viernes, 6 de septiembre de 2013

Tipografía

La tipografía inglesa es deliciosa. En las columnnas de las casas georgianas -en Chelsea, en Pimlico, en Belgravia- aparece siempre el número del domicilio, pintado con una delicadeza exquisita: dígitos con serifa, trazos en los que se alterna lo fino y lo algo más grueso, bordes precisos, colores homogéneos. Números negros, sin excepción, que se imponen sobre un fondo unánimemente blanco. Son como farolillos, pero no colgados, sino escritos, ni festivos, sino exactos y tenaces, con algo del pragmatismo puritano de los anglosajones. Los carteles que se observan por la ciudad -y los hay a millones- guardan una pulcritud similar: esta es una nación de comerciantes, y comunicar limpiamente la naturaleza y las prestaciones del negocio constituye un requisito imprescindible para que el negocio funcione. Pero la tipografía no es solo una cuestión de forma: es, sobre todo, una muestra de respeto por la letra impresa y, en consecuencia, por la información veraz y el pensamiento riguroso. Apenas se advierten en Londres esos papelotes inmundos, plagados de faltas de ortografía, y hasta de manchas del bocadillo de calamares que el operario se estaba comiendo en el momento de colgarlos, pegados de cualquier manera con celo, que abundan en España, para notificar, con manifiesto desprecio por la sensibilidad de sus destinatarios, que la comunidad de vecinos no acepta correspondencia comercial, que la tienda ha cerrado por vacaciones o que los plátanos están de oferta. Pasear por muchas calles y plazas londinenses es, no solo recorrer un exuberante bosque de edificios, sino también una hermosa hiedra de palabras.

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