprobaré que las bebidas se pagan: una anciana desenfunda un billete de veinte libras para sufragar un copa de vino. Qué bien he hecho). Lo más interesante de la feria, no obstante, no son las piezas expuestas, sino las piezas que caminan. Al entrar, me he parado un momento para consultar el catálogo y orientarme en el laberinto de stands, y, cuando me he puesto otra vez en movimiento, me he encontrado, justo al lado, a la reencarnación de Margaret Thatcher, vestida de gala, escrutándome con mirada glacial, una mirada que significa: "¿Cómo tú, despreciable individuo en tejanos y con esas horribles sandalias, no te has dado cuenta de que estás interrumpiendo mi paso y el de mi perro?". Porque, en efecto, la acompaña un perro, al que sujeta lejos del cuerpo, para que pueda apreciarse tanto la elegancia de la ama como la del animal, un repugnante Lulú de Pomerania. Me sorprende la ferocidad de su gesto, pero no me dejo amilanar: la miro a mi vez, de arriba a abajo, intentando transmitirle mi desprecio por su sombrerito ridículo, despeñado a un lado del cráneo, y por los tacones de veinteañera rijosa, y por la blancura ininterrumpida de su ser, en la que se conciertan el modelito blanco de moaré y una piel cenicienta, pero vivificada por una cantidad de maquillaje con la que se podría pintar una puerta. La momia de Myfair o de algún pueblo millonario de Surrey desaparece entre los feriantes, pero yo observo a otras, no menos empingorotadas, que los acometen como fruición: una lleva una pamela con el ala levantada por encima de la frente; otra camina como una japonesa, de tan prieta como viste la falda; otra habla como si llevara el timbre de una bicicleta en la garganta. Los hombres no se quedan atrás: la chaqueta a rayas azules y naranjas de uno me da un puñetazo en las pupilas; los bigotes esculpidos con bigudíes de otro compiten arduamente con unas gafas de pasta con todos los colores del arcoíris; y un joven, que se está asestando una copa de vino blanco junto a un puesto en el que se exhiben varios frisos asirios, luce perilla, corbata floreal, tejanos rotos y zapatos como los que calzaba mi padre, de piel, blancos y negros, y con agujeritos y solapas. Al final, tanto estilo me estraga, y los precios son mareantes. Nos retiramos a tomar algo en el bar: té y un trozo de pastel de zanahoria. Antes de irnos, echo un vistazo al único puesto de libros de toda la feria. Son de arte, claro. Ya ha anochecido, y nos dejamos acariciar por el fresco de la tarde. Huele a lluvia. El Támesis fluye despacio, como los pasos que damos para volver a casa.