viernes, 5 de diciembre de 2014

España y un desayuno informativo



Hasta hoy solo había participado en un desayuno informativo, o más bien una comida. Fue cuando la publicación de mi traducción de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, en DVD, financiada por una fundación dedicada a la difusión de la cultura catalana. El desayuno que se ha organizado hoy en Madrid pretende dar a conocer a la prensa otra traducción: la de Hojas de hierba, de Walt Whitman, que acaba de ver la luz en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. No sé hasta qué punto funcionan estas cosas. A mí me gusta hacerlas de una en una: o desayunar o informar. Por eso detesto las comidas de trabajo: uno acaba por trabajar mal y comer aún peor. Pero es un acto que la editorial cree necesario, y yo soy un autor disciplinado: allí estaré, pues. Antes de ir a Alonso Martínez, donde se encuentran las oficinas en las que tendrá lugar, he de hacer una gestión en un banco. Entro en la sucursal, hago la cola pertinente y, mientras espero que llegue mi turno, observo a mi alrededor: los trabajadores acaban de empezar la jornada y tienen ese aire prologal, pero ya luctuoso, de quienes penan en las oficinas siniestras. Los varones van trajeados –con corbatas no muy atinadas, por cierto: cuadros y rayas no casan bien– y se mueven con ese automatismo lánguido de los habituados a transitar por espacios exiguos y conocidos hasta la náusea. A mí el trabajo bancario siempre me ha parecido deprimente, casi sórdido, y pienso que tengo buenos motivos para celebrar mi libertad, esa que me permite no confinarme a este espacio de horror y disfrutar de una mañana soleada: yo saldré de la oficina para acudir al desayuno y hablar de Whitman, pero esta gente se quedará aquí dentro, cumpliendo un horario y obedeciendo órdenes, gestionando recibos y clientes iracundos, practicando usuras y ejecutando desahucios, obteniendo beneficios (para otros) y cobrando una nómina siempre menor de lo que creen merecer. Salgo del banco, en efecto, y me acerco al registro de la propiedad intelectual, en la calle de Santa Catalina. Sé que está cerca de la carrera de San Jerónimo, pero me extravío en el laberinto del barrio antiguo y no doy con ella. Le pregunto a un joven con aspecto de buena persona, y, en efecto, lo es. Me dice que él también ha de ir al registro esa mañana –aunque no especifica qué modalidad artística practica–, me acompaña hasta allí y, al despedirse, me da la mano. En el breve camino, hemos charlado sobre la mandanga de las tasas y de las formas de pago: se conoce que en el registro no se pueden abonar en efectivo, sino solo con tarjeta; para pagar en metálico, hay que hacerlo en una oficina bancaria y luego volver con el resguardo del ingreso. Inscrito el libro que he llevado a inscribir, cojo un taxi, porque el tiempo se me ha echado encima. En el camino, escucho la radio que el taxista ha decidido que escuchemos. Un grupo flamenco canta una canción dedicada a Cataluña. Hasta esto, aunque sea con buena intención, ha impregnado el agotador debate sobre el soberanismo. Al llegar a Alonso Martínez, el taxista me pide que le dé el importe exacto de la carrera, porque está sin cambio: “Ahora ya no te cambia nadie, ni los bancos”, aclara. Yo pienso que los bancos me persiguen esta mañana, pero que yo corro más, y le doy las monedas justas. A la entrada del edificio, veo al portero y, antes de que me pregunte a dónde voy, le digo que me dirijo a la agencia de comunicación. Es un portero madrileño, galdosiano, con su guardapolvo de dril y su bigote blanquecino, que salta de su refugio penumbroso junto al ascensor–un cubículo de maderas, hierros viejos y escobas- cuando aparece alguien en el patio, para velar por la indemnidad de la comunidad. En la agencia donde está previsto el desayuno, encuentro cafés, zumos, agua y pastas, y una pizarra antigua, en la que una mano femenina ha escrito Hojas de hierba, Walt Whitman, y, debajo, flanqueado por dos ramitas con sus hojas, mi nombre. Jordi Doce me propondrá después que me haga un selfie con el encerado de fondo, pero mi móvil no tiene cámara. El encuentro con la prensa va bien. Despacho primero una entrevista telefónica con José Antonio Martínez Muñoz, un viejo amigo que lleva años al frente de un programa sobre literatura en la radio de la Región de Murcia. Luego hablamos con los presentes sobre el libro, y la colección de la que forma parte, Joan Tarrida, el editor de Galaxia Gutenberg, Jordi, responsable de la edición, y yo. Entre los periodistas están Javier Lostalé, una de las personas más devotamente entregadas a la causa de la poesía que conozco, y excelente amigo también, y Mauro Armiño, un traductor al que respeto, y que ha dado, asimismo, lúcidas versiones de Whitman. Aunque el acto es formalmente un desayuno, se hace tarde y acaba prácticamente a la hora de comer. Almorzamos en un bar cercano, y yo descubro la naranja con bacalao –un plato cordobés, precisa Jordi–, amén de gozar como hacía tiempo que no disfrutaba de unas papas con mojo más que canarias, ecuménicas, y unos calamares sobrenaturales. La tarde discurrirá después con sosiego, entre siestas y lecturas. Muy cerca del locutorio, gobernado por una familia colombiana, al que suelo allegarme para consultar el correo, hay una librería de segunda mano. Antes tenía un gran fondo religioso, que me disuadía de visitarla. Ahora parece haber cambiado de manos, gracias a Dios, y uno encuentra de todo. Expurgo el estante de poesía, donde me llama la atención que los volúmenes más interesantes no estén en primera fila –en la que se acumulan pemanes y antologías en cartoné de Bécquer y Lorca–, sino en la segunda, oculta, casi inaccesible. Entre ellos doy con primeras ediciones de libros de Felipe Núñez, de Antonio Beneyto, de mi amigo Jordi Virallonga –con una impagable foto suya de los veintipocos años—, de Pedro Casaldáliga, el cura catalán del Mato Grosso, y, la joya de la corona, de Rafael Pérez Estrada, en cuyo interior descubro un poema mecanoscrito destinado a participar en el finado premio de poesía “Rio Ungria” –y, por lo tanto, sin firma ni identificación del autor–, que habla de la Guerra Civil y de combates entre españoles –vencedores– e italiano –vencidos y humillados–. Es tan malo que no puede ser de Pérez Estrada. Además, tiene más de cinco versos. Pero me encanta encontrarlo ahí, doblado y superviviente, antañón y anónimo. Como, de hecho, me ha encantado saborear, a lo largo del día, estas cosas tan españolas que antes me dejaban indiferente, o incluso me disgustaban, como las colas en los bancos, el flamenco en las radios de los taxis, los porteros de fincas urbanas o las tascas apelotonadas donde se sirven calamares. Será que me añoro en Inglaterra. Será que necesito estas cosas, por vulgares o callejeras que sean, para sentirme en casa. Y me sorprendo de ello. O quizá no.

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