sábado, 30 de noviembre de 2013

Una tarde con amigos (2)

Me encuentro, de nuevo en Laie, con Virginia Trueba, que fue la directora de mi tesis doctoral, y que ahora, felizmente, es mucho más: amiga. Virginia acaba de publicar una excelente edición crítica de la Antígona de María Zambrano -esa gran poeta disfrazada de filósofa- en Cátedra, y lleva varios meses asistiendo a congresos y reuniones relacionados con el personaje clásico y con la pensadora española. Acaba de volver de Tampa, en Florida, que le ha parecido un lugar desolado, y de París, cuyas muchedumbres la turban, como a mí las de Londres: ha pasado, pues, del vacío a la multitud con la misma sensación de desajuste y exilio; pero quizá en eso consista vivir. Mientras hablamos de mi vida en Inglaterra y de la suya en Barcelona, ocurre algo extraordinario: por la puerta que da a la galería de Laie en la que nos encontramos, aparece María Ángeles Pérez López, una de mis mejores amigas, poeta extraordinaria y profesora de la Universidad de Salamanca. A María Ángeles hacía más de un año que no la veía, aunque siempre habíamos procurado encontrar un hueco para reunirnos en su casa de Salamanca: Ángeles y no nos acercábamos desde Hoyos, que está a una hora y media en coche de distancia. Pero el verano pasado no fue así, por diversas circunstancias relacionadas con nuestra pronta marcha a Gran Bretaña. La veo ahora, y se me antoja increíble. Ha venido a Barcelona para participar en un homenaje a Gonzalo Rojas, cuya poesía completa acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, en el que también ha intervenido Juan Carlos Mestre. No me había avisado de su visita, porque me hacía en Londres, claro. Sin embargo, según me cuenta tras los abrazos que nos damos en medio del gentío que atesta Laie, esta misma mañana otro poeta amigo, Toni Clapés, con el que se ha visto, le ha informado de que yo estaba en Barcelona, con motivo de la presentación de Insumisión en la ciudad. Inverosímilmente, esa misma mañana el propio Toni me ha enviado un correo electrónico para agradecerme la reseña que ha aparecido en el Avui sobre un poemario -Rendezvous, de Jordi Larios- publicado en la colección que él dirige, Jardins de Samarcanda. Cuando suceden estas cosas, este insólito enmarañamiento de coincidencias y de afectos compartidos, uno cree que el mundo tiene algún sentido, aunque el único sentido verdadero -no lo he olvidado- sea el del azar. Nos sentamos los tres -Virginia, María Ángeles y yo- un rato juntos, pero he de marcharme casi de inmediato, para presentar Rendicción, el último poemario de otro buen amigo, Mario Martín Gijón. La presentación -de Rendicción, publicado por Amargord, y de la poesía completa de Rafael-José Díaz, por La Garúa- es en la librería Herder, un lugar privilegiado en el centro de Barcelona, delante de la universidad, pero que siempre me parece vacío. Hoy no es una excepción. En el espacio de las presentaciones sufrimos el ruido del intenso tráfico de la calle Balmes; lo sufrimos los cuatro componentes de la mesa (Mario, Rafael-José, Agustín Calvo Galán, presentador de este, y yo) y las ochos personas que integran el público, entre ellas Aurelio Major, con el que es la segunda vez que coincido en un acto de estas características. La lectura transcurre con normalidad (esto es, con toda la normalidad que permiten los poemas de Mario, uno de los cuales, por ejemplo, dice: "Per(ex)istiré aunque cie/ go/ zaremos [y] seremos/ contra la ce(gu/rt)e(r/z)a"), aunque, necesariamente, se alarga más de lo previsto. A las ocho y media, cuando Mario empieza a hablar, los encargados apagan las luces de la librería, como hacen algunos bares para expulsar a los parroquianos contumaces. Salimos por fin al frío de la ciudad, que ahora corta como una cuchilla, y a una curiosa iluminación navideña que no es transversal, sino que sigue el propio curso de la calle Balmes: aunque muchos la encuentran cursi, a mí me gusta la originalidad de este gigantesco farolillo serpenteante, que quiebra la rigidez de los adornos tradicionales. Yo todavía tengo otro acto, una lectura de Libro libre con más amigos, Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo y Ramón García Mateos, en un tugurio de la Rambla del Raval, pero desisto de ir: cuando llegue, la lectura casi habrá acabado, el clima es cruel y no me encuentro demasiado bien: el resfriado que me he traído de Inglaterra no se ha apaciguado, sino, por el contrario, recrudecido; el pecho me arde, y no de pasión. Pese a ello, me siento reconfortado: bañado en palabras, envuelto, otra vez, por la amistad.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Una tarde con amigos

Aprovecho la estancia para ver a gente, más aún, para llenarme de gente. Cuando uno vive en otro lugar, el regreso a casa es, no tanto una vuelta a un espacio conocido, sino la recuperación de la voz: la propia y la de las personas a las que se quiere. A mediodía, como con Jesús Aguado, mi presentador de ayer, y con Francisco Arbós, responsable de la oficina del Fondo de Cultura Económica en Cataluña. Antes de subir al restaurante de la librería Laie, compro algunos libros: unas Instrucciones para fracasar mejor, de Miguel Albero, en Ábada, cuyo asunto es de mi incumbencia desde hace algunos años; una traducción de El fauno de mármol, de William Faulkner, hecha por D.-L. Hernández y R. H. Dorta, con la intención de compararla con la que yo tengo publicada, al alimón con D. C. Richardson, en la Poesía completa del americano, en Bartleby; y El lugar de los deseos, el último poemario del uruguayo Rafael Courtoisie, un autor excelente, en Pre-Textos. En la comida, Jesús, Francisco y yo hablamos, sobre todo, de la antología de poesía contemporánea en catalán que he preparado para el FCE, y en cuya confección lo que más me ha llamado la atención ha sido la pasividad, el desinterés y hasta la resistencia que he hallado en algunos de los autores seleccionados. Quizá, como me dijo una amiga mía al comentarle yo este hecho a mi juicio insólito, es que los autores catalanes se encuentren a la defensiva, por razones no estrictamente literarias, y eso motive un cierto desapego con respecto a estas iniciativas que aspiran al diálogo, al intercambio. No lo sé; quizá tenga razón. En cualquier caso, se me hace extraño, por ejemplo, que no haya conseguido de algunos de ellos que corrigieran mis traducciones, o que me enviaran la nota biobibliográfica solicitada para integrar el volumen. Es como si, una vez dentro, les importara poco la suerte del proyecto, e incluso su contenido. Tras el café en Laie, me encuentro en el Ateneo con Jordi Trullàs, poeta, artista gráfico y hombre de bien. Jordi me cuela en el café del Ateneo, antes abierto al público y ahora bunquerizado por mamparas de cristal antibalas, accesos digitalizados y cancerberos feroces, con americanas celestes. Su procedimiento para disfrutar de la tranquilidad del local y del jardín romántico de la institución -una auténtica isla de paz en el tráfago de las Ramblas, y el verdadero motivo por el que se ha restringido militarmente el acceso público: se conoce que su disfrute quiere reservarse a los socios, aunque las diferentes restauraciones del edificio se hayan hecho, y se sigan haciendo, con fondos públicos, esto es, con dinero pagado los ciudadanos a los que luego no se les permite acceder a eso que han contribuido a restaurar- es tan sencillo como efectivo: pasa con absoluta naturalidad por los diferentes controles, alegando que tiene una reunión en la sede de la Asociación Colegial de Escritores, en la séptima planta. Ante los cafés con leche respectivos, Jordi me cuenta uno de sus proyectos editoriales: componer un libro sobre la actualidad del caligrama, en el que participarán hasta veinticinco poetas y artistas, cada cual con su concepto de ese poema que es también un dibujo. Me comprometo a colaborar, porque me interesa el caligrama, aunque nunca lo haya practicado. Pero los encargos son buenos; yo creo mucho en los encargos: de un encargo puede surgir una veta creativa auténtica; de un propósito circunstancial acaso nazca un producto esencial. Despido a Jordi, y me encuentro con otro Jordi, Isern, uno de mis amigos más antiguos: nos conocimos en la facultad de Derecho, cuando ambos estudiábamos esa materia que a ninguno de los dos nos ha gustado nunca, pero que ha sedimentado una relación indestructible. En el Café de la Ópera -no es extraño que me haya citado aquí: él es un melómano apasionado, con abono en el Liceo- abundan las señoras merendando y los camareros con chaleco, pajarita y mala uva. Para ser camarero en estos cafés antiguos -en los pocos que quedan- se han de cumplir dos requisitos: tener experiencia en el sector y ser desagradable. El que nos atiende hoy cumple escrupulosamente ambas exigencias. Pese a ello, no consigue chafarnos la conversación, que describe una suave curva desde la novela histórica, de la que Jordi se ha vuelto fan (sobre todo, de la de romanos) hasta Agripina, la ópera de Händel que aún se representa en el Liceo, pasando por los poemas de Insumisión -Jordi estuvo ayer en la presentación- y algunos chistes de Eugenio, aunque espero que esto último no haya sido por asociación de ideas. Jordi me acompaña al tren, y recorremos el Paseo de Gracia hasta la calle Provenza, donde se ha montado una feria comercial -una Noche de las compras- con las grandes tiendas de la zona, a semejanza del Black Friday estadounidense, y publicitada en su mismo idioma. No es de extrañar: también hemos empezado a celebrar Thanksgiving. Ojalá siga la influencia -o, más bien, la imitación- y pronto elijamos a un presidente negro. Sobrevivimos a la marea de gente que, helada, quiere atrapar una copa de plástico de cava, de la mano de una señorita a la que nunca le faltará alguien que quiera echarle una mano, y nos despedimos a la entrada de los ferrocarriles. En casa me espera una agradabilísima sorpresa, el último gesto de amistad en un día pródigo en amigos: José Ángel Cilleruelo ha escrito una reseña de la presentación de Insumisión en Barcelona en su blog El balcón de enfrente (y no me resisto a dar aquí el enlace: http://elbalconenfrente.blogspot.com.es/), que es también una crítica del libro. José Ángel es uno de los grandes hombres de letras que tenemos en este país: poeta, novelista, crítico, traductor, diarista, aforista, antólogo; como Jesús Aguado o Jordi Doce, por poner otros ejemplos de escritores totales, José Ángel entiende la literatura como un todo proteico, como una unidad multiforme, en la que todo es semilla de todo, o manifestación parcial de un solo absoluto. Cuando ejerce de crítico -su columna sobre poesía en El Ciervo, por ejemplo, debería ponerse en cualquier facultad de Filología o escuela de Letras como ejemplo de análisis lúcido y expresión exacta-, su capacidad para señalar los rasgos singulares de la propuesta examinada raya en lo inverosímil; su generosidad, de hecho, raya en lo inverosímil. Me acuesto por fin y, antes de quedarme dormido, experimento el calor de contar con el aprecio de tanta gente. Es un privilegio que, conociéndome, sigan queriéndome. Pero eso dicen que es la amistad.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Insumisión, de nuevo

Ayer presentamos Insumisión. Fue en La Central del Raval, una librería a la que es casi obligado acudir para este tipo de actos, aunque haya realizado últimamente una serie de cambios internos que no sé si favorecen, o más bien dificultan, su realización. Antes, las presentaciones y lecturas se hacían en lo que se llamaba la cripta, un espacio debajo de la planta principal del local que resultaba recogido y que, por estar casi cerrado, tenía una excelente sonoridad. Luego, los actos se trasladaron a un extremo de la planta superior del edificio, en un hueco amplio entre los estantes. El sitio perdía intimidad y comodidad -cabían menos personas que en la cripta-, y también se veía afectado por los inevitables ruidos del negocio, pero ganaba en presencia libresca y en, digamos, amplitud: los libros nos rodeaban, más aún, nos arropaban, en una especie de cúpula multitudinaria y protectora. Ayer, la presentación estaba dispuesta en el otro extremo de la planta superior, literalmente entre las estanterías y las mesas de los libros: apenas había allí hueco reconocible para instalar la de los presentadores, y el público había de sentarse en las sillas dispuestas en los espacios que las separaban. No me quejo, en realidad. La cercanía de los libros siempre me ha agradado y, aunque la zona se veía especialmente afectada por el ruido del local -el teléfono que le sonaba a una dependienta, el que hacía crujir los peldaños al subir por las escaleras, el que tropezaba con una de las sillas, el que hablaba más alto de lo normal para pedir un libro o interesarse por un autor-, hace tiempo que desacralicé las lecturas de poemas: si antes consideraba que debían realizase en un silencio casi litúrgico, ahora creo que, si los versos no son capaces de superar el ruido que los rodee, es que no merecen ser leídos. Si Miguel Hernández ha declamado poemas en las trincheras, y Maiakovsi, en aglomeraciones de soviets, y Gabriel Celaya, en fundiciones siderometalúrgicas, ¿no iba yo a ser capaz de recitar los míos en una educada congregación de licenciados universitarios, en una librería tranquila? Jesús Aguado hizo una presentación certera e inteligente, como todo lo suyo; yo leí tres poemas -iba a leer un cuarto, profundamente antirreligioso, pero la asistencia de un amigo muy querido, y muy creyente, me disuadió de hacerlo-, porque, como mis poemas son inevitablemente largos (salvo cuando se ciñen a formas estróficas, algo que hago con el deliberado propósito de tascar el freno y que no se me desmanden: de gozar de los placeres de la brevedad), no quiero castigar al auditorio con una escucha excesiva; y, finalmente, se abrió un coloquio, en el que se habló, precisamente, del sentido de esa largura, de la estructura velada del libro, y de la razón por la que mis poemas casi nunca tienen título. También se planteó una de esas grandes preguntas que flotan siempre en el acto de la lectura, ya sea pública o individual, y a la que todavía es difícil dar una respuesta convincente-: la validez, o invalidez, de las interpretaciones literarias, esto es, de todas las interpretaciones literarias, de cualquiera de ellas. Sergio Gaspar formuló la pregunta abiertamente, poniéndose incluso de pie, para deslizar su opinión contraria a que todas las exégesis puedan considerarse válidas, aunque a mí me gustaría haber definido antes qué se entiende por "válido". Luego, tras el ritual de la firma de ejemplares, nos fuimos a tomar una cerveza, que es como la coronación del libro: y yo, coherentemente, pedí una coronita. Allí estábamos Jesús, con el ingenio, la bonhomía y la calidez de siempre; Juan Vico y Álex Chico, que están haciendo un excelente trabajo en el nuevo equipo de redacción de Quimera, además de seguir ambos produciendo una obra literaria propia de calidad creciente; Susana, la encantadora compañera de Juan; Andreu Navarra, que es un filólogo sapiente y un hombre exquisito, pero que no tiene empacho en lucir una sudadera de su antiguo grupo de música anarcosatánico, presidida por una estrella trenzada de cinco puntas, uno de los símbolos del Maligno; Mario Martín Gijón, un joven poeta y escritor extremeño, profesor de la Universidad de Extremadura, que ha venido a Barcelona para participar en un congreso sobre literatura y exilio -su otra dedicación académica- en la Universidad Autónoma; David Leo García, otro joven poeta, ganador, en su día, de un premio de poesía que publicaba DVD ediciones, que se acaba de instalar en Barcelona, para lo que todavía no ha necesitado pasaporte; y yo mismo, claro. Concluimos las cervezas, concluimos las bravas y, al cabo de un rato, concluimos también la conversación. Pero, cuando ya me encaminaba al tren para volver a Sant Cugat, rodeado por esos bangladeshíes que tiran molinillos fosforescentes al aire al principio de las Ramblas y por las primeras putas, que se asoman a la noche como quien ve amanecer, pensé que no, que la conversación no había concluido, que la presentación de Insumisión, como todas las presentaciones de todos los poemarios del mundo, y todos los libros que no se presentan, y aun los que no se publican, y todas las conversaciones -o monólogos- que suscitan, no había acabado, ni podía acabar nunca, porque forma parte de ese diálogo universal, inmune al tiempo, en el que llevamos participando los seres humanos desde el principio de la razón, que es, a su vez, el principio del lenguaje, y del que nuestras palabras escritas, o pronunciadas con la encendida turbiedad que procura la cerveza, no son sino fragmentos infinitesimales, partículas de significado sumidas en un flujo inacabable.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

En España

Emigrar a otro país (si es que eso es lo que soy, un emigrante) supone también emigrar al tuyo, cuando vuelves. Se reproducen entonces muchas de las reacciones que has experimentado al marcharte. Emigrar no te asienta, en realidad, en dos lugares, sino que te arranca de ambos. La extrañeza -el shock cultural- te gana también al recobrar las cosas familiares, los espacios comunes, los hábitos diluidos por la distancia. No fue, precisamente, la temperatura lo que más me llamó la atención anoche, al salir del avión: era, para mi sorpresa, bastante parecida a la de Londres (aunque hoy, cuando escribo estas líneas, el sol me abruma con su omnipresencia y, sobre todo, con su constancia: el clima inglés se define por su variabilidad; celebro, en cualquier caso, este azul quebradizo, invernalmente pálido, que corona las copas escuálidas de los plátanos). Sí, en cambio, las constantes referencias -en la jardinera que nos llevaba desde la pista a la terminal, en la cola del control de la policía- a la independencia de Cataluña, esa táctica promovida por un partido extraviado, que solo ha de acarrear frustración, y no porque no supiera que es un problema candente, sino porque me resistía a creer que la manipulación de los sentimientos colectivos pudiera condicionar de tal manera el día a día de la gente. También gocé de otras realidades cotidianas que ya tenía olvidadas, como el peaje del túnel de Vallvidrera: 3,73 euros por cruzarlo, en uno u otro sentido, para cubrir los dos kilómetros que permiten acceder a Barcelona desde el oeste, sin tener que escalar la montaña del Tibidabo. Un peaje que, si los poderes públicos no lo remedian (y no parece que quieran remediarlo), hemos pagado los de mi generación toda la vida, y seguirán pagando los nietos de nuestros nietos a los nietos de los nietos de quienes ahora se sientan el consejo de administración de la empresa concesionaria. Por último, en casa, zapeando, constato la indeclinable disposición de los españoles a debatir, pero a hacerlo sin el verdadero propósito de intercambiar ideas, sino con la intención de romperle el cráneo al contrario, y hacerlo, además, de la forma más tosca posible: con una quijada de burro, o con un garrote de los utilizados por los personajes de los cuadros de la serie negra de Goya, o con las mismas piedras que le tiraban los aldeanos al maestro republicano en La lengua de las mariposas. El tertulianismo hispano es aguerrido y feroz; y lo resiste todo, como las avispas o los católicos. En las covachas televisivas del criptofascismo, en particular, los mismos rostros de tebeo, las mismas lenguas deletéreas, los mismos cerebros podridos, emitían los esputos colmilludos de siempre; con una sonrisita, eso sí, para que se viera que su justa indignación moral no deja de ser compatible con el buen humor. En Inglaterra también hay basura en la televisión: la basura es un fenómeno universal. Pero es una basura hormonal, playera, proletaria. En los debates televisivos -que abundan, justamente por la proyectada independencia de Escocia- solo hay debate: un diálogo con escasas o ninguna interrupción, en el que los contertulios se esfuerzan por argumentar sobriamente, sin arrebatos flamígeros, sin servir al insulto ni servirse del insulto, sin considerar que el adversario, por el solo hecho de serlo, merece que se le queme la casa y se siembren sus ruinas con sal. Uno, claro, no acude a semejantes albañales para llenar el tiempo, pero piensa, con estremecimiento, que esos canales le están hablando a la gente -a sus compatriotas, a sus vecinos-: le están transfundiendo mierda, o, más bien, corroborando la mierda que ellos mismos ya habían secretado; una mierda que les hace proclamar, transidos de ira y de razón constitucionalista, la necesidad de aplastar, por cualquier medio disponible, a esos terroristas, a esos nazis que se atreven a amenazar la sagrada unidad de la patria.

martes, 26 de noviembre de 2013

¿Dónde estoy?

Hoy vuelvo a España, para la presentación de Insumisión en Barcelona y Madrid. Dentro de algunas horas, iniciaré la torturante liturgia aeroportuaria, que tanto me gustaba cuando era joven, pero que ahora se me antoja una maldición bíblica, un tormento diabólicamente diseñado por alguien que odia a la humanidad. Volveré, en efecto, unos días, y luego regresaré a mi nuevo hogar. Pero ¿lo es? ¿Qué viaje es este, que me lleva a la que durante muchos años ha sido, y sigue siendo, mi casa, y que me arranca de ella, al cabo de poco, para traerme a la que todavía siento como una patria extraña, como un hospedaje temporal? Si soy sincero conmigo mismo, aún no he abandonado España. Mi actividad diaria se nutre, exclusivamente, de los proyectos que traje conmigo: un libro de viajes, una antología de poesía contemporánea en catalán, la traducción de Whitman, un nuevo poemario y las críticas en los diferentes medios con los que colaboro, entre otras ideas y posibilidades. Hasta este diario es una ocurrencia urdida en Barcelona, cuando preveía la posibilidad de marcharme. Casi todos los días compro El País, que me cuesta un dineral, pero que me permite seguir creyéndome con las mismas rutinas que ahí: en mi país. Y algunos días, también, los paso sin hablar prácticamente en inglés con nadie, sino solo en castellano con Ángeles y Álvaro. Londres es, de momento, únicamente un escenario, el lugar físico que rodea, como la isla que es, el lugar mental en el que vivo. Por ese escenario pasan personas, nubes, algunos sucesos: menudencias, en realidad, de las que hablo en este blog, pero que aún no me han atrapado, que aún no me han agarrado y zarandeado y empapado. Hablo de ellas como si las fotografiara, con mucha ligereza y alguna turbiedad. Pero son fotografías. Julio Camba, a quien tanto he citado en este diario -y no solo porque fuera un magnífico cronista, sino porque vivió varios años en Londres-, decía en alguno de sus artículos que había llegado a conocer bien la vida inglesa, a hacerse una representación exacta de sus reglas y características, pero que no había llegado a abrazarla emocionalmente: que no había sentido ninguna comunión sentimental con Inglaterra. Esa conexión emocional también a mí me falta. Sé que es pronto todavía, pero no estoy seguro de que la alcance nunca. El inglés es un ser al que se puede fácilmente admirar, pero con el que es difícil congeniar. Lo rodea un telo, una envoltura aislante, algo que nos aleja del núcleo de su ser, o que nos lo hace inaccesible. Adriana Díaz Enciso, mi amiga mexicano-londinense, que estuvo casada con un britón, me contó que su marido había atravesado una depresión, pero que, como era inglés, no se había dado cuenta: pensaba que la vida era así de triste. Más perturbador me resulta pensar que podría volver a Barcelona tan fácilmente como me vine aquí. Sin embargo, no estoy seguro de que eso resolviera más fracturas de las que abriría. Hoy luce el sol en Londres, que entra, sin tapujos, por la ventana; hace frío, pero es un frío candente, iluminado. Pronto cogeré la maleta.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Las formas disconformes

Hace cuatro días, cuando estábamos haciendo la mudanza, me llegó un último libro de España: Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica, de Jordi Doce, publicado por Libros de la Resistencia, una colección reciente de ensayo, dirigida por Juan Soros. Y me infundió un sentimiento extraño que llegara a mis manos aquel paquete, con un libro dentro, cuando ya las tenía llenas de muchos otros paquetes, con calzoncillos, cacerolas, edredones, paraguas, jarrones y muchos más libros. Fue una metáfora, quizá, de la elevación que puede suponer la literatura en el tráfago de la cotidianidad: una forma de sublimación o resarcimiento, más punzante todavía cuando la cotidianidad nos aplasta -como en aquellos momentos- o nos envilece. Cabe aplaudir, antes que esta última entrega de Jordi, el nombre, y sobre todo el espíritu, de la colección en la que ha visto la luz. Escribir ensayo literario en España supone una temeridad, y aún más publicarlo. Pero que exista es vital para la salud de la literatura: es un indicador de la vitalidad del pensamiento creador y una forma de desatascar los a veces oscuros, o encenagados, canales por los que circulan las obras literarias. Y también, cuando está bien escrito, como en este caso, otra encarnación de la literatura, tan radical y tan exacta y tan fantástica como un tratado matemático o un relato de ficción. Acabo de decir que Las formas disconformes está bien escrito, pero es más que eso. Un informe de auditoría puede estar bien escrito; un poema puede estar bien escrito; hasta el discurso que le han escrito a un político puede estar bien escrito. Lo que ha publicado Jordi Doce es un ejercicio de inteligencia dicha, es la expresión, fluida y minuciosa, de un pensamiento que se acomoda primero a la materia analizada, y que se extiende, después, como si desplegara las alas, en el espacio hospitalario de la página. Jordi Doce es un excelente poeta, pero también un extraordinario prosista. En realidad, Jordi es un hombre de letras con todas las letras: también es un magnífico traductor -le debemos versiones inmejorables de Thomas de Quincey, T. S Eliot, W. H. Auden, William Blake, Paul Auster y Charles Simic, entre otros-, un aforista diligente -aunque él se empeñe en confinar en el género del aforismo un libro como Perros en la playa, publicado en 2011, que es, en mi opinión, un poemario caótico y bestial- y un gestor editorial tan generoso como dinámico: ha coordinado las ediciones del Círculo de Bellas Artes de Madrid durante muchos años, y actualmente es el responsable de la oficina en España de la editorial Vaso Roto, una de las mejores del panorama poético español. En Las formas disconformes reúne un conjunto de artículos y ensayos sobre literatura publicados entre 2000 y 2013. Sus intereses lo abarcan casi todo, en el ámbito de la literatura en español del s. XX: los clásicos contemporáneos -Aleixandre, Alberti-, los escritores secretos o tan minoritarios que casi son secretos -Julio Torri, Circe Maia, Luis Feria-, los vanguardistas irredentos -José Miguel Ullán, Eduardo Scala, Pedro Casariego Córdoba-, los grandes referentes literarios -Paz, Valente-, algunos de los mejores poetas españoles de la actualidad -Antonio Gamoneda, Juan Malpartida, Álvaro Valverde, Juan Carlos Mestre-, poetisas jóvenes de gran proyección -Marta Agudo, Esther Ramón, Julieta Valero- y, en fin, creadores anómalos, singulares, como el gran Orlando González Esteva, cuyo libro Los ojos Adán, reseñado en "El mundo en bandeja", es uno de los más deliciosos que se han publicado en la última década a uno u otro lado del Atlántico. Jordi Doce ha demostrado interés, asimismo -y esto no es frecuente entre los ensayistas españoles-, por la poesía escrita por catalanes, tanto en catalán -Josep Palau i Fabre, Albert Ràfols-Casamada; también ha traducido a Joan-Elies Adell- como en castellano -Juan Antonio Masoliver Ródenas-, así como por los problemas de la traducción y el mundo de la pintura. Y todo ello, repito, con una prosa que incorpora dos de las características más difíciles de reunir en la prosa ensayística: incisividad y elegancia. A ambas contribuyen una dilatada experiencia lectura y una constante reflexión sobre lo leído, algo que suele faltar en los críticos, siempre dispuestos a esbozar impresiones avuelapluma, sin el poso de la exactitud y la distancia. Pero la elegancia no es solo un rasgo del estilo -ese que nos permite navegar sin entorpecimientos por lo dicho, que nos lleva, sin fracturas ni pérdidas de presión, de un razonamiento a otro, que nos mantiene siempre en equilibrio, más aún, en vuelo-, sino, sobre todo, un valor moral: quien se expresa con pulcritud y vigor, quien no dice por decir, sino porque ha decantado algo que cree enriquecedor compartir, acaba abrazando a las cosas con pulcritud y vigor: sin dañarlas, sin someterlas a interpretaciones espurias, sin sojuzgarlas ni maltratarlas. Escribir con decencia es tratar decentemente a nuestros semejantes, nos lean o no. Decir bien el mundo es estar bien en el mundo, o luchar por estarlo. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Una cena con italianos

Ayer cenamos con unos italianos. Eran Caterina, una compañera de trabajo de Ángeles, su novio, Davide, su hermano, Edoardo, y la novia de este, de cuyo nombre no consigo acordarme. Nos reunimos en The Grosvenor, nuestro pub, que ahora lo es un poco menos, dado que nos hemos trasladado a otro barrio (aunque todavía no, por fortuna, al otro barrio). Caterina, neumóloga, es una joven bellísima, con esa belleza desaforada de algunas italianas, y una simpatía que desmiente el hieratismo, o la inaccesibilidad, de las que se saben muy hermosas. Su novio, Davide, no le va a la zaga: es un tipo espigado, con algo de la distinción amable de Marcello Mastroianni (cuyo nombre siempre se me aparece pronunciado por los labios de blandiblub de Anita Ekberg) y mucha cultura: aunque es neumólogo también, no solo sabía quién es Dino Campana -mi poeta italiano favorito: sus Cantos órficos son un prodigio delirante, hercúleo-, sino que hasta nos recitó versos suyos. El otro Eduardo del grupo, a diferencia de mí, es un hombre fuerte, de mirada limpia, de comprensiones limpias: es electricista de automóviles, pero se interesa por el lenguaje poético (¿por qué -me preguntó- los versos que se escriben hoy me suenan a viejos? ¿por qué lo que dicen me parece arcaico?), por la frustración de los artistas, por la contradicción que supone desinteresarse del parecer del público sobre la propia obra, pero a la vez desear que ese mismo público, el mayor posible, la conozca. Quizá ese interés obedezca al hecho de que su padre es escultor y ahora, en su vejez, performer. La novia de Edoardo, por su parte, es psicóloga, e hizo un erasmus en Badajoz. Tiene la sensibilidad suficiente como para creer, al igual que yo, que la ciudad no es fea (yo he oído calificarla como la más horrible de España, junto con Lérida), y admira la gastronomía extremeña. Lo importante de anoche, no obstante, no era la condición personal de los contertulios, sino su mero encuentro amistoso. Cambiábamos de un idioma a otro con alegre promiscuidad -inglés, castellano, italiano-, aunque Caterina se empeñara en dirigirse en inglés a su hermano, que no lo maneja con fluidez, y a alguna larga y enrevesada pregunta de aquel, ella, que no la había oído bien, respondiera: "What?". Hablábamos, sí, con la familiaridad de quien se conoce desde hace tiempo, o de quien no se conoce, pero está habituado a comunicarse llanamente con los demás: a entender que la conversación abierta, que la manifestación, incluso ruidosa, de nuestros sentimientos e ideas, nos acomoda en el mundo y contribuye a nuestra felicidad. Me hacía falta algo así. Me hacía falta esta comunión cultural: la percepción de que se comparten unos valores -y también unas pátinas, unos colores- en la forma de estar en el mundo. La conversación con los ingleses tiene algo de actuación ferroviaria, siempre discurriendo por los raíles de la discreción o del ingenio, siempre temerosa de expresarse con exceso, siempre sincopada y ceremoniosa y recesiva. Fue un gusto hablar ayer con estos italianos a los que era la primera vez que veíamos, y discutir de literatura, y de medicina, y de la familia de unos y otros, y de comida, y de todo y de nada, que es como se hacen las buenas conversaciones. Fue -sin connotación negativa alguna- como chapotear en el barro: un acto de libertad o, más bien, de liberación, que me reconcilió con mis semejantes.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Exploradores antárticos

Ahora que nos hemos mudado, descubrimos nuevos paisajes, nuevos rincones. En el número 55-56 de Oakley Street, por ejemplo, a la salida del puente Alberto, está la casa en que viviera Robert Falcon Scott, el explorador que pereció en el Polo Sur, en su desesperada carrera por hollarlo antes que su rival, el noruego Roald Amundsen. Choca el contraste entre esa fachada apacible y burguesa, y la infinidad blanca de la nieve, la vastedad de las extensiones heladas, en las que se desarrolló su malhadada expedición; cuesta imaginar que alguien que viviera en Oakley Street, en el barrio de Kensington y Chelsea, pudiese luego embarcarse, como si tal cosa, en una aventura semejante. (Un poco más adelante, en esa misma calle, hay una entrada encima de cuya puerta, en un cristal, aparece escrita la palabra LOVE, así, en mayúsculas: ignoro si es el apellido de su ocupante o un deseo ecuménico de fraternidad; si fuera lo segundo, sorprenderían sus resabios hippies en una vecindad como esta). Amundsen ganó, es cierto, aquella competición, pero Amundsen era noruego: serio, eficaz, aburrido; y también ladino: al iniciar su expedición, hizo creer a todo el mundo que se dirigía al Polo Norte. Por lo demás, como buen nórdico, utilizó perros en lugar de caballos -los elegidos por Scott- como medio de transporte, y no se entretuvo en investigaciones científicas ni otras zarandajas, como el inglés, sino que fue a lo que iba: cubrir kilómetros y plantar la bandera noruega en el norte magnético cuanto antes. Lo consiguió, sin duda, y los libros de historia lo consignarán siempre así, pero será una  consignación sin gloria. La gloria pertenece a Scott y a su panda, que llegaron tarde, por pocos días, a la meta, y que murieron después en el hielo, a pocas millas del campamento que les habría permitido salvarse. Entre sus compañeros, destaca el capitán Lawrence Oates, un oficial de caballería que se sumó a la expedición -para atender, precisamente, a los caballos-, sin apenas experiencia en el mundo polar, y que, en el infernal regreso del grupo, consciente de que, a causa de la congelación y la gangrena que sufría, era una rémora para los demás, y  comprometía sus posibilidades de supervivencia, pronunció su inmortal frase: I am just going outside and may be some time ("voy a salir; puede que tarde un rato"). Y, en calcetines, se perdió en la tormenta de nieve que en aquel momento azotaba la tienda donde todos agonizaban. Antes de su fatal expedición, en 1912, Scott había polemizado con otro explorador antártico, Ernest Shackleton, sobre la conquista del Polo Sur. Básicamente, Scott no quería que Shackleton, que había anunciado su intención de emprender viaje hasta allí, atravesara territorios sobre los que consideraba tener derechos exclusivos. Shackleton desistió de aquel propósito, pero no de la intención de recorrer la Antártida, como finalmente hizo en 1914. Para reclutar a sus compañeros de viaje, insertó este anuncio en el Times de Londres:  «Se buscan hombres para viaje peligroso, sueldo bajo, frío extremo, largos meses de completa oscuridad, peligro constante, no se asegura el regreso con vida, honor y reconocimiento en caso de éxito». Como para abalanzarse a la entrevista. Pues bien, respondieron más de 5.000 personas: eran otros tiempos. Con 28 de las seleccionadas –a bordo del pertinentemente bautizado Endurance: «Resistencia»–, Shackleton zarpó hacia la Antártida el 5 de diciembre de 1914, y muy pronto se encontró atrapado en una banquisa de hielo, a la deriva. Así permanecieron, presos del hielo, hasta noviembre de 1915, en que el casco del «Resistencia» ya no resistió más y se hundió en las gélidas aguas del mar de Weddell. La embarcación de Shackleton y sus hombres pasó a ser entonces el propio témpano en el que habían acampado, sujeto igual, pero aún más peligrosamente, a las corrientes marinas. Tras muchos meses de errancia y navegación azarosa, los expedicionarios arribaron por fin a la isla Elefante, a 550 km de donde había naufragado el Endurance. Pero el inhóspito islote no garantizaba la supervivencia: alejado de toda ruta marítima, solo albergaba glaciares y algún pingüino barbijo. Así que Shackleton decidió emprender un viaje de 1.300 km en un bote de apenas siete metros de eslora, con cinco de sus hombres, con la esperanza de alcanzar las estaciones balleneras de las Georgias del Sur. Tras desafiar vientos huracanados y olas gigantescas, llegó, en efecto, a las costas meridionales de aquellas islas, pero aún tuvo que recorrer mas de cincuenta kilómetros de altas montañas, por una ruta nunca transitada, ni siquiera por los aguerridos balleneros noruegos, para llegar a Stromness el 16 de mayo de 1916. Por fin, con una escampavía de la armada chilena, Shackleton pudo rescatar al resto de la tripulación aislada en la isla Elefante, el 30 de agosto de 1916. Por increíble que parezca, todos los miembros de la expedición sobrevivieron a la aventura. No sé si Shackleton vivía en Chelsea, pero, a la vista de su resolución, semejante a la de Scott, aunque más afortunada que la de este, no me extrañaría. 
Posdata: el poeta catalan Mateo Rello ha publicado hace poco un poemario singular, Meridional asombro, sobre la aventura de Shackleton. Lo recomiendo: es uno de los escasos ejemplos modernos, en la literatura española, de poesía de aventuras, y un libro bien resuelto, que, como todo libro de viajes que se precie, no solo un viaje a un lugar, sino, sobre todo, un viaje a uno mismo.

viernes, 22 de noviembre de 2013

El traslado

Ayer hicimos el traslado. Dos mudanzas, se dice en España, equivalen a un incendio, y, a veces, solo una. Y eso que apenas habíamos de transportar muebles, sino únicamente ropa, libros, enseres domésticos y efectos personales. Pero las cosas crecen en cualquier guarida, como las erratas en los libros. Uno ha estado poco tiempo en un sitio, y cree que apenas tendrá que trasladar nada, pero, cuando empieza a abrir cajones, hurgar en armarios y desvelar cajas, descubre que la fertilidad de las cosas es altísima, que los objetos se reproducen como cucarachas, o bien que uno tiene alma de chamarilero y no lo sabía. A base de bolsas y maletas, acabamos llenando la furgoneta de Sam. En estas labores aledañas y manuales, no hemos dado nunca con nadie nacido en Inglaterra, y ayer no fue una excepción: Sam, el mudanzero, es de algún lugar del Caribe; Cuthbert, nuestro ya ex-portero, que nos ayudó a cargar paquetes, es zambiano (y está casado con una polaca); nuestro nuevo portero, cuyo nombre todavía ignoramos, es indio o paquistaní; el dueño del inmueble en el que nos hemos instalado se llama Mohammad Bafghi, y es obviamente arábigo; los ayudantes que nos proporcionó para arreglar algunos desperfectos eran rusos o de algún país del este de Europa; los limpiadores que contratamos para que dejaran nuestro antiguo piso como los chorros del oro, portugueses. El único inglés con el que nos cruzamos fue un caballero del inmueble saliente, de pelo cano y americana de tweed, con solapas de ante, que, ante la montaña de maletas y bolsas acumuladas en el vestíbulo, observó con perspicacia: "¡Oh, parece que alguien se está mudando!", para preguntar a continuación: "¿De qué piso?". Hemos pasado un año en el inmueble, pero ni siquiera sabía en qué planta vivíamos. Al llegar a nuestra nueva ubicación, descubrimos, consternados, que habían retirado los muebles con los que contábamos. La agencia -Foxtons, una empresa hitleriana de alquiler y venta de inmuebles- había malinterpretado nuestras instrucciones con respecto al mobiliario, y le había trasladado al propietario un inexistente deseo de que el piso estuviera vacío. Curiosamente, esa misma agencia no admite la menor variación en sus protocolos, por no hablar ya del menor retraso en los pagos: si no se hace lo que ella dice, aun lo más insignificante, no hay modo de conseguir lo que uno desea. A la inversa, sin embargo, todo es anchuroso: cometen errores, y ha de ser uno quien los subsane; no arreglan lo que prometen, y ha de hacerlo también uno; y no responden cuando uno les pregunta, como ha de responder uno, ipso facto, cuando son ellos los que instan o inquieren. Pero el mundo inmobiliario es así, en Inglaterra, en España y en todas partes, solo que aquí aderezado por el espíritu metódico, o más bien metodista, de esta gente habituada a que todo tenga una multitud de normas que han de cumplirse sin excepción, y, sobre todo, a que todo exija unos costes y unos beneficios que han de verificarse con minucia, más aún, con implacabilidad, porque el mantenimiento del torbellino comercial que es este país -y su enriquecimiento constante- así lo requiere. Pero los privilegios y las injusticias siguen existiendo, por supuesto. Yo estoy seguro, por ejemplo, de que, cuando Mohammad se quejó a la agencia por su incompetencia, que le había supuesto un gasto con el que no contaba -retirar y volver a instalar los muebles en el piso-, Foxtons manifestaría su compunción, más aún, su desolación -¡Oh, I am so sorry!-, pero sin expresar la menor intención de compensarle económicamente. Así se solucionan aquí los problemas: se profiere un sentido ¡Oh, I am so sorry!, y a otra cosa, mariposa. Salimos a almorzar por el barrio: acabamos en un restaurante de comida balcánica que nos sirvió, por un precio mucho más módico que los restaurantes de Pimlico, eso sí, algo parecido a una chistorra y unas lacónicas salchichas. No fue una colación memorable, pero ya podemos decir que hemos catado la comida serbia. Por la tarde hubimos de volver a nuestro antiguo piso, para comprobar que la limpieza se hubiera hecho bien, y para que Foxtons, a su vez, comprobase que estaba en buen estado. Este es un paso fundamental, puesto que la devolución de la fianza depende de que así sea. La comprobación la efectuó una joven de aires similarmente nacionalsocialistas, que salió hablando del ascensor. Pero no hablaba: le dictaba a un miniordenador los datos de su actuación. Eso siguió haciendo durante la inspección del piso: armada con el ordenador en una mano, donde constaba el inventario del apartamento hecho antes de que nosotros lo ocupáramos, y una cámara en la otra, recorrió todas las habitaciones, abrió todas las puertas, cajones, armarios, alacenas, grifos y electrodomésticos, encendió todas las luces, examinó todos los suelos, techos, cristales, espejos y desagües, contó todos los muebles, vasos, platos, cubiertos, útiles de cocina y objetos de decoración, vació todas las cisternas, palpó todas las paredes y lo fotografió todo. Y, mientras lo hacía, iba describiendo lo que veía: siempre utilizaba las mismas fórmulas, decantadas en años de hacer lo mismo, y su voz sonaba metálica, robótica, como si saliera de una persona distinta de la que nos había hablado a nosotros. Antes de entregarse a esa labor titánica (y tiránica), pero que realizaba con una agilidad sorprendente, como una ardilla recorriendo los recovecos de un nogal, nos anunció: "Tardaré una hora. Pueden Uds. quedarse, si gustan". Y tardó una hora. Al acabar, nos comunicó el veredicto: no había ningún problema de importancia, aunque sí algún desgaste menor, normal -añadió- en un alquiler de estas características. No teníamos, pues, de qué preocuparnos, aunque no se pueda descartar que Foxtons quiera darnos una última sorpresa. Cuando volvimos a Battersea, donde se encuentra ahora nuestra casa, advertimos con claridad que estamos en la frontera: nos hemos ido al sur, en busca de un lugar más grande y, proporcionalmente, más barato, y ya rozamos los barrios pobres, asiáticos, ferroviarios. Nosotros, no obstante, aún quedamos a este lado de la frontera, donde la civilización. Las calles conservan un aire moderadamente victoriano, y el parque de Battersea se abre, verdemente acogedor, a dos travesías de distancia. El Támesis queda solo un poco más allá. Pero esa frontera invisible que traza la ciudad, de acuerdo con unas leyes misteriosas, está junto a la puerta. Si la atravesamos, veremos centros de atención social y albergues municipales, restaurantillos de kebabs y minilocales de pizzas rápidas, burkas y barbas de Fu-Manchú. Exploraremos este cosmos abigarrado; de momento, vamos a disfrutar de un piso en el que todavía no hemos aprendido a encender la calefacción, y cuyo vecino me ha dado ya una muestra tangible de su agrado por la música funky. La mudanza acabó como acaban todas las mudanzas: con infinidad de cajas en todas las habitaciones y un hondo sentimiento de incertidumbre: ¿habremos acertado con el cambio? ¿Será este lugar mejor que el anterior? 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Westminster y Vincent Square

Es un domingo húmedo y triste, pero queremos aprovechar la última luz del día, que a las cuatro de la tarde ya se habrá extinguido. Salimos a pasear por una de esas calles laterales, escondidas, de Pimlico, que, no obstante, asombran por su elegancia y su amplitud. A veces uno las descubre por azar, o al doblar una esquina equivocada, y casi se espanta de no haber reparado en ellas: ¿dónde estaban estas calles, georgianas y melancólicas? ¿Cómo, tan cerca de las vías conocidas, no se me habían aparecido nunca? Caminamos en silencio, contemplando los pórticos de las entradas, la regularidad de las casas, que se incurvan ligeramente para seguir el arco de la calzada, la blancura constante de las fachadas, interrumpida, aquí y allá, por los colores exaltados de las puertas, el oro exangüe de las aldabas y picaportes, y el negro delicado de la numeración viaria. Después de un rato, divisamos entre los edificios la torre de San Eduardo de la catedral de Westminster, y nos aventuramos a visitarla. No hay que confundirla con la abadía de Westminster, que es el centro de la religión anglicana (esa que se inventó Enrique VIII para poder fornicar sin entorpecimientos), y vecina del Parlamento. La catedral tiene un aspecto extraño: es la mayor iglesia católica de Inglaterra y Gales, y templo principal de esa fe en ambos países, pero parece ortodoxa; de hecho, arquitectónicamente, lo es: su estilo neobizantino se debe al arquitecto John Francis Bentley, que empezó a construirla en 1895, pero que no la vio terminada: murió poco antes de que abriera sus puertas, en 1903. En realidad, ni Bentley ni nadie la ha visto nunca acabada, porque no lo está: la bóveda de cañón que constituye su espinazo no está decorada, y permanece a oscuras, en una tiniebla de mortero y piedra. Quizá esa oscuridad permanente acrezca la luz que irradian las once capillas laterales. Los mosaicos que las adornan son deslumbrantes: una constelación sináptica de teselas de oro, que se disponen alrededor de los iconos y las figuras hieráticas. Mientras las admiramos, se oficia una misa. No hay mucha gente, aunque es más de la que suele acudir a las misas dominicales en España, un páramo de ancianos y desheredados. Aquí observamos a gente mayor, sí, pero también a hispanoamericanos fervientes, a filipinos diminutos y hasta a un especimen de alguna tribu urbana, un cincuentón que calza botas militares, viste gabardina de cuero y exhibe un cráneo rapado en el que se ha tatuado ideogramas chinos, y de cuyas orejas penden, muy adecuadamente, crucifijos que, por su tamaño, harían las delicias de cualquier miembro del Opus Dei. El macarra, devoto, hace una pausa en su deambular, se persigna y se marcha. En la misa canta un coro, que nos hipnotiza. Las notas, de una extraordinaria entereza, pero a la vez de una delicadeza casi quebradiza, nos obligan a sentarnos. Ángeles retoma los ritos de su infancia, se arrodilla y reza. Yo me limito de escuchar la música, que se expande como un murmullo de fuego. Cuando salimos, nos dirigimos a Vincent Square, otro de los agujeros verdes que salpican la ciudad, y que habíamos visto demasiado deprisa en alguna de nuestras excursiones en busca de piso. Es, literalmente, un espacio vacío, un enorme cuadrado de hierba, sin monumentos, ni construcciones -salvo una someras instalaciones deportivas-, ni boscajes. Se trata de una plaza privada: el propietario es una escuela local, que reserva su uso para sus alumnos. Londres está lleno de estas plazas de las que solo pueden disfrutar sus dueños, por lo general vecinos, pero también, como aquí, colegios o entidades, y nos sorprende que estas herencias feudales hayan sobrevivido a las necesidades de la comunidad, a lo que en España llamaríamos "el interés público": que sigan ahí, cotos inaccesibles al público, en medio de la ciudad y su interminable bullir. A Vincent Square la circunda una hilera de plátanos gigantescos, que parecen ents de El señor de los anillos. El contraste entre esas enormes piezas de vegetación y la nada verde que es la plaza, se nos antoja magnífico: una contradicción señorial, una forma de afirmar la ruptura, y la inconcreción, y la transparencia. Recorremos todo el perímetro de la plaza, admirando asimismo las casas que la flanquean, en el interior de la mayoría de las cuales se puede atisbar, porque, ansiosos como siempre han estado por atrapar toda la luz posible en este país de luces elusivas, los arquitectos ingleses diseñan plantas bajas llenas de tribunas, y ventanas grandes, y toda suerte de aberturas. Es curiosa esta contradicción entre el celebrado amor por la privacidad de los británicos y su indiferencia por que su vida doméstica quede a la vista de todos. Ángeles y yo somos, ahora, como dos diablos cojuelos, aunque a ras de suelo, que ven todo lo que sucede. Y también cómo el cielo se ha cerrado, definitivamente, en una masa compacta de oscuridad, cuya única fisura es una luna que esplende como una hoz.

Insumisión

Me prometí, al iniciar este diario, no hacer autobombo. Hablar de mis cosas, sí -de lo que veía, de lo que sentía, de lo que pensaba-, pero no de mis creaciones, que han de encontrar por sí solas su camino, es decir, sus lectores. Quizá sea demasiado duro conmigo mismo -o más bien con ellas-, pero es así como lo siento: me parece inelegante contaminar la confesión con la publicidad. Sin embargo, en esta entrada voy a hacer una excepción, aunque breve, porque cuando las cosas son más interesantes es cuando pueden desmentirse, contradecirse, desvirtuarse. La excepción no solo pone a prueba a la norma -que es la traducción correcta del célebre dicho: no la confirma, sino que la somete a escrutinio: constata su validez-, sino que le hace bien: la permea de humanidad. Así pues, lo diré ya: los próximos 27 de noviembre y 2 de diciembre presentaré mi último poemario, Insumisión, en Barcelona y Madrid, respectivamente. El 27 será en La Central del Raval, y el 2 en La Central de Callao, en ambos casos a las siete de la tarde. Dos excelentes amigos y poetas, Jesús Aguado y José Antonio Llera, me acompañarán en las presentaciones, y a ellos va, en primer lugar, mi agradecimiento. La verdad es que me disgustan las presentaciones, o, mejor, me dan pereza, fatiga, como dicen los andaluces: suponen un compromiso para el autor y otro, mayor todavía, para los asistentes, cautivos, en muchos casos, de su amistad, parentesco, profesión, relación laboral o, simplemente, vecindad con el escritor. Así son las cosas: el público, digamos, libre, meramente interesado por la obra que se expone, no existe, o apenas. Por eso incurro hoy en esta contradicción: para dirigirme al que pueda haber ahí, en la intemperie de silicio a que esta comunicación informática nos somete, y para que pueda asistir a mis lecturas, si lo desea. No despotricaré de las presentaciones, a pesar de esas formas eucarísticas que, sobre todo en las de poesía, las convierten en acontecimientos soporíferos. Reconozco que son una herramienta más para vivificar la presencia de los libros en los estantes de las librerías -una presencia casi siempre fugaz, vulnerable- y, quizá, para conseguir alguna venta más, heroica, para la editorial. Las acepto, pues, como se aceptan la mayoría de las críticas que recaen en nuestros libros: endebles, sesgadas, a veces ineptas, casi siempre inútiles. En consecuencia, pasaré por ellas con la esperanza de que mi intervención no sea demasiado aburrida -intentaré transmitir algo del entusiasmo que pretendo contagie el libro; solo el entusiasmo derrota al tedio- y con la alegría, acaso la única, de ver a viejos amigos, y hasta de hacer alguno nuevo. Si viene alguien, desde luego.

martes, 19 de noviembre de 2013

Cosas que no funcionan

Las obras del metro: todos los fines de semana, todos, tramos de la red del metro de Londres y de los ferrocarriles -que aquí gestionan muchas compañías, puesto que el servicio está liberalizado- están cerrados por obras; de mejora, dicen. En  una ciudad tan extendida y populosa como esta, cerrar el metro supone un grave trastorno para, literalmente, millones de personas. Y eso sucede, repito, cada fin de semana, y también algunos días laborables. La compañía sustituye los vagones por autobuses -aunque no siempre: en algunas rutas, se limita a informar sobre las líneas alternativas más cercanas-, pero los retrasos, los planes que se chafan y la confusión general están garantizados. A veces quedan suspendidas incluso las conexiones a los aeropuertos, lo que puede conducir directamente al desastre. Ir a Heathrow, por ejemplo, en algo que no sea el metro, es un drama, y si uno averigua, cuando entra en la estación, que está cancelado, puede dar por perdido el vuelo, salvo que esté dispuesto a pagar un potosí -no: varios potosíes- por un taxi. En cincuenta años de vida en España, yo no he visto nunca que las líneas de metro se cerraran por obras. Y, si alguna vez ha sucedido, no ha sido con esta frecuencia. Se suele alegar que el metro de la capital es muy antiguo, y que eso requiere abundante trabajo de mantenimiento. Pero la primera línea del metro de Barcelona, el más antiguo de España, data de 1925, y no deja de funcionar nunca.
La defensa de los inquilinos. El mundo de los alquileres, como ya he narrado en alguna de estas entradas, es lo más parecido a la selva amazónica -o al bosque de Sherwood- que he encontrado en esta ciudad, no exenta de selvas. En ese cosmos salvaje, el inquilino es el eslabón más débil, y las agencias inmobiliarias -que no están sujetas a ninguna regulación legal específica-, los capataces inmisericordes que hacen restallar el látigo en su lomo. Si uno ha tenido la suerte de encontrar un piso que le guste y, más difícil todavía, que pueda pagar, no podrá reservarlo mediante la entrega de una paga y señal: habrá de abonar, prácticamente en el mismo instante en el que toma la decisión, la cantidad total debida, si no quiere que el inmueble siga en el mercado y, por lo tanto, otro se lo arrebate. Esa cantidad incluye el primer mes de alquiler, un mes y medio de fianza, y la comisión de la agencia. Pero ni siquiera eso te asegura que puedas disfrutar del piso: hay que firmar el contrato, por supuesto, pero también adjuntar una fotocopia del documento de identidad (en nuestro caso, del pasaporte) y aportar una carta de referencia, no solo de su titular, sino de todos los ocupantes del apartamento -alguien, pues, se ha de tomar la molestia de escribir que eres una gran persona, que satisface modélicamente sus deudas-, y un documento que acredite que has ordenado a tu banco que el alquiler se pague con tres días de adelanto al inicio de cada mes de alquiler. Si alguno de estos requisitos no se cumple, no te entregan las llaves. La devolución de la fianza no está sometida a menos controles: una comisión inquisitorial de la agencia se persona en el piso, con el inventario de los bienes presentes al inicio del alquiler en mano, y verifica, artículo por artículo, que no falte ni una copa. Si es así, no deberán devolver el dinero al instante, como hay que hacer si se desea entrar, sino al cabo de unos laxos diez días, en el supuesto de que no haya problemas bancarios. 
El teléfono. Es imposible conservar el número de teléfono que uno tiene asignado, si se cambia de domicilio. Habrá que dar de baja el antiguo y de alta uno nuevo. Si uno sugiere la posibilidad de conservarlo, la telefonista que lo atiende a uno profiere un incrédulo y casi indignado "¡Nooooo! Eso es imposible, señor...".
La comunicación. El otro día, en el gimnasio, vi que unos niñitos entraban y salían del vestuario, como buscando algo. Debajo de mi bolsa, apareció un candado. Cuando volveron a entrar, les pregunté: "¿Estáis buscando algo?". Y me contestaron: "Sí". Eso dijeron, "sí": nada más. No dijeron: "Sí, un candado", solo "sí". Les pregunté: "¿Estáis buscando un candado?". Y me respondieron otra vez: "Sí". Nada más, tampoco. Nada de "¿Lo ha encontrado?" o "¿lo ha visto por ahí?". En absoluto. En Inglaterra no se habla más que lo estrictamente necesario, y mucho menos con desconocidos, que, además, están en calzoncillos. Les di entonces el candado, dijeron "gracias", que sonó como un crujido, y se marcharon. El domingo pasado, Ángeles y yo visitamos la catedral de Westminster y vimos que se anuncia un café en la cripta. Quisimos visitarlo, pero no sabíamos por dónde entrar. Le pregunté dónde estaba el local a una de las dependientas de la tienda de recuerdos, que me respondió: "Al otro lado de la nave". Cuando llegamos a la puerta, estaba cerrado: su horario concluía dos horas antes. La dependienta no había considerado oportuno añadir a su información: "pero ya está cerrado". Si yo le preguntaba dónde estaba, ella me respondía dónde estaba, y nada más. Cualquier información adicional dependía expresamente de que se hubiera solicitado.
(Continuará).

lunes, 18 de noviembre de 2013

Un sábado en Cambridge

Visitamos Cambridge, de la mano de Dacia Viejo-Rose, una investigadora hispano-norteamericana dedicada a la arqueología y la preservación del patrimonio cultural, que ha trabajado para la UNESCO y que profesa, desde hace ocho años, en la Universidad de Cambridge. Dacia nos recoge en la estación y nos introduce en la ciudad. Dada la preeminencia absoluta de la universidad y de los colleges, uno creería que es a esta, a la universidad, a la que le ha crecido una ciudad, y no al revés. Pero Cambridge ya existía antes de que en 1209 se creara aquella: era, sobre todo, un mercado. En 1234, Enrique III le concedió el monopolio de la enseñanza de la plaza, y en 1284 se fundó el college más antiguo, Peterhouse, que perdura hoy. Luego hubo otro acontecimiento señero, que ha determinado la condición privilegiada de Cambridge entre las universidades del mundo, en contraste con las españolas, tan influidas siempre por la Iglesia: en 1536, el rey Enrique VIII, el de las seis esposas, ordenó la disolución de la Facultad de Derecho Canónico y el cese de las clases de filosofía escolástica. Así pues, en lugar de dedicarse al derecho canónico, los planes de estudio de los colleges abrazaron a los clásicos grecolatinos, las escrituras sagradas y las matemáticas. Algo así me recuerda a lo que sucede en muchas localidades inglesas: el principal edificio del lugar no es la iglesia, como sucede en España, sino el ayuntamiento: una metáfora de la prevalencia de la vida civil sobre la religiosa, de la autonomía del pensamiento -y del acuerdo ciudadano- sobre la imposición doctrinal. Quizá eso haya tenido algo que ver con el desarrollo cultural, tecnológico y de las libertades civiles en los países anglosajones, frente al secular subdesarrollo hispano. Cambridge me parece, al primer golpe de vista, abigarrada: una sucesión de edificios monumentales -medievales, renacentistas y victorianos-, mezclados con toda suerte de bloques de oficinas, inmuebles de vecinos y negocios modernos. No presenta la homogeneidad estética que yo me había imaginado. Pero esa impresión cambia paulatinamente, conforme nos adentramos en el núcleo antiguo de la ciudad. El primer college al que nos asomamos es Downing, el más neoclásico, un hermoso conjunto de edificios sobrios, regulares, con columnatas y frisos, y el cíngulo rectangular de las extensiones de césped. A la puerta está el porter's lodge, donde los porteros vigilan, con mayor o menor laxitud, el acceso al recinto. Siempre que pienso en un portero de universidad -una figura inexistente en las españolas; lo que más se le acercaba, en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, a principios de los 80 del siglo pasado, eran aquellos disciplinados bedeles que se asomaban al final de las clases que se impartían en el aula magna, para anunciar solemnemente: "¡Doctor! ¡La hora!"-, pienso en los que retrata Tom Sharpe en la impagable serie de Wilt, con su bombín y su mala uva. Como ya es la hora del almuerzo, Dacia nos acerca a su college, el Darwin, para comer en la cantina de los estudiantes. Nos sentamos junto a uno de los profesores con los que trabaja, el Dr. Nicholas Jardine, un teórico de la ciencia, que de inmediato despliega la proverbial habilidad de los ingleses -y, sobre todo, de los académicos ingleses- por la conversación ligera, ingeniosa, en la que no hay discurso, sino solo anécdotas. Jardine nos cuenta, mientras se asesta un postre de merengue "indescriptiblemente dulce", según nos refiere, cómo visitó España y Portugal en los años 70, y fue detenido en ambos países, aunque los policías españoles los trataron con mucha más amabilidad que los portugueses. Se conoce que en Lisboa había conocido a un cura que facilitaba la huida del país a opositores de Salazar, y aquello, comprensiblemente, no le había gustado a los sicarios de Salazar. La comida acaba abruptamente cuando un indio toca un gong. El gong significa que van a cerrar. Y, si van a cerrar, van a cerrar: el indio pasa a continuación por las mesas y te retira el plato, aunque el tenedor todavía esté viajando del plato a la boca. Luego, Dacia nos enseña el college por dentro: la biblioteca, el bar, especializado en whiskies y regentado solo por estudiantes -de hecho, los que vemos están preparando la versión cantabrigense de la Oktoberfest, y su aspecto no es, precisamente, el de Rupert Brooke tomando el té-, la sala del café y la sala de los periódicos, con vistas a un recodo idílico del río Cam, con sauces y castaños, y dos isletas que pertenecen al college, sembradas de bancos en los que, en verano, remolonean los estudiantes, y que ahora, en otoño, sobrevuelan los patos, de cuellos eléctricos. Las paredes de las instalaciones están cubiertas de retratos de la familia de Charles Darwin, el biólogo, que ha dado nombre al college y cuya casa, en la que nos encontramos, constituye su origen. Es sorprendente la familiaridad con la que entra uno en contacto aquí con figuras eminentes de la historia del pensamiento humano, con cuyas vidas jamás habría creído que pudiera cruzarse. En nuestra caminata desde la estación de tren, hemos pasado, por ejemplo, por delante del restaurante chino Seven Days, el favorito de Stephen Hawking. Dacia nos cuenta que algunos días lo ve allí, zampándose con mucho placer un pato laqueado. También nos informa de que, en el Jardín Botánico de la ciudad, sobrevive un manzano que es descendiente del de Isaac Newton, alumno del Trinity College, como, por cierto, Ludwig Wittgenstein, uno de mis héroes intelectuales y poéticos. De camino a los colleges más venerables, entramos en The Eagle, el pub de más prosapia de la ciudad, en el que solían reunirse James Watson y Francis Crick para debatir las teorías que les condujeron al descubrimiento de la estructura del ADN -y, por ello, al premio Nobel-. Reconforta pensar que algo semejante se ha discutido, no entre las asépticas mamparas de un laboratorio, o, por lo menos, no solo allí, sino en las mesas razonablemente mugrientas de una taberna inglesa, mientras se trasiega ale. Una placa recuerda la mesa en que ambos se ponían contentos hablando del ADN, a poca distancia de otra parte del pub dedicada a los aviadores que, desde la base aérea de la ciudad, combatieron en la Segunda Guerra Mundial: muchos de sus nombres aparecen todavía inscritos en el techo: ellos mismos los garabateaban con las llamas de las velas. A la salida del pub, visitamos por fin los colleges más nobles: King's, Trinity y Saint-John's, que están uno al lado del otro en la arteria principal de la ciudad, y que mantienen, desde hace siglos, una cordial enemistad. Aprovechando los vanos de alguna pared medianera, los estudiantes de unos y otros han llegado a tirarse cosas: volúmenes de la Biblia del Rey Jaime, quizá, o escolásticos escupitajos. King's es, en mi opinión, el más espectacular, aunque conserva algunos rasgos de la característica excentricidad inglesa: junto a los prados del campo, inmensos, esmeraldinos, sobre los que no dejan de pasar ánades migratorios en formación, pastan unas vacas, que pertenecen al college. No son animales del laboratorio, ni de la escuela de veterinaria; son, sin más, unas vacas, que acaso representen la cercanía de la universidad al pueblo llano, o quizá, simplemente, mantengan a raya la hierba. Cerca de donde rumian los bóvidos se alza la capilla de la universidad, aunque de capilla solo tiene el nombre: más bien parece una catedral. Las vidrieras, de una luminosidad extrema, ocupan casi toda la superficie de las paredes; recorren el techo infinitas nervaduras, que se imprime en un panel de mármol de una delgadez sorprendente, de apenas unos centímetros de grosor; y más allá del coro, en el ábside, esplende una adoración de los magos pintada por Rubens. La capilla del King's es como la Sainte Chapelle parisina, pero a lo bestia. Trinity, el más opulento de todos, destaca por sus fachadas y portaladas, donde no deja de exaltarse a "Eduardus Tertius fundator", aunque su verdadero patrocinador fuera Enrique VIII, cuyo rijo le llevó a inventarse una nueva iglesia, la anglicana. También su capilla es notable, aunque aquí destaca, sobre todo, el vestíbulo, con las estatuas en mármol de algunos de sus más ilustres hijos: Newton, el filósofo Francis Bacon o el poeta Alfred Tennyson (el que cantara la carga de la Brigada Ligera en Balaclava: "Cañones a su derecha,/ cañones a su izquierda,/ cañones ante sí/ descargaron y tronaron./ Azotados por balas y metralla,/ cabalgaron con audacia/ hacia las fauces de la Muerte,/ hacia la boca del Infierno/ cabalgaron los seiscientos"), aunque confieso que yo habría preferido que también estuviera representada aquí Rachel Weisz, otra hija muy notable -es más: espectacular- de esta Trinidad. Por fin, Saint-John's ("¡Preferiría estar en Oxford que en Saint-John's!", cantan, con malevolencia, los estudiantes del Trinity) es el menos llamativo de los tres, acaso porque su patio central está dividido transversalmente por diversas alas, en ladrillo, del college, y resulta menos magnificente, pero cuenta con algo que lo redime por entero: el puente de piedra sobre el Cam, muy semejante al Puente de los Suspiros veneciano, por debajo del cual pasan, indolentes, barcas llenas de visitantes que se cubren las piernas con mantas, impulsadas por las pértigas de los barqueros. Acabada ya la visita, y de regreso a la estación, Dacia nos hace notar que, en una baldosa de la calle, se dibujan las plantas, metálicas, de unos pies. En realidad, es una estatua, obra de Antony Gormley, solo que, en vez de elevarse en el aire, se incrusta en la tierra. Dacia nos asegura que es magnífica, pero nos resulta difícil apreciar los detalles. Algo más allá, pasamos por delante del Museo Polar, donde se conservan muchos de los efectos personales del explorador Scott, muerto en su lucha con el pérfido Amundsen por alcanzar el Polo Sur, y pensamos que una visita al lugar justifica otra visita a Cambridge, pero quizá en primavera, cuando una explosión de flores devuelva el color a estas piedras centenarias.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Las fatales consecuencias de un sueño demasiado profundo

Ayer Álvaro se durmió a eso de las diez de la noche. Puede parecer extraño en un joven de dieciocho años, supuestamente rebosante de energía y de hormonas, pero en su caso no lo es: la capacidad para el sueño de Álvaro es colosal; además, una vez dormido, duerme con denuedo titánico: sacarlo de ese estado es como reflotar la Atlántida. A veces, en Sant Cugat, me despertaba yo -a varias habitaciones de distancia- por el estrépito de sus cuatro despertadores simultáneos, que sonaban como la alarma de un submarino, pero él seguía en letargo, con un hilillo de baba colgándole de los labios, como un cordón umbilical que lo uniera a la placenta de la almohada, y el aspecto de un oso cavernario que acabara de entrar en hibernación. Todo esto solo tendría un interés científico, si anoche Ángeles y yo, fatalmente, no nos hubiéramos dejado las llaves y los móviles en casa, antes de ir al gimnasio, confiados en que nuestro hijo nos abriría después. Sin embargo, cuando volvimos, hacia las diez y media, y llamamos al interfono, nadie nos abrió. Despreocupadamente, insistimos unas cuantas veces: quizá no nos oía con la televisión, o estaba en el lavabo. Hasta que, a través del ominoso silencio, lentamente, se abrió paso la escalofriante certeza: Álvaro se había dormido, y, si se había dormido, nada de lo que hiciéramos, ningún suceso del mundo, ningún cataclismo interplanetario que se abatiera sobre la Tierra, podría despertarlo. Estábamos perdidos. Pero el camino de la desesperación es sutil y, como nadie desea nunca que lo tengan por un sujeto espantadizo o descontrolado, empezamos a buscar soluciones. Éramos constructivos, claro que sí. Llamamos a los vecinos -una familia francesa que nos había dicho que, siempre que necesitáramos algo, podíamos recurrir a ellos- y les explicamos someramente la situación. Nos abrieron, para que pudiéramos seguir llamando a la puerta, no desde la calle, donde iba haciendo frío, sino desde la puerta misma del piso. Subimos, pues, con la engañosa esperanza de que cambiar de timbre cambiaría la situación, pero yo, en mi fuero interno, sabía que aquella situación no la cambiaría ni el Espíritu Santo. Nos machacamos, pues, las falangetas -por turnos: primero apretaba yo y luego Ángeles me daba el relevo-, intentando, incluso, crear ritmos animados, es decir, no hacer ring, ring, sino ri-ri-ri-riiiiiinnnnngggg, o bien ring-gi ring-gi, ring-gi, giriiiiiinnnnngggg, o cualquier otra combinación que se nos ocurriera, con la esperanza de que la síncopa espabilara la percepción de Álvaro, sumida, en aquel momento, en las tinieblas insondables de Morfeo. Constatado el fracaso de la operación tímbrica, empecé a aporrear la puerta. Así, sin ningún miramiento, como un subinspector de los municipales. Pero tampoco hubo ninguna respuesta: del interior solo nos llegaba un silencio descorazonador. Los vecinos franceses, por cierto, oyeron aquello, porque aquello era audible para todo ser humano en varios cientos de metros a la redonda, salvo para Álvaro, pero no se asomaron a ver qué pasaba. Pensamos en volver a llamarlos, para que nos dejaran pasar de su galería a la nuestra, y desde allí golpear el vidrio del comedor, a ver si Álvaro se despertaba, pero desestimamos la posibilidad: saltar de un balcón a otro podía acabar con nosotros ensartados en los pinchos que remataban las verjas que protegían la finca en la planta baja, o, aun teniendo suerte, en las limosas e hipócritas aguas del Támesis; hipócritas porque, como los ingleses, bajo su tranquila apariencia se ocultaba un maremágnum de fuerzas encontradas, y quizá de carpas hambrientas. Por fin, arrojamos la toalla: no nos quedaba más solución que buscar algún sitio donde pasar la noche. Al salir a la calle otra vez, donde hacía un frío que, si antes encontrábamos llevadero, ahora se nos antojaba polar, aún lo intentamos una vez más: reprimiendo las ganas de ponernos a gritar, volvimos a llamar al timbre, a ver si la providencia se apiadaba de nosotros y el timbrazo penetraba por algún resquicio de la amodorrada conciencia de Álvaro. Pero no. Humillados y abatidos, saltamos al asfalto, como Oates saltara al hielo en la malhadada expedición de Scott: para morir, aunque Oates llevaba calcetines, y yo no: también me los había olvidado en casa. Si algo en aquella ridícula desgracia nos había salido bien, es que teníamos dinero. Aprovechando la visita al gimnasio, habíamos cogido la tarjeta del banco para sacar dinero de un cajero. Con esas libras y la tarjeta, probamos a llamar a casa: quizá Álvaro sí oiría los timbrazos del teléfono. Nuestro pensamiento desiderativo desvariaba, pero teníamos que intentarlo. Solo cuando estás muy hundido, descubres el hundimiento universal que te rodea, y que queda habitualmente oculto por las rutinas emborronadoras de la realidad. Al buscar cabinas desde las que telefonear, advertimos los cubos de basura saqueados: los pobres vacían los contenedores en busca de algo aprovechable, y la inmundicia inunda las calles. Las cabinas no presentan un aspecto mejor. Como nadie, salvo los idiotas como nosotros, las utiliza ya, se han convertido en unos iconos vacíos: todas tenían telarañas, y en una había un murciélago.  Y los teléfonos, por supuesto, no funcionaban. Tras la imagen pintoresca de esas cabinas rojas, de techito abombado, tan representativas de lo británico como el fish & chips, las orejas del príncipe Carlos o alguien que se descalabra haciendo balconing en Lloret de Mar, no hay sino putrefacción e inutilidad. Solo en una, milagrosamente, y superando diversas grabaciones robóticas cuyo inglés era tan comprensible como el de José María Aznar, conseguimos llamar. Tampoco sirvió de nada. Al quinto timbrazo, saltaba el buzón de voz, y ahí se quedaba todo. Definitivamente derrotados, solo nos quedaba encontrar un lugar donde pasar la noche. Las libras que llevábamos en el bolsillo nos aseguraban que no dormiríamos debajo de un puente (en el de Chelsea hay una colonia de mendigos que organiza fuegos de campo y que charla con mucha afición, entre océanos de mugre), pero se trataba de gastar poco y de no alejarnos demasiado de casa: era ya más de medianoche. Fuimos a la cercana Belgravia Road, donde sabíamos que hay varios hotelitos que aprovechan los antiguos edificios victorianos y los subdividen, como apicultores, en celdillas para los turistas. Entramos en el primero que vimos, el Corbigoe Hotel. Desde luego, no lo habríamos hecho si hubiéramos conocido las opiniones de la gente en Google: en tripadvisor, de 315, 51 lo consideran malo y 195, pésimo. Pero en aquel momento lo único que nos importaba era dejar de ser unos sin techo cuanto antes. Así que nos metimos en la boca del lobo. Nos atendió, en algo que solo con mucha generosidad podía llamarse recepción -más bien recordaba a un ataúd vertical-, un indio (de la India, no americano) con aspecto de haberse acabado de despertar de una cogorza. Nos cobró 80 libras, en efectivo, por la habitación número dos, a la que se llegaba bajando por unas escaleras: aquel descenso era como el descenso a los infiernos. Junto a la puerta se acumulaban las bolsas de basuras, pero el cuarto no constituía ningún refugio, sino un remedo de la mazmorra de Montecristo en If, una reproducción de la celda en la que murió Miguel Hernández, un símil de la caverna del dragón. Solo había una ventana, que daba a un patio interior, ocupado por una maraña de cañerías y escaleras de incendio. Para mi horror, también había allí una máquina que producía un ruido constante. En cambio, no había teléfono (con el que habíamos pensado en seguir insistiendo en llamar a casa), ni, en el baño, toallas, y por la moqueta parecía haber pasado una manada de ñus. El radiador estaba pegado al cabecero de la cama, y, como no podía regularse, el calor te achicharraba los sesos: me recordaba a la calefacción de los antiguos vagones de la RENFE, que te asaba los pies en invierno. Lo que más me aterrorizaba era haber de dormir sin melatonina, ni tapones para los oídos: es decir, no dormir. Y, en efecto, cuando uno está tumbado en una cama extraña, en el silencio absoluto de la noche, todo ruido, cualquier ruido, que al principio nos ha parecido suave, se convierte en un estruendo demoníaco: el zumbido de la máquina se volvió una espina lacerante que me taladraba el cerebro; un zumbido al que se sumaba el ruido de mis tripas, porque no habíamos cenado. Y aquella vigilia invencible me hizo, a su vez, dolorosamente consciente de la fragilidad de nuestros mecanismos corporales -yo, siempre amenazado por el insomnio- y también de la espesura del tiempo: ocho horas de inmovilidad, sometido al imperio de aquella máquina inmisericorde, sin poder percibir, ni concebir, otra cosa que su pitido cruel, que tenía la calidad de un mordisco o un maleficio, relativizan mucho el peso de la mortalidad. Milagrosamente, a una hora indeterminada de la madrugada, la máquina dejó de sonar, y yo caí en un duermevela mucilaginoso, que me evitó hundirme en la locura. Milagrosamente, a la mañana siguiente, nuestro hijo ya se había despertado, y hasta nos abrió la puerta. Milagrosamente, sobrevivió a nuestra ira. Ángeles se ha jurado que antes se dejará arrancar la lengua con un garfio al rojo que volver a salir de casa sin móvil ni llaves. Y yo creo que no he dicho que el indio del Corbigoe nos despertó a las siete de la mañana, cuando yo le había pedido que lo hiciera a los ocho. I'm so sorry, me dijo, cuando se lo reproché. Pero no había en su rostro finamente ario ni un atisbo de compunción.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Walt Whitman

Llevo un año y medio traduciendo a Whitman, y estoy llegando, me temo, a ese punto -que tan bien conocen los tesinandos- en que el amor que uno sentía por un autor (y que, pese a todo, no ha dejado de sentir) se tiñe de un sutil hartazgo. Pero no cejo en mi empeño. Recuerdo bien cuando leía, deslumbrado, la traducción de Hojas de hierba hecha por Borges: no sabía qué me gustaba más, si el original o su versión al castellano. La admiración del autor de El jardín de los senderos que se bifurcan por el neoyorquino rayaba en la idolatría: poco antes de morir, Borges aún quería visitar, a modo de despedida, la tumba del "viejo Walt", el modelo, acaso, de poeta entero, absoluto, casi metafísico, aunque innegablemente histórico, que él mismo habría querido ser. En esa fascinada lectura mía, seleccioné un poema, "Lleno de vida ahora", lo imprimí, lo enmarqué y lo colgué en la pared de mi despacho, en las sombrías dependencias de la Generalidad en las que trabajaba entonces. Aquel poema me interpelaba como ninguno otro del libro: sencillamente, se dirigía a mí, Eduardo, en aquella tarde barcelonesa, ciento treinta y un años después de haber sido escrito, y hacía bueno el dicho de Cernuda de que el poeta no ha de escribir para sus contemporáneos, sino para los que sucedan a los contemporáneos: para los lectores futuros, con quienes ha de establecer un diálogo más allá del tiempo. Que hubiese poemas alrededor de mi mesa de trabajo -Whitman no era el único: también me acompañaban Quevedo y José Ángel Valente- siempre sorprendía al visitante, que acudía para despachar abstrusos asuntos fiscales. Desde luego, no reparaban en su contenido -si no, su sorpresa aún habría sido mayor-, sino solo en el hecho de que fueran poemas -lo tenían claro: las líneas no acababan al final de la página- y de que me hubiera atrevido a ponerlos allí, a la vista de todo el mundo, y donde encajaban tanto como un minué en un establo. Hoy, yo mismo puedo aportar una traducción de "Lleno de vida ahora", no sé si mejor que la de Borges. Haberlo hecho me reporta, ignoro si mayor gloria, pero sí, al menos, la certidumbre de una continuidad o una cofradía: la de los amantes de la poesía y de Whitman, uno de sus sumos sacerdotes, así como una vaga vergüenza, por el impudor que supone aproximarse siquiera a seres tan admirados. Así dice mi versión de "Lleno de vida ahora":

Lleno de vida ahora, compacto, visible,
yo, de cuarenta años de edad, en el año octogésimo tercero                                                                                 [de los Estados,
a quien viva dentro de un siglo, o dentro de cualquier                                                                            [número de siglos,
a ti, que no has nacido todavía, a ti te buscan estos cantos.

Cuando los leas, yo, que he sido visible, seré invisible.
Ahora eres tú, compacto, visible, el que comprende mis                                                                       [poemas, y me busca,
e imagina lo feliz que serías si estuviera a tu lado y fuera tu                                                                                         [camarada;
sé feliz, como si estuviera a tu lado (y no estés demasiado                                           [seguro de que no esté ahora contigo.

Esta sensación de que Whitman está susurrándote los versos al oído, como si estuviera sentado a tu lado, se convirtió en una presencia física, viva, en Washington, hace dos veranos. Asistía yo a un encuentro iberoamericano de poesía, y visitábamos, por cortesía de la organización, la National Portrait Gallery de la capital, donde se encuentran varios retratos de Whitman y otros que ilustran diferentes etapas de su vida. Allí, Rei Berroa, el poeta dominicano que constituye, año tras año, el maravilloso factotum del encuentro, nos dispuso en círculo en una de las salas, como a una agrupación de boy scouts, y encendió una hoguera inimaginada: la de la única grabación que se conserva de la voz de Whitman, leyendo un brevísimo poema suyo, "América", a principios de la década de los noventa del siglo XIX (él murió en 1892). La grabación había sido hecha por el mismísimo Thomas Alva Edison, el inventor de fonógrafo, y, aunque no había una seguridad absoluta de que se tratase del poeta, todo parecía indicar que así era. Quien quiera oírla, puede reproducir nuestra experiencia en la página web de los Whitman Archives, donde está colgada la grabación. Allí, en aquel vestíbulo inmaculado del museo, en un silencio sacerdotal, Fernando Beltrán, José Mármol, Ernesto Lumbreras y yo mismo, entre otros escritores, fuimos testigos de la reviviscencia de Whitman como habríamos asistido a la resurrección de Jesucristo: el viejo barbudo se apareció ante nosotros con una voz cavernosa, que destripaba engoladamente las sílabas de su épico casi haikú, con la prosopopeya de aquel siglo ceremonioso, y que dejaba a las palabras flotando en el aire, exangües, masticadas, felizmente monstruosas. "América" solo tiene cuatro versos, pero su lectura nos pareció eterna. Y, cuando acabó, seguimos todos en silencio, temblando, desballestados por aquella aparición majestuosa, pero a la vez delicada, como es toda la poesía de Whitman: un grito y un murmullo, la voz de un hombre, pero también la de un pueblo. Hoy me sigue fascinando la tenacidad del poeta: su querer serlo, y exclusivamente -a pesar de sus múltiples ocupaciones pro pane lucrando-, hasta el último aliento, su obstinación en decir, en cantar, su aferrarse al lenguaje aun en la enfermedad y la agonía, como remedio, acaso, para la enfermedad y la agonía. La última edición de su Hojas de hierba se llama "del lecho de muerte", porque en él la corrigió y la sancionó. En algún poema, se lamenta de ello: de esa garrulería irremediable, y de la repetición de los temas: "siempre cantando lo mismo, siempre cantando lo mismo", protesta, se protesta, el poeta. Y es cierto: siempre cantó lo mismo. Pero es que "lo mismo" es la esencia del ser humano: su infinita fragilidad, a la par que su incansable busca de lo que la venza. Por eso, pese a la fatiga que sufro después de tanto tiempo bregando con sus versos, creo todavía que Whitman es, no solo el mayor poeta que han dado los Estados Unidos de América -y uno de los mayores de la humanidad-, sino también alguien que nos habla, que nos consuela, que nos acompaña, y que, resistiéndose a morir (con el lenguaje, ¿con qué si no?), alimenta nuestra esperanza, acaso, de no morir del todo.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Mozart y una plaza de Londres

Muchas tardes voy a recoger a Ángeles a la salida del hospital. Es un paseo largo, de cuarenta y cinco minutos en cada sentido, pero me sienta bien: después de tantas horas ante el ordenador, caminar un buen trecho me reactiva la circulación. Además, supone una rutina, y las rutinas son buenas para que nos sintamos integrados en un paisaje, además de para liberar al cerebro de sus ocupaciones menos relevantes: así podemos dedicarlo entonces a los asuntos esenciales, como cuándo se va a recuperar Messi de su lesión, o a qué voy a dedicar la entrada del blog del día siguiente. Uno de los caminos que van al hospital atraviesa una placita sin nombre. Es sorprendente que no lo tenga, porque todo Londres es una apoteosis nominal: hasta los edificios se bautizan. Yo vivo, todavía, en un conjunto de apartamentos que se llama The Icon, y dentro de poco voy a hacerlo en otro con el nombre de Yvon House. Pero la plaza no tiene denominación oficial, aunque los vecinos la identifiquen, informalmente, como The Orange, por el pub señorial, de fachada blanquísima, que ocupa una de sus esquinas. La plaza se abre en la confluencia de la calle Ebury con Pimlico Road, y siempre me ha llamado la atención por su belleza. Todo su perímetro está ocupado por tiendas, sin que dé la sensación de que sea una zona comercial. Son tiendas de muebles, decoración y antigüedades -que fascinan a los británicos-, librerías de libros ilustrados -sobre jardinería y cerámica, por las que sienten no menor pasión-, floristerías y salones de té: establecimientos inundados de tenues luces doradas, con asientos de cretona y cartelerías exquisitas; lugares donde a uno le apetece, simplemente, estar. A mí, por ejemplo, no me importaría acomodarme en el sillón orejero expuesto en el escaparate de una de ellas, aun a costa de ser observado como un maniquí, o un elemento más del mobiliario, por la sola razón de hundirme en sus infinitudes muelles, y respirar el delicado aroma a espliego que exhala la tienda, y disfrutar de los libros que han dispuesto al lado del asiento. Reparo también en los nombres de los locales, estos sí, sonoramente arraigados en la cultura aristocrática, pero, a la vez, mestiza, de la Gran Bretaña: uno de ellos se llama Christopher Butterworth; otro, Humphrey & Carrasco; otro más, Coote & Bernardi. Me vienen a la cabeza los nombres disparatados que solía dar Saki, el gran humorista inglés de fin de siglo, a los personajes de sus terroríficos cuentos: Rottlethorpe, Thwinbinding, Applespruttle; una técnica que también practicaba Camilo José Cela en sus apuntes carpetovetónicos y, en general, en la España sórdida que describía. A la entrada de la plaza, por Pimlico Road, queda la rotunda iglesia de Saint Barnabas, con su majestuosa aguja, que otea los barrios de Chelsea y Pimlico desde 1850. En el escueto triángulo que constituye propiamente la plaza, se alza una pequeña estatua. Y es pequeña porque representa a un niño: Mozart, a los cinco años. A esa edad vivió en el 180 de Ebury Street, a pocos pasos de distancia, y allí compuso su primera sinfonía. He dicho bien: a los cinco años. Su padre, también músico, había descubierto el talento, la genialidad musical de su hijo, e iniciado una gira por las cortes europeas para darlo a conocer (y para embolsarse, de paso, unos buenos beneficios). En Londres residió en una casita blanca, estrecha, recogida, con un minúsculo arriate a la entrada, que formaba parte de una hilera de casas iguales. También esto adoran los ingleses: esta continuidad temporal, este saber que el tiempo permanece ahí, único, solidificado, esta perpetuación de las realidades, de los hechos. Cuando un visitante ilustre que visitaba Oxford por primera vez le dijo al rector, que lo acompañaba por el campus, "¡qué césped más bonito!", este le contestó: "Sí, lo cortan cada jueves desde hace 800 años". Ni siquiera dijo: con frecuencia, o semanalmente; dijo: "cada jueves", como si las semanas de ocho siglos fueran algo cercano, cotidiano, comprensible con un solo golpe de pensamiento. Ahí están, pues, la estatua de Mozart -reciente: se erigió en 1994-, y la casa donde escribió su primera sinfonía, y la plaza entera, con sus tiendas, sus terrazas y sus castaños de Indias, en cuyo follaje ahora, próxima ya la Navidad, ha crecido una miríada de frutos luminosos. Ni siquiera los aseos públicos que se acumulan en ella -unos, antiguos y subterráneos, cercados por verjas, for public convenience; otros, modernos, como cápsulas espaciales, en la superficie, que funcionan con monedas- la afean: todo está integrado en un conjunto deliciosamente sutil, en un equilibrio de formas, de luces y sombras, que se me antoja prodigiosamente cercano a la música perfecta del músico de Salzburgo.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Manga por hombro

Los blogs son literatura. No todos, desde luego, como no lo son todos los libros, pero sí aquellos que practican el arte de la palabra, que es la definición más simple que se me ocurre de la literatura. Sucede, empero, que, como tantas otras modalidades actuales de esa palabra que persigue la emoción estética, no se plasma en papel, sino en el evanescente silicio del ordenador, en los férreos pero inaprehensibles bits de los programas informáticos, o, en el colmo de la nada, en la nube. Que la literatura esté en la nube -y no en las nubes- se me antoja un prodigio de etereidad y, acaso, de eternidad. Pero los escribidores seguimos siendo materialistas, sobre todo los que nos hemos formado con la materia: la tinta, la celulosa, la encuadernación. Pronto habrá otros -ya están surgiendo- que no conciban la palabra escrita si no es en las superficies inmateriales de lo digital, o incluso que no conciban la palabra escrita, sino solo susurrada, y desaparecida, en ese espacio de intercambio irreal. Hoy se observan todavía algunas resistencias: las derivadas de la costumbre, de las inercias individuales. Y, así, advertimos que lo que antes se escribía en papel, como los diarios personales, ahora se escribe en blogs, pero que de estos, en muchos casos, pasan al papel, como un agente doble, o como un salmón que remontara la corriente hasta llegar al lugar donde naciera. El papel, asediado por negaciones poderosísimas -que acabarán venciendo-, subsiste todavía. Y de ello es buena prueba este Manga por hombro [Entradas del blog El Juego de la Taba], publicado por La Isla de Siltolá, que me envía Elías Moro, el escritor de Mérida. Subrayo lo de "escritor de Mérida", porque tiene mérito (¿"mérido"?) serlo: apartado, fronterizo, no sé si solo, aplastado por calores asfixiantes en verano y fríos heladores en invierno, Elías mantiene encendida allí la llama de la escritura pura, de la literatura jubilosamente entregada a sí misma, de la palabra alegre y viva y cordial. No quiero que se me malinterprete: Mérida es una ciudad muy hermosa, de gente amable y entusiasta, que siempre es un placer visitar, pero sus circunstancias no son, digamos, las de Bloomsbury. Sin embargo, Elías le ha dado la vuelta a las circunstancias: las ha puesto a trabajar para él. En Mérida, Elías Moro es vigilante de seguridad; sí, segurata. Alguna vez, con algunos amigos, hemos ideado antologías poéticas bizarras: una de poetas feos (¿quién querría aparecer en ella?), o de poetas tartamudos (cuyos versos suelen ser igualmente sincopados), o de poetas seguratas. En ella figurarían, gloriosamente, Elías Moro, Roberto Bolaño, que lo fue en un cámping barcelonés, Pere Gimferrer, policía militar en Palma de Mallorca (¿alguien se lo imagina con casco y porra blancos?), y yo mismo, que serví a la patria en el Servicio de Vigilancia del Centro de Instrucción de Reclutas de Rabassa, en Alicante, también con casco y porra blancos. Salvo por mí, no es una mala nómina. Ser vigilante de seguridad es, según me confiesa Elías, un trabajo muy tranquilo: sus muchas horas de inactividad dan para mucho, sobre todo si se tiene un espíritu creador. Me gusta pensar que la excelente poesía de Elías, y ahora este conjunto de crónicas, reflexiones, relatos y aforismos contenidos en Manga por hombro, han surgido en este tiempo silente, a menudo insomne, que con otra dedicación resultaría insoportable, en el que Elías ha velado, con su altura baloncestística y una sonrisa no menos majestuosa, por la seguridad de unas instalaciones. La última vez que nos vimos fue poco antes de que yo viniera a Londres, en Mérida, donde Ángeles y yo íbamos a asistir a la representación de El asno de oro, de Apuleyo, interpretada por el gran Rafael Álvarez, "el Brujo". Por la tarde nos habíamos citado con él. Elías se mostró entonces como es, como es su literatura: dinámico, dilatado, coloquial y culto a la vez, risueño y un punto travieso, pero atrav(i)esado por la hondura discreta de quien ha experimentado todos los dolores y pensado en todas las muertes. Admiramos -él por milésima vez- las ruinas romanas y paseamos por el magnífico puente de la ciudad, nos tomamos unas cervezas y después, con Ángeles, unas morcillas sobrenaturales, y hablamos, sin discursos, pero con mucha risa, como quien evoca las anécdotas de unos amigos muy queridos, de Camba y Monterroso, de Cunqueiro y Pla, esos escritores que son epítome de la palabra exacta y jovial, de la literatura irónica y quintaesencial, a la que tanto Elías como yo aspiramos. Luego nos despedimos, y nosotros asistimos al espectáculo de "El Brujo" en el teatro romano, en unas gradas de piedra homicidas, pero bajo una luna inconmensurable. Las entradas de Manga por hombro revelan el ingenio, el lirismo y la pasión por la palabra que caracterizan al Elías Moro hombre, y su reunión es una prueba feliz de su existencia en el mundo, que nos hace mejores a todos, y de la supervivencia de la palabra espesa, material, pero aérea, como lo es también el libro en el que está escrita.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

En busca del tiempo perdido

En busca del tiempo perdido no solo es la razón por la que me vine a Inglaterra, sino el título de, probablemente, la mejor novela del s. XX y una de las mejores de la historia de la literatura universal. Marcel Proust, aquel aristócrata que había nacido en un cuerpo de burgués, publicó la primera entrega de la heptalogía, Por el camino de Swann, en noviembre de 1913, hace ahora exactamente un siglo. Y lo hizo a su costa, pagando enteramente la edición -es decir, pagándola sus padres: Proust no desempeñó un trabajo remunerado en su vida-, después de que André Gide, en una de las pifias más monumentales de la historia de la edición -solo equiparable a la de Carlos Barral con Cien años de soledad, que reputó "pintoresco"-, rechazara publicarla en la Nouvelle Revue Française, porque "había demasiadas duquesas". Que Proust autoeditara ese primer volumen (y solo ese) suele invocarse como justificación de la autoedición. Aunque hay muchos más ejemplos, e igualmente sensacionales: Rimbaud se pagó su temporada en el infierno, y César Vallejo, el asimismo fundacional Trilce. Sin embargo, por muchas excepciones que se logren recopilar, no desvirtuarán el hecho de que pagar por publicar es ignominioso, y que la inmensa mayoría de los libros que ven la luz gracias a esa expresión del masoquismo -y de la vanidad más desaforada- son deplorables. En busca del tiempo perdido ha sido la mayor experiencia literaria de mi vida. No, quizá, el mejor libro, o el más impactante, o el más oportuno: la mayor experiencia literaria, un proceso dilatado -no queda otra: los siete libros suman más de 3.000 páginas-, en el que la lectura moldea la sensibilidad y crea el lenguaje, esto es, el pensamiento. Recuerdo haberlo empezado a leer por la recomendación de un compañero de clase, Federico Moncunill Gallo, uno de aquellos colegas con los que uno no tenía demasiado relación, pero si percibía alguna afinidad, y que, en un momento dado, eran capaces de penetrar en tu intimidad con un comentario o con una conducta. Me hice con la edición de Alianza, en cuya traducción se habían sucedido Pedro Salinas y Consuelo Berges, y me abandoné a una lectura que me acompañó en Barcelona y en los Estados Unidos, donde pasé, por aquel entonces, a principios de los 80 del siglo pasado, algunos meses. Digo bien: me abandoné, porque en la corriente de Proust uno ha de dejarse llevar, como en un río caudaloso, sin aspirar a otro esfuerzo analítico que el acomodo, en tu propia y deslumbrada alma, del inmenso conocimiento del alma humana que despliega el libro. Ni siquiera esas frases interminables de su escritura, que se engarzan en subordinadas, y en subordinadas de las subordinadas, y en subordinadas de las subordinadas de las subordinadas, hasta una subordinación infinitesimal o cósmica, como se prefiera, del mismo modo en que los convólvulos de un cerebro gigantesco se sucederían en pliegues interminables, hasta aovillarse en una madeja turbulenta, pero insólitamente elegante, e interminable, ni siquiera esas frases, decía (y me acaba de salir una ahora mismo, influido, sin duda, por el espíritu subordinante de Proust), empujaban al análisis, por mucho que lo requirieran, sino al trance: al trance de observar cómo el lenguaje se posesiona del ser y del mundo, de todos los rincones del pasado y del presente; del trance de saberse lenguaje, de existir gracias al lenguaje, amasado por la voluntad de negarse a morir, de negarse a que todo lo vivido desaparezca en la nada afásica de la muerte. Es fascinante apreciar esa lentitud con la que el escritor francés desenmaraña la realidad, esa tarecea lingüística de una realidad que se desvanece: cada palabra es un clavo microscópico, algo que pretende fijar lo volátil, sin impedir que vuele. Hace falta mucho pulso para narrar, en cincuenta páginas, cómo nuestra abuela se va a dormir, eso, justamente, que desespera a tantos lectores -y escritores- apresurados, y que atrapa a los más pacientes, a los que se deleitan con cada sílaba, pero que son, también, los más pueden sufrir su influencia: Proust, como Borges, como Neruda, devora el estilo, y hay que huir de su irradiación; el estilo proustiano acaba siendo prusiano. Hace falta una delicadeza y un nervio formidables para aguantar esa acción, sin que la vibración de la frase decaiga, sin que perdamos el hilo, sin que nuestro ojo trastabille. Frente a la imagen de un Proust feble, delicuescente, su vigor narrativo es extraordinario, y yo siempre he creído que el talante literario es transunto del talante personal. Proust era, en realidad, un sujeto berroqueño, capaz de lidiar con una familia insuficientemente amante, con una sociedad homófoba e insensible, con los colmillos retorcidos de los salones de la época, y hasta con una guerra mundial, pero para hacerlo necesitaba del lenguaje, de eso que le otorgaba materia y perdurabilidad. Si algo es indudable para mí en En busca del tiempo perdido es su carácter poético: solo la poesía tiene esa capacidad para transmitirnos una emoción tan vívida, fundida con el pensamiento. Sin embargo, la grandeza de la novela radica en sus múltiples capas de lenguaje, en el inextricable entrelazamiento de sus discursos: es una novela lírica, sí, pero también es un fresco, un colosal diorama, del fin de las sociedades decimonónicas (mayor, y más exacto, por cierto, que el de tantos novelones realistas: la mejor descripción es una buena metáfora), y un diario personal, una crónica desangrada de alguien que ama y no es correspondido, de alguien que quiere amar de otro modo y no le es permitido. Y también es un experimento vanguardista: una forma de acometer la palabra, y su articulación global, como no se había intentando antes en la prosa francesa, ni en la universal. No me acuerdo de cuántos meses dediqué a la lectura de En busca del tiempo perdido, pero fueron muchos. Me recuerdo en mi habitación, jubilosamente sofocado por aquella sintaxis serpenteante, por aquel lenguaje que no acababa, por aquella inverosímil capacidad para sumergirse en el análisis de la interioridad y emerger de esa apnea casi mortal con un mapa, perfectamente topografiado, de causas y efectos, de cimientos y matices, de sentimientos y sinrazones; y, viéndome en ese cuarto, sudoroso, abrumado y feliz, veía también a Proust en el suyo, al final de su no muy larga vida, asmático, insomne y agonizante, echado en la cama con un abrigo por los hombros, con sahumerios con los que pretendía evitar que lo apuñalara la tos, atendido por su criada Céleste, que era ahora como aquella madre que no iba a darle el beso de buenas noches cuando niño, y que se paseaba con infusiones por la habitación, cuyas ventanas estaban tapiadas, y cuyas paredes, recubiertas con planchas de corcho, para amortiguar los ruidos exteriores y favorecer el sueño imposible del escritor. Un sueño que le llegaría, definitivamente, el 18 de noviembre de 1922, cuando él aún se afanaba por corregir sus libros, por añadir pedazos de papel con correcciones a los volúmenes ya publicados, por seguir apilando, con su letra microscópica, los minutos de una vida que se extinguía, por seguir respirando con palabras.