En un lugar nuevo, lo primero que percibimos es el olor. Los humanos somos seres visuales, pero el olor accede a nuestro cerebro privilegiadamente, antes que ningún otro estímulo sensorial. Lo que percibe la vista ha de ser interpretado; lo que capta el olfato no. Pero los olores son indefinibles; más aún, son indecibles. Podemos merodear en torno a las sensaciones que nos procuran, asediándolas con metáforas, como los catadores de vino -esos grandes poetas ocultos-, pero no apresarlas, y mucho menos verbalizarlas. Inglaterra, pues, no sé a qué huele, pero sí reconozco su aroma tan pronto como salgo de avión y piso el suelo del aeropuerto. Descartados los perfumes de la tecnología, esos que se asemejan en cualquier parte del mundo -aceites industriales, barnices de la construcción, gasóleo-, lo que queda es una mezcla de moqueta y escarcha, de frambuesa y soledad. Todas las casas -y las personas- tienen su olor. También todos los países: el de Rusia es ácido; el de Turquía, en cambio, es dulcísimo. Inglaterra ofrece, con esa primera incisión suya en mis sentidos, una hospitalidad enigmática, un sabor que aúna la sonrisa y la violencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario