Visité Londres, por primera vez, en 1979, con quince años. Vine solo, y aún hoy me asombra que mis padres me dejaran a la aventura, aunque fuese en un país civilizado como este, a tan corta edad. Me alojé en casa de los Baker, unos viejecitos muy simpáticos, en Maidenhead, un pueblo feo -pero de nombre curioso: "Cabeza de doncella", y, muy antiguamente, "himen"; a saber la de historias medievales que oculta- al este de la capital. Estaba cerca, eso sí, de Windsor, con su castillo regio, y Runnymede, donde se firmó la Carta Magna: aquellos paisajes todavía me huelen hoy, en la memoria, a lluvia, a hierba y a sándwich de pepino y mermelada. Pese a la proximidad de estos sitios históricos, mi principal visita era, por supuesto, Londres. Recuerdo, en especial, dos de las atracciones en las que me adentré: el museo de cera de Madame Tussaud, que me pareció espantoso, pero no porque las figuras me dieran miedo, sino porque las encontré abominables; y un sex-shop -en Londres radicaban, en aquel entonces, los mejores del mundo-, donde, a aquella tierna edad mía, los látigos, los suspensorios de cuero, los penes elefantiásicos y las muñecas hinchables constituían un mundo de fascinaciones inacabables, a la vez que de sobrecogimientos igualmente monstruosos. De hecho, el sex-shop me pareció un espectáculo mucho más seductor, aunque esta sea una palabra quizá demasiado sutil para lo que se veía allí, que los muñecos de cera de la Tussaud. También recuerdo que me crucé por la calle con una señora llorando. Estaba parada, sola, derramando unas lágrimas enormes. Me detuve yo también y le pregunté, en inglés, si podía ayudarla. Me contestó en español, entre hipidos: "¡He de coger un taxi, porque me esperan en el hotel, y no para ninguno! ¡Llevo aquí mucho rato, los llamo, pero no paran!". La señora volvía entonces a levantar el brazo, con desesperación, pero infructuosamente: los taxis, en efecto, no le hacían caso. Pero era lógico: estaban ocupados. La señora no sabía que los libres se anuncian con una discreta luz frontal y se empeñaba en llamar a los vehículos equivocados. Esperé a que pasara uno libre, le hice la señal y se detuvo de inmediato. La mujer, tan aliviada que se olvidó incluso de darme las gracias, se metió en el coche y desapareció, camino de su hotel. En aquella visita adolescente mía, me llamaba la atención la nula presencia de lo español en la ciudad: además de la señora fracasada en su busca de taxis, solo encontré alguna compatriota de camarera -bueno, como ahora- y, en rarísimos quioscos, un ejemplar de La Vanguardia, que yo compraba ávidamente. Por lo demás, nada: ni noticias en la televisión, ni carteles en las calles, ni anuncios de ningún tipo, ni gente: nada. La señora Baker, movida por una hospitalidad inadvertidamente errónea, había puesto en mi mesita de noche una postal en relieve de una bailarina de flamenco, con su traje de faralaes y unos claveles muy vistosos, pero a mí me parecía casi tan horrible como los monigotes tussaudianos, así que le di la vuelta, para que no me impidiera dormir. Pero, a la mañana siguiente, me olvidé de volverla a poner en su posición original, y la señora Baker, al limpiar la habitación, dedujo correctamente que la bailarina no me gustaba. Al volver al cuarto, la postal ya no estaba, y me sentí mal conmigo mismo por haber despreciado su gentileza, y por la decepción que ello le había causado. Pese a eso, muy británicamente, mi anfitriona nunca me dijo nada. Hoy, en Londres, 34 años después de mi primera visita a la ciudad, la presencia de lo español ha aumentado, aunque sigo pensando que poco en relación con lo mucho que el país ha crecido en consideración internacional: es más fácil encontrar prensa española en sus calles -pero ya no La Vanguardia, sino El País-, aunque sigue habiendo pocas noticias en los medios de comunicación sobre nosotros; los restaurantes españoles y, sobre todo, los bares de tapas abundan; el banco de Santander lo mancha todo de rojo; hordas de compatriotas atestan las calles, y muchos -ya no turistas, sino trabajadores devorados por la crisis- atienden las barras y las mesas de pubs y restaurantes; y miles de británicos, cuando averiguan que uno es español, sonríen y se lanzan a una evocación ensoñada de las playas del Postiguet, o del Arenal, o de Malgrat de Mar, donde tanta sangría han ingerido. Otra cosa ha cambiado: la institución española de referencia ya no son las corridas de toros, sino el Fútbol Club Barcelona: Messi, Xavi, Puyol e Iniesta han hecho más por la internacionalización de nuestra cultura que todos los tablaos flamencos e institutos Cervantes del mundo. No me gusta que algo tan banal, y tan atávico, como el fútbol nos represente culturalmente, pero no puedo dejar de sentir un estremecimiento de placer al comprobar que el Real Madrid se ha convertido, a los ojos de los británicos, en un club de segunda división, cuyo interés es muy inferior al que suscita un buen partido de cricket.
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