martes, 10 de septiembre de 2013

Bath

Bath es una villa termal: su nombre no engaña. Lo es desde los romanos, que aprovecharon las aguas sulfurosas del lugar para instalar uno de sus celebrados spas y, a su alrededor, una ciudad. Los restos de este enorme edificio -por el que siguen fluyendo las aguas moderadamente hediondas del subsuelo- constituyen hoy uno de sus principales atractivos. La visita es cara pero recomendable, sobre todo a última hora de la tarde, cuando la luz declina y las sombras emborronan el verde plomizo de las piscinas y envuelven los mantos rotundos de las estatuas con un manto incorpóreo. La audioguía con la que se puede acompañar el recorrido ofrece la opción de escuchar los comentarios de Bill Bryson, el autor del divertidísimo Menuda América, entre muchos otros libros de viajes, o de una deliciosa biografía de Shakespeare. Mientras escucho una de sus observaciones -que no son eruditas, sino muy coloquiales, formuladas con la naturalidad de quien se siente seguro de lo que dice y del reconocimiento que obtendrá cualquier cosa que diga-, uno de los actores comisionados para hacer más amena la visita de los turistas me ofrece dos denarios por mis sandalias. No sé si es una broma o un insulto disimulado. Pero a los ingleses les encanta actuar, sobre todo cuando han de hacer de romanos. A la salida de los baños, escudriño libros viejos en el tenderete de una organización de caridad. Ahí se encuentran, a veces, verdaderas joyas. Mientras aspiro polvo, un indígena con aspecto de indigente -pero que no lo es, sino, probablemente, un catedrático de poesía celta- me informa de que lamenta no haber comprado el célebre I have a dream..., de Martin Luther King -de cuya impartición se celebró hace muy poco el cincuentenario-, que había visto, impreso, en el puesto, y que ya ha desaparecido. Es un error de principiante: cualquier libro que nos interese ha de ser adquirido al momento; de otro modo, volará, y nos maldeciremos por la oportunidad perdida. Con el poeta Agustín Calvo Galán y su marido José Antonio cenamos luego en el restaurante Las iguanas, cuyo nombre no nos disuade, en el que una horda de jóvenes inglesas celebran hormonalmente algún acontecimiento sin duda muy digno de ser celebrado, y donde nos atiende una camarera que se llama María. María es gallega y profesora de educación física. Tiene una sonrisa encantadora, que despliega con una frecuencia insólita, y que se superpone al estruendo de las autóctonas. Agustín, José Antonio, Ángeles y yo formamos nuestro propio estruendo, mucho más íntimo, pero no menos feliz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario