sábado, 31 de enero de 2015

El squash

Después del spinning y del yoga, ahora estoy probando el squash. Un guardia civil me ha arrastrado a ello. Lo conocí en el gimnasio, donde él practica todos los deportes posibles. Trabaja en la embajada y, cuando ha acabado el turno, mata las horas de soledad pedaleando, o haciendo pesas, o pegando raquetazos, si encuentra algún incauto con el que hacerlo. Yo soy ese incauto. Juan Antonio -así lo llamaré, por mor de la seguridad del Estado- está destinado en Tráfico, pero, como es hombre inquieto, no deja de pedir destinos en el extranjero: ha estado en Sarajevo y lleva un par de años en Londres. Cuando le pregunto por su experiencia balcánica, me responde que, después de haber regulado el tráfico en Marbella, Bosnia le parecía un océano de paz. También ha velado por el buen orden de las carreteras en Lérida, donde pasó, dice, unos años magníficos y nació su hija. Si no fuese por "esa cosa de ahora", Lérida sería un lugar ideal. La "cosa de ahora" es el independentismo, y entiendo que jorobe a un miembro de la Benemérita que, además, es de Jaén. Lo que ya comprendo menos es que Lérida le parezca maravillosa. Pero a lo que iba: Juan Antonio me cameló, con ese verbo entre ordenancista y pedagógico por el que se han hecho célebres los integrantes de la Agrupación de Tráfico, para que compartiera con él las delicias del squash. Yo siempre he visto el squash como un deporte de pijos: el preferido de Nuevas Generaciones, por ejemplo, o, en Londres, el más practicado por los ejecutivos de la City. Sus orígenes parecen confirmar esta impresión. Como tantos otros -como casi todos-, se inventó en Inglaterra, en 1830. Fue en el colegio Harrow, uno de los más eminentes del país (donde estudiaron, y recibieron las preceptivas azotainas, Lord Byron, Winston Churchill y el pandit Nehru, por ejemplo), y ya en sus inicios se reveló como especialmente adecuado por los amantes del peligro: se jugaba entre chimeneas, cañerías, contrafuertes y repisas. (Que los estudiantes de Harrow lleven siempre, aun hoy, corbata negra no es un homenaje a sus predecesores decapitados, defenestrados o abrasados mientras jugaban, sino un duelo perpetuo por la reina Victoria). Luego se expandió por el mundo anglosajón, sobre todo entre las clases privilegiadas: en el Titanic había una pista de squash, solo accesible, por supuesto, a los viajeros de primera clase. Hoy se ha popularizado, como casi todas las actividades de ocio, pero sigue muy presente en el mundo anglosajón, incluyendo a las excolonias británicas: egipcios e ingleses dominan las clasificaciones mundiales, en las que, por cierto, no aparece ni remotamente ningún español. Y yo tampoco voy a hacerlo, desde luego, a juzgar por mis prestaciones en la pista, que se parece a una mazmorra. Uno se introduce en un cubículo de diez por seis por cinco metros, completamente tapiado por pared, vidrio y parqué, y sospecha que de allí no puede salir con bien. Yo lo he confirmado muy pronto: salgo deshecho. El squash es un frontón a cámara rápida: los movimientos, eléctricos, como latigazos, lo dejan a uno fundido. Para que esto sea así, es fundamental que la bola no bote, o que bote muy poco. Uno la ve venir (a veces) y calcula los movimientos que tendrá que hacer para alcanzarla, pero la pelota siempre lo engaña: los movimientos necesarios siempre resultan ser más de los que uno ha calculado. En lugar de alzarse con flexibilidad y gracia, como cualquier esférico que se precie, la pelota se encoge, mengua, se acurruca; su impacto no es un boing enterizo, anunciador de esplendorosos mandobles, sino un plof cansino y humillante: apenas elevada unos centímetros del suelo, cae muerta, y en ese caer uno cree percibir una como burla, un desplante redondo, una cuchufleta de caucho -a lo que se suma, debo añadir con pesar, el ji ji de Juan Antonio, cuyo sentido de la elegancia consiste en descojonarse de tus pifias en tu cara. Luego está la cosa de la estrategia. En ese calabozo que es la pista, uno cree que, al menos, no tendrá dificultades para alcanzar cualquier rincón: todo parece a mano. Pero es una ilusión óptica: para empezar, alcanzar cualquier rincón de cualquier sitio, por cerca que lo creamos, no es fácil para un cincuentón que desplaza 104 kilos de peso; y, para continuar, si tu contrincante tiene alguna experiencia en el juego (y Juan Antonio la tiene), sabrá colocar las bolas en lugares que, de repente, te parecen infinitamente alejados: los rincones, por ejemplo, donde caen como la ropa sucia en las esquinas de casa. Uno acaba cazando moscas en la pista: literalmente, dando raquetazos al aire que nunca interceptan el vuelo asesino de las pelotitas. O bien hace como Féderer: ya solo corre por las bolas a las que sabe que va a llegar; las demás, que son la mayoría, se limita a mirarlas con una mezcla de desprecio y resignación. Por último, está la cuestión de la seguridad. Que dos adultos, armados con algo parecido a bastones, se muevan a toda velocidad (bueno, en mi caso, a velocidad media) por un espacio tan reducido, mientras una bala de goma circula entre ellos, esta sí, con rapidez supersónica, no es halagüeño: yo sé de alguna madre que no ha podido soportarlo. Los choques contra las paredes y contra el otro jugador no son infrecuentes, es más, son la salsa del partido: uno se puede comer un tabique en su desesperado (y, por lo general, infructuoso) intento por devolver un golpe, y hasta dejarse un diente en ello, o bien impactar con la cabeza en la cabeza del oponente, lo que producirá, además de un conato de desmayo en ambos jugadores, un armónico eco en el recinto. Por no hablar de los pelotazos en los ojos o en los dídimos. De hecho, un cartel a la entrada de la pista en nuestro gimnasio prescribe que hay que llevar protección para los ojos durante el juego. Yo añadiría también una coquilla: me parece más importante. No obstante, no vemos a casi nadie con gafas y nosotros, desde luego, tampoco las llevamos (ni coquillas). La omisión es injustificable en el caso de Juan Antonio, porque él ya ha recibido un pelotazo en un ojo, y creyó que lo perdía. En nuestra última sesión, en la que fui derrotado vergonzantemente en los cinco partidos que jugamos (9-5, 9-4, 9-7, 9-3, 9-5), yo acabé con los pulmones como si me hubiera tragado un hierro al rojo vivo, con una contractura en el músculo crural izquierdo, con un metatarso del pie derecho inflamado por un golpe contra la pared, con la rodilla y el codo derechos desollados por una caída en un vano intento de alcanzar un saque elevado, y, en general, con la sensación de haber sido arrollado por un bulldozer. Y aún faltaban 48 horas de agujetas, que me recordaron la muerte de los mil y un cortes que aplicaban los chinos a los reos de lesa majestad. El squash no es para apocados, ni para gordos, ni para amantes de las diversiones sosegadas. El squash es para deportistas aguerridos, para urbanitas feroces, para aventureros, para temerarios, para suicidas. El squash debería ser proclamado deporte oficial de la Guardia Civil.

viernes, 30 de enero de 2015

Antes de entrar en combate

Ninguna guerra ha suscitado tanta literatura como la Primera Guerra Mundial. Con aquel horror de trincheras y cuerpos despedazados se asocia incluso, en Inglaterra, a una generación de poetas. Algunos acudieron transidos de fervor patriótico, como Siegfried Sassoon –que después se convertiría en uno de los más acerbos críticos del conflicto–, pensando que el enfrentamiento sería jolgorioso y romántico, y que la suerte sonreiría a las armas inglesas, como siempre; otros, que intuían una realidad más sombría, lo hicieron con estoicismo, cumpliendo con ese deber tan británico de defender a la patria amenazada, aunque nada, en realidad, les fuera en ello: simplemente, dejaban la copa de oporto o la pinta de cerveza que estuvieran saboreando en ese momento y se presentaban en la oficina de reclutamiento más próxima. Algunos volvieron a casa, no sin traumas, como el propio Sassoon, Robert Graves –cuya vida cambió por completo a resultas de la guerra: se estableció en Mallorca y se dedicó a escribir sobre emperadores romanos y mitos griegos; lo contó en Adiós a todo eso–, Richard Aldington, Herbert Read, Ford Madox Ford o Robert Nichols. Pero muchos otros murieron en la Guerra: Rupert Brooke, Wilfred Owen, Isaac Rosenberg, Edward Thomas, Julian Grenfell, Charles Sorley o William Noel Hodgson. Este último, que firmaba con el seudónimo de Edward Melbourne, tenía solo veintitrés años. Se había alistado enseguida, pero no lo habían enviado al frente hasta mediados de 1915. Destinado por fin en Francia, luchó con gallardía en la batalla de Loos; de hecho, mantuvo él solo, durante treinta y seis horas, una trinchera ganada a los alemanes. Fruto de aquella acción, recibió la Cruz Militar y fue ascendido a teniente. Luego se le trasladó al valle del Somme, en el que los británicos planeaban desatar una ofensiva definitiva. Y, sí, lo fue: definitivamente sangrienta, definitivamente trágica. Más de 420.000 británicos y súbditos de la Commonwealth perecieron en aquella hecatombe, que apenas modificó unos kilómetros la línea del frente. Hodgson llevaba escribiendo poemas desde 1913, pero solo los había empezado a publicar, en los periódicos, a principios de 1916. El 29 de junio de 1916, dos días antes de que los silbatos señalaran la hora en que iba a empezar la masacre del Somme, Hodgson publicó un poema, «Antes de entrar en combate», recogido en su único libro de versos, Poesía y prosa en la paz y la guerra, de 1917 –e incluido en algunas antologías de la poesía inglesa de la Primera Guerra Mundial, como Tengo una cita con la muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra), de Borja Aguiló y Ben Clark (Linteo, 2o11)–, que traduzco aquí, en versos endecasílabos y blancos: 

Por tantas maravillas de los días
y el bendito frescor de muchas tardes;
por la última caricia del ocaso
a las colinas, acabado el día;
por tanta hermosura derramada,
y por todos los dones recibidos
sin cuidado, y los días que he vivido,
hazme soldado, Señor.

Por el mïedo y la esperanza humanos,
y las glorias que cantan los poetas,
y el reír de los años sin negrura,
y cuanto es triste y cuanto es hermoso:
por el romanticismo de los años,
y este majestuoso esfuerzo suyo,
y por tantas catástrofes absurdas,
hazme hombre, Señor.

Yo, que en mi alcor de siempre he contemplado,
con ojos insensibles, cómo cientos
de atardeceres Tuyos esparcían
un airoso y sanguíneo sacrificio,
a todo he de decir adïós, antes
de que el sol blanda su fulgente espada;
por los goces que nunca serán míos,
ayúdame a morir, oh, Señor. 

El primero de julio, los 300 hombres del 9º Batallón del Regimiento de Devonshire, al que pertenecía Hodgson, saltaron de las trincheras para cruzar los 400 metros de tierra de nadie que los separaban de las posiciones alemanas, en los que fueron acribillados por un fuego cruzado de ametralladoras, que dejó muertos y heridos a casi dos tercios de ellos, y acabó con ocho de sus nueve oficiales. Tras una hora de lucha, Hodgson, el encargado de suministrar granadas a los soldados, recibió un balazo en el cuello, que lo mató en el acto. Hoy descansa en un pequeño bosque, cerca del pueblo de Mametz, junto a 163 de sus compañeros. Otros poetas han anticipado con temblor la pérdida de las maravillas de la vida –pienso, en la literatura española, en dos autores tan distintos como Blas de Otero y Agustín de Foxá–, pero pocos como Hodgson han atinado a hacerlo con tan sobrecogedora precisión, y menos aún han previsto, tan inmortalmente, su muerte en batalla. Por algo su verso goodbye to all of this fue elegido por Robert Graves para titular su alejamiento del horror y de la sociedad que lo había hecho posible: Adiós a todo eso. Y por eso todavía se recuerda a Hodgson en Gran Bretaña con emoción y amor.

jueves, 29 de enero de 2015

Churchill

En 2015 se celebran dos aniversarios señalados en la historia del Reino Unido: el ducentésimo de la batalla de Waterloo y el quincuagésimo de la muerte de Winston Churchill, el primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial. Las televisiones y los medios de comunicación se han llenado estos días de documentales y reportajes sobre la vida de quien, hace algunos años, fue elegido por sus compatriotas como el britón más famoso de la historia, por encima incluso de la Reina Victoria. Su importancia se ahínca en su liderazgo y su ejemplo moral durante la guerra contra Hitler, pero Churchill ya era un político linajudo cuando sustituyó a Neville Chamberlain al frente del gobierno en mayo de 1940. Como oficial del ejército, había combatido en la India y el Sudán, y había estado presente, como observador y periodista, en la guerra de Cuba, donde sintió más simpatía por los españoles que por los mambises, y en la de los Bóers, en la que protagonizó hechos fabulosos: reparar una locomotora y las vías del tren averiadas por el ataque de los holandeses, escapar del campo de prisioneros donde había sido recluido y recorrer 480 km hasta la actual Mozambique para reintegrarse al contingente británico. Pero pronto decidió abandonar las aventuras militares y volcar su energía en la vida civil, donde el futuro parecía ser más brillante. Inició entonces una dilatada carrera política en Inglaterra, en la que fue ocupando distintos cargos: antes de la Primera Guerra Mundial, había sido presidente de la Secretaría de Estado de Comercio, Ministro de Interior y Primer Lord del Almirantazgo, cargo que siguió desempeñando hasta el desastre de Galípoli, en el que tuvo una responsabilidad decisiva. Tras abandonar el gobierno, sirvió como comandante del 6.º Batallón de los Fusileros Reales Escoceses, pero regresó a no tardar a la política activa, y fue ministro de Armamento, ministro de Hacienda, secretario de Estado de Guerra y secretario de Estado del Aire. Luego llegó la Segunda Guerra Mundial, y ahí Churchill desplegó toda su fuerza y capacidad de liderazgo. Se mantuvo al frente de un país que se había quedado solo frente a la fiera nazi y, lo que es más importante, hizo que el país creyera en sí mismo, en su capacidad para resistir a la barbarie y, en último término, derrotarla. No solo su brega constante por mejorar la capacidad militar del país y la defensa civil, y sus esfuerzos, no menos sostenidos, y finalmente recompensados con el éxito, por involucrar a los Estados Unidos en el conflicto, fueron decisivos. También lo fueron, y aun quizá más, sus discursos y alocuciones radiofónicas, con los que galvanizaba el espíritu batallador de los ingleses y de muchos otros pueblos ocupados por los nazis. El célebre discurso en el que anuncia que Gran Bretaña luchará en el aire y el mar, en las playas y los campos de aterrizaje, en las calles y las colinas, y que nunca se rendirá -que puede oírse en youtube, y que Churchill pronuncia como si se acabara de tomar tres whiskies bien cargados- se ha convertido en una pieza paradigmática de esta capacidad de persuasión, más aún, de esa capacidad para suscitar el entusiasmo, pero siempre tamizada por la contención británica, por esa especie de filtro emocional que elude lo ruidoso e inelegante. Además de su integridad y su ejemplo moral, lo que siempre me ha fascinado de Churchill, y que en estos tiempos de políticos miserables en España, y en tantos otros lugares, se echa dolorosamente en falta, ha sido su vigor intelectual, su formación rigurosa y su ingenio, su pluma y su verbo afilados, su espontaneidad, su emotividad y su grandeza. No son pocas cosas, desde luego. Uno escucha sus réplicas parlamentarias, sus piezas oratorias, o bien lee sus biografías, sus crónicas periodísticas y sus relatos históricos -por los que, no hay que olvidarlo, obtuvo el Premio Nóbel en 1953, aunque no es descabellado pensar que el galardón tuviera también algo de retribución mundial por su contribución a la derrota del fascismo-, y luego atiende a lo que expelen Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias -por no hablar de Vicente Martínez Pujalte o Artur Mas-, y no es que el alma se le caiga a los pies, no: es que se le cae a varios cientos de metros de profundidad, lastrada por el peso del estupor y la vergüenza. Se ha creído que Churchill era un rétor natural: un natural, como se dice aquí. Su habilidad verbal era indudable, pero sus obras son el fruto de un trabajo incansable y de muchas horas de pulimiento, como han acreditado sus secretarios y colaboradores. No obstante, sabía explotar bien algunos trucos: por ejemplo, escribía con toda meticulosidad los discursos y se los aprendía de memoria, para no tener que leerlos luego ante la audiencia, lo que incrementaba su impacto emocional (cómo conseguía memorizar tantos textos, cuando estaba dirigiendo un país y una guerra, es algo de lo que también cabe maravillarse); o bien solo escribía (y, de nuevo, memorizaba) el final de los discursos e improvisaba todo lo demás, fiado a su cultura y a su bagaje de experiencias políticas y mundanas. Con eso conseguía que ese final, perfectamente labrado, llegara a la audiencia como si también hubiese sido improvisado, y obtenía una apreciación espectacular. Churchill era un maestro del ritmo oratorio: manejaba las pausas, las inflexiones y los cambios de ritmo como un malabarista o como un predicador, como un buen (y laico) predicador. Pero sería un error creer que solo era un hombre de palabra: también lo era de acción, como ya había demostrado en su juventud. Durante los bombardeos del Blitz, se subía a los tejados de Whitehall, para desesperación de sus ayudantes, a fin de contemplar los efectos del ataque y el funcionamiento de las defensas. También viajó varias veces a África, en lo peor de la batalla contra Rommel, para acicatear a sus generales -con el mariscal Montgomery a la cabeza, otro que tal bailaba, paseándose con un paraguas por las dunas del Sáhara-, y estaba resuelto a desembarcar en Normandía con las tropas angloamericanas, algo de lo que solo pudo disuadirle el rey Jorge VI -el del discurso del Rey- diciéndole que, si lo hacía, él mismo lo acompañaría: Churchill no podía permitir, claro, que el soberano corriera aquel riesgo. Viajó, en fin, tan incansablemente durante la guerra que, en una de sus visitas a Washington, sufrió un ataque al corazón: al cabo de tres días, ya estaba visitando el Canadá. Es muy sorprendente que alguien que había llevado una vida de semejante agitación viviese hasta los 91 años. Además, Churchill no era alguien que, de acuerdo con los estándares actuales, se cuidase mucho. Se pasó media vida fumando unos purazos que yo solo he visto en las tribunas de los campos de fútbol, era un comedor insaciable y bebía alcohol como para tumbar a un buey: en el desayuno, increíblemente, vino; para la comida y la cena, un dry martini como aperitivo, champán muy frío y un buen coñac; entre ambas colaciones, whisky, aunque rebajado con agua; y antes de dormir, si hacía falta, para conciliar un sueño reparador, otro scotch. No es extraño que dijera: "Mi norma de vida prescribe como un rito del todo sagrado fumar puros y beber alcohol antes, después y, si es necesario, durante todas las comidas y en los intervalos entre ellas". A lo que sumaba, con orgullo, no haber hecho deporte jamás, otro factor al que atribuía su longevidad y su óptima salud. Uno ve entonces la chocolatina de Aznar o el cuerpo fibroso y melenudo de tantos jóvenes leones del PP (y del PSOE) y, otra vez, su alma se pierde en las profundidades de la Tierra. En todo caso, pese a sus muchas e inverosímiles virtudes, y a sus muchos aciertos como gobernante y escritor, Churchill también cometió errores, algunos gravísimos, que no pueden ser olvidados. Por ejemplo, planificó e impulsó el desastroso desembarco de Galípoli, en los Dardanelos, en la Primera Guerra Mundial, en el que murieron más de un cuarto de millón de ingleses y ciudadanos de otros países de la Commonwealth, y por el que se le llamó "el carnicero de Galípoli". En la Segunda, no le tembló el pulso al ordenar o respaldar los sanguinarios bombardeos británicos de las ciudades alemanas al final del conflicto, como Hamburgo -donde causaron 42.000 muertos- o Dresde, que fue pulverizada, aunque no tenía ningún interés estratégico ni militar. Tampoco demostró ningún interés por mitigar la hambruna que asoló Bengala, y en la que murieron dos millones y medio de personas: así dejaba una tierra quemada ante la posible invasión japonesa. Y tenía ideas de bombero: quiso fumigar Alemania con gas mostaza e invadir España, para garantizar el control británico de Gibraltar. Por suerte, Alan Brooke, jefe del Estado Mayor, lo disuadió del empeño. En Inglaterra, Churchill, un conservador victoriano, no favoreció tras la guerra la mejora de los sistema de educación y salud, y adoptó medidas contrarias a la inmigración de los ciudadanos de las antiguas colonias: "Mantener Gran Bretaña blanca sería un buen eslogan", espetó a su gabinete en 1955. También se caracterizó por una oposición constante -aunque esta vez condenada al fracaso- a todo cuanto disminuyese o quebrantara el poder colonial británico, ya fuese en Irán, Kenia o Malasia. Pese a todo, Churchill ha sido un gigante de la política y sigue siendo un héroe para los británicos. Figuras como él, para bien y para mal, surgen raramente, pero no estaría de más que nuestros políticos de hoy leyeran sus libros: quizá se les pegaría algo. Ah, pero se me olvida que nuestros políticos de hoy son analfabetos: ni leen libros ni mucho menos, como Churchill, los escriben. 

miércoles, 28 de enero de 2015

Las revistas literarias

Me entero, por un artículo de Guillermo Busutil en La opinión de Málaga, de que cierra, o va a cerrar, la revista Qué leer. Otra víctima de la crisis, supongo. Recuerdo que Qué leer nació con la pretensión de ser el medio cultural más abierto al gran público, aunque "gran público" en un país como España, en el que más de la mitad de la población confiesa no leer nunca un libro (y un porcentaje alto de los que sí leen solo lee alguno de vez en cuando), sea un oxímoron irremediable. Pero su intención era saludable y, al menos durante algunos años, ha funcionado bien. A mí, en realidad, me gustaba poco: su misma razón de ser, esa voluntad de llegar a cuantos más lectores, mejor (que es, en el fondo, lo que queremos todos), le hacía prestar una atención desmedida a los géneros mayoritarios, es decir, a la novela y el relato, y desdeñar, hasta la insignificancia, a los que no lo eran: ensayo, poesía y teatro, que son los que más me interesan a mí. Con bastante mala baba, alguien dijo que Qué leer debería haberse titulado Lecturas. De la poesía se encargaba mi buen amigo Enrique Villagrasa, que hacía lo que podía en una espacio tan exiguo como lateral. A mí nunca me dedicó demasiada atención, ni como poeta ni como traductor o crítico de poesía, pero no se lo tengo en cuenta: su margen de actuación era muy escaso y los criterios editoriales mandaban. A pesar de estos peros, lamento la desaparición de la revista. Una pérdida cultural es siempre una pérdida grave, y estoy seguro de que a mucha gente Qué leer le era útil para descubrir libros, para interesarse por autores, para seguir curiosa y activa, en definitiva, en un mundo que nos permite salir cada día un poco del barro de la realidad. Las revistas literarias han tenido una gran importancia en la configuración de la literatura del siglo XX, y, en las literaturas anglosajonas, una importancia capital: La tierra baldía, nada menos, se publicó en una, The Criterion, dirigida por el propio Eliot, en 1922. Muchas, muchísimas, han sido saltarinas o fugaces: se creaban para recoger un impulso, una ilusión, un hallazgo, y desaparecían, engullidas por el tiempo, o desbaratadas por las rencillas, o quebradas. Sin embargo, ya habían dejado su poso: una aportación, infinitesimal acaso pero cierta, al flujo indetenible de la palabra; ya habían iluminado, con un brevísimo fogonazo, una parcela del firmamento de la literatura, y todos esos fogonazos, juntos, conformaban una luminosidad multitudinaria, llena de recovecos y descubrimientos. Algunas, en mi caso, y estoy seguro de que en el de muchos, me han acompañado siempre, con provecho. Quimera, por ejemplo, siempre ha estado ahí. Mis padres tuvieron, a finales de los 70, una papelería-librería en el barrio de El Clot, en Barcelona, y aún recuerdo a mi madre hablándome de la revista: "Nos llega, pero se vende poco". Ah, la frase implacable: se vende poco. Parece una maldición bíblica, un mantra histórico. Quién me iba a decir entonces que acabaría colaborando con ella. Se sigue vendiendo poco, por desgracia, aunque no tan poco como antes, pero ha recuperado el prestigio crítico que tuvo durante muchos años. El panorama de las revistas literarias en España es tan diverso como el de los libros. Sigue habiendo algunas que parecen hechas en los años 40: su formato y, ay, sus criterios, cuando los tienen, reproducen los esquemas ceremoniosos de las publicaciones antiguas, con colaboradores provinciales, reseñas atentas a colecciones ínfimas e ilustraciones paleolíticas. Y se me antoja milagroso que sobrevivan, aunque quizá su propio localismo las preserve. Otras persiguen la modernidad, aunque deslavazadamente, sin orientación definida, un poco a salto de mata, con escaso rigor técnico. Otras, en fin, perviven en ámbitos académicos o administrativos, cobijadas en presupuestos menguantes, siempre sometidos al peligro de que un político más austero que ninguno decida que la cultura es prescindible: que hay cosas mucho más útiles en que gastar el dinero público que los versos y los relatos de la gente y sus opiniones sobre los libros de otra gente. Pero en este conjunto heterogéneo de medios no solo se producen bajas, sino también altas. Hay que celebrar, por ejemplo, la reciente inauguración de Noches Áticas por parte de otro buen amigo, el gran Juan Manuel Macías (fundador y director de Cuaderno Ático, la publicación de creación literaria que Noches Áticas, dedicada a la crítica literaria y cinematográfica, prolonga y complementa), y Anna Montes Espejo, de Tarragona, a quien tuve el placer de conocer hace algunos meses, en una lectura que hice en su ciudad. Cercedilla y Tarragona: un binomio insólito para sustentar un proyecto prometedor. Pero es de observar, claro, que Noches Áticas aparece como publicación digital, al igual que casi todas las revistas que saltan al mercado. La publicación en Internet va a sustituir, no sé si totalmente, pero sí en muy buena medida (como va a pasar con el libro), a las revistas tradicionales en papel. Los costes de unos y otras no pueden competir: la publicación en papel es compleja y carísima, y la digital se hace por cuatro duros y con apenas unos golpes de ratón. Aunque tampoco puede competir el acercamiento, es decir, el tipo de lectura, que cada una suscita: la revista en papel genera un acercamiento objetual, demorado, y, probablemente, una comprensión más honda; la digital, un picoteo nervioso, una lectura desapegada y a menudo en diagonal. No obstante, bienvenidas sean todas las iniciativas que multipliquen las posibilidades de acceder a la literatura, y bienvenido sea Internet en este ámbito, como en todos. Muchas revistas de toda la vida se están adaptando al mundo cibernético. Cuadernos Hispanoamericanos, uno de nuestros mejores títulos, por ejemplo, ha roto el monopolio de la celulosa y acaba de tirar una versión digital que se puede consultar al mismo tiempo que circula la versión en papel. También Turia, otro clásico, se ha digitalizado, sin renunciar a la revista tradicional. Y El Cuaderno, uno de los mejores suplementos culturales del país, hecho con modestia pero con tenacidad en Asturias, circula por Internet, pero mantiene igualmente el formato en papel. Los blogs, en fin, han venido a cubrir una parte del trabajo que antes hacían en exclusiva las revistas. Muchos críticos han abierto bitácortas en la que cuelgan los trabajos que antes les habrían ofrecido a ellas. El mundo de la crítica ha eclosionado en Internet, y está bien que sea así, aunque nunca haya que renunciar al criterio propio en la selección de lo leído: igual que muchas publicaciones tienen en nómina a reseñadores nefastos, estos también existen -y aún más, por carecer de todo control, salvo el suyo propio- en la Red. Las revistas, los fanzines, las páginas web, los blogs, nos seguirán acompañando a los letraheridos, por fortuna, durante mucho tiempo. Habrá muertes y nacimientos, recortes y reconversiones, empeoramientos y mejoras: todo eso que nos zumba alrededor en la constante brega de la lectura y que, acaso, de vez en cuando, nos otorga la felicidad de un hallazgo dichoso, de un encuentro afortunado, de una voz de la que ya no podremos apartarnos. 

martes, 27 de enero de 2015

Amar a un extranjero

Eso es lo que hacen las dos protagonistas del último libro de Agustín Calvo Galán, Amar a un extranjero, ganador del XI premio César Simón y recientemente publicado por la editorial valenciana Denes: la alemana Gabriele Münter y la portuguesa Maria Helena Vieira da Silva. El interés por las artes plásticas de Agustín no es extraño en alguien que, como él, se dedica al arte conceptual y a la poesía visual, donde ha obtenido numerosos reconocimientos. Sin embargo, yo lo conocí como poeta textual, hace algunos años -presenté en Barcelona su Poemas para el entreacto, de 2007-, y desde entonces he visto, con alegría y admiración, cómo su obra no dejaba de crecer. Esta es su última entrega, bífida pero unitaria, articulada en torno a la historia de dos mujeres, dos artistas del siglo XX, que comparten no solo la práctica de un mismo arte, sino también el destino de amar a alguien a quien las guerras y los prejuicios raciales vuelven indeseado. Gabriele Münter, nacida en 1877, se enamoró en Múnich de Vassily Kandinsky, y mantuvo una relación con él durante catorce años, aunque Kandinsky estaba casado y no se divorciaría hasta 1911. Pero, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, Alemania expulsa al pintor ruso por ser ciudadano de una potencia enemiga. Münter se estableció entonces en Escandinavia y Kandinsky, en Moscú, y, aunque volvieron a verse en Estocolmo en 1916, la relación estaba rota. Kandinsky no perdió el tiempo: se enamoró por teléfono -al oír su voz...- de la moscovita Nina Andreievskaya, y se casó con ella en 1917. Por su parte, Da Silva se prendó en París del también pintor Árpád Szenes, húngaro, con el que matrimonió en 1930. Pero Szenes era judío, y eso hizo que el gobierno del general Salazar -que, además de ser racista, consideraba de mal gusto la obra de Da Silva, como recuerda Calvo Galán en un epígrafe de uno de los poemas; aunque lo realmente preocupante sería que una dictadura gustase de lo que uno hace: sería el momento de destruirlo- desposeyese a la pintora de la nacionalidad portuguesa. Da Silva y Szenes fueron, pues, apátridas hasta que, en 1956, Francia les concedió a ambos su nacionalidad. En Amar a un extranjero, el primer cuaderno, de Münter, se compone de poemas en los que se alternan las voces de Gabriele y Vassily: la de este refiere instantes de la biografía compartida en Alemana; la de ella glosa o razona las impresiones contenidas en sus cuadros, que se indican al pie de cada poema. Son composiciones escuetas, cromáticas, impresionistas, oblicuas: los sentimientos no se refieren derechamente, sino por medio de alusiones interrumpidas, de breves trazos expresivos, de elipsis y ecos. Pero la delicadeza de los retratos no surge de la nada, ni por casualidad, sino de un afilado uso de los recursos retóricos: aliteraciones, poliptotos, antítesis y anáforas dan sostén, entereza, a un conjunto cuya finura asombra tanto como su penetración psicológica. Así dice el poema basado en el óleo Stilleben am Fenster ("Naturaleza muerta en la ventana"), de 1953: "Nada me cansa ya, ni podrá madurarse,// ni las fachadas en su envés,/ ni la inclinación de un árbol extenuado,// ni el sonido del acordeón// podrá caer, mudar a verde,/ ser/ una lámina opaca,/ ya nada me molesta en su interior". En el segundo cuaderno, el de Vieira da Silva, los poemas se espesan, se hacen más complejos y, valga la expresión, más textuales. También más ilógicos: la reflexión sobre el cosmos interior y exterior de la pintora se funda antes en una palabra que persigue sus sombras, sus honduras, que en una representación verbal de lo pintado, aunque esto nunca deje de enmarcar sensualmente el discurso. Se me antoja muy importante esa presencia constante de lo interior y exterior, que también está en el cuaderno de Münter, como si los poemas reflejaran el trasvase constante entre la subjetividad de las artistas y su formalización gráfica, como si los versos fueron penumbras -o claridades- arrancadas de las simas de una conciencia zarandeada por el exilio y la pasión. En el cuaderno de Maria Helena Vieira da Silva -muchas de cuyas composiciones estructuran asimismo las anáforas-, la contemplación, la incisión de la mirada, se convierte en pensamiento, en incisión de la inteligencia. Los colores cobran tintes filosóficos y, como llevados por este fluir menos instantáneo y más expositivo, abandonan por momentos la disposición versal y abrazan el poema en prosa, donde se deshilan -o enmarañan- en sutiles meditaciones sobre la naturaleza del yo y el ardor de la conciencia. Algunos poemas son óleos quietos; otros se abandonan a un fluir enumerativo, como un breve trajín de lava; así, el excelente "Como las moscas atravesadas por un alfiler...". Transcribo el primero de este segundo cuaderno: 

                            Es muy misterioso. Nuestra vida fue una vida maravillosa.
                                                                                                                                         VIEIRA DA SILVA

Dormir en un abrazo, ser el silencio
impertinente del arca de Pessoa,
la resaca del perdedor, la tela
inflamable de la hidra y del eco.

Dormir, si fuera posible,
si descansar, si la paz fuera posible,
si morir o callar fuera posible,
si la piedra fuera láudano
para mis ojos,
si la vecindad del odio fuera solo eccema
e hipertensión,
si el silencio no se oyera, si fuera posible
no oírlo.

Si el dodecafonismo no me perturbara así.

domingo, 25 de enero de 2015

El estudiante de intercambio

Hace algunos días recibí un mensaje, por linkedin, de un teniente de la policía de Atlanta. Yo nunca había recibido un mensaje de un teniente de policía, ni siquiera de un sargento, y mucho menos de Atlanta. Mi relaciones con las fuerzas del orden público se han limitado, hasta el momento, a ser multado por aparcar donde no debía y a soplar varias veces en el alcoholímetro, sin resultados de los que deba avergonzarme. Pensé que Kent, que así se llama el teniente, quizá estaba investigando las fechorías que había cometido en mi última visita a la ciudad, pero pronto me sacó de dudas: simplemente, quería saber si yo era el Eduardo Moga que él recordaba de sus años escolares, un estudiante de intercambio que había asistido, como él, a la Ridgeview High School, y que había sido portero del equipo de fútbol del colegio, donde él jugaba de defensa: éramos los Ridgeview redskins. La revelación me tranquilizó, y le contesté que sí: yo era aquel portero español que había protagonizado, con él y el resto del equipo, una temporada mediocre: cuatro victorias, un empate y cinco derrotas. El entrenador era el coach Chevannes, un jamaicano que tenía pinta de vivir en un permanente estado de estupefacción, quizá como consecuencia de lo fervorosamente que practicaba todavía las doctrinas rastafaris de Bob Marley. Chevannes había jugado en la selección nacional de su país. Si todos sus compañeros prestaban la misma devoción que él al maestro, no quiero ni imaginarme en qué estado salían a competir, ni el ambiente que debía de respirarse en el vestuario. Chevannes, además de enseñar a los norteamericanos en qué dirección habían de chutar el balón, cuando él mismo conseguía averiguarlo, era el profesor de carpintería del colegio. A él y a mis compañeros de equipo los conocí, en efecto, entre 1979 y 1980, cuando pasé un año en Atlanta como estudiante de intercambio de la organización internacional Youth for Understanding. Hoy, cuando todo el planeta está conectado por internet, y se pueden conocer todos los rincones del mundo por Google Maps, y hablar con cualquiera por skype, una experiencia intercultural como esa apenas llama la atención. Pero a finales de los 70, y en un país como España, que empezaba a asomar el morro de un atraso secular, pasar un año en los Estados Unidos, viviendo con una familia y estudiando un curso escolar en un colegio americanos, era el colmo del cosmopolitismo y un privilegio al alcance de pocos. Durante mucho tiempo, fue la principal experiencia de mi vida, pero, claro, conforme los años pasan, lo vivido se empequeñece en relación con un lapso temporal que no deja de agrandarse, y todo alcanza su justa dimensión: hoy veo mi estancia en América como un momento fascinante de mi adolescencia, que me deparó grandes momentos, aunque también alguna secuela indeseada: por ejemplo, me hizo volver a España convencido de que la vida internacional era lo mío y de que quería ser diplomático: por eso estudié Derecho, algo que, años después, se ha revelado un error, o más bien un aburrimiento. El año que pasé en Atlanta tampoco subsanó una de mis grandes carencias de entonces: ser virgen. A nuestra clase de solo chicos había llegado el año anterior un estudiante nuevo, que había sido también exchange student en los Estados Unidos -Palacios Iglesias, se llamaba: quería ser arquitecto- y cuyos relatos nos habían puesto los dientes (y no solo los dientes) largos a todos: había follado, y no solo eso: ¡lo había hecho dos veces! Yo había querido emular el ejemplo preclaro de Palacios Iglesias, pero, pese a la alegada liberalidad de las americanas, me había quedado en el umbral: ninguna, ay, accedió a mis solicitaciones. Pese a la molesta pertinacia de mi virginidad, me lo pasé muy bien en Georgia. Yo venía de una familia muy humilde, así que vivir un año en una casa, en medio de un bosque, con tres coches, tres televisores, todos los electrodomésticos imaginables (y algunos otros que ni siquiera sabía que existían) y un sótano en el que había una mesa de billar, y donde nos tumbábamos en pufs inmensos a escuchar a Bob Marley (aunque sin sus efusiones canábicas), me hizo sentir algo parecido a lo que los astronautas deben de experimentar al pisar la Luna. Conocí el país, aprendí otro idioma y, sobre todo, hice muchos amigos, que aún me duran. A Kent, el teniente de policía, debo confesarlo, lo había olvidado: iba dos cursos por detrás de mí, y allí, entonces, las relaciones entre cursos eran tan infrecuentes como en España. Pero a otros los sigo queriendo como entonces. También tuve dos familias: la primera se componía solamente de la madre, divorciada, y un hijo pequeño. Yo, según supe luego, había de constituir la compañía que para Tommy, el chaval, habían sido sus dos hermanos, ahogados en un terrible accidente de navegación con su padre en Florida. Aquel papel de tragedia griega -del que al principio ni siquiera era consciente- no me sentaba bien, así que decidimos disolver la sociedad, y pasé a otra familia, de cuyo hijo, Danny, era ya amigo en Ridgeview. La cosa funcionó ahí mucho mejor, aun con los roces propios de toda convivencia. Quise, y quiero, mucho a Danny y Anne, mis hermanos americanos, y también quise mucho a Nora, la madre de la familia, que falleció de cáncer hace nueve años. He comprobado que, en un momento determinado de la vida, a muchos de los que participamos en aquella experiencia nos asalta el deseo de saber qué fue de aquellos que fueron nuestros amigos, o nuestros novios o novias. Todos nos hemos dispersado por el mundo, pero las tecnologías de la comunicación permiten acercamientos impensados hace solo unos años. Así ha sucedido con Kent, con quien apenas tuve relación (y a quien sin duda no impresioné con mis paradas), pero en cuya memoria he debido de permanecer todos estos años, por alguna razón que no alcanzo a comprender, y que se ha mostrado encantado de intercambiar algunas frases digitales conmigo y de contarme, de paso, que es descendiente directo de Ramón Montsalvatge, fray Simón de Olot, un monje capuchino que militó en el carlismo y abrazó después el protestantismo, que le llevó a difundir la Biblia, a las órdenes del mismísimo George Borrow, don Jorgito el Inglés, y a pasar luego a los Estados Unidos, Colombia y Venezuela, donde, felizmente liberado del celibato católico, dejó hijos -alguno de los cuales debe de ser el tataratataratataratatarabuelo de Kent- y una feraz labor evangelizadora, que le sirvió, además de para ser perseguido por los buenos católicos de Barranquilla y Cartagena de Indias, para entrar en la Historia de los heterodoxos españoles, de don Marcelino Menéndez y Pelayo, en la que aparece como uno de los "protestantes fabulosos" que el ínclito polígrafo no sabía si considerar personajes históricos o de ficción. Pero esta necesidad de recuperar, siquiera fugazmente, a los amigos de aquella remota experiencia americana también la han sentido Daniel, un chileno que apenas sabía hablar inglés cuando lo conocí, que ahora es ciudadano australiano y dirige un hotel en una de las islas de los cayos de Florida; Elaine, la maravillosa ecuatoriana de la que no quise reconocer que me había enamorado, y que hoy, médica y divorciada, vive en Norteamérica con sus muchos hijos; y Susana, la más guapa del contingente español de estudiantes de intercambio de aquel año, 1979, con la que pasé unos días memorables en Los Ángeles, y que se casó, al volver, con el amor de su vida, pero que hoy, tras un proceso terrible de separación, está también divorciada. Todos me han escrito, por una u otra vía, en busca de noticias, y con Susana hasta llegué a encontrarme un día en Barcelona para tomarnos un café: sigue tan guapa como siempre, pero está mucho más triste. Se conoce que la melancolía nos puede a todos: la dolorosa constancia de que este viaje se acerca inexorablemente a su fin nos hace mirar, con una pasión desengañada pero aún ardiente, aquellas eminencias de luz que fueron nuestra ilusiones adolescentes, aquellos días en los que la muerte no existía, y todo era paz y conflicto y esperanza y virginidad.

miércoles, 21 de enero de 2015

El palacio de Victoria y Diana

Eso es el palacio de Kensington: el lugar donde se crio la reina más longeva de la historia del Reino Unido -aunque Isabel II está ya a punto de superarla- y donde vivió una de las princesas más fugaces, pero más queridas, de esa misma historia: lady Diana Frances Spencer, primera esposa del príncipe Carlos de Gales. Kensington es, en realidad, un gran caserón, ampliado varias veces. Se construyó en 1605 y lo adquirieron, en 1689, el rey Guillermo III y su esposa, la reina María II, que querían establecer la corte lejos del palacio de Whitehall, donde entonces residían los monarcas: las nieblas, inundaciones y pestilencias del Támesis no le sentaban bien al asmático Guillermo. Fue residencia de los soberanos ingleses hasta bien entrado el siglo XVIII y, desde que estos trasladaron sus reales, y nunca mejor dicho, al palacio de Buckingham, quedó como alojamiento de la familia real: aquí vivió lady Di, y aquí viven hoy, en dependencias estrictamente prohibidas al público, los duques de Cambridge, el príncipe Harry, los duques de Gloucester, los duques de Kent y otros miembros de esa empresa cinematográfica, y muy productiva, que es la monarquía británica. Al palacio, situado en el extremo occidental de Hyde Park, se accede por un breve pero despejado paseo con arriates, un estanque y una estatua en mármol de la reina Victoria, cuyas facciones ha desgastado el tiempo, pero aún airosa y, sobre todo, muy blanca, lo que no deja de ser curioso en alguien que, desde su temprana viudez, solo vestía de negro. La estatua habla: tiene adosado un dispositivo que permite escuchar un parlamento de la reina en el móvil. Así comprobaremos que son muchas de las habitaciones del edificio: digitalizadas e interactivas. No sé si me gusta: encontrar leyendas escritas en las alfombras, o sombras de cortesanos que bailan proyectadas en las paredes, o pantallas táctiles en las que buscar datos sobre el recinto, me parece una alteración fastidiosa de la sobria belleza del lugar: una violación innecesaria. Aunque debo reconocer que algunas informaciones, redactadas con cierta frivolidad y el celebrado humor inglés, resultan divertidas. En una cartela de la Cupola Room, por ejemplo, se hace constar que "en un baile en 1729, la hermosa princesa Amelia, de 18 años, bailó con el maduro y algo entrado en carnes duque de Grafton, alimentando rumores de que había intentado seducirla". Las concesiones al turismo resultan especialmente chirriantes en un lugar como este, porque, a diferencia de casi todos los edificios regios, el palacio de Kensington es austero, de fastos comedidos e insólita templanza. No obstante, los techos pintados que advertimos en muchas salas, y los tapices que las decoran, son espléndidos. Sus primeros habitantes no tuvieron mucha suerte aquí: en pocos años, María II murió de viruela y Guillermo III, de una neumonía que contrajo a resultas de una caída del caballo que le afectó el cuello. Como fallecieron sin descendencia, la corona pasó a Ana, hermana de María, a la que no se le podía reprochar desinterés por el sexo, pero cuyo historial médico no era tampoco tranquilizador: tuvo 18 embarazos y 19 hijos, de los que solo sobrevivió uno, Guillermo Enrique, aunque tampoco demasiado, porque el muchacho no llegó a la pubertad. Ella misma falleció en 1714, a los pocos años de haber accedido al trono, y con 49 de edad, de un ataque de gota. Antes de morir, estaba tan gorda que la sacaban a pasear en una silla de manos, y, ya difunta, la tuvieron que enterrar en Westminster en un ataúd dos veces más grande de lo normal. La extinción definitiva de la casa de los Estuardo permitió ceñirse la corona británica a la dinastía alemana de los Hannover, cuyo primer titular fue el rey Jorge I, aunque los que dieron más esplendor al palacio de Kensington fueron su sucesor, Jorge II, y su consorte Carolina: la mundanidad y el gusto por los eventos sociales de los monarcas germanos hizo que el palacio se enriqueciera con pinturas, esculturas, cerámicas chinas y un sinfín de lujos, además de albergar bailes fastuosos e infinidad de conciertos. Kensington conserva todavía una sala de juegos, en la que se reproducen los entretenimientos de mesa que ocupaban las muchas horas de asueto de los reyes y sus cortesanos. También se conservan, en otra ala, los juguetes de la reina Victoria niña. Aquí nació y aquí vivió, hasta que fue proclamada reina, en 1837. Me llama la atención que, en las informaciones que se dan sobre su vida, se subraye algo que dijo la ya reina sobre su infancia: "Me criaron con mucha sencillez. No tuve cuarto propio hasta que hube crecido: dormí en la habitación de mi madre hasta acceder al trono". Esta necesidad de equipararse en sencillez a quienes no gozan de los innumerables privilegios de la condición real, es propia de la modernidad, y Victoria, con esa afirmación, demostró ser una reina moderna, quizá la primera de la historia del país. Antes, todos los reyes daban por supuesto que lo eran por la gracia de Dios, y que eso justificaba una vida distinta y, naturalmente, mucho mejor, porque para eso eran los elegidos por la divinidad y las cabezas visibles de los imperios: no sentían la necesidad de justificarse. Hoy, cualquier testa coronada se preocupa por subrayar que tanto él como sus hijos son "como cualquier otra persona", "como los demás", y que no gozan de privilegio alguno: hacen estudios normales, se casan con plebeyos, trabajan como todo el mundo. Lo que no dicen es que su vida está resuelta, con grandes estándares de calidad, desde el primer minuto hasta el último, hagan prácticamente lo que hagan, y aunque no hagan nada. En la vida de la reina Victoria siempre me ha interesado sobremanera su relación de amor con el príncipe Alberto, otro alemán. Cuando lo conoció, lo encontró "extremadamente guapo, alto y fuerte": le gustó, sobre todo, su nariz, tan rotunda como proporcionada. Lo que no podía saber entonces, pero que sin duda le encantó averiguar después, es que el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha tenía, en correspondencia con su nariz, una virilidad desmesurada, que le proporcionó grandes placeres y nueve hijos. El hombre se la tuvo que anillar en 1844 para sujetársela al muslo y que no destacara indecorosamente en las reuniones públicas, donde la moda masculina imponía pantalones ceñidos: de ahí el nombre del piercing genital masculino, el "príncipe Alberto". Al menos, eso reza la leyenda. Pero Alberto no solo estaba bien dotado de instrumentos sexuales: también de ideas liberales e interés por las ciencias aplicadas. Una sala del palacio está dedicada a la Gran Exposición de 1851, para la que se construyó el palacio de Cristal de Hyde Park, al que Walt Whitman canta en Hojas de hierba, pero hoy desaparecido. Esa Exposición fue idea de Alberto, y fruto de su patrocinio y tenacidad. Su muerte fue para Victoria, huelga decirlo, una tragedia indescriptible. La reina se echó encima el luto y ya no se lo quitó hasta su propia muerte. Solo con los años lo aligeró con un velo blanco, que es como aparece en sus últimas fotografías. Tampoco volvió a conocer varón, aunque las malas lenguas dijeran que John Brown, su peculiar sirviente escocés, hacía algo más que sacarla a pasear en caballo. Su adoración por Alberto pervivió siempre -prohibió que se tocaran sus habitaciones y sus objetos: ni siquiera quiso que se movieran los leños de la chimenea- y el rigor con el que mantuvo el duelo fue draconiano: en una ocasión devolvió los documentos que le habían dado a firmar, porque los ribetes negros que los rodeaban no eran del grosor adecuado. Otra de las cuatro partes en que está dividido el palacio de Kensington es un museo de la moda: reúne los modelos más destacados que han vestido las reinas, princesas y, en general, mujeres de la familia real en la segunda mitad del siglo XX. Esta es la parte que menos me interesa, y no debo de ser el único varón al que le pasa: en las salas hay casi solamente mujeres. Que se luzcan los modelos de Balenciaga, Dior, Lagerfeld y tantos otros como antiguamente se exhibían los símbolos de poder de la monarquía -cetros, orbes, coronas- no deja de ser el reconocimiento de que la institución se ha convertido en una lujosa frivolidad: en una imagen. Reconozco que los sombreritos de las Windsor siguen cautivándome por su tamaño y su excentricidad, pero no consigo que una sucesión de ellos, junto a un guardarropía de escotes con lentejuelas y solapas abombadas, capte mi atención. Salimos, por fin. Vemos, en el vestíbulo central de la primera planta, una gran fotografía de lady Di, sonriente, no lejos de otra de la tatarabuela de su esposo, la reina Victoria, circunspecta. Aquí residió Diana durante sus años de matrimonio con Carlos, y aquí acudieron los londinenses para rendirle homenaje a su muerte: las golden gates, a un lado del palacio, se inundaron de flores en su memoria. Estas manifestaciones de fervor popular -sobre todo, por alguien que era lo más parecido a una acelga hervida, aunque con buenas piernas- siempre me han parecido desproporcionadas y un poco absurdas. Pero los ingleses son muy dados a llenarlo todo de flores. Cuando enfilamos el metro, volvemos a pasar al lado de la estatua parlante de Victoria. En ese momento, dos gansos se cruzan perezosamente con ella y con nosotros: se atufan las plumas, menean el culo y se pierden en la hierba, camino del estanque reparador.

lunes, 19 de enero de 2015

Si insulta a mi madre, le espera un puñetazo

Eso ha dicho el Papa a raíz de los atentados contra Charlie Hebdo en París: "Si alguien dice una grosería contra mi madre, le espera un puñetazo". El papa bueno, el epónimo y heredero de San Francisco de Asís, la reencarnación de Juan XXIII, el rostro amable de la Cosa Nostra vaticana, se ha quitado la careta y ha justificado, así, los crímenes yihadistas, aunque haya antes abominado, formulariamente, de quienes matan en nombre de Dios (una actividad en la que la Iglesia es experta: sus creyentes se han pasado siglos liquidando a sus semejantes en nombre de Cristo). En realidad, es lógico: por suaves que sean las formas, nadie que sea Papa puede opinar de otro modo. Pero a veces las formas nos confunden. Tampoco cabía otra opinión en quien comparte el monoteísmo de los criminales y su enajenación última: la enajenación de la razón y la exaltación de la fe, culpable de las mayores atrocidades. La cabeza de los católicos del mundo hace la misma operación dialéctica que suelen practicar quienes comparten su punto de vista: identifica a la Iglesia con la madre, e impide así cualquier alusión o reproche. Pero es una maniobra tan grosera como falaz: la Iglesia, o el Islam, no son madres, porque no son personas. La Iglesia, el Islam y todas las religiones establecidas son conjuntos de creencias, inspiradas en libros o cuerpos dogmáticos, a las que las personas otorgan su adhesión (por lo general, acríticamente: los creyentes de cualquier confesión lo son porque sus padres se la han inculcado de niños). La ferocidad de esta adhesión -que en algunos casos, como hemos visto en París, y antes en Nueva York, Londres o Madrid, es asesina- no modifica la naturaleza de esas creencias: no las hace personas. Y son las personas las que tienen derecho al honor, a no ser calumniadas, a no ser insultadas, porque solo ellas están revestidas de dignidad humana. Los conjuntos doctrinales no son titulares de derechos ni obligaciones: son solo conjuntos doctrinales, que vinculan a quienes los suscriben, pero que no generan obligación alguna para quienes los desdeñan, ni siquiera la obligación de respeto, que queda al albur de la noción de urbanidad que cada cual abrigue. Los sistemas de creencias, de cualquier naturaleza, y, en particular, aquellos que configuran relaciones de poder, esto es, que estructuran sociedades (o que determinan las relaciones interpersonales en otras donde no son mayoritarias, como, por ejemplo, cuando me veo obligado a hablar con alguien sin verle la cara, porque su religión prescribe que ha de ir tapado de la cabeza a los pies), no solo pueden ser criticados, sino que deben ser criticados: no hay lucha contra la injusticia que no haya pasado por la oposición a un sistema de creencias consolidado que, en muchos casos, sostenía lo que ahora esgrimen el Papa y sus homólogos islámicos: que no se puede ofender a lo que tan importante es para tantos. La alegación de la ofensa es la gran coartada de los irracionales para que nadie ponga en tela de juicio su irracionalidad: "eso que dices", afirman, indignados, "me hiere. No lo digas, pues". Pero lo mismo podría alegar cualquiera que sostuviese que la Tierra es plana, o que Elvis Presley vive en una isla del Pacífico, o que el dios Osiris rige nuestros destinos, o que ETA causó la matanza del 11-M. La ofensa no puede ser la vara de medir del debate público, porque su estricta subjetividad impide el diálogo -y solo el diálogo impide que dirimamos nuestras diferencias a garrotazos- y porque las ideas, las meras ideas, no pueden suscitar ofensas, que son sentimientos. Tras los atentados de París, la gran mayoría del mundo musulmán, tras reprobar oficialmente los atentados, se ha manifestado en contra de los insultos de Charlie Hebdo al Islam, expresados en forma de viñetas que representaban, crítica o jocosamente, a Dios y al profeta Mahoma. Esta vez, por fortuna, la reacción no ha sido equiparable a la que se produjo cuando, hace varios años, otra revista satírica, danesa, también dibujó al profeta. Entonces los hijos de Alá, para demostrar que los musulmanes no eran violentos, como sostenía la revista, mataron a cien personas, hirieron a quinientas, y quemaron varias iglesias y embajadas. Ahora la respuesta ha sido más templada, aunque no han faltado las manifestaciones agresivas contra Occidente, los judíos, la prensa, la libertad de expresión y la muerte de Manolete. Aunque en los países cristianos todavía se dan agresiones contra películas u obras de teatro antirreligiosas, son muy minoritarias, y hay que reconocer que la Cristiandad ha evolucionado más que el mahometanismo: mientras ella ha superado, aunque muy contra su voluntad, un Siglo de las Luces -que, como argumentaba hace poco José Luis Pardo en El País, ha cancelado la obligación de pertenecer a comunidades obligatorias de creencias-, el Islam sigue en el siglo VIII: es una ideología medieval en un tiempo cibernético. El cedazo de la Ilustración no ha corregido su asilvestramiento, ni modernizado su rusticidad doctrinal, deudora de una cultura del desierto y un espíritu guerrero. Si a sus fieles se les quitan los objetos de la modernidad -gafas, móviles, Kaláshnikovs-, parecen talmente, en ideas y apariencia, compañeros de Mahoma. Así pues, y desmintiendo la idea bienintencionada, esgrimida por muchos intelectuales occidentales, de que la religión no había sido determinante en los atentados de París -cuyas causas había que buscarlas en la política internacional, o en el racismo, o en la pobreza de los barrios marginales de las ciudades europeas-, muchos de sus pares islámicos y de los manifestantes en las calles de Teherán, Cairo o Jartum, han alegado lo mismo que ha sostenido el Papa: que dibujar al profeta constituye una ofensa máxima, y que lo rechazan con toda energía, aunque, por suerte, no con tanta como la demostrada por los hermanos asesinos o por aquel otro valiente que entró poco después en un supermercado kosher y mató a cuatro indefensos ciudadanos; es decir, lo que sustenta la actuación de Al Qaeda contra Charlie Hebdo es un precepto religioso: no está permitido representar a Dios ni a Mahoma, una prohibición que a mí se me antoja absurda, y cuya vinculación con el amor a Dios que puedan sentir esas gentes no encuentro por ningún lado, pero que para ellos es más relevante que la vida de dieciséis personas. En su intento de justificación de esa postura -no me atrevo a llamarla idea-, los islamistas han esgrimido también otro argumento muy socorrido: el carácter selectivo, es decir, hipócrita, de la libertad de expresión en Occidente. Si en muchos países europeos se prohíbe la negación pública del Holocausto, e incluso se castiga con penas de cárcel a quienes la sostengan, ¿por qué no se prohíbe la representación de las figuras sagradas del Islam, o cualquier otro de sus preceptos, que tan importantes son para millones de personas? La respuesta es sencilla. En realidad, son dos: por una parte, el Holocausto es un hecho histórico, objetivo, documentado y verificable; la prohibición de la representación antropomórfica de los seres divinos, en cambio, es una disposición doctrinal, establecida en textos propios de culturas particulares o mediante interpretaciones asimismo particulares que no se fundamentan en sucesos constatables. Por otra, y más importante, el Holocausto supuso la deportación, la tortura y la muerte de millones de personas, es decir, generó un sufrimiento mensurable, de naturaleza física y moral, en seres concretos, y en sus allegados y descendientes, mientras que dibujar a Alá o a Mahoma solo supone una perturbación emocional en quienes han abrazado una fe para la que dibujar a Alá o a Mahoma es un pecado. Es justo evitar que se siga infligiendo sufrimiento a los que padecieron la barbarie nazi, o a sus descendientes, mediante la negación de que ese sufrimiento haya existido: decir a alguien cuyo abuelo fue gaseado en Auschwitz que el gaseamiento de los judíos es una falsedad inventada por el sionismo internacional, reproduce la crueldad del asesinato. Pero no es injusto permitir que quien crea que Alá o su profeta inspiran actos injustificables de terrorismo, como parece ser el caso, lo exponga públicamente. Tanto el Papa como los capitostes del Islam sostienen que la libertad de expresión debe tener límites. Pero es que ya los tiene, y nadie, que yo sepa, aboga por lo contrario; lo que pasa es que esos límites no coinciden con los que a ellos les gustaría que se implantaran. La libertad de expresión no ampara a quien grita "¡fuego!" en un cine lleno de público, sin que haya fuego; o a quien llama públicamente a asesinar a los judíos (o a los musulmanes); o a quien denuncia que alguien ha matado con una motosierra a otro, sin ser verdad; o a quien califica de "hijo de puta" a otra persona. En los dos primeros casos, lo expresado puede herir o causar la muerte de individuos concretos; en los dos últimos, se daña su reputación o su honor, algo que puede tener graves consecuencias en su hacienda, su vida familiar o su consideración social, esto es, algo que puede perjudicar irreparablemente su estar en el mundo, su existencia y su bienestar. En todos los supuestos, hablamos de quebrantos físicos, materiales o morales de personas con nombres y apellidos, no de vejaciones a una idea establecida en un texto sagrado o en los dictados de los clérigos, que no afectan a las condiciones de vida de quienes la comparten. En cualquier caso, esas agresiones, si se producen, habrán de ventilarse en los tribunales, donde sus presuntos ejecutores y sus víctimas deberán exponer los argumentos que los asisten y solicitar que un juez los apruebe. Tomarse la justicia por la propia mano no es tolerable en una sociedad civilizada. Y menos cuando el supuesto insulto ha sido la crítica de un mandamiento tan estúpido como suelen abundar en todas las religiones.

domingo, 18 de enero de 2015

Arnaldo Calveyra

Mi buen amigo Álex Chico me ha comunicado hoy la triste noticia de la muerte del poeta argentino Arnaldo Calveyra: un infarto ha acabado con su vida, a los 85 años. Arnaldo ha sido uno de los mejores poetas en español de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de este, aunque, vergonzantemente, fuese muy poco conocido en España. Hace algunos años, admirador ya de su obra, quise visitarlo en París, y él me abrió, con amabilidad propia de otros tiempos, las puertas de su casa. Fruto de esa visita es un largo pasaje de uno de los poemas de Bajo la piel, los días, que reproduzco a continuación en homenaje a su memoria: 

"...Visitamos también a Arnaldo Calveyra, a quien yo había descubierto con El hombre del Luxemburgo, y conocido en Barcelona, por mediación de José Ángel. [Nunca había estado en el parque de Luxemburgo, al que diversos avatares me unían en silencio: la traducción de Un sueño en el parque de Luxemburgo, de Richard Aldington (en el que cita las incómodas sillas de hierro bajo los árboles, y ahí siguen las incómodas sillas de hierro bajo los árboles. No pude, sin embargo, identificar el surtidor descrito en el libro: «A lo lejos distinguía el ondulante chorro de la fuente/ alzándose y cayendo sin cesar en parábolas de espuma,/ como la trayectoria de un cometa solidificada en agua trémula»; supongo que sólo funciona en verano), y la de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, que residió durante algún tiempo en el convento de Vauvert, situado en el emplazamiento actual del parque, donde puede que escribiera tramos del Llibre d’Evast i Blaquerna, del que forman parte sus aforismos místicos. En el Luxemburgo apenas hay pájaros: sólo algún tordo se atreve a indagar en las ramas interiores de los castaños, y unos pocos gorriones ateridos botan en el suelo como pelotas desquiciadas. Una piel mate, movediza, recubre la hojarasca, los grumos de hierba, el espejo de estaño del estanque hexagonal. Es la luz que huye, pero que se enreda todavía en las cosas, y deja en sus vértices jirones cenicientos. En la calle de acceso se suceden las librerías de lance, junto a puestos de fruta, frente a los que algunos ecuatorianos tocan raros tambores indígenas. (Me ha sorprendido comprobar que en Shakespeare & Co., frente a Nôtre Dame, el dependiente no habla francés; los bouquinistes que se alinean delante de la librería envuelven sus volúmenes en plástico, para que no los devore la humedad). Rozamos las estatuas, con tocas medievales, con pámpanos, y las lustramos con nuestro vaho. Hay leones, a cuyo lomo se encarama Álvaro. Alrededor del palacio senatorial —antaño hotel en el que zascandileaba Proust— se afana la policía, abrigada por barbours fluorescentes. Nos detenemos en Delacroix, al que corona la gloria, vencedora del tiempo. La piel del parque, aceitunada, estremecida, se solapa a nuestra piel y anuncia el desorden inminente del ocaso. Cruza el cielo una escasa paloma. Pasa una jogger, en pantalones sobrecogedoramente cortos. Nada se mueve en el parque, salvo sus visitantes: hiberna; su metabolismo se ha ralentizado hasta casi la expiración. No hay viento que arremoline las hojas, que crujen con atonía, como animales laxos; no hay insectos que ausculten los ojos o que busquen el cobijo de las narinas; no brincan las ardillas; nadie lee un periódico en un banco. Ni siquiera el agua fluye: alienta, pudorosa, bajo un rictus de hielo; la fuente de Médicis está callada; los álamos, embebidos en su rectitud]. Calveyra nos atiende con gentileza. Es tan delicado que parece que vaya a romperse, pero el abrazo que me da desmiente su fragilidad. Vive en un apartamento tenuemente laberíntico, de techos lejanos y libros lluviosos, que se diría extraído de Rayuela. [A diferencia de muchos septuagenarios, Arnaldo tiene una memoria formidable: recuerda con detalle —y así me lo hace notar cuando amago con contarle de nuevo la historia— cómo había conocido yo a Cortázar: en las salas vacías del Museo de Arte Románico de Cataluña, un domingo de finales de los setenta. Julio era alto como un tuareg, leñoso, luminoso, y paseaba por las salas vacías acompañado por una hermosa mujer. Yo le di la mano, arrebatado por una osadía adolescente, para felicitarlo por sus libros, aunque no los hubiera leído, y él me la envolvió con la suya, divertido por mi ingenuidad]. Prefiere recibirnos en casa, porque, nos confiesa, desde que sufriera un amago de infarto, le espanta el frío. Tomamos pastas y té, que nos sirve Monique, su mujer, una argelina de ascendencia ibicenca. Calveyra ha escrito sobre el Luxemburgo: «manantial de eternidad inventada, por poco una penumbra ofertada al cielo más vasto del jardín/ manantial fabricado, instante en círculo, asciende su forma, asciende y recae, en eso el agua, borrador, derrama, manera tan suya de mencionar los jardines del sur incansablemente bellos» [sí, debe de funcionar sólo en verano]. Nos cuenta que todos los poetas argentinos están peleados, pero que con él, de momento, no se meten: «Soy de otra generación», puntualiza, «y además no vivo allí». Vejez y lejanía: escudos contra la denigración...".

viernes, 16 de enero de 2015

Los Baker Boys

Hoy vamos a escuchar a los Baker Boys en la cripta de Saint Martin-in-the-Fields. No tenemos ni idea de quiénes son, pero el nombre suena bien: tiene swing y promete una animada sesión de jazz, valga la redundancia. También coincide con el título de una estupenda película de finales de los 80, Los fabulosos Baker Boys, pero no creo que los hermanos Bridges, que la protagonizaban, sean los que toquen, aunque no me importaría que Michelle Pffeifer, que también tenía un papel estelar, apareciese en escena. En la cripta hemos estado otras veces. Es un espacio que nos gusta, y uno de los mejor aprovechados de Londres: es cementerio, lugar histórico, bar-restaurante y sala de conciertos; ya solo falta que lo utilicen como galería de arte o como mercadillo de ropa o libros de segunda mano. No obstante, cuando llegamos, nos sentimos decepcionados: está tan lleno que apenas tenemos sitio para sentarnos. El público no ocupa butacas individuales, como en la platea de un teatro, sino las sillas de las mesas del bar. Eso les hace la vida mucho más fácil a los gestores del centro, porque no necesitan transformarlo en sala de espectáculos -no hay que despejar el espacio, ni cambiar unos asientos por otros-, pero limita la asistencia y, sobre todo, lo hace más incómodo. Por si fuera poco, las mesas se comparten. A nosotros nos ha tocado una pareja de alemanes jubilados que, por fortuna, no hacen ruido. Habría sido mucho peor si nos hubiera correspondido un grupo de ingleses bebedores de cerveza que celebraran un cumpleaños o una pareja de adolescentes en trance constante de besuqueo. Nos acomodamos como podemos, y, para flexibilizar el encajonamiento, pedimos sendas copas de un blanco sudafricano que no está nada mal. El espectáculo empieza con demasiada puntualidad: programado a las ocho de la tarde, a las ocho de la tarde cero segundos suena la primera nota. El grupo se compone de cuatro instrumentistas blancos y una solista negra, vestida de negro, que parece tener dos cabezas: su moño es tan grande como su cráneo. Nos anuncia que esta noche rendirán homenaje a los clásicos del jazz de los años 30 y 40; y así es, en efecto: tocarán piezas de Duke Ellington, Charlie Parker, Ella Fitzgerald y Billie Holiday, entre otros. Nos tranquiliza saber que no será jazz contemporáneo. Se evitará así toda posibilidad de que se repita aquel prodigioso incidente que sucedió en España hace algunos años, cuando un asistente a un concierto de jazz denunció a la banda ejecutante porque lo que tocaba no era jazz, y pidió que le devolvieran el dinero. Se generó una gresca considerable y hubo que llamar a la Guardia Civil para que pusiera paz. La pareja de la Benemérita acudió incontinente al local y, al escuchar a los músicos, dictaminó que, en efecto, aquello no era jazz. Ah, no todo está perdido en un país cuyos gendarmes, tricornio calado, son capaces de decidir si un blues es un blues o no lo es. Cuando la solista empieza su actuación, me fijo en su gestualidad delicada y expresiva a la vez. Tiene una voz agradable, que emerge de una boca grande -cuando la abre para entonar un do, parece un túnel-, pero no demasiado potente, aunque, seguramente, la deficiente acústica del local no ayuda a que destaque. Es lógico: este lugar se construyó para gente que era improbable que escuchase nada. El resto del grupo lo componen un teclado, un guitarra, un batería y un bajo. Los baterías suelen ser siempre los más pirados de los conjuntos. Este, en cambo, luce americana y corbata, y lleva el pelo corto y la barba cuidada: parece un profesor de contabilidad pública; hasta le brillan los zapatos. Cuando la solista presenta al bajo, reparo, una vez más, en las incongruencias de la fonética británica: "bajo" es bass, que se pronuncia /beis/; por otra parte, base, que significa "base", también se pronuncia /beis/; vase, en cambio, que quiere decir "jarrón", se pronuncia /bas/. Poco a poco, la actuación se calienta. Los Baker Boys alternan las piezas rápidas y lentas -In my solitude, de Duke Ellington, nos pone la piel de gallina a todos-, y suscitan un agradable estado de excitación entre el público. Dos ancianos se echan a bailar. La organización se las ha apañado para reservar un puñado de metros cuadrados como zona de esparcimiento, y por allí giran como peonzas los dos septuagenarios bailongos: él se parece al príncipe de Edimburgo. Algo me resulta todavía perturbador en que se monte esta juerga en lo que no deja de ser un camposanto. Los cadáveres ya no están en las tumbas: supongo -supongo...- que el lugar ha sido desacralizado, pero sus espíritus, neoclásicos o románticos, deben de estar removiéndose en las sepulturas: vinieron aquí para gozar de paz eterna, y lo que les cae encima es esta parranda etílica, además de, cada día, un torrente de turistas. Procuro abstraerme de estas melancólicas cogitaciones y concentrarme en la música. Pienso entonces que el jazz es el flamenco americano: el son que revela el dolor y la alegría de los más pobres, de los más abandonados. Ese carácter genuino, casi metafísico, aliado con una vitalidad mordiente, lo hacen irresistible. Y se me ocurre también que está todavía por escribir una historia de la influencia del jazz en la poesía moderna. Al menos tres excelentes poetas españoles del siglo XX han reconocido el ascendiente de la música negra americana en su obra: Antonio Gamoneda, Manuel Álvarez Ortega y Basilio Fernández. Y seguro que habrá más. Si tuviera tiempo, yo mismo la escribiría, pero, desde que tengo más tiempo, no tengo tiempo para nada. El calor de la música ha hecho que se aflojaran las rigideces de la territorialidad, y ahora ya nos sentimos más cómodos en el exiguo nicho que ocupamos. Para mayor holgura, los alemanes se marchan en el descanso. No porque les disguste el espectáculo, nos aclaran, como disculpándose, sino porque mañana vuelven a Berlín y se han de levantar pronto. Yo aprovecho la pausa para estirar las piernas y hojear un periódico gratuito abandonado en el vestíbulo. Veo a los miembros de la banda reunirse detrás de una columna y charlar. El batería/contable ocupa el rato mandando mensajes por el móvil y, algo después, le enseña un vídeo musical a uno de sus compañeros: esta gente vive la música sin descanso. Al volver, la cantante nos agradece a todos que sigamos allí (salvo los alemanes) y que escuchemos. Así dice: que escuchemos. Deben de estar hartos de tocar en locales de copas en que los parroquianos solo están preocupados por sorber su scotch o flirtear con la hembra más cercana, y les hacen tanto caso como a un discurso sobre la agricultura en Botswana. Mientras se suceden las canciones, me entretengo examinando al público: hay una musulmana con pañuelo; otra mujer envuelta del cuello a los tobillos por un abrigo de piel de algún animal sin identificar, que parece la zarina de todas las Rusias; y, en fin, un caballero de edad, de cabellera crespa y gris, como Einstein, con un chaleco estampado, que se propina un copazo de tinto tras otro. Está rojo como una gamba: no sé si por la congestión del vino o porque no puede disfrutar más de la actuación. Los Baker Boys terminan a la hora prevista: ni un segundo más tarde. Y no hay bises. Salimos a la plaza de Trafalgar con la esperanza de caminar un rato, pero una lluvia que el viento racheado convierte en una pulverización de cristales en la cara aconseja abreviar la paseata. Saltamos a un 24 en dirección a Pimlico, nuestro antiguo barrio. De allí aún nos faltará coger un 44 hasta casa, pero ya nos sentimos a refugio. 

jueves, 15 de enero de 2015

Libros, librerías y bibliotecas

Aprovechando que esta mañana no llueve, salgo a visitar librerías. La primera es una de viejo, Heywood Hill, a la que han distinguido con su fidelidad autores tan relevantes como Nancy Mitford, Edith Sitwell o Gore Vidal. La Mitford, de hecho, trabajó aquí en los años de la Segunda Guerra Mundial, como recuerda una placa azul a la entrada del local. Aunque lo de trabajar acaso sea excesivo: de ella se ha dicho que convirtió la librería en una cocktail party de ocho horas sin necesidad de servir ni una copa. Fue, como tantas inglesas de linaje intelectual, una excéntrica. También en los sentimientos: se enamoró de alguien con el improbable nombre de Hamish Saint Clair-Erskine, aristócrata y homosexual, por el que lloraba en los autobuses; también se habría enamorado de Robert Byron si no hubiera sido un pederasta; y se casó, por fin, con Peter Rod, hijo de un barón, a quien dio su consentimiento después de que pidiera tres manos la misma semana. La familia la acompañaba en rareza: una hermana, con el no menos inverosímil nombre de Unity Valkyrie, fue nazi y amiga de Hitler, y se pegó un tiro en la cabeza cuando Inglaterra declaró la guerra a Alemania, aunque no consiguió matarse; otra, Diana, matrimonió con el líder fascista británico Oswald Mosley; y una tercera, Jessica, fue estalinista. Las reuniones de Navidad debían de ser la bomba. Pese a estos distinguidos y perturbadores antecedentes, la visita a Heywood Hill es decepcionante. La librería es bonita -tiene falsas columnas dóricas, sillones de cuero muy gastado, mesas de madera con tapetes verdes-, pero pequeña y desordenada: los libros no están dispuestos ni por secciones ni por autores, de forma que es endiabladamente difícil localizar lo que a uno le interesa. La poesía está desperdigada en varias baldas distintas, que siempre son las más altas o las más bajas de las estanterías. Lo primero hace que, aunque lleve gafas, no pueda distinguir los títulos de los libros, y lo segundo, que las rodillas me crujan hasta lo insoportable. Compruebo que este es un rasgo común a muchas librerías de viejo, inglesas o españolas: la poesía es, para sus dueños, el género más bajo e inaccesible. Ya decía Borges, con razón, que la disposición de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria. Para más inri, Heywood Hill tampoco tiene nada en otros idiomas. Sopeso comprar el único libro que me ha hecho tilín, tras un vagabundeo desilusionado por las exiguas salas del establecimiento: una recopilación de necrológicas publicadas en un periódico inglés. Escribir buenos obituarios es una tradición acrisolada del periodismo nacional, pero reparo en la rareza -en la excentricidad- de la mayoría de los difuntos: así cualquiera, pienso; lo difícil es escribirlos sobre alguien normal. Además, hoy me he levantado un poco cansado de tantos personajes singulares. Vuelvo a Piccadilly, camino de la siguiente parada en la ruta: Hatchard's. Veo el majestuoso hotel Ritz, en cuya azotea -no sé si llamar con un nombre tan vulgar, "azotea", el techo de un edificio tan imponente- ondea una gigantesca Union Jack: será que consideran el hotel también una institución británica. Entre el Ritz y Hatchard's menudean las arcades, esas galerías comerciales en forma de pasillos. En la primera a la que me asomo, Burlington, se apiñan tiendas carísimas de joyas, relojes, zapatos y ropa. Aquí no hay churrerías ni bares, como en España: aquí se viene a gastar. Mucho. Uno de los locales vende Rolex antiguos. Están de rebajas: lo que cuesta normalmente 19.000 libras, ahora solo vale 16.000: una ganga. A la entrada y la salida del pasaje montan guardia sendos personajes que no sé si son seguratas o palafreneros: llevan sombrero de copa y una capa que les cubre, vampíricamente, todo el cuerpo. Quizá escondan una porra debajo de los ropajes, pero, tal como van vestidos, a mí ya me intimidan bastante. En el interior, un limpiabotas le limpia, no: le bruñe los zapatos a un señor muy atusado. Pero no hay en este limpia nada de la mugre salerosa de los lustradores españoles: con cepillos dorados, gamuzas de algodón egipcio, espátulas complejas como fórceps y un amplio séquito de instrumentos que se dirían diseñados por la NASA esparcidos a su alrededor, este limpiabotas parece el comandante del Titanic. Un poco más allá de Burlington está la Piccadilly Arcade, mucho más pequeña, pero, a mi juicio, más bonita: es una recóndita columnata, entre cuyas pilastras se disponen las tiendas. El primer establecimiento, que asoma a la calle, es Santa Maria Nobella, una perfumería y tienda de cosmética fundada en 1612. Tras el último se alza una estatua en bronce, de tamaño natural, de Beau Brummel, el árbitro de la elegancia, otro dandi que tuvo que exiliarse y acabar sus días en Francia, como Oscar Wilde, pero no, como este, por la disipación de sus costumbres, sino por deudas: quien había frecuentado a los mejores sastres de Saville Row y sido amigo del rey Jorge IV, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse, y murió solo y enloquecido por la sífilis en un inmundo asilo de Caen. En Piccadilly otra vez, muy cerca ya de Hatchard's, me acerco a echar un vistazo al Albany, uno de los edificios de más solera literaria de todo Londres. La nómina de autores que ha vivido aquí es impresionante: Oscar Wilde, Aldous Huxley, Evelyn Waugh y Graham Greene, entre muchos otros. Greene, uno de mis novelistas preferidos, fumaba opio en su piso, en un intento por recrear los fumaderos que había conocido en Vietnam: le gustaba sentir la paz que proporciona la adormidera tan cerca del bullicio infernal de Piccadilly. ¿Por qué elegirían este lugar?, me pregunto. El edificio no parece gran cosa: la fachada es de ladrillo marrón, británicamente anodina -cubierta hoy, además, por un andamio de obras- y encajonada en una alley breve y sin interés. Llego por fin a Hatchard's, donde compruebo algo que ya he visto en otras librerías de calidad: los libros se publicitan en el escaparate con notas escritas a mano. No creo que a nadie en España se le haya ocurrido nunca algo así: presentar los libros con notas manuscritas. Hatchard's es la librería más antigua del Reino Unido: John Hatchard la inauguró en 1797. A la entrada se conserva un retrato del fundador con una cita de su diario, correspondiente al 30 de junio de ese año, donde se lee: "Hoy, por la gracia de Dios, la buena voluntad de mis amigos y cinco libras en el bolsillo, he abierto la librería en Piccadilly". 218 años después, su negocio sigue expendiendo libros, aunque ahora pertenece al grupo Waterstones. Aquí han comprado Byron, Wilde, Bernard Shaw y Somerset Maugham, y aun hoy es muy posible tropezar en sus amplísimas dependencias con diputados y escritores que vienen a surtirse de literatura y también de libros de viejo. Paseo largo rato por ella, sintiendo la mullida moqueta bajo los pies y el asombro de tantos libros, impresos siempre con la pulcritud y, a la vez, la riqueza tipográfica de los ingleses, que son, en las portadas de los libros, mucho menos envarados que como personas: ahí demuestran una viveza y originalidad que desmiente su descorazonador retraimiento emocional. No obstante, muy pocos de estos volúmenes, como casi siempre, atienden a lo español: veo la típica sección sobre la Guerra Civil -los españoles tenemos aquí una fama histórica horrenda: nuestros hitos son la Inquisición, la Armada Invencible, Trafalgar y la Guerra Civil- y, en el rincón de las lenguas extranjeras, algunos títulos de Lorca (el conocimiento de la poesía española en Inglaterra no ha pasado de los años 30), Borges, Neruda, García Márquez y, esto ya me intriga un poco más, Juan Rulfo. Me alegra ver una traducción de la extraordinaria La forja de un rebelde, de Arturo Barea, aunque no me sorprende demasiado: Barea se exilió en Inglaterra en 1939, adquirió la nacionalidad británica y murió aquí, dieciocho años después. También constato, con pesadumbre, la presencia de Carlos Ruiz Zafón. La tercera etapa de mi itinerario libresco de hoy, a poca distancia de Hatchard's, es Sotheran's, la librería anticuaria más antigua del mundo, fundada en 1761. En general, me gustan poco las librerías anticuarias: los precios son desorbitados y los libros han dejado de ser literatura para convertirse solo en libros. No obstante, el lugar merece una visita. Me llama la atención la curiosa mezlca de orden -las estanterías, de madera, están pulcramente ordenadas e identificadas- y caos: hay cajas y pilas de libros por todas partes. Los dependientes, cuyas mesas están desperdigadas por todo el local, parecen traductores de sánscrito: todos pegados a sus ordenadores, y casi todos con corbata, tirantes y pelo blanco. Además, por lo que puedo comprobar, ninguno huele mal, a diferencia de sus colegas españoles. En la planta inferior hay una amplia colección de grabados. A los ingleses los que más les gustan son los de pájaros y los de paisajes, con preferencia por los que tienen castillos, pero yo prefiero algo más moderno: ilustraciones de las vanguardias, carteles de exposiciones de arte contemporáneo, ejemplos de art déco. Las historias de este lugar son inacabables. Algunas me gustan: por ejemplo, la librería perteneció algún tiempo al poeta Siegfried Sassoon, que se hizo con ella después de que al propietario anterior lo atropellara un autobús. Otras no tanto: aquí compraban libros Bob Hope y Margaret Thatcher, y creo percibir el espíritu siniestro de ambos rondando aún los estantes. Llevo bastante rato caminando y estoy cansado. Además, ha empezado a llover. Decido poner en práctica aquel viejo y sabio consejo de que "con pan las penas son menos" y me meto en un restaurante argentino al lado de Sotheran's, cuyas lunas exhiben toros parecidos al de Osborne: no sé si eso me tranquiliza o me incomoda. Tras zamparme un menú compuesto por una empanadilla de queso, una hamburguesa y dos cervezas, caigo en la cuenta de que yo he sido el único cliente del local: no había nadie cuando he llegado, y tampoco ha entrado nadie durante la hora larga que me he tomado para comer. A mí no me disgustan los lugares con pocos clientes: aprecio mucho la tranquilidad y un servicio más entregado. Pero un sitio desierto como este me hace dudar: ¿será que los bifes son de gato? Me dirijo, por fin, a mi último destino, que no es la muerte, de momento, sino la Biblioteca de Londres. Pese a su nombre, es privada. Se encuentra en la plaza de Saint James, un elegantísimo espacio presidido por una estatua ecuestre del rey Guillermo III y circundado por un extraña serie de esculturas humanoides. Para llegar, hay que pasar por delante de Chatam House, donde han vivido tres primeros ministros: William Pitt, el conde de Derby y William Gladstone. Thomas Carlyle, descontento con el sistema de préstamo de la biblioteca del Museo Británico, fundó la de Londres en 1841, y un busto suyo, de mármol blanquísimo, engalana la escalera principal del recinto. T. S. Eliot la presidió muchos años. Con alguna hipérbole, sostuvo que "la desaparición de la Biblioteca de Londres sería un desastre para la civilización". Al indicar en la recepción que quizá me interesaría hacerme socio -aunque las cuotas escuecen: 40 libras al mes, casi 50 euros-, una señorita muy amable me enseña las instalaciones. El 95% de los fondos de la Biblioteca son de libre acceso, y se disponen en unos espacios estrechos y enrejados que me recuerdan mucho a los de la biblioteca de la Universidad de Barcelona. Hay varias salas de trabajo, entre las que destaca el salón principal de lectura, que parece más un club londinense que a una biblioteca: sillones de orejas, lámparas que irradian una luz dorada, vistas a Saint James's, silencio. Aunque el resto de las habitaciones estaban bastante concurridas, esta está casi vacía: solo vemos a un cura y a un caballero que lee el periódico con mucho esmero. Me pregunto si también servirán whiskies. Al salir de la Biblioteca, llueve y hace sol. No he comprado ningún libro en toda la mañana, pero me siento empapado de letra impresa. Como siempre, por otra parte.

martes, 13 de enero de 2015

Foundling: un museo singular

El museo Foundling de Londres es uno de los más raros, por eclécticos, que conozco: reúne un orfanato, una galería de arte y una sala dedicada al músico Georg Händel -la más importante del mundo por la cantidad y calidad de los objetos personales del compositor conservados-. Al Foundling, en Bloomsbury, se llega tras cruzar los jardines de la plaza Brunswick, un despejado rectángulo de césped, apuñalado por varios plátanos centenarios, cuyas ramas despliegan un multitudinario dosel sobre la hierba: son tan grandes que casi rebasan la verja del parque. Aquí se construyó en 1741 el Foundling Hospital, 'el hospital de los niños expósitos' (por una vez, me gusta más el nombre en castellano que el más sintético en inglés), que sirvió como refugio para los niños abandonados o no deseados de Londres, y de otras partes del Reino, hasta 1926, en que cerró sus puertas y fue demolido. Lo promovió un capitán de navío y filántropo inglés, Thomas Coram, cuya estatua sedente flanquea hoy la entrada al museo. Coram estaba consternado por el número de criaturas que vagaban por Londres sin padres ni amparo, mendicantes y hambrientas, o borrachas. La razón no era otra que el consumo disparatado de ginebra. En 1690, el rey Guillermo III había disuelto el monopolio de su destilación, y eso condujo, en un país siempre ávido de alcohol, y entre las capas de la población más necesitadas de medios de subsistencia, a que se disparase la destilación privada. En 1734, había ya más de cinco millones de destilerías caseras en el Reino Unido; en Westminster, de 17.000 casas, 2.100 se dedicaban a expender ginebra, la mayoría sin demasiados escrúpulos por la salubridad del producto, que se adulteraba con aceite de vitriolo o trementina. El resultado de esta situación fue un delirio colectivo, a mediados del siglo XVIII -el de las Luces, que en Inglaterra fue más bien el de las oscuridades etílicas-, en el que los más pobres vivían en una borrachera continua: los cronistas de la época refieren que un cuarto de la población londinense estaba siempre completamente ebria. Pero no solo eso: la gin craze, 'la locura de la ginebra', mató a 10.000 londinenses entre 1749 y 1751. Los huérfanos de estas gentes, y muchos hijos a quienes sus padres no podían mantener, por los estragos del alcohol, alimentaban las calles. Ellos fueron los beneficiarios de la iniciativa de Coram. Y, si empezaron siendo pocos, con el éxito del hospicio su número no dejó de crecer, hasta que, en pocos años, amenazó con colapsarlo. El hospital, que se demostró benefactor y eficaz, ya no solo acogía a niños víctimas de la gin craze, sino también a muchos otros, fruto de la pobreza o de embarazos no deseados, que abundaban en aquellos tiempos turbulentos, y que podían conducir a un ostracismo social aún peor que el que deparaba la miseria. Por ello se hizo necesario establecer unas normas muy estrictas de acceso. Todavía se conserva una carta de Charles Dickens -siempre sensible a las desdichas de los niños, por las muchas que él mismo había padecido- en la que aboga por que se acoja al hijo de una tal Susan Mayue; pero, pese a ser Dickens, no surtió efecto. En la planta baja del museo (un edificio construido entre 1935 y 1937, que reproduce fielmente la estructura y las dependencias del antiguo orfanato) se encuentran las colecciones que explican las actividades del hospicio: camas, uniformes -de reconocible aire militar-, fotografías, cartas, utensilios de la vida cotidiana y, lo más emocionante, una amplísima muestra de tokens, las prendas que las madres (porque casi siempre eran las madres las que llevaban a sus hijos al Foundling: quienes las habían preñado estaban desaparecidos o beodos) dejaban a sus hijos para que pudieran reconocerlos en el futuro: botones, cadenitas, monedas, dedales, cruces, imágenes religiosas. Todo lo imaginable servía para que madre e hijo siguieran enlazados, sin vulnerar el anonimato de su entrega a la inclusa. Y conmueve pensar que aquellas criaturas llevarían consigo, hasta el final de sus días, aquellos amuletos de alguien a quien no conocían, o conocían apenas, mientras que sus madres recordarían siempre aquellas prendas, con la esperanza de que fuesen el eslabón que permitiera unirlos de nuevo antes de morir. La gran mayoría, sin embargo, no volvía a encontrarse nunca. Pero el Foundling, además de su labor de caridad, se convirtió pronto en una galería de arte, de hecho, en la primera galería de arte pública del mundo. La razón de esta insólita transformación fue que uno de sus primeros governors o directores fue otro filántropo, el pintor satírico William Hogarth, que enriqueció a la institución con sus cuadros y otros de su colección privada o que consiguió que se donaran. Hogarth, de hecho, pintó una tragicómica Gin Lane, 'el callejón de la ginebra', en 1751, que describe el terrible estado de las calles de Londres en aquellos años, con mujeres ajumadas a las que se les caen los niños de los pechos, bebedores cadavéricos aferrados a una garrafa de licor, gente que comparte huesos con los perros, todo ello en medio de un pandemonio general de peleas y desvanecimientos. En las dos plantas superiores del museo, donde hay poco público, vemos otras obras de Hogarth, como la célebre March of the Guards to Finchley, de 1750, que el artista ofreció al rey Jorge II, pero que este declinó, ofendido: el cuadro era demasiado grosero para sus augustos ojos. Gracias a este rechazo real, lo disfruta hoy el Foundling. También admiramos pinturas de Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough y John Hazzlitt, entre otros, junto a un espléndido reloj de mesa fabricado, hacia 1850, por el militar exiliado en Londres y relojero José Rodríguez Losada, que luego fabricaría también el que preside la Puerta del Sol madrileña, y con cuyas campanadas nos tomamos cada año las uvas los españoles. El reloj que hoy veo aquí sigue funcionando: su robusto tictac demuestra que se le da cuerda cada semana desde mediados del siglo XIX, al igual que el césped de los colleges de Oxford se corta cada jueves desde hace 800 años. En una sala de transición lucen dos enormes óleos sobre la batalla de Trafalgar, inevitablemente, y sobre el sitio de Gibraltar en 1782. La tarjetita informativa del primero, de W. E. D. Stuart, no es demasiado afortunada: dice que en el cuadro se ven los barcos españoles Santissima y Trinidad, pero ni se ven, ni hubo dos barcos así llamados: solo uno, cuyo nombre era Santísima Trinidad. El segundo, de John Singleton Copley, relata la fatídica -para los españoles; para los británicos fue benemérita- explosión de las baterías flotantes que los sitiadores habían dispuesto frente al Peñón para vencer la resistencia inglesa. Las baterías -fruto del arbitrismo de algún cráneo privilegiado, como tantas otras catástrofes de la historia de España- resultaron un fiasco: una de ellas explotó, y luego dos más; el fuego de las explosiones se transmitió a otras, y, a las que no, el almirante al mando ordenó quemarlas para que no cayeran en manos del enemigo. Las víctimas del desastre fueron tantas -se calcula que hubo 2.000 muertos, entre ellos José Cadalso, el autor de las Cartas marruecas- que hasta los ingleses enviaron barcazas para recoger a los náufragos. Una de las salas más interesantes del museo Foundling es la Court Room, cuyo estilo rococó reproduce el que adornaba la sala original de 1745, y que se explica por la necesidad de disponer de un espacio que impresionara a los posibles donantes y benefactores del hospital. Una alfombra gruesa y policroma; la chimenea de mármol; el trabajado techo de yeso; las paredes, de un verde intenso, en el que cuelgan medallones con imágenes de los principales hospitales londinenses de la época y pinturas con escenas de la Biblia que tienen relación con las madres y los hijos; y los bustos, también en mármol, de los emperadores Caracalla y Marco Antonio (¿por qué ellos?), componen un espacio, en efecto, impresionante. A un lado, la vigilante, joven y sentada, se entretiene leyendo unos apuntes: debe de tener exámenes pronto. En la sala no hay nadie más que ella y yo. Me llama la atención un ejemplar de Oliver Twist en el alféizar de una ventana. Subimos por unas escaleras de roble al segundo piso: son las originales del orfanato del siglo XVIII, por cuyos pasamanos se deslizaban los niños para ir de una planta a otra, hasta que uno se mató al hacerlo. Los responsables del hospicio decidieron entonces tomar una medida drástica para evitar que se siguieran utilizando como toboganes: instalaron unos pinchos mortíferos. Demostraron tanta sutileza como aquellos mandos del cuartel en el que hice la mili, que respondieron a un intento de suicidio encerrando en el calabozo al frustrado suicida: nada hay mejor para curar una depresión que pasar una temporada entre rejas. La información que aporta el museo no dice si los pinchos evitaron más caídas de los hospicianos o bien rebanaron a alguno. En el segundo y último piso del Foundling se encuentra la colección Gerald Coke, la mayor colección privada del mundo de recuerdos de Händel. El músico alemán fue también director y benefactor del hospital. Desde 1749 organizó conciertos en su sede para recabar fondos, en alguno de los cuales interpretó El Mesías, una copia restaurada del cual se encuentra en la sala que le está dedicada, así como su testamento y numerosos objetos personales. Händel también compuso el himno de la institución. Mientras lo miro todo, una señora muy mayor está sentada en un sillón, escuchando música del compositor: hay cuatro butacas, cada una con un sistema de reproducción individual de sus diferentes obras. No podría decir si la anciana está en éxtasis o dormida: entrecierra los ojos con ese placer que uno no sabe muy bien si es estético o soporoso. En cualquier caso, su figura derramada, las notas de la Oda para el día de Santa Cecilia y la persistente soledad del lugar me transmiten mucha paz, parecida, quizá, a la que debían sentir aquellos niños recogidos aquí, hace tantos años.