sábado, 28 de febrero de 2015

Un día en Barcelona y la presentación de Habitación en W

He vuelto a Barcelona, y hoy es un día de recados, una de esas jornadas en las que despacho diversos y pequeños -o no tan pequeños- asuntos que traigo pendientes de Inglaterra. Pienso que, mientras no resuelva estas cosas domésticas en Londres, no podré decir, con propiedad, que vivo allí. Estoy allí, sí, pero sigo flotando en una burbuja española, que va conmigo a todas partes, que soy yo, en realidad: voy al dentista en Sant Cugat, compro libros en Barcelona, me corto el pelo en Madrid. El día ha de culminar en la presentación del último poemario de Álex Chico, Habitación en W, que se hará por la tarde, con la ayuda de Jesús Aguado, en La Central del Raval. Tras algunas gestiones en Sant Cugat, llego a Barcelona en tren. Están acabando las obras en la Diagonal. El paseo se ha ampliado en beneficio de los viandantes. Antes era una aorta de tráfico: un río de coches -cuatro en cada sentido, más dos carriles laterales- que llenaba la avenida de estruendo, humo y ferocidad. El paseante apenas podía hacer otra cosa que abreviar el paso por la vía -o cruzarla, como quien se lanza, temerario, a vadear el Amazonas, para abandonarla cuanto antes-, si no quería que el ruido y los tubos de escape lo desquiciaran. Tampoco era una calle cómoda para los vehículos: la circulación era lenta y agresiva: en las rotondas de las plazas, en cualquier cruce, aquella sangre de la ciudad que era el tráfico se espesaba hasta el coágulo, y docenas de cláxones enfurecidos se sumaban al rugir devastador de los motores. Solo por la noche, muy tarde, cuando ya no quedaban oficinas de las que salir, ni tiendas que cerrar, ni apenas coches, salvo los de los noctívagos y los despistados, se podía deambular por las exiguas aceras diagonales. La calma oscura de la noche y el aire súbitamente aclarado reconfortaban al paseante, como si una llovizna inesperada remojara un yermo pertinaz. Obreros con casco y chalecos reflectantes están dando los últimos martillazos a las losetas de las aceras, que han devorado a los infaustos carriles laterales y acogen a los peatones con una hospitalidad desconocida. Antes de entrar en el banco al que me dirijo -cerca de la plaza de Francesc Macià, antes de Calvo Sotelo, que es como se llamará siempre en mi memoria, aunque no sienta ninguna simpatía por Calvo Sotelo-, decido hacer una pausa en El Fornet, un local de la cadena homónima. (He visto uno, a poca distancia, de Le Pain Quotidien, la franquicia que también se ha establecido en Londres, y en la que Ángeles y yo solemos merendar, pero desisto de repetir lo que ya hago allí). El Fornet es una cafetería de cartón piedra, de esas que imitan -en las presuntas maderas del mobiliario, en la iluminación dorada e indirecta, en las láminas que cuelgan de las paredes, con anuncios y paisajes de principios del siglo pasado- los antiguos cafés, pero que se quedan en un remedo de escayola: los muebles son de la marca blanca de Ikea y cuadritos muy parecidos a estos los venden a dos euros en los chinos; por si fuera poco, uno se ha de llevar lo que ha pedido en una bandeja de plástico a la mesa. Sin embargo, el servicio me sorprende por su amabilidad: la camarera me pregunta cómo me gusta el azúcar: blanco, moreno, sacarina..., y luego cómo prefiero la leche, con crema o sin crema. Mientras me tomo el café con leche con azúcar moreno y crema, ojeo el periódico. Esa es otra de las virtudes de El Fornet: dispone de diarios para los clientes, una tradición que, por desgracia, casi ha desaparecido en los bares españoles. Leo un titular que habla de Todos han muerto, y me ilusiona -y también me sorprende- que la prensa se refiera al magnífico poemario del venezolano José Barroeta. Pero en la entradilla toda ilusión y toda sorpresa se disipan: no es un libro, sino una película, cuyo título coincide con la obra de Barroeta por pura casualidad. (Recuerdo que en Caracas un joven, asistente a una de mis lecturas, me regaló un ejemplar de la primera edición de Todos han muerto; lo hizo, incluso, habiendo marcado en las páginas, con pequeñas tiras adhesivas, los poemas que le parecían mejores. Fue el gesto de quien ofrenda un secreto y, a la vez, celebra una pasión común; de quien revela algo muy íntimo y, al mismo tiempo, quiere que esa intimidad sea compartida. Me emocionó aquella generosidad y, sobre todo, aquella fe desnuda, primigenia, en la poesía). Realizadas todas las gestiones y despachado un generoso almuerzo en casa de mi madre (mi muerte empezará cuando no pueda ir a comer a casa de mi madre), me entretengo hojeando libros, primero en una librería de viejo de la calle Elisabets y luego en la propia Central. He llegado con mucha antelación y puedo disfrutar de ese rato maravilloso de merodeo y caza. He dicho "librería de viejo", pero me quedo corto: es también una tienda de discos y vídeos viejos: el negocio es múltiple, aunque siempre polvoriento. He comprobado que, aunque la sección dedicada a los libros no es muy grande, siempre se encuentra algún título interesante. Esta vez doy con una edición de Austral -la tercera, de 1961- de Los muertos y las muertas, de Ramón Gómez de la Serna, en la que el inenarrable Ramón demuestra, una vez más, su facundia acumulativa y gregueresca. No obstante, entre la faramalla más o menos diarreica, abundan perlas líricas como esta: "De toda mi reflexión frente a los epitafios y los cementerios", escribe el madrileño, "solo me queda esta presunción del morir, esta altivez perdida, este no ir a estar porque no estuve nunca -se cerró la herida del nunca-, este congraciarse con la noche en una noche definitiva, este estar debajo de un banco público de piedra y que nada trasluzca que se está debajo". Compro el libro que, pese a su amarillez, aún no se ha desencuadernado completamente, por tres euros. En La Central, me hago con una traducción al catalán -la primera a este idioma- de los poemas priapeos -un clásico de la literatura erótica, del s. I d. C.-, del que se pueden alabar muchas cosas, excepto la sutileza: "Tú, para no ver mi célebre virilidad, te vas de aquí, como conviene a una chica decente: qué extraño, a menos que tengas miedo de ver lo que deseas tener dentro de ti" (traduzco del catalán que ha traducido del latín). También compro Días con Walt Whitman, del inglés Edward Carpenter: no es que hierva todavía mi pasión whitmaniana, sino que los proyectos con los que uno ha convivido mucho tiempo perduran en los hábitos y la conciencia también durante mucho tiempo: generan ondas expansivas que lo mantienen atrapado a uno. Por fin, otro título en catalán, aunque de un autor francés, Yves Bonnefoy: Allò que va alarmar Paul Celan, "lo que alarmó a Paul Celan": he de participar en un congreso sobre el autor de Amapola y memoria, y me interesa actualizar mis lecturas sobre él. No obstante, el texto de Bonnefoy -muy breve: lo liquido mientras me tomo otro café poco antes de que empiece la presentación; debe de ser una conferencia o artículo, ahora reencarnado en libro- me decepciona, aunque tenga alguna intuición meritoria. Pienso que libritos así se publican por el empaque de los nombres involucrados, Celan y Bonnefoy, pero no necesariamente por el valor de su contenido. Y que la literatura española actual -como cualquier otra literatura, supongo- está llena de piezas de mucho mayor calado y riqueza intelectual que, sin embargo, sufren un verdadero calvario para ver la luz, si es que llegan a hacerlo y no permanecen, como sucede en muchos casos, en las tinieblas de lo inédito. La presentación no dura mucho. Empieza con retraso, porque Álex llega casi media hora después de lo previsto. Se conoce que ha sido reclamado por sus muchas admiradoras a la entrada de la librería y ha estado de palique con ellas. No se lo tenemos en cuenta. Jesús arranca su intervención con una anécdota en la India: un mono, de los que circulan libremente por las calles, le arrancó de las manos el ejemplar de Habitación en W que estaba leyendo en Benarés. Y no solo eso, sino que, en lugar de devolvérselo a cambio de una manzana, se lo entregó a sus crías, para que ellas también se divirtieran con él. Pero estas aún hicieron más que arrancarle las páginas: se las comieron. No deja de ser una hermosa metáfora: la poesía como alimento; la poesía, freudianamente, como ingestión, que alimenta tanto al cuerpo como al espíritu (aunque el comportamiento de los macacos me recuerda al de algunos críticos). Álex, que, además de buenos poemas, siempre regala observaciones inteligentes, confiesa que el libro le produce una sensación agridulce: está satisfecho de él, pero hasta cierto punto documenta un fracaso, la incapacidad para decir exactamente lo que se proponía decir. Pienso yo entonces en Flaubert, que es sus cartas exclamaba, resignadamente, algo así como: "¡Ah, si la gente supiera lo que yo tenía en la cabeza cuando me puse a escribir este libro!"; y ese libro era Madame Bovary. Y también en António Ramos Rosa, el gran poeta portugués, al que muchos acusaban de escribir demasiado. Él les respondió: "Cada uno de esos libros es solo un intento por escribir el libro que me gustaría escribir, y que aún no he conseguido". El acto no dura mucho: tras la presentación de Jesús y la lectura de Álex, charlamos un rato. Ahí están José Ángel Cilleruelo y Marisol, su mujer, Sergio Gaspar y la suya, María, Agustín Calvo Galán y José Antonio, Juan Vico, Jordi Gol, Pedro Cano, Rafael Mammos y un Sebastián Candado, médico jubilado e inveterado amante de la poesía (con el que mantuve años mantuve una furibunda y no obstante agradable polémica sobre Gil de Biedma: él opinaba que era un gran poeta; yo discrepaba enérgicamente de ese parecer), que hoy, con una poblada cabellera cana y un gran fular rojo al cuello, parece un director de orquesta austrohúngaro.

jueves, 26 de febrero de 2015

La London Library

Visito hoy la London Library con Diego, el oncólogo cordobés amigo de Ángeles que está pasando unos meses en un hospital de la ciudad. Yo ya la he visto, fugazmente, por dentro -si dices que te interesaría hacerte socio, una señorita muy amable te pasea por las instalaciones y te da la información esencial-, pero quiero apreciarla con más calma y detalle, así que he reservado dos entradas para la visita guiada que la Biblioteca organiza mensualmente. Diego y yo nos encontramos en la plaza de Saint James, en cuyo número 14 se alza Beauchamp House, el edificio que ocupa. Pese a su nombre y su prosapia -se construyó en 1676-, todavía a finales del s. XIX se la consideraba "la peor casa de la plaza". Ciertamente, no es un inmueble deslumbrante: encajonado en un rincón, entre fachadas mucho más desahogadas, la entrada resulta estrecha y anodina, y uno se pregunta al verla cómo cabrán tantos libros en un espacio tan escueto. Pero no es escueto en absoluto: Beauchamp House ha ido engordando con los años, como las personas. No solo se ha adecuado la estructura original a las necesidades de la Biblioteca, sino que se han comprado los edificios adyacentes, hasta ocupar hoy, prácticamente, el bloque entero de casas. De otro modo, sería impensable que allí cupiera el millón largo de volúmenes que alberga. Sin embargo, los problemas de espacio no han desaparecido, ni podrán desaparecer nunca. Como la Biblioteca mantiene desde su creación -los ingleses son amantes inquebrantables de las tradiciones- la política de no desprenderse jamás de ningún volumen, y como compra una media de 8.000 libros nuevos al año, el crecimiento es potencialmente infinito y, por lo tanto, el espacio también ha de serlo. Salvando las distancias, me recuerda a mí mismo. Cuando, ahogados por los libros en mi casa de Sant Cugat, rehabilitamos la de Hoyos y construimos una espaciosa biblioteca en las golfas, pensé que aquello pondría punto final a mis problemas con la celulosa: los estantes se alineaban, largos e impolutos, y yo me imaginaba, con una candor que rozaba la necedad, que nunca habría libros suficientes para llenarlos. Hoy están ya casi a rebosar. Con un par de visitas más -en cada una de las que hacemos traslado nuevos volúmenes desde Barcelona- habré agotado todos los huecos y se me volverá a plantear, con más crudeza todavía, el viejo dilema: ¿dónde meto los libros? La London Library fue creada por el escritor escocés, afincado en Londres, Thomas Carlyle, en 1841. Carlyle estaba harto de la Biblioteca Británica: le disgustaba la grosería de los bibliotecarios, le repugnaba el olor de las lámparas y, sobre todo, le indignaba que careciera de un sistema de préstamo y, en consecuencia, que los libros, tras pasar por un proceso de entrega que hacía que la ascensión al Everest pareciese una excursión dominical, no pudieran ser leídos en casa, sino solo en las heladas, polvorientas y sombrías salas de la British Library. Carlyle decidió, pues, crear otra biblioteca, en la que los interesados pudiesen recorrer los estantes, elegir lo que les viniera en gana y llevárselo a casa, si les apetecía. Hoy el sistema de préstamo que Carlyle estableció sigue funcionando a pleno rendimiento y con una virtud adicional: no hay penalizaciones por retraso en la devolución; solo si otro lector solicita el mismo libro que está prestado, se ponen en marcha los mecanismos para recuperarlo. La guía que hoy nos pasea por las instalaciones nos enseña las salas principales y, singularmente, la central de lectura, donde están prohibidos los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles. La habitación conserva, así, su aire de sosegado retiro victoriano, donde los caballeros leen en los sillones el Times -que la editorial recibe cada día desde su fundación y que ha encuadernado religiosamente hasta hace muy poco- como si estuvieran en el club, y cualquier usuario ojea libros o revistas, o escribe, a la luz tamizada de las lámparas de pasta de vidrio verde. En otras partes, como es lógico, sí se pueden utilizar los artilugios digitales y, de hecho, mucha gente lo hace. La actividad parece grande -iba a escribir "frenética", pero me he dado cuenta de que es un adjetivo que no resulta adecuado para una biblioteca-, pero la guía subraya que, aunque la London Library cuenta con 7.000 socios, nunca se da el caso de que alguno no encuentre una silla en la que sentarse y un ordenador con el que trabajar. La razón es que la gran mayoría de usuarios se relaciona online con la entidad, que está plenamente informatizada. La Biblioteca se ha especializado en disciplinas humanísticas y cuenta con un importante fondo de literatura en otras lenguas. Yo puedo certificarlo: una busca de Luis Cernuda arrojó una lista muy completa de sus obras. No obstante, dispone de libros sobre todas las materias. Tantas que una sección, miscelánea, reúne las más inverosímiles, en maravillosa confusión: "insectos" puede estar al lado de "inteligencia artificial", y "atenciones prenatales" junto a "adiciones sexuales" (lo cual no deja de tener una cierta relación). La guía subraya el placer de la serendipity -a no confundir con el Serenguetti; la serendipia, en castellano-, esto es, el hallazgo inesperado cuando se está buscando otra cosa. Aunque también se encuentra exactamente lo que se desea encontrar. Arthur Koestler ha contado que, cuando en 1972 le encargaron escribir sobre el campeonato del mundo de ajedrez que Bobby Fischer y Boris Spassky estaban disputando en Reikiavik, acudió a la London Library para informarse, y que allí, en la sección de ajedrez, dio con El ajedrez en Islandia y la literatura islandesa, de William Friske, publicado por la Sociedad Tipográfica Florentina, en Florencia, en 1905. La guía también subraya la singular forma de construir los pisos con los anaqueles en que se alinean los libros. Los suelos no son de cemento, sino rejillas de metal por las que se ven los pisos inferiores y superiores. Es, en realidad, un sistema de refrigeración victoriano: así el aire circula por todo todas las dependencias y no se estanca en una sola planta. Yo lo he visto también en la biblioteca central de la Universidad de Barcelona, y pienso si los arquitectos españoles no importarían el sistema de Londres. Mientras la guía nos da todas las explicaciones, Diego se entretiene mirando los lomos de los libros (algo en lo que está cogiendo mucha práctica: su trabajo en el hospital también consiste en observar) y yo me fijo más bien en los rincones de la Biblioteca, en los cuadros colgados en las paredes -óleos con los sucesivos directores de la entidad, entre los que se cuentan algunos tan destacados como el propio Thomas Carlyle o los poetas Alfred Tennyson y T. S. Eliot, que lo fue desde 1952 hasta 1965, pero también chistes o caricaturas aparecidas en todos los medios de comunicación del mundo sobre la Biblioteca-, en las maderas nobles y desgastadas, en los jarrones viejísimos y en los no menos provectos ejemplares del Times que se han dispuesto para nuestra consulta curiosa en la hemeroteca. Yo busco noticias en los ejemplares del mes de julio de 1979, cuando pasé mi primer verano en Londres, y descubro algunos fascinantes acontecimientos de aquellas semanas, ay, tan remotas: el Skylab cayó en Australia; Kiribati se independizó de Gran Bretaña; Anastasio Somoza, aquel benefactor de la humanidad que había impedido durante décadas que Nicaragua cayese en las pérfidas manos de los sandinistas, huyó del país y se exilió en Miami; el choque de dos superpetroleros en Trinidad y Tobago vertió medio millón de toneladas de crudo al océano; y la venezolana Maritza Sayalero Fernández se proclamó Miss Mundo, inaugurando así una tradición que ha hecho de Venezuela el segundo país en la clasificación de ganadores del concurso, después de los Estados Unidos. De hecho, el país solo tiene dos industrias: el petróleo y las misses, aunque el gobierno bolivariano está trabajando con denuedo por acabar con la primera. Los fondos de la London Library son sensacionales, sí, pero, si uno ha visto la Biblioteca del Congreso en Washington, ningún otro archivo le impresionará demasiado: allí los estantes se prolongan kilómetros y kilómetros por pasillos subterráneos que parecen dirigirse al fondo de la Tierra: la oscuridad es tanta que no se ve el final, y está toda llena de libros. Más aún: tienen hasta los libros de uno. Si las bibliotecas nacionales reciben obligatoriamente un ejemplar de todo lo que se publica en el país, la Biblioteca del Congreso recibe un ejemplar de todo lo que se publica en el mundo. No es de extrañar, pues, que, además de las catacumbas inacabables que se acumulan debajo de su sede en Washington, ocupe otros tres edificios, cada uno de ellos casi tan grande como el Pentágono, para albergar sus 138 millones de documentos. Pero la visita va llegando a su fin. Nos dirigimos a la salida por la escalera principal, cuya pared está presidida por un inmenso óleo de Valerie Eliot, la mujer del escritor, en reconocimiento de su labor y la de su marido por la Biblioteca. Diego, cuyo inglés no es aún demasiado fino, se muestra sorprendido: "Caramba, no sabía que Eliot fuese una mujer". "No", le digo, "Eliot era un norteamericano que se hizo británico y un protestante que se hizo anglicano, pero era un hombre, aunque quizá fuese homosexual". Cuando salimos a la calle, llovizna. No es extraño. Un café nos sentará bien. Nos dirigimos entonces a un Caffè Nero que hay en Piccadilly Street, bajo la severa mirada de Valerie Eliot.

martes, 24 de febrero de 2015

Julián Cañizares Mata y Javier Sánchez Menéndez

Hoy me han llegado dos libros en sobres separados pero iguales. El conserje indio del inmueble me ha entregado los dos paquetitos con una sonrisa educada, en la que, no obstante, se entreveía su sorpresa por su tamaño y su peso coincidentes. Dentro había sendos libros de La Isla de Siltolá: Mediodía en Kensington Park, de su editor, Javier Sánchez Menéndez, y La lealtadmantenimiento, de Julián Cañizares Mata, ambos publicados en la colección Tierra, de cubiertas ajedrezadas y multicolores. Son bonitos estos libros, elegantes en su vistosidad, con la mezcla justa de sobriedad y atrevimiento. El primer placer viene siempre, como en el amor, del tacto: acariciar los libros es nuestro primer acceso a ellos y la promesa de un placer -de una retribución- superior. Me entretengo un rato palpando las cubiertas, ojeando las páginas, sopesándolos. Luego los leo. He escrito ya, en este diario, sobre ambos autores, con ocasión de la publicación de Por complacer a mis superiores, una antología de la poesía de Javier, y de Lugar y esquema, el anterior poemario de Julián, también aparecido en Siltolá. Los dos libros comparten una característica esencial: tienen personalidad; constituyen un proyecto literario definido y singular. Uno lee a veces libros que parecen una ensalada de intenciones o, peor aún, y por seguir con el símil gastronómico, un buñuelo de aire: poemarios o novelas desgalichados, sin norte, de perfiles borrosos, desleídos entre lo anodino y lo previsible. Ni La lealtadmantenimiento ni Mediodía en Kensington Park son así: se trata de libros fuertes, de trazos vigorosos y voces personales, aunque también, como es lógico, muy diferentes entre sí. La lealtadmantenimiento continúa, radicalizándola, una de las aventuras más peculiares de la joven poesía española: a la desarticulación sintáctica de su poesía precedente, Julián Cañizares suma aquí una explosión de quebrantamientos léxicos que delimita un nuevo espacio poemático. Las transformaciones neológicas hacen que el poema se sienta, se viva de otra manera: es otra arena, un recinto desconocido pero no carente de calidez, una esfera que nos interpela y nos perturba, pero también nos acoge con desquiciada amabilidad. Y en ese espacio, por distinto, por intransitado, todo parece brillar con una pureza esencial. El poeta obra con sus versos el prodigio primigenio de la poesía: que el lenguaje renazca, y, con él, el mundo. Las palabras -esas palabras extrañas, incomprensibles, inexistentes de La lealtadmantenimiento- vuelven a significar: vuelven a decir las cosas, o a ser las cosas. Es una gran paradoja: lo roto reconstruye una existencia fracturada por lo acostumbrado. Lo roto, por naciente, edifica. Julián Cañizares se sitúa, con esta concepción del verso, en una órbita que empieza a ser reconocible entre los jóvenes poetas españoles: la de quienes desestructuran el poema para reestructurar lo poético; la de quienes nos enseñan las tripas del artefacto, para que, con esa comprensión interior, podamos experimentarlo de otro modo, sin motetes apaciguadores, ni enjalbegamientos bonitos, ni trampantojos de sentido; la de quienes explosionan el vocabulario o las imágenes que empasta para que vivamos otra vez la maravilla de decir. Ahí militan, además de Julián Cañizares Mata, Bruno Carcedo, Ángel Cerviño, Mario Martín Gijón y Julio César Galán, además de otros, seguramente, a los que todavía no he descubierto. Transcribo el poema "Serte" de La lealtadmantenimiento:

Respeto mucho la no belleza,
así como su dolor de no besar,
su reestructura de amanecer;
porque podría estar en su crono,
en su fleco de biografía curva,
su ridículo inmisterio de no estar.
Transmitir y transomitir,
según el instante verídico,
según la clave intuillorada de sí.
Es clave aquisentir el gesto,
y bosquear sus praderas,
saber los bloques que flojean
por si, derrumbados, pesan
sobre la realidad biográfica.
Puedo serte, y así se respira.

Mediodía en Kensington Park, por su parte, se me hace próximo por la cercanía de sus referentes, empezando por el que aparece en el título. Londres es el escenario donde transcurren estos poemas en prosa, elaborados con el estilo característico de Javier Sánchez Menéndez, lírico y filosófico, aforístico y abrupto, animado por un desgarro que se manifiesta en las frases cortantes, en ese empeño, siempre perceptible, por inyectar un sentido ardiente a lo dicho. Los poemas de Javier tienen una gran virtud: resultar imprevisibles, zigzagueantes, anómalos. Una sensibilidad extrema, atenta siempre al fulgor de la poesía auténtica, impregna los versos, donde se aúnan la delicadeza y el sufrimiento. Las imágenes obedecen a esta intimidad martirizada y exhiben torceduras, disonancias, pero disonancias alumbradoras: lo veraz ilumina siempre. Mediodía en Kensington Park relata el deambular de un hombre enamorado, pero lúcidamente consciente de que al amor se opone la muerte, que contempla el mundo como proyección o interlocución de su angustia, y también de su placer, y que no deja de reflexionar -de preguntarse- por el sentido del arte -de la poesía- en ese tránsito existencial. La percepción se ramifica en una sucesión de apuntes auditivos y visuales, como una cascada de notas siempre a punto de quebrarse o interrumpirse, y, al hilo de ese flujo, se encadenan asimismo las meditaciones, cristalinas y oscuras, agrietadas, nunca concluidas. Copio el poema 24, "El color de este cielo acomplejado":

Londres sí tiene mar, un infinito espacio verde donde se toma el sol. Una pradera de tonos multicolores que refleja el amor y la nostalgia. Es un inmenso mar donde puedo quererte mientras miras los pájaros, las hojas, el color de este cielo acomplejado. Cuando nos falta el orden aparece la vida, pero no me acostumbro. Vivir sin un concierto es una sucesión de cosas principales, el mandato observado para cristalizar nuestra amargura.

El azul de este cielo es diferente, un número complejo y decimal. Aunque es natural lo imaginario determina. Prevalece el azul pero es grisáceo. Hoy se instalan las nubes y el ruido de un operario limpiando los caminos hace que le conceda primacía. Observo al empleado, con rigor y paciencia avanza solo un poco, la exactitud de su triste muestreo. Un jardinero uniformado se confunde en el verde, lo entretiene. Señala con el dedo un árbol que ha caído.

Es difícil escribir tristes canciones, con una inclinación notaba que vivías. Ahora no sé arroparme lo suficiente a ti. Apenas me defiendo con las notas y esa interminable lista de recomendaciones ha salido volando. Hay un rayo de sol que se va haciendo diferente. Intento darte un beso y en mi boca tarareas el estribillo. Es hora de volver, comienzo a comprenderte y a llevarte en volandas. Este color del cielo ha empezado a vivir. Una abeja veloz irrumpe en tu alegría. El color de este cielo no me otorga palabras si no intento escribir.

viernes, 20 de febrero de 2015

Waterloo

Waterloo no es solo una canción de ABBA, sino también una batalla fundamental en la historia europea. Se libró entre el 15 y el 18 de junio de 1815. Dentro de unos meses, pues, se celebrará el duocentésimo aniversario de aquel acontecimiento espantoso y decisivo, pero en Gran Bretaña los recordatorios ya se han iniciado. Es lógico: los ingleses fueron los vencedores y tienen prisa por rememorarlo. Sin restar méritos a su actuación, hay que puntualizar que la ayuda de los prusianos, con los que estaban aliados en aquellos días, resultó esencial para el desenlace. Al igual que en la derrota de la Armada Invencible, para la que su mejor aliado fueron las tormentas que azotaron el Canal de la Mancha el verano de 1588, en Waterloo también contaron con el favor de la Providencia. En ambos casos, no obstante, los británicos han sabido acaparar la fama. En 1815, Napoleón abandona su exilio en la isla de Elba y decide recuperar su imperio, amenazado por la Séptima Coalición, en la que se agrupan casi todas las naciones europeas entonces constituidas, incluida España. Como la forma de Napoleón de entender las relaciones internacionales consistía en imponer su voluntad y aplastar a cualquiera que se atreviese a desafiarla, no se le ocurrió otra cosa que invadir los Países Bajos, donde se concentraban las fuerzas de la Coalición. El encontronazo definitivo entre estas y el Ejército del Norte napoleónico se produjo en la pequeña localidad belga de Waterloo. Mucho se ha discutido sobre las causas de la derrota de Napoleón, pero parece haber acuerdo entre los historiadores en que algunas circunstancias pesaron decisivamente en el resultado de la batalla. En primer lugar, Bonaparte estaba enfermo, aunque no se sabe con seguridad cuál era su mal. Algunos sugieren una cistitis -una inflamación de la vejiga urinaria-; otros, unas dolorosas almorranas. En cualquier caso, algo poco airoso para el héroe. Imaginarlo orinando con escoceduras atroces o hundido en un baño de asiento para aliviar otros escozores abdominales, mientras sus soldados morían a miles bajo las balas británicas, le resta mucho glamour a quien había sido coronado emperador de los franceses por el Papa y dominador de Europa durante quince años. Y parece lógico que, en aquellas circunstancias, su capacidad para concentrarse en lo que estaba sucediendo hubiese menguado. En segundo lugar, Napoleón se enfrentaba a un ejército que le aventajaba mucho en número: a sus 73 000 franceses se oponían 118 000 aliados, entre británicos, prusianos, holandeses, hanoverianos y fuerzas de los estados de Nassau y Brunswick. La inferioridad numérica nunca había preocupado demasiado a Napoleón, que confiaba en su habilidad como estratega para superarla, como había hecho casi siempre a lo largo de su carrera: en la batalla de Leipzig, por ejemplo, destrozó a un ejército que le doblaba en número. Sin embargo, esta vez a la desproporción de fuerzas en su perjuicio se añadía que el grueso de las tropas enemigas eran británicas, las más aguerridas del continente, y que las comandaba el duque de Wellington, cuyas capacidades como militar eran las que menos convenían a Napoleón. Si este se caracterizaba por su arrojo estratégico y su extraordinario dinamismo en el campo de batalla, Wellington era un soldado sólido, prudente, defensivo, que aseguraba con meticulosidad todas las acciones, y que no se arrugaba ante ninguna maniobra, por audaz o violenta que fuese. Por último, Napoleón no tuvo suerte. Él, que creía en el azar y que siempre preguntaba a sus generales, antes de nombrarlos mariscales, si les acompañaba la suerte, vio cómo la fortuna le fue adversa en casi todos los momentos de la batalla. Para empezar, su indisposición; luego, en el inicio de los combates llovió, lo que dificultó los movimientos de sus tropas y disminuyó el efecto de sus bombardeos -el barro amortiguaba el impacto de las balas de su mortífera artillería-; y, en fin, por una serie de circunstancias desgraciadas, el general Grouchy, al que había mandado perseguir a los prusianos de Blücher, no llegó a tiempo para socorrerlo. La falta de fortuna se adivinó ya en los primeros movimientos de la batalla: para ocupar Charleroi, por un error en el despliegue de las tropas, el propio Napoleón, con su Guardia Imperial, ha de acudir a desalojar a los prusianos del pueblo; y el general que debía hacerse con los puentes de Châelet, Bourmont, deserta, sumiendo a su batallón en una considerable confusión. No obstante, las primeras refriegas de calado entre franceses y aliados se saldan con victorias para aquellos: los británicos se tienen que retirar de la aldea de Quatre Bras por el empuje del mariscal Ney, y los prusianos hacen lo propio tras los enfrentamientos de Ligny. Napoleón da entonces la orden a Grouchy de perseguirlos con 32 000 hombres y casi cien cañones. Grouchy no se da demasiada prisa en cumplirla, pero alcanza, por fin, a las fuerzas de Johannes von Thielman y les inflige una derrota en Wavre. La victoria, sin embargo, les costará muy cara a los franceses, que pierden el concurso de esos 32 000 soldados y artillería vitales en el enfrentamiento decisivo de Waterloo, donde Wellington se ha hecho fuerte. Además, ha sido una victoria táctica, que no ha aniquilado a los prusianos. Grouchy se entretiene persiguiendo a los alemanes huidos, pero el grueso de las fuerzas de Prusia ya se está reagrupando junto a Wellington, al que prestará una ayuda vital. El 18 de junio, Napoleón decide atacar directamente a los ingleses, parapetados alrededor de la granja fortificada de Hougomont. Arenga a los suyos, les da coñac -Wellington repartirá ginebra: diferencias culturales- y los lanza al asalto. Se producen entonces algunos de los choques más violentos de la batalla. La división del teniente general Thomas Picton resiste, a costa de grandes pérdidas, el empuje desmesurado de la infantería del conde de Erlon. Son apenas 3 000 hombres -frente a los 15 000 de Erlon-, pero muy experimentados: han combatido en España y no les han perdido las ganas a los franceses. Picton, por cierto, había extraviado el equipaje militar y combatió vestido de civil; como espada, esgrimía un paraguas. Murió en la refriega. El ataque de Erlon fue finalmente desbaratado por la caballería pesada del conde Uxbridge, cuyos Scots Grey protagonizaron una carga legendaria. No obstante, sufrieron tantas bajas que apenas pudieron combatir en el resto de la batalla. A Uxbridge, por su parte, estando muy cerca de Wellington, una bala de cañón le destrozó una pierna. Exclamó entonces: "Señor, acabo de perder una pierna", a lo que Wellington respondió: "Es muy cierto, señor: la habéis perdido". La pierna de Uxbrige, que hubo que amputar, se quedó en el pueblo de Waterloo, donde se convirtió en una atracción turística. Hoy se exhibe en el Museo Militar Nacional de Londres. Por perderla, se le ofreció una pensión de 1 200 libras anuales, pero Uxbridge la rechazó: no era digno de un caballero cobrar por un percance sucedido en el cumplimiento del deber. La batalla prosiguió con durísimos choques, en los que los franceses eran siempre rechazados, hasta bien entrada la tarde. Entonces, con Napoleón ausente a causa de su enfermedad, su segundo, el mariscal Ney, malinterpretó una maniobra del enemigo: creyó que era una retirada en toda regla, cuando solo se trataba de una reordenación de las tropas. Ordenó un ataque general, pero se encontró con que los cuadros de los ingleses contenían todas sus oleadas y, a continuación, con el contraataque de las caballerías británica y holandesa. Napoleón, por fin, empeñó sus últimas reservas, las más feroces, los regimientos de la invencible Guardia Imperial, contra el centro de Wellington, que seguía soportándolo todo con imperturbabilidad insular. Pero la Garde se encontró, entre las nieblas de la batalla, con los 1 500 guardias del mayor general Peregrine Maitland cuerpo a tierra, para eludir los estragos de la artillería, que se incorporaron de repente, los rociaron de plomo y luego cargaron contra ellos a la bayoneta, entre gritos escalofriantes. Su retirada en desorden, por primera vez en su historia, prefiguró la derrota definitiva de Waterloo. Welllington lo supo y, a lomos de su caballo favorito, Copenhague, ondeó su sombrero para ordenar una ofensiva, que había de ser la última. Y así fue: el coronel Hugh Halkett hizo prisionero al general Pierre Cambronne, pese a la proclama de este: "¡Mierda! La Guardia muere, pero no se rinde" (Cambronne se casaría después con una dama escocesa, y su exclamación se ha convertido en un eufemismo: le mot de Cambronne, "la palabra de Cambronne", sustituye, en las conversaciones educadas, a la que él realmente pronunció). Los prusianos expulsaron a los franceses del pueblo de Plancenoit, y los hanoverianos e ingleses empujaron a sus últimos regimientos hasta La Belle Alliance, la posada en la que Napoleón tenía su cuartel general. Bonaparte tuvo que emplear a su guardia personal en la defensa de las posiciones y participó directamente en los combates contra la brigada del general Frederick Adam, pero, al caer la noche, convencido por su estado mayor de que la batalla se había perdido, se retiró, en relativo buen orden, a Francia. En el campo quedaban 65 000 bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos: 41 000 franceses y 24 000 británicos y aliados. Ante semejante carnicería, Wellington concluyó: "Salvo una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada". Napoleón renunciaría a todo su poder el 10 de julio siguiente y el 26 de julio sería desterrado a la isla de Santa Elena, donde moriría en 1821, probablemente envenenado. Con Waterloo acababan las guerras napoleónicas y un capítulo esencial en la historia del continente.

jueves, 19 de febrero de 2015

Con Claudia (y Juan Carlos) Elijas

Hoy he quedado con Claudia Elijas, hija del poeta de Tarragona Juan Carlos Elijas, que quiere entregarme los libros que su padre le ha dado para mí. Claudia, que está estudiando en el instituto español de Londres, me escribió hace unos días, venciendo la comprensible timidez de sus quince años, para cumplir el encargo de Juan Carlos. Al salir de casa, observo que el agua sigue saliendo a borbotones delante de mi casa. Ayer se rompió una cañería subterránea y toda la esquina de Alexandra Avenue con Battersea Park Road está inundada. El agua mana de las profundidades por las hendiduras de los adoquines y del asfalto, con un burbujeo constante, y vuelve a sumirse en ellas por los sumideros de los bordillos. Y lleva así más de 24 horas: el derroche de agua ha sido brutal, y no tiene visos de remitir. Si algo sobra en este país es agua, pero no me imaginaba que los eficacísimos ingleses pudieran actuar con tanta lenidad en un asunto tan catastrófico. Superado los charcos, que casi alcanzan ya la categoría de estanques (y donde, si nadie lo remedia, vendrán pronto a posarse los cisnes y las garcetas), camino de la parada del autobús que me ha de llevar a la plaza de Trafalgar, lugar de mi encuentro con Claudia, me cruzo con un porsche setentero completamente pintado de grafitis, como si fuera un muro callejero del East End, pero con cuatro ruedas y asientos de piel. En el del conductor, su dueño trastea con el móvil. Es un caballero de pelo blanco y aspecto respetable, pero con ese punto de modernidad -de deportividad: chaqueta informal, guedejas ondulantes- que acaso explique su agrado por la decoración psicodélica. Cuando llego a Trafalgar, tras superar un tráfico impenetrable, reparo también en que el gallo azul -la gigantesca escultura de la alemana Katharina Fritsch que ha ocupado uno de los rincones de la plaza desde julio de 2013- ya no está: ha volado. La enorme peana desde la que el fasiánido oteaba el horizonte luce ahora dolorosamente vacía y toda la plaza transmite una sensación de amputación. El gallo era una figura extraña en Trafalgar, pero, precisamente por eso, su ausencia resulta aún más aparatosa. Encuentro a Claudia y a una amiga suya en las escaleras de Saint Martin-in-the-Fields, donde hemos quedado. Las invito a que conozcan la cripta de Saint Martin y a tomar algo ahí. Por suerte, no hemos de batallar demasiado para encontrar una mesa. Mientras ellas sorben los zumos de naranja que han elegido y yo mi darjeeling, charlamos. O más bien charlo yo, porque ninguna de las dos parece un prodigio de locuacidad. Les pregunto por su experiencia inglesa, y ambas dicen estar contentas. También me intereso por sus aficiones: Claudia dice que le gusta dibujar, el arte, la historia y los idiomas; si es así, Claudia derrocha vocaciones, cuando mucha gente de su edad nunca llega a saber qué le gusta, si es que le gusta algo. De sus dibujos ya he sabido por su padre, que me ha enviado un enlace en el que aparecen algunos de ellos. Claudia lo sabe y, como a cualquier adolescente del mundo, le avergüenza. Pero le digo, con sinceridad, que me parecen trabajos hechos por una persona mayor que ella, relatos muy bien perfilados de una vida interior delicada y pujante. Su mirada, entonces, se hace aún más limpia: todos sus rasgos se redondean y brillan con una pureza de líneas, con una inocencia esencial, que me recuerda a la de sus dibujos. Me entrega entonces los tres volúmenes de su padre: un CD, El todo por los cuernos, con poemas suyos musicados por Santi Palau y Quique Culebras, y dos libros: Sonetos a Simeonova, un sonetario de 2014 publicado por Alacena Roja, y Flors a les parpelles ("flores en los párpados"), en catalán (porque Juan Carlos tiene el privilegio de escribir en ambos idiomas: castellano y catalán), ganador del premio de poesía "Paco Mollá" de 2012, y publicado por la alicantina Aguaclara. A Juan Carlos Elijas, que forma parte de la nutrida grey poética tarraconense, lo conocí hace mucho tiempo en algún recital en su ciudad y, aunque no hemos mantenido una relación constante, sí nos hemos avistado en la distancia, creo, con interés y cordialidad. Volvimos a vernos a finales del año pasado, cuando di un recital en Tarragona por invitación de nuestra común amiga Teresa Domingo y él tuvo la amabilidad de asistir y de acompañarnos en la cena, que es siempre lo mejor de estos encuentros. Aunque la poesía de Juan Carlos y la mía son de textura diferente, y acaso apunten a objetivos asimismo dispares, siempre me ha atraído de ella su polifacetismo, su abundancia y su humor. Elijas escribe como quien canta, o, mejor, como quien gorjea; y no me refiero ahora a twitter. Sus versos brincan en la página, ingrávidos y alegres, o vuelan, como un manojo de hojas llevadas por el viento, críticos con todo pero generosos con todos, atentos a las múltiples maravillas de lo cotidiano y también a las tristezas agazapadas en sus pliegues, joviales aun siendo, a veces, sombríos, ligeros pese a su gravedad, cultos y populares, filosóficos y proletarios, irónicos y fúnebres. Su figura y su obra responden a un perfil de generosidad para con el mundo y la creación: todo cabe en la página; todo es digno de ser dicho; todo puede ser abrazado con ternura, aunque eso no excluya el análisis inquisitivo ni, en muchos casos, la censura. La poesía, pues, como nudo de las cosas y los afectos: como eslabón último del mundo. Me digo que leeré con calma estos últimos poemarios suyos al llegar a casa. Acompaño a Claudia y a su amiga a la parada del autobús con el que volverán a casa. Han de regresar antes de que anochezca: son chicas responsables, que se recogen cuando hay que hacerlo. Cruzamos la plaza y compruebo que la explanada delante de la National Gallery sigue siendo un circo pensado para entretener -y muñir, claro- a los turistas: hoy, junto a los gaiteros presuntamente escoceses y los hombres estatua, menudean los yodas de cuchufleta que parecen levitar: cuento hasta tres, todos verdes, con las orejas puntiagudas y la cara de Jordi Pujol. Esperamos a que llegue el 6 y me despido con besos de las dos. Al volver yo a casa, mucho después de que haya oscurecido, me cruzo otra vez con el porsche grafitero, que ahora circula a toda velocidad y entre rugidos por las calles, y veo que ya han cercado con vallas el epicentro del escape, y que varios operarios de Thames Water -salidos de camionetas que, en lugar de grafitis, están pintadas con inmensas leyendas que proclaman la eficacia y el compromiso social de la compañía- se aprestan a resolver el desaguisado. No está mal, pienso: un día y medio para arreglar una cañería; miles y miles de litros desperdiciados. Me consuelo leyendo, sentado ya en el sillón del comedor, este poema de Juan Carlos:

he visto a los idiotas más célebres de mi generación sucumbir ante los tres mil canales de una vía satélite ante el automóvil más veloz e inteligente los he visto salir a berrear a las calles después de la victoria de un equipo de fútbol y abominar de los libros en líneas generales

he visto en mi sueño maya o malcolmiano cómo les revienta la cara delante de un televisor cómo rescatan sus cuerpos ferrificados y los de sus mártires de los amasijos de una autovía en obras cómo intimidan hienas entre cuatro una noche a quien lleva una bufanda diferente y cómo incendian las aulas de su antiguo colegio volviendo de borrachera

he visto cómo envejecían y los hijos tarados que han sido capaces de malcriar porque hablo ya desde los ojos blancos de la muerte desde la dimensión del cadáver en que me han convertido

(De Nuevo aullido para Allen Ginsberg, incluido en El todo por los cuernos)

miércoles, 18 de febrero de 2015

Sobre "UKIP: los primeros 100 días" y el racismo

Ayer vi por la televisión un falso documental, UKIP: los primeros 100 días (Julio Mas Alcaraz, amigo, poeta y cineasta, con el que comí hace, no cien, sino solo unos días, me contaba que el falso documental está de moda: el resultado es muy parecido a un película, pero es mucho más fácil de hacer y, sobre todo, de financiar), que narra la ficción futurista, pero inquietantemente factible, de que el UKIP, el Partido por la Independencia del Reino Unido, gane las próximas elecciones generales en Gran Bretaña y forme gobierno, presidido por el ofídico Nigel Farage. El programa, de una hora de duración, es de una calidad extraordinaria; y no lo ha producido la BBC, sino Channel 4. UKIP: los primeros 100 días cuenta la historia de una figura emergente del partido, una mujer de padres indios, que apoya activamente la salida del Reino Unido de la Unión Europea y las medidas contra la inmigración promovidas por Farage. Un equipo de periodistas la sigue y graba durante varios días un reportaje sobre ella, y ese relato -el de los periodistas registrando sus actividades- constituye el documental. Al margen de cómo se resuelve la trama, lo fascinante -y lo deprimente- es la naturaleza de los argumentos empleados por la protagonista y por quienes la apoyan. Unos argumentos que agotan por lo sabidos y lo repetidos, en cualquier época, en cualquier país del mundo. Uno los lleva oyendo en todas partes cuando estalla una crisis y la gente siente de pronto el miedo a perder aquel bienestar o aquella estabilidad que le permite creerse a salvo de las inclemencias de la vida. En realidad, es el viejo cuento del chivo expiatorio: el que antes se aplicaba a los judíos (o a los gitanos), ahora se aplica a los inmigrantes, pero no a todos, sino a los más pobres, a los más indefensos, a los más infecciosos. En Inglaterra, estos, hoy, son los ciudadanos del este de Europa -sobre todo, rumanos y búlgaros- y los de cualquier país del Tercer Mundo que no vengan forrados de petro o narcodólares. Pero no hay que olvidar que, hace muy pocas décadas, los inmigrantes más despreciables, por situarse en lo más bajo de la escala social, sin ningún mérito económico que los redimiera, salvo su capacidad para desempeñar los trabajos más pringosos, eran los españoles y los portugueses. A los españoles, en particular, se nos tenía por los más tontos: gente simple, fácil de engañar, incapaz de entender las sutilezas de la vida en un país tan desarrollado como Inglaterra. Aunque parezca increíble, la xenofobia -un nombre pedante que disimula lo que siempre se ha llamado racismo- evoluciona, o, mejor -"evolución" y "racismo" son términos antitéticos-, se adapta a los nuevos tiempos: los españoles hemos subido varios peldaños en la consideración social (aunque seguimos siendo los predominantes sirviendo cervezas en los pubs y trabajando como dependientes en las tiendas) y ahora ya no somos el objeto principal de la burla y la explotación. A ello han contribuido mucho los cientos de miles de británicos que se han establecido en las costas del Mediterráneo y en las Canarias, y que España ganara la Copa del Mundo de Fútbol de 2010. Pero siempre hay candidatos a ocupar el puesto de galeote que otro ha dejado: africanos muy negros, tong tongs del Sureste Asiático, chinos que a saber de dónde sacan la carne que sirven en el chop suey, fumetas caribeños, machupichus lamentables y los peores de todos: afganos, libios, sirios, yemeníes, todos fanáticos religiosos y terroristas potenciales, además de gandules redomados. Los argumentos para arrinconarlos y, en última instancia, expulsarlos se reducen a tres: no aportan nada, consumen recursos y no comparten (e incluso combaten) los valores británicos. Los tres son falsos. Los inmigrantes contribuyen significativamente al producto interior bruto de los países, es decir, hacen más rico a quien los acoge, a la vez que mejoran su propia situación, algo que, como seres humanos, debería alegrarnos a todos. Así lo acreditan todos los estudios económicos, tanto de instituciones nacionales como internacionales. Es una obviedad decir que los emigrantes no emigran porque les encante abandonar su país, a su familia y amigos, sino porque aspiran a tener trabajo y a disfrutar de una vida mejor. Otra, que, si vienen a nuestros países, es porque antes nosotros hemos ido a los suyos, y no para trabajar en ellos, sino para esquilmarlos. (Los españoles sumamos a nuestra historia colonial otra deuda moral: la de haber sido siempre un país de exiliados y emigrantes. Tiene una triste gracia que los que nos hemos refugiado tradicionalmente en otras casas, porque en la nuestra no teníamos donde caernos muertos, protestemos ahora por que los necesitados se guarezcan bajo nuestro techo). La disposición al trabajo de los inmigrantes se ve cada día en Londres y en todas las ciudades del mundo: muchos de los que pasean perros son extranjeros; muchísimos camareros son extranjeros; casi todos los cuidadores de ancianos, que empujan con delicadeza sus sillas de ruedas y les dan conversación en los parques, son extranjeros (en España son dominicanas y bolivianas las que cuidan a nuestros abuelos); en las brigadas de peones y albañiles abundan los extranjeros; bares, restaurantes y tiendas de todos los productos imaginables tienen dueños -y empleados- extranjeros; los que sirven a domicilio la compra de los supermercados son árabes o rusos; también el manitas que repara los desperfectos de nuestro piso es ruso; y todos los conserjes del inmueble son indios o paquistaníes. Los estudios de la UNESCO, las universidades y las organizaciones no gubernamentales también demuestran que los recursos que consumen (y que financian con los impuestos que pagan) están por debajo de los que consumen los nacionales, en parte por desconocimiento del sistema, en parte por vergüenza. Yo tengo una amiga en Londres, mexicana, que recibe una ayuda para pagar el alquiler, pero que no ha solicitado hasta pasados casi diez años de su establecimiento en Inglaterra: no quería sentirse una carga en su país de acogida. Yo mismo no me he preocupado por averiguar qué subsidios o benefits podría recibir. Solo me he dado de alta en la Seguridad Social e ido al médico dos veces en un año y medio, sin hacerme ni una sola prueba (aunque mañana seguramente me someteré a un análisis de sangre: sospecho que me han subido el colesterol y el ácido úrico; espero que no utilicen el gasto que haga como argumento para devolverme a España). Y, en cuanto a los valores, el único que han de compartir inexcusablemente los inmigrantes es el respeto a la ley. Cumplido esto, cada cual es libre de hacer o sentir lo que quiera, coincida eso o no con el sentir mayoritario de la sociedad. Este es, precisamente, el valor fundamental que les ofrece el país que los recibe, si es democrático: no exigirles nada que no esté prescrito por la ley; permitirles, incluso, que protesten y abominen de ese mismo sistema, siempre que no vulneren las normas de la convivencia. Quemar la bandera nacional es legal en los Estados Unidos, porque el Tribunal Supremo ha decidido allí que entre los valores que simboliza y defiende esa bandera se encuentra el de tener libertad para quemarla. En España, en cambio, donde todo lo que afecta a las banderas tiene consecuencias metafísicas, y hasta bélicas, pegarle fuego a la rojigualda está castigado con penas de cárcel. Por lo demás, la inmensa mayoría de los inmigrantes respetan y se adaptan con extraordinaria flexibilidad a los valores comunes, en Gran Bretaña y en todas partes: envían a sus hijos a las escuelas públicas, votan en las elecciones, participan en la vida pública, se suman a las instituciones del Estado y marcan goles con sus selecciones nacionales. En todo este asunto no hay otra explicación que la inseguridad, la incertidumbre, el miedo. El racismo, que es una especie de fobia, como la que sienten algunas personas ante animales o situaciones inofensivos, es solo una reacción -atrabiliaria, reptiliana- ante lo que escapa a nuestro control en la vida comunitaria. Pero las fobias no son culpa de las mariposas o de los ascensores que nos aterrorizan: no hay que matar a las primeras ni destrozar -o prohibir- los segundos. El problema es nuestro: hemos de ponernos en manos de un buen psicoterapeuta para solucionarlo. La solución al UKIP y a sus medidas contra la inmigración, como a cualquier otro partido u organización que las proponga o aplique en cualquier parte del mundo -también el gobierno del PP, que ha retirado la cobertura sanitaria a colectivos de inmigrantes, y los aporrea y mata en Ceuta y Melilla-, es ofrecer información veraz, promover la educación y la comprensión intercultural, y subrayar que la incertidumbre constituye la esencia del ser humano. A esa incertidumbre no contribuyen los inmigrantes, por lo menos no más que el resultado del próximo Barça-Madrid o de las elecciones generales de noviembre. Hay que aceptarla y vivirla, sin hacer daño a nadie, con misericordia para todos, hasta que llamen a nuestra puerta para que dejemos de hacerlo: será alguien vestido de negro, pero no será alguien negro.

martes, 17 de febrero de 2015

Una poética y algo de historia (y 7)

Los haikús del tren son otra miniatura, que describe otro espacio cerrado, aunque ya no sea el de la carne y sus afanes. Inspirado por un libro de poemas orientales que estaba traduciendo en aquellos días, quise practicar una de las formas más breves de la literatura universal. Siempre he pretendido, con cada libro, volver a aprender a escribir. No encuentro placer en el onanismo: en el literario, aclaro. Hacer otra vez lo que ya creo saber hacer es una de las formas más tediosas de la melancolía. Aspiro a descubrir, con cada nuevo asunto que aborde, con cada nueva forma que elija, al nuevo ser que lo aborda y la elige, o a crearlo: la literatura es reviviscencia: un modo de respirar otra vez, de respirar más, o acaso de empezar a hacerlo. La fórmula del haikú, tan exigua como exigente, era un corsé extraordinario para alguien naturalmente inclinado al tumulto y a la dilatación: eso me fascinaba. Entre otras cosas, porque lo más austero y lo más derramado son extremos que se tocan: ambos buscan la máxima intensidad, aunque por caminos distintos. El poeta torrencial quiere alcanzar y prolongar esa intensidad, culminar la paradoja de que algo se encuentre al mismo tiempo en el ápice y en la base, hacer duradero lo momentáneo, aunque perturbe, aunque estrague. A mí me interesa lo fluido, pero una fluidez ígnea, que, además, contenga estructura: argumento. Necesito elaborar un discurso, porque el discurso me elabora. Me conviene la ilación, la urdimbre, la réplica y la contrarréplica, en el precipitarse de las aguas del poema, porque cada una de esas hebras o de esas objeciones erige una parte de mí, y quizá también del lector; cada una de ellas suscita un frenesí o una interrogación, y no hay intimidad que perviva sin ellas. Sin embargo, quiero también que el brío de la palabra no decaiga, que crezca conforme crece lo dicho, que se consolide sin dejar de ser magmático. El autor de un poema tan breve como el haikú trae ese objetivo al territorio de lo fugaz, de lo casi inaprehensible, y lo adensa ahí, como una gema, pero una gema líquida. La mayor paradoja del haikú es que convierte lo que pasa en lo que queda. Radicalmente. Lo aísla en una exactitud de jade, mientras a su alrededor zumba el enjambre de lo que desaparece. Esa materialización supone el culmen de la intensidad: tanto lo es la palabra, que se ha hecho cosa, realidad allende la realidad; se ha convertido en nosotros, en lo que somos y no podemos dejar de ser, y también en victoria sobre nosotros: nos ha derrotado con lo que nos constituye. Y todo ello sin querer: simplemente, captando, con una delicadeza insondable, este momento, esta nada que sucede.

En mi último libro, Décimas de fiebre, recurro a la clásica espinela para seguir por el camino del adensamiento, aunque sin la aérea implacabilidad del haikú. Me seduce el encaje hermético del poema: ese clic que hace cuando uno abrocha, con exactitud, cada verso, cada rima. Las fronteras algebraicas son límites, pero también estímulos. La necesidad de satisfacer unos requisitos formales es mayéutica: reclama la idea, y ayuda a alumbrarla. En Décimas de fiebre se conjuntan cuatro líneas creativas: la satírica, la descriptivo-paisajística, la amorosa y la existencial. En mí siempre ha habido una tendencia natural a la sátira: suelo reparar primero, en las personas y las cosas, en lo más digno de reproche, en lo más risible o insustancial. También me sucede cuando me miro al espejo. Algunas veces, esa inclinación congénita se refuerza por la idiocia del o de lo observado, en cuyo caso el poema se hace inevitable, y seguramente cruel. Sin embargo, también aquí he de controlarme, porque la burla inmoderada acaba dañando a quien se burla: el principal satirizado por la sátira es el satírico. Uno no puede ser poeta solo para zaherir a lo demás. Y, si lo hace, es que no es poeta del todo. Por eso mis invectivas responden a una querencia que no puedo ocultar, y que, a la vista de algunos, me parece sobradamente justificada, pero solo constituyen, solo pueden constituir, una parte de lo que escribo. Por descriptivo-paisajísticos me refiero a un conjunto de poemas que, al modo de haikús extensos, quieren dar cuenta instantánea de lo que sucede: de una escena, una imagen o un acontecimiento fugaz, pero en cuya fugacidad, precisamente, radica una insospechada solidez: la certeza de que esa realidad es permanente, e indestructible, en su propia evanescencia, y en mi memoria. En ellos cuento la aventura de una abeja que liba una flor en mi balcón, o de unos rayos de sol que se filtran por entre los árboles en un parque de Barcelona, o de una camarera que me sonríe al entregarme el café que me tomo (que me tomaba) por la mañana, antes de entrar en el trabajo. Son poca cosa, pero me bastan. En cuanto a los poemas de amor, no podían faltar: el amor –su recuerdo, su ausencia, su esplendor– es uno de los pocos báculos con que contamos en este caminar desvencijado hacia la muerte, y su deriva erótica nos ayuda a recrear sus mejores culminaciones. Finalmente, las décimas existenciales solo pretenden abundar en lo que llevo escribiendo desde siempre: la incomprensión del ser, la incomprensión de ser, y la angustia de la muerte: de no ser. Hacerlo no me satisface especialmente, pero no puedo evitarlo. Uno escribe lo que es, y eso es lo que, para bien o para mal, a mí me define: el terror a la nada y el correspondiente, y estremecido, amor a la vida.

Entre estas entregas, he dado a la luz tres poemarios más: Cuerpo sin mí, en versos blancos e impares, Bajo la piel, los días, con poemas en prosa, e Insumisión, con poemas versales y en prosa. Los tres forman parte de la columna vertebral de mi poesía, que pasa también por La luz oída, El barro en la mirada y Las horas y los labios. Insumisión acaso sea el más singular, y no solo porque recurra a formas poemáticas distintas, sino porque mezcla asimismo los registros y los tonos, sostenidos por un espíritu indignado, que no comprende la prevaricación ni la vileza, ni comparte el lenguaje de quienes nos gobiernan, al que se le ha arrancado cualquier traza de lenguaje. Sin embargo, no he querido que fuese solamente una mezcla, sino algo que superara y unificase esa mezcla: que fuera una totalidad de voz, cuyas contradicciones quedaran resueltas por su impulso trascendente. Escribo paradojas, practico la contradicción, aúno cosas dispares: en la ficción –pero muy veraz– del poema, lo discordante se resuelve en aceptación, y quiero pensar que también en concordia. Con esa reconciliación, me reconcilio con lo que no entiendo, que es casi todo, con lo que no acepto, que es mucho, y también con lo que soy, que es lo más difícil. Y esto es lo principal: la poesía no solo me sirve para defenderme de las inclemencias de la vida y de las injurias del tiempo, como si fuera una jaima zarandeada por el simún, sino para revocarlas: para creer, en el acto de decir, que no existen, o que me abrazan. Con la suavísima unión de las palabras, sobre todo de las más ásperas, o de las más caóticas, me creo unido a lo que no es palabra: a lo que es jadeo, y piel, y muerte. Pero no lo siento ya como algo doloroso o extraño, sino como lo que me define, hospitalario como un vientre. Y ahí me quedo, acogido a su tibieza, uno, solo, pero acompañado por todos latidos que existen.

domingo, 15 de febrero de 2015

Las galerías del Serpentine y un restaurante japonés

Hoy hemos quedado para cenar con Diego, un médico amigo de Ángeles, y su mujer, Esther, pero, como tenemos tiempo por la tarde y nos pilla de camino, decidimos visitar las galerías de arte de Hyde Park. Los parques ingleses son así: tienen galerías de arte. En este hay dos: la Serpentine Gallery y la Serpentine Sackler Gallery. El 49 nos deja muy cerca del Albert Memorial, ese pináculo churrigueresco, parecido a un pastel de boda, dedicado a la mayor gloria del príncipe Alberto, el bienamado de Victoria. Recorremos el Paseo de las Flores, un breve tramo inundado de arriates, setos y mazos de flores, en el que las ardillas campan con entera libertad y no poco atrevimiento. Si te descuidas, te muerden las pantorrillas. Hasta los pájaros parecen más osados que en otras partes. Cuando pasamos por el lugar, una mujer les ofrece pan en la palma de la mano, y un raro ejemplar de pecho amarillo acude a picotear las migas. En la Serpentine Gallery se exhibe la obra de Reiner Ruthenbeck, un artista conceptual alemán. Al entrar, me cruzo con una señora mayor que sonríe y que, cuando llega a mi lado, musita: "Strange, very strange". A mí que las señoras mayores consideren una obra de arte very strange me pone: quiere decir que seguramente me interesará. Y, en efecto, me interesa. Los elementos con los que trabaja Ruthenbeck son pocos, pero están bien ligados: montones de tierra en la que se clavan -o de la que surgen- piezas metálicas, una gran habitación en la que solo luce una bombilla mortecina -se titula Crepúsculo: entre perro y lobo-, o un conjunto de muebles tumbados. Aunque no sé si está permitido, no veo ningún cartel que lo prohíba, así que me atrevo a pasear por entre las sillas y mesas caídas. Un joven vigilante me confirma enseguida que no se puede andar por allí. Yo le digo que ningún letrero avisa de la prohibición y él me responde, sin dejar de sonreír, que para eso está él allí. Algo parecido me pasa con otra pieza, consistente en dos escaleras de mano trabadas. Me acerco tanto para comprobar si están unidas de alguna forma, o solo apoyadas una en otra, como esos arcos medievales sin machihembrar, que se sostienen solo por el equilibrio de fuerzas de las piedras que los componen, que otra vigilante acude pronta, asimismo con una sonrisa llena de dientes, para decirme que le pone nerviosa que me acerque tanto. Yo le contesto que no se preocupe: que no pienso ni respirar cerca de la obra. No parece importarle que me ahogue, siempre que no amenace la estabilidad de la pieza; es más, que me ahogue la tranquiliza. El celo extremo de la seguridad me incomoda. El respeto al arte es fundamental, pero ese respeto no puede excluir verlo, olerlo, empaparse de él: el arte no puede ser intangible. Nos vamos a la siguiente galería, que no dista más de doscientos metros de la anterior. Para llegar hemos de cruzar el puente del Serpentine, el estanque de Hyde Park. Ya ha anochecido, y el agua es de una negrura abrumadora: noche coagulada, turmalina feroz, sin una sombra de luz. La Sackler se encuentra en The Magazine, un arsenal construido en 1805, necesario entonces para las guerras contra Napoleón. Celebro la transformación: de polvorín a sala de arte. Y su espíritu queda ya reflejado en la fuente que la precede, hecha con un enorme manojo de mangueras multicolores. Hoy acoge una muestra de la obra del argentino Julio le Parc, que me sorprende, porque uno no espera que una exposición sea divertida, y esta lo es, y mucho. El conjunto se ha diseñado como una especie de salón recreativo -o arcade, como se diría en Inglaterra- y el visitante va tropezando con obras de arte que también son entretenimientos. Una se titula "Identifique sus enemigos" y consiste en una diana, en cuyos círculos figuran "el imperialista", "el capitalista", "el militar", "el intelectual neutral" (este me encanta: es mi enemigo favorito), "el policía" y "el indiferente", a la que se pueden lanzar dardos. En la misma sala se pueden tirar pelotas contra unas siluetas de personajes asimismo odiados: el capitalista (con chistera), el militar (con casco) y el policía (con gorra de plato) repiten, pero ahora se suman otros, como el obispo (con mitra). Cuando se acierta de lleno, suena una musiquita circense. También hay un bosque de sacos de boxeo que hay que atravesar a golpes: en los sacos Le Parc ha dibujado diferentes personajes de la sociedad, como escritores, académicos, poetas, políticos y deportistas, entre muchos otros. No veo, sin embargo, si ha incluido a los artistas entre los tipos a los que hay que aporrear. Habría estado bien. En el extremo opuesto de Ruthenbeck, todo es aquí manipulable, tangible, golpeable, es más, para ser lo que aspiran a ser, estas piezas han de ser tocadas. Uno atraviesa bosques de espejos, y pisa superficies inestables, y desordena móviles, es decir, les da vida: el desorden alienta, enardece. Muchas piezas son combinaciones de movimiento y luz; otras hacen ruido: casi todas requieren la participación del espectador. Este lúcido infantilismo me encanta, y paseo por las diversas salas con una sonrisa en los labios, deseoso de descubrir más. Pero el tiempo empieza a apremiar y hemos de marcharnos. La cita con Diego y Esther es un restaurante japonés, el Nagoya, cerca de Marbel Arch. Camino del encuentro, pasamos por delante de una iglesia con una enorme pancarta que dice que la comunidad está unida contra knife and gun crime, "el crimen de cuchillo y pistola" (o, con mejor traducción, los delitos con arma blanca y con armas de fuego): un gran reclamo para que la gente se instale en el barrio. Más adelante, nos cruzamos también con la casa, elegante, georgiana, en la que vivió William Thackeray, el autor del magnífico Barry Lyndon. La noche es una perfecta combinación del peor tiempo londinense: lluvia, viento y frío. Llegamos con alivio al Nagoya, solo para averiguar que los lavabos no funcionan y que, para cualquier necesidad, hay que utilizar los servicios de un pub vecino. No será lo único que nos recordará el pésimo clima de la noche. La puerta del local no cierra automáticamente y, como nos han sentado al lado de la entrada, nos tenemos que levantar a cada momento para cerrarla. En el servicio, se mezcla la nipona obsequiosa -demasiado obsequiosa: parece un dibujo animado-, que nos habla en algo parecido al inglés, y una camarera suiza, hija de una emigrante de Badajoz, con la que hablamos en castellano. Desfilan el sushi y lo demás -yo nunca sé muy bien lo que pido en los restaurantes orientales; he llegado a abrir la carta y señalar a ciegas con el dedo, como antes se hacía con los globos terráqueos para decidir a dónde quería viajar uno: así al menos no me sentía idiota si lo que me servían me parecía repugnante: lo atribuía al azar-, y, mientras comemos, Diego, que es oncólogo y de Córdoba, se maravilla de que Inglaterra sea el paraíso del tatuaje y nos enseña el que se acaba de hacer ampliar con uno de los mejores artistas -así los llama: artistas- de la especialidad. Lo lleva en el antebrazo: es, nos dice, una representación de los cuatro elementos -tierra, aire, agua y fuego-, que rodean a una nutria, su animal preferido. La nutria tuvo que ser modificada también en su momento, porque la primera versión que le habían dibujado parecía un pene: ahora sigue sin parecer una nutria, pero ya se diría que se lo han hecho en un burdel. Qué pintan los cuatro elementos alrededor de un mustélido es asunto arcano, que Diego no llega a explicar satisfactoriamente, pero que luce con mucho orgullo. La cena es amenizada también por una pareja de jóvenes borrachas que se ha instalado en la mesa de al lado: gritan, se carcajean, hablan por el móvil, tiran al suelo una botella de agua, que lo moja todo. Una capta mi mirada de desaprobación, pero sonríe y me pregunta: "¿Dónde estamos?". Yo le respondo que en un restaurante japonés. "Sí, eso ya lo sé -dice-, pero ¿en qué lugar del mundo?". Está más cocida que un potaje: "En Londres", le respondo, con paciencia que empieza a flaquear. "Sí, esto también lo sé, pero...". Ahí decido concluir la conversación, si es que a eso se le puede llamar conversación. La cena acaba con una cuenta monstruosa: 288 libras, unos 350 euros. No hemos comido demasiado, pero semejante dolorosa nos hace pensar que debemos de haber consumido los pescados más exquisitos y el mejor sake, aunque a mí no me lo hayan parecido. Salimos a la calle por la puerta abierta y nos perdemos bajo una lluvia japonesa: fina, silenciosa, lacerante.

sábado, 14 de febrero de 2015

Una poética y algo de historia (6)

Con El barro en la mirada perseveré en los metros clásicos, en este caso, el endecasílabo. La alternancia de formas tradicionales y formas libres me resultaba muy estimulante, y me ratificaba en la polifonía de la poesía, en su condición de lugar de paso –de caravansari en el desierto de la vida–, de edificio con muchas puertas y aún más alcobas, en sus innumerables posibilidades de plasmación. De la sección que integraba, con este título, La luz del trébede, pasé a cinco en el volumen publicado por DVD ediciones, cada una de las cuales exploraba, de nuevo, un ámbito existencial: el hecho –el acto– de ser; el yo y sus sombras; la muerte, una de mis obsesiones irremediables; el cuerpo y el deseo del cuerpo, otro de mis empeños: un ansia con la que socavo otras angustias; y el tiempo, trenzándolo todo, destruyéndolo todo. El barro en la mirada me granjeó definitivamente algo que La luz oída ya había sugerido: la etiqueta de surrealista y, en consecuencia, de hermético, un concepto que siempre me ha causado disgusto, y no porque se me haya aplicado, sino porque revela una percepción, si no equivocada, sí tristemente parcial de la poesía. En realidad, el hermetismo, asociado, por lo general, con la oscuridad, no existe en poesía: existe la poesía que conviene a nuestra sensibilidad y la que no; existe el verso que nos habla y el que se dirige a otros. Si alguien ha juzgado mis poemas incomprensibles, yo he tenido por ininteligibles algunos que pasaban por diáfanos: eran tan claros que no los entendía. La oscuridad se invoca, casi siempre, como un defecto, pero para mí es otra forma de claridad. Poemas generalmente considerados impenetrables a mí se me antojan transparentes, más aún, me asombra que haya quien no los comprenda. Y sin que eso obedezca a ningún apriorismo estético: simplemente, me dejo llevar por su canto, me rindo a sus sombras cristalinas, me sumerjo en sus ecos, en su reverberación, en su misterio: dejo que el lenguaje haga su trabajo. La comprensión de la poesía no coincide con la comprensión estrictamente racional, esa que ponemos en práctica cuando leemos un periódico, una novela o un tratado de sociología: la comprensión de la poesía es tan sensible como intelectual, tan auditiva como lógica, tan inconsciente como explícita; si un poema nos gusta, es que ya lo hemos entendido; si un poema nos excita, es que ya nos ha fecundado. Es más bien el poema sin pliegues ni resquicios, sin meandros ni zonas desconocidas, el poema que nunca se exalta ni duda de sí mismo, el que me resulta árido: no encuentro en él sino un paisaje entumecido, en el que la luz, homogénea, no vivifica las cosas, sino que las agrisa, y en el que el sentido común, imperante, ni es sentido ni es común: lo dicho siempre por todos acaba no significando nada. Esa poesía no se ha hecho para mí, pero puede ser admirada por muchos, y, de hecho, lo es: no tengo objeción; que la disfrute a quien le consuele.

El mismo año en que publiqué Unánime fuego perseveré en el poema en prosa con El corazón, la nada, más abierto al mundo, más arraigado en los objetos reconocibles, que aquella primera incursión en el género, deudora de un encendimiento amoroso que desdeñaba la cotidianidad para auparme al firmamento. En general, en todo lo que he escrito, y, en especial, en mi poesía en prosa, observo una evolución desde las alturas de la fabulación, desde casi el éxtasis, hasta los accesos y los abscesos de la realidad, hasta la realidad más urgente, pero sin que ninguna de ambas categorías anule por completo a la otra. De los bloques jubilosos y atormentados de Unánime fuego pasé al fragmentarismo y la recapitulación de El corazón, la nada, después a las escenas diarias de Las horas y los labios, luego a las casi crónicas de Bajo la piel, los días, más tarde a las estampas de El desierto verde, en el que el paisaje contemplado creaba y, a su vez, era creado por mis paisajes interiores, y, por fin, al mosaico turbulento, quebrantado, de Insumisión, siempre en busca de una forma poemática y de un flujo verbal que ahincara lo lírico en lo inmediato, que derramara su ácido en lo sucio, en lo anodino, incluso en lo abyecto, no para corroerlo, sino para resucitarlo. Este es otro de mis propósitos: perseguir lo poético en lo no poético, arrancarlo de donde se encuentre, a martillazos o con sutileza, encontrarlo en lo vacío, en lo opuesto, en lo que nunca podría ser poesía. Para ello es menester un estado latente de alarma, una escucha activa, una disposición sensible, como la del músculo que va a ser despertado por la caricia, o como la de la araña, aparentemente dormida, pero feroz, a la espera en el centro de la tela, pero también una agitación creativa que despierte los nexos subterráneos, las palabras que se esconden en el ruido, o enmascaradas en el silencio. Yo querría que todo lo dicho fuera poesía, que todo lenguaje participara del rumor y de la fuerza de la poesía, que nada fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza.

Tras El corazón, la nada, publiqué La montaña hendida, veinte poemas que hubiese querido pornográficos, pero que palidecieron en eróticos. La voluntad de que todo sea lenguaje, y de que todo sea poesía, se extiende también en mí a los estratos más sórdidos del lenguaje, o que convencionalmente se tienen por tales. Más aún: el mayor desafío es que lo inmundo sea delicado, que la suciedad resplandezca como una flor; que también ahí haya luz. Por eso, no solo no me preocupó utilizar un vocabulario explícito, sino que lo busqué activamente, para desactivarlo, para que fuera también verso. La enunciación expresa, sin metáforas esta vez, o con metáforas que no arruinen su obscenidad, pero integradas en un discurso que impugne esa obscenidad, no solo tiene un valor estético, sino también moral: exponer lo que hemos de afrontar, con lo que hemos de convivir, sin circunloquios ni, por lo tanto, cobardías, nos fortalece, porque nos expone a nuestras limitaciones y a nuestras debilidades, y también a la construcción que somos, al claroscuro que no podemos dejar de ser. Decir «mierda» en un poema, cuando esa afirmación trasciende los límites de las cosas y se orienta a purificar el significado, supone traer la mierda al poema, presentarla, con toda su hediondez, en la página en la que se ha escrito, pero privarla, al mismo tiempo, de su maldad, hacerla admisible y limpia y compartida. Algo parecido me propuse en Soliloquio para dos, que José Noriega me planteó como un proyecto conjunto –lo hizo en un bar de Madrid, ante unas cervezas y un plato de calamares; recuerdo las caras estupefactas de los parroquianos que pasaban junto a nuestra mesa y veían las ilustraciones que José había desplegado– y que yo abracé con entusiasmo. Ahí contaba, como punto de partida, con su trabajo: una serie de láminas con imágenes anónimas, y a menudo procaces, tomadas de una revista de contactos, que José había modificado con trazos, manchas y formas. El reto fue entonces asumir aquella denuncia de la soledad sin ser redundante ni previsible, dos de las peores cosas que se pueden ser en poesía, y en cualquier actividad. Me planteé, pues, escribir un relato platónico, en el que no hubiera ni una sola referencia sexual, y pocas alusiones anatómicas. El resultado fue un soliloquio con el alma de casi quinientos versos. El alma también es cuerpo, pensé: si me dirijo a uno, le hablo al otro. Soliloquio para dos es una investigación en el yo, eso tan pesado que nos acompaña, ese fardo del que no podemos desprendernos, que camina con nuestros zapatos y se acuesta cada noche con nosotros, empeñado en considerarse importante. Indagar en sus recovecos, en su permanente zozobra, es otra forma de inhibirlo, al igual que escribir sobre la muerte anula la angustia de la muerte. El contraste entre un texto que progresaba en honduras ideales y unas ilustraciones que abundaban en groserías, era también, para mí, un gesto poético: la anulación de las categorías estéticas –no solo la mezcla o la superación de los géneros, algo conseguido hace mucho– es otra forma de insumisión estética, y una, además, que nos pone, con violencia, frente al carácter artificial de nuestras convenciones y de nosotros mismos. Un tercer libro insistía en estas abruptas convivencias, Seis sextinas soeces, publicada algunos años más tarde, curiosamente, en «El Gato Gris», la editorial de José Noriega. La forma rigurosa inventada por un trovador, Arnaut Daniel, en el siglo XIII vehiculaba en esta lacónica entrega una dedicación sistemática al exabrupto y la impudicia. Como en ocasiones anteriores, las exigencias del pie y de la estrofa estimulaban el hallazgo: sin la constricción de lo obligatorio es imposible liberarse. Y también promovían la imaginación: los vuelos más ambiciosos, acaso los mejores, se producen en los espacios más reducidos.

viernes, 13 de febrero de 2015

Una poética y algo de historia (5)

La luz oída era parte de un proyecto más amplio, compuesto por cinco libros. Después de Ángel mortal, yo había querido escribir un libro de libros: el resultado era un pentapoemario titulado La luz del trébede. El título no me convencía. Con los títulos me sucede algo extraño: o los acierto a la primera, en una suerte de iluminación, o no encuentro forma de dar con uno satisfactorio: puedo picar piedra durante años, que me costará horrores quedarme con alguno que no me parezca un desastre. Los cincos libros de que se componía eran: La luz oída, en alejandrinos, sobre el mundo y la naturaleza, sobre el hacerse y deshacerse de las cosas, cosmogónico; El barro en la mirada, en endecasílabos, una reflexión existencial, una mirada al yo agónico, a la conciencia que vive fugazmente y muere para siempre; una tercera parte, cuyo título he olvidado, pero que pretendía ser, en tercetos encadenados, un estudio metapoético, una análisis de cómo el lenguaje permite construir ese mundo y ese yo; Unánime fuego, un conjunto de poemas en prosa que investigaban, extáticamente, en el amor y en su corolario erótico; y, finalmente, La ordenación del miedo, un bucle asimismo metaliterario, compuesto, a su vez, por cinco poemas romanceados, cada uno de los cuales era la síntesis, el dilatado epifonema, de las cinco partes que constituían La luz del trébede. Nunca intenté publicar el volumen entero. Si lo hubiera hecho, habría cosechado un fracaso monumental, y no solo por sus dimensiones, sino porque en aquella época, a mediados de los noventa, España estaba colonizada por un tipo de poesía muy distinta de la mía, con la que apenas resultaba compatible. Esa situación sociológica también me sorprendió. Yo, arrastrado de nuevo por la inocencia, que no dejaba de inspirarme suposiciones de las que salía inevitablemente chasqueado, pensaba que el mérito de una poesía, fuese cual fuese, se reconocería por sí mismo, como una consecuencia necesaria de su ser; que la poesía constituía una comunidad múltiple, pero en la que regía la ecuanimidad. Sin embargo, muy pronto me di cuenta de que no era así. La epifanía ocurrió en una de las primeras lecturas que hice de La luz oída, con ocasión de otro curso de verano, en Aguadulce, en la costa almeriense. Yo intervenía, con otros poetas, en una mesa presidida por Francisco Brines, premio «Adonáis» como yo, y a quien tanto admiraba por Insistencias en Luzbel y El otoño de las rosas. Al acabar la lectura, Brines saltó de su asiento y se dirigió a saludar efusivamente a otro de los poetas, un joven de Madrid cuyos poemas me habían parecido flojos, por decirlo con suavidad. Pero el maestro solo se interesaba por aquel poeta: hojeaba ávidamente el libro del que había leído, y apenas me estrechó la mano, cuando me acerqué a saludarlo, para volver de inmediato a sumergirse en aquellas páginas admirables. Aquella decepción me hirió en la vanidad, pero tuvo un efecto positivo: me sirvió para entender que las preferencias eran muchas, y que podían resultarme incomprensibles; y también que se imponían a la razón de la comunidad. Asimismo, me persuadió de que la objetividad no existe, algo que ahora me parece obvio, pero que entonces aún no tenía por indiscutible. Hoy creo que la objetividad ni existe, ni puede existir: que no hay cosas fuera de la representación de las cosas, y que la suma de esas representaciones, tantas como sujetos las practiquen, es lo que más se acerca a una realidad exterior, ajena a la valoración particular.

De las cinco partes del macroproyecto de La luz del trébede surgieron cuatro libros, o partes de libros: La luz oída; La ordenación del miedo, que publicó en Tarragona, en forma de cuadernillo, mi buen amigo Ramón García Mateos en 1997; El barro en la mirada, que se sumó al catálogo de la recientemente creada DVD ediciones en 1998; y Unánime fuego, que vio la luz en una plaquette de la editorial lisboeta Tema en 1999, y que luego sería reeditado por la galería Luis Burgos-Arte del Siglo XX en 2007, con ilustraciones de Juan Luis Goenaga, gracias a los buenos oficios de mi amiga Marta Agudo. Solo aquellos tercetos encadenados sobre la literatura permanecieron inéditos. Seguramente, es mejor así. El destino, a veces, es sabio. A veces, también es misericordioso.

Unánime fuego fue mi primera aproximación al poema en prosa, en el que he ahondado en libros posteriores. Recuerdo que ultimé esta sección en un monasterio de Navarra, en el que me encerré quince días para rematar el texto. Me veo aún allí, en aquella celda espartana, exaltado por la analogía constante, brincando de un eco a otro, feliz de que una pestaña me condujera a un automóvil, y de que un espejo se convirtiera en un rascacielos. La exuberancia de la imaginación contrastaba vivamente con la austeridad del entorno. Un estado de conciencia entre jubiloso y espeleológico me llevaba a afilar una metáfora, que explotaba en la mente como un proyectil potentísimo, y a esa metáfora se engarzaba otra, que salía de sus tripas como una metralla sin malicia, y a esa, otra, aún más adentrada, aún más expansiva. Pero no se trataba de estallidos huecos: cada una de esas metáforas era un trozo de verdad, porque la metáfora resucita las cosas: para ser preciso, hay que ser metafórico. Las asociaciones comunes desgastan lo asociado: al cabo de un tiempo, nada de lo que pretendemos significar significa lo que pretendíamos. Por eso es menester renovarlas con emparejamientos nuevos, extrayéndoles, otra vez, el tuétano, despertándolas con caricias a contrapelo que nos hagan sentir de nuevo aquella piel olvidada. Yo percibía que cada afirmación rotulaba el ser y, lo que era más importante, lo multiplicaba. La creación –el abrazo instantáneo de lo disímil, de lo imposible–, si es auténtica, nunca es abstracta: no se produce en el espacio de la mente, sino que arraiga en las cosas: la imaginación hace más real lo real, pero también otorga realidad a lo que carece de ella: expande el mundo, y a nosotros con él. En todas aquellas metáforas que yo hilvanaba, no como una exhibición retórica, sino como expresión genuina del llamear de los recuerdos y de la ebullición sensorial, encontraba lo que yo era: algo que me ha perturbado desde la niñez, cuando me sobrecogía la noción del yo: quién era Eduardo, quién era ese que se preguntaba quién era, de qué estaba hecho, qué barro constituía su identidad, dónde radicaba su conciencia. El poema en prosa, además, me permitía avanzar con más facilidad en las revueltas de la palabra, porque se adecuaba mejor –al menos, así lo percibía yo– al flujo de la sensibilidad, o del pensamiento. Por otra parte, la ausencia de apoyaturas formales exigía una concentración de lo lírico que enriquecía, a mi juicio, el resultado: lo obligaba a encontrar un ritmo interior, una pauta subyacente, que lo hacía más hondo, pero que también dinamizaba la superficie.

jueves, 12 de febrero de 2015

Una poética y algo de historia (4)

El primer libro que reconozco como mío, a pesar de las muchas diferencias estéticas que observo entre él y lo que hoy escribo, y que por eso ya figura, aunque parcamente, en El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), es Ángel mortal, que se publicó en Ediciones del Serbal, de Barcelona, en 1994. Hace el número 20 de una hermosa colección, «Espadaña», en la que también habían publicado Iury Lech y Vicente Valero. Recuerdo que la descubrí en una librería Crisol –como tantas otras, ya desaparecida– y que me gustó su formato. Con el mismo candor con el que había concurrido al premio del I. N. I. C. E., envié el manuscrito por correo a la dirección que figuraba en los ejemplares, y, al cabo de poco, obtuve la respuesta favorable de la editorial. Pero, siguiendo una cierta tradición de decepciones que se había iniciado con el galardón salmantino, cuando me llegaron las pruebas comprobé que todos los sangrados del libro, que eran muchos, habían sido justificados. Inquirí por qué, y me respondieron que mantenerlos suponía mucho trabajo, lo cual aumentaba el coste del volumen, pero que, si quería, yo mismo podía introducirlos. Y así lo hice: rebosando buena voluntad, pero también ansias por mantener la forma original del libro, me dirigí al taller de maquetación de la editorial, un piso viejo y sombrío en el barrio de Gracia, y me pasé una tarde entera apretando la tecla del espaciado para preservar los sangrados. Algo así se me hace hoy inconcebible, pero entonces tenía sentido: aquellas debían de ser las reglas de un mundo que yo desconocía, y había que respetarlas. No fue el único hecho que matizó mi entusiasmo: según averigüé después por alguien que ya no recuerdo, la colección de poesía del Serbal se financiaba gracias a los ingresos que los libros de Karlos Arguiñano le reportaban a la editorial. Hoy sé que esta es, o era, una práctica común entre las editoriales: un gran éxito comercial sufraga muchos pequeños fracasos comerciales, a cambio del prestigio literario que algunos de estos aportan o de la satisfacción personal que le procuran al editor. Pero entonces se abrió otra grieta en el edificio, ya tambaleante, de mi confianza en la poesía como hecho literario y cultural. El incidente de los sangrados en Ángel mortal revela la importancia que concedo a lo visual en la poesía. Lo visual contribuye al ritmo: la cadencia del ojo al recorrer los signos se suma a la cadencia de la mano –de la lengua, en realidad– al escribirlos y a la del oído al percibirlos. El conjunto forma una dinámica total, a la que procuro añadir una dimensión táctil, y hasta olfativa, con el uso de un vocabulario corpóreo, en el que la materia, la carne, la piel, no constituyan solo una invocación, ni siquiera el objeto de esa invocación, sino la realidad misma que se erige ante uno, y que lo roza, en el acto de la lectura. El sangrado, los juegos ópticos, el moldeamiento tipográfico, dan volumen al poema: le inyectan relieve, y ese relieve proyecta sombras en los versos, esquinas, hendiduras: accidentes que exigen una reacción del lector, que le obligan a transitar activamente por el poema, a estar alerta, y a abrazar (o, por lo menos, a tolerar) lo imprevisible. El sangrado quiebra la monocordia de la justificación y, con ella, incita a la aventura perceptiva, que es simultánea a la aventura de la comprensión. Por lo demás, los dieciocho poemas de Ángel mortal devanan una historia de amor en una ciudad contemporánea, que es Barcelona, pero que puede ser cualquiera. En «Ángel» y en «mortal» se reúnen dos de los ejes que han articulado hasta hoy mismo todo cuanto he escrito: la conciencia y la materia; lo trascendente y lo corruptible; el amor y la muerte. Los poemas practican un surrealismo moderado, que no pierde pie en la realidad, aunque pretendan otra. Esa imbricación de lo fabuloso, o lo inconsciente, y de lo más inmediato, lo más reconocible de nuestro mundo, es otra, creo, de mis características más duraderas, aunque en algunos libros, como los varios que siguieron a Ángel mortal, se haya diluido en una busca cósmica o en honduras introspectivas a las que llegaba en apnea y acaso sin voluntad de emerger. En mis últimas entregas, sin embargo, ha resurgido con fuerza: ahora necesito un ancla en lo circundante, un amarre que no se pueda refutar, algo que combata al helio de la meditación o al lastre del autoanálisis. Y no solo porque opine, como Pound, que la palabra «manzana» siempre es más bella que la palabra «belleza», sino porque la radicalidad mallarmeana, aunque purgativa, no me basta para sentir: para sentir emocionalmente, quiero decir, porque lingüísticamente me hace experimentar sensaciones lisérgicas. Pero en La luz oída, mi siguiente poemario, esta radicalidad, aunque me quedase muy lejos de Mallarmé, explotó con todas sus consecuencias. Fue, supongo, la evolución natural de una poesía que perseguía la máxima intensidad en el decir y que, encontrando romos los perfiles de lo cotidiano para sustentar una dicción que se quería insoportablemente candente, se volvió hacia el mundo como realidad suprarreal, como expresión de una naturaleza ingobernable y abrumadora, como fruto momentáneo de la eternidad. Construí, entonces, un solo poema de más de ochocientos versos alejandrinos, en el que cantaba la creación y la destrucción de las cosas, al amparo, con sus citas iniciales, de dos grandes epopeyas: la de Saint-John Perse y De rerum natura, de Lucrecio. Quizá fuese un propósito anacrónico, cuando todo parecía sumido en una contemporaneidad líquida, que descreía de los grandes relatos y aun de las narraciones discretas, y que recelaba, hasta el malestar, de la herramienta con que se habían fabricado, pero yo sentí que era lo que debía decir, aunque no encajara en su tiempo. La poesía, en mí, siempre ha obedecido a un sentimiento, esto es, a un rapto emocional, a una convicción sin raciocinio, pero que me atrevo a intuir más certera que cualquier silogismo. En todo caso, los alejandrinos de La luz oída aspiraban a materializar aquella pasión que me guía cuando escribo. Con ellos, y con todo lo que pongo en el papel, persigo una palabra tensa como la cuerda de un laúd, e igualmente vibrante; una palabra que reúna todas las resonancias que pueda suscitar, sin derramarse ni diluirse; una palabra en el ápice de su significación y de su música, para la que no haya otro matiz que la no palabra; una palabra, en fin, que nos permita sentir todo cuanto esa palabra vehicula, y a nosotros expandidos gracias a esa plenitud. La poesía ha de arrebatarnos, sin impugnar, no obstante, nuestra lucidez. Es necesario que nos sintamos saturados de sentido, que la conciencia tiemble, que el latido nos golpee como a un parche de tripa: no solo más vivos, sino erguidos frente a la muerte, experimentando la potencia de lo que nos da memoria y, por lo tanto, identidad, acariciados por una incomprensión clarividente, renacidos, reconciliados con el ser. Pero a esto no se llega, si es que se llega, solo con una enunciación entusiasta: lo fértil es el desorden, pero ese desorden ha de ser cuidadosamente elaborado; el desorden también requiere arquitectura. Por una parte, es necesaria una palabra exacta, que no se pierda en indefiniciones o vacuidades. La dicción puede ser ambigua, pero nunca inconcreta. Hay que exonerar a lo que decimos de todo lo que puede omitirse sin que la palabra pierda entereza: esa depuración la hará más firme todavía. Nada, pues, de circunloquios superfluos, de adverbios excusables, de adjetivos que emborronen al sustantivo (aunque los acertados lo rediman), de polisílabos y puntos suspensivos, de sinonimia culturalista, de errabundia sintáctica, de varias palabras si se puede utilizar una; matemos al gerundio y, sobre todo, al tópico, a la frase hecha, al pensamiento común: para escribir lo que todos tienen en la cabeza, ya están todos los demás. La poesía es exactamente lo contrario del lugar común: es el lugar individual, el lugar radicalmente uno, pero al que todos pueden acceder, precisamente por serlo: porque su singularidad representa la de cada lector. En La luz oída, me propuse, además, encauzar el torrente poético, al que soy malsanamente proclive, y evitar, acaso, la dispersión, recurriendo al poema unitario y al verso alejandrino, un metro solariego y dúctil. No ha sido esta la única ocasión en que lo he hecho. En estos veinte años de escritura poética, he alumbrado conjuntos de sonetos (Diez sonetos), un libro en endecasílabos (El barro en la mirada) y otros integrados exclusivamente por poemas estróficos como el romance, aunque en verso hexasílabo monorrimo (La ordenación del miedo), la sextina (Seis sextinas soeces), la décima (Décimas de fiebre) y, aventurándome en otras tradiciones, el haikú (Los haikús del tren). Con independencia de las virtudes de contención de las formas cerradas, siempre me ha interesado mucho otra convivencia en el arte: la de la fluencia y la construcción: que el poema sea un río, pero un río edificado; o, al revés, que sea una casa, pero que mane y discurra. Me parece que esta paradoja describe con fidelidad la propia naturaleza humana, y la de su pensamiento: a esa pugna entre la fragmentación de lo que percibimos –y la mayor todavía de lo que pensamos– y la certeza de la unidad subyacente, de la razón que todo lo unifica, aunque esa razón sea solo la provisionalidad y el azar, o incluso el sinsentido. Lo fluido y lo quieto, abrazados, significan, a mi parecer, lo que somos, o lo que queremos ser: algo dinámico, porque la vida se asocia a lo que se mueve, pero también algo que capta la plétora de la existencia, y nos sume en ella.