domingo, 22 de septiembre de 2013

Semáforos

Los semáforos ingleses son como los ingleses: raros. Uno pensaba que esos delgados armatostes funcionaban igual en todas partes, pero era un error. Los semáforos son un invento de las Naciones Unidas, como la fecha de caducidad de los yogures: una de sus principales contribuciones a la convivencia en el mundo, aunque, a menudo, viendo las discusiones que se generan por su causa, parecen más bien la ocurrencia de una mente diabólica. (En Afganistán solo hay un semáforo, en Kabul. Pienso a veces en la indescriptible soledad de ese semáforo, regulando un tráfico que no existe, rodeado de montañas nevadas y polvo infinito). En Inglaterra, los semáforos tienen prólogo, o, si somos atropellados, epílogo: a los pies del transeúnte, en el asfalto, se lee look left ("mire a la izquierda") y look right ("mire a la derecha"), para que ni turistas ni autóctonos olvidemos que hay que prestar atención al sentido contrario al que nos resulta natural. También participan de un extraño zigzag: cuando se atraviesa una calle con circulación en doble sentido, una isleta peatonal suele separarlos, pero los semáforos que los regulan no están alineados, sino alejados algunos metros: hay que desplazarse a la derecha o a la izquierda para encarar el siguiente. Los semáforos ingleses, gloriosamente, no funcionan de forma automática, sino a demanda. No cambian como respiramos nosotros, o como pestañeamos, sin que nos demos cuenta: su movimiento está regulado por nuestra voluntad. Si queremos cruzar la calle, hay que apretar un botón blanco, que enciende una señal de wait. Creemos entonces que ya hemos resuelto el problema, pero, de nuevo, nos equivocamos. Al cabo de varios minutos, seguimos esperando, y escrutamos el botón -y el semáforo- con la impaciencia de quien espera a que quede libre un retrete. Pero allí sigue el wait, desgastadamente luminoso, impasible en su imperatividad. Hay quien cree que el botón no activa nada, y que los semáforos sí cambian automáticamente, pero esta teoría no ha sido confirmada. Por fin, como una epifanía, aparece el muñequito verde. Pero hay que darse prisa: el muñequito verde no está para tonterías. Sin embargo, por mucho que corramos, cuando estemos en el punto más alejado de ambas aceras, el pérfido muñequito desaparecerá. No avisa, no parpadea: simplemente se esfuma. Y allí nos quedaremos, como desnudos, frente a una falange de coches ansiosos, y nuestra supervivencia dependerá entonces del brinco que seamos capaces de dar hasta la orilla más próxima. La aventura que supone cruzar las calles con el semáforo fugazmente en verde contrasta con la paciencia que requieren los semáforos eternamente en rojo. A veces, lo están tanto para los coches como los peatones, sin que la situación se altere nunca. Allí estamos conductores y viandantes, en sendas colas, parados, soportando la lluvia, mirándonos sin esperanza, preguntándonos dónde se habrá metido el muñequito verde o la luz, también verde, que da paso a los automóviles. Algunos, desesperados, se lanzan a la calzada a pecho descubierto; otros permanecen firmes, empapados, soñando con la liberación. Con los semáforos conviven los pasos de peatones, anunciados en las cuatro esquinas por boliches intermitentes, ante los que se detiene militarmente todo vehículo inglés, y uno se pregunta por qué no hay pasos de peatones siempre, y no semáforos, igual que, en ocasiones, nos interrogamos por qué Dios decidió crear hombres, cuando podría haber creado solo ángeles. Jaime Siles escribió hace muchos años un poemario, interesante, titulado Semáforos, semáforos. Debió de hacerlo tras visitar Londres.

3 comentarios:

  1. Qué bueno. Me he preguntado estas cosas y otras cuando he visitado las islas. Con mi (pequeña) incapacidad para distinguir derecha e izquierda el mundo se vuelve allí un poco más confuso, pues la fuerza de la costumbre no me resuelve el problema a la hora de cruzar calles o conducir (como sí ocurre en suelo patrio). Yo creo que les gusta que vivamos peligrosamente. Ellos lo llevan bien. Si lo llevan mal no se les nota, son tan ingleses...

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    1. Muchas cosas se me hacen extrañas en esta isla, Olga, como a ti. Supongo que no me habré acomodado a mi nueva vida hasta que me parezcan normales. Te mando un gran abrazo.

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  2. Curioso el punto de vista de peatón que inspira exclusivamente este fragmento, que comparto aunque no de manera tan exclusiva: para mí los semáforos, aunque pase mucho más tiempo a pie que motorizado, son fundamentalmente aparatos destinados a los conductores, y me parece que en Inglaterra mucho más benignos para ellos que para el sufrido viandante.

    Me sorprende siempre la corrección de los conductores británicos en comparación con los españoles, su en general estricta observación de las normas (he conocido incluso un inglés de mi edad que jamás recibió una multa por exceso de velocidad). Comparto tu pregunta: dada la amabilidad que les obliga a detenerse siempre ante un paso de cebra habitado o susceptible de ser habitado durante el próximo minuto, o a ceder el paso a cualquier otro vehículo prescindiendo de preferencias reglamentarias y por facilitar la fluidez del tráfico, ¿para qué los semáforos? En la Fuerteventura de principios de los 2000, como en tu Afganistán, existía un solo semáforo en la capital, y los majoreros eran felices armados solo de rotondas y de un respeto seguramente congénito por el prójimo. En Madrid no lo veo yo, y probablemente tú en Londres tampoco lo veas, pero creo que en Brighton sería posible vivir sin semáforos.

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