lunes, 30 de junio de 2014

Más fiesta mayor

Otra tarde, otro paseo. Antes, el cuerpo lo resistía todo; ahora no soporta unas horas sentado. (Estar sentado, leo en alguna parte, es una floreciente epidemia, peor que el tabaquismo: engorda, trastoca el metabolismo, atrofia los músculos, desbarata la espalda; en algunas empresas de los Estados Unidos, donde todo nace, los empleados trabajan de pie, y no porque quiera la empresa, sino porque quieren ellos). En el pueblo sigue la fiesta mayor. Las calles más céntricas están engalanadas con banderines multicolores de plástico. Antes se colgaban farolillos, o gallardetes, o banderitas; ahora hay banderines de plástico, que, cuando sopla el viento, suenan como bofetadas en el aire. En Santiago Rusiñol hay mercadillo. Los puestos son de lo que suelen ser: ropa, cerámica, productos de piel, joyería artesana, embutidos. Casi todos tienen un aire entre rural y alternativo, aunque no estoy seguro de que no los atienda alguien que vive en Sarrià. De lo que no hay ningún tenderete es de libros. Nunca lo hay. Supongo que forma parte de una nueva tendencia: la desaparición de la letra impresa. El otro día eché un vistazo al programa municipal de actividades para este verano, y vi que, en dos meses, no había ni uno solo dedicado a las letras: ni un triste grupo de lectura para amas de casa aburridas. En Quatre Cantons, me cruzo con el hermano de un poeta convecino. Tiene un nombre augusto y una altura augusta, y pasea con un perrazo. Creo que era ese chucho el que se empeñaba en copular con mi pantorrilla la última vez que estuve en su casa. Él pertenece a la categoría de saludable: alguien con quien no intercambiaría ni cinco minutos de conversación, pero que orbita, azarosamente, en un espacio común. Nos saludamos, pues, y seguimos nuestro camino. Media docena de pasos más allá, me cruzo con otro saludable, aunque este ni siquiera sé quién es, es decir, lo reconozco, sé que lo he visto en otro lugar, pero soy incapaz de ponerle nombre, ni de reconstruir nuestra relación. Es un saludo liviano, algo desconfiado, como si a él le pasara lo mismo, y ni uno ni otro fuéramos capaces de salir de ese agujero de certeza y, a la vez, de ignorancia en el que nos encontramos. Antes de dejar Quatre Cantons, veo a un negro con sombrero bailar algo parecido al rap en un enorme ajedrez dibujado en la acera, y a un payaso de más de dos metros, ataviado con todos los colores de la gama cromática y una peluca digna de Dolly Parton, charlando con un transeúnte. El payaso no hace nada: solo está allí, de pie, hablando; ni siquiera mira al bailarín. En el tramo siguiente de la calle ya no hay mercadillo, aunque algunos africanos despliegan sus artículos falsos en el suelo. Son pocos, pero sus fardos son tan grandes que ocupan un buen trecho de vía. La gente pasa sin mirar, sin comprar, pero me sorprende su presencia. Tradicionalmente, San Cugat ha sido un pueblo de orden, muy pulcro, muy catalán, muy como Dios manda. Aquí no había mendigos ni inmigrantes ilegales, y mucho menos negros vendiendo sus baratijas. Bueno, sí había un mendigo, el mendigo: un tipo -al que, por cierto, hace tiempo que no se le ve- que recorría, perfectamente androjoso, las calles del pueblo, sin pedir nada, sin hacer nada, salvo caminar. Pero ese no contaba: llevaba allí toda la vida y era como de la familia; hasta hablaba catalán. Ahora, en cambio, los pedigüeños han desembarcado: una rumana pide lastimeramente a la puerta de la estación; el clásico menesteroso con un cartón implorante, lleno de faltas de ortografía, se asienta en cualquier esquina; gitanas jóvenes desgranan por la calle su salmodia mendicante; y los negros, espigados, oscurísimos, se desplazan desde Barcelona para tentar la bolsa de los acaudalados sancugatenses. En el recinto del monasterio hoy hay baile popular, que se desarrolla a los compases exasperantemente iguales de un soniquete interpretado por flautas y flautines. Los danzantes, que portan flores en la mano, se mueven con una rigidez mecánica, como los muñequitos de un jaquemart. El gentío es bárbaro. En el cielo se amontonan también las nubes, que ya no lucen el deshilachamiento espectral de estos días, sino una gordura compacta, con protuberancias que alumbran otras protuberancias, y una blancura dolorosa. Cuando ya vuelvo a casa, me encuentro con tres mujeres vestidas con los trajes típicos de Bolivia: con bombines y faldas exageradas. Pero son vestidos de lujo, con sus bandas y sus broches, con colgantes y blondas; como de lagarterana, pero de los Andes. Folklore llama a folklores. Al pasar a su lado, se les acerca otra mujer, esta inequívocamente indígena, es decir, de Sant Cugat, y les pregunta si puede hacerles una foto. No oigo su respuesta. Ya empieza a anochecer.

domingo, 29 de junio de 2014

Manicomio

Con el título de la entrada no me refiero al mundo, sino a un poemario del peruano Maurizio Medo, cuya primera edición data de 2005 y que ahora reedita en España Varasek Ediciones, con prólogo de Benito del Pliego, uno de nuestros principales especialistas en literatura hispanoamericana. La andadura de Varasek es todavía corta, pero en su catálogo figuran ya algunos títulos excelentes, y muy representativos de una cierta forma de entender la poesía, como Índice, del propio Benito del Pliego, Hebras de Malasaña -que cuenta con un prólogo mío-, de Yulino Dávila, Trazas del calígrafo zurdo, de Víctor Gómez, y Entrevista con el pájaro, de José Viñals. Las primeras noticias que tuve de Maurizio Medo fueron hace tres o cuatro años, a resultas de una desdichada antología, Poesía ante la incertidumbre, con la que se quiso reeditar la operación que había encumbrado, dos décadas antes, a los poetas de la experiencia, esta vez con autores jóvenes (es decir, moderadamente jóvenes: alguno era ya padre de familia), y extenderla a Hispanoamérica, un mercado virgen aún de semejantes manipulaciones. (La manipulación, claro está, no consiste en agavillar a un puñado de autores, sino en que esos autores sean casi analfabetos y, en cambio, se presenten como si fueran Cavafis). La editorial me mandó, jovial o despreocupadamente, la antología, y yo correspondí a su amabilidad reseñándola. Maurizio leyó la reseña -que se publicó en varios medios, tanto de papel como digitales- y suscribió públicamente las ideas que se contenían en ella, lo que, por cierto, le valió no pocos insultos -y, de rebote, también a mí- por parte de aquellos postadolescentes anteincertidúmbricos que parecían tan formales, con poemitas muy repeinados y una poética digna de Paulo Coelho, pero que se revelaron feroces defensores de la cuota de poder recientemente conquistada (y que, en el caso de alguna de las antologadas, ha sido muy fructuosa: la beneficiada figura ahora en todos los premios de poesía imaginables, indistintamente como jurado y como premiada; y también sus amigos y todos aquellos a los que le conviene recompensar o halagar). Manicomio se sitúa en una tradición reconocible: la del irracionalismo contemporáneo, un linaje que ha conocido extraordinarios cultivadores en el Perú, desde César Vallejo hasta los integrantes del grupo Hora Zero -entre los que se encuentra Yulino Dávila-, pasando por Martín Adán o Emilio Adolfo Westphalen. Pero el irracionalismo no se limita, en el poemario de Medo, a ser una opción lingüística, sino que se corresponde con una realidad objetiva: la locura. Dicho de otro modo: la irracionalidad no es aquí -o, por lo menos, no es solo- una cuestión de estilo, algo que podría utilizarse igualmente para pintar paisajes o exaltar los transportes del amor, sino una forma obligada: algo coherente, exigido por la realidad a la que se aplica, y de la que deriva. Esta íntima relación entre aquello de lo que se habla y el modo de hablar caracteriza a los mejores poetas, y es uno de los rasgos más significativos de Manicomio. También es interesante observar la pertenencia del libro a otro linaje: el de los poetas que han hablado de, o desde, la reclusión clínica, la observación del nosocomio, el decir alienado. En España ha muerto hace poco uno de los más altos, Leopoldo María Panero, cuyo lenguaje también reproducía los pantanos inaprehensibles, pero muy dolorosos, del caos de la conciencia, de la inadecuación a la realidad. Pero hay otros: Friedrich Hölderlin, Dino Campana, Antonin Artaud o Héctor Viel Temperley, cuyo Hospital Británico constituye una de las mejores representaciones, en la literatura moderna, de la explosión, y, al mismo tiempo, del adentramiento, del adensamiento, de la locura. En Manicomio, como bien señala Del Pliego en el prólogo, "las paredes del manicomio coinciden con las fronteras de la realidad", y Maurizio Medo las araña en cada poema, en cada verso. Su lenguaje transita de lo paródico a lo desesperado con palabras abarrotadas de sombras. Decir se convierte en una operación de destrucción, cuyas ruinas, inverosímilmente, conforman un paisaje intacto. La ferocidad de los versos convive con una íntima ternura, que no encuentra otro modo de manifestarse que el grito, que es hijo del deseo y de la incomprensión. La realidad psiquiátrica se incorpora al libro mediante varias reproducciones del test de Rorschach, a las que Medo da siempre la misma respuesta: "-¿Qué ves? -Veo el cuerpo muerto del autor". En otras páginas, se suceden los recuadros en los que el protagonista del poema, u otros personajes, representan situaciones o cosas. Pero están vacíos. "Aquí, Ludovina duerme", dice Medo en uno de ellos, "mientras sueña que la escribo". Pero en el recuadro no hay nada, quizá porque Ludovina no existe, o porque no duerme, o porque es el autor el que no existe. Los juegos tipográficos y las tachaduras, las repeticiones y los tartamudeos, la glosolalia y la cacolalia, acompañan a un discurso fragmentado, ramificante, espasmódico, ferviente, científico, atroz, inaudito y, a veces, pese a la violencia con que resuena, inaudible: un lenguaje horrible y hermoso. Señalo también otro juicio consignado por Del Pliego, y que me parece muy interesante: Manicomio revela que "el único refugio es no tener ninguno". Ciertamente, la razón no es un refugio, sino, a menudo, como en las páginas de este libro, un enemigo; tampoco lo es la lógica discursiva, que queda hecha añicos en esta reivindicación de lo indecible, de lo inaccesible; ni las tradiciones estéticas o culturales, cuyo único sentido consiste en ser superadas, más aún, en ser aniquiladas. Emily Dickinson decía que algunos solo encuentran -solo encontramos- consuelo en lo inestable. Maurizio Medo, en este Manicomio, es uno de ellos. Frente a tantos poetas -a tantas personas- que solo ansían encontrar certezas, y aferrarse a ellas como un náufrago a un tablón, Medo prefiere derrotar en un mar de imposibilidades, donde los únicos pecios que avista son los restos carbonizados del pensamiento, las trazas, aún humeantes, de una inteligencia estallada.

REALIDAD

¿Raquel?
...¡Raquel!
¿Dónde?

¡Ay!, la pobre lloraba sobre sucios aldogones,
con las huellas de Méndez clavadas como
púas.

¿Y ahora, urpichaymi? ¿Qué otro carajo
heme de esperar? ¿Convalecerme yo mismo
diciendo: Adelante, se alquila la razón?

No tengo más lengua. Rujo.

No tengo manos. En cada una se afilan las garras
del jaguar.

Levántate, palomitay, dijeron que aminaría
la pena en lo profundo de la noche.

La sombra de DM iluminó el pasadizo.
Y el aeda, litúrgico, predijo:
Murallas no son nuestros sentidos,
sino ventanas abiertas que nos permiten
asomar al infinito.

Abrístete blanca -tan luminosa- como virgen
desperté envuelto en mantos.


Ya qué importa.

Ya que importan los cables.

No se nos pudrirán las rosas.

sábado, 28 de junio de 2014

Una nueva forma de robo

Las compañías aéreas no son solo una de las grandes suministradoras contemporáneas de clientes a los traumatólogos y fisioterapeutas, sino también una de las mayores extorsionadoras colectivas de nuestro tiempo. Se aprovechan de una necesidad fundamental, creada, a su vez, por la sociedad enferma en la que vivimos: la de huir, la de estar en otra parte. El turismo de masas, ese al que todos nos sumamos, arrebatados por la urgencia de creer que somos libres, que podemos disfrutar sin restricciones del mundo (cuando, en realidad, nuestros viajes son solo remisiones temporales de la condena: concluida su fugacísima duración, hay que volver a la dura mazmorra cotidiana; viajar es vivir en régimen domiciliario), les ha otorgado, no solo una fuerza aplastante, sino también una bestial capacidad de intimidación. Para ello cuentan con las armas habituales de los grandes agentes de la economía capitalista: el volumen de sus operaciones, las dimensiones de su capital, la mecanicidad de sus comportamientos, la enormidad de sus departamentos jurídicos, la influencia política. A sus habituales engaños y a sus prácticas mafiosas, acabo de descubrir que se ha sumado otra exacción que puede calificarse, sin reparo alguno, de robo: esto es, de sustracción violenta de nuestros bienes (con la violencia de lo inesperado, con la fuerza del abuso y los hechos consumados). El pasado mes de mayo compré dos billetes en British Airways: la ida, de Londres a Barcelona, para el 26 de junio; la vuelta, de Barcelona a Londres, el 20 de julio. El precio: 150 libras, unos 180 euros. Sin embargo, tras un viaje a España a principios de junio, hube de quedarme en Barcelona, porque, después de muchos meses en la lista de espera, la Seguridad Social iba por fin a operar a mi madre de artrosis en una rodilla el 11 de ese mes. Como la recuperación se preveía lenta y difícil -y así está siendo-, tuve que quedarme en Barcelona para atenderla, en lugar de volver a Inglaterra, para volver a viajar a España el 26 de junio, como había planeado; y aquí sigo. Pues bien, a los placeres de la enfermería y del cuidado domiciliario, British Airways ha tenido el detalle de sumar un regalo: el de comunicarme, por correo electrónico, que mi vuelo de vuelta, del 20 de julio, ha sido anulado, porque no he utilizado el de ida. Cuando pude recuperarme de la estupefacción, telefoneé a la compañía, para verificar que aquello no fuera una inocentada tempranera o, simplemente, un error. Pero en el irónicamente llamado servicio de atención al cliente, el señor José María García (que no es el periodista deportivo, sino un robótico toreador de pasajeros iracundos) me informó de que esa era "la política de la empresa": cancelar las vueltas, si no se había viajado a la ida. Cuando le pregunté en qué se diferencia esa "política de la empresa" del robo, me dijo que no podía contestarme, pero que esa era "la política de la empresa". Como gesto de buena voluntad, el robot García me informó de que, para volar en el mismo avión para el que había comprado el billete de vuelta, ahora tendría que pagar unos 200 euros más. Le dije que aquello no era un gesto de buena voluntad, sino una mierda, y colgué. Por la tarde, rumiando el cabreo, investigué en internet, y di con varias páginas -de organismos oficiales, de asociaciones de consumidores, de particulares y hasta de agencias de viaje- que informaban sobre esta práctica. Al parecer, todas las compañías -tanto las de bajo coste como las supuestamente serias, como British Airways- vienen ejerciéndola desde hace años, con el único propósito de cobrar dos veces por el mismo servicio. Eso, en Derecho, tiene nombre: enriquecimiento injusto. Uno ha comprado dos billetes, y cree que, como cualquier cosa de su propiedad, puede utilizarlos o no. Pero eso le da igual a la aerolínea. La aerolínea puede robarte el segundo, es decir, cancerlarlo, sin previo aviso ni derecho a compensación, cuando le pete. En las páginas consultadas averigüé que los servicios de atención al cliente suelen desestimar las reclamaciones que se formulan contra el robo, y que no queda otro remedio que acudir a los tribunales para evitar el atropello. La buena noticia es que, en el procedimiento llamado verbal, si la cuantía de la demanda no supera los 2.000 euros, se puede actuar sin abogado ni procurador. Es decir, basta con presentar un papel en el juzgado de lo Mercantil de la ciudad donde se viva (si en esa ciudad tiene sucursal la compañía aérea demandada), en el que se exponga lo sucedido y se cuantifiquen los daños, y el juez fallará a nuestro favor. Así ha sucedido, al menos, en las sentencias del juzgado de lo Mercantil nº 1 de Bilbao, de 7 de julio de 2008, de la Audiencia Provincial de Madrid, de 27 de noviembre de 2009, y del juzgado de lo Mercantil nº 2 de Palma de Mallorca, de 22 de marzo de 2010, y así es previsible que siga sucediendo. British Airways todavía no me ha contestado (y sospecho que tardará bastante en hacerlo), pero, salvo que reconozca mi pretensión, algo que estimo improbable, estoy resuelto a denunciarla ante los tribunales. Al final, y frente a la dejación del poder político, cautivo del gigantesco lobby aeronáutico, la justicia, con todos sus defectos, es la única que ampara al ciudadano frente a las macrocorporaciones. Acabar con esta práctica propia de José María el tempranillo y sus guerrilleros con trabuco es, en teoría, facilísimo: basta con que el Parlamento Europeo apruebe una directiva que la imposibilite, con un artículo único, que brindo a los legisladores de la Unión: "Las compañías aéreas no podrán cancelar, ni penalizar en modo alguno, los billetes de vuelta, en trayectos de ida y vuelta, cuando el usuario no haya utilizado el de ida". Si, por imposición de la Unión Europea, se ha modificado la Constitución española en un fin de semana para que el Estado no pueda gastar más de lo que conviene a la Unión, es decir, al poder financiero de la Unión, no veo por qué no puede adoptarse una norma así en un par de horas. Sin embargo, y pese a la evidencia del latrocinio a que las líneas aéreas someten a sus clientes, los políticos no pían. También es muy significativo que las compañías aéreas sigan cometiéndolo, a pesar de las sucesivas sentencias que las condenan por ello. Eso quiere decir que les sale a cuenta pagar las indemnizaciones establecidas por los tribunales: el beneficio que obtienen con el robo sigue siendo muy superior al perjuicio que han de soportar. La única forma, pues, que tenemos de doblegar esta contumacia delictiva es asumir el protagonismo de la lucha, y denunciar, denunciar, denunciar. En este caso, es muy sencillo y apenas tiene costes. Y hay que apurar la reclamación hasta el máximo permitido por el procedimiento: 2.000 euros. Deben sumarse el importe del billete cancelado, el del nuevo billete que tengamos que comprar para hacer el viaje, la indemnización por cancelación prevista en la normativa europea (250 euros por pasajero, para trayectos inferiores a 1.500 kilómetros; si son superiores, la indemnización aumenta), el interés legal del dinero por la cuantía del billete robado, desde que nos lo hayan robado, todos los gastos vinculados a la cancelación, la reclamación o el proceso judicial que podamos justificar, y una indemnización por daños morales, en importe libremente estimado. Siento haber sido tan prosaicamente leguleyo en la entrada de hoy, pero aún me bulle la sangre.

viernes, 27 de junio de 2014

Un día turbio

Por la mañana llevo a mi madre a que le quiten las grapas de la operación en la pierna. Hay que hacerlo en el CAP de la calle Manso, un lugar que, pese a su nombre, siempre me ha producido intranquilidad. Es uno de esos edificios heredados de la Seguridad Social franquista, de salas desérticas y azulejos descantillados, y donde adquiere una nueva dimensión el adjetivo "desangelado", si es que la palabra "ángel" puede aplicarse, en algún caso, de algún modo, a una dependencia sanitaria. Esperamos con un montón de gente, que aguarda su turno en silencio. Mi madre, educada en las convenciones de los pueblos, pronuncia un fuerte "¡buenos días!" al llegar, al que solo unos pocos dan respuesta. Esta forma simbólica de compartir los espacios comunes, de apartarse del individualismo aislacionista que casi todos procuramos hoy, se me antoja propia de otra generación, pero no me disgusta. La retirada en sí de las grapas no es difícil, pero hoy no las quitarán todas, sino solo la mitad: la rodilla está todavía un poco inflamada y caliente. Habrá que volver, dentro de una semana, para sacarlas todas. Pese a lo deprimente del asunto, me sorprende aceptarlo con tanta naturalidad. No me agobia ejercer de enfermero como sé que me agobiaría en otras circunstancias: si tuviera que compatibilizarlo con mi antiguo trabajo aquí, por ejemplo. Asumo que es mi obligación, y que he de dedicarme a ella como me dedico a escribir, aunque ahora pueda hacerlo poco, o a atender a mis hijos, o a pasear por el parque: una tarea significativa por sí misma, que me justifica. Poco después de comer, ha quedado en venir el reparador de la lavadora de mi madre, que no funciona (la lavadora, no mi madre, aunque mi madre tampoco esté para demasiadas alharacas). Lo hace a eso de las cuatro, con dos aretes en la oreja y modales de catedrático en reparación de lavadoras. La pone a punto en un plis plas, y atribuye a la avería a la imperita manipulación del aparato por parte de la señora de la limpieza: los botones estaban hundidos, pero no hay que apretarlos, sino solo rozarlos: su funcionamiento es digital. Mientras rellena el informe con los datos de la garantía (a Dios gracias, hemos encontrado la factura en un rincón de papeles), nos informa de que: a) por esta vez, la aplicaremos, aunque no procedería hacerlo, en realidad, porque el fallo no era debido a un defecto de fabricación, sino a una manipulación inadecuada; y b) los electrodomésticos antiguos eran mucho más fiables que los actuales. Él repara todavía lavadoras de hace veinticinco años -"unos tanques", precisa-, cuya duración y cuyas prestaciones no se pueden comparar a las de los esmirriados artilugios que se venden hoy. Su consejo es, que si uno tiene un trasto antiguo, no lo tire: en la gran mayoría de los casos, merece la pena repararlo. Como a las personas. Vuelvo a Sant Cugat después de la visita del erudito. En el metro, comparto vagón con cuatro adolescentes magrebíes: tres están desparramados en una fila de asientos; el cuarto aún está montado en la bicicleta en la que viaja. El grupo (y, de hecho, todos los pasajeros del vagón) escuchan la música que sale, a todos volumen, de un teléfono. El estruendo es muy molesto (y seguramente esté prohibido por el reglamento del metro), pero nadie -ni yo tampoco- les pide que bajen el volumen. Su aspecto no augura una respuesta favorable. Por otra parte, es poco probable que alguien que se comporta así, sin consideración alguna por los demás, la tenga tampoco por sus objeciones. Siempre me ha sorprendido esta imposición del yo: el derramamiento de lo que queremos, de lo que hacemos, de lo que somos, en los demás; un derramamiento que puede convertirse fácilmente en riada. A esos chicos no les importaba que su música desagradara a otros, que se impusiera a las músicas que estos quisieran oír, que impidiera conversaciones: era la suya, y lo demás no existía. Lo mismo vale para una forma de pensar, una actitud personal, un comportamiento político: de la desconsideración a la ceguera hay muy poca distancia; de la descortesía a la imposición, solo un paso. Por otra parte, me siento viejo al pensar así. Hace no demasiado, me importaba más bien poco que la gente vulnerara algunas reglas de urbanidad, siempre y cuando no fueran directamente ofensivas; es más, en determinadas circunstancias, hasta me parecía un saludable ejercicio de rebedía. Hoy, en cambio, detesto el desprecio al otro, el quebrantamiento del espacio que nos limita y que, a la vez, nos protege: fusilaría a los que se consideran más importantes que nadie; y es que solo alguien muy pequeño, muy mezquino, puede considerarse más imporante que nadie. Llego a casa y escribo un rato: corrijo, por enésima vez a Whitman, y, aun siendo la enésima vez, todavía descubro errores. Antes de salir a pasear, para despejarme de un día turbio, enciendo la tele y, zapeando brevemente, doy con un partido de baloncesto entre el Barcelona y el Madrid. En ese momento, alguien calvo, que gesticula como poseído por Belcebú, cruza la cancha en silla de ruedas. Cuánto ha cambiado el baloncesto, pienso. Por la calle se advierte la excitación de la fiesta mayor, que se celebra en Sant Cugat a finales de junio. Antes, la fiesta mayor suponía, directamente, una tortura: todos los años, el ayuntamiento programaba todos un concierto nocturno de rock en el parque Central, justo delante de mi casa. Por suerte, ya ha abandonado esa enloquecedora costumbre, y no parece que este año vayan a torturarme unos imitadores de Nina Hagen de Montornès del Vallès. Donde sí hay mucho movimiento, casi frenesí, es en la plaza del monasterio. Me apresuro a dejarla atrás, y me interno por los barrios pobres del pueblo, que también existen. En ellos se han concentrado tradicionalmente los inmigrantes andaluces y extremeños, cuando eran estos los que venían a ganarse el pan en Cataluña, y, en las últimos lustros, los hispanoamericanos y asiáticos, cuando han sustituido a los nacionales en los trabajos menos agradecidos, en las labores subalternas que los españoles ya no quieren hacer. Siempre ha habido aquí más ruido, más desorden, más bullanga callejera que en el resto del pueblo, que es un híbrido de urbanización norteamericana, pequeño Sarriá y lugarejo agrícola, con masías. En uno de los bares más frecuentados de la calle por la que camino, siempre hay gente berreando en las mesas que sacan a la acera, o asestándose unos purazos letales, o escuchando zumba a todo meter. Durante algún tiempo, para mi pasmo, hubo colgada en la pared una bandera de Albania, aunque los parroquianos parecían más bien de la República Dominicana, y así lo confirmaban sus acentos y, en el caso de las mujeres, sus escotes. Hoy, a lo largo de toda la calle, se suceden las parrilladas populares: gente con mandiles fríe butifarras y filetes, y otra gente se los zampa a pie de obra, o sentados en las sillas de plástico que el ayuntamiento ha repartido. Sin embargo, nada de todo esto me atrae: nunca me han interesado las celebraciones populares, que combinan dos de las cosas que más aborrezco en esta vida: el ruido y las multitudes. No consigo tampoco sentirme partícipe del entusiasmo colectivo que las sustenta: la disolución de la individualidad en el frenesí comunitario se me ha antojado siempre una abdicación del pensamiento, un acto contrario a la dignidad del yo. Quizá sea demasiado engreído, y seguramente el yo no tenga la importancia que la atribuyo, más aún, puede que no tenga ninguna. Pero la masa es contraria a mi temperamento, y renunciar a mi propia forma de sentir para someterme al sentimiento que embarga a otros, o que los ciega, excede mis capacidades. Cuando vuelvo a casa, sorbiendo aún la horchata que me he comprado en la heladería de siempre, me cruzo con alguien vestido de trabucaire, y con muchos que aún lucen la zamarra de casteller: se trata, sobre todo, de celebrar el pasado, de enaltecer lo de aquí. Paso al lado de otro bar, en el que se retransmite el mismo partido de baloncesto que he visto, fugazmente, antes de salir de casa: aquel del calvo en silla de ruedas. Está abarrotado de espectadores. En ese momento acaba, con la victoria del Barcelona. Muchos lo celebran haciendo peinetas y butifarras, y no pocos gritan: Fills de puta! Que els bombin! Nunca me ha entristecido tanto un triunfo de mi equipo.

jueves, 26 de junio de 2014

Pedro Roca, escritor a puñetazos

Hurgar en las alcantarillas de la literatura suele arrojar resultados pintorescos. De un tiempo a esta parte abundan las, llamémoslas así, recuperaciones de escritores atrabiliarios, marginales, olvidados, que militaron en las desharrapadas huestes de la bohemia o en los rincones más inaccesibles de la sociedad literaria, o de la sociedad, a secas. En España, donde a la pobreza secular se une una robusta tradición picaresca, esos descamisados de la pluma no faltan, es más, abundan, y muchos autores actuales han encontrado en ellos materia para sus novelas, personajes que parecen más inventados que reales, aunque fueron de carne y hueso (más bien hueso que carne, por lo poco que comían). Del riojano Armando Buscarini, por ejemplo, un pobre escribidor que vendía sus plaquettes en puestos ambulantes, y que acabó sifilítico y loco, no solo se han escrito libros, sino que hasta se han bautizado butacas. Y de Pedro Luis de Gálvez, aquel fantasmón malévolo que, como ha contado Pío Baroja, se paseaba por los cafés de Madrid con el cadáver de su hijo en una caja de zapatos para implorar la caridad que le permitiera enterrarlo, se acaba de anunciar la enésima resucitación. Sin oponerme al estudio de cualquiera que haya juntado palabras con el laudable propósito de hacer literatura, estos personajes siempre se me han antojado más un pretexto para el lucimiento de quienes los estudian, que algo digno de ser escrutado. Lo que he leído de ambos, y de otros de semejante estirpe, me ha parecido siempre deplorable. Pero no solo en la literatura hay albañales. Otros mundos que han servido tradicionalmente de ascensor social, como el boxeo, aportan una larga nómina de freaks. Y, si juntamos los dos, literatura y boxeo, el resultado es inenarrable. En Barcelona, precisamente, se dio una de esas confluencias, que no ha pasado a la historia ni de la literatura del boxeo, pero que conserva el brillo de lo maravilloso: un combate entre el poeta Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde y precursor del dadaísmo, y Jack Johnson, ex campeón del mundo de los pesos pesados. Fue el 23 de abril de 1916, en la plaza de todos Monumental. Cravan necesitaba dinero para abandonar una Europa en guerra y huir a los Estados Unidos, donde imaginaba que mejoraría su suerte, y aceptó una pelea con Johnson, que, con 43 años, estaba en el ocaso de su carrera, pero que aún era capaz de vapulear al más pintado. Y así lo hizo con Cravan, que, a pesar de sus casi dos metros de altura, tenía menos pegada que un boy scout, pero solo en el sexto asalto. Resulta que Jonhnson estaba siendo filmado, y la productora le había exigido un determinado tiempo de metraje. Cuando ese tiempo se hubo cumplido, le soltó un sopapo definitivo al poeta. El respetable se dio cuenta de la pantomima y protestó con furia, pero la jugada se había consumado. Johnson disfrutó de sus derechos cinematográficos, y Cravan pudo marcharse a los Estados Unidos, como quería, aunque no escarmentó y siguió probando con los guantes: en 1918, luchó en México contra el campeón del país, Jim Smith, apodado Black Diamond, que lo despachó en cinco minutos, en lo que una crónica de la época calificó de "despampanante combinación bufonesco-pugilística". Un personaje parecido a Cravan, aunque infinitamente más cutre, fue Pedro Roca, el Uzcudun de Gracia, protagonista de Jamás me verá nadie en un ring. La historia del boxeador Pedro Roca, de Julià Guillamon. Roca vivió los tiempos heroicos del boxeo, en el primer tercio del siglo XX, cuando, como tantos otros, quiso utilizar la fuerza bruta con que lo había dotado la naturaleza para mejorar la triste suerte que le había deparado esa misma naturaleza, y para ello entrenaba con abnegación en gimnasios tenebrosos, a la vez que se ganaba el sustento con trabajos manuales. Pero Roca era tan malo como Cravan, aunque tenía un mejor directo. No obstante, si su adversario conseguía controlar aquella maza, no era difícil que cazara a Roca, cuyos movimientos en el cuadrilátero tenían la gracilidad de un saco de patatas, y cuya estrategia en los combates obedecía a un solo criterio: abalanzarse contra el otro para arrear y, más probablemente, ser arreado. De los combates que disputó como profesional, solo ganó uno, y porque su rival, en uno de los zambombazos que le propinó, se dislocó un hombro y tuvo que abandonar. En otra ocasión estuvo también a punto de vencer: increíblemente, derribó a su oponente, pero cometió el error de seguir atizándole cuando estaba en la lona, y fue descalificado. El sobrenombre de el Uzcudun de Gracia era, obviamente, exagerado, aunque respondía a cierto fervor popular, que reconocía en Roca a un convecino audaz pero risible. (También se le llamaba el peludo de Gracia, por su floresta pectoral; un cronista de La Vanguardia, tras uno de sus combates, es decir, tras una de las palizas que sufrió, dijo que era un boxeador calamitoso, pero que no se podía negar que era un hombre de pelo en pecho). Uzcudun, el toro vasco, fue el mejor peso pesado español de aquel cuarto de siglo, y uno de los mejores boxeadores de nuestra historia, aunque tampoco se caracterizaba por su finura: como Roca, aunque mucho mejor, se entregaba al combate con espíritu ursino, como el aizkolari que había sido. Sus mayores glorias no fueron los tres campeonatos de Europa que ganó, ni las innumerables victorias contra los mejores luchadores de su tiempo, sino algunas de sus derrotas: contra el monstruoso Primo Carnera, en Roma, ante el mismísimo Benito Mussolini, al que el boxeador italiano había prometido que ganaría por K. O., aunque solo pudo hacerlo a los puntos (los espectadores italianos recompensaron la bravura de Uzcudun con una larguísima ovación y dedicaron a Carnera una sonora pitada por haber sido incumplido su palabra), y contra el mítico Joe Louis, que le infligió el único knockout de su carrera, el 13 de diciembre de 1935, en el Madison Square Garden. Pedro Roca no llegó, ni remotamente, a semejantes alturas: sus peleas eran contra otros españoles tan desgraciados como él, solo que más aptos y mejor entrenados. Tras algunos años de practicar aquel boxeo cómico, en 1932 se le retiró la licencia para combatir, por considerar que tenía perturbadas las facultades mentales. Roca, no obstante, no estaba dispuesto a pasar inadvertido, y decidió reconvertir sus experiencias como boxeador, y su vida toda, en literatura. Escribió dos libros. En el primero, De boxeador a literato, publicado ese mismo año de 1932 (y uno de cuyos rarísimos ejemplares Guillamon revela haber encontrado inopinadamente en una librería de viejo barcelonesa, con una dedicatoria autógrafa en la misma cubierta: "Dedico una obra que no es broma a mi gran amigo [ilegible], 15/9/33, P. Roca"), narra sus aventuras pugilísticas y sus experiencias en las guerras de Marruecos, donde había combatido, con los puños, si era necesario, a los rifeños (y también a un asturiano que le discutió la propiedad de una llave inglesa que estaba utilizando; la discusión, como cabe imaginar, quedó zanjada muy pronto por el catalán). El segundo, Amor que no oyó amor (aunque en De boxeador a literato se anunciaba como Amor que no halló amor), apareció un año más tarde, y narra un delirante romance con Rosa, también llamada Madame Tres Joli y Madame R. R. Trejoli Bocú. La aportación de Roca a la literatura ha sido muy bien sintetizada por Guillamon, que escribe: "Pedro Roca consiguió a base de golpes en la cabeza lo que otros solo lograron a base de experimentos y muchas horas de estudio: el automatismo psíquico puro en prosa y en verso". Y, para demostrarlo, aquí transcribo, con toda fidelidad, este largo e inverosímil fragmento del prólogo de De boxeador a literato:

Ahora que he empezado, otro caso me pasó. Un día fui a Madrid, ya hace tiempo, yo entendía muy poco el castellano, entonces voy a una fonda, ¡de cuarta categoría!, calculo yo, y pido oli, que estaba comiendo habichuelas, y el camarero que me hace: ¿qué dice? Yo le digo: tráigame oli. Dice: No le entiendo. Tráigame oli, hombre, para "amanecer" las habichuelas. ¡No sé lo que me dice!

Con esas había allí un individuo que seguramente lo entendería, y dice, Pida Usted aceite. Yo dijo: bueno; ahora voy a pedir aceite. A ver qué te traen; pues saben lo que me trajo, pues viene y me trae oli. Dije, por eso he pedido aceite, ja, ja. Yo venga reír. Con ésas va uno y le dice: Cierra la cerradura. Yo que endí eso, dije: alguien se habrá reído tanto y le habrán tenido que traer serraduras. ¡Y era la cerradura de la puerta! Dije yo: ¡Si que me he bien lucido! Esta noche no como, porque yo sé que como se llama lo que yo como, pero si no me acuerdo y pido llumillo no sé lo que te traerán, a lo mejor te traen julivert; porque si pido pernil y te traen perejil, ya veremos; voy por la noche a cenar y dije: Tráigame "sopar", que quiere decir cenar; va y me trae sopa; yo que le digo: No, hombre, no sopark va y me trae sopa. Bueno, dije yo, ¡si que la haremos buena; Hoy te van a hartar de sopa que vas a reventar. Dije yo: ¡Tráete pernil! El: ¿que dice? Ese tío estudiará para pájaro, me pide dos veces sopa, ahora me pide perejil. Yo dije: bueno, ahora te habrá entendido. Por lo menos comerás algo, sino con las sopas hoy explotas; ya viene y me trae julivert. Yo que le digo: Ximplet. Tráete la cuenta. ¡Ya me iré a la venta! Y me fui a un sitio que decía la venta y allí compré merienda, hasta que encontré un intérprete y ya comí "colomi", que es palomo, luego estofado de bou, y comí bien. Pero de eso hace seis o siete años, entonces cualquier lo aprendía bien el castellano, ahora como el castellano es una persona y uno en Barcelona los conoce, se debe darce goce al hablar ese idioma de persona inteligente en todo el continente y universalmente todo el mundo debe hablar siempre, y además es el idioma que se habla más y más claro que haya. ¿El más rápido que hay es el catalán? ¡Por eso! Com es tan rápido a veces no lo entiendes. Hablas el francés, empiezan "que voulez-vous; en catalán "què vols"; en inglés, "espitin ingles; en castellano, "qué quieres", rico y elegante en palabras, claras y meditadas; en moro, que "chau chau", y te mareas; pero en castellano te recreas hablándolo y saboreándolo en palabras claras y bien acabadas, habladas como hombres y mujeres en sentido masculina, en hombre no como esas que comen "cuill" al ajo y lo hablan las fiestas, luego comen mucho y no comen nada, como ni tampoco son de España, y es porque no les da la gana; además son gente extraña; el castellano hay que hablarlo claro tal como lo enseñan los catedráticos y no como el que hablan los monárquicos. Afeminado, de gente cobarde.

miércoles, 25 de junio de 2014

La ingenuidad de José Kozer

Recuerdo a José Kozer de una visita a Barcelona. Han pasado muchos años ya -debía de ser el 2000 o 2001-, pero su imagen sigue viva en mi memoria. Leía poemas en el Pati Llimona, uno de esos palacetes municipales que le sirven al ayuntamiento para hacernos creer que le importa la cultura. Resulta que un libro suyo, Dípticos, había inaugurado una nueva colección de poesía, la de Bartleby Editores, cuyo segundo volumen había sido mi El corazón, la nada. Aquella cercanía me había llevado a leerlo, con sorpresa primero, casi con pasmo, y con devoción después. Me gustaron los poemas que recitó -aunque su impacto en nuestra sensibilidad siempre es distinto del que produce la lectura en silencio-, pero, sobre todo, no he olvidado algo que dijo entre uno y otro, en passant: "Ahora que tengo, como en un sueño, sesenta años...". Como en un sueño, sí: hoy, cuando soy yo el que ha cumplido cincuenta, entiendo esa fugacidad de la que hablaba el cubano: cinco décadas, seis décadas, evaporadas; pronto, la vida entera. Y todo parece, en efecto, un sueño. También recuerdo, de aquel encuentro, algo que le dijo, con mucho desparpajo, una poeta al acabar la lectura: "Yo también soy poeta". Y yo, que esperaba en la fila para saludarlo, como ella, y hacer que me firmara alguno de sus libros, me quedé asombrado por aquella equiparación: cuánto engreimiento hacía falta para formularla. Que aquella mujer se situara a la altura de Kozer era como si Stephen Hawking le dijera a Messi: "Yo también soy futbolista" (o Stephen Hawking a Messi: "Yo también soy astrofísico"). Tras la lectura, estuve charlando un rato con Kozer y con su mujer, Guadalupe, que me parecieron de trato franco, muy cordiales. Luego, durante algunos años, mantuve el contacto con el poeta, cuyas cartas -entonces aún no había correo electrónico- eran puntuales y cumplidísimas. Recuerdo también que en una me confesó que había dejado de cartearse con Antonio Gamoneda, porque su caligrafía rúnica se le hacía imposible de entender. Lo comprendí: leer la correspondencia de Antonio, o cualquier manuscrito suyo, constituye un doloroso ejercicio de descriframiento, que no siempre se culmina con éxito. Tras un tiempo, la comunicación se espació y, por fin, concluyó, como sucede tantas veces a lo largo de la vida, incluso con gente que ha sido muy cercana: la distancia tiene una extraordinaria fuerza separadora, aunque no afecte a lo esencial: a los sentimientos. Yo he seguido leyendo a Kozer con fidelidad y admiración, y no me ha sido difícil hacerlo, porque pertenece, como Juan Ramón Jiménez, como Manuel Álvarez Ortega, a esa rara estirpe de poetas para los que componer poemas es una actividad diaria, central, constante, consuetudinaria, como comer o dormir; una actividad que justifica la existencia, y que le da continuidad. Desde Dípticos, el libro gracias al cual lo conocí, Kozer ha publicado más de una veintena de poemarios. Da ahora a conocer Naïf, en la joven y novedosa editorial El Sastre de Apollinaire. La poesía de José Kozer se considera neobarroca, aunque sería más exacto calificarla de barroco filtrado por la vanguardia o, mejor todavía, de conceptismo filtrado por el expresionismo. Sus dos padrinos, según ha puntualizado el poeta, son San Juan de la Cruz y Ludwig Wittgenstein. Sus versos son aluviales y rizomáticos: «Las florestas de la palabra se han hinchado», ha escrito. Y no es casual esta metáfora botánica: su obra, y también este Naïf, está plagada de árboles y plantas; en general, de cosas materiales y cromáticas: flores, frutos, animales, joyas. Sus poemas desprenden una luz selvática, como si el sol se hubiera astillado por entre las hojas-palabra. La presencia de Cuba es palpable: en la exuberancia léxica, de corte lezamiano (parafraseando a Severo Sarduy, Kozer es a Lezama lo que Lezama es a Góngora lo que Góngora es a Dios), en la sonoridad y sensualidad de los referentes, en la profusión de cubanismos. Y también en la evocación de la familia del poeta, que le proporciona un copioso arsenal de motivos líricos. Kozer recuerda con frecuencia a su padre, que era judío, inmigrante y sastre –como el de los hermanos Marx–, y a su abuelo y su mundo hebraico: sus textos devienen «conglomerados de expresiones de mi infancia». También Guadalupe goza de una presencia constante en sus poemas, pero nunca idealizada, sino pegada a la realidad, expuesta en sus actos más nimios, más íntimos: «Voy a contabilizar las meadas de Guadalupe.// Cada vez que se siente a orinar en la taza del/ inodoro voy a poner/ una flor verde en el/ búcaro de la sala.// Una media de doce veces, pongamos, que/ orine: un ramillete/ de flores variado». (Como todo buen poeta, Kozer no teme la vulgaridad: la vulgaridad, incluso lo soez, es otro recurso poético, u otro desafío). Guadalupe no es Laura ni Beatriz, pero no representa menos a la amada que ellas. Estos hechos biográficos, cotidianos, se expanden en inacabables bucles verbales: de pequeñas cosas, de lugares insignificantes -moscas, sillas, flores, manzanas-, Kozer compone vastos poemas. En general, las cláusulas de sus versos se acoplan como vagones de un solo tren elocutivo, que avanza sin detenerse, entre bufidos silábicos y rechinar de paréntesis. Los poemas de Kozer nunca se sabe cómo operan ni qué pretenden: atendemos a ellos como a una enramada que crece o a un ciempiés que serpentea entre la grama. Su glosolalia es, en realidad, un grifo verbal, cuya abertura, no obstante, alberga un propósito: el de transformar en lenguaje los procesos interiores de captación e interpretación de la realidad. Como ha observado Reynaldo Jiménez, su «inconfundible sintaxis capta (…) los facetados procesos de transmutación de lo percibido», y las composiciones de Kozer documentan «una maraña de pensamientos intermitentes». Su desafío estriba en darles consistencia sin reducir su culebreo de cosa viva y naciente: «mi solaz son mis poemas (mi verdadero simulacro). Correr estilizado de unas palabras a la deriva (la poesía): las ajusto a medida que brotan», ha escrito Kozer. Hay, pues, un flujo incontrolado, en el que la palabra impone su derrota, y una intervención a posteriori: un acto de fijación tenue, en busca del sentido –de algún sentido–, tras la epifanía del sonido. Ello supone un reblandecimiento, una fluidificación sintáctica: el fraseo pierde toda arista; la articulación del discurso se gelatiniza, martirizada por constantes entrecruzamientos. La mezcolanza anticlimática llega a tal punto que, a veces, la turbamulta sincopada de oraciones impide la comprensión, pero eso no resta plausibilidad lírica a lo dicho. Las palabras burbujean, se multiplican, vinculadas por ecos y crepitaciones, por parentescos subyacentes. Kozer va de una cosa a otra, o, mejor, permite que el lenguaje vaya de una cosa a otra. Con ello no pretende subvertir la lógica, sino desvelarla; tampoco quiere destruir la realidad, sino afianzarla, pero afianzarla en su hacerse: en el proceso poliédrico, desmadejado, con el que la construimos. A esta voluntad realista obedecen algunos de los recursos más llamativos de la poesía de Kozer, como los incisos, con los que entreteje y amplía las líneas perceptivas, las voces poéticas y las narraciones, y, sobre todo, refleja la constante fluctuación del pensamiento, su errática y simultánea aprehensión de estímulos e informaciones diversas. Otras veces, Kozer interrumpe su discurso insertando versos brevísimos en largos bloques versiculares, o construye el poema con frases muy cortas, casi telegráficas, apiladas como los cascotes de una escombrera. También los signos de puntuación intersecan el flujo discursivo: aparecen donde no deben y no están donde deberían. Y en las repeticiones o insistencias, a las que se entrega Kozer con frecuencia, como si fueran variaciones de un mismo tema, hay mucho de obsesivo: una obsesión a la vez edificante y demoledora; una obsesión que alumbra alegatos, que son, en realidad, balbuceos; una obsesión que da cuenta de nuestro frenesí y nuestro caos. Por obra de una de esas obsesiones, en Naïf todos los poemas se titulan "Naïf". Y así empieza uno de ellos:

Me propuse comer una manzana.

Acercar una mano a la manzana colma de
          sombras la
          habitación.

Un frutero la asunción del gusano en la
          pulpa el detonar
          de unas semillas,
          quizás la irrefutable
          redondez de todas
          las cosas: un exceso
          de sombras para la
          mano.

Imposible ingerir la manzana de dentro para
          afuera, no soy gusano,
          no estoy muerto: habrá
          que comérsela en una
          sola dirección; la del
          milano cuando se
          abalanza o la de la
          astilla cuando se
          separa del árbol.

¿Acerco la boca a la manzana o me la llevo a
          la boca con todo
          su color, su peso
          y su forma?
          ¿Fauces si me
          acerco a morderla?
          ¿Enormidad de la
          forma con su peso
          y color si pretendo
          llevármela a la boca?
          Tan solo de pensarlo
          me erizo.

¿Un mordisco? Se me ponen las carnes de gallina...

martes, 24 de junio de 2014

San Juan

Las mañanas del 24 de junio son las más tranquilas del año, junto con las del 1 de enero. Si uno se levanta pronto, como he hecho hoy, puede desayunar en un silencio absoluto: no pasa un coche, no hay nadie por la calle; solo se oye el canto de los pájaros. Todo parece dormido todavía, aunque el sol brille con fuerza. Hace pocas horas, en cambio, el estruendo era infernal: los petardos y las conversaciones -o más bien los griteríos- de las fiestas equinocciales dictaban su ley. Yo tuve la mala suerte, además, de que un padre y sus hijos se instalaran debajo de la ventana de mi dormitorio para quemar su pólvora. Es una calle estrecha, con un desnivel que salvan unos escalones metálicos, y todo lo que suena entre sus paredes resuena como la caja de una guitarra, con ese ¡dring! terrible del hierro que vibra. Sufrí las tracas y los buscapiés de los intrusos hasta muy pasada la medianoche, con ganas crecientes de introducirles alguno por el ano, para que el artefacto no buscara el pie, sino su intestino delgado. Mi malhumor, sin embargo, no me hizo protestar. Uno acepta las fiestas colectivas como acepta la lluvia en otoño o la coronación del rey: como una fatalidad sin remedio. Aún no me siento capaz de hacer como aquel turista británico de uno de los campings en los que trabajé, que, en una verbena, llamó a los responsables del establecimiento, y después a la policía, para que impidieran aquel estruendo que no le dejaba dormir. Pese a la mala suerte que tuve ayer, las cosas han cambiado mucho desde mi infancia. En los días anteriores a San Juan, apenas se han oído petardos. De hecho, no se han oído en absoluto. Y ni siquiera han sonado en el propio 23, antes de la noche: ayer comía con mi madre, con el balcón abierto, y nos rodeaba un silencio sepulcral. Recuerdo que, hasta hace no demasiados años, la fiesta empezaba mucho antes del equinoccio (y continuaba después: había una segunda verbena, la de San Pedro, de menor intensidad, pero igualmente activa, hoy desvanecida). Durante días la gente quemaba pólvora sin freno, y el repiqueteo de los estallidos punteaba todas las horas del día. Luego, en la noche del fuego, había fuego. En el cruce de las calles Aragón y Rocafort, al lado mismo de mi casa, siempre se montaba una hoguera, como en tantas otras intersecciones de la ciudad. La gente amontonaba muebles y trastos viejos, cajas y desechos, y le arrimaba candela a la pira. Yo también la alimentaba: le echaba los apuntes viejos, del curso ya acabado, que se consumían en un santiamén; desaparecían tan rápidamente como de mi recuerdo. Y luego me quedaba contemplando aquella montaña de llamas, que bailaban con un siseo pavoroso y una agilidad mortal, pero que no inspiraban peligro, sino una extraña sensación de bienestar, un entusiasmo cimbreante. Hoy, en cambio, todo está pautado, todo está reglamentado: las hogueras solo se pueden hacer en los lugares que los ayuntamientos determinen para ello, y cumpliendo estrictamente con todas las medidas de seguridad. No me opongo, nadie sensato puede oponerse, pero lamento que hayan perdido la espontaneidad regenerativa que tenían en mi niñez, y que han tenido durante siglos. Ayer mismo salí con Pablo a dar una vuelta, y en la plaza del monasterio vimos una hoguera. O debería decir la hoguera, porque en todo el pueblo no había otra. Era modesta (y, una vez encendida, nadie se atrevía a tirarle nada), estaba rodeada por vallas municipales, vigilada por varios policías y, muy cerca de ella, se apostaban una ambulancia del servicio de urgencias y una furgoneta de bomberos, por si era necesaria la intervención de alguno de ellos. Al lado de la hoguerita cantaba un grupo de rock catalán -unos niños, en realidad, aunque el solista tenía voz de adulto-, y en los muros del monasterio el ayuntamiento había colgado una senyera y, a su lado, una bandera independentista mucho mayor, gigantesca. Así se simbolizan las prioridades: primero, la independencia; luego, todo lo demás. San Juan era, en mi juventud, el principio del mundo: se cerraba el ciclo invernal (e infernal) del colegio, concluía el impulso renovador de la primavera y entrábamos en la plenitud, en el esplendor del verano, antes de que el ciclo de la vida iniciara una nueva decadencia con el otoño. Lo asociaba con el calor, claro, pero no con un mero aumento de temperatura, sino con la explosión del sudor, con los días largos y las noches cortas, con las terrazas y sus bebedizos, con los campos infinitos de Azanuy, con el olor a trigo y a tierra y a libertad, y con la lejanía, apenas concebible, del regreso a las aulas. (Rompe ahora el silencio, criminalmente, un barrendero municipal. Los barrenderos municipales ya no utilizan aquel sapientísimo útil de limpieza, barato, ecológico y, ay, silencioso, llamado escoba, sino unos diabólicos sopladores de hojas que funcionan con gasolina y causan un estrépito insufrible. Los barrenderos municipales son tecnológicos y asesinables). Yo también he tirado petardos, desde luego; y me encantaba. Desde el balcón de casa (el mismo por el que ayer, cuando comía con mi madre, no entraba ningún ruido) lanzaba piulas atadas con celo a avioncitos de papel, para que estallaran en el aire, y yo me imaginara a un gallardo piloto abatido en combate. Me gustaban los volcanes, aunque duraban muy poco, y los cohetes, aunque los que me compraban mis padres eran precisamente aparatos de la NASA, sino raquíticos cartuchos con un palo pegado que apenas se elevaban unos metros y hacían ¡pif!, con rudo quebranto de mis esperanzas. Pese a ello, todo era genial: destripar botellas con una bomba, y hasta buzones de alguien odiado, aunque esto no lo hacía yo, lo juro, sino mis compinches más malotes; encadenar los estallidos, para que pareciésemos sometidos a una ráfaga traicionera del enemigo; soltar alguna piula entre las piernas de alguien desprevenido, sobre todo si era una mujer. Cuando he tenido que repetir todo esto con mis hijos, he sufrido el reverso de la experiencia: hacer largas y calenturientas colas para gastarse una pequeña fortuna en algo que se consumirá en un instante; chamuscarse los dedos con las mechas; supervisar la ignición de los petardos y preocuparse por que los niños no estén demasiado cerca de la explosión, ni hagan tonterías a escondidas; pasar calor, agacharse y levantarse, caminar mucho, soportar que fuera entre las piernas de uno donde otros tirasen sus piulas. Desde luego, nada que ver con mi recuerdo, pero mucho con la realidad. Ayer no tuve que hacer nada de todo esto: hace ya años que acabó. Pero sí hube de enfrentarme a una nueva consecuencia de esta celebración indestructible: Miel, nuestra gata, tenía miedo, y se escondía del ruido. Los animales son, muchas veces, más sabios que nosotros.

lunes, 23 de junio de 2014

Una discusión sobre la independencia

Quedo por la tarde con Jordi, uno de mis mejores y más antiguos amigos. Nos hemos citado en el Glaciar, en la plaza Real. Me dejo arrastrar por la corriente de visitantes que baja por las Ramblas: creo que soy el único barcelonés en esta multitud. (Mientras escribo esto, oigo, increíblemente, a un afilador anunciándose, con su soniquete milenario, por las calles del barrio. Me pasma que aún exista este oficio, y que se ejerza en Sant Cugat: quizá la crisis haya devuelto a los afiladores a las calles). Paso primero por la zona de los asientos, en Canaletas. Hoy son sillas macizas, fijadas al suelo. En mi adolescencia, eran meras sillas de tijera que se colocaban y retiraban cada día, y en las que un encargado con gorra de plato te cobraba por sentarte. Con los amigos jugábamos a despistar al tío, o bien a aprovechar que estuviese en el otro extremo de la fila, para descansar un ratito: cuando se acercaba -nunca venía corriendo-, nos levantábamos y nos íbamos. (Otra interrupción sonora: el ordenador en el que escribo canta cada hora, pero lo hace en inglés, y algún defecto en la grabación ha deformado la palabra hours, que suena como whores: a las diez, pues, proclama: ¡diez putas!). Algo más abajo, a mi izquierda, reparo, por primera vez, con el Museo Erótico de Barcelona: sabía de muchos museos pintorescos en la ciudad -el de Cera, que es un horror, al final de estas mismas Ramblas, el del calzado, el del chocolate-, pero no de este. Justo cuando paso por delante, se exhibe en un balcón una modelo vestida como Marylin Monroe en la escena de la rejilla del metro, en La tentación vive arriba. Ella saluda al público -aunque no la miren muchos desde la calle: están más interesados por los helados que puedan comprar- y, a su lado, un maromo, un cruce de gorila de discoteca y yonqui desorejado, menea un cartelón del museo. Cuando llego a la plaza Real, no está menos llena que las Ramblas: las muchedumbres de turistas se derraman por los alrededores como las riadas anegan los predios colindantes. Jordi ha ocupado ya sitio y me siento a su lado. Con Jordi, a quien conocí en la facultad de Derecho, me he pasado años discutiendo: discrepamos en muchas cosas, pero coincidimos en lo fundamental: un cariño profundo, basado en las experiencias compartidas, en la intimidad conocida y en los mutuos valores humanos; por lo menos, a mí me constan los suyos. Sin embargo, también hemos aprendido que las divergencias, cuando afectan a lo sustancial de la conciencia, pueden hacer daño: nuestra mayor crisis, en estos últimos años, fue una agria discusión sobre la fe: él es católico y yo, ateo, y eso nos llevó a un intercambio que le resultó hiriente. Por eso habíamos establecido, tácitamente, un pacto de no agresión: algunos temas, como el religioso, no deben tratarse. Lo mismo me sucede en las comidas de Navidad en casa de mis suegros, con mi numerosa familia política: determinadas cuestiones no se mencionan. El problema, allí, es que las cuestiones inmencionables crecen cada año: pronto ya solo podremos hablar del tráfico. Con Jordi, el margen es más mucho más amplio, pero también tiene sus limitaciones. La política no está excluida, aunque es un terreno resbaladizo. Jordi ha sido siempre catalanista y, desde hace algunos años, siguiendo la misma transformación que ha experimentado Convergència i Unió, se ha vuelto independentista. Hoy, después de un intercambio inicial sobre el estado de salud de nuestras madres y nuestros planes veraniegos, veo que no tiene reparo en introducir el asunto del referéndum por la independencia convocado por el gobierno catalán para el próximo 9 de noviembre. Él lo desea, desde luego, aunque yo no creo que se llegue a celebrar. Pero tanto si se celebra como si no -en cuyo caso habría, con toda probabilidad, elecciones anticipadas de carácter plebiscitario-, la pregunta que nos hacemos los dos es: y al día siguiente, ¿qué? De la necesidad de que haya un diálogo político, en la que también convenimos ambos, pasamos al meollo de la cuestión: las ventajas e inconvenientes de la independencia. Yo parto de dos premisas: creo que, en esta como en otras cuestiones que afectan al modelo de Estado (como la monarquía o la república, por poner un asunto candente estos últimos días), y por una elemental aplicación del principio democrático, los ciudadanos deben poder pronunciarse. También en este asunto la única forma de saber cuántos catalanes desean dejar de ser españoles, es votar, como se ha hecho en Canadá, o en Checoslovaquia, o en Puerto Rico, o se va a hacer en Escocia, con la aquiescencia de la muy civilizada y democrática Gran Bretaña. En ese hipotético referéndum, Jordi votaría que sí y yo votaría que no. También creo que la financiación de las comunidades autónomas, en general, y la de Cataluña, en particular, ha de mejorarse. Las prestaciones en servicios públicos del Estado son menores en Cataluña que en las demás comunidades, y no veo por qué los ciudadanos de una de las regiones que más contribuye al bienestar común han de participar menos de ese mismo bienestar. Pero, dicho esto, tampoco veo por qué, hechas las correcciones necesarias, a una Cataluña independiente le haya de ir mejor que a una Cataluña española, ni que la independencia favorezca la cohesión social, ni que en el independentismo no haya también, junto con el cacareado clamor popular, mucho de tacticismo sectario, y de adoctrinamiento partidista, y de crisis económica e institucional. El independentismo -que nunca había abrazado Convergència, un partido templado, pactista: hasta con Aznar se puso de acuerdo- les ha servido a Mas para capear la crisis, para disimular su pésima gestión económica y para ocultar su exuberante historial de corrupción; y, sobre todo, para ofrecer una ilusión a mucha gente desilusionada. Esto es justamente lo que no entiende Jordi, que me sorprende por una extraña mezcla de candor y de agresividad. Para él, el independentismo ha brotado de un acrisolado sentimiento nacional, limpio como una mañana de primavera, sin mácula de intereses, sin sombras que lo enturbien. España ha maltratado a Cataluña, y eso ha hecho que el pueblo catalán, unido como un solo hombre, se echara a la calle para manifestar su hartazgo y reclamar lo que es justo y necesario. Cataluña -así, al por mayor, sin nada que ver con negociaciones frustradas, ni con mayorías o minorías parlamentarias, ni con la voluntad de unos y otros de mantenerse en el poder- prosigue la lucha de trescientos años de historia, y exige el divorcio. Y esos trescientos años de historia -desde 1714, claro- son solo de una historia: la del pueblo catalán en demanda de sus derechos. Este es el único hilo conductor del relato: la voluntad de independencia, aunque la historia -la catalana y todas- no sea nunca un hilo, sino una urdimbre, donde se entrelazan fuerzas contrarias y movimientos antagónicos, donde conviven separatistas y unionistas, donde hay catalanes que se oponen a las dictaduras y también catalanes que las apoyan. Pero nada de todo esto cuenta: ha llegado el tiempo auroral de una nueva tierra, de un nueva vida, y ante eso palidece todo. Le cuento a Jordi, pasando de la historia a la intrahistoria, que yo me he sentido, y me sigo sintiendo, expulsado de Cataluña, que me estoy descatalanizando a pasos agigantados, pero él no reconoce el sentimiento, la herida personal, que le revelo: atribuye mis males a la acción de individuos concretos, de circunstancias reprobables, pero no al impulso pernicioso que el independentismo genera, a su insidiosa tajadura. Y eso me duele. Aquí dejo de hablar: le cedo la última palabra, en la que se recrea, complacido. Pero yo atiendo ya solo a los rebaños de guiris que deambulan por la plaza en busca de hueco en alguna terraza donde sentarse y donde les cobren tres euros por una cerveza. Cuando Jordi advierte que el debate político ya no da más de sí, pasa a hablar de literatura y me pregunta qué estoy escribiendo. Se lo cuento, con alguna desgana. No obstante, la charla se va haciendo, poco a poco, más vivaz, y acabamos intercambiando alegres noticias de libros: los libros son siempre un lenitivo. Lo acompaño luego a coger la moto y nos despedimos con un abrazo. La tarde es bochornosa y gris, y yo me siento extrañamente decepcionado.

domingo, 22 de junio de 2014

Paseando por Sant Cugat

Como muchas otras tardes, salgo a pasear por el pueblo. En mi vida anterior, lo hacía con Ángeles, pero ahora lo hago solo. Enfilo la calle hacia el centro, que es paralela al gran parque Central. En el espacio que ocupa, antes había huertos y frutales, cuyo recuerdo han mantenido los urbanistas municipales con algunas higueras y un par de melocotoneros. Las plantaciones se disponían a lo largo del cauce natural que formaba la lluvia, el llamado torrent de la bomba: con ese nombre, el caudal que se formaba no debía de ser poca cosa. El cauce sigue existiendo, pero acondicionado y oculto entre los árboles. A un extremo del parque, como desaguadero natural del torrente, se instaló al principio una laguna artificial. Pero la laguna se convirtió, hace algunos años, en el criadero perfecto del mosquito tigre, y el ayuntamiento decidió matar al perro para que se acabara la rabia: desecó la laguna y le puso canastas de baloncesto. Ahora los que la usan ya no son los mosquitos, sino grupos de sudamericanos que entretienen gratis las horas de ocio. (Así sucede en todos los parques del pueblo: los emigrantes se reúnen en ellos para pasar el rato; la mayoría se acompañan de música, con loros estruendosos). Veo también al orgulloso poseedor de dos perros afganos, que los hace correr atados por una cuerda muy larga, como si fueran caballos: el pelo de los canes, blanco, marengo, ondea como las olas del mar. En la calle de Santa María, la principal arteria comercial de Sant Cugat, el ambiente es veraniego, y la inminencia de San Juan acrecienta el espíritu festivo. Abundan los pantalones cortos y las sandalias; y también, entre los hombres, ese peinado singular que Ángeles ha bautizado como la melenita catalana: esas guedejas largas, undosas, juveniles, con que muchos maduritos -cuarentones y cincuentones- coronan una estampa de la que también forman parte los náuticos, las bermudas y las camisas de Ralph Lauren. Al inicio de la calle se ha instalado el tenderete de una entidad independentista, recabando firmas para sus propósitos: el independentismo siempre está recogiendo firmas, pero el unionismo, si conviene, también: hace pocos años, el Partido Popular recolectó cuatro millones de ellas en su campaña nacional contra el nuevo Estatuto de Cataluña. Recoger firmas es muy socorrido. Un poco más allá del chiringuito secesionista, los populares de Sant Cugat y sus vecinos de arriba siguen instalados en el conflicto vexilológico: los primeros, siempre respetuosos con la legalidad, hacen ondear la senyera y la bandera española en la fachada de su sede; los segundos han colgado encima de ambas, casi tocándolas, una gigantesca estelada. Las reuniones de la comunidad de propietarios deben de ser divertidas. Cruzo Quatre Cantons y sigo por Santiago Rusiñol en dirección al monasterio. Indiferente al catalanismo de unos y al españolismo de otros, alguien vestido con un mono azul, un casco de obra y una mirada sombría ha desplegado en el centro de la calle una enorme pancarta, en la que recuerda que es triste pedir, pero más triste es robar (o editar, según otros), y solicita una ayuda a los compañeros. Pero los compañeros, que pasan con sus afganos y chupando helados que se les deshacen entre los dedos, no parecen estar por la labor. Yo le echo una moneda al obrero, aunque solo sea para compensar los gastos que le habrá supuesto componer y transportar ese cartel hiperbólico. En la calle veo también, junto a mendigos, afganos y señores muy orgullosos de su cabello, muchos niños: llevados en carritos, jugando con pelotas o globos, o, simplemente, como corresponde a los niños, molestando. Recuerdo aquel taxista de la localidad que una vez, dándonos conversación a Ángeles y a mí, ensalzó el hecho de que en Sant Cugat hubiera mucha natación. Hombre, sí, hay bastantes piscinas, y aquí vive la inmarcesible Gemma Mengual, propietaria, por lo demás, de un restaurante japonés, carísimo, al lado de nuestra casa, pero no sé hasta qué punto los habitantes de Sant Cugat destacan por su amor a los deportes acuáticos. "Natalidad", me susurró Ángeles por lo bajini; "quiere decir natalidad". Acabáramos. Me compro yo también un granizado de limón en la mejor heladería del pueblo -atendida por unos valencianos que pasan el invierno en su tierra, haciendo turrón, y el verano en Cataluña, haciendo mantecados- y sigo hasta la plaza del monasterio. Como hoy no es solo el día en que empieza el verano, sino también el día internacional de la música, los munícipes han tenido la originalísima idea de celebrarlo con un concierto en la plaza. Actúa un coro de gente mayor, que canta canciones populares catalanas. Mantienen el tipo en un ambiente ruidoso, en el que se mezclan los gritos de los niños, los ladridos de los perros (sobre todo, de los afganos), el runrún de las conversaciones y el fragor no muy lejano del tráfico, pero me parecen bastante desangelados. También entre el público predomina la gente mayor; de hecho, casi todo son cabezas blancas o calvas. Chupando el granizado, paso bajo la gran senyera que ondea en la plaza (es grande, pero no se puede comparar con la española que flamea en la plaza de Colón, de Madrid, que es como un campo de fútbol), me cruzo con alguien en cuya camiseta se lee: "Me llamo Bron, Cabrón", rodeo el muro del monasterio y bajo hasta el ayuntamiento. Hasta no hace mucho, la casa consistorial estaba en la plaza de Barcelona, un lugar recoleto, casi familiar, al que daba gozo ir. Pero se ha trasladado, y ahora, convertido en una gigantesca mole verde, se despliega entre la Rambla del Celler y la calle Dos de Maig (curiosamente, una fecha señalada del independentismo, pero no del catalán, sino del español). Observo que, en estricto cumplimiento de la legalidad, hay cuatro banderas en la fachada: la catalana, la española, la municipal y la europea. Sin embargo, la española es la única que no ondea. Las otras tres lucen al viento, esplendorosas, sus colores, pero la nacional está pegada al asta, y resulta invisible. No parece enrollada; creo, más bien, que está atada: alguien la debe de haber sujetado, discretamente, al pie del mástil, para que no les haga la competencia a las otras. Otro día pasaré a comprobarlo. Ahora, como el granizado ya se me ha acabado y estoy hasta los cojones de banderas, me vuelvo a casa.

sábado, 21 de junio de 2014

Amigos

Me encuentro una tarde con Álex Chico y Juan Vico en el bar Salambó, en Gracia. Álex, extremeño-barcelonés, es un graciense de adopción: vive muy cerca y, como tiene algún problema en el tobillo, que se le hincha y casi le impide caminar, nos pide que quedemos al lado de casa. Juan llega un poco tarde, recién salido de una siesta que se ha prolongado en exceso. Cuando salgo del metro y me dirijo al bar -uno de los más literarios de la ciudad, propiedad del novelista Pedro Zarraluki-, reparo en la vivacidad del barrio. Gracia siempre ha sido así: activa, populosa, abigarrada. A los comercios tradicionales, en los que compran señoras con carrito, se suman toda suerte de negocios, desde inverosímiles bazares a tiendas de esoterismo, pasando por microlibrerías, locales de yoga y muchos, muchísimos bares. Gracia es el barrio de los bares. También observo, en las calles estrechas y apelotonadas, casales alternativos y edificios okupados, todos salpimentados de grafitis reivindicativos. En muchos balcones cuelgan banderas ácratas o independentistas. Huele a flores y a cloaca, a gasolina y a vino. En las plazuelas siempre hay niños jugando, ancianos tomando el sol y adolescentes besuqueándose en los bancos. La vecindad -una vecindad mezclada, con catalanes que hablan un catalán como el que se hablaba aquí cuando todavía era un pueblo, antes de que lo absorbiera Barcelona; con negros, chinos y musulmanes; con estudiantes de todo el país y extranjeros de todo el mundo- tiene aún, en este entramado de casas, un peso cierto: es una realidad a la que se puede odiar, pero en la que también se puede confiar; la vecindad existe, con su bagaje nada difuso de compañía y murmuración, con su urdimbre callejera y su peso colectivo. Aquí aún parece que Barcelona esté habitada por seres humanos, y no por ectoplasmas insensibles, como el resto de la ciudad. Álex, Juan y yo nos ponemos al día de nuestras novedades, y charlamos largamente sobre mujeres y literatura, por este orden. Ante el incesante desfile de féminas en pantalones cortos y blusas transparentes -hoy hace calor-, recuerdo aquella anécdota de Gonzalo Torrente Ballester, que, con 90 años cumplidos y 11 hijos a la espalda, vio, al salir de un taxi, a una joven admirable pasar a su lado, y le dijo, resignado, a su entonces acompañante, Eduardo Haro Tecglen: "Eduardito, esto no se acaba nunca". Nosotros no somos nonagenarios todavía, pero suscribimos el aserto: esto no solo no se acaba nunca, sino que parece que esté siempre empezando. Álex y Juan me cuentan las últimas novedades de Quimera: el primero es el coordinador de poesía de la revista, y el segundo, el redactor jefe. Hay gente que se ofrece a colaborar con poemas en varios idiomas; pero todos son fétidos. Lo que hay que hacer es saber callar en varios idiomas. Otros son incapaces de ver a Álex y a Juan -y, en general, a todo el equipo de la revista- como algo más que como periodistas culturales. Eso es bueno, hasta cierto punto, porque quiere decir que se han consolidado como responsables de la publicación, y que su trabajo es reconocido, pero malo, porque oculta su actividad principal, que sigue siendo la creación literaria. Ambos recuerdan, y yo también, a Sergio Gaspar diciendo que en España somos incapaces de atribuir más de un papel a una persona: el editor es editor, y nada más; el novelista es novelista, y nunca será poeta; el crítico es crítico, y jamás será novelista o poeta. Como Ronald Reagan, de quien se decía que no podía pensar si mascaba chicle (aunque yo creo que no podía hacerlo, aunque no lo mascase), nosotros no podemos ser otra cosa, si ya somos una. Mientras hablamos de estas cosas, se acerca alguien a quien reconozco enseguida: Ramón Andrés. Es curioso, porque el día anterior había aparecido también cuando estaba con Christian Tubau, en Laie. Nos saludamos, lo presento a Álex y a Juan (que justamente acababan de intercambiar correos con él para publicar aforismos suyos en la revista) y charlamos un momento. Tiene su estudio de trabajo justo delante del Salambó, en un convento de monjas. Él no hace vida conventual (aunque es monástico en su labor ensayística, a la que lleva años aplicado), sino que se beneficia de la crisis: como el lugar es enorme, la comunidad religiosa, pequeña, y los gastos, muchos, las monjas han decidido alquilar algunos de sus espacios. Y aquí viene él, pues, todos los días a pergeñar fantásticos estudios sobre los movimientos literarios -su Tiempo y caída es un libro ejemplar sobre los temas de la poesía barroca-, sobre el suicidio, un asunto muy divertido, o sobre música, en la que es un experto. De hecho, Ramón empezó siendo cantante de música medieval y renacentista, y luego se pasó a la poesía, en la que entregó varios libros espléndidos, como La línea de las cosas, en 1994, o La amplitud del límite, publicado por DVD, en 2000. Desde hace bastante tiempo, no obstante, solo cultiva el ensayo, el aforismo y la traducción.

Quedo también, otro día, con Virginia Trueba, exprofesora mía, directora de mi tesis doctoral y, felizmente, amiga. Nos sentamos en una terraza de la calle Enrique Granados, donde, escandalosamente, no tienen granizado de limón. Tras unos penosos prolegómenos sobre el estado de salud de nuestras madres, hablamos de nuestra vida actual. Ella me cuenta los planes de la Universidad de Barcelona de fusionar facultades -Filología se reuniría con Filosofía- y de reducir sus departamentos a la mitad. Entre los que van a ser eliminados está, al parecer, el de Románicas, en el que en este curso solo se han matriculado ocho estudiantes. En la facultad he visto algunas pancartas contra esa supresión ("R.I.P. Románicas", y cosas así) y, según Virginia, los estudiantes están urdiendo movimientos de protesta, pero todo lo que se haga, si es que llega a hacerse algo, chocará contra el hecho incontestable de que las literaturas románicas solo interesan a ocho personas en la ciudad de Barcelona, más sus profesores. Virginia, siempre contestataria, critica el estado actual del hispanismo, anclado en una visión de la literatura nacional que cada vez tiene menos razón de ser. ¿Por qué las filologías clásicas, se pregunta, están en decadencia desde hace muchos años (en la gallego-portuguesa no se ha matriculado nadie este año: nadie), y, en cambio, el grado de teoría de la literatura y literatura comparada no deja de crecer? ¿Por qué no se reordenan los estudios de letras de acuerdo con otros criterios, que tengan en cuenta la multiplicidad de relaciones, de influencias, de representaciones intelectuales y estéticas, que genera la literatura, y que no se limita a lo ocurrido en un determinado confín administrativo? ¿Por qué no nos olvidamos un poco, solo un poco, de Azorín (un buen escritor, por otra parte), y analizamos, por ejemplo, qué puedan tener en común Dante, Shakespeare y Rafael Chirbes, o de qué forma ha influido el nihilismo contemporáneo en la literatura hiperbreve actual? Son preguntas que merecen respuesta, y a las que no puedo sino asentir, aunque defienda todavía un espacio para la literatura nacional: a mí, como escritor español, me han influido otros escritores españoles, a los que, a su vez, han influido otros, y eso ha de ser pensado, situado en su lugar, cuando se analiza la literatura que unos y otros hayamos creado. Acaso solo deba ser un criterio más, pero tiene que ser todavía un criterio. Mientras hablamos de estas cosas, reparo en que alguien me está mirando, sonriente, y reconozco a Miguel Osset, un compañero del colegio con el que he coincidido en algunos encuentros literarios, y que tuvo la amabilidad de invitarme a participar en su encuentro de lectura cuando publiqué la traducción de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull. Las coincidencias prosiguen: cuando le presento a Virginia, dice que ya la conoce: fue alumno suyo hace muchos años. Miguel publicó un libro de referencia sobre los derechos humanos en DVD, y ahora dirige la editorial Proteus, especializada en temas de ética y derechos humanos. Intercambiamos noticias y se sienta en la mesa de al lado, donde está merendando con su familia. A nuestra mesa acude después un vendedor de klínex, pero no le compramos nada; luego, un vendedor de flores, al que tampoco le compramos ninguna. Yo echo mucho de menos el granizado de limón que no me he podido tomar.

viernes, 20 de junio de 2014

La abdicación de La Roja y la coronación del rey

Llevamos varios días -y sobre todo hoy- empapados de símbolos nacionales. Ayer "La Roja" -eso que siempre se ha llamado la selección nacional de fútbol- sufrió una derrota cataclísmica a manos de un equipo que me cae muy simpático, Chile. Más aún: yo iba con Chile. Disfruté como un enano de la desazón de los comentaristas -para ejercer cuyo oficio, desde el añorado Matías Prats senior, es requisito imprescindible hablar como los mandriles-, que se aproximaba, en muchos trechos del partido, a la desazón de los suicidas. También me regocijaba la expresión luctuosa de la hinchada patria: hay que ser muy lerdo para viajar a Brasil, con lo que cuesta el viaje, y donde tanto hay que ver, donde tanto hay que conocer y que disfrutar, para asistir a unos partidos de fútbol. Cuando distinguía a alguno de esos espectadores llorando, mi gozo era superlativo. La retórica televisiva que rodeaba a la derrota convenía a la batalla de las Termópilas o al desembarco de Normandía, pero, como los elogios no estaban esta vez justificados, eran sustituidos por expresiones conmovidas de agradecimiento por los momentos de gloria que la tropa de "La Roja" nos había proporcionado en los últimos seis años. Puede que a muchos aficionados les hayan proporcionado una gran satisfacción, pero los más satisfechos habrán sido, sin duda, los propios jugadores, que se han hecho millonarios. En Brasil, la prima que cada uno iba a recibir por ganar el Mundial era de 700.000 euros, la mayor de todos los equipos participantes. Se comprende que ayer estuvieran tristes, aunque tampoco demasiado: siguen teniendo todos los gastos pagados (otro gallo cantaría si tuvieran que pagarse el billete de vuelta) y algún dinerillo se llevarán, en cualquier caso. Hoy la cosa ha sido regia, y nunca mejor dicho. Lo primero que he sabido de la coronación de Felipe VI ha sido que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha prohibido la exhibición de banderas republicanas durante el desfile real, y ordenado a la policía que se las requisara a todo aquel que las portase o que las colgase de ventanas o balcones. Los magistrados, austeros garantes del interés general, han querido evitar con ello que se "alterara el ánimo de los asistentes" al desfile, aunque ignoro si se han planteado requisar las banderas españolas de estos, para que no alteraran el ánimo de los ciudadanos republicanos. Si todos los españoles somos iguales ante la ley, todos tenemos el mismo derecho a que no se altere nuestro ánimo. También me pregunto, ante la inapelable decisión de los jueces, qué ha sido de la libertad de expresión. Yo creía que la libertad de expresión era incoercible. Más aún: pensaba que, si la monarquía borbónica se identifica con la democracia (como todo el mundo no se cansa de repetir, como si aún royera nuestro subconsciente colectivo el miedo ancestral al rey déspota, del que tanto hemos disfrutado a lo largo de nuestra historia), había de amparar cualquier manifestación en su contra, porque también esa manifestación contraria forma parte de la sociedad, de la democracia, a la que dice representar. Si Felipe VI es el rey de todos los españoles, no entiendo por qué no puede serlo también de los españoles republicanos; si Felipe VI defiende y encarna la igualdad de todos, no entiendo por qué algunos son menos iguales que otros (menos abanderados, por ejemplo); si Felipe cree legítimas todas las manifestaciones políticas de sus súbditos, siempre que sean pacíficas y democráticas, no entiendo por qué es incapaz de aceptar que una parte de ellos (cuyo número exacto no podemos determinar, porque el gobierno y sus aliados de la oposición impiden que se celebre un referéndum sobre la forma del estado, que es la única forma democrática de saberlo) prefieran otras instituciones y así lo manifiesten libremente. Y recuerdo que en los Estados Unidos, una democracia homologada, no es delito quemar la bandera nacional -a diferencia de lo que sucede en España, donde constituye un delito de ultraje a los símbolos del Estado-, porque el Tribunal Supremo de aquel país ha razonado, con una grandeza de la que carecen nuestros intérpretes de la ley, que las libertades que la bandera simboliza incluyen la de aborrecerla y hasta la de destruirla. Luego de leer la noticia sobre los probos aunque prohibitivos jueces, he leído el artículo "Una peineta", de Juan José Millás, también en El País (Millás es el mejor articulista del periódico, y uno de los mejores del país; supera con claridad a Javier Marías, siempre tan gruñón y malhumorado). En él, Millás pone lo siguiente en boca de su madre: "Me esfuerzo en estar a la altura de la Historia, pero no lo logro. A tu padre le importa un rábano también. Dice que nos preocuparemos por la Historia cuando ella empiece a preocuparse por nosotros. Precisamente nos has pillado haciendo cuentas para ver si este mes podíamos comprar las pastillas del colesterol y de la tensión, además de los ansiolíticos y los antihistamínicos. ¿Tú no nos podrías echar una mano con los antiinflamatorios?". Y yo, que estoy cuidando estos días a mi madre enferma, cuya pensión apenas alcanza para cubrir los gastos derivados de la operación que ha sufrido, me he sentido muy identificado con esa opinión de la madre de Millás, casi tanto como la monarquía se identifica con la democracia. Era maravilloso escuchar a tantas personalidades del Estado, hinchadas como palomos de responsabilidad histórica, alabando al rey, a la reina (es decir, a la periodista transubstanciada en reina), al otro rey y a la otra reina (porque ahora hay dos de cada), a las infantas (dos crías muy rubias y que parecían muy aburridas de la ceremonia; y no me extraña), a la hija del rey (del otro, no de este; y solo la hija divorciada, no la otra, que está casada con un cleptómano), a la democracia española, a los ciudadanos españoles, a las instituciones democráticas, a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, al ejército, a la Santa Madre Iglesia y al club de petanca del barrio: todo ha sido ejemplar y, utilizando una palabra que define existencialmente al presidente del gobierno, y que él no se cansa de repetir, normal. También daba grima, aunque de otra índole, escuchar a la gente que ha salido a la calle para ver al rey coronado (aunque no lo haya sido físicamente: la corona real española no se puede portar en la cabeza, porque es demasiado estrecha; quizá los orfebres que la labraron la ajustaron al tamaño del cerebro de los reyes españoles; quizá eran republicanos). ¿No tienen otra cosa mejor que hacer? Entusiasmarse es siempre, como decía Pessoa, una grosería, pero entusiasmarse por que alguien cuyo único mérito es ser hijo de otro alguien, pase ante uno vestido de príncipe de la Cenicienta, es una estupidez. El Estado necesita símbolos para que, en la vorágine de la vida colectiva, sepamos dónde estamos todos; el poder necesita símbolos para que, en ese mismo torbellino, sepamos a quién obedecer. Bien está. No repudio los símbolos: son informativos y alivian tensiones, aunque también las exciten. Pero no hay que olvidar que son solo símbolos, artificios, construcciones emocionales: la verdadera dignidad, y el verdadero interés, están en otra parte: en el contenido de esa vida colectiva y, al mismo tiempo, en el interior de cada individuo; en la educación y la justicia; en la intensidad de las relaciones humanas; en el placer, en el arte, en el amor; en la soledad radical del ser. 

jueves, 19 de junio de 2014

Una pequeña investigación literaria


La literatura crea vínculos singulares. Algunos son evidentes, y entonces son homenajes (o plagios); otros permanecen en la penumbra de las afinidades, y pueden definirse como ecos o reverberaciones; otros, en fin, son azarosos, y se establecen gracias a una comunión estética, a una cercanía de pulsos e intereses, de la que los propios autores, a menudo, no son conscientes. En 1921, César González-Ruano publicó su primer poemario, De la locura, del pecado y de la muerte. El artefacto, de título tan estrepitoso como todas sus obras juveniles –en 1923, por ejemplo, publicaría Azorín, Baroja, nuevas estéticas, anotaciones sentimentales, caprichos y horizontes de pirueta–, se inscribía en cierto simbolismo finisecular, hecho de sinuosidades y morbideces, con calas en el ultraísmo entonces rampante, del que son ejemplo los poemas «Congelación» y «Rapsodia cerebral». Con el funambulesco título de Ruano en mente, di hace poco con un verso de Walt Whitman que parecía haberlo sugerido. Pertenece al poema The City Dead-House, de «Riachuelos de otoño», uno de los libros que integran Hojas de hierba, y dice así: Dead house of love—house of madness and sin, crumbled, crush’d, cuya traducción podría ser: «casa muerta del amor, casa de la locura y el pecado, desmoronada, derruida». Aquí aparecen la locura, el pecado y la muerte, casi en el mismo orden que en el título de Ruano. Lo primero que me vino a la cabeza fue cómo habría podido conocer el escritor español el verso de Whitman, y la respuesta llegó enseguida: por la traducción del poeta modernista uruguayo Álvaro Armando Vasseur, que fue el primero en verter al castellano una amplia muestra de la obra del norteamericano: Poemas, publicado por F. Sempere y Cía. en 1912. En realidad, las 85 piezas traducidas por Vasseur, comparadas con las 389 de la edición definitiva de Hojas de hierba, son una muestra pequeña, pero, en aquel momento, representaban la antología más completa de Whitman publicada nunca en el mundo hispánico. Además, había aparecido poco antes de que Ruano escribiera De la locura, del pecado y de la muerte, entre 1919 y 1920, y, lo que es más importante, Whitman era una figura muy apreciada por los ultraístas, como maestro transoceánico de la novilírica predicada por Rafael Cansinos Assens y su tropa de revolucionarios de café. Uno de los ultraicos más destacados fue Guillermo de Torre, que incluye en Hélices un epígrafe de Whitman y cita con admiración, en «Canto dinámico», los versos iniciales de Salut au monde. Pero De Torre también fue un crítico clarividente. En Literaturas europeas de vanguardia, ese magnífico panorama de los ismos, elogia la poesía plenipotente, sin «arrequives retóricos», de Whitman, cuyo «asombro beato ante el mundo, [cuya] sed inagotable de una plural comunión cósmica cristaliza en esas largas enumeraciones» y promueve el entusiasmo fervoroso de los modernos. Pertrechado, pues, de indicios que apuntan a que Ruano podría haber conocido la obra de Whitman y, quizá, haberse apropiado del verso de The City Dead-House, acudo a la traducción de Vasseur, confiando en que el poema figure entre los antologados: de otro modo, mis elucubraciones habrán sido en vano. Y ahí está, en efecto, aunque con un título erróneo, «La Morgue». En realidad, una dead-house no es una morgue, sino un pequeño edificio, situado dentro o muy cerca de los cementerios, en el que se depositaban los cadáveres antes de trasladarlos o enterrarlos. Pero no es extraña esta confusión: la versión de Vasseur está plagada de inexactitudes. Así traduce el uruguayo el verso de mis sospechas: «Estancia de amor difunta, estancia de locura y de crimen, deshecha en polvo, triturada». ¿Por qué «estancia» en lugar de «casa»? ¿Por qué «crimen» en lugar de «pecado»? ¿Por qué «difunta» en lugar del más natural y ceñido «muerta»? ¿Por qué, en fin, «deshecha en polvo», que, sin ser incorrecto, expande un término inequívoco y desdeña la aliteración del original (cru-d), que sugiere, justamente, la caída, la destrucción de la casa, es decir, del cuerpo? Comoquiera que fuese, la versión de Vasseur desmentía la influencia directa de Whitman en Ruano, y tampoco cabía suponer que el español hubiera traducido él mismo el verso del inglés: primero, porque la edición no era bilingüe, y, segundo, porque Ruano, hasta donde yo sé, no hablaba inglés. La conclusión de todo ello no podía ser más decepcionante: a falta de otras pruebas, aquel de la locura, del pecado y de la muerte de Ruano no tenía nada que ver con Hojas de hierba. Lo que viene a demostrar que las puras coincidencias también existen en literatura, y que los letraheridos no sabemos, a veces, cómo entretenernos.