miércoles, 30 de diciembre de 2015

Con Nataly por Barcelona

Hoy me encuentro con Nataly, una alumna venezolana de mis talleres de escritura creativa en Londres. Nataly ha viajado por sorpresa a Barcelona, invitada por una prima suya que acaba de establecerse en la ciudad, y me ha escrito por si me apetecía que nos viéramos. La situación en Venezuela tiene este efecto ambivalente: empuja al exilio a muchos, pero al mismo tiempo les da la oportunidad de establecer una red de relaciones en todas partes del mundo. Hemos quedado en la fuente de Canaletas, el equivalente al oso y el madroño de la Puerta del Sol madrileña: el lugar donde se encuentran los que no tienen otro más familiar donde hacerlo. Para mi sorpresa, Nataly es puntual: será que lleva tres años en Londres. (Recuerdo haber visto en Caracas vallas publicitarias, levantadas por el gobierno chavista, que instaban a la gente a ser puntual: para que luego digan que Chaves lo hacía todo mal). Nos acercamos, en primer lugar, a la Central del Raval, uno de los templos de los letraheridos de Barcelona y del mundo hispánico todo. Husmeamos en la sección de poesía. Nataly me pide que le recomiende algún autor de la ciudad y yo, solícito, me decanto por Eduardo Moga: queda un ejemplar de Insumisión en los estantes. También le aconsejo que se lleve Ya nadie se llamará como yo, de Agustín Fernández Mallo, uno de los mejores autores, en prosa y en verso, de nuestros días. Nataly añade al carrito un ejemplar de Terredad, de Eugenio Montejo, uno de los clásicos venezolanos del siglo: me cuenta que en Venezuela es difícil encontrarlo, y en Londres, imposible, aunque por razones distintas. Salimos de la librería y seguimos por Elisabets hasta el Hospital de la Santa Creu. Hoy apenas hay yonquis en el recinto, aunque un puñado de perroflautas me recuerda que esto es refugio de colgados: el espíritu hospitalario del lugar no ha desaparecido. La luz del final de la tarde se clava en las alturas de piedra y envuelve el gris en un oro añil. A Nataly le encantan las callejuelas del Barrio Gótico: me lo dice con una sonrisa cautivadora y un habla de azúcar, ondulante. Yo le señalo que en la Santa Creu, que fue el nosocomio más importante de la ciudad en la Edad Media, se ubica hoy la Biblioteca de Cataluña: en sus imponentes naves góticas, donde antes había camas, hoy hay libros. Al salir de los jardines, volvemos a las Ramblas, por las que fluye un río de gente con dos manantíos principales: el turismo y la navidad, y también dos corrientes paralelas: los que se dirigen al mar y los que vuelven al centro, y enfilamos a la catedral por Puertaferrisa. Lo hacemos por Petritxol, por donde apenas se puede caminar, pero que no quiero que Nataly deje de ver. Le hablo del pasado chocolatero de la calle, del que quedan algunas pastelerías y dos granjas. "Si uno habla de granjas en Venezuela, piensa en un criadero de pollos", me aclara Nataly. "Sí, también en Madrid", preciso yo. Pero aquí son otra cosa. En todo caso, los pollos están fuera, haciendo una cola larguísima a la entrada de Dulcinea, la principal chocolatería de la calle. Desembocamos en la plaza del Pino, con la iglesia de Santa María del Pino, el Bar del Pino y, en el centro, el pino epónimo, hoy menos visible que de costumbre, a pesar de su algodonosa copa, porque lo rodea un mercadillo navideño. "Es un pino raro", dice Nataly; "parece un pino que quiera ser otra cosa". "Yo preferiría que fuera una acacia", le respondo. Seguimos hacia la catedral, pero tenemos sed y paramos en un bar donde parece haber mesas libres: hoy todo está lleno. Sin embargo, es un local de tapas y no podemos solo tomar algo: hay que pedir tapas. Las tapas son el pasaporte a la mesa libre, el corazón y el espíritu del lugar, la raison d'être del posmodernísimo local. Salimos, moderadamente enfurecidos: cosas así no pasaban antes de los Juegos Olímpicos. Continuamos caminando y pasamos por delante de El Portalón, una antigua tasca, deliciosamente mugrienta (uno de aquellos sitios en los que, si apoyabas las manos en la mesa, ya no podías despegarlas; pero cuánto nos reíamos), que ahora compruebo se ha modernizado también olímpicamente. Al desembocar en la plaza de la Catedral, ejerzo de cicerone y le señalo a Nataly los restos de la muralla romana y el grabado de Picasso en el Colegio de Arquitectos; también le informo de que la catedral es gótica, pero la fachada, neogótica: fue construida a finales del siglo XIX. Encontramos refugio en el hotel Colón, un lugar donde sabes que te van a cobrar tres euros por un café, pero también que va a haber asientos cómodos, mantelería de hilo y camareros de una discreción casi eclesiástica. Y, en efecto, allí pasamos un rato agradable, charlando de nuestras peripecias vitales, y rodeados de jubilados alemanes que sorben infusiones o cerveza con jolgoriosa delicadeza. Nataly me cuenta que ya no odia Londres, como al principio de su estancia: ahora ya es capaz de tolerarla, aunque sigan agobiándola sus precios, sus multitudes y la frialdad, casi la hostilidad de sus habitantes. En su primer año de vida allí, cambió cuatro veces de residencia: yo no habría sobrevivido. Su mayor esperanza es volver a Venezuela, donde le gustaría vivir, aunque sabe que su familia y sus amigos se han desperdigado por el mundo, y que, pese a los recientes y prometedores cambios políticos, la situación es lo suficientemente desastrosa como para poner en cuarentena esa perspectiva. Pero la ilusión subsiste, y las ilusiones son esenciales. Luego de los cafés, retomamos el paseo. Visitamos el claustro de la catedral, donde yo hacía años, quizá décadas, que no entraba. A Nataly le hacen gracia las ocas recluidas en el centro del peristilo, que nos miran aristocráticamente. Como ha anochecido ya, todo está oscuro y, en este claustro, negro por la piedra y los humos, más oscuro que en ningún otro lugar. Ya que estamos aquí, le echamos un vistazo al belén gigante que los curas, como cada año, han montado. Es decepcionante: desangelado, desproporcionado, aburrido. A la vista de un supuesto rebaño de ovejas de plástico que ramonea junto al puentecillo por el que pasamos, me pregunto por qué, si hay aquí ocas vivas, no han puesto también ovejas de verdad: le habría dado al pesebre un realismo del que está muy necesitado. En la plaza de San Felipe Neri, uno de los rincones más coquetos de la ciudad, le hago notar la viruela de la fachada de la iglesia homónima: no es una degradación natural, sino el resultado del bombardeo franquista que sufrió este lugar a principios de 1938, y que mató a 42 niños de una escuela cercana. El impacto de la metralla se ha conservado así en recuerdo de aquella atrocidad. Nos acercamos después a la plaza del Rey, cuya pétrea majestuosidad se ve interrumpida por las vallas de alambre de unas obras y la terraza de un bar, que calientan feroces llamas de gas. Le cuento a Nataly que hasta aquí desfiló Colón al regreso de su primer viaje a América, el del descubrimiento, trayéndoles a los Reyes Católicos, que lo esperaban, un séquito de regalos, compuesto por animales exóticos e indios con todas sus plumas. No sé si le hace mucha gracia que le recuerde el triste destino de sus antepasados continentales, pero acepta el relato con una sonrisa educada. También le explico que en las gradas que conducen al Salón del Tinell se representaban en verano no sé si seguirá haciéndose obras de teatro, y que una de las que vi, con sobrecogimiento, fue Hamlet, de Shakespeare, hace muchos años. La siguiente parada es la plaza de San Jaime, en la que también se ha armado un belén, y me refiero al navideño, no al político. Le hago notar a Nataly que el caballero matador del dragón que hay encima del balcón del palacio de la Generalidad es San Jorge, patrón de Cataluña y también de Inglaterra. "Es la misma figura que había encima de algunas fuentes del claustro", me dice ella. Su observación demuestra que tiene capacidad de observación y buena memoria visual, dos requisitos importantes para ser poeta, cuya principal tarea no es escribir, sino mirar, saber mirar. Por la calle Fernando, atestada de gente, como casi todas partes, cruzamos otra plaza regia, la Real, cuya hermosa fachada rectangular no podemos apreciar cabalmente, por la oscuridad, pero en la que no dejamos de advertir las palmeras altísimas, las terrazas iluminadas y omnipresentes, y los paquistanís empeñados en lanzar al aire esos pequeños obuses eléctricos que aspiran a vender a algún guiri. También le señalo a Nataly la presencia del bar Glaciar, antaño rincón de tertulias y escritores, entre ellos el excelente prosista y abyecto ser humano César González-Ruano, aunque hoy solo recuerdo rehabilitado de aquel pasado bohemio. De vuelta otra vez en las Ramblas, quiero comprobar si el cercano Pastís sigue abierto. El Pastís era una taberna sombría y exigua que pretendía ser francesa; en consecuencia, siempre sonaba la música de Edith Piaf. Allí solía refugiarme con los amigos, después de pasar las tardes merodeando por el Barrio Chino, cuando el Barrio Chino todavía era el Barrio Chino, y no el parque temático proletario en que se ha convertido. Eran vagabundeos inocentes, desde luego, como correspondía a adolescentes de buena familia y colegio de curas: mirábamos a las putas y a sus macarras, pero sin que se notara demasiado, no fuese que nos sacasen una faca; luego, cuando estábamos a salvo de su presencia maléfica, pero transportados por el espíritu de aventura que nos había llevado hasta allí, nos burlábamos y reíamos de todo. Pero, para mi decepción, el Pastís ha cerrado: sic transit gloria mundi. Caminamos entonces hasta la basílica de la Merced, cuyas líneas limpias y despejada plaza siempre me han inspirado un gran sosiego. En esta zona apenas hay gente por la calle, y nuestro paso se hace también más desembarazado. En el templo cantan misa, aunque solo cuento cinco feligreses. Observamos discretamente la hermosa cúpula y los retablos barrocos, pero tenemos que salir deprisa, porque mi móvil empieza a pitar. El cura está leyendo en ese momento un fragmento de la segunda epístola a los tesalonicenses, y el reclamo del móvil no le ayuda a precisar el mensaje evangélico, siempre tan necesario, aunque no es descartable que haya despertado a alguno de los parroquianos. Subimos, por fin, por la calle de Avinyó. Cuando le pregunto a Nataly si está escribiendo algo, me explica que a menudo le vienen frases a la cabeza, pero que no puede precisar si son versos ni de dónde salen. "Es una suerte de escritura automática que no estoy segura de hacer yo. Es como si alguien me las dictara", especifica; de hecho, quiere titularlas "Dictados".  Es un buen título. Las recoge en unos cuadernos y ya tiene un buen número de ellas, que a veces ha desarrollado en algo que tampoco tiene la certeza de que sean poemas. Reparamos a continuación en una librería de viejo aún abierta a esas horas. Es muy pequeña, pero no dudamos en entrar. Nataly ve en una balda la figura de un gato, pero se queda pasmada cuando la figura empieza a moverse: es un gato de verdad, mayúsculo, que se pasea por entre los libros y se para delante de los clientes con la esperanza de que lo acaricien. Así lo hacemos. Yo estoy a punto de llevarme una antología en verso y prosa de Joan Maragall, con ilustraciones, de 1947, pero desisto, y solo me llevo el recuerdo del gato. También me quedaré con el recuerdo de una tarde paseada y magnífica con Nataly Goicoechea, mi alumna y amiga venezolana de Londres, de la que me despido en la plaza de Cataluña, donde nos hemos encontrado hace cuatro horas, y donde la gente sigue amontonándose, transida de espíritu navideño, es decir, de bolsas de El Corte Inglés.

domingo, 27 de diciembre de 2015

La disección de la rosa

Así se titula mi nuevo libro de crítica literaria. En realidad, no es nuevo, sino una recopilación de los artículos y reseñas que he publicado en diferentes medios culturales —singularmente, Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Turia y Quimera, entre otros— sobre las obras de autores españoles que he creído interesantes a lo largo de los últimos ocho años. Pero su agrupación y su presentación en forma de libro sí es una novedad, que debo a la Editora Regional de Extremadura, en cuya colección "Perspectivas" ve la luz. Me alegra dar a conocer, conjuntamente, estos trabajos, que de otro modo habrían seguido dispersos y, al cabo del tiempo, inaccesibles. No es que un libro de crítica literaria como este asegure el conocimiento y la difusión de sus contenidos la distribución sigue siendo el campo de batalla, y a menudo el talón de Aquiles, de casi todo el mundo, y sobre todo de los sellos institucionales, pero, al menos, les da una nueva oportunidad para que accedan a las librerías y los anaqueles. No es la primera vez que he reunido un compendio así: a La disección de la rosa la precedieron De asuntos literarios, publicado por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en 2004, y Lecturas nómadas, que dio a conocer Candaya en 2007. El libro luce un prólogo, acaso demasiado generoso, de Aurelio Major, y una espléndida portada cuyo autor me es desconocido, pero que representa bien el sentido del volumen. La disección de la rosa es, frente a los que opinan que la literatura —y, en particular, la poesía— no admite el análisis, porque eso destruye su belleza inefable, un intento por demostrar que no solo lo admite, sino que hasta lo reclama. Uno puede estudiar las propiedades orgánicas de una flor sin que eso nos impida disfrutar de su aroma, sus colores y su airosidad. Cabe identificar los componentes químicos de cualquier ser vivo sin por ello asesinarlo. Es dable desglosar las tonalidades e inflexiones de la voz sin que eso nos vede el goce del canto o de la música. Roger Caillois, uno de los mejores críticos del siglo XX, lo ha dicho mucho mejor que yo en su introducción a la imprescindible Poética de Saint-John Perse. La cita es larga, pero merece la pena:

Quisiera impedir una temible confusión. El análisis de una técnica poética no es de ningún modo la explicación de una creación poética. Esta es cuestión de vida, aquella de comprensión. Dar cuenta del vuelo de un pájaro a partir de las plumas de sus alas, de sus músculos, de su esqueleto, de la resistencia del aire, de la extensión de la superficie de apoyo, de las leyes de sustentación y cinemática, es mu útil. Pero estos conocimiento no ayudarán nunca a nadie a crear un pájaro. Asimismo, separar en una flor la corola, el cáliz, los sépalos, los pétalos, los estambres, el pistilo; estudiar su tinte, su diseño, su disposición; hacer creer a ciertas personas que una flor puede ser fabricada de algún modo, como un reloj o una flor artificial; que basta reunir los elementos necesarios... Inútil decir que los rumbos de la vida son otros; y también los de la poesía. Escribir un poema, sea cual fuere la parte que en él tiene la técnica, participa de la naturaleza del crecimiento de una planta, del vuelo de un pájaro, de la respiración. Lo cual no impide que sean meritorias y posibles la botánica, la mecánica, el estudio de todo equilibrio término o químico. Pero conviene no confundir los órdenes. Aquí reinan la savia y la gracia; pero allá, donde solo hay salvación en una puja de rigor, es ridículo pretender remedar en exclamaciones deslumbradas y oscuras los movimientos reservados a la creación. Es preciso analizar.

Eso es intentado hacer yo, fundamentalmente, con los libros de los que he hablado: analizarlos, es decir, identificar sus elementos constitutivos y las técnicas empleadas para su elaboración; situarlos en un contexto estético, histórico y, cuando he sido capaz, hasta psicológico; desmenuzar sus símbolos, sus motivos y sus obsesiones; filiar sus mecanismos retóricos; sopesar su estructura. En suma, aportar elementos de interpretación y juicio que permitan, a mi entender, comprenderlos mejor y, por lo tanto, disfrutarlos más. Es un propósito prosaico y modesto, lo sé, pero también, en mi opinión, muy necesario. Y, sobre todo, he querido hablar literariamente de la literatura: la crítica no es otro idioma, sino el mismo de la poesía, y ha de suscitar la misma suerte de emoción, aunque tamizada por la razón, empírica a la vez que subjetiva.

Esta es la portada del libro:


Y estos son los artículos y los autores y libros de los que hablo:

Quién es el fugitivo [sobre El fugitivo. Poesía reunida (1985-2010), de Jesús Aguado]
El ensayismo recuperado de un poeta recuperado [sobre De la poesía, de Luis Álvarez Piñer]
Hic sunt dracones [sobre Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias, de Jacinto Antón]
Grandeza [sobre Yo quisiera llover, de Fernando Aramburu]
Construcción y soledad [sobre El libro de los alfabetos, de Christian T. Arjona]
Mito, razón y locura [sobre Última sangre. (Poesía 1968-2007), de Félix de Azúa]
A diestro y siniestro [sobre Semblanzas, de Pío Baroja]
Esta casa es contigo (sobre la poesía de Fernando Beltrán) [sobre Fernando Beltrán]
La tristeza iluminadora [sobre Algunos cisnes negros, de Olga Bernad]
Indignación [sobre Entreguerras o De la naturaleza de las cosas, de José Manuel Caballero Bonald]
Julio Camba, dibujante [sobre Caricaturas y retratos, de Julio Camba]
La poesía, otro país [sobre La experiencia de lo extranjero, de Miguel Casado]
Sin yo, con todos [sobre Impersonal, de Ángel Cerviño]
Cien palabras sin fin [sobre Vitrina de charcos, de José Ángel Cilleruelo]
Pasión por la armonía [sobre Desiertos de la luz, de Antonio Colinas]
Sin luz ni oscuridad [sobre Desolación y vuelo. Poesía reunida (1951-2011), de José Corredor-Matheos]
Mantenencia y juntamiento. Algunas consideraciones sobre Álvaro Cunqueiro y La bella del dragón [sobre Álvaro Cunqueiro]
La armonía en el caos [sobre Dentro, de Óscar Curieses]
Un lugar para todos [sobre Un lugar para nadie, de Álex Chico]
Conformes con la disconformidad [sobre Las formas disconformes, de Jordi Doce]
Solo se ama lo que se pudre a nuestro lado [sobre Antología (1927-1987), de Basilio Fernández]
Agustín Borges [sobre El Hacedor (de Borges), Remake, de Agustín Fernández Mallo]
Inclinación al todo [sobre Inclinación al envés, de Julio César Galán]
El viejo gladiador [sobre Canción errónea, de Antonio Gamoneda]
Una sombra luminosa [sobre Un armario lleno de sombra, de Antonio Gamoneda]
Dantiano y entusiasta [sobre La vida nueva, de Eduardo García]
El lujo de la palabra [sobre Poesía completa (1940-2008), de Pablo García Baena]
Poeta definitivamente en Nueva York [sobre Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca]
La tramontana enloquece [sobre Viento de tramontana, de Sergio Gaspar]
Amor, revolución [sobre Alma Venus, de Pere Gimferrer]
La extravagancia del amor [sobre Rapsodia, de Pere Gimferrer]
La delicadeza de los símbolos [sobre Fragmentos de un cantar de gesta, de José Luis Gómez Toré]
Hago lo que sé, pero no sé lo que hago. Apuntes sobre la poesía y la vida de César González-Ruano [sobre César González-Ruano]
Aurea mediocritas [sobre Poesía completa, de José Agustín Goytisolo]
José Hierro, crítico de arte [sobre José Hierro. Los sentidos de la mirada, de José Hierro]
El hombre oído [sobre El hombre inaudible, de Gabriel Insausti]
Poeta del deseo [sobre Rosa y tormenta, de Javier Lostalé]
Elegías que solo oyen mis párpados [sobre El monólogo de Homero, de José Antonio Llera]
El tiempo y sus pisadas [sobre Huellas (Poesía 1990-2012), de Juan Malpartida]
Poe(a)mario [sobre Rendicción, de Mario Martín Gijón]
La materia de los días [sobre Trenes de Europa, de José Martínez Ros]
Una elegía extraviada de Ana Mª Martínez Sagi [sobre Ana María Martínez Sagi]
Llamas en las cenizas [sobre Paraísos a ciegas, de Juan Antonio Masoliver Ródenas]
La denuncia y el amor [sobre La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre]
El dolorido sentir [sobre Hojas de Madrid con La galerna, de Blas de Otero]
Esplendorosa minucia [sobre Catorce vidas (1995-2009), de María Ángeles Pérez López]
Poesía para no olvidar [sobre Otrora. Antología poética 1988-2014, de Javier Pérez Walias]
Elogio de Inglaterra [sobre Pompa y circunstancia, de Ignacio Peyró]
Estudio del yo y la nada [sobre Estudio de lo visible, de Mariano Peyrou]
La lengua canta la verdad [sobre Merma, de Benito del Pliego]
Clasicismo en tensión [sobre El asombro de la mirada. Convergencia de textos, de Albert Ràfols-Casamada]
Shackleton y Rello [sobre Meridional asombro, de Mateo Rello]
Contra el cinismo [sobre El discurso del cinismo, de Jorge Rodríguez Padrón]
La mediocridad del mal [sobre El marqués y la esvástica. César González-Ruano y los judíos en el París ocupado, de Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas]
La trascendencia de la lentitud [sobre Las estaciones lentas, de Basilio Sánchez]
Un sol oscuro [sobre La sombra y la apariencia, de Andrés Sánchez Robayna]
La enormidad de lo pequeño [sobre Calle Feria y Los pormenores, de Tomás Sánchez Santiago]
Todo es lenguaje; todo es mirada [sobre Ondulaciones. Poesía reunida (1968-2007) y Agrafismos (Ondulaciones), de José Miguel Ullán]
Un diario con muchos nombres [sobre Diario anónimo (1959-2000), de José Ángel Valente]
El bosque interior [sobre Canción del distraído, de Vicente Valero]
Amo esta sequedad [sobre Desde fuera, de Álvaro Valverde]
Algunos nombres impropios [sobre varios autores]
Los habitantes del río [sobre varios autores]
Decidimos ser tristes y sarcásticos [sobre Poesía completa. 1963-2003. Memoria y deseo, de Manuel Vázquez Montalbán]
Paisajes interiores [sobre Una luz que viene de fuera, de Joan de la Vega]
La poesía vive con la basura [sobre Calor, de Manuel Vilas]
El peor año de mi vida [sobre Descortesía del suicida, de Carlos Vitale]
La razón germinativa [sobre Esencia y hermosura. Antología, de María Zambrano]
Una Antígona muy contemporánea [sobre La tumba de Antígona y otros textos sobre el personaje trágico, de María Zambrano.
Modernidad medieval [sobre Els trobadors catalans, de Antoni Rossell]
De flores bien poblado [sobre Locus Amœnus. Antología de la lírica medieval de la península ibérica, de varios autores]

jueves, 24 de diciembre de 2015

Los Pajares de Santibáñez el Alto

Hay días en que sería mejor no decir nada. Uno, que está desayunando, por ejemplo, dice: "Me duele todo. Necesito hacer ejercicio". Su mujer se levanta entonces de la mesa y, sin articular palabra, pero con un brillo extático en los ojos, va al almacenillo del patio y vuelve con las manoplas de jardinero y unas tijeras de podar. A continuación, precisa: "Hay que cortar la hiedra de la pared". Por qué habré hablado. Sobrevivo a la ordalía podadora sin rebanarme ningún dedo, sin confundir ningún cable de la electricidad con un pedúnculo rebelde, y con un hermoso montón de ramas y hojas de hiedra a mis pies. Cuando le devuelvo a Ángeles los aperos hortícolas con una sonrisa entre ufana y exhausta, me devuelve la sonrisa, aunque con un rictus malicioso que no presagia nada bueno. Y, en efecto, antes de que pueda pasar al comedor para derrumbarme en el sofá, me recuerda que hay que hinchar las ruedas de las bicicletas, pero solo después de haber recogido la hojarasca acumulada y haberla tirado en el contenedor de desechos orgánicos, que está en la plaza del pueblo. Cuando vuelvo del paseo reciclador, ha tenido la delicadeza de dejarme los dos velocípedos preparados en el patio. Acometo el inflado con la desesperación de un toro de lidia, pero con la maña de un buey almizclero: quito el tapón de la válvula, la desenrosco, le enrosco el extremo del tubo, enrosco a la bomba el otro extremo del tubo y empiezo a bombear; y, cuando ya he hecho más bíceps que Schwarzenegger y la rueda parece de silestone, desenrosco el tubo de la válvula (deprisa, no sea que se escape buena parte del aire insuflado), enrosco la válvula y le pongo el tapón. Y así, con mis dedos de morcilla, cuatro veces. Al final, las ruedas están llenas de aire, pero a mí no me queda ni una gota. Sin embargo, el programa gimnástico de Ángeles no acaba aquí: falta planchar varias camisas. "Planchar es buenísimo para la salud", aclara. "Estar de pie es mucho más sano que estar sentado, y el movimiento del brazo, arriba y abajo, tonifica y refuerza los músculos". Para mi horror, aún va más allá: "De hecho, cuando no tengas spinning, podrías hacer toda la plancha de casa, sábanas incluidas". No recuperado todavía de la tala y el insuflado, ya estoy bregando con las camisas. Lo consigo también: ni me he abrasado yo, ni las he abrasado a ellas, aunque doy gracias al cielo por no tener que ir a ninguna entrevista de trabajo con esta ropa. Por último, el ejercicio que Ángeles ha programado para desentumecerme culmina con una excursión por la tarde. Con Toña, nuestra amiga de Hoyos, ingeniera forestal y mujer versada en paisajes y caminos, vamos a Santibáñez el Alto, otro pueblo de la comarca, a ver Los Pajares, un curioso enclave agrícola y ganadero. Santibáñez el Alto antes estaba en lo bajo, pero a finales del siglo XVI, para que su gente pudiera defenderse de peligros y tribulaciones, que por aquella época menudeaban, se encaramó a una de las cumbres de la Sierra de San Martín, en las estribaciones de la Sierra de Gata. Y allí sigue, oteando el valle del Árrago y el pantano de Borbollón, donde anidan las grullas. Llegamos en coche hasta la entrada del pueblo e iniciamos el camino que nos ha de llevar hasta el pie de la colina en que se asienta. Pregunto a Ángeles si no hubiéramos podido llegar a ese mismo sitio desde abajo, pero me mira con conmiseración: desisto de obtener una respuesta. El camino que nos lleva hasta Los Pajares conserva el empedrado con el que fue construido hace siglos: una calzada irregular, de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos, que diría García Márquez, que castiga las rodillas y los tobillos (el empedrado, no García Márquez). Ciñen ambos lados, a trechos, muretes tapizados de musgo: un musgo espeso, suavísimo, de un verde desaforado. Mientras bajo, pienso en la subida, y no con placer: será terrorífica. Pero descendemos con la ilusión del descubrimiento, y eso nos hace más llevadero el futuro. Al alcanzar por fin Los Pajares, se nos revela una dehesa entreverada de canchos, charcas y acebuches olivos silvestres. No podemos disfrutar en exceso de esa primera impresión, porque tres enormes perros pastores de una finca aledaña se nos acercan con aviesas intenciones; por sus ladridos se diría que se nos quieren comer. Los pastores los llaman con tremendas blasfemias: "¡Que vengas aquí, Mariano, mecagüen Dios y la zorra de su madre!". Pero Mariano no hace caso; ni Paco ni Tobías, los otros dos canes, tan ladradores como el primero. Uno sabe que a los perros amenazantes hay que hacerles frente con firmeza pero con despreocupación, como si la cosa no tuviera importancia, pero yo bastante tengo con reprimir las ganas de apretar a correr: mi firmeza y mi despreocupación apenas bastan para apantallar a Ángeles, que se ha refugiado a mi espalda con la razonable esperanza de que, si alguno de los chuchos suelta una dentellada, pille mi muslo y no el suyo. Sin embargo, Toña, acostumbrada a los animales salvajes, los mantiene a distancia con la garrota que se ha traído un venerable cayado, heredado de un bisabuelo, y por fin conseguimos alejarnos lo suficiente como para que pierdan el interés en nosotros. Luego se nos acercan dos caballos, mucho más pacíficos que los perros, aunque no tanto como para que nos permitan acariciarlos. Nos miran, resoplan, relinchan. Son delgados y ágiles, y de repente, como activados por una fuerza incomprensible, se marchan casi al galope. Más allá distinguimos un burro, de orejas tiesas, ojos como bolas de ébano, panza blanca y un pelaje que está diciéndome acaríciame. Si yo fuera Juan Ramón Jiménez, sabría describirlo mejor. Los Pajares es un conjunto de establos, cuartos de aperos y, precisamente, pajares, construidos con granito hay unos cien y diseminados en 27 hectáreas de prados y dehesas, en los que pastan vacas, ovejas, caballos (y burros). A veces, las construcciones se apiñan, formando repetinas aldeas. Algunas están abandonadas, pero otras siguen vivas y activas. En una vemos un caballo cojo: no puede apoyar una pata trasera, y tiene dificultades para apartarse de la puerta cuando me ve acercarme. En otra Toña nos explica que los cuatro postes de granito que se levantan en el centro, y que parecen dólmenes, servían y siguen sirviendo para herrar al ganado, ya fuesen herraduras propiamente dichas, para los cascos de las caballerías, como hierros al rojo, para marcarlas. Leo en un aviso oficial que está terminantemente prohibido llevarse piedras de Los Pajares, ni siquiera de las construcciones abandonadas, derruidas o sin uso (el letrero dice "fuera de uso", pero yo prefiero evitar el horrendo anglicismo). Hacerlo supone expoliar el patrimonio histórico y quedar sujeto a terribles responsabilidades. Paseamos un rato por el lugar, cayendo a veces en terreno empapado y poniéndonos perdidos de barro. Las vacas andan sueltas, con su cachaza habitual, entre  repicar de esquilones. Siempre que veo vacas, pienso en mi amigo Agustín Fernández Mallo, que ha manifestado que contemplarlas es uno de sus pasatiempos favoritos, porque le dan paz. Y es verdad: la serenidad que inspiran las vacas es casi narcótica. Entre ellas corretean algunos terneros; uno mama con afán. Las que rumian junto a los estanques se desdoblan en el espejo del agua. Como no tenemos mucho tiempo falta poco para que anochezca, emprendemos el camino de vuelta, que, como me temía, es mucho peor que el de ida. Primero hemos de superar, otra vez, a los dichosos perros, que no pierden ocasión de llenarnos de ladridos, y luego la endiablada empinadura de la montaña. Los castigados son ahora los pulmones, que deben acomodarse al ritmo de la ascensión. Pero el esfuerzo que supone tiene algo de adentramiento: uno se concentra tanto en la subida que al final solo existe esa subida y uno subiendo. El pulso se acelera, los pulmones chillan, el cuerpo suda y los ojos, fijos en las sucesivas piedras en las que poner los pies, solo conocen una realidad: la de quien avanza, a solas consigo, desplazando peso (en mi caso, mucho), yéndose a lo alto, a lo hondo, castigándose, purificándose. Además de mi cuerpo en movimiento, solo distingo la rojez con que el sol poniente viste las hojas muertas. El camino que recorro es como la sangre que me recorre a mí. Intoxicado por ese granate fogoso, me paro un momento para contemplar su fuente: en el horizonte, un disco anaranjado, huidizo, herido por los tizones de las nubes. Al cabo de pocos minutos, se ha hundido ya en la negrura que él mismo difunde. Cuando llegamos a Santibáñez el Alto que ahora me parece más alto que nunca, aplacamos la sed en un bar. La señora que lo atiende habla a gritos. En la tele echan una serie española. También aquí hablan muy alto: el volumen está a tope. Salimos pronto. En toda la Sierra que se extiende a nuestro alrededor no parece haber un ruido. Hasta el viento se ha callado. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

En Hoyos y Cáceres


Aún no he visto el paisaje que rodea a Hoyos. Me da miedo hacerlo. Llegamos de noche, y estos dos días los hemos pasado en casa o en el coche, camino de sitios. Desde los balcones se advierten manchas pardas o negruzcas en las laderas de las montañas que rodean al pueblo, y los vecinos nos han hablado de zonas arrasadas. Pero aún no hemos comprobado por nosotros mismos los efectos del fuego en los alrededores, casi en las lindes de la población. Hoy lo haremos. Saldremos a pasear después de comer y antes de que oscurezca. La gente de aquí nos ha contado que la noche de la evacuación Hoyos parecía el centro mismo del infierno. Lo que nos desconcierta íntimamente, porque para nosotros Hoyos es el paraíso. Llovían pavesas, cuentan, y el humo lo envolvía todo. Se veían las llamas descender, como un muro que se viniera contra la gente, desde las laderas y los bosques cercanos. Setos y árboles del interior del pueblo se consumían por el fuego. Una palmera de una finca céntrica ardía como una antorcha. En cualquier momento podía prenderse una casa y, con ella, toda la localidad. Por suerte, la piedra, con la que están construidos aquí casi todos los edificios, resiste bien el fuego. Ordenada la evacuación, algunos vecinos se escondían dentro de los coches, o en rincones de sus casas, para que la Guardia Civil no los obligara a dejar el pueblo, y así poder defender su negocio, o su ganado, o simplemente su domicilio. El incendio del verano pasado en la Sierra de Gata es ya, por fortuna, solo un horrible recuerdo, pero sus consecuencias siguen muy presentes en el ánimo de la gente y, como seguramente tendremos hoy ocasión de comprobar, en el paisaje de la zona. Ayer decidimos pasar el día en Cáceres, con amigos. Primero nos encontramos con Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, en Garrovillas de Alconétar, para comer en la hospedería. Garrovillas tiene una de las plazas mayores más bonitas de España –y probablemente del mundo–: amplia, pétrea, coherente, despejada, porticada. Algunas columnas de las que sostienen los edificios están inclinadas, como brevísimas torres de Pisa, pero si eso no inquieta a los vecinos, tampoco tiene por qué inquietar a los visitantes. Recuerdo que en este pueblo conocí, hace años, a una adolescente que había leído a Rimbaud y que me hablaba con entusiasmo de él; también que de aquí es Nuria Rodríguez Lázaro, profesora de literatura española en la Universidad de Burdeos, que he visitado en dos ocasiones, y amiga muy querida. Javier, Teresa, Ángeles y yo damos un paseo por el pueblo, en cuyas calles empedradas apenas hay nadie. Es domingo, y la gente está en casa, o en misa, o votando. Antes de comer, nos tomamos un vino de pitarra en un tugurio de la plaza, con una tapa de hígado. Desde mi infancia, apenas he comido hígado. Es condumio de pobres, visceral, energético. En la hospedería, rehabilitada hace poco, y hoy completamente vacía, optamos por un menú que nos decepciona un poco: la trucha con setas del segundo, que pedimos casi todos, es una lámina finísima de pescado, de la que damos cuenta en un abrir y cerrar de ojos. Por si fuera poco, dos de los cuatro platos en los que nos es servida, están descantillados: a lo mejor que los platos estén descantillados es una característica propia del local, como esas tachas que ciertas tribus indias americanas introducen a propósito en la cerámica y las herramientas que fabrican para que el alma de las cosas no quede encerrada en una perfección excesiva y pueda salir a la vida. Cuando acabamos de comer, decidimos hacer una visita a un monasterio de la localidad en el que venden dulces. Es el Monasterio de Nuestra Señora de la Salud, de monjas jerónimas. Echamos primero un vistazo a la iglesia, que exhibe un hermoso retablo barroco, como tantos otros templos extremeños, y un enorme belén en un rincón. Advertimos alguna desproporción en el tamaño de las figuras: que el Niño sea gigantesco y los pastores minúsculos es una licencia legítima, si se trata de subrayar la presencia y la importancia del Recién Nacido; pero que las ovejas tengan las dimensiones de un dinosaurio ya nos cuesta un poco más de entender. También hay una lavandera mecánica y una catarata como las del Niágara que vierte en una tinaja verde y ocre. Justo detrás del belén se abre un coro, que forma parte del espacio de clausura. Hay cuatro monjas dentro, leyendo libros devotos, suponemos. Dos hablan entre sí. Otras dos están solas, una en una silla, otra en el suelo. Visten hábitos blancos y negros. También donde están es blanco y negro: la luz y la sombra dibujan una escena sin colores, tenebrista, atemporal. No debe de diferir mucho de lo que veían los garrovillanos en 1563, cuando se fundó el monasterio. Por si fuera poco, una monja es negra. Hoy no hay convento en España que no tenga una monja negra o, por lo menos, mulata. Ella es la que nos sirve los dulces que pedimos por una portezuela de madera. Por un precio escandalosamente barato, nos hacemos con unas tartas de almendra, que luego comprobaremos deliciosas, unas yemas y unas magdalenas, que tampoco están mancas. Pensamos en la vida sin sobresaltos, indeciblemente sosegada, que llevan estas mujeres. Un encerramiento absoluto que para mí es más bien un enterramiento. Pero ellas tienen la suerte de creer en lo invisible y yo no. Volvemos a media tarde a Cáceres, donde hemos quedado con Julio César Galán, Mario Martín Gijón y Marco Antonio Núñez. Tengo ganas de ver a Julio y a Mario; a Marco lo conozco de un par de ocasiones y he leído con agrado los sarcásticos relatos que cuelga en su blog de tarde en tarde (si lo hiciera con más frecuencia, quizá no sobreviviría para contarlo). Nos encontramos en un piso desocupado de la familia de Julio, cuyos muebles están cubiertos por sábanas que los protegen del polvo. Eso le da a la reunión cierto aire fantasmal. Para combatirlo, trasegamos gin tónics con alegría adolescente. Julio y Marco han organizado, técnicamente, un botellón: las tónicas son de litro y la ginebra, de garrafón. Por si fuera poco, no hay ni unas almendritas para picar. Pero el carácter proletario de la libación no le resta encanto. En las tres horas que pasamos charlando –y que se acabarán cuando Ángeles me llame, a eso de las nueve, para reclamarme que volvamos ya a Hoyos, que se está haciendo tarde; y en mi casa todos saben que se hace lo que yo obedezco–, hablamos de lo que suelen hablar todos los poetas del mundo cuando se reúnen en número superior a dos: de otros poetas, por lo general para despellejarlos. Asumimos, naturalmente, que eso es lo que harán los otros poetas con nosotros cuando sean ellos los que se reúnan: despellejarnos, pero hay que ser ecuánimes. No nos olvidamos de dedicarles un capítulo especial a los editores de poesía, asimismo objeto predilecto de discusión. Despachamos las elecciones de hoy con algunas consideraciones unánimes: hay que borrar al PP del mapa para que algo mejore, pero todos somos conscientes de que va a ser muy difícil. Después comprobaremos que siete millones de compatriotas siguen considerando que el partido de Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, Camps, Matas, Rato y María Dolores de Cospedal, esa demóstenes manchega, es el adecuado para gobernar España. Las tres horas de conversación pasan volando; en realidad, cuando la charla empieza a calentarse de verdad –es decir, cuando estamos listos para hacer verdaderas confesiones– es cuando tenemos que marcharnos. Al llegar a Hoyos, cerca ya de la medianoche, yo aún noto los efectos de los gin tónics, pero seguimos sin ver los del incendio. No importa. Mañana será otro día.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Sexo y poesía

Así se titula (en realidad, no: el título oficial es "Poesía / Sexo / Poesía", pero yo me atrevo a sintetizar su meollo) la mesa redonda en la que participo hoy. Es uno de los actos programados en las jornadas poéticas que organiza cada año la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, y cuenta con la participación, además, de Valérie Tasso, Roser Amills y Matías Néspolo como moderador. Aunque nadie me lo ha aclarado (yo tampoco he preguntado), supongo que me ha valido estar aquí haber publicado algunos títulos abiertamente dedicados a la poesía erótica, y hasta pornográfica, como La montaña hendida o Seis sextinas soeces. Me acerco al Ateneo, donde se celebran las jornadas, con alguna prevención: las mesas redondas las carga el diablo. Al salir de la estación de los Ferrocarriles de la Generalidad en la plaza Cataluña, me doy de bruces con el espíritu navideño: las Ramblas están adornadas, como cada año, con las luces propias de estas fiestas, pero constato que las de este son espantosas (o deleznables, que diría Rajoy): rostros contrahechos, de aire turbiamente africano, que no sé si representan el empacho de las comilonas o el disgusto por las fiestas. La electricidad que las anima las vuelve aún más aparatosamente deformes. Debajo de ellas otras luces, más pequeñas, se esfuerzan por alcanzarlas: son esos aparatejos fosforescentes que paquis y otros inmigrantes se empeñan en lanzar al aire y recoger a la caída. Nunca he visto a nadie comprarles uno, pero ellos siguen ahí, junto a Canaletas, haciendo subir y bajar incansablemente los diabólicos cachivaches. Son las seis. El acto empieza a las siete, pero he venido antes a husmear novedades en La Central del Raval. Desde que he vuelto esta vez de Londres, todavía no he pasado por ninguna librería. Apenas entrar, me encuentro con Jesús Aguado y una amiga suya. Intercambiamos abrazos y una charla apresurada pero muy cordial. Jesús se lleva una edición de Uvas de la ira (le digo que a mí el título de Steinbeck que más me gusta es De ratones y hombres, que fue magníficamente llevado al cine por Gary Sinise en 1992). Por mi parte, tras mucho mirar, opto por dos títulos binominales: Alarmas y digresiones, una recopilación de artículos de Chesterton recientemente aparecida en Acantilado, y Versiones y subversiones, de Max Aub, una antología apócrifa de uno de los escritores más extraños (y mejores) de la literatura española del siglo XX. Con Chesterton me pasa algo curioso: su figura me interesa mucho y empiezo siempre sus libros con mucha ilusión, pero inevitablemente acaban por decepcionarme. Y no sé bien por qué: no sé si por la frecuente superficialidad de su prosa o por el rechazo que no puedo evitar que me suscite su pugnaz catolicismo. Estoy por trincar también la historia del suicidio que acaba de publicar el enciclopédico Ramón Andrés, asimismo en Acantilado (el espíritu de Vallcorba sigue planeando sobre los libros de la editorial, que los dioses lo bendigan), pero, si lo hago, el presupuesto se me desquicia. Ramón sabrá perdonármelo. Ya es casi la hora, así que me dirijo al Ateneo, en cuya sala Josep Maria de Sagarra se ha de celebrar la mesa redonda. Saludo a los organizadores algunos, viejos amigos, como Albert Tugues; otros, acabados de conocer, como Matías Néspolo, nos tomamos las fotos (y, ay, los selfies) de rigor y pasamos a la sala, es decir, al escenario. Allí habla primero Roser Amills, periodista, escritora y bloguera, que tarda diez segundos en recordarnos que nuestros padres follaban y otros tantos en decir "polla", "coño" y "mamada". Me tranquilizo: ya estamos en harina. Roser reivindica la poesía directa la metáfora, según ella, oculta la realidad y, en general, la franqueza en el tratamiento del sexo en literatura. Valérie, francesa, novelista y sexóloga, célebre por su polémico Diario de una ninfómana, publicado en 2003, hace una exposición mesurada, lo que no deja de tener mérito, dado el asunto de que se trata, y disiente de la franqueza exigida por Roser a la literatura: para Valérie, poesía es igual a metáfora. Cuando me toca el turno a mí, varias personas se han marchado ya de la sala: quizá están escandalizadas o quizá iban a una conferencia de cocina y se han dado cuenta de que se habían equivocado de sala. Yo empiezo mi intervención recordando una anécdota de mis sextinas soeces: en una feria del libro, un presunto lector se las tiró a la cara a su editor, mi amigo José Noriega, al grito de "¡Este tío está enfermo! ¡Que vaya al psiquiatra!". Aquello me enorgulleció mucho: que la poesía conserve esta capacidad para alterar los ánimos, para escandalizar, hoy, cuando nada, ni siquiera el gobierno del PP, escandaliza a nadie, es para mí un motivo de satisfacción. Hablo luego de la necesidad, sí, de purificar lo convencionalmente tenido por sucio mediante su exposición abierta, sin reconocer el bagaje opresivo que arrastran las palabras, pero también recuerdo que eso, en poesía, no puede hacerse sin algún nivel de transformación lingüística, y que la metáfora es, a veces, más aún, casi siempre, la forma más directa de vivificar el sentido de las cosas y, por lo tanto, de hacerlas más tangibles y verdaderas. Por otra parte, planteo la duda de si es posible, en rigor, una poesía sexual o pornográfica, dado que la condición de lo pornográfico no la determina la explicitud, sino la exclusividad (algo no es guarro porque contenga sexo, sino porque solo contiene sexo), y la poesía sexual, como toda poesía, se hace con palabras, y las palabras nunca son neutras ni inocentes: siempre acarrean otras cosas —juicios, connotaciones o ecos—, y esas otras cosas necesariamente diluyen la exclusividad del acto descrito o la escena narrada. El debate prosigue algo trompicadamente y se extiende pronto al público —alguien reclama la pervivencia del tabú, porque sin tabú perdemos el placer de violarlo; yo respondo que los tabús son cristalizaciones de valores, y que siempre hay que decidir si todavía compartimos los valores que los sustentan o ya han dejado de estar justificados: el ataque no es, pues, a la existencia de normas, muy necesarias para la convivencia, sino a la vigencia de cada una de ellas—, aunque, como suele suceder en este tipo de actos, cuando están realmente empezando, ya se acaban. Nos hemos pasado de la hora y hay que cortar. Salgo de la sala para saludar a algunos amigos que han asistido a la charla, como mis queridos Aurelio Major, que lo ha observado todo con una sonrisa traviesa detrás de sus quevedos diminutos, y Blanca Ruiz, que ha participado en el coloquio con su entusiasmo habitual. También intercambio algunas palabras con Santiago Martínez, a quien hacía mucho que no veía, y con una vieja amiga de la Facultad, Silvia Rins Salazar. Con Valérie paso también un rato comentando la jugada. Es una mujer inteligente y hermosa que, a mi observación sobre el carácter frío de los ingleses, responde con regocijada añoranza: "Pues a mí me encantaban: tanta depravación debajo de esa superficie inescrutable...". Tiene razón, pero yo aún no he alcanzado a superar la superficie inescrutable, y tampoco sé si quiero hacerlo. Nos vamos luego a cenar todos —menos Valérie, que está algo pachucha de la garganta— al Racó de'n Cesc [El rincón de Paco], un estupendo (y muy caro) restaurante de cocina catalana muy cercano a mi antiguo piso en la calle Muntaner, donde vivimos diez años. En el Racó de'n Cesc he cenado en varias ocasiones: en otras participaciones mías en las jornadas poéticas de la ACEC y cuando invité a comer a los miembros del tribunal de mi tesis doctoral. Es esta una de las tradiciones más despiadadas de la vida académica en España, pero, si uno ha accedido a afrontar el rito de paso de la tesis, la coherencia exige que lo haga con todas sus consecuencias, y los siglos han decantado la obligación de retribuir a los maestros doctores que lo han acogido a uno en su seno con un ágape a la altura de las circunstancias. Al entrar en el Racó de'n Cesc, pasamos todos junto a una mesa presidida por el conseller de Economía de la Generalidad, Andreu Mas-Colell, Mascu para los guionistas del Polònia, en la que se está hablando en inglés. No es extraño: un minesoto como él ha de dominar la lengua de Shakespeare. Desde luego, no da signos de preocupación por la situación política y económica en Cataluña, ni por el apercibimiento del Tribunal Constitucional de que puede ser suspendido de sus funciones si no acata sus resoluciones: examina la carta con una amplia sonrisa y probablemente salivando, aunque esto no puedo comprobarlo. El vino ya está en la mesa: no es Rioja, sino Priorato. A nuestra cena se han sumado Miquel de Palol y Pura Salceda, presidente y secretaria de la ACEC, y dos vocales de la organización, Albert Tugues y María Cinta Montagut, Antonio Beneyto —que anda también pocho, después de algunos alifafes de salud, pero que no ha perdido su perilla mefistofélica, ahora dilatada en barba— y los dos jóvenes poetas que han leído tras nuestra mesa redonda, Maria Sevilla y Unai Velasco. (A Maria la acompaña quien parece ser su novio, con el que disfruta de una chispeante intimidad, pero que no dice nada en toda la cena). Algunos detalles subrayan las diferencias generacionales, muy visibles en el encuentro: tanto Maria como Unai llevan versos tatuados en los brazos; Maria, de hecho, lleva un poema entero, suyo: todos esperamos que no quiera corregirlo nunca. Yo recuerdo a una poeta mexicana amiga mía que se ha tatuado en la rabadilla un hermoso verso de sor Juana Inés de la Cruz: "Óyeme con los ojos". Resulta encantador, pero más discreto y, por lo tanto, más sugerente. Unai y Maria, también, en los apartes silenciosos que se producen después de algunos feroces intercambios sobre el concepto de autoridad —que la mayoría reivindicamos, pero al que Maria, efervescentemente, se opone—, consultan el móvil. Los demás solo consultamos las caras y las palabras de los contertulios. Ah, qué antiguo me siento. Roser, a la que acompaña en la cena su hijo Joan, cuenta muchas cosas y cita, en un momento dado, a una deplorable poeta catalana, amiga suya, que, según deja entrever, le ha hablado pestes de mí. Es lógico: no la incluí en una antología de poetas catalanes que he publicado en el Fondo de Cultura Económica y ella no se abstuvo de escribirme para decirme, con la finura que la caracteriza, lo que pensaba de aquella omisión. Como observa Roser, su amiga siempre dice lo que piensa, y eso se conoce que es una virtud. Pero yo tengo esa sinceridad primitiva por un indicio de trogloditismo y una prueba de mala educación. La buena educación, es decir, la capacidad para convivir razonablemente con los demás, incluso con aquellos de los que discrepas, o incluso que detestas, consiste, precisamente, en no decir lo que piensas. Hay que saber reprimir el yo, que suele ser insoportable: si ya lo es para nosotros, mucho más para los demás. Y no me resisto a contar la anécdota de la muerte del pintor Jackson Pollock, muy adecuada —como también lo es el apellido del interfecto— para una velada como esta, sobre sexo y poesía, que refiere Miquel de Palol: Pollock falleció en un accidente de coche; conducía borracho y mientras una de las pasajeras —había dos en el vehículo— se la estaba chupando: no es extraño que se descontrolara. Lo peor fue que, cuando le hicieron la autopsia a la felatriz, le descubrieron la polla de Pollock en la boca: con la violencia del impacto, se la había arrancado de un mordisco. No se sabe si Pollock llegó a enterarse de la amputación. Roguemos al Señor por que no.