domingo, 23 de noviembre de 2014

Una visita al Parlamento

El Parlamento británico, situado en el Palacio de Westminster, es uno de los principales iconos de Londres y de todo el país, y hoy hemos pensado que, después del tiempo que llevamos viviendo aquí, aún no lo habíamos visitado. Es una turistada, sin duda, y una turistada cara -25 libras de vellón por cabeza, si la visita es guiada; si no, solo 18-, pero las turistadas, a veces, son necesarias, y hasta interesantes. Nos dirigimos, pues, a la Portculis House, adyacente al palacio, para comprar las entradas. El nombre del lugar nos inquieta, y con razón: anuncia cómo nos vamos a sentir cuando nos enteremos de lo que cuestan. Otros factores convierten el trámite, no en la puerta del cielo, sino más bien en la del infierno: las multitudes que abarrotan las calles hacen que tardemos casi media hora en conseguir algo para lo que, en cualquier otro lugar del mundo, solo necesitaríamos cinco minutos; y entre la muchedumbre distinguimos a varios friquis cristianos ofreciendo, con sonriente estoicismo, panfletos edificantes, como uno titulado Is Satan real? (y yo pienso que sí: se me ocurren unos cuantos directores de banco y algún que otro editor de poesía que lo son) u otro, Awake!, dedicado monográficamente a una enjundiosa cuestión: What is true success? ("¡Despierta! ¿En qué consiste el éxito verdadero?"). Con la preciada posesión de los tiques en la mano, nos dirigimos a la entrada del público, donde se nos somete a un control de acceso como en los aeropuertos: hasta los cinturones nos hemos de quitar, con lo que, de nuevo, experimento esa maravillosa sensación que infunde caminar sujetándose los pantalones para que no se caigan, una actividad que subraya como pocas nuestra dignidad y nuestro natural donaire. Y, cuando ya he pasado el arco detector de metales y creo que todo se ha superado sin incidentes, observo a un guardia, del batallón que controla el paso, que me hace un gesto hacia la entrepierna. Caramba, pienso, tras la portculis, un vigilante amoroso: el parlamento británico me está deparando sorpresas insospechadas. Pero no: la razón de su gesto es la misericordia: llevo la bragueta bajada. Reparado el despiste, accedemos al Salón de Westminster, el punto de partida de todas las visitas del Parlamento, y una de las pocas dependencias del parlamento antiguo que sobrevivió al devastador incendio de 1834, tras el cual se edificó el actual. Como las visitas guiadas en inglés ya estaban completas, nos hemos apuntado a una en español, para la que nos hemos reunido siete compatriotas y un brasileño (el brasileño no es que ame España: es que no hay visitas en portugués, y se ha sumado a lo que le queda más cerca). Nuestro guía es Alan, un escocés que ha vivido muchos años en la Argentina, y que maneja un castellano plagado de anglicismos y argentinismos. Por otra parte, su estancia en el país austral no ha fortalecido su capacidad de síntesis, como demuestra la duración de la visita, que es, oficialmente, de una hora y cuarenta minutos, pero que Alan extiende hasta las dos horas. "Creo que he hablado demasiado", dirá al final, algo compungido. Sí, lo ha hecho, pero no nos ha importado, aunque los pies nos dolieran terriblemente. El Palacio de Westminster, construido en estilo neogótico por Charles Barry y decorado por Augustus Pugin entre 1840 y 1870, es lo que siempre hemos visto en las películas y las noticias de televisión, pero multiplicado por diez: todo es mucho más barroco y fastuoso, aunque no necesariamente más grande. La Cámara de los Comunes, en particular, es de una pequeñez y una modestia pasmosas. Los bancos -verdes: el color de los diputados electos- no desentonarían en un colegio mayor, y la decoración apenas existe. Lo llamativo del lugar es su disposición, digamos, íntima, con los escaños de gobierno y oposición enfrentados, a pocos metros de distancia. No obstante, unas líneas rojas delimitan el espacio en el que los diputados deben mantenerse para discutir, como las áreas técnicas de los campos de fútbol, no sea que, llevados por el entusiasmo dialéctico, decidan discutirles la cara a los diputados contrarios. Si algún honorable representante pisa siquiera, y no digamos si cruza, la línea roja, el speaker de la cámara le reconvendrá con esta admonición insuperablemente sintética: toe the line (cuya más estricta correspondencia en castellano sería: "la punta de los pies, tras la línea"). Alan nos ilustra sobre el espíritu tradicionalista de los ingleses, que nosotros conocemos bien. Así, los diputados, cuando se incorporan a la cámara, hacen una genuflexión, como si entraran en una iglesia. Pero eso no es porque demuestren su respeto por la democracia, o por la grandeza del lugar, o por cualquier otro alto motivo político, sino porque en ese lugar hubo, durante muchos siglos, antes de que se construyera este espacio, una capilla. La capilla desapareció hace centurias, pero no la costumbre de inclinarse al entrar. Las tradiciones se amontonan aquí: adelantándose varios siglos a su tiempo, fumar está prohibido desde el siglo XVII, aunque, para sosegar las necesidades nicotínicas de los diputados, se les ha permitido -y se les sigue permitiendo- tomar rapé; tampoco está permitido comer ni beber, con la excepción del Ministro de Hacienda, que puede tomarse una copa en la presentación del presupuesto, supongo que para hacer más llevadero el angustioso momento; y está igualmente prohibido llevar las manos en los bolsillos, una grosería que se considera indeciblemente plebeya. Pero las costumbres más significativas se refieren a la propia práctica parlamentaria: por ejemplo, no se permite leer los discursos, aunque sí se pueden utilizar notas. En España, tras los grandes parlamentarios históricos, como Emilio Castelar o Manuel Azaña (y cuyo último representante, mal que me pese, ha sido Manuel Fraga Iribarne), ya nadie articula discursos: los padres de la patria se limitan a leer escolarmente los folios escritos por otros, asesores con no muchas más luces que ellos. Leer un discurso es un demérito intelectual y un insulto para la audiencia: los ingleses lo saben bien. Tampoco se permite leer periódicos ni consultar dispositivos electrónicos: los debates están para debatir, no para enterarse de qué ha hecho el Barça en la jornada del domingo ni mucho menos, como ha sucedido varias veces en España, para jugar al scrabble con otros diputados tan ociosos como ellos. No leer los periódicos ni consultar pantallas es una forma, y no la menor, de respetar a los ciudadanos que los han elegido y les pagan los sueldos, y, en definitiva, de honrar la democracia. Y, en fin, tampoco se consiente aplaudir, salvo excepciones ceremoniales. Los aplausos, en el parlamento español, son otra arma dialéctica, pero chabacana e irracional: un estruendo con el que le atizas al enemigo en la chola. Aquí todo se ampara en la actitud y la razón de la palabra, sin vocinglería, sin desatención, sin jactancia. Lo cual no significa que los debates carezcan de intensidad; todo lo contrario: rozan el ensañamiento, pero sin la ordinariez hispana y, sobre todo, sin su rusticidad. Aquí se han producido situaciones tan maravillosas como aquella en la que una diputada le espetó a Winston Churchill: "Señor Churchill, si yo fuera su mujer, le pondría veneno en el té"; a lo que Churchill respondió: "Señora, si usted fuera mi mujer, me lo tomaría". La Cámara de los Comunes es el espacio más importante, pero también -y quizá por eso- el más humilde. Su humildad proviene de otra tragedia que afectó al palacio: los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial, varios de los cuales impactaron directamente en Westminster y destruyeron las salas reconstruidas tras el incendio de 1834. Siguiendo el reconocido espíritu tradicionalista británico, Churchill impuso que la recuperación de los espacios destruidos no los ampliara ni engrandeciera, y, así, mientras el país iba creciendo en riqueza y población -y, por lo tanto, también el número de diputados-, la Cámara de los Comunes seguía siendo un hall pequeño, incapaz ya de acoger a tantos parlamentarios. Actualmente, hay 650, pero la Cámara solo tiene 427 asientos, y ninguno reservado, salvo los del gobierno. Allí se sienta, pues, el primero que llega, y los que lo hacen tarde han de seguir los debates de pie: me recuerda a mis clases de Derecho. La Cámara de los Lores, por el contrario -cuyo color es el rojo- rezuma lujo: frescos, ricas pinturas murales, lámparas de araña, maderas nobles, y no digamos los lugares reservados a la reina: en el trono, por ejemplo, cubierto de muchos kilos de pan de oro, podría alojarse toda la población de San Marino. Pero las curiosidades históricas no dejan de acumularse: delante del trono hay un gran saco de lana. En él se sentaba tradicionalmente el presidente de la Cámara, porque las normas establecían que debía hacerlo "sobre la riqueza de la nación", y la riqueza de Inglaterra -piratería y tráfico de esclavos aparte- siempre fueron las ovejas y sus pieles. De las más de 1100 habitaciones del Palacio de Westminster, los turistas apenas vemos unas pocas, algunas de las cuales, además, están en obras. Alan nos pasea por la Sala Ceremonial de la Reina, la Galería Real, la Cámara del Príncipe, el vestíbulo central y el vestíbulo de los miembros del parlamento, en el cual me espanta una enorme estatua de Margaret Thatcher, que parece que vaya a saltar a la vida, por Dios bendito, y que comparte el lugar con Churchill, con gesto de bulldog, Clement Atlee y David Lloyd-George. En la Cámara del Príncipe hemos observado, entre otros próceres ingleses, un óleo de Felipe II, rey de España, archienemigo de las Islas y promotor de la Invencible. La razón de que esté allí es sencilla: fue rey de Inglaterra e Irlanda jure uxoris, por su matrimonio con María Tudor, entre 1554 y 1558. Por una de esas paradojas de la historia, muy cerca de su retrato hay un gran cuadro con una escena de la destrucción de la Armada (aunque, en realidad, la Armada no fue destruida por los ingleses, sino por las tormentas). No será este el único recordatorio que habremos de sufrir los visitantes españoles de nuestros desastres marítimos con los hijos de Albión: en la sala contigua, un enorme aunque oscuro fresco recuerda la muerte gloriosa de Nelson en Trafalgar. Por lo demás, acabamos borrachos de leones, arpas, mármoles, columnas, artesonados, estucos, bustos, papeles pintados con motivos florales, moquetas, estatuas y retratos de la reina Victoria (que aparece guapísima en casi todos, pero que era horrible), documentos valiosos, vidrieras, arcos de ojiva, banderas, policías y, sobre todo, turistas. Cuando acabamos, estamos agotados: apenas nos hemos sentado durante todo el recorrido. Al salir, aún nos queda comprobar otra rareza de los ingleses, como muchas de las que hemos visto en el palacio de Westminster: en el autobús en el que volvemos a casa, hay sentados tres jóvenes en calzoncillos. Llueve y hace frío, pero allí están, muy serios, muy derechamente sentados, en calzoncillos.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Dos buenas noticias

La primera fue el pasado lunes. Teresa Garbí, responsable de Uno y Cero Ediciones, editorial de libros electrónicos, me invitó a participar en las "Firmas invitadas" de su página web. Lo hice con mucho gusto: en esa sección han colaborado ya varios buenos amigos, como José Luis Cancho, Sergio Gaspar o Juan Manuel Macías, y otro puñado de buenos escritores. Además, siento simpatía por Uno y Cero, que está recuperando, en formato digital, algunos libros fundamentales del catálogo de DVD, que ya son inencontrables, salvo en, ay, librerías de viejo, como Nembrot, de José Luis Pérez Álvarez; Estancia, del propio Sergio Gaspar; Historia del invierno, de Javier Sebastián; o Sounscape, de Carlos Fernández López -que incluye y amplía el último título publicado en la colección de poesía de DVD, Vitral de voz-. Habiendo leído y disfrutado de todos ellos, siento una especial admiración por Nembrot, que considero la mejor novela publicada en España en los últimos quince años; y no es hipérbole: soy muy consciente de lo que digo. Con ella, además, me pasó algo curioso: yo había leído, del mismo autor, Un montón de años tristes, una novela detectivesca aparecida también en DVD, pero no me había fascinado. Era un texto correcto, aunque, a mi juicio, sin particulares prendas. Por eso acudí a Nembrot, urgido por los elogios de Sergio, con alguna reticencia. Sin embargo, este sí era fascinante, y desde la primera página. Lo leí casi de corrido, maravillado por la sutileza de la trama, la hondura psicológica de los personajes, el hechizo de la atmósfera, y la precisión y naturalidad del estilo. Lo que suele pasarme es que abordo con ganas textos de los que he tenido noticias fabulosas, y esos textos me decepcionan. Con Nembrot me sucedió lo contrario: que un libro del que desconfiaba, me deslumbrara; y eso es lo raro. José María Pérez Álvarez había conseguido una obra casi perfecta, o perfecta. Yo la admiré al leerla, y sigo admirándola ahora, al recordarla. Y celebro que Uno y Cero la haya recuperado y permita a los lectores disfrutar de ella otra vez, o de nuevo. En cuanto a mi colaboración en "Firmas invitadas", aporté cuatro poemas: el "Elogio del jabalí", de Insumisión; un largo fragmento inicial de Dices; y dos décimas, de Décimas de fiebre. Para quien tenga interés en echarle un vistazo, este es el enlace: http://unoyceroediciones.com/eduardo-moga-2/.

La segunda buena noticia fue la aparición ayer, en la sección de cultura de El País, de un largo artículo de Winston Manrique Sabogal dedicado a la aparición de mi traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman, en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. En realidad, la buena noticia es que la traducción se haya publicado, tras dos años y medio de trabajo, pero uno está tan acostumbrado a que los medios de comunicación se hagan tan escaso eco de lo que uno hace -y, en general, de lo que se hace en poesía- que el artículo de Manrique, de más de una página de extensión, constituye una espléndida novedad. Venía presidido por una gran foto central del Whitman anciano, con la melena y las barbas blancas desparramándosele por la pechera, y lo acompañaban sendos despieces de Antonio Gamoneda y Juan Antonio González Iglesias. Observé que, en el artículo, una de las erratas afectaba a mi apellido: Manrique había escrito "Mogan". Estoy acostumbrado a las deturpaciones de mi nombre: he sufrido algunas inverosímiles, otras trágicas, y siempre me ha sorprendido que la gente fueran tan proclive a equivocarse en una palabra tan corta y sencilla ortográficamente: no quiero ni imaginarme los desaguisados que deben perpetrase con apellidos como Garaikoetxeaeguiguren o MacDonowitzky. De todas las erratas que he sufrido, rescato una muy divertida: en una lectura que hice en algún sitio, fui anunciado como "Eduardo Murga". No es extraño que apenas viniera nadie. En la del artículo de ayer, "Mogan" no me pareció del todo mal: me homologa, al menos fonéticamente -algo es algo-, con Whitman, y le da una rítmica sinuosidad a un sintagma por el que quisiera ser recordado: "el Whitman de Mogan". Por otra parte, Gamoneda me trataba en su nota con el cariño que acostumbra, y que yo le agradezco como amigo y discípulo suyo que soy, pero decía algo con lo que no estoy de acuerdo (o, como diría él, con lo que no voy de acuerdo): que todos los libros con pretensiones universales posteriores a Hojas de hierba, como el Canto general de Pablo Neruda, han fracasado. No sé yo dónde sitúa Antonio el fracaso del Canto general; a mí me parece una de las cumbres de la literatura en español del siglo XX. Ya quisieran tantísimos hacedores de versos (muchos de los cuales, además, tienen la desfachatez de menospreciar a Neruda) acercarse al más endeble de los versos de ese libro prodigioso. Para conocer la opinión el maestro y el trabajo de Winston Manrique, este es el enlace: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/20/actualidad/1416511469_945725.html.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Una tarde muy poética

Asisto hoy a una conferencia en la Universidad de Roehampton. La imparte Fiona Sampson, mi amiga la poeta inglesa, y trata de las relaciones entre la poesía y las demás artes, en especial la música. Y es lógico: Fiona es también violinista, y se ha dedicado profesionalmente al concertismo. (Gran Bretaña tiene una larga tradición de polifacetismo: otra violinista célebre es también campeona de esquí, aunque he leído que la acaban de desposeer de esa condición por haber falsificado los resultados; no obstante, ¿cómo se pueden falsear los resultados de un eslálom?). Cojo el tren en Queenstown Road. He de bajarme en Barnes, a cuatro paradas y quince minutos de distancia. De allí hay solo un agradable paseo hasta la universidad. Queenstown Road es una de esas pequeñas estaciones que dan servicio a los trenes que viajan a los barrios y poblaciones al sur de Londres. Probablemente date del siglo XIX y, pese a los monitores electrónicos y otros artilugios de la tecnología, se le nota. Son solo las cuatro y media, pero la noche ya ha caído, y la negrura del cielo se funde con la negrura de la estación: el paisaje, el que alcanza a sobreponerse a las sombras, es industrial, las maderas de la estación están fatigadas, y los andenes, sucios: veo envoltorios de chocolatinas, pieles de plátano, diarios gratuitos aburuñados en los asientos. Me refugio en El color del tiempo, la poesía completa de la francesa Clarisse Nicoïdski, la mejor poeta en sefardí del siglo XX, según la crítica. Yo la descubrí en Las ínsulas extrañas, hace unos cuantos años ya, pero no había vuelto a saber de ella hasta esta hermosa edición de Sexto Piso, con traducción de Ernesto Kavi. Nicoïdski escribe poemas tan hermosos como este: quimadura di yelu / quimadura di árvuli / aranca / il soplo más quirinciozu / di mi boca / déxami / si queris / sólu esta mancha di amor. Me refugio en estos versos, que parecen llegados de la noche de los tiempos, y que transportan una lengua delicada e inoída, en este tren en el que la moqueta huele, y no a ámbar, en el que los pocos viajeros se ocultan en su inexpresividad, después de un cansado pero probablemente irrelevante día de trabajo, y desde el que veo, por el abismo negro de la ventana, almacenes, y fábricas, y depósitos de coches, y viejas casas proletarias, y letreros escritos en inglés. Estas palabras, tan frágiles en su rareza y, a la vez, en su cercanía, me protegen como una coraza muy espesa, y yo me siento a resguardo del frío y la soledad y la rareza de ese otro idioma que me rodea. Pero el viaje dura poco, y he de salir, otra vez, a las calles inclementes. No es difícil llegar al college, Froebel, donde Fiona va a dar su conferencia, aunque localizar el lugar exacto requiere alguna pesquisa. Cuando estoy mirando un plano de la universidad para localizar la Portrait Room, que es a donde remite la invitación, una mujer, cuyos rasgos no distingo, se ofrece a ayudarme y me indica el camino que he de seguir. Los ingleses son así: témpanos de indiferencia o gentiles conciudadanos. No tardo en plantarme allí, con algún adelanto sobre la hora prevista. Pero en el vestíbulo ya están dispuestos los camareros y un ejército de termos de té y café, con sus correspondientes pastitas. En las universidades españolas no se dan ni cacahuetes, así perore el Papa de Roma; ni los buenos días. Aquí las estrecheces no han llegado todavía a estrangular este ejercicio de modesta hospitalidad, que se agradece especialmente en una tarde fría como esta. Ataco el refrigerio y saludo a Fiona, que no tarda en presentarme a uno de sus invitados más ilustres, el poeta John Burnside, cuya obra conozco algo: hace un par de años reseñé una antología suya publicada por Pre-Textos y traducida por nuestro común amigo Jordi Doce. La conversación con John no dura demasiado, porque, como en las bodas, la multitud de invitados dificulta las charlas aisladas. Así pues, cuando la cosa empieza a ponerse interesante -me está contando que sufre apnea del sueño y que a menudo se despierta con la sensación de que lo están atacando, y él devuelve los golpes- viene otro y nos interrumpe. Como es lógico, un británico siempre tiene más cosas de las que hablar con otro británico, sobre todo si es de su mismo gremio, que con un español desconocido, así que los dejo charlando y me dirijo a ocupar mi asiento en la sala. La Portrait Room o Sala de los Retratos es un espacio noble, de maderas barnizadas, lámparas de araña y óleos en las paredes, desde los que nos miran los prohombres -o más bien promujeres, a juzgar por las muchas féminas que aparecen en los lienzos- de la universidad, ya sean rectores o mecenas. La conferencia se anuncia como professorial lecture, esto es, como una conferencia magistral, eso tan denostado por los actuales pedagogos, más partidarios de la interacción, el diálogo, la comprensión práctica y el power point, pero para lo que yo no he encontrado sustituto todavía, si de lo que se trata es de inspirar entusiasmo por la materia debatida y amor por el saber. Uno recuerda las clases de José María Valverde, Luis Izquierdo o Jordi Llovet, y los esquemas gráficos con que los funcionarios de la cultura reproducen hoy sus conocimientos -y que a menudo se limitan a leer- le parecen guías para retrasados mentales. Me maravilla también que Fiona sea -y así se presente- professor of poetry: que haya profesores de poesía, que esa categoría exista aún en la sociedad británica, dice mucho de la superioridad de este país sobre el nuestro en su relación con el arte y el conocimiento; y también que a la ponencia hayan acudido unas sesenta personas. Presenta a Fiona el vice-chancellor de la universidad, el profesor Paul O'Prey, al que vi hace un par de días en un documental de la televisión sobre los poetas ingleses en la Primera Guerra Mundial. Conforme progresa la disertación de Fiona, se completa en una pantalla dispuesta a su espalda un poema de Béla Samovic: What is delight? / Logics that cannot be reduced to reason / Machineries of grace / Delight, in action / acts upon the will... ("¿Qué es la delicia? / Lógica que no puede reducirse a razón / Maquinaria de la gracia / La delicia en acción / actúa sobre la voluntad..."). Ella también se apoya, pues, en lo visual, pero no como sustituto, sino como proyección de su saber. Al concluir, no hay preguntas, pero sí una respuesta académica por parte de Burnside. No me extraña que padezca apnea del sueño: lee con perceptibles dificultades respiratorias. Salimos otra vez al vestíbulo, donde el café y el té han sido reemplazados por los zumos, los vinos y los canapés: estos ingleses no dejan de sorprenderme. Como todo el mundo está muy ocupado charlando, yo me acomodo en un rincón estratégico y me dedico a probarlos todos: hay unos, de paté y alcaparras, que me hacen llorar de felicidad. Bajo la mirada severa de alguien ilustrísimo, pintado en un cuadro con todas sus escarapelas y atavíos ceremoniales, como a dos carrillos, no sin algún remordimiento. Me fijo en una invitada, a la que en un corro cercano presentan como una poeta rusa, que parece acabada de salir de una novela de P. G. Wodehouse, y recuerdo que, en otro encuentro con Fiona, también había una poeta rusa, aunque me parece que no era esta: quizá es que en todos los actos poéticos celebrados en Inglaterra tiene que haber una. Lo comprobaré en los siguientes a los que asista. También constato que cada día me vuelvo un poco más inglés: he visto a otro invitado que me miraba y me dedicaba una sonrisa, y, en lugar de aceptar ese gesto como una invitación a la aproximación mutua, he apartado deprisa la mirada, no fuese que me obligara a hablar con él. Me voy, por fin: me despido de Fiona y John, y salgo a la calle. El frío me tonifica esta vez, pero la impresión que me causa la estación de Barnes difiere muy poco de la que he sentido en Queenstown Road. Me siento a esperar el tren, me ajusto la gabardina, saco el libro de Nicoïdski y leo: la pared mi sta mirandu / la candela / mi sta mirandu / también la lampa la silla la mesa / cun il oju unico / di las cosas / il oju / caminándusi / alrididor di ti / di mi.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La City y sus iglesias

Hoy callejearemos por la City, el distrito financiero de Londres; por una parte de ella, al menos: es tan grande que necesitaríamos varios días, probablemente con sus noches, para recorrerla entera. Uno piensa en la City y se imagina un barrio compacto, hecho de grandes rascacielos, sedes de bancos y edificios comerciales. Pero es un error. La City, como casi todos los demás distritos de la ciudad, es una acumulación desordenada de calles y construcciones, un amontonamiento de estratos urbanos, que se apilan, sin otra razón que el azar histórico, desde los tiempos de los romanos. De hecho, nuestra primera visita nos lleva a la iglesia de Saint Mary Aldermary, en cuyo emplazamiento ha habido un lugar de oración desde hace 900 años: las iglesias -por fortuna para el arte, por desgracia para los hombres- acostumbran a perdurar. Saint Mary Aldermary se ha sobrepuesto a las dos grandes catástrofes que han asolado Londres en los últimos 500 años: el gran incendio de 1666 y los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Hoy luce una sucesión de bóvedas en las naves central y laterales, con unos techos de estuco muy trabajados. Observamos también que se ha instalado un bar dentro del templo: no en el pórtico, ni en la cripta, ni en una ala secundaria, como suelen hacer muchas parroquias, sino dentro de la iglesia, entre la entrada principal y los primeros bancos para los fieles. Allí, dos parroquianos leen el periódico y dejan pasar el tiempo. Uno de ellos, además, se ocupa de cobrar los paquetes de tarjetas de navidad que se han puesto a la venta en el pasillo central. Ángeles se queda con unas que representan a los Reyes Mayos. Yo pienso, con melancolía, que esta iglesia está entregada a la actividad mercantil: la City la ha inficionado con sus prácticas. Nos adentramos, a la salida, por las calles y callejuelas -porque, a pesar del gigantismo de los edificios, las vías públicas siguen siendo un laberinto angosto de pasajes y costanillas-, y constatamos que este es el barrio de John Milton, el autor de Paraíso perdido. Nació aquí, en Bread Street -la calle del pan; esta era y sigue siendo una zona tradicionalmente de mercados, y cada calle señala la actividad que se desarrollaba en la Edad Media: hay otras de la leche, de la madera, del tejido-, aunque nada queda de la casa en que vio la luz, ocupada hoy por una mole sin identificar, contigua a las oficinas del Banco de Inglaterra. La siguiente parada es otra iglesia, Saint Mary-le-Bow, pero está cerrada. Saint Mary-le-Bow, famosa por el repicar de sus campanas, presenta una lista de calamidades superior a Saint Mary Aldermary: ha sufrido, como esta, el incendio y la guerra, pero ya en el siglo XI demostró su amor por las catástrofes, al ser destruida por un tornado, el gran tornado de Londres de 1091, el primero del que se tiene noticia, y uno de los más violentos de la historia de las Islas Británicas. Qué hacía un tornado, un fenómeno predominantemente tropical, en los helados andurriales londinenses en aquellos remotos tiempos es aún materia de discusión entre los meteorólogos, pero lo cierto es que el antepasado sajón de la iglesia se vino abajo con los ventarrones. Aunque no podemos visitarla por dentro, nos entretenemos en el exterior. Preside su patio delantero, un despejado cuadrángulo, un enorme plátano -no deja de sorprenderme el tamaño de estos árboles en Londres; comparados con ellos, los de Barcelona son lastimosos pimpollos- a cuya sombra se eleva una estatua del capitán John Smith, que estableció el primer asentamiento inglés, Jamestown, en Norteamérica, y entretuvo sus días de gobernador cortejando a la célebre Pocahontas. Que esta tuviera entonces entre once y trece años no disuadió al inglés del seducirla, ni a Saint Mary-le-Bow de erigirle un monumento, ni a Hollywood de difundir sus hazañas como conquistador, en el doble sentido del término. Otros lo considerarían un caso de pederastia, pero aquí se tiene por un pecadillo de la soldadesca; además, se conoce que Pocahontas, a esa edad, ya estaba muy desarrollada. En una esquina del patio dos músicas callejeras están tocando la flauta: piezas clásicas; nada de harapientos soniquetes de perroflauta. Seguimos el camino por Cheapside Street y nos maravilla la extraordinaria mezcla de lo antiguo y lo moderno que observamos por todas partes: entre los monstruos contemporáneos de cristal, aluminio y cemento pervive la arquitectura antigua, los restos del pasado medieval, como la torre de la iglesia de Saint Alban, que con sus 92 pies debía de ser, en su época, una de las mayores alturas de la ciudad, pero que hoy asoma apenas entre torres sobrecogedoras, como una brizna de hierba entre secuoyas. Y solo la torre: no hay iglesia; la iglesia, como tantas otras, fue destruida por los alemanes en 1940. Algo más allá de Saint Alban, entramos en Postman's Park -así llamado por estar cerca de la central de Correos-, uno de los parques más recoletos y curiosos de la ciudad. Su mayor singularidad es una pared donde se han colocado diversas placas en recuerdo de los héroes corrientes de Londres. Los recordatorios más antiguos se remontan a mediados del siglo XIX; el más reciente data de 2007. En uno de ellos se conmemora, por ejemplo, que Thomas Simpson murió de agotamiento después de salvar muchas vidas cuando se rajó el hielo de las lagunas de Highgate el 25 de enero de 1885; en otro, que Frederic Alfred Croft evitó que una chiflada se suicidara en la estación de Woolwich Arsenal el 11 de enero de 1878, pero que, al hacerlo, él mismo fue arrollado por el tren. Muchas de las placas hacen referencia a rescates del fuego y del agua. Es lógico: en una ciudad atravesada por un río caudaloso y cuyas casas han sido, durante muchos siglos, de madera, los incendios y caídas al Támesis eran los accidentes más frecuentes. La más reciente abunda en estas desgracias: Leigh Pitt, operador de reprografía, se ahogó tras salvar a un niño en el Thamesmead Canal. Las más emotivas son las de niños que rescatan a sus hermanos o a compañeros de colegio de las llamas, pero son devorados por esas mismas llamas; y hay unas cuantas. Dejamos este parque tan singularmente funerario con emociones contradictorias: seducidos por la belleza del lugar, pero compungidos por tantas muertes injustas, si es que toda muerte no lo es. El paseo nos lleva después a otras dos iglesias: la de Christchurch Greyfriars, que, víctima también de los bombardeos nazis, solo conserva la fachada principal y la torre, y en cuya nave derrumbada crece hoy una hermosa rosaleda, una metáfora de la admirable capacidad de los ingleses por transformar la desgracia en civilización; y la extraordinaria iglesia de Saint Bartholomew the Great, en Smithfield, que, a diferencia de sus hermanas, ha sobrevivido a todos los cataclismos del último milenio y esplende todavía, como debía de hacerlo en el priorato agustino al que pertenecía, fundado en 1123. Como es lógico, un templo tan antiguo ha visto muchas cosas. Aquí se acogió a sagrado John Milton, al que el rey Carlos II quería cortar la cabeza por sus escritos antimonárquicos; aquí trabajó, cuando en una de sus capillas funcionaba una imprenta, Benjamin Franklin, que estaba de viaje por Europa, en 1752; y aquí se han filmado escenas de Cuatro bodas y un funeral y Shakespeare in love, entre otras películas. Nos acercamos a visitarla: una ardilla sin miedo nos contempla, entre curiosa y solicitante, en el muro de entrada. La entrada cuesta cuatro libras por cabeza, pero no nos importa. Es una pena que el café, situado en un ala del claustro, no esté abierto hoy, porque es muy agradable tomarse un té en una de sus pocas mesas sin sentir otra cosa que el gorjeo de algún pájaro y el aroma milenario de las piedras. Paseamos por las naves, nos asomamos a las capillas, admiramos la sombría sencillez del lugar, y el órgano elefantiásico, y la pila bautismal de 1405, y una pintura de la Virgen con el Niño del español Alfonso Roldán, de 1999, que preside el ábside: sus colores vivos encienden extrañamente la tiniebla. La oscuridad -pero una oscuridad sutil, amable- caracteriza a este lugar. Recuerdo el poema "Santuario" de Virginia Rounding, cuyo protagonista es, precisamente, la oscuridad de San Bartolomé: "The lights are extinguished in the choir,/ and darkness, ever present in the corners,/ steals once more into its ancient space,/ tucking itself around the sanctuary like a blanket.// Against the darkness candles nudge,/ caressing the pillars with a flickering kiss,/ and the spirits of dispossessed departed canons/ nestle in the shadows..." . Nuestro itinerario eclesial nos conduce, tras San Bartolomé, a Saint Giles-without-Cripplegate, que alza su magnífica torre y sus hechuras góticas tardías en la explanada hipermoderna del Barbican. Durante mucho tiempo, Saint Giles quedaba fuera de las murallas de la ciudad, y eso aún puede apreciarse hoy: a pocos metros de distancia del templo, rodeado por inmuebles, una espléndida laguna artificial y una larga sucesión de bares y restaurantes, se conservan varios lienzos de la antigua muralla romana y hasta algunas de sus torres de defensa. Saint Giles es el patrón de los mendigos y lisiados, y por eso a la iglesia se la llama "whitout Cripplegate": no tenía "puerta para los inválidos", una entrada secundaria, generalmente escondida, para los más desgraciados, sino que podían entrar por cualquier parte: su presencia no avergonzaba a nadie ni disminuía la dignidad del templo. Aquí se enterró a John Milton en 1731. Sus últimos años fueron penosos: totalmente ciego, se hacía leer por sus hijas, por amigos o por asistentes contratados, como después haría otro escritor que no sabía vivir sin la palabra escrita, Jorge Luis Borges. El destino postmortem de Milton tampoco fue especialmente afortunado: en 1793 se abrió su tumba y se profanaron sus restos: le rompieron los dientes de una pedrada y le arrancaron una costilla y hasta mechones de pelo, que todavía le crecían, lacios y suaves, según las apesadumbradas crónicas de la época. Desconocemos el motivo de semejante salvajismo. Seguimos después por Moorgate hasta la cervecería Whitbread Brewery, una de las más célebres de Londres, y no solo por la calidad de sus caldos, sino por su condición de centro social. Hoy, de hecho, se celebra aquí una boda: nos topamos con el novio y la novia -feísima, por cierto: no es verdad que todas las novias estén guapas el día de su casamiento; y el novio tampoco es Adonis- cuando vamos a entrar. Ambos se suben a un routemaster, uno de los viejos autobuses rojos de dos pisos, que ahora se alquilan para fiestas privadas, y nosotros penetramos en el recinto de piedra, sanguíneamente iluminado. No obstante, avanzamos poco: un gorila con bombín nos sale al paso con una sonrisa descomunal y unos músculos más descomunales todavía, y nos pregunta si hemos venido al casorio. Cuando le decimos que no, y sin perder la sonrisa, nos indica con la mano la dirección de la puerta y aclara: "Esto es una boda privada". "Claro, claro", ratificamos mientras huimos. La última etapa de nuestro paseo en el cementerio de Bunhill Fields, que casi no podemos apreciar: son las cinco de la tarde, y ya ha anochecido. "Bunhill" proviene de "Bone Hill", la colina de los huesos, así llamada porque aquí se apilaron muchas de las víctimas de la peste que azotó Londres en 1665 (un año antes del gran incendio: fue un lustro divertido): eran tantas que no cabían en los cementerios existentes. Las lápidas se alinean en el rectángulo del camposanto como soldados en formación. Algunas de ellas deben corresponder a William Blake, el poeta, y a Daniel Defoe, el novelista. En la de Defoe, por cierto, figuró un apellido equivocado -"Dubowe"- durante casi dos siglos, hasta que la errata se subsanó en 1870. Lo cual demuestra que en todas partes cuecen erratas, y que, a veces, ni siquiera los ingleses se entienden entre ellos.

viernes, 14 de noviembre de 2014

El fascinante mundo del yoga

Mi relación con las disciplinas orientales es antigua: se remonta a mi niñez. Mi padre, que era un hombre que creía en los valores de la virilidad, me apuntó a judo en un club -Condal, se llamaba- que estaba cerca de casa, detrás del antiguo matadero de Barcelona. Que el deporte de combate que iba a practicar se desarrollase detrás de un matadero debería haberme hecho pensar, pero yo nunca reparé en aquella funesta asociación, pese a la tenacidad con que se revelaba en el dojo. Creo que, en mi carrera como judoka, nunca derribé a nadie, excepto a un argentino, delgado como un maratoniano, con el que tuve la suerte de cruzarme un día. Aquel hombre quería morir: primero, en su país, había jugado a rugby, y luego, en España, se había enfundado un kimono que le iba varias tallas grande. Yo, tras un sostenido historial de derrotas -alguna ignominiosa, como aquella en que me caí solo tras aplicar una llave de la que mi adversario se apartó: fue ippon-, alcancé un honroso cinturón marrón, a un paso del negro. Nunca intenté alcanzar la categoría superior, por la sencilla razón de que, para hacerlo, ya no bastaba con cumplir los requisitos del escalafón -que, en mi caso, consistían en ser derribado y que pasara el tiempo-, sino que tenía que vencer en una serie de combates. Y, si la sola idea de obtener una segunda victoria (tras aquella, memorable, contra el argentino) se me hacía inverosímil, conseguir cinco seguidas, contra adversarios que medían, por lo bajo, dos metros en todas las direcciones, me resultaba tan inconcebible como que María Dolores de Cospedal articule alguna vez una frase con sujeto, verbo y predicado. Tras el judo -que dejé de practicar (o mejor, que practicaran conmigo) al principio de mi adolescencia, cuando uno ya es capaz de oponerse a los designios de su padre- vino el taichi. Fue muchos años más tarde. Se conoce que me costó tiempo superar la impresión que habían dejado en mi memoria -y mis carnes- las caídas en el tatami. El taichi es kung fu practicado por un oso perezoso. Allí nunca hay prisa, ni golpes, ni peligro de muerte por aplastamiento: todo está reglado, ritualizado, ralentizado. El taichi es otra modalidad de poesía visual, y no me desagradaba practicarlo: además, mola mucho hacerlo en los parques, sobre todo cuando hay chatis mirando. Sin embargo, acabó aburriéndome: sus únicas tres frases -así se llaman las secuencias de movimientos que lo integran- se repiten una y otra vez, sin posibilidad de cambio, salvo que uno quiera adentrarse en el proceloso mundo del taichí con abanicos o, ¡ay!, con espadas. Al cabo de varios meses, ya estaba harto de hacer lo mismo, así que también abandoné. Hasta hoy, en que he descubierto el yoga. Ha sido en Londres, donde, en el gimnasio al que acudo, hay numerosas sesiones semanales. Me lo recomendó otro socio, un guardia civil destinado en la embajada española, mientras pedaleaba desesperadamente a mi lado en una clase de spinning. Ayer fue mi segunda clase. En estos estadios iniciales, lo más llamativo del yoga es que promueve una nueva relación con el cuerpo. De hecho, te descubre músculos que ni siquiera sabía que tuvieras. Nuestra anatomía -o, al menos, la mía- se transforma, con la edad y el sedentarismo, en un burujo indiscernible, en el que todo -vísceras, piel, ligamentos- parece trabado en un mismo grumo de insensiblidad. El yoga deshace parsimoniosamente ese nudo, y uno se da cuenta, como si descubriera una joya olvidada en un cajón, de que tiene músculos sartorios, y músculos escalenos, y hasta conductos parotídeos. Es una revelación gloriosa, pero también dolorosa: cuando la inactividad y la incipiente decrepitud han soldado las partes del cuerpo como láminas de un desagüe, desatarlas -o desatascarlas- no se logra sin aflicción. Uno ve, por ejemplo, que la monitora se tiene sobre una sola pierna como una garza de cuello blanco y levanta la otra por encima de la cintura, y se da cuenta de que alzar la suya veinte centímetros por encima del suelo le va a suponer una sensación próxima al descoyuntamiento, y eso si consigue mantener el equilibrio, en lugar de dar esos ridículos saltitos con los que cree que va a evitar caerse. Los compañeros, si son expertos, tampoco ayudan. El guardia civil, por ejemplo, lleva ya algún tiempo asistiendo a las clases y es capaz de realizar con diligencia la mayoría de los ejercicios. Aún resopla algunas veces -de hecho, le oigo maldecir con acento de Jaén en un par de ocasiones-, pero se maneja con dignidad: hasta es capaz de hacer la posición de la vela, que es como la del pino, pero en sánscrito; y sin tricornio. A mi lado se puso ayer una chica. Me tranquilizó que fuese gorda. Pensé: siendo gorda,  lo hará aún peor que yo. Pero la gorda se anudaba y desanudaba con una flexibilidad impropia de su corpulencia: parecía una luchadora de sumo. Me vine abajo, y nunca mejor dicho: estábamos haciendo la posición vrksasana, o del árbol, y me derrumbé. Lo peor, no obstante, no son los anudamientos, las posiciones dinámicas, sino las planchas, o posiciones estáticas. Uno cree que mantener el cuerpo paralelo al suelo, apoyado en los antebrazos, será algo cómodo, más que, digamos, la trikonasana o postura del triángulo, pero enseguida descubre que es mucho peor: el dolor se extiende desde la punta de los codos hasta la punta de los pies, la punta de los pelos y otras puntas que excuso precisar, mientras uno se esfuerza como un supliciado por refrenar el temblor que le causa la tensión en que se encuentra y, en último término, por abandonar oprobiosamente la posición, desplomándose en la colchoneta. Yo acabé desplomándome. El guardia civil y la gorda, en cambio, se mantenían rectos, airosos como pichones. Tras una hora y cuarto de estiramientos, contorsiones y lucha contra el propio cuerpo, llegamos al mejor momento de la sesión: los cinco minutos finales de meditación, aunque confieso que esto de la meditación siempre me ha resultado algo confuso. Para mí, meditar es meditar sobre algo. Sin embargo, para los orientales meditar es no pensar en nada. ¿Cómo se puede reflexionar, que es una actividad positiva, fabril, sobre nada, que es la inactividad absoluta? Supongo que, si supiera hacerlo, ya no haría esta pregunta, y a eso aspiran las filosofías asiáticas: a que anulemos la máquina del pensamiento, tan fútil como, a menudo, dañina. Ya me gustaría a mí: mi cerebro no para: versos, frases, venganzas siempre incumplidas, fantasías eróticas. Acabo tan sucio de ideas como de barro, cuando llueve, que aquí es siempre. Esos cinco minutos últimos son una delicia: estirados en las colchonetas, con los ojos cerrados, sin hacer nada, solo sintiendo la relajación de los músculos, la respiración, la oscuridad. Sintiendo el cuerpo, que es la expresión del yo que tenemos más a mano; sintiendo el yo, torturado pero renacido. 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Se dice poeta

Como las golondrinas vuelven en primavera, Spain (Now!), la organización que promueve la cultura española en Gran Bretaña, vuelve en otoño. Hace algunos días se inauguró la programación de este año, cuyo acto literario más importante se celebra hoy. Se trata de la proyección del documental Se dice poeta (traducido al inglés, The Word Is Poet), de Sofía Castañón, cuyo subtítulo es elocuente: Una mirada de género al panorama poético español. Lo vemos en una galería de arte, Hanmi, en Fitzrovia. Hemos ganado en situación (el año pasado tuvimos que irnos de excursión al East End) y en sillas (el año pasado había que sentarse en el suelo), pero, en cambio, hemos perdido en lavabos (en Hanmi no hay). En cualquier caso, la galería parece a punto de derrumbarse: el techo es de una fatigada obra vista, las luces funcionan azarosamente y unas angostas escaleras laterales se encaraman a un espacio tenebroso y desconocido. Por si fuera poco, quien ha de abrirnos el local llega tarde y ofrece para su retraso la incontestable justificación de que "a las nueve y media, su cabeza le decía que no había que salir de la cama". Bien. Antonio Molina Vázquez, con otros colaboradores de la organización, se encarga de improvisar un desayuno con café con leche y muffins traídos de una cafetería cercana (que debe de ser también la que los galeristas y sus visitantes utilizan como lavabo), y se inicia el pase. Se dice poeta recoge el testimonio de 21 poetas (es decir, mujeres poetas: poetisa es un término proscrito, por antañón y despectivo), nacidas entre 1974 y 1990, sobre la situación de las mujeres, y de la poesía que escriben, en el mundo de la poesía española actual. Es un trabajo largo, de más de una hora y media de duración, en la que se resumen 26 horas de entrevistas, realizadas en distintas ciudades españolas. Las preguntas no se recogen en el documental: solo las respuestas. Las opiniones se suceden y se mezclan, precedidas por una presentación, no carente de humor, de Sofía Castañón. También se intercalan imágenes, con frecuencia del mundo de la publicidad, casi siempre provenientes de los Estados Unidos, que denuncian el sometimiento tradicional de las mujeres a los patrones androcéntricos. Entre las poetas participantes, reconozco -y he leído- a Yolanda Castaño, Elena Medel, Laia López Manrique, Erika Martínez, Ana Gorría, Isabel García Mellado y Miriam Reyes, además de a la propia Sofía Castañón. Más aún: tres de ellas -Medel, Martínez y Reyes- son autoras de la extinta DVD. El trabajo está bien articulado, y mantiene un ritmo difícil de sostener: la mera concatenación de opiniones puede resultar tediosa. Se dice poeta, en cambio, mantiene el interés gracias a un montaje hábil, a la incorporación de paréntesis hilarantes y al propio trabajo de las entrevistadas, que ofrecen una visión crítica que oscila entre la ironía y cierta melancólica indignación. La visión de conjunto puede sintetizarse en una idea: pese a todos los avances, pese a todas las conquistas, la mujer sigue discriminada en la sociedad, y, por lo tanto, también en la poesía. Para las mujeres es difícil publicar, ser reseñadas y ser premiadas o reconocidas por las instituciones culturales, y, sobre todo, es casi imposible que se las lea como personas que escriben, y no como mujeres que escriben: la mujer que escribe es todavía algo anómalo, un accidente que las aparta del papel que les corresponde, una singularidad que se enjuicia a la luz de su condición sexual. Hay pocas variaciones en esta opinión general: todas, con mayor o menor intensidad, la suscriben. Echo en falta, quizá, una mayor heterogeneidad de pareceres, alguna discrepancia interna. Por eso mismo, lo que más valoro son los matices diferenciales: sobre la discriminación positiva, por ejemplo -algunas están a favor; otras expresan dudas-, o la conveniencia de consagrar una "literatura femenina" (¿redil o ariete?). Pienso en mi propio quehacer como poeta, crítico y antólogo. Como poeta y crítico, es decir, como lector de poesía, no creo que me haya importado nunca el sexo del escritor, aunque, claro, los peores prejuicios son los que llevamos bajo la piel: aquellos de los que no somos conscientes. Entre mis autores capitales se cuentan, al menos, tres mujeres: Alejandra Pizarnik, Olga Orozco y María Zambrano; y entre las poetas actuales, he admirado a Gloria Fuertes -sí, aquella del "¡pajarillo, que te pillo!": una escritora fantástica- y Blanca Andreu, y leo con devoción a María Ángeles Pérez López, Julieta Valero y Marta Agudo, entre otras. Como antólogo puedo merecer algún reproche, aunque siempre he procurado obrar con ecuanimidad: en Poesía pasión, una antología de jóvenes poetas españoles que publiqué en 2004, incluí a tres mujeres entre doce autores; y en la muy reciente Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán, he seleccionado a tres de quince. No son porcentajes altos, pero tampoco despreciables. Y, en cualquier caso, obedecen a criterios estrictamente literarios, de los que me esfuerzo por apartar siempre cualquier consideración espuria -y, desde luego, machista-. Celebro, por otra parte, que en Se dice poeta aparezca Raúl Quinto, excelente poeta y amigo -uno de los seis hombres con papel en el documental-, que expresa la solidaridad masculina con la causa de las mujeres poetas; y también que Juan Vico, otro gran amigo, figure en los agradecimientos de la película (fue Juan, me cuenta Sofía, el que la animó decisivamente a materializar una idea que le llevaba rondando mucho tiempo, aunque él ya no se acuerde). Cuando acaba la proyección, se abre un coloquio, que se desarrolla con alguna previsibilidad y languidez, excepto por las vigorosas intervenciones de Sofía. Luego, en el subcoloquio, es decir, en la charla informal entre todos los asistentes que sigue al coloquio, Ángeles le dice a Sofía que la discriminación manifestada por las mujeres poetas no se produce en el ámbito médico: ella, por ejemplo, nunca sabe si el autor del artículo que está leyendo es un hombre o una mujer, y solo lo valora por su calidad científica; quizá sea ese el problema, añade: la calidad. Sofía y yo convenimos en que habría estado bien que lo hubiese dicho en público, siendo ella, además, mujer: habría sido una intervención saludablemente provocadora. Sin embargo, añado yo, en la investigación anatomopatológica no participa la sensibilidad del autor, o lo hace de una forma, y nunca mejor dicho, microscópica. Esa sensibilidad, en el mundo de la poesía, es la que determina una creación y una recepción diferentes, con independencia de la calidad. Suscribo la tesis de Se dice poeta: las mujeres todavía han de incorporarse, con plena naturalidad, con plena justicia, al espacio de la poesía, aunque en toda lucha antidiscriminatoria el péndulo pueda oscilar hacia el otro extremo y causar daños colaterales, en algún caso entre las propias mujeres. Pero su presencia ha de garantizarse, en condiciones de igualdad, en la literatura actual. Es un deber de los hombres, de la sociedad y de la cultura.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Libros antiguos y jazz

Visitamos hoy la feria del libro antiguo de Chelsea: nos han llegado -no recuerdo cómo- un par de entradas gratuitas, y no queremos desaprovechar la ocasión. Si no las tuviéramos, deberíamos pagar 10 libras de vellón por cabeza, un precio que se me antoja excesivo simplemente por pasear y ver. La feria tiene lugar en el viejo ayuntamiento de Chelsea, un imponente edificio neoclásico, en King's Road, que ya no cumple ninguna función administrativa, y al que el consistorio ha decidido sacar partido alquilándolo para banquetes, reuniones y otras celebraciones privadas. La verdad es que el gran salón, donde se ha dispuesto la feria, constituye un marco incomparable: una gran bóveda, columnas de pórfido, lámparas de araña y, sobre todo, un conjunto de frescos multicolores y mitológicos, que se suceden en enormes medallones en las paredes. La exposición es de libros antiguos, no de libros viejos. Es decir, no tiene nada que ver con las librerías de lance o los mercadillos callejeros en los que solemos hurgar los letraheridos, en busca siempre de algún tesoro escondido: aquí todo son tesoros, y todos están descubiertos. Aquí no se acumula el polvo, ni se fuman puros, ni se discute del Barça, ni se insulta a los políticos. Aquí casi todos los libreros llevan corbata y hablan varios idiomas. La mayoría, seguramente, son licenciados por Oxford o por cualquier otra universidad que tenga, por lo menos, cinco siglos de antigüedad. Los librovejeros españoles huelen a panceta rancia, se tiran pedos y su conocimiento de la literatura es nulo: su capacidad profesional se reduce a la aptitud para detectar primeras ediciones con las que puedan esquilmar a los compradores. De hecho, en el primer puesto en el que Ángeles y yo nos paramos, el dueño, al oírnos hablar en castellano, se dirige a nosotros también en un castellano muy fluido. Él es judío y francés, pero de primera generación, especifica: sus padres son turco y griega, y sus antepasados, sefardíes. Luce quevedos, una barba esmerada y una chaqueta de tweed, viene de Versalles y nos pondera un volumen en español publicado en el siglo XVII por la imprenta mexicana de Bernardo de Calderón, "un apellido muy judío". De hecho, ese libro será de lo poco español que veamos esta tarde. Puestos no hay ninguno: además de muchos ingleses, vemos irlandeses, alemanes, franceses e italianos (especializados en libros manuscritos, pero entre los cuales se han colado, extrañamente, varias obras contemporáneas con desnudos femeninos), pero ningún representante hispano. O no hay, o viajar a Londres no les compensa. Yo creo que no hay. En cuanto a los libros, advertimos, no sin desánimo, que su representación recae mayoritariamente en los stands franceses, sobre todo en los especializados en arte: allí vemos varios volúmenes de Picasso, Miró y Dalí (en uno de cuyos grabados los pechos de una mujer se alargan en caracoles). Ya se sabe que los franceses tienen una habilidad especial para apropiarse de lo foráneo. En alguno de sus diccionarios, por ejemplo, Picasso aparece como "pintor francés de origen español". Aparte de a nuestros reputados artistas contemporáneos, apenas reconocemos un tratado militar de los jesuitas (que sin duda creían en lo de a Dios rogando y con el mazo dando), un Quijote de 1866 y una edición moderna del Libro de los estados, de don Juan Manuel. Y aunque no es, obviamente, un autor español, asimilo por analogía a nuestra literatura una traducción de Cien años de soledad, cuyo memorable principio me entretengo en saborear en inglés: Many years later, as he faced the firing squad, Colonel Aureliano Buendía was to remember that distant afternoon when his father took him to discover ice... Hay algunos libros más sobre España, como una primera edición de Letters Concerning the Spanish Nation: Written at Madrid during the Years 1760 and 1761 ("Cartas sobre la nación española: escritas en Madrid en los años 1760 y 1761"), del reverendo Edward Clarke, o Under fire in Spain ("Bajo el fuego en España"), un relato ambientado en la Guerra Civil española del que es autor Percy F. Westerman, un popularísimo autor de libros para niños y jóvenes que no dejó escapar la ocasión del conflicto fratricida para añadir otro título a una lista en la que, a su muerte, se contaban 178 obras. En cualquier caso, los precios son prohibitivos. Una sencilla primera edición de Philip Larkin vale 100 libras; otra de Ted Hughes -de El cuervo, por ejemplo-, 250; El viejo y el mar se cotiza a 750; On the road, a 875; Adiós a todo eso, de Robert Graves, el autor anglo-mallorquín, en cuya cubierta aparece su rostro de joven, irreconocible para los que siempre lo hemos identificado con el canoso sabio que escribió Yo, Claudio o Los mitos griegos, cuesta 900 libras; la primera edición en Gran Bretaña de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, el libro de Phillip K. Dick en el que se basa la mítica Blade Runner, 950 libras; y, en fin, una primera edición del Ulises, de cubiertas despobladas, delicadamente azules, protegida por unos cristales blindados que resistirían el impacto de un proyectil antitanque, 300.000 libras. Yo me intereso especialmente por A praise of wine ("Alabanza del vino"), un cuaderno publicado por el poeta y narrador Hilaire Belloc, tan elogiado por Borges, y dedicado a un amigo, Duff Cooper: Belloc, como haría entre nosotros después Francisco Pino, imprimía lo que pensaba regalar, y estas colecciones de risueñas plaquettes poéticas tienen un encanto indudable. Pero, de nuevo, el precio se interpone entre el libro y yo como un muro: el opúsculo vale 1250 libras esterlinas, y, lógicamente, desisto. Con estos precios, pues, no es extraño que, a la salida, algunos de los muchos vigilantes de seguridad que hacen que esto parezca Fort Knox, registren cuidadosamente los bolsos de las señoras y las bolsas de plástico en las que, a falta de otras cosas, los señores hemos acumulado puntos de libro y folletos informativos. La bibliocleptomanía es combatida en este país con rigor calvinista. Y robar algo de esta feria es tan difícil, y tan sancionado, como sustraer una joya de la colección de la reina. Dejamos la feria y nos vamos a cenar a The Pheasantry, a unos pocos centenares de metros del viejo ayuntamiento, donde cada semana programan una actuación musical. El local se encuentra en el edificio donde vivió y enseñó la bailarina princesa Serafina Astafieva, a la que cita T. S. Eliot, bajo el apelativo de "Grishkin", en el poema "Susurros de inmortalidad". Hoy actúa el fabuloso -así lo presentan en el teatro- Dominic Alldis, a quien no he tenido nunca el gusto de escuchar, pero que se desempeña con gran profesionalidad, aunque sin mucha voz. Lo acompañan un trompeta, un bajo y un batería, que araña los parches con esas baquetas que son rastrillos y que parece sumirse, al hacerlo, en una insondable meditación existencial. Mientras Ángeles y yo damos cuenta de sendas ensaladas y un buen chardonnay italiano, Alldis y sus secuaces desgranan temas de Nat King Cole, de la Bossa Nova y hasta de Charles Chaplin, una de las principales exportaciones de la Gran Bretaña a sus antiguas colonias norteamericanas. En el intermedio, el propio Alldis vendrá a saludarnos, como a todos los comensales, y a intercambiar, muy británicamente, algunas ingeniosidades. Nos acabamos con placer el chardonnay, pero yo sigo pensado en ese otro vino, el de Belloc, que me habría tomado con más gusto aún que este.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Suspiros de España

De vuelta en Inglaterra, me siguen bailando en la cabeza algunas imágenes, algunos recuerdos. Predominan los buenos, naturalmente, pero no todos lo son. Por ejemplo, poco antes de regresar a Londres, vi en un telediario la noticia de que el sindicato Manos Limpias había grabado, ya en 2008 o 2009, a un empresario madrileño que relataba las andanzas corruptas de Francisco Granados y sus compinches. Me fascinó el tono de su voz y su lenguaje. De hecho, siempre es eso lo segundo en lo que me fijo de las personas: lo primero es, inevitablemente, su cara, sus gestos, su aspecto físico. En este caso, apenas había nada de esto: solo un par de inexpresivas fotografías del interfecto que se repetían constantemente durante la emisión de la noticia. Su habla, pues, lo ocupaba todo. Y era un habla infecta: la voz, arrastrada, cazallosa, una voz esculpida, y escupida, en los salones de los prostíbulos, en los locales de copas, en rutilantes despachos cuya rutilar ocultaba la sordidez y el engaño; y lo que decía era asimismo la supuración de un espíritu enfermo y de una astucia, que no inteligencia, limitada a la consecución del beneficio, a costa de lo que fuese. El empresario relataba cómo los favores otorgados por los munícipes podridos se pagaban, no solo con dinero, sino con cualquier otra cosa que consideraran placentera: viajes, cacerías, putas. Y lo decía así, subrayando las sílabas de algunas palabras: pu-tas. Uno se imagina a aquel hombre, que entonces se confesaba a un sindicato destroyer, negociando favores con otros empresarios o con concejales y alcaldes en la penumbra de un burdel, mientras todos hacen tintinear los cubitos de hielo del gintónic en el vaso de tubo y sendas dominicanas se las chupan; o comiendo rodaballo en un restaurante de lujo con otros agentes del mal, con gran despliegue de corbatas de seda, chistes misóginos, risotadas cómplices y anillos de sello en el dedo corazón. Pues bien: ese era el tipo de individuo con el que los administradores locales contrataban, el empresario -o emprendedor, como se dice ahora, por alguna misteriosa razón- que había de satisfacer, con su iniciativa privada, el interés público. Y yo me pregunto: ¿nadie veía, antes de que se aviniera a participar en la trama corrupta de los municipios granadosos, que alguien que hablaba como hablaba, y decía lo que decía, y se comportaba como se comportaba, no podía ser trigo limpio? El propio Francisco Granados, vicepresidente de la Comunidad de Madrid durante el mandato de Esperanza Aguirre, alcalde y senador, y último incorporado, por ahora, a esa Santa Compaña de políticos, banqueros, empresarios y sindicalistas corrompidos que recorre lastimosamente el país, era un personaje muy poco prometedor. Yo lo veía a veces por televisión, primero como político en activo y luego como contertulio -o tertuliano, como se dice ahora, por alguna misteriosa razón- en los canales de la ultraderecha, y me maravillaba la cochambre de su discurso, por llamarlo de alguna forma. Pero no solo la torpeza y obscenidad de sus asertos, trufados con los tópicos del liberalismo más inicuo, sino también, y hasta sobre todo, la chulería que desplegaba, aquel timbre entre sarcástico y despectivo, de hombre acostumbrado a que sus gracias se riesen y sus órdenes se obedeciesen siempre, con el que envolvía sus ventosidades. Al grumo elocutivo, que es siempre un grumo de pensamiento, sumaba Granados el aspecto de uno de esos prohombres de la derecha que ha subido, desde un modesto hogar conservador, rodeado de vírgenes y guardias civiles, pasando por las escuelas de negocios preceptivas -donde se habilita a los jóvenes cachorros para el triunfo, aunque no se les transfiera el menor conocimiento-, hasta las más altas cotas del éxito empresarial o político. El elegido por Espe lucía siempre corbatas de nudo grueso, caracolillos abrillantinados, relojes de oro del tamaño de Liechstenstein (esos cuya presencia dice ahora Espe, esperpénticamente, que le sirven para detectar a quien se haya enriquecido con malas artes, pero que no le fueron útiles para detectar al propio Granados durante tantos años de mandato) y, sobre todo, esas pulseritas de cuero o ropa, a veces decoradas con los colores de la bandera española, que denotan que, pese a ser altos representantes públicos, con la prosopopeya que eso impone, conservan la modernez, el espíritu juvenil y sensible a los tiempos que requiere nuestra sociedad. Yo he llegado a la conclusión de que quien viste esas pulseritas no es agua clara. Si hasta Aznar lleva varias. Las formas no son secundarias ni prescindibles: por el contrario, revelan lo que somos. Y las formas en un personaje público resultan aún más elocuentes. La pomposidad de la presencia suele traslucir la inanidad de la razón; la necesidad de imponerla aparatosamente evidencia la oquedad o la tiniebla que pretende ocultar. Cuando veía a Granados, siempre me preguntaba lo mismo que con el empresario que lo había delatado: ¿cómo es posible que nadie haya visto que alguien así era una desgracia para la sociedad española? ¿Cómo se explica que su lenguaje mugriento pero enjoyado con baratijas de argumentario neoliberal, que sus dicterios impetuosos, que su jactancia de triunfador y sabelotodo, no haya despertado sospechas entre la gente y, en particular, entre quienes lo han nombrado para ocupar los cargos que ha ocupado? ¿Cómo pueden haberle votado tantos conciudadanos tantas veces, a pesar de su gomina, sus trajes caros pero inelegantes y, ay, esas repugnantes pulseras de cuyos nudos sobresalen siempre los rabitos?

lunes, 3 de noviembre de 2014

El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) y Dices

Mañana, 4 de noviembre, presentaré dos libros, El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) y Dices, en la librería Laie, de Barcelona (C/ Pau Claris, 85). Será a las siete y media de la tarde, y contaré para ello con la ayuda de Andreu Navarra, excelente escritor y amigo, y editor, además, de Libros En Su Tinta, la colección en la que ha visto la luz Dices

El corazón, la nada es la primera antología de mis versos que publico en veinte años de creación poética, y por eso, por la importancia que le atribuyo como síntesis representativa de mi actividad, he querido que incluyese muestras de todos mis libros (salvo del primero, Razón de ser, un proyecto primerizo y olvidable), y rodearla de un aparato que contextualizara y razonase, en la medida de lo posible, esa dilatada creación. El libro incorpora, pues, un generoso prólogo de Jordi Doce, gran amigo también, y uno de los mejores críticos -es decir, pensadores de la poesía- de mi generación, y un extenso epílogo mío, titulado "Una poética y algo de historia", en el que doy cuenta de mi concepción de la poesía y de algunas de las vicisitudes escriturarias y editoriales por las que he pasado en estos veinte años: salvando las distancias, aspira a ser algo así como el "Historial de un libro" cernudiano. El corazón, la nada lo ha publicado Amargord Ediciones, en la colección Portbou, que dirige eficazmente Juan Soros: la de los libros morados, aunque ese morado, por algún indescifrable arcano tipográfico, no sea nunca el mismo de un volumen a otro.

Dices, por su parte, es un extenso poema unitario, como tantos otros míos, compuesto por versículos -a veces de una sola frase, a veces estirados hasta el poema en prosa-, en el que pretendo satirizar las conductas y el pensamiento político y social que nos abochornan en España desde hace años, pero también me satirizo a mí. La burla del otro ha de equilibrarse con la burla de uno mismo, tan necesaria y detergente como aquella: si el otro es risible, lo es, en parte, porque también nosotros lo somos: nuestra ridiculez nutre la suya. El libro se desarrolla mediante una sucesión de fragmentos propios, entre los que se insertan citan de destacados líderes políticos, eclesiásticos y militares, y periodistas. Dices lo ha publicado Libros En Su Tinta, la nueva colección de poesía y narrativa inaugurada por Andreu Navarra y Arthur Kelvin Calvet, dueño de la librería homónima, un proyecto artesanal y alternativo, impulsado por la voluntad de ofrecer obras enfrentadas al establishment. Dices ya había visto la luz en el volumen colectivo Libro libre, publicado por Arola Editors, de Tarragona, en el que participé con mis amigos Ramón García Mateos, Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo y Vicente Llorente, pero su reedición en Libros En Su Tinta lo ha dotado de un perfil individual y de nueva vida.

Así empieza "Una poética y algo de historia", de El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014):

Yo llegué tarde a la poesía, con casi treinta años. No creo que haya una edad óptima para acceder a ella, pero quienes poseen alguna sensibilidad y cierto talento verbal, si se me permite esta modesta inmodestia, suelen abrazarla en la adolescencia o en la primera juventud, que es cuando arrecian las turbulencias sentimentales, con uno mismo y con los demás, y más falta hace el consuelo de la palabra. No ha sido mi caso, y a veces pienso si eso no habrá condicionado, no solo mi forma de escribir, sino también mi forma de estar en la poesía, como quien es padre primerizo a cierta edad: con algo más de aplomo, quizá, pero también con un mayor sentido de la responsabilidad, consciente de que va a disfrutar durante menos tiempo de ese regalo que ha recibido. Paradójicamente, algunos de mis primeros recuerdos poéticos son también algunos de los primeros recuerdos de mi vida. Cuando era muy niño, mi padre me leía poemas de un volumen que todavía conservo, Las mil mejores poesías de la lengua castellana, compiladas por José Bergua, una de esas antologías que perduran, no se sabe muy bien cómo, a través de las décadas, sin prestigio ninguno, pero agraciadas por el favor popular. Al ejemplar que teníamos en casa le faltaban las tapas, que habían sido sustituidas por hojas de periódico, y acumulaba manchas de aceite: llevaba muchos años siendo manoseado. Cuando ya supe leer, lo hacíamos los dos, tumbados en la cama, sudando, riéndonos a carcajadas con los poemas misóginos de Vital Aza o con "Una cena", de Baltasar del Alcázar, que a mi padre le despertaba la risa y las ganas de comer. Para mí, aquellos poemas eran absolutos: una realidad lingüística y vital –y nunca mejor dicho en el caso de Aza– que se imponía a cualquier fractura, a cualquier objeción. Luego, Las mil mejores poesías de la lengua castellana, de una forma espontánea, como si mi padre y yo hubiéramos llegado a la conclusión de que ya era hora de adquirir otros conocimientos –y practicar otras diversiones–, desaparecerían de mis días y, con ellas, la poesía toda (...).

sábado, 1 de noviembre de 2014

La vida sexual de los ingleses

Esta entrada no será larga. Dice el periodista y escritor húngaro Georges Mikes en Cómo ser un extraterrestre, publicado en 1946: "La gente del continente tiene vida sexual; los ingleses tienen bolsas de agua caliente". Lo clava. Yo conservo una serie de recuerdos, a lo largo de mi vida, en relación con esa misma cuestión, la vida -o más bien la muerte- sexual de los ingleses, aunque no he podido darles un significado coherente hasta que me he establecido en su país. Me acuerdo, por ejemplo, de aquella magnífica serie británica de televisión de los 70 -que yo veía aún en blanco y negro-, Los Roper, en la que la esposa, Mildred, se quejaba constantemente de que George, su marido, nunca tuviese ganas de darse (y darle) una alegría en la cama. George, en efecto, se escaqueaba todo lo que podía con las más inverosímiles excusas. (La serie duró hasta que la actriz que interpretaba a Mildred, Yootha Joyce, nacida, por cierto, en el mismo barrio en el que ahora vivo, Wandsworth, se murió de una borrachera: llevaba diez años asestándose media botella de brandy al día, sin que sus compañeros de trabajo lo supieran, tal era su profesionalidad; pero en 1980 su hígado dijo basta, y se quedó tiesa). Después, en una de las mejores películas de Monty Python, otro de los clásicos del humor inglés, El sentido de la vida, uno de los sketches abunda en la escasez de la actividad carnal de los britones y, de paso, le suelta una pulla genial a su acrisolada hipocresía. Es aquel en el que una familia católica tiene doscientos hijos (el gag empieza con una imagen de la madre, rodeada de churumbeles, que friega los platos y, mientras lo hace, pare un crío, que cae al suelo) y, en la casa de enfrente, una pareja de provectos anglicanos critica aquella impúdica proliferación de vástagos, que implica una previa e imprescindible proliferación de coyundas, sin precaución alguna. En realidad, solo la critica el marido, mientras lee el Times en una mesa camilla junto a la ventana. La mujer, con ojos soñadores, quiere saber más bien por qué ellos no pueden imitar a sus vecinos, aunque sea un poquito. El marido responde, con indignado automatismo, que por supuesto que podrían, si quisieran, pero no quieren: ellos son libres, dice, para copular cuanto sea necesario, pero han decidido hacerlo lo justo: dos veces, de las que han resultado dos hijos. Además, si lo hicieran, sería con las debidas precauciones, no como los católicos, que chingan como roedores y, desprotegidos por mandato papal (Every sperm is sacred / Every sperm is great / If a sperm is wasted / God gets quite irate), alumbran hijos con abominable perseverancia. Mi admirado Jeremy Paxman recoge en Los ingleses, el libro en el que define el carácter y la cultura de este pueblo singular, esta parquedad sexual, y la considera un rasgo definitorio de su nacionalidad. De hecho, confiesa no saber cómo se reproducen sus compatriotas. Según las últimas estadísticas, configuradas con una amplia muestra de personas de 26 países diferentes, quienes mantienen relaciones sexuales con más frecuencia son los griegos -el 87% de la población lo hace al menos una vez a la semana-, lo que parece indicar que la gente tiende a buscar compensaciones asequibles y baratas a la crisis, y que, cuanta más crisis, más compensaciones; y, tras ellos, por orden de fogosidad, aparecen los brasileños -lo que tampoco sorprende-, los rusos y los chinos (los españoles ocupamos un honroso octavo lugar, empatados con los suizos, y somos, además, los que nos mostramos más satisfechos con nuestra vida sexual). Ocupan el furgón de cola de clasificación japoneses, norteamericanos, nigerianos y británicos. Entre estos, solo el 55% de la población mantiene algún tipo de contacto sexual a la semana, un porcentaje que no deja de menguar con los años. Además, son los que menos cómodos se encuentran hablando de su vida sexual con sus parejas de cama: lo hacen menos de la mitad. Por si fuera poco, la actividad sexual nunca aparece en los primeros lugares de los intereses de los británicos, que prefieren, con mucho, irse a tomar pintas al pub, salir de compras o viajar a Fuengirola (incluso, si es posible, las tres cosas a la vez), a encamarse (y encarnarse) con sus semejantes. Yo lo he comprobado: contar chistes verdes tiene poco éxito en una reunión social, es más, probablemente te labre una mala reputación. Sonríen, sí, por educación, para no dejarte a solas con la tontería que has contado, pero las carcajadas están prohibidas. Y cambian enseguida de conversación. El clima, desde luego, tampoco ayuda a enardecer los ánimos, pero tengo para mí que este desinterés por uno de los aspectos más agradables de la existencia es, ante todo, cultural. Hay algo en el ambiente que proscribe el fasto carnal. Es como un manto de indiferencia, de distancia, de frialdad, que ningún edredón o excitación sensorial parece capaz de quebrantar. Los ingleses, sí, llegan a Lloret de Mar, o a Magaluf, o a Marbella, y se despendolan: berrean como ñus y desenfundan a la mínima lo que escondan entre las piernas, pero eso no significa que tengan vida sexual: significa, precisamente, lo contrario: que carecen de ella. Darse, rozarse, comunicarse, no está bien visto en la cultura anglosajona: es incómodo y vulgar, y, sobre todo, obliga a un intercambio que desafía al yo, que lo saca del espacio diminuto y sosegado en el que vive, dedicado a trabajar con eficacia y a respetar las normas. Y uno, aunque provenga de otro mundo cultural y sexual, aunque no quiera, se ve impregnado, ay, por esa gelidez. Me temo que si me hubiesen preguntado en esa encuesta sobre hábitos sexuales, mis respuestas habrían sido las de un inglés de toda la vida. O peor.