miércoles, 31 de diciembre de 2014

Hace frío

Antes, al levantarnos, descorríamos las cortinillas de las claraboyas de nuestro dormitorio y veíamos el cielo: gris, casi siempre; a veces, despejado. Hoy no vemos nada: una pátina de hielo cubre los cristales. Ha llegado el frío y, con él, estos días tórpidos, en los que el aire parece crujir, y el sol, cuando asoma, luce tan helado como nuestras ventanas. Salgo a comprar el periódico y cruzo, como siempre, el parque de Battersea. En el macadán de los caminos se ha depositado otra lámina de escarcha, traicionera. Hay que pisar con cuidado, si no se ha tenido la precaución de calzar botas. Muchos de los perros a los que sus dueños pasean por el parque llevan jerséis. Siempre me ha parecido ridículo humanizar hasta ese punto a los animales (como hacerles trenzas o raparlos artísticamente). Los perros, como los gatos, como los pájaros, como cualquier criatura, están naturalmente preparados para adaptarse a los cambios de temperatura, y ponerles un suéter -con estampaciones navideñas, para más inri- es volverlos grotescos. En realidad, sus amos los infantilizan, porque eso son para la mayoría, sobre todo para quienes están solos: un sucedáneo de hijos. Junto a chuchos abrigados, pasan runners y ciclistas desabrigados. Algunos corren o pedalean en camisetas de manga corta; otros, como única concesión a los rigores del día, llevan dos. Pasan a mi lado en una nube de vahos: los que genera la respiración agitada, el resoplar desembarazado o agónico, el sudor velozmente enfriado. Los deportistas en este país no temen a los elementos: si lo hicieran, nadie haría deporte. Si alguien ha decidido salir a correr, sale a correr, así caigan chuzos de punta o se declare una emergencia nuclear. Me desentiendo de los émulos de Shackleton y reparo en el lago helado. Aunque no totalmente: en la superficie cristalizada se abren todavía pequeños islotes de agua, en los que sobrenadan algunas pollas de agua. Son las únicas aves que veo: no hay cisnes, que se habrán cobijado en algún rincón herboso, ni garzas, que estarán huidas. Los setos lucen un copete blanco. La hierba ha empalidecido. Todo está envuelto en una fina gasa traslúcida que, pese a su delgadez, el sol no rasga: solo resbala por ella. El sol es tímido y, aunque en un día sin nubes, como hoy, invade todos los rincones del aire, se escurre por las cosas sin arañarlas: la realidad es inmune al calor. Aunque oigo las conversaciones de los paseantes, el rumor lejano del tráfico y el inevitable zumbido de los aviones, un fondo de silencio, como un edredón que cubriera el escenario del mundo, resulta hoy más perceptible que otros días. Los cristales del hielo son la mejor insonorización natural: descomponen las ondas de aire que transportan el sonido y difunden una quietud casi dolorosa. El invierno no solo ha llegado a las calles y los parques, sino también al interior de las casas. En los pubs con chimenea, se enciende la chimenea. Nosotros carecemos de ella, pero hemos comprado un calefactor que imita el fulgor de las ascuas de un fuego. Lo mantenemos encendido todo el día, pero cuando más destaca es por la noche, es decir, a partir de las cuatro: entonces brilla con un rojo excesivo, que nos hace sudar. Tengo suerte: hoy encuentro El País en el primer kiosko al que me asomo. El dependiente me lo entrega con una mano enfundada en mitones. De vuelta, leyendo, siento menos el frío.

lunes, 29 de diciembre de 2014

La gente famosa de Sant Cugat del Vallès

El otro día Ángeles y yo salimos a pasear por el pueblo -aunque desde hace mucho es más grande que muchas capitales de provincia españolas- y nos cruzamos, al poco de hacerlo, con una mujer que empujaba esforzadamente un carrito de bebé calle arriba. Su mueca era de trabajo maternal, es decir, ímprobo pero benevolente. Seguramente por ese gesto de empeño, por esa torcedura del rictus, no reconocí a la señora: era Gemma Mengual, la antigua campeona de natación sincronizada, que vive, en efecto, unos portales más allá del nuestro. Yo la recordaba siempre con una sonrisa enorme en la cara, aunque congelada: una de esas sonrisas que se ponen como se pone uno un sombrero, y que lucen en el semblante como un huevo frito, diametrales, fosforescentes, inmarcesibles porque ya nacen, en realidad, marchitas. Las sonrisas de las nadadoras de natación sincronizada son a las sonrisas lo que las corbatas de Luis Aguilé a las corbatas o los pechos de Chelsea Charms a los pechos: un desafuero exigido por la profesión. Ahora la señora Mengual ya no sonríe, o, si lo hace, ya no necesita un andamio para levantar la sonrisa. Aunque razones para la alegría no le faltan: es dueña de un restaurante japonés en nuestra calle (que, como vimos en nuestro paseo, ya está abriendo sucursales en otros lugares del pueblo) donde debe haber invertido sus pingües ganancias natatorias, que cobra 40 euros de vellón por un platito de sushi y que, pese a ello (o quizás a causa de ello), siempre está lleno. En Sant Cugat abundan los famosos, gracias, sobre todo, a dos instituciones contrapuestas: el Centro de Alto Rendimiento, donde se forman buena parte de los deportistas españoles que luego rendirán, en las competiciones del universo mundo, tan grandes servicios a la nación, y la Universidad Autónoma de Barcelona, que se encuentra a pocos kilómetros, en Bellaterra, muchos de cuyos profesores prefieren vivir en Sant Cugat. Además, Sancu tiene la consideración de barrio de clase alta -es el Sarriá allende el Tibidabo- y aloja, en consecuencia, a gente de posibles, aunque no se entrenen en el CAR ni profesen en la Autónoma. Dos de los deportistas más destacados que han residido en el pueblo han sido futbolistas del Barça. El primero, Javier Saviola, el conejo, que, además de en el Barcelona, ha jugado en el River Plate, el Mónaco, el Sevilla, el Real Madrid, el Benfica, el Málaga, el Olimpiacos y el Hellas Verona, y al que seguramente todavía le quedan muchos clubes donde sentir los colores: es un conejo de mundo. Saviola vivía en un número de nuestra calle muy parecido al nuestro, y eso propició que un cartero depositara una vez una carta dirigida a él en nuestro buzón. Y hoy, aquí, confieso por primera vez, no sin vergüenza, que en lugar de subsanar el error del funcionario y devolver la misiva a su legítimo dueño, la abrí en la penumbra del vestíbulo, tembloroso y emocionado por acceder a la intimidad de tan alto (aunque Saviola era más bien bajito) personaje. El resultado fue decepcionante: la carta era de un niño que le testimoniaba una rendida admiración. Creo que incluía hasta dibujos. Recuerdo que, saciada mi curiosidad, me metí la carta enseguida en el bolsillo, no fuera que algún vecino me pillase en flagrante delito de violación postal y yo hubiese de apechugar con el oprobio público. Creo que hoy mi falta está ya prescrita y, si no, valga esta revelación como expiación pública de mi pecado. Otro futbolista que ha vivido en Sant Cugat -y, de nuevo, muy cerca de mi casa, aunque no en mi misma calle- ha sido Hristo Stoichkov, aquel búlgaro del dream team que no hacía prisioneros y que, cuando apretaba a correr por la banda, era capaz de derribar a todos los defensas que se le interpusieran, al portero, la portería y hasta la primera grada del público. Tampoco dejaba ni una decisión de los árbitros sin protestar, ni siquiera las favorables a su equipo. Del mismísimo Messi se rumoreó que iba a establecerse en Sant Cugat, aunque finalmente lo hizo en Castelledefels. Habría estado bien encontrarse con el astro en la panadería del barrio, por ejemplo, aunque no creo que su conversación hubiera sido muy estimulante. Otro deportista célebre, y sancugatense de pro, es Álex Corretja, dos veces finalista en Roland Garros, con el que a veces nos hemos cruzado por la calle, aunque hay que reconocer que su presencia no atrae tantas miradas como la de su mujer, la modelo Martina Klein; en mi caso, al menos, no atrae ninguna: todas se las dedico a Martina. Pero la argentina no es la única bella del municipio. En Sant Cugat vive también Elsa Anka, de cuya anca he tenido el placer de ser vecino -y aun, increíblemente, de rozar- en los Ferrocarriles de la Generalitat, aunque no lo supe hasta el final del trayecto. Viajaba yo de Barcelona a casa, absorto en la lectura del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, cuando se sentó a mi lado una mujer. Fascinante como es la lectura del Tractatus, no reparé en ella hasta que, por algún azar de la óptica, se me impuso la contundencia de sus piernas y, en concreto, del muslo que, con las continuas oscilaciones del vagón, golpeaba levísimamente -casi acariciaba- el mío. Entonces, sin dejar de aparentar que leía -que Wittgenstein me perdone-, pero forzando los ojos hasta que casi se me saltaban de las cuencas, me fijé en la sinuosidad fluvial de sus músculos sartorios, y en la delicadeza con que se trababan con los aductores, y en la suculenta desembocadura de sus cuádriceps en las rodillas. Elsa leía una revista de decoración, lo que me hizo sentir algún alivio: significaba que conservaba un cierto sentido estético. Desde que había presentado un programa de videncia, protagonizado por el maestro Joao, un pitoniso televisivo que se hacía llamar el elegido, yo dudaba de que Elsa fuera algo más que un cuerpo admirable con un cerebro inexistente. En el terreno intelectual, Sant Cugat ha albergado también a grandes nombres: el poeta y ensayista Gabriel Ferrater, que se suicidó en 1972 en su piso, cerca de la estación de tren, con una mezcla de barbitúricos, para honrar la promesa que había dado a sus amigos de que no cumpliría cincuenta años (hay gente para la que la palabra dada es inviolable, pero uno quizá preferiría que, a veces, lo fuera un poco menos); el también poeta José María Valverde, que fue profesor mío en la Facultad de Filología y que residió aquí al volver de su exilio americano, a principios de los setenta; y, hoy, el romanista, musicólogo y buen amigo Antoni Rossell, al que conocí hace muchos años cantando salmos protestantes en unas minas de tungsteno en Salamanca, y el filólogo Francisco Rico, que despliega su saber y su arrogancia en las aulas de la Autónoma -es el único investigador que conozco capaz de explicar la influencia de Erasmo en El Lazarillo mientras sorbe el cuarto gin-tónic- y con el que he coincidido en alguna ocasión en El Fornet, una cafetería franquiciada que ofrece prensa gratis: la última vez, se adelantó a quitarme El Mundo.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Las listas de los mejores libros

Las listas de los mejores libros del año en los suplementos de cultura de los periódicos son otra de las tradiciones de la Navidad, como los mazapanes, el partido de la selección catalana de fútbol contra alguna otra selección muy importante del panorama deportivo internacional -creo que este año su rival es el País Vasco- o el escote de Anne Igartiburu (y la capa de Ramón García) en la Puerta del Sol. A título personal, este año no puedo quejarme: mi traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman, aparece en el puesto 13º de los veinte mejores libros seleccionados por El País, y el segundo de los cinco mejores en la categoría de "poesía traducida", detrás de Hasta aquí, de Wislawa Szymborska, de cuyo triunfo me alegro, porque ha sido publicado por una editorial amiga, Bartleby, a la que ciertamente beneficiará este eco tan favorable, aunque como lector me defraude: la Szymborska me ha parecido siempre tediosa y mate. La polaca se lleva seis votos -y Siempre lecturas no obligatorias, otros dos-, mientras que Whitman recibe el apoyo de Jesús Aguado, Winston Manrique Sabogal y Ángel Rupérez: gracias a los tres. (En la lista de El Mundo no se valora la poesía traducida, solo la nacional; y no sé si es porque el periódico no la considera importante, o porque desconfía de que sus críticos sean capaces de valorarla adecuadamente). La comparación de las selecciones de ambos periódicos, los más importantes del país -con sensibilidades e ideologías, por otra parte, tan dispares-, suscita algunas preguntas y no menos asombros. Resulta curioso que la de El País aparezca encabezada por Aquí empieza lo malo, de Javier Marías, detrás de la cual se alinean todos los demás. Si hubiera aparecido hoy, más de uno lo habría considerado una broma propia del día de los Santos Inocentes. También llama la atención -aunque solo hasta cierto punto- que Marías gane de calle en su periódico y ocupe solo el sexto puesto en el de la competencia (y que Landero, por su parte, gane en El Mundo y solo sea octavo en El País). Curiosamente, las preferencias se equilibran en el caso de Javier Cercas, que con El Impostor es segundo en ambas listas, y se invierten en el de Muñoz Molina, otra firma relevante de El País, cuyo Como la sombra que se va solo es décimo en su diario y que, en cambio, alcanza un meritorio tercer puesto en El Mundo. Las editoriales también tienen su clasificación, aunque implícita (al igual que en el mundial de Fórmula 1 hay un campeonato de constructores), y en todas las listas predominan las grandes: Alfaguara, Anagrama, Random House, Seix Barral, Tusquets, Galaxia Gutenberg... Los sellos pequeños o periféricos apenas obtienen premios de consolación en los apartados de novela o ensayo traducidos. Sin embargo, estoy seguro de que, entre la multitud de novelas y libros de relatos publicados cada año por esas editoriales, ocultas, en muchos casos, en rincones provinciales, orgullosamente independientes de las grandes organizaciones del libro, y aferradas solo a su criterio y a su iniciativa, hay muchos que merecerían un reconocimiento igual, o incluso superior, a los títulos publicados por los mastodontes de la edición en España, y ahora premiados por los suplementos con este eco, condicente con la labor publicitaria de aquellos. Y estoy pensando, por ejemplo -aunque Edhasa, donde se ha publicado, no pueda considerarse, en rigor, una editorial pequeña; no obstante, está a gran distancia, en su presencia pública, de los sellos mayores-, en Viento de tramontana, de Sergio Gaspar, cuyo nivel de complejidad y audacia literaria es muy superior a la de cualquiera de los libros ganadores tanto en El País como en El Mundo. En el terreno de la poesía, merece la pena también observar algunos detalles. El ganador en El Mundo, redactor de Cultura de El Mundo, Antonio Lucas, por Los desengaños -que ha sido votado por cuatro de los cinco críticos de poesía consultados; el quinto no lo ha hecho porque está entregado afanosamente al encomio de la poesía experiencial, en la que Lucas no encaja ni con la mejor voluntad de conciliación-, solo obtiene en El País la medalla de plata en la categoría de poesía en español, empatado a votos -dos- con Nocturno casi, de Lorenzo Oliván, y Rosa enferma, de Leopoldo María Panero, y ello gracias a las preferencias de sendos críticos que no suelen reseñar poesía. Los que sí lo hacen han preferido Hoy, de Juan Gelman, que no aparece ni una sola vez en la lista de El Mundo. Más allá, Tánger, de mi amigo Álvaro Valverde, ocupa la segunda posición en El Mundo, con el voto favorable de tres críticos, pero solo es citado por Antonio Ortega en El País. Y me alegra comprobar que algunos electores no se han olvidado de algunos libros que merecen atención: Ángel Luis Prieto de Paula, de Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago (uno de esos autores excepcionales acogidos a colecciones laterales); Ernesto Ayala-Dip, de Limbo, de Agustín Fernández Mallo; Alberto Manguel, de Sobre los ríos que van, de António Lobo Antunes; Antonio Ortega, de La tristeza de las fiestas, de Mariano Peyrou; Antonio Colinas, de Melodías del padre, de José Luis Puerto, y El pulso de las nubes, de Javier Lostalé; y Luis Antonio de Villena, de Temporal de lo eterno, de Raúl Alonso. Las listas son, como he escrito en alguna ocasión en este blog, un dato más en el torbellino incesante de datos que nos asaltan y, a menudo, nos aturden: son reveladoras de una coyuntura, de una provisionalidad, de un estado, más o menos fugaz, más o menos olvidable, de opinión. Sirven para eso: para indicarnos afinidades, pero también intereses, y esta confluencia de factores acaso sea lo más sugestivo que nos ofrezcan. No suponen nada definitivo. Por el contrario, leer las listas de años pasados y comprobar su vigencia hoy es un ejercicio de saludable humildad y de inevitable melancolía. Sin embargo, ofrecen la posibilidad de desentrañar, o, por lo menos, de intuir, en su conjunto azaroso y contradictorio, esa suma de factores -amistades, enemistades, necesidades económicas, conveniencias personales, juicios discretos, proximidades estéticas, favores, presiones empresariales, publicidades, querencias o querellas políticas, olvidos, venganzas, amores frustrados, amores deseados- que vuelven fascinante cualquier elección humana.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

2015 abrazos

Sé que este blog, como todos, tiene seguidores constantes, amigos, conocidos y saludables que se asoman a él, con mayor o menor frecuencia, como quien entra un rato en una casa cuya puerta el dueño mantiene abierta. Pero la página de información estadística de blogger demuestra que la gran mayoría de quienes visitan esta bitácora son desconocidos: gente que accede por google o facebook, desde Argentina, Indonesia, Portugal, México, Estados Unidos, China, Polonia o lugares más inverosímiles todavía. Algunos recalarán por accidente, atraídos, quizá, por el título de alguna entrada; otros, guiados por alguna antipatía o enemistad previa, husmearán contrariados; otros, en fin -quiero pensar que la mayoría-, habrán leído algo mío y sentirán interés por lo que escribo, o habrán descubierto por casualidad las corónicas y les gustará saber qué más cosas cuento en ellas. A todos -a los amigos que me acompañan, aun en silencio, y a los desconocidos, cuya presencia me intriga y me estimula- os deseo una feliz Navidad y un venturoso Año Nuevo.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Idanha-a-Velha

Hoy visitamos Idanha-a-Velha, una aldea de la que nos han hablado muy bien nuestros amigos Toña y José Antonio. Lo hacemos con Teresa y Javier, que han venido de Cáceres a pasar el día con nosotros. Nuestra exploración de la zona excede la Sierra de Gata y el Valle del Jerte, y se extiende por los aledaños de la Sierra de la Estrella, en Portugal, donde languidecen rincones milenarios, poco conocidos todavía, y donde, además, experimentamos la sensación de viajar en el tiempo: estas regiones de Portugal, encantadoras por tantos motivos, me recuerdan a la España de mi infancia, a la vieja y pobre España de hace cuarenta años. Ya al otro lado de la frontera, pero antes de dirigirnos a Idanha, comemos en O Paladar, en Monfortinho, uno de nuestros restaurantes favoritos. Hoy, sin embargo, no disfrutamos como otras veces. En el restaurante no hay calefacción -muchos portugueses no pueden pagarla, y no la encienden- y hacemos una colación a la esquimal. El calor de la chimenea a la que el dueño nos anima a remitirnos no llega a la mesa donde nos ha sentado, y tampoco funciona la solución de emergencia que nos propone en portuñol: "Tudo e psicológico. Si faz frío, uno pensa: ¡tenho calor! e ja non faz frío". El tío está de chunga, claro, pero el frío, no: el frío va muy en serio. Devoramos el arroz con pulpo y el bacalao a la dorada, y nos propinamos una botella de vino verde, con la esperanza de que las calorías ingeridas combatan la gelidez, pero solo lo conseguimos a medias: de rodillas para abajo seguimos sintiendo las feroces caricias de diciembre. No tardamos en pagar e irnos. De Idanha nos separa apenas media hora de conducción. Junto al aparcamiento que ha dispuesto el ayuntamiento para acoger a los turistas, contemplamos los restos de la muralla romana. En Idanha, como en tantas otras localidades de la zona, ha habido asentamientos humanos, es decir, civilización, desde el neolítico: a los poblados iberos siguieron las villas y fortificaciones romanas; a estas, los enclaves suevos y visigodos; luego llegaron los árabes y, por fin, los cristianos; y judíos los ha habido siempre. Y todos construían sobre los cimientos de quienes les hubieran precedido. El lienzo de muralla que se conserva en Idanha sorprende por su excelente restauración y por sus dimensiones: lo que hoy es una aldea de apenas 80 habitantes, hace dos milenios era una importante colonia de Roma. Rotundos sillares de granito -que, acumulados, alcanzan un grosor sobresaliente-, jalonados por no menos imponentes torres de defensa, impedían que los guerrilleros de Viriato -la guerra de guerrillas no es una invención española, sino portuguesa, es decir, lusitana-, que campaban por estos pagos, les rebanaran el pescuezo a los legionarios y a los colonos que enviaban lana, aceite y vino a la metrópoli. Cuando se atraviesan las murallas y se accede al pueblo actual, nos atrapa un cierto sobrecogimiento: la pobreza y la soledad siempre sobrecogen, sobre todo cuando se está poniendo el sol y una oscuridad helada se cierne sobre las casas. No obstante, pronto apreciamos signos de vida, gestos de vecindad: hay muchas coladas tendidas a las puertas de las casas -tendidas desvergonzadamente: bragas y camisones se exhiben sin disimulo-, e infinidad de gatos -uno de ellos con el hueso de la cola pelado, a la vista- recorren las callejas. En lo que debe de ser la plaza mayor, observamos un enorme montón de leña frente a la iglesia. No será para ninguna hoguera, pensamos: si esta pira se enciende, arderán la iglesia y el pueblo entero. También hay un picota medieval, que proyecta aún una sombra ominosa en las casas circundantes. Desde la plaza subimos a la torre de los templarios, construida bajo el mandato de Gualdim Pais, gran maestre de la Orden del Temple en Portugal, en 1229. Solo sobrevive su mitad inferior: el resto ha desaparecido. Suponemos que la población habrá aprovechado, a lo largo de los siglos, las piedras de la torre para erigir sus propias casas. Y recuerdo el castillo, también templario, del pueblo de mi madre, Chalamera, que en sus buenos tiempos era tributario del de Monzón, y del que hoy no quedan ni los cimientos: la gente se lo ha llevado todo, y aún pueden reconocerse en las fachadas de algunas casas los bloques del castillo, con las inscripciones de los canteros: nuestra vecina Aurelia, por ejemplo, luce un hermoso sillar encima de la puerta. (Por lo demás, también hubo una guerra civil, y mi madre recuerda camiones de soldados desmontando los muros del castillo para llevarse las piedras con las que construir trincheras y casamatas). De la torre templaria pasamos a la catedral visigoda, aunque advertimos en ella influencias mudéjares y góticas. En su interior se conserva, milagrosamente, un fresco: está en una capilla lateral, protegido por la penumbra. Alrededor de la basílica hay una enorme acumulación de sarcófagos y estelas funerarias, las mejor conservadas o más significativas de las cuales se han dispuesto en una instalación adyacente, en forma de pasadizo, donde los carteles explicativos están solo en portugués e inglés, aunque buena parte del turismo sea aquí español. La mayoría son romanas: algunas están en mármol, y los epitafios de casi todas aluden a la identidad del muerto y de los hijos o sucesores que las hicieron esculpir. Como en el caso de las murallas, sorprende la amplitud de la necrópolis y, por lo tanto, de la población a la que daba acogida. El siguiente paso de la visita es la antigua almazara, hoy reformada y sede de la oficina de turismo, en la que un solitario empleado se entretiene jugando al solitario en el ordenador. La obra es espléndida, pero carente de información. Los urbanitas como nosotros desconocemos el funcionamiento de estos ingenios rurales, y no alcanzamos a imaginar cómo se ponían en movimiento los gigantescos troncos que debían de aplastar las aceitunas para extraer el aceite. Cuando nos dirigimos al último punto de interés del pueblo, el puente, también romano, sobre el río Ponsul, un vecino, apostado en el medio de la calle, destapa una fuente de una mesita que tiene a su vera, y nos da a probar el renombrado queso de Idanha. Andamos todavía digiriendo el pulpo y el bacalao del iglú de O Paladar, y no nos apetece añadir colesterol al proceso. Observamos también que a muchas casas no se accede directamente desde la calle, sino que hay que subir unas escaleras para entrar: imaginamos que el frío y la humedad del suelo, como en los hórreos, justifican la distancia y el esfuerzo. El puente del Ponsul es maravilloso: una construcción sinuosa de poderosísimas pilastras, que contrastan con el caudal más que moderado del río: hace dos mil años, deducimos, debía de bajar mucha más agua. A pesar del frío, remoloneamos en el puente un buen rato, observando el agua limpia, el cauce enmarañado, la vegetación de las orillas, los últimos reflejos del crepúsculo en el granito. Subimos por fin al pueblo en busca de un bar donde entrar en calor. Los encontramos cerca de la plaza mayor: apenas un par de parroquianos están echando allí la tarde, absortos en la televisión, donde dan, subtitulada, Náufrago, la excelente película de Tom Hanks. Nuestra necesidad de calor se ve nuevamente defraudada: tampoco aquí encienden la calefacción. Pedimos tres tés y un café, pero hemos olvidado cómo son los tés a la portuguesa: sin té. La señora que atiende el establecimiento nos sirve sendas tazas de agua, con dos cortezas de limón, pero sin bolsita. Nos lo tomamos sin rechistar: al fin y al cabo, el agua caliente sirve para calentarse, y, por si fuera poco, la señora ha tenido el detalle suntuario de añadir limón. Pagamos ochenta céntimos por el té sin té, y nos refugiamos en el coche. Allí tendremos ocasión de recuperarnos del frío, porque, una vez encendida la calefacción, el GPS nos tendrá más de una hora siguiendo una ruta inverosímil, por pueblos minúsculos y carreteras no muy distintas de caminos forestales, para volver a casa. Acabaremos en Valverde del Fresno. Yo tenía fe en el GPS -una fe inquebrantable, al decir de Teresa-, pero esta excentricidad ha sido demasiado. Quizá también estuviera helado, como nosotros.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

En Salamanca y Madrid: Otrora y otras cosas (y 3)

Llego a Salamanca para impartir una clase sobre el poeta chileno David Rosenmann-Taub en el curso de literatura hispanoamericana que da María Ángeles Pérez López en la Universidad. Me alojo en el hotel San Polo, que toma su nombre de las iglesia homónima, un templo románico-mudéjar de principios del s. XII en cuyas ruinas se asienta, y que integra en su recinto. Me sorprende que, por una vez, se haya preservado el pasado con tanto aprovechamiento y tanta elegancia, aun en estado ruinoso. Cuando todavía estoy haciendo la entrada en el hotel, ya viene María Ángeles a recogerme. Comemos juntos, charlamos con la alegría del reencuentro, pasamos por reprografía para que la encargada -de recia melena y perfiles más recios todavía- fotocopie los poemas sobre los que voy a hablar, y me acompaña después al aula. Diserto ante una clase de unos cuarenta alumnos, que escuchan con atención -o eso parece-, pero que, atornillados a su silencio, apenas intervienen en la exposición, mientras una luz inverniza se filtra por las ventanas y nos baña a todos con sus cristales exhaustos. Por la tarde, mientras María Ángeles atiende sus demás obligaciones académicas, paseo por la ciudad, siempre sobria y hermosa. Visito la iglesia oval y recorro la Plaza Mayor, una de cuyas joyerías liquida por jubilación. Veo, expuesto en el escaparate, un hermoso broche de oro y amatistas por un precio casi coincidente con los honorarios que me he ganado con la clase: los honorarios me hacen falta, pero qué estupendo destino tendrían si se lo regalara a Ángeles. Así lo hago. La paseata concluye delante de la Casa de las Conchas, donde he quedado, a última hora de la tarde, con María Ángeles. Cuando me acerco, la veo charlando con una pareja: un hombre, debajo de un sombrero anchuroso, casi mexicano, y una mujer. No sé quiénes son, pero, cuando ya estoy cerca del trío, él se da la vuelta y entonces lo reconozco: es Antonio Colinas, al que acompaña su esposa. Nos saludamos con efusividad, aunque la efusividad nunca haya sido una de los rasgos predominantes de carácter de Antonio. Pero es un poeta al que admiro y una persona con la que he mantenido siempre, en la distancia, relaciones cordiales: uno de esos colegas con el que no se ha cultivado la amistad, por razones geográficas o vitales, pero con el que hay una corriente de simpatía latente, por afinidad estética y temperamental. Le pregunto cómo está, y nos cuenta que lo han de operar de una hernia dentro de poco, aunque, como le ha deslizado un amigo suyo, suene raro que un poeta se hernie. Quedamos para una cerveza futura, le deseamos suerte con la operación y nos despedimos con la misma afabilidad con que nos hemos saludado. María Ángeles y yo cenamos por fin en un restaurante de tapas, bajo cuyos carteles de toros se acumulan los japoneses. A la mañana siguiente -ya no recordaba lo tarde que amanece aquí: son casi las ocho y la luz aún no ha cuajado; en Inglaterra, clarea a las cinco y media de la mañana, y anochece cuando aún estoy digiriendo el almuerzo- María Ángeles y su marido, Miguel, siempre amables, me acompañan a la estación de tren y me despiden con un café con leche mediante. El viaje a Madrid es cómodo: lo entretengo leyendo el primer Cuaderno de Lanzarote, de Saramago, que me confirma lo que siempre me ha parecido el portugués: es aburrido, muy aburrido, y este diario lanzaroteño, además, de un narcisismo insoportable. Todos lo son, en realidad -también estas corónicas-, pero Saramago nos supera a todos: el ochenta por ciento de sus crónicas solo recogen el éxito planetario que tienen sus obras, las cartas o acercamientos de admiradores que se deshacen en elogios, la repercusión crítica de sus opiniones, las invitaciones incesantes a conferenciar en las mejores universidades o participar en selectas mesas redondas, la desidia con que lo tratan las instituciones culturales lusas... Cuando llego a Madrid, he de apresurarme a dejar la maleta en casa de mis suegros y acudir a la comida para la que estoy citado con el diplomático y poeta Ignacio Cartagena, con quien sí ha cuajado una buena amistad desde que nos conocimos en un inverosímil festival de poesía en Albania, al que él asistía como representante del Estado. Hemos quedado en el restaurante Viuda de Vacas, en el Madrid galdosiano, cerca de la Puerta de Toledo (y que quizá sea el sucesor de otro, Vacas, citado por González-Ruano en Caliente Madrid, que también estoy leyendo), donde, según Ignacio, sirven un bacalao a bras al que se le podría otorgar el Nobel de los bacalaos. Llegar hasta allí tiene sus contrapartidas: una quiosquera a la que le pregunto cómo llegar a la calle del Águila, donde se encuentra el restaurante, me recuerda lo groseros que podemos ser los españoles: sin levantar la vista del móvil en el que está abismada, y casi sin dejarme acabar la pregunta, responde: "¡Ni idea!". La calle del Águila, como comprobaré luego, está a cinco minutos de allí. Para llegar, pasaré por delante de un monumento a Fernando VII, el Deseado, erigido en 1815 y que ha resistido a todas las guerras, revoluciones, levantamientos y bombardeos de la capital de los últimos dos siglos. Es, en realidad, una fuentecilla -así lo llaman los madrileños-, o más bien una "desdichada fuente", como la bautizara Mesonero Romanos, con la que se recuerda el regreso de Fernando VII a la capital, tras su exilio en Francia. Tiene una gracia fúnebre que uno de los peores reyes de la historia, no solo de España, sino del universo mundo, siga homenajeado aquí; y es un oprobio que fuese para los españoles -que nunca hemos tenido demasiada perspicacia para elegir a nuestros gobernantes- alguien deseado y aclamado. Lo único, en todo caso, que merecía serlo era el tamaño de su pene, tan desmesurado que, cuando le apetecía ejercer el matrimonio con su augusta esposa, había de enrollarse una toalla en la base para encajarlo adecuadamente, sin torceduras ni perforaciones. Con Ignacio hablamos de muchas cosas (aunque no del pene de Fernando) mientras nos asestamos una croquetas negras -de calamares en su tinta- que levantarían de su tumba a don Benito el Garbancero, un bacalao a bras que, en efecto, roza la excelsitud, y el mayor descubrimiento de la colación: un membrillo asado con nata (nata de la buena: no esos engrudos lastimosos que han colonizado las granjas y chocolaterías) con el que se abren los cielos y se acaban las pesadumbres. La cena, con Jordi Doce y Marta Agudo, será más modesta: una pizza para tres, una ensalada también colectiva y un postre liviano. Marta me regala un ejemplar de Todo es ahora y nada, su recientemente publicada traducción, en Trea, de Tot és ara i res, de Joan Vinyoli, uno de los mejores poetas en catalán de la segunda mitad del siglo XX. Mientras hablamos, pasan por delante de la pizzería Tzvetan Todorov, que ha dado una conferencia esta tarde -a la que ha asistido Marta-, Joan Tarrida y Lola Ferreira. No nos ven. Todorov ocupa el centro del trío, y su melena cana y descoyuntada, enclavada en un cuerpo de cucaña, luce como una extraña bandera de tregua. Todorov es uno de esos lingüistas que se han vuelto pensadores, como Chomsky. Yo lo recuerdo, de mis estudios de Filología, como un exégeta de los formalistas rusos y un prócer de la semiótica, pero desde hace años se dedica a salvar al mundo. El día siguiente es mi último día en España. He quedado, a media mañana, con Juan Luis Calbarro, que trabaja para UPyD desde el verano pasado: ese fue el motivo por el que dejó Brighton y se ha instalado en Madrid. Nos encontramos en Cedaceros y vamos a Lhardy a tomar un caldito. Me sorprende que no sea un café o una cerveza, pero, según Juan, el caldito es obligado en estos barrios y estos días fríos. El caldito mana de un samovar y, en efecto, es muy reconfortante. Mientras lo sorbemos, me da una mala noticia: su ocupación actual le impide dedicarse a la editorial, Los Papeles de Brighton, y no puede cumplir su compromiso de publicar La disección de la rosa, mi recopilación de reseñas y artículos literarios. Entiendo su situación y lo disculpo del compromiso adquirido. La disección de la rosa parece estar maldito: se iba a publicar primero en una editorial zaragozana, pero el editor, después de mucho mareo de perdiz, decidió que mejor que no, y luego lo aceptó Juan, para cancelarlo ahora. Lo peor es que el libro no para de crecer, y lo que era un moderado compendio de trabajos se ha vuelto, con el tiempo, un fardo pesadísimo, que va camino de lo enciclopédico. Ah, qué dura es la vida del crítico literario. De Lhardy nos vamos al Congreso. Cuando estamos entrando, pasa Tony Cantó, ese ejemplo de guapo tonto cuyas opiniones -sobre el maltrato de las mujeres, por ejemplo- han entrado por derecho propio en el creciente y, en apariencia, inacabable catálogo de estupideces de nuestros políticos. Y lo hace a tanta velocidad que, al pasar entre nosotros -porque él no se aparta: irrumpe-, casi me empuja a la calzada. A Juan -que sabe que opino que es tonto- apenas le da tiempo a decirle "adiós, Tony". Juan me enseña luego las oficinas de UPyD. Cuando cruzo sus puertas, en las que luce el logotipo magenta del partido, me parece estar cruzando las puertas de Mordor. En su despacho de responsable de comunicación, muy austero, observo una banderita española en la mesa. Cuando subrayo su presencia, Juan me dice que yo también tendría una bandera catalana en el mío cuando trabajaba en la administración. Le respondo que no: ni catalana ni española. Quiero mucho a Juan: admiro su inteligencia, su bondad, su poesía y su compromiso ético, pero estas contradicciones lo caracterizan: abomina de los nacionalismos, pero exhibe -sin obligación de hacerlo- la enseña nacional en la mesa. Al salir, me presenta a su equipo, uno de cuyos miembros, me dice, es lector habitual de Letras Libres, y me acompaña al Congreso, que nunca he visitado y que me gustaría conocer. Sin embargo, no podemos hacerlo: hoy hay pleno y está prohibido el acceso. Al día siguiente, leeré que en la sesión Mariano Rajoy ha dicho que la crisis ya es agua pasada. Con dos testículos. Vuelvo a pensar en la fuentecilla de Fernando VII y la acrisolada incapacidad de los españoles para elegir a sus mandatarios. Que el jefe de gobierno de un país con cinco millones y medio de parados, por poner solo un dato, diga que la crisis ha terminado, debería avergonzarnos a todos y llevarnos a manifestarnos en la calle para exigir su dimisión. Me despido, por fin, de Juan. A la salida de las Cortes, camino ya del metro, me cruzo con una exigua pero ruidosa manifestación contra la impunidad de los crímenes del franquismo. En el subterráneo, observo otros espectáculos habituales de las calles madrileñas: la mendiga, de nariz deforme como una patata, que pide en los andenes, o los dos rumanos que, descalzos, contrahechos y en bata, piden, llorando, limosna en los vagones: uno de ellos se para justo delante de mí y se saca concienzudamente un moco de la nariz, cuyo destino prefiero no averiguar. El día concluye con la tercera y última presentación de Otrora, la antología de Javier Pérez Walias, en la librería "La Fugitiva". Yo ya había leído aquí, junto con Esteban Martínez Sierra, hace algunos años, para celebrar el decimoquinto aniversario de la creación de Bartleby Editores. Recuerdo que entonces los que pasaban por la calle -incluso unos disfrazados de orcos- se asomaban a las lunas de la librería, y hoy siguen haciéndolo. Pero los propietarios han cambiado, y se nota: quienes hablamos disponemos de más de una botella de agua, se sirven copas de cava (y también más de una) y hasta rodajas de berenjenas rebozadas, que a estas horas saben a gloria. Comparado con la austeridad, o más bien con el páramo, de casi todas las presentaciones que se celebran en España, esto es un derroche. Descubro también que Santiago es el librero que se quedó con todo el fondo de DVD ediciones cuando esta cerró: muchos ejemplares, tanto de la colección de poesía como de la de narrativa, están en sus estantes. Al acto han venido pocos pero buenos amigos: Jordi Doce, José Antonio Llera y Javier Lostalé, además del editor de Calambur, Emilio Torné, al que me agrada ver, después de tanto tiempo. Me presentan también a otro autor de la casa, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, que, además de un buen poeta, parece un hombre cordial. Charlamos de la antología -yo estoy ya cansado de repetir las mismas ideas sobre Otrora, y supongo que Javier también: optamos, pues, por el formato del diálogo- y luego nos vamos a cenar: las berenjenas nos han abierto el apetito. De la cena recuerdo muchas risas y muchas boutades, y también un postre memorable, amor caliente, cuyo nombre es paradójico, porque es un helado. Todo eso me llevaré a Inglaterra al día siguiente: risa, amor caliente, amistad caliente.

lunes, 15 de diciembre de 2014

En Extremadura: Otrora y otras cosas (2)

Presentamos también Otrora en Plasencia, ciudad natal de Javier. El acto se celebra en la sala del artesonado del Centro Cultural Las Claras, un antiguo convento de monjas clarisas fundado en 1475, desamortizado en 1836 y hoy convertido en albergue de bibliotecas, exposiciones, conciertos y presentaciones de libros. La sala del artesonado es una de las dos únicas estancias de la casa del bachiller Alonso Ruiz de Camargo -fundador del convento, "para reparo y mantenimiento de las monjas", por deseo testamentario de su esposa, Sevilla López de Carvajal-, alrededor de la cual se dispuso el cenobio, que conservan las pinturas originales, con motivos vegetales, humanos -reales y fantásticos- y heráldicos, con las armas de Carvajal y Camargo. Es un espacio escueto y noble, decorado en tonos rojizos y pardos, en cuyas maderas me entretengo en distinguir los divertidos homúnculos que pintaron los anónimos y brueghelianos artistas de la época. Entre el público abundan los amigos y familiares de Javier, que hoy juega en casa. Entre ellos está Francisco Fuentes, sobrino suyo y asimismo poeta, que acaba de publicar, en De la Luna Libros, su tercer poemario, Rocky Tokio gang bang. Pero también se acercan a saludarme los padres de Álex Chico, gran amigo, y otro placentino entregado a las agridulces turbulencias de la poesía. Atiende la demanda de libros Álvaro, el responsable de La Puerta de Tannhäuser, el café-librería de Plasencia, que ya se ha convertido, con su propuesta fuerte y, a la vez, amable, en una de las principales atracciones de la ciudad, y no solo para los letraheridos, sino para cualquiera que desee tomarse un café o una cerveza en un lugar con buena música y un ambiente agradable. Acabada la presentación, y mientras Javier recibe parabienes sin cuento y se entrega con promiscuidad a la firma de ejemplares, yo me entretengo charlando con Álvaro, que me sorprende contándome que él ha ocupado altos puestos en varios equipos ministeriales de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, pero que, harto de su inestable trabajo de negro, aprovechó su decapitación cuando los populares volvieron al poder para dejar la Administración y hacerse librero en Plasencia. Es curioso el paralelismo conmigo: yo, funcionario, y también harto de las servidumbres, oscuridades y estupideces del trabajo administrativo, aproveché mi decapitación como subdirector general cuando los convergentes volvieron al poder para dejar la Administración y hacerme escritor a tiempo completo en Londres. Antes del acto, Javier y yo hemos pasado un rato en La Puerta de Tannhäuser, tomando un té, y hemos comprobado, una vez más, la riqueza y amplitud de los fondos que atesora -de los cuales está siempre proscrito el deleznable best-seller-, y la atmósfera singular, cuidadosamente descuidada, del local. Y las noticias son buenas: según nos cuentan Álvaro y Cristina, están planeando abrir una sucursal en Madrid. El negocio, pues, marcha, lo que no deja de ser una noticia espléndida, y casi insólita, en estos tiempos de tribulación, y nosotros nos alegramos mucho. Cumplidas las presentaciones en Cáceres, la estancia en Extremadura se completa con un día de excursión. Javier, Teresa y yo nos acercamos a Montánchez, donde Ángeles y yo ya habíamos estado, invitados, hace algunos años, a cenar en casa de Diego Doncel y su mujer. Pero esta vez hemos invertido la perspectiva: el castillo del pueblo aparece en el otro extremo del valle, recortado contra los montes de Toledo y sus crestas nevadas, y ahora nos encontramos en aquel punto remoto que divisábamos desde sus murallas aún airosas. Javier y Teresa me han traído a Santa Lucía del Trampal, la iglesia visigoda del siglo VII, en las cercanías de Alcuéscar -cuyo nombre no nos ha disuadido de venir-, asentada en un lugar de culto desde tiempos celtibéricos, como demuestran las inscripciones en los sillares a la diosa prerromana Ataecina. El templo me recuerda al románico astur: a San Miguel de Lillo, por ejemplo, aunque Santa Lucía tiene tres ábsides exentos, muy singulares. Es espeso, pero, al mismo tiempo, grácil, y se enclava en una elevación despejada, rodeada de olivos y naranjos, llenos de frutos amargos que solo picotean los pájaros. De Santa Lucía y Alcuéscar nos desplazamos a Zarza de Montánchez, otro lugar de nombre tan aliterativo como inquietante, en cuyos alrededores se encuentra uno de los símbolos de Extremadura: la encina Terrona, un carrasca morrocotuda, de 17 metros de altura y 800 años de antigüedad. La pobre, debido a su gigantismo, necesita muletas, o más bien contrafuertes: sus ramas principales, y no pocas de las secundarias, se apoyan en bastones enormes que impiden que se desgajen y caigan. La Terrona parece uno de esos luchadores de pressing catch que, en su madurez, son solo montañas de carne desmañada, descoyuntados por su propio peso. Pese a su minusvalía, la encina es impresionante: se divide, muy cerca del suelo, en tres troncos, cada uno de los cuales se subdivide en troncos más pequeños, y estos, a su vez, en ramas, cargadas de bellotas, que se extienden en un diámetro de 25 metros, como un parasol que pudiera dar sombra a todos los viajeros del mundo. A su alrededor hay muchas otras encinas, hermosas también, y que no me extrañaría que tuviesen, como ella, varios siglos de antigüedad, pero que, a su lado, parecen modestos cofrades, centinelas discretos y como temerosos de impugnar la grandeza de su campeona. Por fin, vamos a comer al restaurante Claudio, en Casar de Cáceres, el pueblo de uno de los mejores quesos del mundo, la torta del Casar, que es, curiosamente, un queso fracasado, un queso que no ha cuajado como debía, y que en descalabro cifra, por paradoja, su exquisitez. Luego del almuerzo, que es tan sustancioso como el queso de la localidad, decidimos bajarlo caminando por el pueblo. En Casar, el edificio más singular no es la iglesia, ni ninguna basílica o ermita, como suele suceder en los pueblos de España, sino la estación de autobuses, obra del arquitecto Justo Gracia, que los lugareños, con gracia y justicia, llaman "la patata frita". Su techo de hormigón se extiende por sobre la pequeña sala de espera y taquillas hasta el extremo del recinto, disponiendo una enorme cubierta ondulada por debajo de la cual entran y salen los autobuses. Choca que un edificio de modernidad tan llamativa como polémica luzca en una casi pedanía de Cáceres, entre casas modestas y dehesas. En el interior de Casar vemos, empero, algunas buenas casonas burguesas, aunque desconchadas. Rodeamos la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en cuyos muros aún constan inscritos, bajo la advocación de José Antonio Primo de Rivera y de un mayúsculo "¡Presente!" (que debería ser, pensamos, "¡Presentes!", si se quiere guardar la concordancia), los caídos por Dios y por España. Antes de volver al coche, curioseamos en la ermita de San Bartolomé, que está abierta, y en la que se afana un grupo de mujeres. En cuanto nos ven, nos cuentan que van a salir a pedir, en unos cestos que ya tienen preparados, huevos y patatas, "porque en el pueblo hay mucha necesidad". También nos informan, con gentileza algo apresurada, de las figuras cobijadas en la parroquia, que sacan en Semana Santa, y de los santos que las protegen. Reconfortados por tanto amparo eucarístico, dejamos San Bartolomé y a sus laboriosas hijas, y volvemos a Cáceres, cansados pero felices. Al día siguiente, me voy ya a Salamanca, donde he de impartir una clase en la Universidad, pero el viaje hasta la ciudad blanca, en autobús, no transcurrirá sin un extraño incidente. En un momento determinado del moroso trayecto, experimento una sensación de incomodidad, una rara desazón emocional, que no sé a qué atribuir. Miro a mi alrededor, y solo veo un pueblo, uno de esos lugares anodinos que jalonan todos los viajes en autobús del mundo. Pero la energía negativa, unas ondas hirientes, de podredumbre y mala sangre, siguen golpeándome. Hasta que al fin lo entiendo: estoy en Aldeanueva del Camino, el pueblo de las tres mentiras: ni es aldea, ni es nueva, ni está en el camino; y también el pueblo natal de José Luis García Martín, cuyo entenebrecido espíritu se debe de estar proyectando en mí. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

En Extremadura: Otrora y otras cosas (1)

Viajo a Extremadura para la presentación de Otrora. Antología poética 1988-2014, de Javier Pérez Walias, en Cáceres y Plasencia. Me alojo en su casa, donde él y Teresa, su mujer, me acogen con una hospitalidad abrumadora. El primer día de estancia paseamos por el cercano Parque del Príncipe, inaugurado hace pocos años. La luz se derrama por senderos y arboledas -de encinas y alcornoques, de acebuches y robles, de almeces y serbales- como una escarcha intangible, y todo cobra una viveza invernal, donde el frío y el sol conviven sin enojo. Visitamos también el invernadero del parque, cuyos pasadizos elevados permiten contemplar una sorprendente diversidad de plantas tropicales. A la salida, recorremos las zonas aledañas a la Plaza Mayor y la ciudad antigua. Javier me llama la atención sobre una curiosa gárgola en el Palacio de los Marqueses de la Isla, un hermoso edificio del siglo XVI, de estilo renacentista, ubicado en el antiguo emplazamiento de la sinagoga de la Judería Nueva: una figura femenina con las manos en la entrepierna. La gozosa actividad a la que parece dedicada explica la boca muy abierta, expresión de su placer y, al mismo tiempo, desaguadero de la gárgola. En un colmado cerca del palacio leo un anuncio de vinos: las marcas son "Habla el silencio" y "Nadir", y pienso que nada excluye la poesía en este mundo, ni siquiera el vino peleón. Adentrados ya en la ciudad medieval, Teresa me hace notar las muchas torres desmochadas que la jalonan: Isabel la Católica mutiló sus remates como castigo por que Cáceres hubiera apoyado a Juana la Beltraneja en su disputa dinástica por la corona de Castilla: así cercenaba sus posibilidades de defensa y, aún más importante, el poder que simbolizaban. Luego, en la Plaza Mayor, recalamos en un mercadillo con un par de puestos de libros. Siempre hay que mirar en estos amontonamientos de papel -en el peor arrumbadero puede encontrarse un diamante-, aunque lo más probable es que solo haya bazofia. Y así es hoy: nada vale la pena. No obstante, queremos ver más de cerca algunos volúmenes, pero el dueño del tenderete ha dejado un papel sobre los libros que advierte, con caligrafía rural, que no pueden hojearse: para hacerlo, hay que pedírselo a él, y él será quien nos los muestre. "¿Qué página quieren ver?", nos pregunta el hombre. "La ciento diecisiete", digo yo con mucha convicción. Y el hombre nos enseña la página ciento diecisiete. Luego señalo otro tomo y se repite la operación. "¿Página?", pregunta el librovejero. "La doscientos nueve", dice Javier. El tipo la busca afanosamente, pero llega a una decepcionante conclusión: "Este libro no tiene tantas páginas", nos desliza, algo mosqueado. "Pues la ochenta y cinco", subsana Javier, y el infatigable cambalachero se lanza en pos de la página ochenta y cinco. "Oiga", le pregunta por fin Javier, "¿y por qué no puede la gente hojear los libros". "Es que con el manoseo de unos y otros, los libros se ponen viejos". "No, si viejos ya son", replica Javier. "Bueno, más viejos", remata con clarividencia el sabio del comercio de libros. La presentación de Otrora, por la tarde, reúne entre el público a algunos buenos poetas extremeños, como Basilio Sánchez, Mario Martín Gijón y Elías Moro, que ha tenido la gentileza de viajar desde Mérida para vernos. Echamos en falta a algún otro, pero en esto de las presentaciones se acusa mucho, además de los múltiples cansancios o distracciones que suponen las actividades cotidianas, y que pueden impedirnos asistir, la antipatía o indiferencia que sintamos por el poeta homenajeado, aunque su obra tenga interés o represente una sensibilidad o propuesta estética merecedora de atención. Las presentaciones hace mucho que dejaron de ser -si es que alguna vez lo han sido- un pretexto para el debate literario, y se han convertido en una ocasión para las pequeñas venganzas, para el mercadeo de afinidades o desatenciones. Entre el público cacereño, me agrada comprobar la presencia de Sara Fontán y Juan Romero, los responsables de Sierra de Gata Digital, una espléndida revista internética, a los que conocí no hace mucho en Hoyos y por los que he sentido una simpatía inmediata. En los días siguientes a la presentación -los del puente de la Inmaculada Constitución- sigo en Cáceres, viendo a amigos y conociendo nuevos rincones de la ciudad y de la provincia. Asisto a la defensa de la tesis de Julio César Galán, en cuyo tribunal destaca la presencia de Juan José Lanz, uno los pocos filólogos de nivel que quedan en nuestro país. No obstante, mis convicciones se tambalean por un instante cuando dice dudar de que Andrés Trapiello sea un poeta de la experiencia, como sostiene Julio. También celebro que este haya elegido los intermínimos de navegación poética, de Ramon Dachs -un buen y antiguo amigo mío-, como ejemplo de poesía hipertextual. En otra de estas noches heladas pero serenas, salimos a cenar en un restaurante de las afueras, dando un largo rodeo por la ciudad vieja. Javier, Teresa y un amigo de ambos, Constan, me enseñan varias puertas, torres y lienzos de la muralla -una torre presenta basamentos ciclópeos, como especifica el rótulo que lo flanquea, y todos convenimos en que es una expresión magnífica: "basamentos ciclópeos"-, así como el emplazamiento actual de "El Buscón", una de las dos buenas librerías de viejo la ciudad, junto con "Boxoyo": antes estaba en otro lugar, pero el peso de los libros hizo que se hundiera el piso. Visitamos de camino "El olivar de la judería", un lacónico jardín casi colgante, cosido por las raíces de los olivos, que me recuerda vagamente al huerto de Calixto y Melibea en Salamanca: pienso entonces en los orígenes conversos de Fernando de Rojas. En el Ornela -así se llama el restaurante, que no es sino una tasca adecentada- damos cuenta de unas patatas al rebujón -que Ferran Adrià no dudaría en considerar una tortilla de patatas deconstruida-, una sepia muy respetable y unas finísimas morcillas. Por suerte, Teresa ha sugerido que pidiéramos solo media ración. Hay quince. Si la hubiéramos pedido entera, de allí habríamos salido rodando. En la charla que suscita la pitanza, descubro con alegría que Constan es un longevo jugador de ganapierde, aunque con algunas particularidades extremeñas. El ganapierde es un juego de cartas que me enseñó mi padre y por el que siento una pasión que lamentablemente nunca puedo satisfacer: ni Ángeles ni mis hijos gustan de los naipes. El póker es un entretenimiento para cretinos comparado con el ganapierde, que suscita las maniobras más taimadas y una maligna efervescencia intelectual. No dejaré Cáceres sin verme con Basilio Sánchez y varias veces con Mario Martín Gijón, otro excelente amigo. En una me regalará su novela de ciencia ficción Un día en la vida del inmortal Mathieu y el ensayo La resistencia franco-española (1936-1950), que ha ganado el premio Arturo Barea de investigación literaria: Mario es una de las pocas personas que conozco, si no la única, capaz de escribir cosas tan dispares, y todas bien. En otra ocasión curiosearemos en Psicopompo, un bar-librería de reciente creación en Cáceres, que pretende seguir el ejemplo, me parece, de La Puerta de Tannhäuser en Plasencia. El lugar no está mal, pero sus fondos son muy inferiores, en cantidad y calidad, a su modelo placentino. Apenas las Ediciones Liliputienses aportan alguna novedad, entre las que celebro descubrir Doblez, un reciente poemario de Silvia Terrón.

domingo, 7 de diciembre de 2014

El desacuerdo y el insulto

Hace bastantes años coincidí en una lectura colectiva con dos poetas catalanes, un hombre y una mujer. Yo también soy catalán, claro, pero escribo en castellano, y eso nos situaba en terrenos distintos. Las lenguas son territorios inmateriales, y los nuestros se superponían (y se siguen superponiendo, aún más que entonces), sin apenas comunicación. La lectura, que se celebraba en la Casa Asia de Barcelona, era de haikús, una modalidad de poemas que los tres habíamos practicado. En el coloquio posterior a la recitación, mis dos compañeros se enzarzaron, ya no recuerdo a cuenta de qué, en una agria discusión, que nos sorprendió a todos: a los demás poetas participantes y al público, que asistía estupefacto a sus bufidos y zarpazos. Era obvio que tenían cuentas pendientes y, más aún, que en el espacio literario que ocupaban -el de la poesía contemporánea en catalán- se criaban las mismas rencillas y se ejercían las misma mezquindades que en el de los poetas en castellano, o posiblemente más todavía, porque su pequeñez -quiero decir, la pequeñez de su dominio lingüístico y, por lo tanto, de sus posibilidades editoriales y de su público potencial- estimulaba las enemistades: había mayor roce y menos pastel que repartir, lo cual hacía que cada uno defendiera su exigua parcela de tarta con la ferocidad de un comanche. En el rifirrafe me llamó la atención tanto la sobriedad dialéctica del poeta como la inquina tabernaria de la poetisa. Aquella mujer era una verdulera del verso, como se había reflejado en los haikús que había leído, cuyo protagonista era un camionero, y también una verdulera en la vida, como acreditaba el debate con su colega (y que me perdonen las verduleras y los camioneros, entre los que hay personas de más finura intelectual que nuestra escribidora). Pero a mí no me afectaba aquella controversia -yo estaba allí como si fuera un poeta de Zambia- y me limité a escucharla, entre divertido y preocupado. Cuando la espiral de violencia en la que ambos se habían embarcado se hubo extinguido -el moderado zanjó abruptamente la cuestión, que amenazaba con degenerar en un enfrentamiento físico-, todos salimos, no sin alivio, de la sala, y yo me olvidé de ambos escritores. Hasta hace un año y medio, cuando recibí el encargo de hacer una antología de la poesía contemporánea en catalán. Entonces, leyendo y releyendo poemarios en ese idioma de los últimos 40 años, llegué a la conclusión de que aquel poeta discutidor de la lectura en Casa Asia -escritor culto y complejo, traductor inspirado- merecía estar en la selección. No así la poeta arrabalera de los haikus camioneriles, cuya obra no alcanzaba el nivel de Barrio Sésamo. Pese a ello, decidí citarla en el prólogo, junto a muchas otras poetas, porque el impulso que están dando las mujeres a la poesía actual en catalán, como fenómeno colectivo específico, me parece digno de mención, y ella, por mucho que me pesara, formaba parte de esa relación de autoras. El libro, Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán se publicó en el Fondo de Cultura Económica hace poco más de un mes, y, por lo que se ve, no le ha gustado nada a mi olvidada amiga. Ayer se tomó la molestia de enviarme un mensaje electrónico en el que manifestaba su repudio a la selección que había hecho. Lo llamativo de su correo no era que estuviera plagado de errores de puntuación y suciedades tipográficas -lo que denota un analfabetismo subyacente y una urgencia airada, es decir, irreflexiva, en la redacción-, sino que hubiese elegido el insulto para expresar su opinión. Junto a sus ordinarieces, la poeta indicaba que, de los 15 autores seleccionados, ella "salvaría, como mucho, a cuatro". No está mal, en realidad: es casi una tercera parte del trabajo. Sé de antologías, con muchos más autores, en las que yo no salvaría prácticamente a nadie. Pero esta camionera del verso lo consideraba un escándalo, aunque sin aportar razones: era una mierda, y no era necesario argumentar por qué. Era evidente que la única razón por la que despreciaba Medio siglo de oro era porque no la incluía a ella. Pero, si es muy humano que quienes vivimos de esto queramos estar en todos los ajos y sintamos que nuestra preterición de los catones y antologías es un atentado contra lo que nos constituye y nos justifica, no lo es tanto que expresemos nuestro disgusto con la injuria. La vanidad que nos lleva a creernos merecedores de todas las inclusiones y todos los reconocimientos debe equilibrarse con el pudor, con el sentido crítico y con la simplicísima consideración de que elegir a otros puede constituir, para el excluido, un error estético, pero que, si queremos que el debate de la cultura sea algo digno de seres inteligentes y no solo una pelea de gatos, no debería tenerse por un error moral. En caso contrario, seremos solo unos energúmenos: unos egos inflados hasta la explosión. La experiencia me dice que los peores poetas suelen ser también los menos pudorosos y los críticos más indulgentes consigo mismos. Si alguien se ofende, hasta el punto de prorrumpir en quejumbres o improperios, porque no lo hayan tenido en cuenta en una selección, lo único que cabe pensar es que se le ha excluido con justicia. Nuestro único deber como escritores es seguir escribiendo lo mejor que sepamos y podamos, y los reconocimientos, si han de llegar, llegarán. Y, si no llegan, nos quedará la satisfacción de haber ofrecido al mundo lo mejor de nosotros mismos, aunque el mundo no haya sabido apreciarlo. En cuanto a mi afrentosa interlocutora, que había sugerido que hiciera antologías de poesía bereber, le respondí que me parecía una idea muy interesante, y que en esa selección sí que la incluiría, porque sus versos encajarían muy bien: seguramente entonces, además, la antología le parecería estupenda. A lo que ella contestó con más insultos. Para los matones de las letras, ya no cabe sino el silencio. 

viernes, 5 de diciembre de 2014

España y un desayuno informativo



Hasta hoy solo había participado en un desayuno informativo, o más bien una comida. Fue cuando la publicación de mi traducción de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, en DVD, financiada por una fundación dedicada a la difusión de la cultura catalana. El desayuno que se ha organizado hoy en Madrid pretende dar a conocer a la prensa otra traducción: la de Hojas de hierba, de Walt Whitman, que acaba de ver la luz en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. No sé hasta qué punto funcionan estas cosas. A mí me gusta hacerlas de una en una: o desayunar o informar. Por eso detesto las comidas de trabajo: uno acaba por trabajar mal y comer aún peor. Pero es un acto que la editorial cree necesario, y yo soy un autor disciplinado: allí estaré, pues. Antes de ir a Alonso Martínez, donde se encuentran las oficinas en las que tendrá lugar, he de hacer una gestión en un banco. Entro en la sucursal, hago la cola pertinente y, mientras espero que llegue mi turno, observo a mi alrededor: los trabajadores acaban de empezar la jornada y tienen ese aire prologal, pero ya luctuoso, de quienes penan en las oficinas siniestras. Los varones van trajeados –con corbatas no muy atinadas, por cierto: cuadros y rayas no casan bien– y se mueven con ese automatismo lánguido de los habituados a transitar por espacios exiguos y conocidos hasta la náusea. A mí el trabajo bancario siempre me ha parecido deprimente, casi sórdido, y pienso que tengo buenos motivos para celebrar mi libertad, esa que me permite no confinarme a este espacio de horror y disfrutar de una mañana soleada: yo saldré de la oficina para acudir al desayuno y hablar de Whitman, pero esta gente se quedará aquí dentro, cumpliendo un horario y obedeciendo órdenes, gestionando recibos y clientes iracundos, practicando usuras y ejecutando desahucios, obteniendo beneficios (para otros) y cobrando una nómina siempre menor de lo que creen merecer. Salgo del banco, en efecto, y me acerco al registro de la propiedad intelectual, en la calle de Santa Catalina. Sé que está cerca de la carrera de San Jerónimo, pero me extravío en el laberinto del barrio antiguo y no doy con ella. Le pregunto a un joven con aspecto de buena persona, y, en efecto, lo es. Me dice que él también ha de ir al registro esa mañana –aunque no especifica qué modalidad artística practica–, me acompaña hasta allí y, al despedirse, me da la mano. En el breve camino, hemos charlado sobre la mandanga de las tasas y de las formas de pago: se conoce que en el registro no se pueden abonar en efectivo, sino solo con tarjeta; para pagar en metálico, hay que hacerlo en una oficina bancaria y luego volver con el resguardo del ingreso. Inscrito el libro que he llevado a inscribir, cojo un taxi, porque el tiempo se me ha echado encima. En el camino, escucho la radio que el taxista ha decidido que escuchemos. Un grupo flamenco canta una canción dedicada a Cataluña. Hasta esto, aunque sea con buena intención, ha impregnado el agotador debate sobre el soberanismo. Al llegar a Alonso Martínez, el taxista me pide que le dé el importe exacto de la carrera, porque está sin cambio: “Ahora ya no te cambia nadie, ni los bancos”, aclara. Yo pienso que los bancos me persiguen esta mañana, pero que yo corro más, y le doy las monedas justas. A la entrada del edificio, veo al portero y, antes de que me pregunte a dónde voy, le digo que me dirijo a la agencia de comunicación. Es un portero madrileño, galdosiano, con su guardapolvo de dril y su bigote blanquecino, que salta de su refugio penumbroso junto al ascensor–un cubículo de maderas, hierros viejos y escobas- cuando aparece alguien en el patio, para velar por la indemnidad de la comunidad. En la agencia donde está previsto el desayuno, encuentro cafés, zumos, agua y pastas, y una pizarra antigua, en la que una mano femenina ha escrito Hojas de hierba, Walt Whitman, y, debajo, flanqueado por dos ramitas con sus hojas, mi nombre. Jordi Doce me propondrá después que me haga un selfie con el encerado de fondo, pero mi móvil no tiene cámara. El encuentro con la prensa va bien. Despacho primero una entrevista telefónica con José Antonio Martínez Muñoz, un viejo amigo que lleva años al frente de un programa sobre literatura en la radio de la Región de Murcia. Luego hablamos con los presentes sobre el libro, y la colección de la que forma parte, Joan Tarrida, el editor de Galaxia Gutenberg, Jordi, responsable de la edición, y yo. Entre los periodistas están Javier Lostalé, una de las personas más devotamente entregadas a la causa de la poesía que conozco, y excelente amigo también, y Mauro Armiño, un traductor al que respeto, y que ha dado, asimismo, lúcidas versiones de Whitman. Aunque el acto es formalmente un desayuno, se hace tarde y acaba prácticamente a la hora de comer. Almorzamos en un bar cercano, y yo descubro la naranja con bacalao –un plato cordobés, precisa Jordi–, amén de gozar como hacía tiempo que no disfrutaba de unas papas con mojo más que canarias, ecuménicas, y unos calamares sobrenaturales. La tarde discurrirá después con sosiego, entre siestas y lecturas. Muy cerca del locutorio, gobernado por una familia colombiana, al que suelo allegarme para consultar el correo, hay una librería de segunda mano. Antes tenía un gran fondo religioso, que me disuadía de visitarla. Ahora parece haber cambiado de manos, gracias a Dios, y uno encuentra de todo. Expurgo el estante de poesía, donde me llama la atención que los volúmenes más interesantes no estén en primera fila –en la que se acumulan pemanes y antologías en cartoné de Bécquer y Lorca–, sino en la segunda, oculta, casi inaccesible. Entre ellos doy con primeras ediciones de libros de Felipe Núñez, de Antonio Beneyto, de mi amigo Jordi Virallonga –con una impagable foto suya de los veintipocos años—, de Pedro Casaldáliga, el cura catalán del Mato Grosso, y, la joya de la corona, de Rafael Pérez Estrada, en cuyo interior descubro un poema mecanoscrito destinado a participar en el finado premio de poesía “Rio Ungria” –y, por lo tanto, sin firma ni identificación del autor–, que habla de la Guerra Civil y de combates entre españoles –vencedores– e italiano –vencidos y humillados–. Es tan malo que no puede ser de Pérez Estrada. Además, tiene más de cinco versos. Pero me encanta encontrarlo ahí, doblado y superviviente, antañón y anónimo. Como, de hecho, me ha encantado saborear, a lo largo del día, estas cosas tan españolas que antes me dejaban indiferente, o incluso me disgustaban, como las colas en los bancos, el flamenco en las radios de los taxis, los porteros de fincas urbanas o las tascas apelotonadas donde se sirven calamares. Será que me añoro en Inglaterra. Será que necesito estas cosas, por vulgares o callejeras que sean, para sentirme en casa. Y me sorprendo de ello. O quizá no.

martes, 2 de diciembre de 2014

Norwich (2)

Norwich (pronúnciese nórich) es hoy una pequeña ciudad de provincias, de poco más de 140.000 habitantes, pero lo primero que le dirá al visitante cualquier guía de la localidad es que, hasta el siglo XVII, fue la segunda ciudad de Inglaterra, después de Londres. Su riqueza provenía, sobre todo, del negocio textil, que alimentaban las muchísimas ovejas de la región. Los guías también dirán que Norwich no es una ciudad romana, sino normanda, aunque asentada en una antigua encrucijada de calzadas romanas. La presencia de los normandos -los últimos conquistadores de Gran Bretaña, entre 1066 y finales del siglo XIII- se hace evidente en los grandes monumentos de la ciudad, singularmente en el castillo y la catedral, y no solo por su tamaño y reconocible estilo, que mezcla la austeridad y la pujanza, sino porque ambos fueron pensados para recordar a los anglosajones que habían sido conquistados. La catedral se levantó en lo que, a principios del siglo XII, era el cruce de carreteras más importante de la región, para significar que los normandos hacían con las vías de paso, o con cualquier cosa, lo que les daba la gana, y que a los britanos no les quedaba más remedio que acomodarse a sus decisiones. Hoy, las antiguas vías siguen cegadas por la majestuosa construcción, cuya torre es la segunda más alta de las iglesias de Inglaterra, después de la que preside la catedral de Salisbury, y las carreteras en que se convirtieron aquellas calzadas romanas siguen teniéndose que desviar de su curso natural. En cuanto al castillo, es un contundente mazacote en lo alto de la colina que domina la ciudad. Su excesiva solidez se explica por sus propósitos, no solo militares, sino de dominación. El castillo representa el imperio de los conquistadores y el sometimiento de los conquistados. Es también, en consecuencia, un símbolo, una señal de estatus, una operación de imagen. Los normandos aderezaron esta presencia imponente con algunos detalles que ratificaban su posición superior. Las letrinas, situadas en la fachada principal del castillo, evacuaban directamente a la calle, de forma que puede decirse, con un juego de palabras intraducible al español, que los normandos no solo seated on Norwich, sino que también shitted on her. Aún son apreciables, en la muralla de piedra, las manchas marronosas de aquella disposición diabólica. Los ingleses de hoy, superado el trauma escatológico que causó a sus antepasados, la recuerdan con ironía: en los retretes han colocado dos muñecos de cartón, de tamaño natural, que representan a dos que están descargando (y, mientras lo hacen, charlan), y cuya evacuación se acompaña de los ruiditos pertinentes: un burbujeo de aguas, vientos y pastosidades que uno imagina aterrizando, en efecto, en la calle. Norwich conserva su espíritu comercial -hay tiendas por todas partes, muchas hermosísimas- y un acendrado carácter eclesiástico, que me recuerda a nuestra Granada, llena de templos por todas partes: en la Edad Media se alzaban aquí 57 iglesias, de las que se conservan 32; de ahí proviene el dicho de que había una iglesia por cada semana del año, y un pub por cada día. Norwich es, de hecho, una de las pocas ciudades británicas que cuenta con dos catedrales: la normanda y la católica, San Juan Bautista, enorme también, pero mucho menos agraciada, y en la que, cuando la visitamos, se oficia una misa en polaco. Uno de los lugares más atractivos de la ciudad, que recuerda su esplendor medieval, es Elm Hill -"la colina del olmo", aunque ya no quede ningún olmo allí-, una calle milagrosamente conservada, con el empedrado y las construcciones tudor de la época. Y digo "milagrosamente" en sentido literal: a finales del siglo XIX, se salvó de la demolición por un solo voto: el de calidad de su alcalde. También la Royal Arcade, uno de esos pasajes decimonónicos en los que se concentraban las mejores tiendas de las ciudades, luce con vigor. De estilo art nouveau y azulejería italiana, conecta la plaza mayor con la colina del castillo, y uno se vuelve un poco niño al contemplar los escaparates llenos de pasteles de chocolate, o de réplicas del fusil Winchester en las tiendas de juguetes, o de joyas exquisitas. Se me hacen dulzonas y prescindibles las tonadas navideñas que ya suenan por todas partes, y que aquí, entre estas estrechas paredes, resuenan con fuerza, pero no puedo hacer nada por evitarlas: ha empezado la pesadilla de la Navidad y hay que apechugar con el tormento. La Arcade da, del lado de la ciudad, al Paseo de los Caballeros, el lugar donde los burgueses distinguidos paseaban, o más bien se pavoneaban. Este es justamente el lugar que Dickens describe en Los papeles póstumos del Club Pickwick como el de celebración de los mítines simultáneos de whigs y tories, que, metamorfoseados en reuniones de borrachos, acababan en memorables peleas campales. Al otro lado de la plaza se levanta el ayuntamiento moderno, de aire vagamente escandinavo, con dos leones de aspecto sánscrito a la entrada y unos ladrillos más largos de lo normal, para significar el poderío y la riqueza de la ciudad. Entre los personajes célebres nacidos o vinculados a Norwich, destacan tres: el médico, filósofo y alquimista Thomas Browne, del que hay una gran estatua sedente junto a la iglesia de Saint Peter Mancroft, flanqueada por un gigantesco cerebro y un no menor ojo humano, ambos de piedra; George Borrow, el viajero y autor del delicioso La Biblia en España, un relato de sus peripecias en la península ibérica, a mediados del siglo XIX, para difundir el conocimiento y la lectura de los Evangelios, gracias a las cuales llegó a ser tan famoso que por todas partes lo conocían como don Jorgito el Inglés; y el ineludible Horacio Nelson, que nació en un pueblo de los alrededores y estudió en la ciudad entre 1767 y 1768. El almirante tiene dedicadas varias estatuas en Norwich y el consabido homenaje en el interior del castillo, donde se destaca, no solo su victoria en Trafalgar, sino también su triunfo en el cabo de San Vicente, en 1797, donde desobedeció a su comandante, John Jervis, y se situó frente a los buques españoles, en lugar de en su retaguardia, lo cual forzó a Jervis a auxiliarlo y, a la postre, a decidir el enfrentamiento a su favor. Nelson siempre fue partidario de ir al bulto: si había que luchar, cuanto antes se luchase, mejor. Y le funcionó, aunque fuese contraviniendo las órdenes de sus superiores y recibiendo, a la postre, una bala francesa fatal.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Norwich (1)

Uno de los papeles que más me gusta en esta vida es el de cónyuge invitado. Como mi mujer es médico, los lugares en los que desempeño ese descansado rol suelen ser congresos, encuentros, simposios, cursos y otras reuniones de anatomopatólogos, como el que este fin de semana se celebra en Norwich, en la costa este de Inglaterra. Los cónclaves médicos son pródigos en canapés y buenos vinos, amén de otros entretenimientos en los que también me complazco en participar. A todo ello puedo aplicarme con denuedo, sin tener que sujetarme a ninguna norma profesional, ni dar conversación, ni parecer inteligente. Además, en cuanto los colegas de Ángeles se enteran de que no soy del gremio, me dejan en paz. Es maravilloso. Así sucede también hoy en Norwich. El encuentro se desarrolla en Dunston Hall, una mansión victoriana construida en 1859 por Robert Kellet y hoy convertida en hotel. La fachada principal, coronada por aguilones holandeses, y algunos salones centrales, de nobles artesonados, impresionan, pero las instalaciones son añejas y el mobiliario necesita una renovación. En los cientos de metros de pasillos que tenemos que recorrer para llegar a nuestra habitación, irremediablemente cubiertos de moqueta, me llaman la atención los muchos dibujos de Mauricio Escher que adornan las paredes, junto a litografías de una ortodoxa panoplia de motivos británicos: purasangres, árboles genealógicos, escudos de armas con leyendas en latín o francés, y castillos, muchos castillos. El contraste entre las imposibilidades contemporáneas de Escher y las pétreas tradiciones británicas es también muy británico. La cena de bienvenida es informal, es decir, se celebra fuera del marco del encuentro, en un pub extrañamente llamado The Wildebeest, "El Ñu". Allí conozco a muchos de los compañeros de profesión de Ángeles, que componen un conjunto digno de cualquier reunión de sospechosos en una novela de Agatha Christie. A mí me toca sentarme (sentarse en una comida social es como jugar a la ruleta rusa: si caes al lado de un pelma o frente a un cartujo, poco te aprovechará el lenguado) delante de B. C., un octogenario al que todavía le gusta participar en estos festejos. Sus orejas son dignas de un heredero de la corona; sorprendentemente, está sordo. Yo desisto de contarle nada, porque nada parece atravesar su sordera, pero escucho con interés sus historias. Después de una dilatadísima vida profesional, que se inició en la Universidad de Oxford y que, en su calidad de doctor emérito, se prolonga hasta hoy, guarda un saco de anécdotas. En los años 70, en España, por ejemplo, conoció al marqués de Villaverde (cuyo nombre me cuesta identificar: B. lo pronuncia como Belvedere), a quien recuerda como un amante de las francachelas, siempre dispuesto a ir de cacería o a la playa, según apeteciera. A su lado, añade, la hija de Franco parecía una monja cariacontecida. B. es también un experto en lo que los ingleses llaman la Guerra Peninsular, es decir, la que se sostuvo en España y Portugal contra las tropas de Napoleón a principios del siglo XIX, y me regala una ajustada versión de la batalla de Buçaco, en la que el ejército anglo-portugués de Wellington les dio para el pelo a los 75.000 franceses del mariscal André Masséna. No obstante sus conocimientos, le he de recordar a B. que los españoles que lucharon en la Guerra de la Independencia no lo hicieron solo como guerrilleros, sino que el ejército regular también venció a los franceses: por ejemplo, en Bailén, que fue, además, la primera derrota del ejército napoleónico en campo abierto, y donde los españoles mataron o capturaron a prácticamente todos los combatientes franceses. A un lado de B. se sienta una maltesa descendiente de croatas, y, al otro, un sueco, aunque no parece vikingo, sino sudanés; de hecho, es sudanés. Trabaja en Gotemburgo desde hace quince años y siente un gran interés por la lengua española que, nos cuenta, está estudiando: todos sus amigos son hispanoamericanos, y le disgusta no enterarse de qué dicen cuando hablan entre sí. Me pregunta por Almodóvar y por Gaudí, y yo le respondo que no todo el arte español es tan barroco como el que hacen -o han hecho- ambos. También recuerda con placer Belle Epoque, la película de Fernando Trueba ganadora de un Oscar, y rememoramos juntos aquella estupenda escena en la que Fernando Fernán Gómez, contento por que una hija suya, que sospecha lesbiana, haya pasado momentos de intimidad con un hombre, pregunta, ilusionado: "¿Y hubo cópula?". También nos cuenta, ante nuestro interés por los ritos del islam, que profesa, que él ya ha cumplido con el deber de peregrinar a La Meca, y que no sintió ningún fortalecimiento espiritual digno de reseñar, pero que se divirtió mucho; y se comprende: viajaba con amigos, dormían donde les apetecía y todo el mundo los trataba con simpatía: como en una excursión del colegio, vamos. A la mañana siguiente, y tras el invariable desayuno inglés, que compartimos con varios autocares de lo que debe ser el INSERSO inglés, salgo a pasear por la finca de Dunston Hall, ocupada en su mayor parte por un campo de golf. Veo muchos letreros que prohíben pasear por los tees, y es lógico: una pelota de golf puede matar. (De hecho, este fin de semana ha muerto un jugador australiano de críquet, Phillip Hugues, por el impacto de una bola en el cuello, que le rompió la arteria cerebral y le provocó una hemorragia fatal). También veo, en la hierba y entre los árboles, hongos como paraguas. A poca distancia del edificio principal está la pequeña iglesia de San Remigio Dunston, gris como el día, con una hermosa torre normanda. El cementerio adyace al templo. Paseo por entre las tumbas, aunque no localizo ninguna leyenda interesante: todas repiten los consabidos "in loving memory" y "reunited" cuando el cónyuge supérstite fallece por fin (pienso que no podría traducirse como "reunidos", porque entonces parecería que celebran un encuentro de trabajo; debería ser "juntos de nuevo" o "juntos otra vez"). Observo que, justo delante del camposanto, se encuentra otro campo, también santo para muchos, el de fútbol, y que han tendido una red entre ambos para evitar que las pelotas se cuelguen entre las tumbas: no sería decoroso que los jugadores hubieran de saltar a la necrópolis para recuperarlas, y menos aún que un pelotazo derribara una lápida del siglo XVII; es más, sería sacrílego. Camino después por el bosque, siguiendo una ruta que la omnipresencia del campo de golf vuelve exigua, pero cuya pequeñez no me impide disfrutar de la espesura de las arboledas, y de la alfombra de hojas -la moqueta de la floresta- que lo cubre todo, y del tapiz de humedad, y de los ratoncillos que corren, de pronto, entre las raíces, y de las cortezas plateadas de los abedules. El sol no llega a asomar en toda la mañana, pero, cuando parece que las nubes se adelgazan lo suficiente como para que una tenue claridad se proyecte sobre el mundo, las cosas ganan entereza y, al mismo tiempo, transparencia: se vuelven objetos cristalinos, realidades talladas con una insólita minucia. Tras un almuerzo frugal y una siesta a la que quince meses de vida en Inglaterra no me han llevado a renunciar, dedico la tarde a nadar en la piscina del hotel y a leer, en el garden lounge, lleno de camareros que no dejan de preguntarme si deseo otro té o cualquier otra cosa, Sobre la crítica literaria, de Marcel Reich-Ranicki, el famoso crítico literario alemán, con un largo epílogo de Ignacio Echevarría. El libro justifica la necesidad o pertinencia de las críticas negativas, y es muy adecuado que sea Echevarría quien le ponga el colofón: todavía se recuerda su agria salida de El País, a causa de una crítica demoledora -y muy justificada- de un libro de Bernardo Atxaga. Por fin, la cena formal del encuentro se celebra en un salón privado de Dunston Hall, donde Ángeles y yo, dos españoles, nos sentamos en una mesa con una alemana, una india, una australiana y dos ingleses. Antes, un holandés nos ha ofrecido su casa en Cornualles. Si lo hacía por cortesía, y dando por supuesto que nunca aceptaríamos la invitación, yo le he hecho notar que cometía un error fatal: estamos muy dispuestos a aceptarla, es más, nada ni nadie podrían ya disuadirnos de aceptarla. Cornualles es, probablemente, el rincón más hermoso de Inglaterra, y también el más pobre: hace tiempo que queremos visitarlo. En las mesas para la cena, como en las bodas, todos tenemos nuestro lugar asignado con unas tarjetitas en las que se lee nuestro nombre: el mío es "Ángeles Montero Fernández", como el de mi mujer: pequeñas servidumbres que impone la condición de cónyuge invitado; en otros momentos, soy simplemente "el marido de Ángeles". Una buena idea es que, en el dorso de las tarjetas, figura el menú que hemos elegido. Así, las camareras solo tienen que leerlo para saber qué plato corresponde a cada uno. El problema está en que las letras son muy pequeñas, y todas tienen que acercarse mucho para hacerlo, sobre todo una, que parece haber superado, hace muchos años, la edad de jubilación. Así, entre los comensales aparecen una y otra vez las cabezas de las mozas (y de la septuagenaria), como si quisieran enterarse bien de lo que decimos. Es incómodo. El ágape concluye con varias alocuciones de los organizadores y los invitados. No deja de sorprenderme la facilidad con la que los ingleses hablan en público. Aquí todos parecen competir en levantarse y dirigir unas palabras al auditorio. En España eso solo lo hacen los políticos y los acusados en un juicio, que a menudo son también políticos.