Lo visito por la mañana, en busca de un poco de tranquilidad. En Londres hay hasta libros que relacionan los islotes de paz en este océano proceloso de la ciudad, y este es uno de ellos. En el metro me siento delante de tres muchachos -dos chicas y un chico- que están leyendo, en comandita, un libro de poesía: Lines from a Mined Mine (Versos de una mente minada), cuyo autor no atisbo a distinguir. Uno lee los poemas en voz alta, y los otros se ríen; luego le pasa el libro al compañero, que hace lo mismo; y así sucesivamente. No tienen aspecto de chicos estudiosos; tampoco se carcajean. Parecen enteramente jóvenes normales, que han decidido compartir la experiencia de la lectura de un libro que les divierte. Sí: les divierte la poesía, que supongo ingeniosa, o sarcástica. Leen con empeño, pero sin énfasis: dos, en el papel; los otros cuatro, en el aire. Y todos ríen al unísono, sin aparato, con suavidad educada, pero también con convicción. Esto sucede en el metro. En el cementerio, solo hay ardillas y una modelo en una sesión de fotos. El día es gris, y la grisura empalma desde las tumbas graníticas hasta el cielo, también granítico: es una sola lámina plomiza, que se extiende sin fisuras. Las ardillas corretean por entre las sepulturas y se acercan hasta las piernas del paseante. No tienen miedo ni a los muertos ni a los vivos. Cuando comprenden que no les vamos a dar de comer, se alejan con la misma alegría con la que han venido. Cantan los pájaros. Si no estuviera rodeado de cadáveres, pensaría en una idílica escena campestre. Abundan los enterramientos ilustres: Blanche Roosevelt, escritora y cantante de ópera, muerta en Montecarlo al volcar el carruaje en el que viajaba, yace aquí. También George Borrow, don Jorgito el Inglés, autor del inolvidable La Biblia en España, y el ajedrecista Johannes Zukertort, el mejor de su tiempo junto con Wilhelm Steinitz, con quien libró combates memorables, y que debe de sentirse muy a gusto en este tablero de escaques mortuorios. Y aquella musa del dandismo que fue la marquesa Luisa Casati Stampa di Soncino. Luisa dijo que quería hacer de su vida una obra de arte; sin duda, la ha hecho de su muerte: su lápida es una bella urna de piedra, desgastada ya por el tiempo, pero aún airosa. Averiguo que también estuvo enterrado aquí el jefe indio Lobo Largo, muerto de neumonía en Londres -no es de extrañar- cuando actuaba en el show de Búfalo Bill, en 1892, pero cuyos restos fueron trasladados en 1997 a su patria, las praderas de Dakota del Sur, donde ahora descansan. Mezcladas con todos ellos, hay tumbas de personas sin fama, como la de una señora de Manresa (que el grabador sitúa en Catalonya), en cuya lápida rezan unos versos en catalán. Más allá, en la arcada semicircular que abraza todas las avenidas que atraviesan el parque, una modelo en minifalda está haciendo una sesión fotográfica. Se agacha, gira sobre sí misma, adopta posturas, sonríe. El fotógrafo la ametralla con el flash, necesario en esta semioscuridad. Las piernas de la modelo son fantásticamente largas; casi brillan. Observo que muchas lápidas aluden orgullosamente a la pertenencia del finado a alguna unidad militar: los ingleses adoran al ejército o las organizaciones, de algún modo, castrenses. Cómo se reconcilia eso con su celebrado individualismo es algo que todavía no he podido discernir. Como tampoco puedo distinguir muchos rincones del cementerio, donde todo aparece enmarañado, cuidadosamente abandonado. El cementerio de Brompton se inauguró en 1840, y está al lado de Stamford Bridge, el campo del Chelsea, donde ahora entrena Mourinho.
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