lunes, 30 de septiembre de 2013

Libros viejos y poesía nueva

Estos días, como cada año, se desarrolla en el Paseo de Gracia de Barcelona la feria del libro viejo y de ocasión, que va ya por su sexagésima edición, o así. De niño, me encantaba ir con mi padre -y luego solo- al mercado de San Antonio, donde cada domingo se sustituían los puestos de lencería proletaria por tenderetes proletarios de libros. Allí tenía la sensación de convertirme en cazador: un sujeto sagaz que levantaba piezas escondidas, un descubridor de tesoros. Me fascinaba el ambiente populoso, el manoseo del papel, los títulos enigmáticos o eróticos, las reminiscencias de la lucha antifranquista, el regateo, la franqueza callejera de todo. Hoy tengo sensaciones opuestas. Asomarme a los puestos de libros viejos me inspira una melancolía abrumadora. Los libreros suelen ser gente desconfiada y soez. Además, la mayoría fuma puros. Quedan muy pocos de aquella estirpe humanista, que llegaba al negocio con naturalidad, como una consecuencia de su amor por las letras; que vendía los libros después de leerlos. Oírlos hablar desmoraliza. Casi ninguno sabe lo que tiene ("oiga, ¿tiene Ud. algo de Álvaro Cunqueiro?" "¿Cómo quieres que lo sepa?: mira por ahí, a ver si encuentras algo"). Casi nadie ordena nada, y los que lo hacen, es para capar los libros, como ese puesto en el que todos están envueltos en plástico: esa gente, después de tantos años en el negocio, aún no ha entendido que una de las cosas que más agrada a los interesados en los libros viejos -y potenciales compradores- es abrirlos, hojearlos, palparlos. Sin embargo, y por lo general, las librovejerías son espeluncas atroces: amontonamientos de polvo, edenes del ácaro, cementerios de volúmenes destripados, cuya pulpa se corroe al sol. Todo huele a ácido y a tristeza. Y, a veces, entre aquellos grandes títulos que han contribuido a formar tu sensibilidad -ahora arrumbados junto a regüeldos de Martín Vigil o colecciones de premios Planeta-, encuentras un libro tuyo, empapado de la misma penuria, sepultado en la misma fosa común, y quizá con la página con la dedicatoria arrancada. Este año me ha sorprendido encontrar en uno de los puestos a un reputado poeta de Barcelona, vendiendo libros junto al dueño (un dueño picajoso, que me recuerda a aquel, inverosímil, de la Cuesta de Moyano, en Madrid, que avisa al que acude a su puesto: "No me importa que no compre; pero no me revuelva los  libros"). Solo lo he visto cuando he alzado la mirada para pagar un libro (Locos, de Leopoldo María Panero); si me hubiera dado cuenta de que el poeta estaba ahí, no me habría parado en la tienda: se trata de un individuo despreciable, aunque no es mal escritor. Es una combinación frecuente, por desgracia: junta bien las palabras, pero no junta bien los sentimientos ni los actos de la vida. Y uno no quiere pringarse con espíritus demediados. 

No lo eran, en cambio, los de los autores reunidos en las primeras jornadas de poesía en lenguas peninsulares, organizadas en Santa Coloma de Gramenet. Coincido allí con Manuel Rivas, hombre encantador, gallego con retranca, valga la redundancia, e histrión delicado, que hace sonar una caracola en su lectura, lee un delicioso poema a -contra- el dinero (tiene razón al decir que no es un tema frecuente en la poesía; de hecho, el suyo es uno de los pocos que he oído sobre ese asunto), evoca las actuaciones del médico podólogo, cabecilla del grupo poético falangista coruñés Amanecer, que en la posguerra componía arrebatados poemas de amor, igual que antes había compuesto, con el mismo arrebato, poemas que llamaban al asesinato de rojos, y nos llueve sobres de emigrante con poemas. También está Maria do Rosário Pedreira, lisboeta, de poesía que José Ángel Cilleruelo acierta al calificar de "veermeriana": íntima, doméstica, oblicuamente luminosa. Y Kirmen Uribe, que uno ya no sabe si es vasco, americano o japonés, que lee un tanka, entre risas -risas que son las de su poesía y las de su ser-, de un iphone. (En el avión con el que he venido de Londres, alguien ha enseñado su tarjeta de embarque en el iphone. Llegará un momento, me parece, en que viviremos con un chip implantado en el cerebro, que hará todas las funciones para las que ahora necesitamos estas y otras muchas máquinas). Tras el recital, se me acerca alguien que se identifica como directora de teatro y me espeta que todo andará mal hasta que no asumamos que el castellano ha de ser la lengua en la que nos expresemos todos, porque es la que conocemos todos. Claro, ¿para qué hablar catalán, castellano o vasco (e incluso portugués), si todos hablamos español? Espanta comprobar que piense eso quien ha asistido a unas jornadas de poesía en lenguas peninsulares, que defiende un mensaje antipódico: ¿Por qué limitarnos a un solo idioma, cuando podemos hablar -y entender, y conocer, y disfrutar- muchos más? Luego, en la cena, me resarzo de la incomprensión de la dramaturga con un jamón serrano sobrenatural y un ribeira sacra blanco, servido por un sumiller que ha sido nariz de plata, en cuyo paisaje líquido se reúnen, sobrenaturalmente también, las riberas del río, de cualquier río gallego, con sus castaños y el crujido de las hojas secas.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Un regreso fugaz

Vuelvo, por unos días, a España. Hace algunos meses, el poeta y amigo Mateo Rello me invitó a participar en unas jornadas de poesía en lenguas peninsulares, organizadas por la revista que él dirige, Caravansari -un esforzado proyecto de publicación en papel que Mateo mantiene, beneméritamente, contra viento y marea digitales-, el ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet y otras instituciones. Es curioso lo que sucede con Santa Coloma: desde aquellos años de la inmigración masiva de murcianos, extremeños y andaluces, en los que era reconocida como ciudad sin ley (nosotros, hijos de la pequeña burguesía barcelonesa, mirábamos en los 70 aquel para nosotros suburbio con una mezcla de fascinación y horror), la ciudad se ha convertido en un foco de agitación cultural, en el que nunca faltan ferias, jornadas artísticas o literarias, encuentros, exposiciones y lecturas. Y ello gracias al trabajo incansable de autores como Rodolfo del Hoyo -poeta en castellano, primero, y ahora poeta en catalán y afamado escritor de literatura infantil-, Pedro Cano -poeta feliz y feraz-, Joan de la Vega -poeta también, y muy bueno, además de editor de la intermitente pero admirable La Garúa-, el grupo de teatro Lauta, clásico, indestructible, y el propio Mateo Rello, entre muchos otros, así como a la convicción, proveniente acaso de las décadas de obrerismo y rebeldía de la ciudad, de que la cultura desempeña un papel fundamental en el progreso y el bienestar de las personas. Esta tarde se celebra el primer acto, una lectura poética en la que participaremos representantes de las principales lenguas ibéricas: Manuel Rivas, del gallego; Kirmen Uribe, del vasco; Carles Miralles, del catalán; María do Rosário Pedreira, del portugués; y yo mismo, del castellano. Ayer, cuando llegué a El Prat, lo primero que sentí fue el calor: el aire era como una manta. Luego, los olores, el olor de España (o de Cataluña, ya no lo sé): un aroma dulzón, avainillado. Aunque ya anochecía, distinguí dos halcones en el cielo del aeropuerto, clavados en la espesura del aire: oteaban pájaros: limpiaban el firmamento. La luna era todavía solo un esbozo de gajo, un leve garabato de aluminio.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Proyecto Nocilla

Cuthbert, el portero zambiano del inmueble, me subió ayer un sobre semirrasgado. El hombre estaba preocupado por los desperfectos del envío, que comprometían el prestigio del Royal Mail, pero yo le dije que no se afligiera, que no era nada. El sobre contenía un ejemplar de Proyecto Nocilla, la trilogía que ha publicado Agustín Fernández Mallo desde 2006, ahora reunida por Alfaguara. Aquel año Agustín dio a conocer el primero de los títulos que la componen, Nocilla Dream, en una pequeña editorial catalana, Candaya. Fue un hecho extraordinario: la primera novela de un joven casi desconocido, y ajeno por completo a los círculos literarios -Agustín, físico, trabajaba entonces en un hospital de Mallorca-, publicado por una editorial casi tan joven y desconocida como él, se convirtió en un éxito inmediato. A pesar de las dificultades objetivas que rodeaban la aparición de aquel libro, Nocilla Dream conectó con la sensibilidad de una amplia capa de lectores -amplia, se entiende, dentro de la exigüidad permanente del mercado literario español- y desmintió el tópico de que publicar es irrelevante, o de que no hace que dejes de ser inédito. Luego vinieron las otras dos integrantes de la trilogía, Nocilla Experience, en 2008, y Nocilla Lab, en 2009, estas ya publicadas por una editorial grande, Alfaguara, que no quiso dejar escapar a aquel fenómeno literario. Con este singular proyecto, Agustín Fernández Mallo ha llevado a cabo su propósito de incorporar el lenguaje de la ciencia -o, dicho con más precisión, la perspectiva científica- a la literatura española actual, que, en su opinión, no había seguido todavía los pasos de otras artes, como las visuales, en las que esa incorporación ya se había producido desde las vanguardias -y, en realidad, desde mucho antes. Pero su mérito no solo consiste en eso, es decir, en haber renovado la tradición de la ruptura que, al decir de Octavio Paz, sustenta la vanguardia contemporánea, y cualquier movimiento de renovación estética que se haya producido en la historia de la cultura. Las novelas de Agustín, como su poesía, bullen de inteligencia, esto es, de relaciones insólitas, generadoras de nuevas visiones y de realidades perturbadoras, y también de humor -un humor sobrio, a lo Buster Keaton-, que suele ser una prolongación de la inteligencia. Agustín Fernández Mallo es un extraordinario arquitecto -indaga de continuo en los límites, en los espacios intermedios, en los lugares híbridos-, pero también un sentimental: sus relatos son siempre historias de amor, aunque parezcan tratados de física escritos por un dadaísta. Pese a las múltiples virtudes de su obra, mi mayor cercanía con él se asienta en la memoria: yo recuerdo a Agustín, acodado en la barra de un bar mugriento de Alcalá de Henares, en 1996, cuando aún no había publicado ni una sola línea y ambos asistíamos a un lamentable congreso de jóvenes escritores, diciéndome que sí, que sentía la necesidad de escribir, de aportar algo significativo a la literatura, pero que aún no sabía qué. En aquel momento ya me parecía un hombre brillante, y también entrañable, mirándome desde sus gafas de pasta, mientras sorbía un misterioso combinado, pero confieso que no me imaginaba que aquello que quería aportar, pero que aún no sabía qué era, iba a sacudir el panorama de la literatura española actual como pocos autores lo habían hecho en los últimos 30 años. Proyecto Nocilla aparece ahora reunido y desnudo, salvo por un ajustado epílogo de Julio Ortega, como lo que es: el más renovador proyecto narrativo de nuestras letras desde Juan Benet.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Drácula

Chelsea es conocido por sus tiendas de lujo, por la carestía de la vivienda y por Mourinho. Pese a la presencia maléfica del portugués, es un barrio muy atractivo, en el que calles recoletas cruzan vibrantes avenidas comerciales. No abundan los edificios grandes, sino más bien las casas burguesas, de fachadas austeras, de color crema o salmón, con puertas de madera y aldabas doradas, a menudo flanqueadas por columnas, sobre las que se abren ventanas con visillos. En las esquinas hay iglesias y pubs. También destaca lo que no hay: ruido, salvo en las grandes vías, como King's Road, ni apenas turistas. No siempre ha sido así: en la segunda mitad del s. XIX, Chelsea era un barrio humilde, frecuentado, sí, por artistas, pero sin el glamour que ahora exhibe. En una de sus tranquilas calles, Saint Leonard's Terrace, vivió Bram Stoker, el autor de Drácula. La casa, identificada con la habitual placa azul, es estrecha y blanca. Una larga y gruesa rama de un arbusto plantado junto a la puerta recorre la fachada entera, en la que se abren un balcón protegido por una marquesina, historiada y negra, y varias ventanas. Frente a la entrada hay un pequeño patio, sin vegetación, inmaculado. Al otro lado de la calle, se extienden los jardines del Royal Chelsea Hospital, un inmenso espacio verde donde está enterrada la baronesa Thatcher. Todo es apacible, pulcro, sosegado. Nada sugiere que en esa vivienda donde se diría que ha de vivir el contable de una gran empresa o un juez de apelación, se escribiera una de las novelas de terror que más ha influido en la imaginación de nuestro tiempo. Stoker, irlandés, pasó los primeros siete años de su vida en cama, a causa de diversas enfermedades. Su madre, una feminista militante, entretenía sus largos días de inmovilidad contándole historias de miedo. Acaso estimulado por estos relatos, Stoker se recuperó de sus males y tuvo tiempo de ser campeón de atletismo y presidente de la Sociedad Filosófica del Trinity College, de casarse con una antigua novia de Oscar Wilde, y de ser matemático, funcionario, crítico literario y teatral, y abogado. Muy pronto empezó a escribir cuentos -y luego novelas- de terror, pero su gran obra fue Drácula, publicada en 1897, e inspirada en muy diversas fuentes, aunque su personaje principal parece beber -y nunca mejor dicho- de la figura de Vlad III, o Vlad Draculea, más conocido como Vlad Tepes, "el Empalador", por su afición a ensartar a sus enemigos en un pincho de tres metros y medio de largo, que les era introducido por el ano, fijado al cuerpo con un clavo y puesto en pie, para que el empalado agonizara horrible e interminablemente. Este príncipe valaco, ortodoxo primero, pero convertido al catolicismo después, y que Nicolae Ceacescu, otro benefactor de la humanidad, nombró héroe nacional de Rumanía en 1979, utilizó este divertido método para liquidar a entre 35.000 y 40.000 personas a mediados del s. XV, aunque gustaba también de practicar otras formas de tortura, como amputar miembros, extraer ojos con ganchos, estrangular, quemar, desollar, exponer a los reos a las fieras, asar a la parrilla o desmenuzar con porras y garfios los órganos genitales, tanto de hombres como de mujeres: su capacidad para imaginar castigos espantosos no conocía límites. Vlad remataba la actuación de sus verdugos bebiéndose en una copa la sangre de los asesinados, y ese rasgo vampírico determinó la pasión por los cuellos femeninos del Drácula de Stoker. En la casa de Saint Leonard's Terrace, tan limpia, tan plácida, se construyó esa figura literaria, inspirada en un personaje tan atrozmente real. Pero quizá en Chelsea subyazga un espíritu maligno. Quizá no sea casualidad que allí haya sido creado Drácula, o esté enterrada Margaret Thatcher, o viva Jose Mourinho.

martes, 24 de septiembre de 2013

Londres de noche

Esta madrugada he acompañado a mi hijo Pablo a la estación de Victoria, desde donde tenía que coger el Gatwick Express, por el módico precio de 19.90 libras, para ir al aeropuerto y volver a España. Ni él ni yo conocíamos todavía las madrugadas londinenses, aunque todas las ciudades se parecen de noche: la oscuridad, gelatinosa, las homogeneiza. La mera ausencia de gente transforma los lugares: Victoria no es la misma sin nadie; no es que la percibamos diferente: es que es distinta. Alrededor de la estación había un ejército de zombis. Muchos, en zaguanes o, sin más, en la acera, dormían: algunos, los privilegiados, en sacos de dormir cuya roña añadía una capa aislante más a la prenda, y otros sin nada que los cubriera, encogidos, buscando en la posición fetal el mínimo calor que les permitiera sobrevivir a la intemperie. Ninguno se tapaba con cartones o papeles, como hacen los sin techo mediterráneos, y esa incomprensible desnudez, pese a que todos estaban vestidos, me ha resultado dolorosa. Otros zombis andaban: sin propósito, me parece; con una botella en la mano, o con una bolsa de contenido indefinible, llenos los ojos de tiniebla, insomnes los músculos, reblandecidos. Uno, de pie, apoyaba la cabeza contra la reja de un Sainsbury en cuyas tripas empezaban a oírse los borborigmos de los reponedores y las cajeras y los empleados. Llevaba un gorro casi tan oscuro como su piel, y las manos hundidas en los bolsillos. En los autobuses que pasaban -y que recorrían las calles vacías como extraños teseos sin minotauro-, algunos zombis dormían apoyados en los cristales, o en las barras de los asientos delanteros, o de pie, como los caballos. Asustan los zombis viejos, de greñas originalmente blancas, pero ahora pardas, con la piel y la mirada colgando, arrastrando una muerte harapienta, una muerte caminada y sola. Cuando ya llegaba a casa, han sonado unas campanas: daban la hora. En Londres, donde hay tantas iglesias, las campanas repican con frecuencia, pero con una tenacidad celebratoria. No había oído todavía este lamento cronológico, que parece el de un pueblo, este gotear triste de bronces. La madrugada era muy negra, y el cielo estaba despejado. Esta mañana, sin embargo, ha amanecido con niebla: una niebla tan espesa como la oscuridad que Pablo y yo hemos atravesado de madrugada, una niebla que convierte a los barcos de la otra orilla en sombras aguadas, en realidades apenas cristalizadas, necesitadas de averiguación, como en algunos grabados japoneses. Mientras escribo esto, una urraca, en cuyo plumaje se mezclan la noche y la niebla, se ha posado en la baranda del balcón. Me mira, con movimientos nerviosos, pero finalmente echa a volar y se pierde en la densa blancura que sepulta el río y el cielo.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Colas

Este fin de semana estaba anunciada la apertura al público de la Central Eléctrica de Battersea. Ahora es un monstruo agujereado, tumbado junto al Támesis como un perro viejo, pero el Ayuntamiento planea convertirla -a la central y a cuanto la rodea; de hecho, quiere crear un barrio nuevo- en un gran complejo residencial, con cientos de apartamentos y centros de congresos y reuniones. Su vida activa no ha sido especialmente larga: se construyó en 1939 y estuvo generando electricidad, a partir del carbón, hasta 1983. A lo largo de estos años se incorporó a la iconografía mundial gracias a que los Beatles la incluyeron en su película Help, de 1965, y Pink Floyd la retrató en la portada de su disco Animals, de 1977. También es el lugar donde vive el protagonista de la película 1984, basada en la célebre novela de George Orwell. Así pues, para que los londinenses pudieran despedirse de la mole abandonada, tal como la han conocido hasta ahora, se organizó la gigantesca visita, a la que quisimos sumarnos mi hijo Álvaro y yo. La organización advertía de que podían formarse grandes colas, pero nunca supusimos que lo fuesen tanto: la hilera de gente cruzaba el aledaño Parque de Battersea, que se extiende casi un kilómetro en la ribera del Támesis, y se bifurcaba otros 500 metros en paralelo a la propia central eléctrica. Aquello era más que una cola soviética o habanera: aquello era propio de la muerte de un papa. Desistimos de pasar toda la mañana de pie, para ver el monumento apenas diez minutos, y decidimos descubrir el barrio. La deambulación nos llevó a un car boot sale, esto es, literalmente, a un mercadillo de maleteros de coche, porque es ahí donde los comerciantes transportan y exponen lo que quieren vender. Aunque la palabra mercadillo ya no califica correctamente aquello que designa: el lugar era enorme. Recorrimos el laberinto de puestos, entre los que predominaban los dedicados al hogar y la tecnología: ropa, electrodomésticos, móviles, ordenadores; también menudeaban los tenderetes de herramientas, consecuencia, probablemente, de la pasión de los ingleses por el bricolaje y el do it yourself. Apenas había antigüedades ni libros, los artículos que prefiero en estas almonedas proletarias. El sitio me recordaba a los Encantes barceloneses (ahora trasladados a una nueva instalación, que ha costado millones y que se ha inundado con las primeras lluvias), aunque en estos todavía quedan antigüedades y libros: transmitía la misma impresión de pobreza, la misma sensación de que todos los que están allí sobreviven malamente a las necesidades de cada día, la misma promiscuidad miserable. Abundan las pieles oscuras: se oyen acentos jamaicanos, español de Colombia, tintineos chinos. Abundan, también, los friquis: el que toca reggae con una flauta, el que hace malabares con latas de cerveza, el que reza entre la muchedumbre. Álvaro descubre, alborozado, unos mamones en un puesto. Los mamones son unos frutos pequeños que en Venezuela, donde los probamos por primera vez, se chupan como golosinas. Rompemos la cáscara con un mordisco cuidadoso y nos metemos en la boca la pelota de pulpa, suavemente dorada. Notamos enseguida el hueso, pero la carne, que parece frágil, se aferra sorprendentemente a la semilla y, en la oposición a la lengua que quiere arrancarla, libera sus dulzuras más ácidas. Es agradable el mamón: un microviaje al trópico. Cuando volvemos a casa, la cola para ver la central de Battersea sigue prolongándose hasta donde alcanza la vista. Es una cola londinense, sin fin ni remisión.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Semáforos

Los semáforos ingleses son como los ingleses: raros. Uno pensaba que esos delgados armatostes funcionaban igual en todas partes, pero era un error. Los semáforos son un invento de las Naciones Unidas, como la fecha de caducidad de los yogures: una de sus principales contribuciones a la convivencia en el mundo, aunque, a menudo, viendo las discusiones que se generan por su causa, parecen más bien la ocurrencia de una mente diabólica. (En Afganistán solo hay un semáforo, en Kabul. Pienso a veces en la indescriptible soledad de ese semáforo, regulando un tráfico que no existe, rodeado de montañas nevadas y polvo infinito). En Inglaterra, los semáforos tienen prólogo, o, si somos atropellados, epílogo: a los pies del transeúnte, en el asfalto, se lee look left ("mire a la izquierda") y look right ("mire a la derecha"), para que ni turistas ni autóctonos olvidemos que hay que prestar atención al sentido contrario al que nos resulta natural. También participan de un extraño zigzag: cuando se atraviesa una calle con circulación en doble sentido, una isleta peatonal suele separarlos, pero los semáforos que los regulan no están alineados, sino alejados algunos metros: hay que desplazarse a la derecha o a la izquierda para encarar el siguiente. Los semáforos ingleses, gloriosamente, no funcionan de forma automática, sino a demanda. No cambian como respiramos nosotros, o como pestañeamos, sin que nos demos cuenta: su movimiento está regulado por nuestra voluntad. Si queremos cruzar la calle, hay que apretar un botón blanco, que enciende una señal de wait. Creemos entonces que ya hemos resuelto el problema, pero, de nuevo, nos equivocamos. Al cabo de varios minutos, seguimos esperando, y escrutamos el botón -y el semáforo- con la impaciencia de quien espera a que quede libre un retrete. Pero allí sigue el wait, desgastadamente luminoso, impasible en su imperatividad. Hay quien cree que el botón no activa nada, y que los semáforos sí cambian automáticamente, pero esta teoría no ha sido confirmada. Por fin, como una epifanía, aparece el muñequito verde. Pero hay que darse prisa: el muñequito verde no está para tonterías. Sin embargo, por mucho que corramos, cuando estemos en el punto más alejado de ambas aceras, el pérfido muñequito desaparecerá. No avisa, no parpadea: simplemente se esfuma. Y allí nos quedaremos, como desnudos, frente a una falange de coches ansiosos, y nuestra supervivencia dependerá entonces del brinco que seamos capaces de dar hasta la orilla más próxima. La aventura que supone cruzar las calles con el semáforo fugazmente en verde contrasta con la paciencia que requieren los semáforos eternamente en rojo. A veces, lo están tanto para los coches como los peatones, sin que la situación se altere nunca. Allí estamos conductores y viandantes, en sendas colas, parados, soportando la lluvia, mirándonos sin esperanza, preguntándonos dónde se habrá metido el muñequito verde o la luz, también verde, que da paso a los automóviles. Algunos, desesperados, se lanzan a la calzada a pecho descubierto; otros permanecen firmes, empapados, soñando con la liberación. Con los semáforos conviven los pasos de peatones, anunciados en las cuatro esquinas por boliches intermitentes, ante los que se detiene militarmente todo vehículo inglés, y uno se pregunta por qué no hay pasos de peatones siempre, y no semáforos, igual que, en ocasiones, nos interrogamos por qué Dios decidió crear hombres, cuando podría haber creado solo ángeles. Jaime Siles escribió hace muchos años un poemario, interesante, titulado Semáforos, semáforos. Debió de hacerlo tras visitar Londres.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Polydouri

Recibo Los trinos que se extinguen, uno de los dos únicos poemarios de la poeta griega María Polydouri, traducido por Juan Manuel Macías, y publicado, por primera vez en castellano, por la editorial hispano-mexicana Vaso Roto. Polydouri tuvo una vida corta y trágica: después de un tormentoso idilio con el también poeta Kostas Karyotakis, murió de tuberculosis con apenas 28 años. Su obra se reduce a este Los trinos que se extinguen, de 1928, y El eco en el caos, de 1929, ambos escritos cuando ya estaba internada en el sanatorio de Sotiría, en Atenas. Polydouri ha compuesto, como dice su traductor en el clarividente prólogo, una "amarga celebración, como el último trago de la fiesta. Bajo la aristocracia de la muerte, el amor parece sobrevivir y reafirmarse en su agonía, aferrándose desesperadamente a los lugares y a las palabras. Es como si cada poema solo pudiera suceder una única y preciada vez. Como si cada poema fuera el gesto de una despedida". Pero, en este logro, cabe subrayar el trabajo de Macías. Por si alguien no conoce todavía a este cartagenero afincado desde hace mucho en Cercedilla, hay que decir que se trata de un excelente poeta, formado en la cohabitación armónica de la tradición clásica y la vanguardia contemporánea, que ha publicado libros tan memorables como Tránsito (2011), y un helenista rigurosísimo, traductor de Safo y de Cavafis. Pero, sobre todo, Juan Manuel es un hombre multitudinario y generoso, que coordinó con paciente eficacia la página web de la malograda DVD ediciones, que ha creado y dirige la revista Cuaderno Ático con tanto tino como hospitalidad, y que manifiesta siempre amor por sus amigos y, lo que es aún más importante, por la verdadera literatura. Juan Manuel ha hecho, como siempre, un trabajo magnífico con Polydouri. Esta es su versión del poema "Sueño":

No me llegaba casi ni un rumor
en la vida que yo vivía.
Y se desvanecía la memoria
de cuantos amaba.

Acudió entonces tu mirada sonriente,
esperanza de primavera,
y de aquello que me falta
me habló con esperanza.

Pero aladas son nuestras alegrías
y el otoño habita
en la misma voz
con que te dije "quédate".

Y el sol sonriente de tu mirada
se ocultará, y el sueño
será olvidado, apenas antes
de hacerse cierto.

viernes, 20 de septiembre de 2013

El Támesis

Red river, red river,/ Slow flow heat is silence./ No will is still as a river still, escribe Eliot del Támesis, aunque no sea rojo, sino achocolatado, con esa turbiedad invencible de los ríos muy urbanos. Como todos, es azul cuando nace, a 346 km de Londres, en Cottswold Hills, pero su transcurso hasta el Atlántico lo opaca, lo endurece: cuando pasa frente a nuestro balcón, está decididamente sucio. Siempre que pienso en el río, recuerdo aquellas cortinillas de las series de televisión británicas de los 70 (la mítica Los Ropper, o el memorable Benny Hill), en las que, sobre una imagen de la catedral de Saint Paul, se imprimía la palabra Thames. Yo, además de maravillarme con la imagen, me preguntaba: ¿Y cómo se pronunciará Thames? Hoy lo sé: tems, pero este conocimiento no le ha restado encanto. También recuerdo mi lectura de Tres hombres en una barca (por no hablar del perro), la deliciosa novelita de Jerome K. Jerome que narra las aventuras de tres britones (y un perro, Montmorency) que remontan el río desde Londres hasta Oxford, describiendo, con humor y melancolía, una Inglaterra que ya no existe. Mi padre, tan admirador siempre de los ingleses, me indujo a leer aquella ficción maravillosa, que, por cierto, Blackie Books acaba de reeditar en España, con una nueva traducción. Jerome escribió el libro muy cerca de aquí, en la cocina de un piso alto de un edificio en Chelsea Bridge Road, desde donde, sin duda, se veían los reflejos, entonces todavía azules, del gran río. Sí, Eliot tiene razón: el Támesis fluye mansamente; tanto, que uno no sabe, a veces, en qué dirección se mueve. Lo que más me gusta del río es su permanente variabilidad, pese a que siempre hay un curso de agua y, obviamente, un mismo cauce: esa conjunción de constancia y cambio es fascinante. El Támesis tiene mareas, y cada mañana y cada noche apreciamos su lecho desnudo, fangoso, en el que picotean las gaviotas y los buscadores de metales, con sus aparatos detectores. La corriente se estrecha, pues, dejando también a los barcos permanentemente anclados en la otra orilla como suspendidos en el aire, frágilmente dispuestos encima de esqueletos de madera. La luz pinta al río sin cesar: cuando llueve, que es muchas veces, cobra el color de la lluvia: un gris escorado a lo blanco, casi a lo níveo; cuando, por el contrario, hace sol, como ahora, cuando escribo estas líneas, la claridad inyecta verdes espejeantes en el líquido oscuro, y añiles delicados asoman en la piel del agua. De noche, las luces de la otra orilla zurcen de plata la negrura. Durante mucho tiempo, la ribera sur del Támesis era el lugar de la industria. Ahí se amontonaban las fábricas, los almacenes y los muelles, y también esa Battersea Power Station, tan airosa con sus cuatro chimeneas blancas, pese a ser el edificio de ladrillos más grande de Europa, que ahora quieren convertir en apartamentos y en un gran centro comercial. Sin embargo, la ciudad ha vuelto la mirada al south bank -como Barcelona la volvió al mar, al que siempre había dado la espalda, con ocasión de los Juegos Olímpicos-, y todo es una agitación de grúas y edificios que se levantan y parques que le ganan terreno a la sordidez. Por el río pasan remolcadores que atoan gigantescas gabarras con contenedores; barcos turísticos, con visitantes que lo miran todo con avidez, incluso a uno, cuando se está vistiendo en el dormitorio y ha olvidado correr las cortinas; barcos restaurante, en los que se puede cenar con refinamiento francés por el módico precio de 78 libras, y barcos discoteca, donde los viajeros se retuercen, golpeados por luces de todos los colores imaginables; encantadores narrow boats, esos barcos estrechos que son el domicilio de mucha gente, tan fáciles de manejar como una bicicleta; fuerabordas, veleros finos, yates ostentosos y lanchas de la policía; y canoas de remo, que se deslizan con serenidad. También los pájaros tienen aquí su hábitat: patos, palomas, garcetas, gaviotas, cisnes y cuervos, que pescan, nada y copulan. Nuestros vecinos, franceses, a veces les echan pan desde el balcón, y los bichos se arremolinan en el aire, intentando capturar algún mendrugo. Y es de ver esa nube de plumas y graznidos, que parece a punto de invadir nuestro comedor.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Violencia

Ayer vi en el metro algo extraordinario. Iba a subir al vagón, en Victoria Station -un auténtico hormiguero siempre-, cuando alguien se me echó encima, o, más bien, se me cayó encima. Yo lo aparté, con un movimiento reflejo, de un empujón, y, ya subido al tren, pude ver lo que pasaba. Trastabillando, el hombre rodó unos metros. Otro hombre, vestido con toda la seriedad de un ejecutivo de la City, pero cuadrado como un jugador de rugby, le dijo: Do you think this is funny, you little piece of shit? (o sea: ¿te parece divertido, mierdecilla?). Y, tras la pregunta retórica, le asestó un puñetazo brutal. Al parecer, ya le había propinado otro antes, que fue el que le hizo tambalearse hasta mí. Debo reconocer que el directo fue muy hermoso: ágil, resuelto, rápido; un golpe digno de un buen semipesado. Apenas sonó: los puñetazos son sordos, no como en las películas, donde con cada impacto parece que se cierra una puerta. Descargado el guantazo, el agredido se desplomó y el agresor siguió andando, sin más, hasta perderse entre la multitud que todavía abarrotaba el andén. Alguien ayudó a incorporarse al herido, que se quedó mirando al vagón, como un guiñol descuajaringado: por su semblante de yeso corría la sangre que le manaba de la brecha abierta en la ceja. Llevaba en el pecho una tarjeta identificativa de algún congreso o celebración, y estaba borracho como una cuba. Al parecer, había vomitado en el andén y salpicado a uno que pasaba: el jugador de rugby. Cuando el tren arrancó por fin, el hombre se quedó allí, como una línea discontinua, con la mirada ausente; de hecho, con todo su yo ausente. La gente lo miraba, como lo había mirado todo hasta entonces: sin demasiado interés ni participación alguna, salvo el joven que todavía sostenía al golpeado por el brazo para que no se desplomara. A mí me dejó helado aquella violencia: tan fluida, tan natural, tan sin consecuencias ni escándalo como cualquier otra de los millones de cosas que sucedían diariamente en aquella estación. Alguien se emborracha y vomita, alguien se siente perjudicado y decide apalear al borracho, alguien echa una mano, todos los demás miramos y la vida sigue con devastadora normalidad, como todos los días: el metro funciona, el jugador de rugby acude puntualmente a su trabajo, el ofendido se restaña la herida, duerme la mona y probablemente no se acuerda de nada; y todos respiramos. Esta suerte de anodinia de la violencia, esta incardinación sin relieve de la violencia en la vida cotidiana es lo que me asusta. Los ingleses pueden ser muy gentiles: muchos te ofrecen su ayuda incluso sin que se lo pidas. Pero, en su silencio y su intimidad, conviven minuciosamente con una violencia que se agazapa bajo las formas establecidas de la relación social, bajo el manto puritano y opresivo de lo correcto y lo incorrecto; es más, que prospera con ellos. Ayer presencié cómo se cometía un delito: lesionar a alguien lo es. Pero el mundo no se alteró ni un ápice. Qué miedo.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Pimlico

La primera vez que oí la palabra Pimlico fue, creo, en La bruja novata, aquella película deliciosa, pionera de la mezcla de imágenes reales y dibujos animados, protagonizada por Angela Lansbury. Mi padre me había llevado a verla a una sala de las Ramblas, en la sesión matinal de los domingos. Yo debía de tener nueve o diez años. (Releo lo anterior y me parece estar hablando del paleolítico: hace muchísimo tiempo que aquella sala ha cerrado y que no hay sesiones matinales en los cines; y muy pronto tampoco habrá cines). La pronunciaba un personaje de bombín y bigotillo, y se me quedó tintineando en el oído: Pimlico. Reunía las dosis justas de exotismo y de misterio como para cautivar la imaginación de un niño: podía ser un barrio pobre, en el que se apiñaran las casuchas y las tabernas pobladas de cockneys bebedores y jamaicanos con aros en las orejas, o bien un lugar acomodado, sin percances, incluso palaciego. Hoy sé que es lo segundo. Y quién me iba a decir entonces que hoy viviría en él. Muy cerca de mi casa están los Pimlico gardens. Comparados con otros parques de la ciudad, son microscópicos: apenas un rectángulo de césped, ribeteado por una hilera de plátanos enormes. Pero tienen un encanto instantáneo. Las copas de los árboles se extienden en un dosel magnífico, que espejea al sol dubitativo, y, con los setos que cierran uno de los extremos, fraguan un verde total, encendido de humedad. En esa membrana esmeralda se imprime la estatua blanquísima de William Huskisson, un prócer inglés que vivió entre los siglos XVIII y XIX. El político y financiero aparece togado y con un rizo en la frente, como un tribuno romano. El brazo izquierdo se dobla sobre el pecho, sosteniendo la toga; el derecho pende a un lado, y su mano sujeta un pliego enrollado. A la del brazo alzado le faltan los dedos: en su lugar asoman los cabos de metal que los armaban. Huskisson tuvo una vida política muy activa, y llegó a ocupar importantes cargos en el gobierno de Su Majestad. Sin embargo, por lo que más se le recuerda es por haber sido la primera víctima ilustre de un revolucionario invento de su tiempo: el ferrocarril. En el viaje con el que se inauguraba la línea Manchester-Liverpool -y en el que iba, junto con muchos otros notables, porque todos los políticos han sentido siempre una irresistible propensión a asistir a las inauguraciones-, Huskisson se apeó, en una parada que hizo el tren para repostar agua, y contra las recomendaciones de los empleados del ferrocarril, para saludar al duque de Wellington, que viajaba en otro vagón. Había sido miembro de su gabinete, pero había caído en desgracia, y pretendía reconciliarse con él. Aquel deseo de revitalizar su carrera política fue su perdición. Distraído por la conversación con el duque, no se percató de que, por la vía contigua, se acercaba otro tren. Cuando por fin lo vio, le entró el pánico (hay que entender que ver aproximarse a un tren en 1830 debía parecer como si todos los elefantes de Aníbal cabalgaran contra uno) e intentó encaramarse al vagón de Wellington, pero con tan mala suerte que la puerta a la que se había sujetado se abrió de golpe y lo envió justo a la vía del inminente mercancías. El monstruo le amputó horriblemente la pierna -el detalle no se ha recogido en la estatua de los jardines de Pimlico, donde ambas aparecen muy robustas y lozanas- y le infligió otras heridas que le causaron la muerte a las pocas horas. Frente a la efigie de Huskisson, al otro extremo del parque, hay otra estatua, The helmsman, "el timonel", de Andrew Wallace, inaugurada en 1996. La pieza constituye un tributo al club de remo que asoma detrás, aunque no acabe de entender por qué aparece desnudo, o, más bien, por qué, si está desnudo, luce un enorme gorro de timonel, que parece el casco de Darth Vader. Los jardines se extienden por un paseo fluvial, muy pegado a los edificios ribereños, que conducen hasta prácticamente el puente de Vauxhall, y por el que uno, a veces, tiene la sensación de caminar por un túnel. A la derecha, en la otra ribera, se aprecian las chimeneas blancas de la central eléctrica de Battersea, el edificio de ladrillos más grande de Europa. Pimlico. Quién me lo iba a decir.

martes, 17 de septiembre de 2013

González-Ruano y el olvido

Leo el Diario íntimo de César González-Ruano. Es un volumen enorme, de 1161 páginas, que me he traído de España: así tengo la sensación de que no me he ido del todo, aunque, seguramente para ser feliz aquí, debería tener la sensación de que me he ido del todo. Curiosamente, rodeado ya de inglés por todas partes, siento el placer del castellano -de ese mismo castellano que hace apenas algunas semanas leía en Barcelona sin alteración discernible- con una intensidad superior: es como si el idioma propio brillase, superviviente, en un piélago ajeno. González-Ruano es uno de los mejores prosistas del siglo, aunque su talento se malgastara en una calderilla literaria que él producía industrialmente para sufragarse sus placeres de aristócrata aficionado. En los años 50 y 60, se le consideraba el mejor periodista de España y, al final de su vida, ganaba cantidades ingentes con el ejercicio diario de la pluma. También gozaba de una consideración intelectual extraordinaria: colaboraba en todos los medios importantes del país, y le llovían las distinciones y los homenajes. Sorprende comprobar que casi ningún joven lector -ni escritor- recuerde hoy su nombre. O no sorprende. En la entrada de su diario del 2 de mayo de 1964, escribe: "La sociedad paga y costea la presencia del escritor, aunque sea cara, pero no la ausencia. Este es un país de contacto físico, sin imaginación y sin caridad para quien pretende aislarse. Hay que permanecer sobre el asfalto. La capacidad de olvido, entre nosotros, es fabulosa. Hay que morir de pie. Como un árbol". Eso mismo me pregunto yo: si mi apartamiento aquí conducirá también el olvido; si, alejado de ese contacto cotidiano con mis iguales, con la sociedad que constituye naturalmente mi entorno, me alejaré igualmente de su recuerdo y de su estimación. Efi Cubero, una buena poeta que ha tenido la gentileza de enviarme recientemente su último poemario, Condición del extraño, me pedía en uno de sus mensajes que no los olvidara. "No, querida Efi -le respondí yo-, es al revés: no me olvidéis vosotros a mí; yo soy el que se ha marchado". La última anotación del Diario de González-Ruano es del 30 de noviembre de 1965. Dice: "El terror es blanco. La soledad es blanca". Él moriría 15 días después. El comedor en el que escribo estas palabras es blanco. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

La mayoría de edad

Entre las muchas cosas que les gustan a los ingleses están las colas y las normas. Las primeras son una institución británica, tan querida y respetada como la monarquía. Hay colas para todo: para subir al autobús, para cruzar la calle, para pedir la pinta de cerveza en el pub. Y, cuando solo hay una persona esperando, hay una cola de uno. Las normas son también un bien histórico-artístico de este país, o de los países anglosajones, en realidad: en los Estados Unidos he constatado el mismo espíritu, fortalecido por su colosalismo. Ayer entramos en una tienda de caridad, una de esas reboticas de las que están llenas las ciudades inglesas, en las que se puede comprar casi de todo, de segunda mano, y cuyos ingresos se destinan a los pobres. Las charitable shops acreditan un rasgo nacional que deberíamos imitar en España, paraíso del nuevo rico (y, hoy, del pobre irremediable): el deseo de conservación, esto es, un saludable espíritu económico partidario de que las cosas cundan, de reutilizarlas hasta que ya no pueda sacárseles más provecho. En lugar de cambiarse el coche, en perfecto estado, a los cuatro años, lo mantienen en funcionamiento hasta que se ha convertido en una antigüedad, y entonces lo lucen como tal; en lugar de tirar la ropa al contenedor cuando aparece el primer siete, la recosen y la siguen empleando; en lugar de hacer añicos el jarroncito recuerdo de su visita a Torremolinos, o arrumbarlo en algún rincón donde se apilan las cosas feas, lo meten en el maletero del coche y lo venden en un mercadillo, o lo donan a la charitable shop. La de ayer la atendía una señora diminuta, que se estaba comiendo una manzana. Álvaro había elegido dos películas, Cartas desde Iwo Jima y Sweeny Todd, y se acercó a pagarlas. Pero la señora le indicó que, dado que la segunda era para mayores de 18 años, tenía que acreditar que era mayor de 25. No entendí a) la discrepancia temporal; y b) por qué la primera, en la que hay muchos más muertos que en la segunda (y asesinados de muchas más maneras: tiroteados, abrasados por lanzallamas, destripados por granadas, aplastados por tanques, cosidos a bayonetazos...), podía verla un menor, pero esta, que apenas reúne unos cuantos fiambres, requería ser casi padre de familia. Eché ambas incomprensiones al inventario de las cosas que no entiendo en Inglaterra, que son muchas, todavía. Sin embargo, lo más sorprendente fue que, al decirle a la dama que los compraba yo, también me pidió que acreditase que era mayor de 25 años. Reconozco que algo así tuvo, a bote pronto, un efecto rejuvenecedor: que me pidieran demostrar la edad no me sucedía desde que era menor de edad, hacía más de 30 años. Pero luego el placer dejó paso al estupor. Le respondí a la dependienta si era realmente necesario que alguien como yo, con pelo y barba canos y arrugas en el cuello, acreditase su edad, y ella se apresuró a señalar con el dedo un cartelito, pegado a la máquina registradora, en el que se pide al público que no se ofenda si le solicitan la acreditación de la edad. "Oh, no, señora -le respondí-, no estoy ofendido; solo estoy estupefacto". Pero la dama lucía, entre mordisco y mordisco a la manzana, una mirada inexorable. Ella sabía que la norma exigía que cualquiera que quisiera comprar una película para mayores de 18 años debía demostrar que tenía 25, y ese cualquiera era cualquiera, ya se tratase del arzobispo de Canterbury o de una anciana con bastón. I still have to ask, you know. Sí, lo sabía: ella tenía que pedirlo. Le enseñé el carnet de identidad, donde le costó trabajo encontrar la fecha de nacimiento: 14 de septiembre de 1962, cuando hacía solo ocho años que Isabel II había accedido al trono. Verificado el exacto cumplimiento de la norma, y garantizado, pues, que no se alteraba en la mínima proporción el orden social, la señora me entregó los vídeos, mientras rebañaba con aplicación el corazón de la manzana. I still have to ask, you know.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Cumpleaños

Ayer cumplí 51 años. En mi quincuagésimo aniversario, creí haber llegado a una especie de meta temporal, a un límite inverosímil y magnífico. Compruebo sin sorpresa, pero con desaliento, que ningún momento, que ningún aniversario, es llegada de nada, sino un punto infinitesimal en el flujo arenoso de la vida. Me interno, pues, en los cincuenta, con el paso orientado ya a la frontera senil de los sesenta, y recuerdo aquella lectura de Jose Kozer en Barcelona, hace ya mucho tiempo, que el magnífico poeta cubano inició diciendo: "Ahora que tengo, como en un sueño, sesenta años...". Un sueño, sí, que entonces me parecía, referido a mi propia vida, lejanísimo, y que ahora asoma ya como una realidad ominosa. Celebramos el cumpleaños visitando la National Gallery, en la que nunca había estado. Fuera, en Trafalgar Square, se celebraba un concierto de música electrónica, cuyo estruendo desopilante se sumaba, en las inmediaciones del museo, al más modesto, pero no menos tenaz, de un gaitero escocés, a las inflexiones tropicales de un mulato que cantaba reggae y al retorcimiento vocal de una soprano aficionada. Un pandemonio sonoro, al que contribuía el fragor de los miles de turistas agavillados en la plaza. Entramos en la Gallery empujados literalmente por la música. Resulta sorprendente que, en una ciudad tan cara como Londres, los grandes museos nacionales sean gratuitos. Esa es una magnífica concesión a la cultura, pero también a la cultura de masas. La National Gallery estaba abarrotada. Todo está siempre lleno en Londres, y los museos no son una excepción. En las imponentes salas se congregaban cientos de mirones de todo el planeta, aunque, en estas circunstancias, siempre me pregunto cuántos miran por placer, por interés artístico, y cuántos lo hacen porque eso es lo que hay que hacer cuando se está en Londres, es sábado, llueve y fuera hay un ruido horroroso. Los girasoles de Van Gogh, por ejemplo, eran prácticamente invisibles: un batallón de ingleses, aleccionados por una guía que parecía Miss Marple -y que se explicaba con su misma parsimonia-, vedaba el acceso al cuadro. Nos concentramos en las salas dedicadas a la pintura española, y gozamos con La Venus del espejo, de Velázquez, y sus magníficas nalgas; con los santos y las vírgenes -aunque siempre un poco pastelescos- de Bartolomé Esteban Murillo, así como con su autorretrato, en el que parece un registrador de la propiedad al que le hace falta un corte de pelo; con las figuras rocosas, cercadas por lo negro, de Zurbarán; con el difuso Don Andrés del Peral, de Goya, el pintor más contemporáneo que ha habido antes de la contemporaneidad. Luego volvimos al caos de la plaza de Trafalgar, que se desarrollaba como un remolino en torno al huso gigantesco de Nelson. De vuelta a casa me entero, gracias a un correo de Isabel Huete, que Antonio Ortega ha publicado hoy una reseña de Insumisión en Babelia. Consigo el periódico en Victoria Station. La lectura que ha hecho Antonio del libro es querenciosa y cabal: un estupendo regalo de cumpleaños.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Tipos humanos

En la espectacular heterogeneidad del paisaje humano de Londres, es posible distinguir algunos tipos recurrentes. Está, por ejemplo, la inglesa leptosómica, esa mujer escurrida, longuilínea, de piel sepulcral -aclarada, hasta casi la transparencia, por la falta de luz-, que camina siempre al borde del cataclismo, como un espantapájaros a punto de ser derribado por el viento, pero que evita el descalabro gracias a un impulso ascensional, a una suerte de perpetuo estiramiento  hacia lo alto. Julio Camba, mezclando la agudeza con la misoginia, como solía, la compara con un paraguas; Olivero Girondo, con un farol. No es difícil continuar la lista de símiles: una escoba, una cigüeña, un insecto palo. (La inglesa leptosómica se opone a la inglesa negra, que despliega labios, pechos y nalgas como si pusiera pasteles a la venta, y que pasa a tu lado como un ciclón de chocolate). Está, también, el joven de los negocios, que alterna, según el tiempo, el traje inevitablemente gris, entallado, de solapas estrechas y justo de piernas, y la corbata fina -como si las prendas, al igual que él, quisieran contener su presencia en el espacio, estrecharse hasta el adentramiento-, y el traje sin chaqueta ni corbata, con una camisa blanca, rosa o violeta, algo más holgada, y un bolso en bandolera, cuya cinta le cruza el pecho como una canana. Y está, por fin, el personaje excéntrico, el que va por la calle con una barretina y una falda escocesa, o con la pechera llena de medallas de la Unión Soviética, o con un loro en el hombro. Esta excentricidad suele ser más frecuente entre los hombres, aunque, cuando se da entre las mujeres, brilla con una luz más intensa. A los varones les encantan los ropajes desmañados y las guedejas canas, pero una dama excéntrica puede ir por la calle tocada con un sombrerito de los que se llevan en el derby de Epson y un sari indio, mientras lee, caminando, un volumen húngaro de filosofía. Elizabeth Sitwell sabía mucho de excentricidad femenina.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Adriana Díaz Enciso

Ayer conocí a Adriana Díaz Enciso, una escritora mexicana que reside en Londres desde hace 14 años. Me habló de ella Jorge Esquinca, compatriota suyo y excelente poeta, con quien coincidí en un encuentro literario en Villahermosa hace algunos meses. Adriana y yo nos encontramos en un minúsculo café, El Buen Gusto, aledaño al Barrio Chino. Me costó algo reconocerla, porque no parece mexicana, sino  inglesa: ojos azules, pelo rubio, piel blanca. Adriana, que traduce, reseña y da clases, me habló de las dificultades económicas por las que está atravesando últimamente: las becas se han agotado, las colaboraciones han disminuido, los cursos no se imparten por falta de alumnos. También Gran Bretaña está en crisis, aunque ni se acerque a la magnitud de la española; y México: su crisis es permanente. Cuando le dije que a mí, de momento, me mantiene mi mujer, ella deseó haberse casado con una mujer española. Me regaló un ejemplar de su última novela, Odio, cuyo título no es tranquilizador, pero que ha recibido excelentes críticas en México, y salimos a pasear por el Soho. Piccadilly Circus estaba abarrotado, pero Piccadilly Circus siempre está abarrotado: a las tres de la mañana de un día de nieve hay en la plaza el mismo número de gente que había ayer. Caminamos hasta la cercana iglesia de Saint James, construida por el archiarquitecto Christopher Wren, donde se encuentra la pila bautismal de William Blake, pero no pudimos verla: el templo estaba en oración, y no se podía pasar. Adriana es secretaria de The Blake Society, la entidad que lucha por la defensa y difusión de la obra del autor de El matrimonio del cielo y el infierno, y cuyo patrón es -era- Seamus Heany. Blake ha tenido mala suerte con sus residencias, que fueron muchas, en Londres. De los ocho lugares en que vivió, solo se conserva uno, que está a punto de ser vendido a un particular. Los demás han sido demolidos. Donde estuvo su casa de Lambeth, por ejemplo, se alza hoy un bloque de council houses, esto es, de viviendas de protección oficial, uniformes y feísimas. Adriana me lo cuenta con pesar, mientras tomamos un chocolate caliente cerca de la Royal Academy, de la que Blake fue alumno y donde hoy hay una magna exposición de la revolución artística mexicana. Por desgracia, el abandono del patrimonio cultural es un fenómeno común: en España se sigue cayendo la casa de Vicente Aleixandre en Wellingtonia. Nos despedimos con la promesa de nuevos encuentros, y Adriana me dedica una gran sonrisa desde el autobús, el 19, con el que vuelve a casa. 

jueves, 12 de septiembre de 2013

El cementerio de Brompton

Lo visito por la mañana, en busca de un poco de tranquilidad. En Londres hay hasta libros que relacionan los islotes de paz en este océano proceloso de la ciudad, y este es uno de ellos. En el metro me siento delante de tres muchachos -dos chicas y un chico- que están leyendo, en comandita, un libro de poesía: Lines from a Mined Mine (Versos de una mente minada), cuyo autor no atisbo a distinguir. Uno lee los poemas en voz alta, y los otros se ríen; luego le pasa el libro al compañero, que hace lo mismo; y así sucesivamente. No tienen aspecto de chicos estudiosos; tampoco se carcajean. Parecen enteramente jóvenes normales, que han decidido compartir la experiencia de la lectura de un libro que les divierte. Sí: les divierte la poesía, que supongo ingeniosa, o sarcástica. Leen con empeño, pero sin énfasis: dos, en el papel; los otros cuatro, en el aire. Y todos ríen al unísono, sin aparato, con suavidad educada, pero también con convicción. Esto sucede en el metro. En el cementerio, solo hay ardillas y una modelo en una sesión de fotos. El día es gris, y la grisura empalma desde las tumbas graníticas hasta el cielo, también granítico: es una sola lámina plomiza, que se extiende sin fisuras. Las ardillas corretean por entre las sepulturas y se acercan hasta las piernas del paseante. No tienen miedo ni a los muertos ni a los vivos. Cuando comprenden que no les vamos a dar de comer, se alejan con la misma alegría con la que han venido. Cantan los pájaros. Si no estuviera rodeado de cadáveres, pensaría en una idílica escena campestre. Abundan los enterramientos ilustres: Blanche Roosevelt, escritora y cantante de ópera, muerta en Montecarlo al volcar el carruaje en el que viajaba, yace aquí. También George Borrow, don Jorgito el Inglés, autor del inolvidable La Biblia en España, y el ajedrecista Johannes Zukertort, el mejor de su tiempo junto con Wilhelm Steinitz, con quien libró combates memorables, y que debe de sentirse muy a gusto en este tablero de escaques mortuorios. Y aquella musa del dandismo que fue la marquesa Luisa Casati Stampa di Soncino. Luisa dijo que quería hacer de su vida una obra de arte; sin duda, la ha hecho de su muerte: su lápida es una bella urna de piedra, desgastada ya por el tiempo, pero aún airosa. Averiguo que también estuvo enterrado aquí el jefe indio Lobo Largo, muerto de neumonía en Londres -no es de extrañar- cuando actuaba en el show de Búfalo Bill, en 1892, pero cuyos restos fueron trasladados en 1997 a su patria, las praderas de Dakota del Sur, donde ahora descansan. Mezcladas con todos ellos, hay tumbas de personas sin fama, como la de una señora de Manresa (que el grabador sitúa en Catalonya), en cuya lápida rezan unos versos en catalán. Más allá, en la arcada semicircular que abraza todas las avenidas que atraviesan el parque, una modelo en minifalda está haciendo una sesión fotográfica. Se agacha, gira sobre sí misma, adopta posturas, sonríe. El fotógrafo la ametralla con el flash, necesario en esta semioscuridad. Las piernas de la modelo son fantásticamente largas; casi brillan. Observo que muchas lápidas aluden orgullosamente a la pertenencia del finado a alguna unidad militar: los ingleses adoran al ejército o las organizaciones, de algún modo, castrenses. Cómo se reconcilia eso con su celebrado individualismo es algo que todavía no he podido discernir. Como tampoco puedo distinguir muchos rincones del cementerio, donde todo aparece enmarañado, cuidadosamente abandonado. El cementerio de Brompton se inauguró en 1840, y está al lado de Stamford Bridge, el campo del Chelsea, donde ahora entrena Mourinho. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Mendigos

Dos cosas definen a las ciudades: sus mendigos y sus cementerios. Los mendigos de Londres son barrocos: individuos sobrecargados de bolsas, con el pelo como un cuadro de Juan Gris, ataviados con infinitas inmundicias. Pero son cultos y discretos. Recuerdo a un indigente leyendo a William Blake en una estación de tren, hace muchos años. A la entrada de mi estación de metro, Pimlico, hay uno, un joven rubio, que me da los buenos días cada mañana. Y hace solo dos días vi a otro rellenando el crucigrama. Se juntan y charlan. Al lado de casa, frente al río, se ha instalado un pequeño campamento. Durante mucho tiempo, solo hubo ahí una mujer negra, que vivía en un banco de la calle. Hiciese frío -y en Londres puede hacer mucho-, lloviese o nevase, ahí seguía la mujer, enterrada bajo una montaña de sacos de dormir mugrientos y cartones apedazados, como una talla bantú erigida en una estepa. Su presencia resultaba dolorosamente llamativa en un barrio como Pimlico, que adora lo blanco. Ahora se le han unido otros mendigos, que han levantado sus quechuas marchitas alrededor de la precursora. Uno de ellos va en bicicleta. A veces recoge sus cosas, las distribuye en bolsas innumerables -que resultan imprescindibles para que la lluvia frecuente no las corroa- y se marcha por ahí, como un ciclista elefantiásico, o como un chino en su carrito, a ver mundo. Luego vuelve y se instala otra vez con sus compañeros: la necesidad de conversación es más poderosa que el hedor que desprenden y la incomodidad del asentamiento. Los mendigos de Londres no piden dinero, o, si lo hacen, lo hacen con recogimiento, como si les apesadumbrara molestar a los transeúntes. Sobreviven, sin más, bebiendo alcohol y resolviendo sudokus. Y, si te hablan, no percibes menos circunloquios, ni menos peticiones de excusas, que en un ciudadano probo. Muchos, como grullas desnutridas, contemplan el cielo antes que el suelo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Bath

Bath es una villa termal: su nombre no engaña. Lo es desde los romanos, que aprovecharon las aguas sulfurosas del lugar para instalar uno de sus celebrados spas y, a su alrededor, una ciudad. Los restos de este enorme edificio -por el que siguen fluyendo las aguas moderadamente hediondas del subsuelo- constituyen hoy uno de sus principales atractivos. La visita es cara pero recomendable, sobre todo a última hora de la tarde, cuando la luz declina y las sombras emborronan el verde plomizo de las piscinas y envuelven los mantos rotundos de las estatuas con un manto incorpóreo. La audioguía con la que se puede acompañar el recorrido ofrece la opción de escuchar los comentarios de Bill Bryson, el autor del divertidísimo Menuda América, entre muchos otros libros de viajes, o de una deliciosa biografía de Shakespeare. Mientras escucho una de sus observaciones -que no son eruditas, sino muy coloquiales, formuladas con la naturalidad de quien se siente seguro de lo que dice y del reconocimiento que obtendrá cualquier cosa que diga-, uno de los actores comisionados para hacer más amena la visita de los turistas me ofrece dos denarios por mis sandalias. No sé si es una broma o un insulto disimulado. Pero a los ingleses les encanta actuar, sobre todo cuando han de hacer de romanos. A la salida de los baños, escudriño libros viejos en el tenderete de una organización de caridad. Ahí se encuentran, a veces, verdaderas joyas. Mientras aspiro polvo, un indígena con aspecto de indigente -pero que no lo es, sino, probablemente, un catedrático de poesía celta- me informa de que lamenta no haber comprado el célebre I have a dream..., de Martin Luther King -de cuya impartición se celebró hace muy poco el cincuentenario-, que había visto, impreso, en el puesto, y que ya ha desaparecido. Es un error de principiante: cualquier libro que nos interese ha de ser adquirido al momento; de otro modo, volará, y nos maldeciremos por la oportunidad perdida. Con el poeta Agustín Calvo Galán y su marido José Antonio cenamos luego en el restaurante Las iguanas, cuyo nombre no nos disuade, en el que una horda de jóvenes inglesas celebran hormonalmente algún acontecimiento sin duda muy digno de ser celebrado, y donde nos atiende una camarera que se llama María. María es gallega y profesora de educación física. Tiene una sonrisa encantadora, que despliega con una frecuencia insólita, y que se superpone al estruendo de las autóctonas. Agustín, José Antonio, Ángeles y yo formamos nuestro propio estruendo, mucho más íntimo, pero no menos feliz.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Walias

Nos visitan Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa. Es la primera vez que vienen a Londres, y les envidio por ello: aún recuerdo la confusión y el deslumbramiento con el que yo descubrí la ciudad, con 16 años, en 1979. También ellos -que esperaban ver el Big Ben, el Parlamento, la Torre de Londres y la estatuilla de Eros apuntándoles al corazón en Piccadilly Circus- han reeditado esos sentimientos inaugurales ante la floración de rascacielos inverosímiles que jalonan la capital, y que configuran un conjunto abigarrado, pero nunca desagradable: una inmensa mampara de cristal, perteneciente a un nuevo edificio, puede prolongar hasta casi el cenit una fachada tudor o el pórtico historiado de una iglesia anglicana; o una cúpula de aluminio puede superponerse, en un resquicio que se abre de pronto entre edificios, a otra de mármol. Ambos tienen la sensación -y nosotros con ellos- de que, en cada rincón, a cada vuelta de la esquina, espera algo inesperado, en perturbadora mezcolanza: una escultura, una réplica del barco del pirata -aquí héroe- Drake, un tiovivo decimonónico, una casa de Norman Foster, un restaurante de las islas Fiyi. Antes de venir, Javier me envió el manuscrito de su último poemario, W. El título augura un libro biográfico y sustancial; y lo es. Javer ha escrito, hasta hoy, una obra enteriza, labrada con oficio admirable, de filiación realista, pero nunca desatenta a las solicitaciones de la imaginación. Esta nueva obra, inédita todavía, lo ratifica en esa línea de contemplación de lo humano desde una atalaya íntima y musical. Hoy él y Teresa han vuelto a casa, con la luminosa grisura del Támesis todavía en los ojos. 

domingo, 8 de septiembre de 2013

Stonehenge

Yo me había imaginado siempre a Stonehenge en un rincón áspero o una eminencia rocosa, envuelto en brumas caledonias y rodeado de robles milenarios y espasmos de musgo. Un lugar idóneo para el encuentro de druidas como Panorámix o brujas como la Fata Morgana. Sin embargo, Stonehenge está en una llanura, sin un solo árbol en muchos cientos de metros a la redonda. Más aún: dista un tiro de piedra de una autopista. No diré que decepcione, pero sí que baja un escalón en la escalera de las representaciones fantásticas. El mar de gente que se reúne en cualquier lugar turístico de Gran Bretaña en verano también está allí. Surcadas sus olas, y devengado el óbolo obligatorio de ocho libras (que la institución administradora del sitio, English Heritage, se ofrece a devolver si ese mismo día te haces su socio), se accede al gran espacio verde en el que se alzan las piedras. Pero el monumento queda lejos. Las normas de seguridad impiden que los visitantes se acercen a él -y mucho menos que lo toquen-, y debemos limitarnos a contemplarlo en la distancia. Los bloques grises le levantan con una tosquedad ambigua, mezcla de primitivismo y refinamiento. Uno de ellos luce un pivote en la parte superior, un breve pezón, en el que se encajaban los megalitos transversales. Lo derruido del lugar constituye una nueva arquitectura: piezas enteras, erguidas aún, se amalgaman con ruinas y desmoronamientos, y esa imbricación genera una personalidad que conforma y contradice, a la vez, las intenciones de sus constructores. El día, sorprendentemente, es azul. Por encima del conjunto pasa un helicóptero militar de dos hélices, de transporte. Hay, cerca, alguna base militar: en la autopista, poco antes de llegar al sitio, señales de tráfico nos avisan de que los tanques -no los ciervos o las vacas- cruzan la vía. Damos varias vueltas al crómlech, intentando avistar siquiera el círculo interior, de arenisca azul, llamado "la herradura", cuyo eje hendía el sol en el solsticio de verano. Pero solo vemos bultos pétreos, un zócalo milenariamente deshecho de tréboles, oraciones y tumbas.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Tipografía

La tipografía inglesa es deliciosa. En las columnnas de las casas georgianas -en Chelsea, en Pimlico, en Belgravia- aparece siempre el número del domicilio, pintado con una delicadeza exquisita: dígitos con serifa, trazos en los que se alterna lo fino y lo algo más grueso, bordes precisos, colores homogéneos. Números negros, sin excepción, que se imponen sobre un fondo unánimemente blanco. Son como farolillos, pero no colgados, sino escritos, ni festivos, sino exactos y tenaces, con algo del pragmatismo puritano de los anglosajones. Los carteles que se observan por la ciudad -y los hay a millones- guardan una pulcritud similar: esta es una nación de comerciantes, y comunicar limpiamente la naturaleza y las prestaciones del negocio constituye un requisito imprescindible para que el negocio funcione. Pero la tipografía no es solo una cuestión de forma: es, sobre todo, una muestra de respeto por la letra impresa y, en consecuencia, por la información veraz y el pensamiento riguroso. Apenas se advierten en Londres esos papelotes inmundos, plagados de faltas de ortografía, y hasta de manchas del bocadillo de calamares que el operario se estaba comiendo en el momento de colgarlos, pegados de cualquier manera con celo, que abundan en España, para notificar, con manifiesto desprecio por la sensibilidad de sus destinatarios, que la comunidad de vecinos no acepta correspondencia comercial, que la tienda ha cerrado por vacaciones o que los plátanos están de oferta. Pasear por muchas calles y plazas londinenses es, no solo recorrer un exuberante bosque de edificios, sino también una hermosa hiedra de palabras.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Olores

En un lugar nuevo, lo primero que percibimos es el olor. Los humanos somos seres visuales, pero el olor accede a nuestro cerebro privilegiadamente, antes que ningún otro estímulo sensorial. Lo que percibe la vista ha de ser interpretado; lo que capta el olfato no. Pero los olores son indefinibles; más aún, son indecibles. Podemos merodear en torno a las sensaciones que nos procuran, asediándolas con metáforas, como los catadores de vino -esos grandes poetas ocultos-, pero no apresarlas, y mucho menos verbalizarlas. Inglaterra, pues, no sé a qué huele, pero sí reconozco su aroma tan pronto como salgo de avión y piso el suelo del aeropuerto. Descartados los perfumes de la tecnología, esos que se asemejan en cualquier parte del mundo -aceites industriales, barnices de la construcción, gasóleo-, lo que queda es una mezcla de moqueta y escarcha, de frambuesa y soledad. Todas las casas -y las personas- tienen su olor. También todos los países: el de Rusia es ácido; el de Turquía, en cambio, es dulcísimo. Inglaterra ofrece, con esa primera incisión suya en mis sentidos, una hospitalidad enigmática, un sabor que aúna la sonrisa y la violencia.