lunes, 15 de diciembre de 2014

En Extremadura: Otrora y otras cosas (2)

Presentamos también Otrora en Plasencia, ciudad natal de Javier. El acto se celebra en la sala del artesonado del Centro Cultural Las Claras, un antiguo convento de monjas clarisas fundado en 1475, desamortizado en 1836 y hoy convertido en albergue de bibliotecas, exposiciones, conciertos y presentaciones de libros. La sala del artesonado es una de las dos únicas estancias de la casa del bachiller Alonso Ruiz de Camargo -fundador del convento, "para reparo y mantenimiento de las monjas", por deseo testamentario de su esposa, Sevilla López de Carvajal-, alrededor de la cual se dispuso el cenobio, que conservan las pinturas originales, con motivos vegetales, humanos -reales y fantásticos- y heráldicos, con las armas de Carvajal y Camargo. Es un espacio escueto y noble, decorado en tonos rojizos y pardos, en cuyas maderas me entretengo en distinguir los divertidos homúnculos que pintaron los anónimos y brueghelianos artistas de la época. Entre el público abundan los amigos y familiares de Javier, que hoy juega en casa. Entre ellos está Francisco Fuentes, sobrino suyo y asimismo poeta, que acaba de publicar, en De la Luna Libros, su tercer poemario, Rocky Tokio gang bang. Pero también se acercan a saludarme los padres de Álex Chico, gran amigo, y otro placentino entregado a las agridulces turbulencias de la poesía. Atiende la demanda de libros Álvaro, el responsable de La Puerta de Tannhäuser, el café-librería de Plasencia, que ya se ha convertido, con su propuesta fuerte y, a la vez, amable, en una de las principales atracciones de la ciudad, y no solo para los letraheridos, sino para cualquiera que desee tomarse un café o una cerveza en un lugar con buena música y un ambiente agradable. Acabada la presentación, y mientras Javier recibe parabienes sin cuento y se entrega con promiscuidad a la firma de ejemplares, yo me entretengo charlando con Álvaro, que me sorprende contándome que él ha ocupado altos puestos en varios equipos ministeriales de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, pero que, harto de su inestable trabajo de negro, aprovechó su decapitación cuando los populares volvieron al poder para dejar la Administración y hacerse librero en Plasencia. Es curioso el paralelismo conmigo: yo, funcionario, y también harto de las servidumbres, oscuridades y estupideces del trabajo administrativo, aproveché mi decapitación como subdirector general cuando los convergentes volvieron al poder para dejar la Administración y hacerme escritor a tiempo completo en Londres. Antes del acto, Javier y yo hemos pasado un rato en La Puerta de Tannhäuser, tomando un té, y hemos comprobado, una vez más, la riqueza y amplitud de los fondos que atesora -de los cuales está siempre proscrito el deleznable best-seller-, y la atmósfera singular, cuidadosamente descuidada, del local. Y las noticias son buenas: según nos cuentan Álvaro y Cristina, están planeando abrir una sucursal en Madrid. El negocio, pues, marcha, lo que no deja de ser una noticia espléndida, y casi insólita, en estos tiempos de tribulación, y nosotros nos alegramos mucho. Cumplidas las presentaciones en Cáceres, la estancia en Extremadura se completa con un día de excursión. Javier, Teresa y yo nos acercamos a Montánchez, donde Ángeles y yo ya habíamos estado, invitados, hace algunos años, a cenar en casa de Diego Doncel y su mujer. Pero esta vez hemos invertido la perspectiva: el castillo del pueblo aparece en el otro extremo del valle, recortado contra los montes de Toledo y sus crestas nevadas, y ahora nos encontramos en aquel punto remoto que divisábamos desde sus murallas aún airosas. Javier y Teresa me han traído a Santa Lucía del Trampal, la iglesia visigoda del siglo VII, en las cercanías de Alcuéscar -cuyo nombre no nos ha disuadido de venir-, asentada en un lugar de culto desde tiempos celtibéricos, como demuestran las inscripciones en los sillares a la diosa prerromana Ataecina. El templo me recuerda al románico astur: a San Miguel de Lillo, por ejemplo, aunque Santa Lucía tiene tres ábsides exentos, muy singulares. Es espeso, pero, al mismo tiempo, grácil, y se enclava en una elevación despejada, rodeada de olivos y naranjos, llenos de frutos amargos que solo picotean los pájaros. De Santa Lucía y Alcuéscar nos desplazamos a Zarza de Montánchez, otro lugar de nombre tan aliterativo como inquietante, en cuyos alrededores se encuentra uno de los símbolos de Extremadura: la encina Terrona, un carrasca morrocotuda, de 17 metros de altura y 800 años de antigüedad. La pobre, debido a su gigantismo, necesita muletas, o más bien contrafuertes: sus ramas principales, y no pocas de las secundarias, se apoyan en bastones enormes que impiden que se desgajen y caigan. La Terrona parece uno de esos luchadores de pressing catch que, en su madurez, son solo montañas de carne desmañada, descoyuntados por su propio peso. Pese a su minusvalía, la encina es impresionante: se divide, muy cerca del suelo, en tres troncos, cada uno de los cuales se subdivide en troncos más pequeños, y estos, a su vez, en ramas, cargadas de bellotas, que se extienden en un diámetro de 25 metros, como un parasol que pudiera dar sombra a todos los viajeros del mundo. A su alrededor hay muchas otras encinas, hermosas también, y que no me extrañaría que tuviesen, como ella, varios siglos de antigüedad, pero que, a su lado, parecen modestos cofrades, centinelas discretos y como temerosos de impugnar la grandeza de su campeona. Por fin, vamos a comer al restaurante Claudio, en Casar de Cáceres, el pueblo de uno de los mejores quesos del mundo, la torta del Casar, que es, curiosamente, un queso fracasado, un queso que no ha cuajado como debía, y que en descalabro cifra, por paradoja, su exquisitez. Luego del almuerzo, que es tan sustancioso como el queso de la localidad, decidimos bajarlo caminando por el pueblo. En Casar, el edificio más singular no es la iglesia, ni ninguna basílica o ermita, como suele suceder en los pueblos de España, sino la estación de autobuses, obra del arquitecto Justo Gracia, que los lugareños, con gracia y justicia, llaman "la patata frita". Su techo de hormigón se extiende por sobre la pequeña sala de espera y taquillas hasta el extremo del recinto, disponiendo una enorme cubierta ondulada por debajo de la cual entran y salen los autobuses. Choca que un edificio de modernidad tan llamativa como polémica luzca en una casi pedanía de Cáceres, entre casas modestas y dehesas. En el interior de Casar vemos, empero, algunas buenas casonas burguesas, aunque desconchadas. Rodeamos la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en cuyos muros aún constan inscritos, bajo la advocación de José Antonio Primo de Rivera y de un mayúsculo "¡Presente!" (que debería ser, pensamos, "¡Presentes!", si se quiere guardar la concordancia), los caídos por Dios y por España. Antes de volver al coche, curioseamos en la ermita de San Bartolomé, que está abierta, y en la que se afana un grupo de mujeres. En cuanto nos ven, nos cuentan que van a salir a pedir, en unos cestos que ya tienen preparados, huevos y patatas, "porque en el pueblo hay mucha necesidad". También nos informan, con gentileza algo apresurada, de las figuras cobijadas en la parroquia, que sacan en Semana Santa, y de los santos que las protegen. Reconfortados por tanto amparo eucarístico, dejamos San Bartolomé y a sus laboriosas hijas, y volvemos a Cáceres, cansados pero felices. Al día siguiente, me voy ya a Salamanca, donde he de impartir una clase en la Universidad, pero el viaje hasta la ciudad blanca, en autobús, no transcurrirá sin un extraño incidente. En un momento determinado del moroso trayecto, experimento una sensación de incomodidad, una rara desazón emocional, que no sé a qué atribuir. Miro a mi alrededor, y solo veo un pueblo, uno de esos lugares anodinos que jalonan todos los viajes en autobús del mundo. Pero la energía negativa, unas ondas hirientes, de podredumbre y mala sangre, siguen golpeándome. Hasta que al fin lo entiendo: estoy en Aldeanueva del Camino, el pueblo de las tres mentiras: ni es aldea, ni es nueva, ni está en el camino; y también el pueblo natal de José Luis García Martín, cuyo entenebrecido espíritu se debe de estar proyectando en mí. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario