sábado, 31 de octubre de 2015

Solo esto he escrito hoy, o los disputados asuntos de la ortografía

Estoy corrigiendo estos días las pruebas de un libro que, salvo catástrofe, va a aparecer en una universidad mexicana —se titula Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros lugares) y recoge una selección de las reseñas y artículos literarios que he publicado estos últimos años sobre libros y escritores norte y suramericanos, además de algunos de otros lugares— y he topado con una dificultad no por habitual menos irritante: los responsables de la edición acentúan en todos los casos el adverbio solo, cuando en mi original esa tilde no aparece nunca. No es, como digo, la primera vez que me pasa: editoriales, instituciones y revistas se aferran a la norma antigua con tenacidad digna de mejor causa. Y también las personas. Hace pocos días, mi amigo Álvaro Valverde colgaba una entrada en su blog precisamente sobre este asunto, la acentuación de solo, subrayando la necesidad de preservar la tilde y revelando que esa posición le había merecido el aplauso de muchos lectores que coincidían con su parecer. En el caso de las publicaciones, la razón para mantenerla suele ser, oficialmente, "el criterio editorial", una expresión que solo significa que al editor le da la gana hacerlo así y no de otra manera. Cuando intentas conocer los motivos que sustentan ese criterio, las explicaciones, si es que llegan a darse, no se apean de una vaga necesidad de evitar la ambigüedad, aunque, en realidad, la causa última del mantenimiento del acento es la tradición, la costumbre o la simple inercia. Pero, antes de ir más allá, veamos lo que dice la Real Academia Española sobre este punto. Transcribo de la Ortografía de la lengua española, publicada en 2010 (http://www.rae.es/sites/default/files/Principales_novedades_de_la_Ortografia_de_la_lengua_espanola.pdf):

La palabra solo, tanto cuando es adverbio y equivale a solamente (Solo llevaba un par de monedas en el bolsillo) como cuando es adjetivo (No me gusta estar solo), así como los demostrativos este, ese y aquel, con sus femeninos y plurales, funcionen como pronombres (Este es tonto; Quiero aquella) o como determinantes (aquellos tipos, la chica esa), no deben llevar tilde según las reglas generales de acentuación, bien por tratarse de palabras llanas terminadas en vocal o en -s, bien, en el caso de aquel, por ser aguda y acabar en consonante distinta de n o s

Aun así, las reglas ortográficas anteriores prescribían el uso de tilde diacrítica en el adverbio solo y los pronombres demostrativos para distinguirlos, respectivamente, del adjetivo solo y de los determinantes demostrativos, cuando en un mismo enunciado eran posibles ambas interpretaciones y podían producirse casos de ambigüedad, como en los ejemplos siguientes: Trabaja sólo los domingos [= ‘trabaja solamente los domingos’], para evitar su confusión con Trabaja solo los domingos [= ‘trabaja sin compañía los domingos’]; o ¿Por qué compraron aquéllos libros usados? (aquéllos es el sujeto de la oración), frente a ¿Por qué compraron aquellos libros usados? (el sujeto de esta oración no está expreso y aquellos acompaña al sustantivo libros). 

Sin embargo, ese empleo tradicional de la tilde en el adverbio solo y los pronombres demostrativos no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo como los demostrativos son siempre palabras tónicas en cualquiera de sus funciones. Por eso, a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, no tildar nunca estas palabras. 

Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas. Los casos reales en los que se produce una ambigüedad que el contexto comunicativo no es capaz de despejar son raros y rebuscados, y siempre pueden evitarse por otros medios, como el empleo de sinónimos (solamente o únicamente, en el caso del adverbio solo), una puntuación adecuada, la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación.

El criterio de la Academia me parece razonable. La tilde de solo constituía, en efecto, una excepción a las normas generales de acentuación del castellano, y suprimir excepciones que no se consideren suficientemente justificadas simplifica y homogeneiza, y nos beneficia a todos: una anomalía menos que recordar. Obsérvese, además, que la Academia, pese a exponer con claridad su criterio y sus razones, no impone la eliminación de la tilde, sino que dice que se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad y formula la recomendación general de no tildar nunca estas palabras. Potestad y recomendación, pues: quien escriba podrá seguir utilizando el acento para deshacer la ambigüedad, si cree que la hay y así le apetece. Pero hay que subrayar que, si no es así, acentuar solo es hoy incorrecto, tanto como escrivir, hortografia o amoto.

Siempre me ha llamado la atención esta resistencia general a las modificaciones ortográficas. Uno todavía ve por ahí algún obscuro, cuando hace décadas que se declaró pertinente la simplificación de la sílaba inicial: oscuro. Quien lo escribe a la antigua es decir, a la latina debe de creer que está siendo más puro o más fiel a la esencia perdurable del lenguaje. Lo cierto es que todo cambia: también el lenguaje, más aún, el lenguaje es de lo que más cambia, y parece lógico que la ortografía cambie con él, para adaptarse a las nuevas formas que los hablantes vamos decantando o para adoptar criterios que faciliten el conocimiento y uso del idioma. Si no, aún escribiríamos como en tiempos de Gonzalo de Berceo. Yo soy una persona disciplinada y con una enorme respeto por las normas, por mi carácter, sí, pero también, quizá, por mi formación jurídica (una inclinación que mi vida en Inglaterra está potenciando, ay, hasta extremos dolorosos), y esta observancia encarnizada de los preceptos anulados se me antoja atrabiliaria y, lo que es peor, inútil: dentro de algunos años (aunque quizá sean bastantes, como demuestran los inflexibles partidarios de la obscuridad) todos escribiremos solo sin tilde y la polémica será solo (sin acento) una curiosidad del pasado. Llamativamente, el conservadurismo que esta actitud revela no se da en otros terrenos: uno puede preferir que el límite general de velocidad en autopista sea de 120 km por hora, como ha sido durante muchos años; sin embargo, si queda establecido en 110, circular a 120 puede ser muy coherente y muy como siempre ha sido, pero probablemente le acarree penosas consecuencias.

Tengo para mí que el apego a las normas antiguas, más que a razones objetivas (la ambigüedad, por ejemplo, a la que suele apelarse para seguir aplicando el precepto derogado en este caso, aparece con frecuencia en el idioma, y la solución, si es que la requiere, no es acentuar las palabras involucradas en ella: así, en Juan no quiere a su primo, porque es muy envidioso no sabemos quién es el envidioso, si Juan o su primo, pero no reclamamos que se acentúe nada), obedece a la relación objetual que mantenemos con las palabras y, por extensión, con los textos, literarios o no. Sospecho que nuestra percepción de la ortografía no es puramente funcional, sino que deviene tangible, material, como si de una cosa se tratara. El texto es lo que es para nosotros como un cuadro que nos gusta o una jarra en la que nos complace beber: si se altera alguno de sus elementos (o se nos obliga a alterar nuestra prefiguración de él), se altera el objeto: ya no es el mismo: se ha quebrado su naturaleza, con la que habíamos establecido un vínculo individual e irrepetible. No lo sé. Quizá estoy siendo pejiguero o descabellado. O quizá me dejo llevar por la pasión de las pequeñas cosas, que a menudo es más arrolladora que la de los grandes asuntos. Una tilde más o menos tiene poca importancia. O no tiene ninguna. 

miércoles, 28 de octubre de 2015

Los retratos de Goya

Hoy visitamos de nuevo una exposición de Goya, en la National Gallery. Hace algunos meses ya vi la que se organizó, en otra sala de arte, sobre sus dibujos de viejas y brujas. Goya tiene predicamento en este país, casi tanto como la sangría o las playas de Lloret. La exposición de hoy recoge una amplia muestra de su obra como retratista la mayor reunida hasta ahora en el mundo, dice la publicidad, y será más amable que la otra, aunque, como veremos después, algunas de las mujeres de sus cuadros no tienen nada que envidiarles, en fealdad, a las arpías y hechiceras que poblaban sus carboncillos. Cuando nos dirigimos a la plaza de Trafalgar, vemos en la calzada un zorro muerto. No solo está muerto: está aplastado; las tripas se le han desparramado por el asfalto y la cabeza está girada hacia atrás. Y tiene la lengua fuera. Es curioso: todos los perros mueren con la lengua fuera. Trafalgar está ocupada hoy por una feria sobre el campeonato del mundo de rugby que se está celebrando en Inglaterra: hay carpas, voluntarios repartiendo folletos, un gran panel donde se explican las normas del deporte (algo muy necesario, aun en Inglaterra: las normas del rugby son tan abstrusas como la física cuántica) y mucho ruido. Justo cuando nos dirigimos a la entrada, pasa a nuestro lado, sobrenadando en la corriente impenetrable del tráfico, un descapotable enteramente pintado con la bandera británica. La visita nos hace pronto dolorosamente conscientes, por si no lo fuéramos todavía, de algunas características ineludibles de la vida en Inglaterra: las multitudes y la carestía de todo. La entrada de un adulto cuesta 16 libras (18, si uno es masoquista y añade a la tarifa dos libras más, voluntarias, en concepto de donación para el mantenimiento del museo; pero solo 9 si es, no parado, sino job seeker: buscador de trabajo. Por desgracia, y pese a que invoco, con cierta laxitud conceptual, esa condición, hay que aportar una proof of status, es decir, una prueba de que estoy parado. "¿Qué prueba es esa?", pregunto. "Una carta...", responde la señorita de las entradas. "¿Una carta de quién?", vuelvo a preguntar. "No sé, algo...", zanja la irritada funcionaria con más laxitud conceptual aún que yo). En cuanto a las multitudes, ahí están, bien amontonadas, frente a los cuadros de don Francisco. Hay pocas cosas más incómodas que transitar por un museo lleno. Uno intenta situarse en la mejor perspectiva posible para apreciar las pinturas, o acercarse a las tarjetas informativas para saber de ellas, o pasar a la sala siguiente, pero cada movimiento es una batalla: esto es un bosque de cuerpos y choco con cada árbol. Con mucha paciencia, no obstante, uno consigue reparar en las cosas, aunque siempre perturbado por un inacabable trajín de cabezas. Pronto empiezo a reconocer cuadros. Cerca de la entrada está, por ejemplo, el célebre de Carlos III vestido de cazador, con un escopetón a modo de cayado y un perro dormido a sus pies (¿dormido? ¿pero no iban de caza?), cuyo parecido (el de Carlos III, no el del perro) con el exrey Juan Carlos siempre me ha parecido asombroso, aunque hoy descubro que es menor que el del infante don Luis de Borbón. Este, representado de perfil en otro óleo famoso, La familia del infante don Luis de Borbón (y dedicado a una tarea tan importante para el Estado como jugar al solitario, mientras un mucamo peina a su mujer), es clavado al monarca. En este mismo cuadro aparecen otros dos personajes interesantes: el propio Goya, que gustaba de pintarse en sus obras, en una suerte de homenaje doble a su gran maestro, Velázquez, y a su propia ambición; y alguien que podría ser el músico italiano Luigi Boccherini, que sonríe, seguramente complacido por el buen trato que le dispensaba la corte española, y luce una amplia y misteriosa venda (o pañuelo) en la cabeza. El trazo de este periodo inicial de Goya como retratista conserva siempre un punto difuso, un resto de ambigüedad, que en sus fases posteriores se diluirá en una precisión transparente y reveladora. Pero todos sus retratos, de cualquier periodo que sean, son perspicaces y desnudadores: los rasgos que consigna revelan el carácter de los personajes, más aún, exponen su alma. Posar ante Goya debía de ser como tumbarse en el diván de Sigmund Freud, antes de que hubiera Sigmund Freud. No hay en ellos la pátina helada del neoclasicismo rigorista, que confiaba a los motivos externos mitológicos, religiosos, ornamentales la significación del representado, sino una aspereza elocuente, un realismo que persigue y descubre la verdad interior. Eso explica la fealdad de muchos de los personajes de Goya, empezando por los más encumbrados, como el rey Carlos IV, gordo y fachoso, y su esposa, María Luisa de Parma, a la que pintó con los rasgos inequívocos de un guacamayo, aunque tuvo la compasión de exhibir sus brazos, que ella consideraba hermosos y de los que se sentía muy orgullosa. (Hay que ser comprensivo, no obstante, con María Luisa: tras una intensísima vida sexual, a la que contribuyó con entusiasmo Manuel Godoy, primer ministro del Reino, y de la que fueron consecuencia 23 embarazos y 14 hijos, sus facultades físicas habían quedado notablemente mermadas). Ni siquiera la mujer de Goya, Josefa Bayeu, escapa a su pincel sin hipocresía: en uno de los pocos dibujos que se muestran de ella, no le ahorra ni la papada. Los cuadros que hemos visto en multitud de libros y documentales, y en otros museos, están aquí: el de Jovellanos, acodado en un pupitre con unos pliegos en la mano, raciocinando melancólicamente; el del duque de Wellington, héroe de la Guerra Peninsular (así llaman los británicos a nuestra Guerra de Independencia), de ojos azulísimos y marmórea mandíbula; y el de Fernando VII, con todos sus arreos y enjoyamientos reales, y empuñando el cetro como si fuera una porra, nada de lo cual consigue disimular una expresión de jumento y una mandíbula prognática. También destacan los que no están: el de la familia de Carlos IV y los celebérrimos de la majas, entre otros. Acaso como compensación por la ausencia de estas, sí figura uno de la duquesa de Alba, de 1797, de riguroso negro, salvo por un fajín rojo, en que la mujer más poderosa de España señala con un dedo imperioso la leyenda "solo Goya" grabada en la arena a sus pies. Aunque en la muestra hay más retratos de hombres que de mujeres, destacan algunos de estas: el de la condesa de Fernán Núñez, por ejemplo, con un cuerpo muy grande y una cabeza muy pequeña, sentada con las piernas separadas, que luce al cuello un camafeo con el retrato de un hombre, y que nos da otro ejemplo de pintura dentro de la pintura, a la que tan aficionado era Goya; o el de la guapísima (por una vez) actriz Antonia de Zárate; o el de la marquesa de Santa Cruz, que, a diferencia de las anteriores, ataviadas con mantillas y ropa de luto, viste una camisola vaporosa y blanca, como una musa, y aparece tumbada en una cama, sosteniendo una lira y dos prometedores pechos. Reparo en otros cuadros llamativos: el de Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, que, antes de morir a los ocho años, tuvo tiempo de ser representado con un trajecito rojo y jugando (es un decir: el niño está rígido como la fuyola) con una urraca a la que tiene atada por la pata, y a la que miran, con ávidos ojos redondos, tres gatos domésticos; el de Leandro Fernández de Moratín, el ilustrado de potente nariz al que se debe uno de los mejores libros escritos nunca sobre Inglaterra, Apuntaciones sueltas de Inglaterra; y otro que no conocía, Autorretrato con el doctor Arrieta, de 1819, un óleo sobrecogedor en el que Goya se pinta enfermo, y a su médico, administrándole una medicina. Al pie hace constar que lo hizo en agradecimiento y homenaje al galeno "por el acierto y esmero con que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad". No es tampoco el único autorretrato de Goya, que, como ya hemos visto, tenía una fuerte vena narcisista (aunque en Autorretrato con el doctor Arrieta sea una narcisismo tenebroso). Hay bastantes otros, en los que tampoco se exime de la sinceridad feroz de su pincel: sus rasgos se me antojan toscos, propios de un boticario de pueblo o de un agricultor acomodado. Salimos por fin. Antes, voy a vaciar al vejiga. Coincido en el mingitorio de esos que no tienen separación entre los urinarios y uno ve y oye el alegre fluir de los chorritos de sus compañeros mientras micciona con dos punkis antañones, cuyas crestas fucsias casi tocan el techo mientras descargan. Sorprendentemente, se lavan las manos antes de salir. 

domingo, 25 de octubre de 2015

Un barrio proletario de Londres

He vuelto hace poco de España y desde mi regreso no he visto el sol. Esta tarde tengo una clase en el taller de escritura creativa —en la modalidad de narrativa— que he empezado a impartir en Battersea Spanish, la escuela de español creada y dirigida en Londres por la costarricense Sara Caba. Me ilusiona dar estas clases: me arrancan de una cotidianidad solitaria y me obligan a relacionarme con el mundo; un mundo, además, muy cercano a mí cultural y socialmente. La sede de Battersea Spanish se encuentra en Lavender Hill (de tan poético nombre: la colina del espliego), no lejos de mi casa. Se puede llegar dando un rodeo por algunas de las calles principales del barrio, pero yo prefiero ir en línea más o menos recta y ganar tiempo: en 20 minutos, a buen paso, llego a la escuela. Ir en línea recta, no obstante, supone atravesar una de las zonas más pobres de Wandsworth. Las zonas pobres de Londres vienen determinadas por la presencia de council houses, o casas del concejo, que es como se llaman aquí las viviendas de protección oficial. Un acierto del urbanismo —y del estado del bienestar— británico ha sido integrar, siempre que ha sido posible, estas zonas menos favorecidas en otras más acomodadas. Así, no es extraño encontrar bloques de council en barrios de clase media, o incluso en barrios pudientes. Nuestro primer piso, por ejemplo, en Pimlico, daba, precisamente, a un vasto conjunto de inmuebles sociales, desde alguno de cuyos pisos superiores, dicho sea de paso, nos habían tirado alguna vez una bola de papel o alguna liviana inmundicia. Pese a estos minúsculos incidentes vecinales, la gente no parecía incómoda con la presencia de aquellas residencias proletarias. Esta política de mezcla ha sido providencial para que no se formaran guetos, o, por lo menos, para que no fueran impermeables. En algunas zonas, sin embargo, la acumulación de council houses ha llenado todo el espacio, y uno entra en ellas como si penetrara en otro país, delimitado por fronteras inmateriales pero muy perceptibles, y constituido por bloques de pisos —en Gran Bretaña la gente aspira siempre a tener casa propia; vivir en un piso, salvo que sea un apartamento holgado en un barrio opulento, se considera de pobretones— en los que residen gente de color —de todos los colores imaginables— y blancos muy humildes. Uno de estos sectores, integrados casi exclusivamente por casas municipales, es el que he de atravesar para llegar a mi destino. Las calles se hacen casi de inmediato anodinas: hay mucho menos pequeño comercio que en otras partes y casi ningún local de ocio. En mi camino a Battersea Spanish apenas veo un pub, llamado The British Flag ("la bandera británica"), que, en efecto, luce una bandera en una ventana, aunque no sea exactamente británica: pintada a mano en un tablón de madera, el azul se ha descolorido hasta un púrpura que empieza a hacerse rosáceo. No es un local sofisticado. Más bien parece el centro de reunión de camioneros en paro, descargadores de muelles y votantes de UKIP que entretienen las horas de inactividad con incesantes pintas de cerveza, mientras jalean a sus equipos de fútbol en televisión y despotrican de Europa. Se me ocurre que alguien con mala intención podría borrar la ele del nombre del local y dejarlo en The British Fag, "el maricón británico", algo que enfurecería deliciosamente a la clientela. Por las calles hay poca gente. Apenas me cruzo con alguna musulmana que arrastra el carro de la compra o con algún joven negro de sudadera y capucha. De vez en cuando, veo en la puerta de las casas a gente fumando, con aire ausente y ropa modesta. En general, las council houses, pese a los materiales baratos y la elementalidad del diseño, conservan la dignidad. No tienen nada que ver con las colmenas con aluminosis que llenan los extrarradios de muchas ciudades españolas, y que en muchos casos se degradan hasta el desmoronamiento o se convierten en laberintos de drogas. Y la vegetación no cesa: a pesar de estar en una zona pobre, los árboles crecen, rozagantes, en todas las calles y la hierba puja en casi todos los rincones: quizá no esté tan pulcramente cortada como en los jardines de Chelsea, pero sería un lujo inimaginable en las 3000 Viviendas de Sevilla o la Cañada Real de Madrid. El primer tramo de mi caminata acaba en las líneas férreas que atraviesan el barrio y que me obligan a tomar, para salvarlas, un paso elevado. Justo antes de cruzarlo, he de pasar por un túnel que debe de haberse construido a finales del siglo XIX, cuando esta zona se convirtió en uno de los grandes nudos ferroviarios de Londres, algo que, en buena medida, continúa siendo: la cercana estación de Clapham Junction sigue concentrando un tráfico impresionante. Es uno de esos lugares por los que uno se imagina pasando a Jack el Destripador: sucio, sombrío, abandonado. Por suerte, el ayuntamiento, sabedor de su poca galanura, se ha preocupado por dotarlo de luz, y una sucesión de fluorescentes anima algo el lúgubre tubo: pasar por aquí sin iluminación sobrecogería al más pintado. Este es también el punto menos agraciado del recorrido: la basura está tirada por todas partes y hasta hay una vomitona en el paso elevado. Es una vomitona polícroma y barroca: consciente de sí, generosa. Sin embargo, desde esa altura las cosas, tan feas, adquieren una anómala belleza. Los trenes no dejan de pasar, con su estruendo mercurial, y en las casitas que flanquean los haces de raíles uno advierte los inevitables jardines, algo más agrestes que en otras partes, pero jardines al fin y al cabo. Y cuando el cielo no está gris, como hoy, las nubes, aun quietas, parecen estallar, descender al paisaje infeliz que nos rodea y bendecirlo con su grávida blancura. Al otro lado del puente, el entorno cambia: se llega a la calle Eversleigh, y entonces uno comprueba cómo se desarrollaba la ciudad hace 150 años, al calor del crecimiento ferroviario. Eversleigh, y otras calles que la rodean, presentan una homogeneidad asombrosa: todas las casas, pequeñas, de dos pisos, son iguales. Construidas en ladrillo rojo en 1872 y 1873, se suceden pareadas (no apareadas, como tanta gente dice en España: sería un espectáculo inenarrable que dos casas se aparearan) en paralelo a la línea férrea, y todas las fachadas lucen un escudo de yeso que indica su pertenencia al terrateniente del lugar —el Shaftsbury Estate— y los años en que fueron edificadas. Son, en realidad, rascacielos acostados: el modelo de construcción victoriana con el que se acogía a la nueva población londinense a finales del diecinueve. Entonces eran alojamiento para pobres: las council houses de la época; hoy, en cambio, se han convertido en una zona para familias de clase media, entre las que no faltan las gentes bohemias y los profesionales liberales. Veo, al pasar, furgonetas y escarabajos Volkswagen, de aquellos en los que viajaban, en los años 70, fumetas con las barbas llenas de margaritas. El paseo está llegando a su fin: ya enfilo Lavender Hill, aunque no huelo a espliego, sino a humo de camiones. Pronto llegaré a Battersea Spanish, donde me esperan alumnos ansiosos por saber más de literatura. Al menos, después de haber visto los paisajes por los que he pasado hoy, creo estar en mejores condiciones de explicar a Dickens.

martes, 20 de octubre de 2015

El oculista

Mi oculista se llama General Óptica. Antes se llamaba oftalmólogo. Al primero fui, con dieciocho años, porque me dolía con frecuencia la cabeza y mis padres sospecharon, con acierto, que podía ser cosa de la vista. Yo leía mucho y ellos sabían, como casi todos los padres de su generación, que leer tanto no podía ser bueno. El oftalmólogo al que acudí en la Seguridad Social —en un ambulatorio tenebroso de la calle Numancia— me echó un vistazo, nunca mejor dicho, y me recomendó que fuese a hacerme las gafas en el establecimiento que tenía a la vuelta de la esquina. Cosas de la España de entonces. Luego he pasado por muchos otros especialistas y establecimientos —como he pasado por muchos barberos y partidos políticos, hasta recalar en un lugar estupendo: General Óptica. Un sitio que tiene que ver con la salud, pero que no está lleno de instrumental con aspecto de aparato de tortura, ni de medicamentos con sabe Dios qué efectos secundarios, ni de enfermeras malcaradas que parecen estar deseando clavarte una jeringa en las cachas, ni de ese olor amoniacal a nosocomio, ni del aire terrorífico de los lugares donde hay mucho gemido y mucha secreción corporal. En General Óptica todo es aséptico y amable. Uno camina y no oye los pasos que da. Tose, y la tos reverbera en las paredes. Y todo brilla: los cristales aunados de las gafas que se exponen en los aparadores como mariposas diamantinas, y de las mesas en las que se despacha y se paga, y de los espejos en el que los clientes se miran y vuelven a mirarse, construyen un espacio transparente, limpio como una manzana de plata. También los técnicos y dependientes participan de este ambiente impoluto: hablan con una suavidad quebradiza, y se mueven con la delicadeza de un relojero; de hecho, son relojeros de los ojos, orífices pausados y minuciosos, como el filósofo Spinoza. En Sant Cugat hay una tienda de General Óptica. Allí vamos toda la familia (o íbamos, cuando vivíamos aquí) a comprarnos las gafas que necesitamos (yo he seguido leyendo desde los dieciocho años, y la demasiada lectura ha continuado reblandeciéndome los sesos y las pupilas), y hacerlo es un placer. Uno entra y se regocija con el orden impecable, con la pulcritud de todo, y hasta con la sensualidad de las máquinas, arácnicas, acariciantes, redondeadas. Como nunca hay aglomeraciones de gente, los empleados te reciben con una solicitud que está en los antípodas de la hostilidad aburrida con la que tratan, pongamos por caso, los empleados de banca, por no hablar de la ferocidad que dispensan los siervos de la gleba que trabajan en los centros de atención telefónica. Durante mucho tiempo nos atendía una joven gorda y cariñosa, siempre vestida con una bata blanca, como los investigadores de laboratorio. Los empleados de General Óptica parecen estar deseando que entres y les pidas unas gafas. Muchos de otros sitios parecen ansiar que no entres ni les pidas nada, es más, que desaparezcas de su vista cuanto antes y, a poder ser, tropieces por la calle y te rompas una pierna. Acudo hoy para encargar unas nuevas gafas de sol: con la habilidad que me caracteriza, he perdido las que tenía, aunque, he de añadir, ya estaban bastante baqueteadas, las pobres. Quizá el destino haya querido que las extraviase para obligarme a renovar las existencias. No veo a la óptica gorda y afectuosa, aunque sí reconozco a otro encargado al que ya he visto en más ocasiones. Es un joven de estética singular: viste americana y corbata, como supongo le exige la empresa, pero conserva su personalidad, rebelde, en los extremos: en la cabeza luce una breve coleta, discretamente recogida con una goma; en los pies calza unas deportivas acharoladas, cuyo lustre, por cierto, casa bien con la refulgencia cristalina del local (aunque mal con el traje); y en las muñecas exhibe unas pulseras de cuero y colores, tan llamativas como sus zapatillas de discoteca. El hombre me hace sentar en la sala de medición y me somete al agradable test de las letras. Frente al sufrimiento que supone sentarse en la butaca del dentista, o tumbarse en la camilla del médico, o hasta exponer los pies a la brutal manipulación del podólogo (que se llama así por lo que poda), pasar por las manos del oculista es un momento de relajación, una bendición de Dios. Los cristalitos se suceden ante mis ojos y yo voy cantando si veo mejor o peor. A veces me pregunto si lo que digo es coherente, es decir, si mis respuestas se corresponden con lo esperable, según la lente por la que miro en cada caso. Sería ridículo que, con una con la que debería ver mejor, dijese que veo peor. Son temores que me quedan de mis tiempos de estudiante. También recuerdo aquella escena estupenda de Space Cowboys en la que Donald Sutherland, que no ve a tres en un burro, canta de corrido, y perfectamente, las letras más pequeñas del tablero, porque se las ha aprendido de memoria antes. Quizá, si sigo leyendo, llegue un punto en el que yo mismo tenga que hacer igual que él, aunque no me esté preparando para ir a la Luna en un cohete espacial. También se me viene a la memoria otra escena del cine clásico: aquella en la que un personaje de La gran evasión, casi ciego, pero que no quiere que se enteren los demás para que no le impidan marcharse con ellos, finge que su vista es tan aguda que es capaz de ver una aguja en un rincón de la celda, que ha puesto allí antes. Aunque descubren el ardid, escapará con los demás (para morir después, ay, a manos de los pérfidos alemanes). La conclusión del examen es que no he ganado apenas dioptrías desde la última revisión. Mis padres estarían contentos. El oculista no es un ocultista: trabaja a plena luz y para dar luz. Su obra es la claridad: por sus manos, el borrón del mundo se desenturbia y las cosas renacen. Tras la medición, otro dependiente, una mujer con traje de chaqueta, me acompaña a elegir la montura que más me guste. Es delicada y modosa, y habla en voz extraordinariamente baja, como si la fragilidad de lo que la rodea la abrumase y no quisiera arriesgarse a romper nada con una palabra más alta que la otra. Me quedo, por fin, con una montura de pasta negra y, sobre todo, muy resistente: soy tan torpe que las gafas se me caen siete veces al día; si me comprara unas de esas que son solo cristales, no llegaría fuera de la tienda con ellas. La joven inaudible me toma medidas, punteando sus actos de bisbiseos que se me hacen extrañamente eróticos, anota en un papel y consigna en un ordenador, y luego me extiende un presupuesto razonable, al que aplica, además, algunos descuentos a los que me da derecho mi condición de cliente privilege; ah, cliente privilege, qué bien suena. Salgo de la tienda con la sensación del deber cumplido, sin un dolor en el cuerpo, renovado y feliz. Aunque leer demasiado es malísimo para los ojos, la técnica de hoy —las ciencias adelantan que es una barbaridad— permite apuntalarlos lo suficiente como para que pueda seguir leyendo hasta el fin de mis días, cuando mis ojos se cierren y ya no me haga falta visitar al oculista.

domingo, 18 de octubre de 2015

Civitas ubi ver aeternum est o dos días en Tarragona

Con el poeta y amigo Juan Carlos Elijas no me he encontrado en Londres, aunque sí con su hija Claudia, que ha estudiado allí un curso escolar: la mala suerte ha querido que, cuando él iba a la ciudad a visitar a Claudia, yo estuviera en España. Pese a este no encuentro, tengo la sensación de que sí nos hemos visto, y hasta abrazado: hay encuentros espirituales, o imaginados, o inventados, tan reales como los físicos, o aún más. No obstante, y quizá para compensar las cervezas -esas sí, muy físicas- que no nos hemos tomado juntos en ningún pub de Londres, Juan Carlos ha querido invitarme este octubre a la Tardor Literària de la ciudad y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Tarragona, también al instituto de enseñanza secundaria donde trabaja como profesor de lengua y literatura, el Pons d'Icart. Allí me reúno con una de sus clases de bachillerato, donde charlamos él, los alumnos y yo sobre lecturas y escritores. Hablar con muchachos de 17 y 18 años tiene el encanto de descubrir a personas limpias y entusiastas que están empezando el maravilloso viaje de la vida, pero también supone constatar la condición de tabulae rasae, en punto a literatura (y a arte, en general), de muchas de ellas. Para mi desazón (y la de Juan Carlos, aunque él ya está más acostumbrado), ni uno -y hay una veintena de jóvenes en el aula- ha leído, no ya a Arthur Rimbaud, sino ni siquiera a Agatha Christie. Más descorazonador todavía: ni uno ha oído hablar nunca de Humphrey Bogart. Qué terrible averiguación. Hay, sí, quien ha disfrutado de una novela de vampiros (aprovecho entonces para contarles que el inventor de la figura literaria de Drácula fue un irlandés, Bram Stoker, cuya casa en Chelsea no está lejos de la mía); quien ha descubierto, gracias a La verdad sobre el caso Savolta, que le gusta leer; y quien ha llegado a la conclusión de que lo divertido de la literatura no son los libros, sino los cotilleos sobre los escritores. Pero todo lo demás, el infinito universo de la literatura, es terra incognita para ellos. Mi siguiente intervención se desarrolla en la sala de actos del instituto, a donde acuden varios grupos de bachillerato y sus profesores. Siempre es agradable ver que el lugar en el que habla uno está lleno, y el hecho de que la inmensa mayoría de quienes me escuchan sean oídos vírgenes añade interés al encuentro. Tras la presentación de Juan Carlos, leo algunos poemas y doy algunas explicaciones sobre ellos: si estamos en un centro de enseñanza, no me parece inadecuado ser algo pedagógico. Una de las composiciones que leo es una décima erótica. Antes de hacerlo, preciso que también he escrito poesía pornográfica, y que de esta me interesa el desafío que supone: hablar de algo socialmente tenido por sucio y, no obstante, hacer de eso arte. Busco ese desafío, añado, en todo lo que escribo: sin conflicto, sin incertidumbre, sin apartamiento de lo común, la poesía no existe para mí. El asunto de la pornografía es lo que más interesa a algunos de los asistentes. Por lo menos, es sobre lo que me hacen preguntas al acabar el acto (no en el acto: en la fase de ruegos y preguntas, nadie se ha atrevido a intervenir: los adolescentes son reacios a hablar en público, aunque en privado, sin el escrutinio de sus pares, no tengan inconveniente en interrogarte): varias chicas me preguntan si he leído poesía guarra en público y, si es así, por qué no lo he hecho hoy. Mi respuesta es que no me ha parecido prudente recitar según qué cosas en un instituto de enseñanza secundaria, pero que todo está en mis libros, si tienen interés: en Seis sextinas soeces o La montaña hendida. Como ya es la hora de almorzar, Juan Carlos, Rafa -profesor de filosofía y secretario del instituto- y yo vamos a comer a un buen restaurante del puerto. Cae una paella, desde luego, regada con un buen blanco de la tierra, mientras Rafa, que también es marino, nos habla de navegación y de barcos, y vemos palidecer suavemente al sol sobre la lámina verdeazul del Mediterráneo. Por la tarde toca la presentación de Corónicas de Ingalaterra en un bar del barrio viejo de la ciudad, el Museum Café. Saludo a muchos amigos: el gran Ramón García Mateos, que ha venido de Cambrils con toda su humanidad a cuestas; Juan López-Carrillo, que ha hecho lo propio de Reus, no menos grande que Ramón (y, en algunos aspectos, todavía más); Gustavo Hernández Becerra, un excelente narrador cuyo creciente parecido con Fernando Savater se me antoja extraordinario; Juan González Soto, que tiene cara de espadachín del diecisiete, y al que, como a mí, La casa encendida, de Luis Rosales, le parece uno de los mejores poemarios de la literatura española del veinte; Enrique Villagrasa, que parece haber firmado un pacto por el diablo, porque conserva exactamente el mismo aspecto que hace veinte años, cuando lo conocí; José Ángel Hernández, autor de dos espléndidos poemarios, Inercia de arena y Ucronía e hilván, con el que hablo mucho en la cena que sigue al acto; y Teresa Domingo, derrochadora, como siempre, de simpatía y entusiasmo. Hablamos de las Corónicas al lado de un discóbolo de yeso que otro Juan Carlos, el dueño del local, tiene al fondo de la sala. De hecho, el Museum Café es un lugar heterogéneo, en el que se mezclan las figuras clásicas, como este discóbolo de Mirón, con fotografías de Mánchester, pancartas colgadas en la pared y ornamentos de origen desconocido. Al día siguiente, sábado, Juan Carlos y su mujer, Eugenia, me han organizado un paseo por la ciudad, que culminará con una visita al Puente del Diablo, el acueducto romano de Tarragona. Para ello contamos con la inestimable ayuda de Maite, compañera también del instituto, y profesora de latín y cultura clásica. Disfrutar de un tour por Tárraco (que no Tarraco, con acento llano, como yo había dicho siempre) con una experta en latinidad es un privilegio al que no cabe renunciar. Empezamos por el anfiteatro, donde se martirizó a San Fructuoso, junto con sus diáconos Eulogio y Augurio, por el sencillo pero eficaz procedimiento de pegarles fuego, anticipando así el que la propia Iglesia utilizaría luego, durante siglos, para liquidar a sus herejes y enemigos. Luego pasamos al circo, del que se conservan imponentes arcadas y pasadizos, y subimos a la torre del pretorio, desde cuya azotea se disfruta de una excelente vista de la ciudad, una fascinante superposición de pueblos y arquitecturas: entre lienzos de la altísima muralla romana emergen las espadañas de las iglesias, las construcciones medievales y los tejados de la urbe burguesa y proletaria del diecinueve y el veinte. El recorrido por el Museo Arqueológico se limita a algunas secciones. Maite me pregunta: "¿Qué es lo que más te gusta ver?". Y yo respondo sin dudar: "Los desnudos". Nos dirigimos, pues, ipso facto a donde se reúnen las venus y los efebos, aunque compruebo, con alguna decepción, que hay más de estos que de aquellas. No obstante, es muy interesante la vitrina de príapos, entre los que destaca un trípode de bronce sin circuncidar y una hermosa colección de falos enrabietados que hacían, comprensiblemente, la función de nomeolvides. También admiramos una delicada muñeca articulada de hueso del siglo III d. C. y una magnífica serie de mosaicos, provenientes, en buena parte, de la villa de Els Munts, donde se cree que residió el emperador Adriano durante su estancia de dos años en Tárraco, capital de la Hispania Citerior y centro de operaciones de su campaña contra los asturas y cántabros, aquellos montañeses que tenían la insolencia de negarse a ser conquistados por Roma. Cuando salimos del Museo, observo que en una de las paredes se ha conservado una pintada de algún cenetista de 1936 que llama a la revolución, y que, nada más llegar a la calle, una placa recuerda que allí vivió Estanislao Figueras, presidente del Poder Ejecutivo de la I República: la mezcla de tiempos sigue presente en esta ciudad amasada por la historia. El recorrido acaba, como había sido prometido, en el Puente del Diablo, el acueducto que llevaba agua del río Francolí a Tárraco, y que se conserva como si hubiera sido construido ayer. Más aún: se puede caminar por la conducción del agua y cruzar toda la vaguada, ocre y verde, que salva la magnífica obra. Tras el paseo, damos reposo a los cuerpos con un aperitivo en la casita del guardia modernista (la casita, no el guardia) de la finca que da acceso al monumento, hoy reconvertida en bar, y hablamos, cómo no, de la situación política en Cataluña, que a todos nos inspira templados comentarios. El encuentro prosigue en la comida, que hacemos en otro bar, y en el café subsiguiente, que compartimos, en un local de la Rambla, con Marcel Pey, marido de Maite, poeta y artista multimedia, que, nacido en Cardona, recuerda cuando en los salones derrumbados del castillo, hoy parador de turismo, había estantes de madera a lo largo de las paredes en los que se alineaban calaveras. Una calavera, precisamente, luce él en un anillo, acaso como recuerdo de aquella imagen aciaga. Pero la conversación, con él y con todos, no es funeral, sino alegre y luminosa, como lo ha sido todo en estos dos días de poesía y amistad. 

jueves, 15 de octubre de 2015

Desfiles y fiesta nacional

El lunes pasado, día del Pilar, bajé a Barcelona a comer con mi madre, que se llama Pilar. Se me había olvidado que el 12 de octubre es la Fiesta de la Hispanidad, que mi madre sigue llamando Día de la Raza, el nombre que le dio Franco. Franco estaba obsesionado con la cosa étnica: así se titulaba también, Raza, la novela que publicó en 1942, y que había inspirado el guión de la película de Sáenz de Heredia, con ese mismo título, estrenada un año antes. Cuando iba por los pasillos que conectan los ferrocarriles de la Generalidad con el metro, empecé a ver gente envuelta en banderas españolas. También había muchos con camisetas de la selección nacional de fútbol, la roja que no hay que confundir con el rojo, una figura que a estos probos ciudadanos no les debe de gustar nada—, y otras con lemas unionistas o antiindependentistas. Bajaban todos de la plaza de Cataluña, donde recordé que se celebra, desde hace algunos años, una manifestación de exaltación patriótica. Si el 11 de septiembre los otros se reúnen en la Diagonal o la Meridiana, estos lo hacen en pleno centro de la ciudad. Quizá así compensen simbólicamente que son muchos menos y se hagan notar más. Ruidosos lo son, como todos los enardecidos por una causa superior. De hecho, estaban radiantes de alegría, con sus pancartas, sus leyendas en el pecho y su maquillaje rojigualdo en los mofletes. Se les veía poseídos por la pasión colectiva: esa transmutación del yo, que pasa de sujeto crítico e irrepetible, a pieza de un engranaje que lo uniformiza y trasciende. Algunos, sin embargo, no solo se dedicaban a carcajearse y hablar alto: también daban gritos de reivindicación. Tres o cuatro manifestantes con los que me crucé aullaban: "¡Àrtur Mas, cámara de gas!". Angelitos. El rugido revelaba que, cuando algunos españolistas tachan a Mas y los independentistas de nazis, saben de lo que hablan. Luego, después de comernos la paella que mi madre nos había preparado a mi hijo y a mí, me enteré por las noticias de que el reciente líder del PP en Cataluña, Xavier García Albiol (al que los presentadores de las tertulias de la caverna llaman, familiarmente, "Xavi"), había asistido a la manifestación de la plaza de Cataluña para expresar, con sus conciudadanos, su sentimiento de pertenencia a la gran nación española. El mundo, desde luego, necesitaba saber que Xavi García Albiol se siente muy orgulloso de ser español. Que sufre algún tipo de retraso mental ya se sabía. Y también que es partidario de limpiar Badalona (¿de qué? ¿de quién?) y de soltar alguna hostia cuando sea menester, como ya hizo en aquel escrache en su ciudad: salió de donde estaba y le endiñó un tortazo a uno de los que protestaban. Este mamporrero ha sido el elegido por los estadistas de la calle Génova para renovar el PP en Cataluña y hacer frente al desafío independentista: la brillantez de unos se corresponde con el aticismo del otro. También después de la comida vimos imágenes por la televisión del desfile de las Fuerzas Armadas con ocasión del Día de la Hispanidad. Siempre me ha intrigado que las celebraciones patrióticas (que no nacionalistas: el nacionalismo lo practican los otros, los malos: catalanes, vascos, patagones o manchúes) se sustenten en el Ejército. ¿Por qué no hacer desfilar, por ejemplo, a escuadras de enfermeras y médicos de los hospitales públicos, o de directores de cine (Pedro Almodóvar portando el guion de la unidad quedaría esplendoroso), o de cocineros de fama internacional (propongo al airoso Alberto Chicote para que lleve en este caso el estandarte), o de profesores de instituto, o hasta de poetas? Debo reconocer que la sincronizada marcialidad de los desfilantes siempre me ha provocado un cosquilleo de placer. Y no soy el único: no recuerdo si era André Gide o Paul Valéry el que decía que esa unión perfecta de los batallones que marchan a los mismos acordes le transmitía una sensación de armonía y plenitud que no encontraba en ninguna otra manifestación social. Algo muy parecido debían de sentir los asistentes al desfile, principalmente vecinos del barrio de Salamanca que dejaban un momento en el suelo la bandera nacional de plástico que portaban y se desollaban las manos aplaudiendo al paso de las distintas unidades. No obstante, y si uno se fijaba bien, las ovaciones hacían sutiles distingos. Las más estruendosas recaían en la Benemérita, querida y admirada por todos, y en la Legión, con su paso rápido, su cabra garrida (que seguía la dirección de la marcha sin desviarse ni distraerse en ningún momento, a pesar de los apetitosos arriates de flores con los que se cruzaba) y esos uniformes tan lustrosos, que dejan ver casi hasta el ombligo los torsos peludos y marcan paquetes de órdago. La Unidad Militar de Emergencias, sin embargo, concitaba menos entusiasmo, a pesar de la fanfarria de sus boinas amarillas. Si la había creado Zapatero, no podía ser muy buena. La contemplación del desfile me hizo recordar mi propia participación en estos fastos militares. Cuando hice la mili, fui gastador y miembro del Servicio de Vigilancia. Como gastador, en el cuartel -un centro de instrucción de reclutas- participaba en todos los actos de jura de bandera, y había uno cada tres meses. Me harté de desfilar, con un serrucho a la espalda, ante padres emocionados, que veían a sus retoños prometer a la Patria hasta la última gota de su sangre, y ante una tribuna en la que se situaban los mandos del acuartelamiento y alguna que otra autoridad militar venida de Alicante. Por suerte, era un desfile breve, aunque no exento de jirimejias castrenses: en varias ocasiones hubimos de hacer malabarismos con los cetmes y ofrecerlos, con un solo brazo extendido, a los oficiales que nos contemplaban. Aún recuerdo lo que me sorprendió que el arma no se me cayese en el pie, me hiciese tropezar y, conmigo, a todos los que desfilaban detrás: a mí, que era -y sigo siendo- incapaz de sentarme a una mesa a comer sin derribar un vaso, una botella o la fuente de las aceitunas. Pero el desfile que no se me ha olvidado, ni se me olvidará nunca, fue el que protagonizó una compañía del Servicio de Vigilancia, en representación de todo el cuartel de Rabasa, por las calles de Alicante durante la Semana Santa. El Ejército, por supuesto, tan católico, había de sumarse a las celebraciones religiosas de la ciudad. Y, si los legionarios llevaban a pulso al Cristo de la Buena Muerte en la cruz, los soldaditos de Rabasa bien podían pasearse por Alicante con sus galas y banderines. Que el Estado fuese laico no impedía -y sigue sin impedir- que una de sus principales instituciones, las Fuerzas Armadas, abrazase públicamente un credo: le autorizaba a ello la historia, la fe y los cojones. Así pues, para allá que nos fuimos. Eso sí: estuvimos ensayando dos semanas antes. El Ejército no podía quedar mal: tenía que asegurarse de que la unidad que aportase no estuviera compuesta por un montón de desharrapados que marchase como después de una cogorza. Un teniente coronel nos pillaba por la tarde y nos enseñaba a desfilar como a una falange macedonia, con templanza a la par que firmeza en el paso. Íbamos de un extremo a otro de una calle del cuartel, con el arma al hombro, maldiciendo nuestra suerte. Había hambre en el mundo, guerras en los cuatro rincones del planeta, pobreza y agitación en nuestro país, y el hombre ni siquiera había averiguado todavía si Dios existe, pero allí estábamos nosotros, dedicados a la fructífera tarea de cargar con un fusil y marcar el paso en un rincón de aquel erial llamado cuartel. Un día, para animarnos, vino el coronel, el capo, el jefe supremo. Era alto y corpulento, y estaba decidido a asegurarse de que dejáramos bien alto el pabellón del Centro de Instrucción de Reclutas. Acalló al teniente coronel -que sospecho le parecía demasiado blando- y nos iluminó con su saber. Quiso que desfiláramos a paso ultrarrápido y nos dio ejemplo. Para ello nos arengó antes con la promesa de una recompensa insólita: una consumición gratis en la cantina del cuartel. "¡Un bocadillo de jamón, un bocadillo de jamón, mi coronel!", precisó el teniente coronel. Y así, fortalecidos por la perspectiva de un bocadillo de jamón, además de con el agradecimiento de la Patria, salimos detrás del coronel, que marchaba, en efecto, como si alguien le hubiera metido una piula en el culo. Pero el muy cuco aprovechó el primer giro para apartarse lindamente de la marcha y dejarnos a nosotros en el fregado. Sus berridos impedían que desistiéramos: "¡Vamos! ¡Que se vea cómo marchan los hombres de Rabasa! ¡Os quiero más tiesos que la polla de un legionario!". Así estuvimos, corriendo como Fernando Alonso, por aquella avenida polvorienta, hasta que, desgalichada la marcha hasta el caos, con los hígados fuera y los cetmes por el suelo, el coronel tuvo a bien acabar con el suplicio. No creo que hubiésemos aprendido a desfilar mejor, sino más bien lo contrario, ni, por supuesto, hubo bocadillo de jamón alguno ("¿Un bocadillo de jamón?", le dijo el cantinero al primero que se lo reclamó, "me vas a chupar el rabo primero a mí y luego a tu padre": en el Ejército se hablaba con sutileza inigualable), pero los mandos se quedaron muy tranquilos sabiendo que sus hombres se habían ejercitado bien en el difícil arte de la marcha. Por fin fuimos a la ciudad. A mí, el más alto del grupo, me tocó portar el banderín de la unidad. Y, después de permanecer formados más de una hora delante de una iglesia de la ciudad, empezamos a recorrer las calles, entre un gentío transido de fervor bélico y cristiano, valga la paradoja. Algo perturbó ese fervor que el banderín que llevaba chocase contra el letrero de una pescadería que sobresalía de una fachada, pero yo hice por recomponerlo enseguida y, desde ese momento, estuve muy atento a la cartelería de la ciudad, que se había revelado un insidioso enemigo de la marcialidad que se suponía debía guardar el acto. Con cada rótulo amenazante, yo desviaba lo suficiente el guion como para eludirlo, pero debía hacerlo sin que se notara demasiado, así que me iba desplazando y meneando el asta sin perder la línea de marcha que marcaba el teniente que nos mandaba. Me pasé el desfile mirando simultáneamente al suelo y al cielo, como los jueces de línea para determinar los fueras de juego, y acabé más que aturdido: acabé estrábico. Pero la cosa no terminó ahí: al llegar a la avenida principal de la ciudad, habíamos de hacer el rush final. No estaba previsto que lo presidieran las autoridades militares de Alicante, con un general, nada menos, a la cabeza, pero allí estaban, con fajines y condecoraciones, en un estrado discreto pero visible. El teniente, que se dio cuenta cuando ya casi estábamos a su altura, se giró hacia mí y ordenó, urgido: "¡Vista a la derecha!". Para eso están los estandartes que preceden a las unidades: para transmitir visualmente a los soldados, que no las pueden oír, las órdenes de los mandos que las encabezan. Y con la misma urgencia del teniente, así hice yo: incliné el guion a mi derecha y miré a la tribuna de los jefes, y sentí cómo detrás todos hacían lo mismo, mirar a la derecha, mientras pasaban, con marcialidad simpar y hondo patriotismo. Ah, quién lo hubiera dicho. El coronel nos había enseñado bien. Aunque no nos hubieran dado ningún bocadillo de jamón. 

lunes, 12 de octubre de 2015

Unos días en Palma de Mallorca

Ayer volví de Palma de Mallorca, donde mi viejo amigo Juan Luis Calbarro me había invitado a pasar unos días y, aprovechando la estancia, a leer algunos poemas en Literanta, una de las mejores librerías de la isla. Hacía mucho que no iba a Mallorca. La última vez fue también por una razón literaria. Agustín Fernández Mallo, gallego afincado allí desde hace mucho, me había propuesto presentar su primer libro, Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, que contaba con un prólogo mío. Eso sucedió en 2001. Mis recuerdos de la ciudad balear eran, por lo tanto, difusos. Sí me acuerdo de lo mucho que me divertí con Agustín en Deià, un lugar lleno de friquis. Y también de que me paseó por la isla en un sensacional Alfa Romeo descapotable verde de los 60, que él conducía con un fular al cuello, que ondeaba al viento cuando ganábamos velocidad, como los aviadores de la Gran Guerra o los personajes de las novelas de Scott Fitzgerald. Se conoce que el destino quiere que siempre que vaya a Mallorca recorra la isla en un descapotable, porque Juan también tiene uno, aunque rojo y de nuestra época: un peugeot que parece un transformer y cuyo funcionamiento, cuando se desprendía de la capota, yo miraba embobado, como hacen los niños con un juguete automático. En este coche fuimos el primer día de estancia a Son Real, una finca pública cercana a Alcudia. Los 50 km que separan Palma de Alcudia, en extremos opuestos de la isla, constituyen para los mallorquines un viaje casi odiseico. En Son Real muchas cosas llaman la atención, como los cerdos negros que hozan junto a los caminos que la atraviesan y las enormes setas que han sobrevivido a sus colmillos. Pero lo mejor está aún por llegar: donde acaba la finca, y después de superar por una frágil escalera de madera el alambre de espino que la separa de la playa, uno encuentra las ruinas de una necrópolis talayótica del s. VII a. C., cuyo estado de conservación es pasmoso, teniendo en cuenta que, edificada con piedra arenisca, lleva casi tres milenios sometida a los vientos, las olas y la sal del mar, y que los visitantes pueden acceder libremente a ella. De hecho, cuando la visitamos, vemos a un inglés brincando de tumba en tumba como un arrapiezo en un parque infantil. Me pregunto si haría lo mismo en la abadía de Westminster. Juan y yo hablamos mucho durante la excursión, sobre todo de su regreso al mundo de los vivos después de ocho años de dedicación a la política, en UPyD. Ahora ha vuelto a escribir crítica de arte en los periódicos y a la edición de libros, con el sello que creó en Inglaterra, Los Papeles de Brighton, y, sobre todo, ha abandonado el no lenguaje de la confrontación partidista y regresado al lenguaje verdadero de los seres complejos. Por la tarde, doy la lectura prevista en Literanta. Antes, Jordi, un fotógrafo de El Mundo, me flashea un poco en las calles aledañas a la librería. Cuando al día siguiente se publique el artículo con la foto, comprobaré que salgo demasiado iluminado: parezco un gusiluz. Pero, en fin, uno se pone en manos de la prensa como quien se abandona a un río caudaloso, sin saber contra qué cantos chocará ni en qué ribera parará. Al acto acuden viejos amigos, como los poetas Federico Gallego Ripoll y Chema Prieto Molledo, y otros más recientes, como Román Piña. También está, claro, Agustín Fernández Mallo. Juan me presenta, yo leo algunos poemas bajo la penetrante mirada de Franz Kafka, cuya fotografía cuelga de una pared cercana, y luego se suscita una breve charla. Acabado el recital, Juan, Agustín y un matrimonio amigo, Inés Matute y Joaquín Lloréns, ambos escritores, cenamos en un restaurante de la zona. Palma, por lo que llevo visto y, sobre todo, por lo que veré al día siguiente, de la mano de Juan, abnegado cicerone, me parece una ciudad espectacular: pero no tanto por la grandeza de sus monumentos —aunque algunos son ciertamente grandes, como la catedral, la Almudaina o el castillo de Bellver— cuanto por su espíritu entre homérico y napolitano, esa mezcla de culturas, abierta a los cuatro vientos del Mediterráneo, que despierta los sentidos y estimula la imaginación. El aire decadente que Palma haya podido tener en el pasado, fruto de todos los pueblos e imperios que han pasado por aquí y que han desaparecido después, se ha transformado ahora en una esplendidez insólita. Se nota que es un lugar donde abunda el dinero. Los numerosos palacios que trufan su casco histórico se conservan impecablemente: la piedra luce limpia y entera en patios umbríos y fachadas suntuosas. Y muchos bajos de edificios antiguos albergan museos o galerías de arte. A varias de estas me lleva Juan, por interés profesional, durante nuestro paseo. En Maior me presenta a la galerista, Vanessa Vandergast, una neoyorquina hispanófila y bellísima que lleva tres años establecida en Mallorca, y que ahora exhibe en su establecimiento la obra dinámica y vagamente mironiana de José Manuel Broto. También conocemos a su perrita (de Vanessa, no de Broto), que es un bulldog francés, pero que ronronea como un gato (y que no creo que intimidara demasiado en el caso de que algún indeseable irrumpiese en el negocio). (Se me ocurre que la perra de Vanessa haría buenas migas con Elvis, el bichón maltés de Juan, un animal peludo y cariñoso [Elvis, no Juan], pero que no descuella por su agudeza: ni una ni otra raza salen muy favorecidas en el índice Stanley Coren de inteligencia canina). Tras el memorable encuentro con Vanessa Vandergast, nos cruzamos con José Ramón Bauzá, ex presidente de comunidad autónoma de las Islas Baleares, y autor de aquellas no menos memorables declaraciones, con las que acreditó, una vez más, la claridad de pensamiento y la altura retórica de los dirigentes del PP: "Sabemos lo que hay que hacer y lo vamos a hacer y por eso hacemos lo que hemos dicho que íbamos a hacer y por eso seguiremos haciendo aquello que nos toca hacer, a pesar de que alguno no se crea que vamos a hacer lo que hemos dicho que íbamos a hacer" (declaraciones que recompensó el abundante público con una salva estruendosa de aplausos). No sé a qué altura se situará Bauzá en el ránking humano equivalente al índice de Stanley Coren, pero podemos apostar a que no demasiado arriba. Su aspecto, por el contrario, luce radiante, de acuerdo con una estricta estética pepera: camisa sobria a la par que moderna, pantalones de pinzas, corte ceñido, complementos de calidad y gomina discreta: un mocetón conservador que da gozo verlo, y que pasa a nuestro lado con el paso resuelto de los que han resuelto las cuestiones esenciales de la existencia, como sus declaraciones públicas han demostrado siempre. Visitamos después la catedral y los baños árabes. La primera es de pago: siete euros de vellón. Reparamos, como todo el mundo, en la intervención de Miquel Barceló en la capilla del Santísimo, que se me antoja mucho menos interesante —mucho menos audaz— que la realizada en la cúpula de la Sala de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra. Mientras la contemplamos, una señora de la limpieza, enfundada en un mono azul, pasa el mocho por el suelo. Creo que silba. Los baños árabes están cerca, en un breve pero agradabilísimo jardín, un locus amoenus en plena ciudad, de propiedad privada. La rotulación, no obstante, debería mejorarse: "baños árabes" en alemán no es arabitch baths, que es más inglés que alemán, sino Arabische Bäder. Por la noche voy a cenar a casa de Agustín Fernández Mallo y Aina, su mujer, a la que es un placer volver a ver, después tanto tiempo. La conversación se prolonga hasta las tres y media de la madrugada. Hablamos mucho de trepismo (y de algunos trepas), una tara funcional (y moral) de la literatura y la sociedad. Y mientras lo hacemos, los dos gatazos de la casa se pasean majestuosamente por el comedor. Los ojos de la hembra, Frida, verdes como bengalas, brillan en la cúspide de un ovillo de pelo gris. Agustín me devuelve al hotel en el que me hospedo, cerca del palacio de Marivent, y, en passant, me señala las chabolas en las que pasaban las vacaciones, hace 50 años, los personajes de El verdugo. Al día siguiente, el último de mi estancia en la isla, participo en un programa infantil de la radio pública balear. Un grupo de niños, entre los que está Coral, la hija de Juan, dirigidos por Regina, la amabilísima presentadora, me hacen una serie de preguntas relacionadas con mi actividad de poeta, y luego otras en las que tengo que demostrar que conozco el universo de los niños y sus personajes de la tele favoritos. Esto segundo se me hace cuesta arriba, pero cuento con la inestimable ayuda de los padres que asisten a la grabación, que me chivan las respuestas con gestos descarados (que los niños no pueden ver). Lo más duro, no obstante, llega al final del programa, cuando he de elegir una canción infantil y cantarla: yo, a quien mis profesores de música en el colegio llamaban "el cuervo". Elijo, entre confuso y espantado, Marco. De los Apeninos a los Andes, la melodía de aquella serie transpirenaica y lacrimógena de los ochenta. Esta vez quien acude en mi socorro son los propios niños, que la entonan con determinación y que ocultan: a) que no recuerdo ni una palabra de la letra y b) que ya no soy un cuervo, sino una bandada de cornejas.

lunes, 5 de octubre de 2015

Ya nadie se llamará como yo

Así se titula el último poemario de Agustín Fernández Mallo, que se publica en Seix Barral (tecleando, me he equivocado y he escrito: Sexi Barral), precediendo a su poesía completa. Agustín me escribió hace unos días y me preguntó si quería presentarlo en Barcelona, a donde iba a venir de promoción. Le contesté enseguida que sí. Agustín no es solo un excelente poeta —y escritor—, sino, sobre todo, un gran amigo, uno de esos amigos que uno ha hecho al principio de una etapa, de algo importante en la vida —en nuestro caso, de la dedicación a la literatura: nos conocimos cuando él aún no había publicado nada, y yo, apenas dos libros—, y que perduran ya para siempre, cálidos e indestructibles, aunque haya silencios, lejanías, separaciones o accidentes. Además, hacía tiempo que no lo veía, y la presentación nos daría la oportunidad de reunirnos de nuevo. Él vino a Londres hace algunos meses, pero nos cruzamos: en aquellas fechas yo estaba en España, y no fue posible el encuentro. Quedamos, pues, hoy en Nollegiu, la librería en la que se ha organizado el acto, en el Pueblo Nuevo de Barcelona. Hacía siglos también que no venía por aquí. Ni siquiera cuando vivía en Barcelona me pasaba por el barrio. Hoy descubro un lugar popular, como siempre han sido los barrios barceloneses cercanos al mar, pero dinámico y curioso: las fachadas están pintadas y limpias; las calles, ordenadas, recogidas, con flores; el comercio funciona; y, de camino a Nollegiu, veo varias librerías: una infantil y otra de segunda mano, con un tenderete de libros incluso en la acera. Las librerías son en las ciudades como las nutrias en los ríos: un indicador de salud. Si las hay, es que la urbe está culturalmente sana, y el río, oxigenado y limpio. Agustín me espera en el bar de la esquina. Nos abrazamos, comemos olivas y charlamos. Pero el acto empieza enseguida y no podemos entretenernos en la tertulia. Nollegiu es una librería pequeña, cuadrada y pulcra. Tiene un buen fondo de poesía —al librero, periodista y exfuncionario de la Generalitat, como yo, le gusta la poesía, y se nota— y un espacio de lectura delimitado por dos sillones para los invitados, y un sofá y sillas plegables para el público. Entre este vemos enseguida a nuestros comunes amigos Sergio Gaspar y María, su mujer. La asistencia es muy notable: debe de haber una cincuentena de personas, que llenan por completo el recinto. Muchas están de pie. Son, en su mayoría, gente joven, entre la que advierto muchas barbas y ninguna corbata; esta vez ni siquiera yo me la he puesto. Este es uno de los grandes méritos de Agustín: con cualquiera de sus propuestas literarias —novelas, ensayos o poemarios— ha conseguido crear un público, o sintonizar con una sensibilidad actual, que le rinde lectores fieles, gente que sigue su escritura como los pájaros obedecen a las corrientes aéreas. Mi intervención es forzosamente breve: el tiempo está muy pautado. Tanto Anna, la encantadora gestora de Seix Barral que ha coordinado el acto, como el mismo Agustín me han insistido en que mi presentación no debe superar los quince minutos. Agustín añade incluso una maldad: alguien no me quiere revelar quién— le ha dicho que, si solo dispongo de un cuarto de hora, lo que hago es leer en un cuarto de hora lo que está pensado tres cuartos de hora. Pero no: no bato el récord del mundo de lectura rápida (esa que, en aquella memorable escena de Woody Allen, le lleva a decir que ha despachado Guerra y Paz en una hora: "va de Rusia", aclara), sino que digo lo que tengo que decir en los quince minutos establecidos. Le paso la palabra a Agustín y con eso él tiene bastante: su verbo es más fluido aún que él mío, y no necesita preguntas ni comentarios para situar Ya nadie se llamará como yo en relación con su poesía completa y para exponer los fundamentos y rasgos esenciales de su literatura. Agustín ha sabido crear un proyecto literario coherente y global, y hacerlo cuajar en una propuesta reconocible y un estilo singular. Eso tiene mucho mérito: idear algo, afirmarlo y defenderlo, sin atender a tradiciones, capillas o grupúsculos, con el solo convencimiento de su necesidad estética y de la capacidad de uno para llevarlo adelante, es algo al alcance de muy pocos. Y no tiene por qué ser una invención radical, una creación ex novo; en arte, quizá nada pueda serlo. La propuesta de Agustín —dicho muy resumidamente: que la ciencia y su lenguaje permeen la poesía contemporánea— tiene antecedentes, pero nunca hasta él se había formulado con tanta entereza, deliberación, plenitud y, hay que añadir, éxito. Su obra encabeza la vanguardia actual: la vanguardia entendida como incomodidad con lo presente, con lo conocido; como busca de zonas desconocidas, de conflictos y tensiones nuevos, de hibridación y mestizaje; como ruptura sostenida. Tras las exposiciones teóricas y algunas intervenciones del público, he de empujarlo para que lea algunos poemas. Agustín siempre se ha resistido a la oralidad en literatura; de hecho, también hoy formula un alegato contra la lectura en público, que ya le he oído en otras ocasiones. Pero cede a la demanda popular y recita dos poemas no muy extensos de Ya nadie se llamará como yo. Para alguien que ha hecho de la no lectura en voz alta una suerte de principio estético, alrededor del cual ha construido un sofisticado discurso justificativo, Agustín se descubre como alguien que lee muy bien sus poemas: con vigor y fluidez, con claridad y música. Sorprende, a veces, lo malos lectores que son de su obra algunos buenos poetas: no solo torpes, sino, peor aún, monocordes. Creo que el mismo Agustín se sorprende también de su diligente condición de aedo, y se anima a leer un tercer poema: "Caramba, esto de leer mola", se explica. Quizá la próxima vez que lo oiga recitar ya no echará pestes de la lectura pública de poesía. Todos celebramos su decisión, y luego pasamos a la charla, la firma de ejemplares y el prometido vermú. Agustín firma muchos libros, pero yo mismo estampo también algunos autógrafos: dos personas me han traído sendos ejemplares de Insumisión, El corazón, la nada. Antología poética (1994-2014) y Hojas de hierba, de Walt Whitman. Es una sorpresa y un gusto. Luego nos acercamos al anhelado rincón donde nos esperan las croquetas de atún y el vino blanco, pero descubrimos, no sin sorpresa, que el aperitivo es de pago. En efecto, una croqueta y una copa de vino cuestan dos euros; solo la croqueta, 1,30 euros; y solo la copa de vino, un eurito. El óbolo se deposita en una gorra situada al lado de la fuente. Convenimos en que corren malos tiempos para la lírica, incluso para la que publican las grandes editoriales. Cuando el acto ya ha acabado, un grupo de irreductibles nos vamos a comer a un restaurante cercano. Entre los comensales están Eloy Fernández Porta y Jordi Carrión, viejos amigos también de Agustín. Eloy, excelente escritor y persona, luce una barba mefistofélica y unas gafas muy blancas y muy grandes, que geometrizan un rostro ovoide. Jordi, con quien tuve una agria discusión hace algunos años, me ha saludado y tendido la mano al acabar la lectura. Yo se la he estrechado. Luego me ha preguntado cosas sobre mi vida en Londres y le he respondido. Aunque no he olvidado las cosas feas que hubo entre nosotros, no quiero que la mierda continúe. Si algo malo puede diluirse en un presente más amable, no voy a aferrarme a lo malo. Bienvenida sea la cordialidad. Bienvenido sea el olvido.

sábado, 3 de octubre de 2015

Fósforo blanco

Los que nos dedicamos a esto —a escribir, digo, y a escribir sobre el escribir— mandamos nuestros libros a mucha gente y solemos recibir libros —y manuscritos— de mucha gente. Dada la incerteza de la distribución (y aún más de la venta), es una de las formas que tenemos de asegurarnos de que nuestros libros lleguen a los potenciales lectores. Y consideramos lectores potenciales a otros escritores y críticos, aunque esta asociación no sea siempre cierta: conozco a no pocos plumíferos que, si leen algún libro, es de cocina. En este tráfico bibliófilo, a veces llegan libros que no nos resultan indiferentes. Me ha sucedido hace poco con Fósforo blanco, el tercer poemario de Pedro Luis Casanova, un andaluz que es profesor de Física y Química en un instituto de su tierra, publicado por la tenaz y hospitalaria Siltolá. Hace una década y media, Casanova publicó, en un corto margen de tiempo, dos libros: La anatomía del eco —qué gran título— y Café. Luego, y desde 2001, nada más hemos sabido de él. Las pausas publicatorias, no necesariamente creativas, no son extrañas en el mundo de la poesía. Ha habido algunas formidables, como las de Angelina Gatell, una excelente poeta social, o José Hierro, que se pasó casi 30 años trabajando en el Reader's Digest y escribiendo crítica de arte, sin entregar nada nuevo a la imprenta. La de Casanova no ha sido tan acusada, pero revela, no obstante, un entrañamiento singular, un hacer reconcentrado y silencioso, a la busca de la mejor expresión posible. Fósforo blanco es un libro maduro, que denota a un autor consciente de sus gustos y su sensiblidad, y que sabe explotar al máximo sus posibilidades. Las dedicatorias y paratextos, encabezados por un prólogo de Juan Carlos Mestre y una cita del gran, del enorme Saint-John Perse —"oigo crecer la osamenta de una nueva edad terrestre"—, no dejan dudas sobre la naturaleza del libro, una exploración surreal de las esquinas del mundo, un ahondamiento en las perturbaciones de lo cotidiano y, al mismo tiempo, de las grandezas posibles de la vida: el amor, la literatura, la justicia. Este es el primer verso de Fósforo blanco: "Cierro los ojos, abro la mirada", toda una declaración poética y vital. Como un nuevo Tiresias, y siguiendo la milenaria tradición de la oscuridad como luz, Casanova propone la verdad en el apagamiento de lo común: renunciar al engaño de lo visible para descubrir la realidad en el centro en sombra de las cosas. En otro poema hablará de la "luz / por la que solo el ciego os llevaría". Con esta convicción, Fósforo blanco articula una sucesión de escenas hilvanadas por la realidad cruda y la penumbra visionaria. Un lenguaje de una intensidad metafórica insólita sacude cada página, cada objeto contemplado. Pero ese lenguaje, pese a su exuberancia, nunca se derrama: contenido en su propia incisión, en su penetrante remolino, sabe ceñirse, incluso, a formas escandidas y estróficas, como en el soneto "Origen", en endecasílabos consonantes. El vuelo de la analogía tampoco impide la atención al habla del vulgo: los retretes, "la madre teta" e "irse a la mierda" conviven con radical naturalidad con la asociación irracional más zarandeadora, por ejemplo, con "la sístole de la obediencia / en sus montes ambiguos sangra con el amanecer / su verde envenenado por las úlceras de la labranza. // Oh, mansedumbre horrorizada en el insomnio ácimo de los cobaltos, / confiésame tu enfermedad. / Confiésame tus apellidos". Casanova demuestra —como han hecho otros: Antonio Gamoneda, Enrique Falcón o el propio Juan Carlos Mestre— que la subversión lingüistica —esa que le devuelve al lenguaje la desnudez que le ha arrancado la costumbre, la corrosividad anulada por quienes dictan las palabras con las que hay que construir el pensamiento— no está reñida con la denuncia social, es más, que la alienta y agudiza. El segundo poema del libro se titula "España" y otro, "Febrero, 1981", la infausta fecha del intento de golpe de estado por parte del coronel Tejero. Pero, con ser hondas y estar justificadas, las preocupaciones de Pedro Luis Casanova no se limitan al examen del lamentable estado de las cosas. Su inquietud es también estética y personal. El amor, ineludiblemente, se cuela en estas páginas mordientes, y también la muerte: otro binomio inveterado, que el poeta actualiza con brío sensual. "Canción de Viernes Santo", una emotiva elegía al padre, revela la presencia incandescente de la muerte (y, a la vez, del inextinguible deseo de recuperar lo que la muerte se ha llevado), que se prolonga en las muertes literarias: las que canta Edgar Lee Masters en Antología de Spoon River, de la que Casanova ha extraído un fragmento como epígrafe de "Homenaje a Gutiérrez Solana", o la de Ezra Pound, el loco magnífico, el fascista cuya verdad no era la del fascismo, y a cuya tumba rinde Casanova una visita que luego le permitirá escribir el estupendo "Después de visitar la tumba de Ezra Pound": "¿Para quién escribir ahora / y reinventar la vida? ¿Para quién / fingir la claridad / bajo la triste sábana de la supervivencia", escribe el poeta. La alusión a Gutiérrez Solana es también significativa: lo pictórico tiene una importancia capital en Fósforo blanco, y no solo por el valor que Pedro Luis Casanova otorga a las artes visuales (en otro verso se menciona a la Metro Goldwyn Mayer), sino por la propia textura de los versos, que son pinceladas vigorosas, a veces brochazos ardientes, a veces finas delineaciones de colores. Pictóricas son las abundantes sinestesias: "Ácidas sombras rielan su aullido", "el agrio mutismo de los días". Encontramos esta última en "Aguas madres", una de las composiciones finales, en la que Casanova devana una poética. En realidad, no es necesaria: está clara cuál es la suya desde los primeros versos, y nos gusta. Pero sí es interesante comprobar cómo la expresa: "He aquí el poema", dice Casanova, "su palabra es imagen que oímos"; y, un poco más adelante, "tan solo por su música / tocamos la memoria". Imagen, música y memoria: los tres lados de un triángulo vivificador, el triple basamento de una poesía que acompaña y desvela. 

Así dice el poema "Escena feudal":

Por La Merced y por San Juan
suben las hembras con la verde soga del ajusticiado.
De terraza en terraza el aire las acecha,
como el gato al cartílago de un pez en la penumbra.
Muertas van
por el recuerdo de la cal.
Oh, blancor de la tiniebla en el latido que los tristes aman.
Oh, corazón que hoy se levanta hacia la muerte
buscando una limosna
por las yemas aún sin luz y la saliva dulce
de las parras.

Por La Merced y por San Juan suben pisando la maleza
de cualquier lealtad futura. Arañándose las nalgas.
Mordiendo con lascivia la herradura de los días perdidos.
                                                                                         Hembras,
las que sacan al fuego sus pezones
invocando la sal y el vino y el rojo
aliento de la cópula.

Y el volver a morar dentro de sí
el encendido peso de la vida.