domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo perdido de John Constable

En el camino al Victoria & Albert Museum, donde se expone la mayor colección de John Constable nunca reunida hasta ahora, Inglaterra me saluda con sus rarezas: en el jardincito de una casa, frente a una elegante y concurrida calle de Chelsea, un joven está pintando con aerosol un elefante de metal. Pero no un elefantito cerámico u ornamental, no: un elefante que ocupa medio jardín. ¿En qué otro país del mundo alguien (sin mascarilla) pintará un elefante en uno de los barrios más distinguidos de la ciudad, a la vista de todos? En una calle algo más allá de donde el proboscídeo está siendo maquillado, hay un mercadillo de alimentación. Nos entretenemos ojeando los puestos, llenos de colores y de olores, aunque añoramos la lozanía y diversidad de los productos españoles: las calabazas, por ejemplo, parecen de juguete, y las naranjas, canicas, comparadas con las valencianas. En la inevitable charity shop de la calle encuentro otra rareza: Crocs, una curiosa novela en verso del norteamericano Tony Barlow, traducida al francés. Lo compro por dos libras: me servirá para refrescar mi francés y para enterarme de cómo funciona eso de la novela en verso. Ya en el museo, observamos, como siempre, a las multitudes desmandadas. Sin embargo, la exhibición de Constable, aunque concurrida, puede visitarse sin tener la sensación de que viajas en el metro de Tokyo. El precio quizá tenga algo que ver con ello: 14 libras por barba. En la vida de John Constable nada auguraba una exitosa carrera artística: nacido en un pueblo de Suffolk, era hijo de un molinero (quizá por eso haya tantos molinos y ríos en sus obras) y tenía un hermano subnormal. Su formación fue trabajosa y autodidacta, y él no hizo ninguna temprana demostración de genio, como otros pintores, aunque expuso con 26 años en la Real Academia de Londres. El principal hecho de su vida, aparte de sus logros artísticos, fue su relación con Maria Bicknell, un amiga de la infancia del pueblo en el que había nacido, East Bergholt. Su abuelo, el rector de la localidad, y su padre, un rico abogado, no aprobaban que su heredera se casase con un pelacañas, y aquel amenazó con desheredarla si lo hacía. Pero el amor entre ambos era poderoso y venció a la oposición de la familia, aunque se las ingeniaron para que el rudo rector Rhudde no llevara a cabo su amenaza y los privase de una cuantiosa renta. Al bienestar económico de la pareja también contribuyó que los padres de él murieran por aquellas fechas, el uno poco después del otro, y le legaran algunos bienes. John y Maria se casaron, por fin, en Saint Martin in the Fields en 1816, aunque su felicidad, tan arduamente lograda, solo duraría doce años. En 1828, tras haber alumbrado a siete hijos, Maria murió de tuberculosis, con 41 de edad. La tristeza en que su muerte sumió al pintor se refleja en sus cuadros últimos, que se vuelven melancólicos y sombríos, menos paisajísticos y más sentimentales. Constable es un paisajista cabal: no pintó otra cosa en vida. Sus cuadros son un combate permanente entre las turbulencias del cielo y el enmarañado sosiego de la tierra. Nubes, tormentas y arcoíris, o la estepa azul del cielo, como una gran extensión marina, conviven, en dinámico equilibrio, con los bosques, prados, caseríos, caballos, vacas, iglesias, puentes y ríos de la Inglaterra decimonónica. En los árboles se advierte un trabajo de orfebrería, un trazo minucioso y trascendente, que no pierde vigor por su atención al matiz, a lo casi imperceptible. Pero ese trazo se interrumpe en sus trabajos postreros, se divide en una multitud de minúsculas pinceladas para recoger más fielmente las variaciones de la luz, y en esa partición, en esas descomposición del movimiento -que no pierde, no obstante, su unidad-, se encuentra uno de los orígenes del impresionismo y, con él, de toda la pintura moderna. La atención de Constable a la espesura multifacetada del follaje se corresponde con su gusto por el detalle. Sus cuadros son siempre un acúmulo de pequeñas realidades, integradas en la majestuosa arquitectura del paisaje. En "Construcción de barcas cerca del molino de Flatford", de 1814, por ejemplo, se advierte una olla al fuego en una esquina, donde acaso se preparaba la comida del día de los trabajadores. En "La carreta de heno", uno de sus mejores y más conocidos trabajos, de 1821, asombran las arrugas de la manga de la camisa de uno de los carreteros. (Es curioso, pero un boceto de este cuadro, expuesto junto al definitivo, me parece más desgarrado, más sugerente y lleno, que este). En otros cuadros aparecen amapolas -siempre contienen alguna pincelada roja-, vacas meneando el rabo, perros en la orilla de los ríos, dos patos nadando, dos golondrinas en el aire, alguien con un sombrero de copa que asoma entre la maleza. Esta plenitud de lo viviente arrastra alguna vez a Constable a un abigarramiento que roza lo barroco: a uno le gustaría que despojara un poco más las telas, que buscara la sencillez del plano, que compusiera más esencialmente. Constable es un pintor de la naturaleza, sin duda, pero lo más interesante de su creación es lo que se aparta de lo estrictamente natural y de su reproducción figurativa: los perfiles difusos, los colores rasgados, las visiones brumosas. Como siempre, la gran aportación del artista es la que combate, siquiera sutilmente, los modelos establecidos: no hay arte sin conflicto con el arte, sin alejamiento de lo previsible. Aunque Constable se inspiró ampliamente en los clásicos -de hecho, una buena parte de su producción son imitaciones de las obras de Leonardo, Ruysdael, Lorrain, Poussin, entre otros, gracias a los cuales nunca dejó de perfeccionar su técnica; de Leonardo aprendió, por ejemplo, a pintar escenas en vidrio y trasladarlas después al lienzo-, también supo desmentir los cánones. En "La inauguración del puente de Waterloo, vista desde la escalinata de Whitehall, 18 de junio de 1817", un cuadro magnificente, de 1832, con el que pretendía conseguir algún patrocinio público, muchos críticos deploraron el predominio de un blanco desparramado, correspondiente a unas nubes poderosísimas, y la escasa precisión de las figuras humanas, diluidas en trazos casi puntillistas, que se agrupan en las manchas amplias y borrosas de la multitud. Pero esos rasgos que hoy llamaríamos deconstructivos son los que hacen atractivo el cuadro, los que todavía permiten verlo como algo más que la celebración interesada de un monumento urbano. (Constable, amén de no recibir el beneplácito de los críticos, tampoco consiguió el mecenazgo que perseguía: el interés de los gobernantes, en 1832, había pasado del puente de Waterloo al puente de Londres, recién inaugurado en 1831). "La catedral de Salisbury vista desde los prados", de 1831, que Constable consideraba su obra maestra, y que formaba parte de una serie de pinturas del espléndido templo, muy cercano a su pueblo natal, tampoco fue aclamado por la crítica, que lo juzgaba "poco naturalista". Pero, de nuevo, es ese antinaturalismo, su cielo enorme y turbulento, sus tonos claroscuros y difuminados, en los que se proyectaban su soledad y su angustia, los que conectan hoy con nuestra sensibilidad. Concluida la visita, comemos en la cafetería del museo, que bulle de gente. Conseguimos, no obstante, una mesita en una sala de paredes de cerámica, con figuras de la mitología griega: a nosotros nos ha tocado al lado de Proserpina, Safo y Andrómeda (y de una pareja de japonesas andróginas que se inflan de pasteles). Cuando salimos al bullicio de Brompton Road, desde donde Ángeles quiere llegar a una tienda de Apple en Regent's Street para beneficiarse de un descuento que le han concedido, pasan por delante de nosotros tres routemasters, los antiguos autobuses de dos pisos, que transportan a los invitados a una boda: ahora se alquilan para casorios. Más allá, atravesamos una zona de bares en las que todos los clientes están fumando narguilés, y luego, en otra donde abundan las tiendas de ropa, cometo la temeridad de decir que necesitaría comprarme una chaqueta. Dicho y hecho: Ángeles me mete de un empujón en una sartrería de rebajas (aunque no tenemos ninguna duda de que seguirá siendo muy cara) y, gracias a los oficios de un vendedor de sonrisa serpentínica, que parece disponer de una provisión inagotable de chaquetas de todos los colores, marcas y condición, y a la inestimable ayuda de un gay sudamericano, rechoncho como una peonza, que, al saber que somos españoles, nos cuenta lo bien que se lo pasó en el último Día del Orgullo Gay en Madrid, salgo del local con una estupenda americana de pana, que va a sustituir de inmediato a la catastrófica chaquetilla que vengo usando desde hace años, para oprobio de mi mujer. Llegamos por fin, tras una larga caminata, a Regent's Street, donde descubro, horrorizado, que se ha montado un festival callejero de la Liga de Fútbol Americano, con puestos dedicados a todos los equipos, actuaciones musicales, entrevistas en el escenario y toda la parafernalia con que los estadounidenses aderezan estos encuentros infames. Pero entrar en la tienda de Apple no es ninguna solución: está más llena aún que la calle, con cientos o quizá miles de personas abismados en las pantallas, tabletas, ipods, ipads, iphones, móviles, móviles inteligentes, portátiles, ordenadores y toda la interminable faramalla silícea que convierte a los seres humanos en simples apéndices digitales. Yo dejo a Ángeles que compre lo que quiera con el descuento que le hacen y procuro abstraerme con el crucigrama del periódico: me siento como un diplodocus caído en un hormiguero de alienígenas. Ah, Constable, cuánto ha cambiado el mundo desde que tú pintabas árboles y catedrales.

jueves, 25 de septiembre de 2014

La decadencia de la literatura

Cada vez más tengo la sensación de ser miembro de un cofradía cuya labor es desconocida -o irrelevante- para el mundo. Dedicarse a la literatura parece ya solo una actividad exótica o, peor aún, pintoresca: una rareza a la que condescienden algunos raros. Y saber literatura tiene el mismo interés que saber ortografía: ninguno. Por cuarta vez en otros tantos años, un curso de literatura que se me había pedido que diseñara, para que se integrase en el programa académico de alguna institución docente, no se va a impartir por falta de alumnos. Me sucedió, por primera vez, en España, con la Escola d'Escriptura del Ateneo de Barcelona, a la que, en 2011, propuse, entre otros, un curso de 20 horas sobre poesía erótica universal. El tema me parecía atractivo, y a sus responsables también; además, pensaba hacer muchas clases prácticas. Pues bien, según me comunicó el director, solo se había matriculado una persona (aunque otras voces me susurraron después que, si no se había celebrado, era porque la Gene no le había otorgado la subvención solicitada, dada la escabrosidad del tema; me parece inverosímil, pero, si fue así, es medieval). Ya en Inglaterra, ofrecí al Instituto Cervantes de Londres un curso de introducción a la literatura española, de 10 horas, con especial atención a las relaciones entre las letras hispanas y las inglesas, que han sido más intensas de lo que suele creerse. El Cervantes lo programó dos veces: antes y después del verano de 2013. El resultado fue el mismo: nulo. En la primera convocatoria, no llegaron a diez inscritos (mi mayor éxito, no obstante, hasta ahora); en la segunda, que debería haber sido más exitosa, porque tras el verano la gente se apunta a los cursos del año académico con ilusión renovada, solo hubo dos, incomprensiblemente. Ayer, en fin, me comunicaron que otro curso, de Español a través de la Literatura, que se había incluido en el programa de la Escuela de Idiomas Modernos del King's College, de Londres, no había tenido matrículas suficientes, aunque no me especificaban cuántas; quizá no había habido ninguna. Para explicar estos fracasos, hay otras razones: es obvio que mi nombre no ha atraído lo suficiente a los alumnos, pero uno piensa que en el mundo de la enseñanza no abundan los Martí de Riquer o los T. S. Eliot, sino que más bien se nutre de honrados y oscuros trabajadores de la cultura, y que ello no impide que las aulas tengan alumnos. Aunque un nombre no diga nada a un potencial estudiante, tampoco perjudica sus expectativas, si el tema le interesa. Y, en mi caso al menos, la literatura no ha atraído a nadie lo bastante como para superar esa valla altísima de la rentabilidad económica que levantan todas las escuelas e instituciones con las que he querido trabajar. Resulta sorprendente que, en una ciudad como Barcelona y en el marco de la segunda escuela de letras más concurrida del mundo, tras la de Nueva York, no hubiera una docena de interesados en un asunto que a todos nos ha procurado tantos momentos de placer, y nunca mejor dicho, como la poesía erótica. Y más aún que en un centro de la importancia del Instituto Cervantes de Londres, con unos 3 000 alumnos matriculados en los diferentes cursos cada año, no haya habido quince que quisieran saber algo más de San Juan de la Cruz, Cervantes o Lorca. O que en el King's, una de las universidades más importantes de la capital, si no la más importante, no se hayan animado ni media docena, que era el límite que había que franquear para que el curso pudiera celebrarse. Pero no es solo mi fracaso personal -uno más en una larga lista de claudicaciones- el que me lleva a pensar en la decadencia de la literatura. Algunos datos sociológicos, si bien domésticos, me confirman en ello. Gran Bretaña es un país culto, letrado: obtiene siempre mejores resultados que España en los informes PISA y presenta mayores índices de lectura; el escritor más importante de la historia es inglés, y dos de sus universidades aparecen, desde hace décadas, entre las diez mejores del mundo. Y, sin embargo, todo el mundo rehúye la literatura. Desde el sofá de mi casa puedo comprobar cómo, en los muchos concursos culturales de televisión (esos que casi han desaparecido de las televisiones públicas de nuestro país), nadie elige la opción de la literatura cuando tiene esa posibilidad: prefieren que les pregunten sobre el pop de los 70, o sobre comedias televisivas, o sobre cocina tailandesa. Por no hablar de poesía: la poesía, cuando aparece, se queda siempre la última en las preferencias de los concursantes. Ayer mismo, cuatro ingleses de pura cepa no sabían que Charles Dickens, el primer narrador de la nación, no está enterrado en París, sino en la abadía de Westminster, y tres más fueron incapaces de pronunciar correctamente el nombre de "Odisseus", el protagonista de La Odisea: se conoce que les resultaba tan familiar como el sánscrito. Sin embargo, cuando más persuadido está uno de la desolación que abraza a lo que ama, observa algunas realidades paradójicas, y se sume en el desconcierto: Gran Bretaña, como España, está llena de poetas. Cualquier revista de humanidades, festival literario o lectura poética cuenta con docenas, a veces cientos, de vates. Y en otras revistas, festivales o lecturas concurren otros tantos, distintos de los anteriores. Es obvio que ninguno de ellos acude nunca a los concursos de televisión, pero no deja de intrigarme esta discrepancia entre los cultivadores, abundantes como las olas del mar, y los interesados, escasos como los justos en una multitud. Sospecho que los cultivadores tampoco están interesados en la literatura, o, por lo menos, en la literatura que no sea la que ellos escriben. En cualquier caso, las hormigas en el hormiguero se creen infinitas, pero ignoran que su mundo es solo un punto infinitesimal en un mundo indiferente.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Paseando por Vauxhall

Hoy me acerco a Vauxhall, una zona cercana a nuestra casa, pero que hemos visitado poco todavía. El nombre del barrio proviene de Falkes de Breauté, un guerreo anglonormando, jefe de los mercenarios del rey Juan, que poseyó aquí una mansión, Fawke's Hall. Mi propósito no es solo conocer Vauxhall, sino descubrir algunos de esos rincones tranquilos que me reconcilian con Londres, un termitero sin remedio. El 344 me deja en la estación de autobuses -porque Vauxhall es un nudo de comunicaciones urbano, que de noche se transforma en un centro de reunión de yonquis y perroflautas: ¿por qué todos los colgados del mundo se refugian en las estaciones de autobús y ferrocarril?- y empiezo a pasear. Lo primero que veo, y que me llama la atención, es una British Interplanetary Society, anunciada así, a palo seco, con letras muy grandes. ¿Una sociedad interplanetaria británica? ¿Cuál será su objeto social: reunir a los británicos que viven en otros planetas? Sigo caminando en dirección a unos jardines cercanos que quiero visitar: los Bonnington Square Gardens, aunque, cuando llego, me decepcionan un poco. Son muy pequeños: apenas una franja de verdor en un apiñamiento de casas antiguas. Y están cerrados: un rotundo candado en la puerta de entrada se encarga de impedir el paso. Me asomo, no obstante, por encima de la verja, y vislumbro la masa de vegetación, salpicada de urnas de piedra en el suelo y bancos de madera agrietada. Estos jardines son community gardens, es decir, no los mantiene el ayuntamiento, sino la propia comunidad de vecinos. Y hay muchos más en Londres, donde el espíritu arrasador del capitalismo no ha acabado con cierta contestación autogestionaria. Desde luego, la pulcritud que se observa en los parques municipales es muy superior a la de estos rincones particulares, pero los jardines comunitarios lucen una exuberancia casi selvática, un descuido romántico, que parece a punto de convertirse en abandono, pero que no lo es todavía, que resiste en esa frontera exquisita de lo cultivado pero decadente. Rodeo los lacónicos jardines por el exterior y me cruzo con un vecino que ha sacado a pasear a dos perros. Los chuchos han descubierto a un gato y le ladran con ferocidad. Uno cree que, si el dueño los soltara, harían trizas al minino. (O el minino a ellos, quién sabe: los gatos pueden ser muy peleones, y mortíferos). El felino -un macho atigrado, de cabeza triangular, pelaje naranja y ojos amarillos, con el parteluz de la pupila, que se ha parado a mis pies- mira a los canes sin inmutarse, y luego a mí: parece preguntarse, o preguntarme, qué les pasa a esos bichos. Los chuchos se alejan, por fin, y tanto el gato como yo seguimos con nuestro paseo: se diría que participamos de un mismo estado de ánimo: dilatante, sosegado, cercano a la indiferencia. Los jardines Bonnington han supuesto una visita demasiado breve, y me entretengo un rato por las calles que los rodean. Forman un barrio minúsculo, de fuerte carácter vecinal, lo que es infrecuente en Londres. La gente parece conocerse: hasta se saluda al cruzarse. Abundan las plantas en los alféizares de las ventanas y a las entradas de las casas. Las construcciones tendrán uno o dos siglos de antigüedad, o quizá más, y conjugan lo historiado con lo proletario. En una de ellas distingo a varios gatos más: uno en un pretil, otro encima de un cubo de basura, ambos con aire filosófico. Quizá el macho con el que nos hemos cruzado los perros ladradores y yo viva también aquí y sea el dueño del cotarro. En una esquina hay un cafetín, tan pequeño como los jardines, pero no sin encanto: han puesto tres mínimas mesitas en la acera, y allí charlan animadamente -es decir, todo lo animadamente que pueden charlar los ingleses- unos parroquianos. Venzo la tentación de sentarme y tomarme un café, porque llevo todo el día sentado y lo que me apetece es caminar. Pero debe ser agradable pasar aquí una mañana de domingo, con sol, el periódico y, quizá, el gato atigrado paseando por entre las piernas. A poca distancia de Bonnington, en Harleyford Road, descubro otros jardines comunitarios: estos son más grandes y están abiertos. Paseo por los senderos, y compruebo lo que he constatado en los anteriores: el descuido inevitable, pero también la delicia de lo caído, de lo marginal. Son jardínes húmedos: todo parece empapado, aunque hoy no ha llovido, y el verdín se enseñorea de las superficies. La exuberancia es tanta que breves mosaicos cuadrados y coloristas señalan el camino en el suelo. Dos vecinos pelan la pava en una plazoleta, y no quiero molestarlos. Deshago lo andado, y salgo otra vez a Harleyford Road, desde donde llego a The Oval, el enorme estadio de cricket del sur de Londres, que tiene la magnificencia de un campo de fútbol: aquí, incomprensiblemente, el cricket concita casi las mismas pasiones que el balompié. En una esquina, frente al estadio, admiro la casa, The White House, donde nació el mariscal Montgomery, héroe -y vizconde- de El Alamein, y hoy convertida en una academia de idiomas. Doblo hacia el parque de Kennington, pero me quedo sin verlo, porque cierran a las siete, y es justo esa hora. Salgo, por fin, a los Vauxhall Pleasure Gardens, un parque abierto hace poco -de hecho, una parte del terreno está todavía en obras- y no muy grande con el que el ayuntamiento ha querido recordar a los New Springs Gardens que hubo aquí desde mediados del s. XVII -Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, los menciona por primera vez en 1662- hasta 1859, y que fueron, durante todo ese tiempo, una de las grandes atracciones de la ciudad. Allí se daban conciertos, se representaban obras de teatro, se organizaban espectáculos -se hacían volar globos aerostáticos, por ejemplo-, pero, sobre todo, sus intrincadas arboledas, por las que discurrían senderos oscuros -así se llamaban aquellas aventuras: dark walks-, permitían a los londinenses disfrutar del amor al aire libre. Es revitalizador imaginarse a aquellos caballeros dieciochescos -entre los que se contaban visitantes tan ilustres como el doctor Johnson, aunque es improbable que el célebre, obeso y monógamo lingüista se abandonara aquí a escarceo alguno-, con todas sus pelucas y atavíos, copulando con legítimas o, más probablemente, ilegítimas contra el tronco de un roble o en la hierba mullida. De aquella grandeza y aquel rijo hoy no queda nada, salvo estos esmerados Pleasure Gardens, en una de cuyas alas distingo a varios jinetes practicando la hípica. (Aunque, para ser esmerados, han de apestar a establo, y no por la escuela de equitación que albergan, sino por el estiércol con que los jardineros los han inundado: esto huele como el pueblo de mi madre). Salgo por el extremo norte al puente de Vauxhall, inaugurado en 1906, que saluda a los viajeros con las imponentes figuras femeninas que adornan los pilares de granito en los que se asientan sus cinco ojos de acero, y que representan a las artes y las ciencias. Antes de llegar a él, paso por delante de un restaurante portugués -la comunidad lusa es muy importante aquí- y de una sauna gay, Chariots, que se anuncia con la bandera del arcoíris y un fascinante despliegue de motivos romanos, entre los que destaca la toga, cuyo destino último es, desde luego, caer a los pies del que la porta: Vauxhall, que algunos llaman ya Voho, se ha convertido en uno de los principales barrios de la homosexualidad en Londres. Para volver a casa no quiero coger el autobús: prefiero ir andando. Es una buena caminata, pero me apetece seguir ejercitándome. Leo entonces, en un punto del Thames Path -los ingleses, siempre tan atentos a preservar la historia-, que aquí, a lo que hoy es Vauxhall, acudían los pueblos del Neolítico que habitaban en esta zona para rendir tributo a las divinidades del río: tiraban al agua el homenaje de sus palos y sus piedras para aplacar la furia de sus mareas y sus riadas, y para que les dieran buena pesca y agua clara. Entonces, claro, solo había cañizos y marjales. Hoy se eleva un puente y una multitud de edificios que voy dejando atrás, mientras la noche ennegrece la plata del Támesis y una brisa punzante despierta a la piel.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Hasta aquí hemos llegado

Hoy concluye una etapa de este blog. Con esta entrada se cumplen 365 desde que lo inicié: un año exacto de escritura diaria. Ese era mi primer propósito al empezarlo: recuperar la etimología de la bitácora y colgar una entrada cada día. En realidad, he tenido algún lapsus. Llegué a Inglaterra el 30 de agosto de 2013, escribí la primera entrada el 4 de septiembre y no le di continuidad hasta el 6 de septiembre. Desde esa fecha hasta el 8 de agosto de 2014, las entradas han sido diarias, pero del 9 al 20 de agosto se ha producido otro paréntesis, esta vez por vacaciones. Yo no pretendía que fuese así, sino que confiaba en encontrar la forma, en nuestro destino, de continuar cada jornada con la bitácora. Pero me equivoqué y, como expliqué en el propio blog, no tuve acceso a ordenadores, lo que me impidió seguir redactándolo. Ambos huecos explican que las 365 entradas no se correspondan con 365 días del año, sino con 383. Pero así he salvado el espíritu de la iniciativa, y me siento satisfecho de haberlo conseguido. Corónicas de Ingalaterra ha sido un experimento: quería comprobar si era capaz de sostener un esfuerzo creativo -porque también la crónica de viajes y la autobiografía son ficciones, o participan de la ficción- con tan rigurosa exigencia, y si ese esfuerzo me resultaba gratificante. He logrado lo primero, y también en el segundo aspecto me siento recompensado. No es fácil acudir a una cita diaria con los lectores. A veces, lo reconozco, cuando me sentaba ante el ordenador por la mañana, no sabía aún de qué iba a hablar, y esa sensación de carencia, de fracaso íntimo, me atenazaba durante un buen rato. Luego dejaba correr los dedos y la mente, y, sorprendentemente, algo salía; algo, incluso, que los lectores honraban después con visitas abundantes. Pero he procurado arriesgarme poco y tener perfilado siempre algún tema antes de ponerme a escribir. Tener perfilado, digo: no tener escrito mentalmente. Si algo he querido que caracterizase a este diario, ha sido la espontaneidad, la naturalidad, la fluidez. Quizá me haya dejado llevar todavía demasiado -los hábitos estilísticos, que son los hábitos existenciales, pesan mucho- por cierta tendencia al barroquismo, pero he luchado porque los arabescos de la dicción -y de la construcción- no condicionaran en exceso la lectura. En cualquier caso, la cita autoimpuesta con el diario me ha obligado a afilar la percepción. A menudo, los temas se imponían por sí solos: una excursión, una anécdota, una experiencia, un asunto de actualidad, un libro. Y de todo ello ha habido mucho este año. Pero, en otras ocasiones, no había materia alguna; por no haber, no había casi ni escritor. Por eso tenía que escudriñar en la realidad, despojarla de las capas que la velaban, para encontrar algo de lo que hablar. O quizá sería más exacto decir tenía que escudriñar en mis propios ojos, despojarlos a ellos de las capas que los velaban, desnudarlos y licuarlos, para que fuesen capaces de acceder a una realidad riquísima e inacabable, pero que nuestros prejuicios y nuestras inercias, la ceguera de la costumbre o la incompatibilidad, mantienen oculta. Escribir es abrir los ojos del lenguaje; escribir es mirar. Corónicas de Ingalaterra me ha educado en la contemplación, la reflexión y la improvisación, tres buenas armas para afrontar cualquier proyecto literario. Porque eso era también el diario: un libro futuro; un libro cuya publicación en 2015 me ha confirmado Javier Sánchez Menéndez, el editor de La Isla de Siltolá, donde ya ha visto la luz mi primer libro de prosa no ensayística, La pasión de escribil. Se compondrá de una selección de entradas -publicarlas todas sería abrumador e inviable- y contará con un prólogo de mi buen amigo José Ángel Cilleruelo, excelente escritor y, como yo, bloguero denodado. Quiero pensar que Corónicas de Ingalaterra me ha ayudado también a confirmar alguna amistad, manifestada -o no- en los comentarios a las entradas, y alguna enemistad. Las enemistades son importantes: nos vuelven más enteros, más reconocibles: nos ratifican en nuestro ser. E inevitables: todo el que opina, opina contra alguien, aunque no tenga intención de herir. Las enemistades, ocasionales o vitalicias, también procuran los disgustos, igualmente inevitables, de los anónimos insultantes, un virus del que internet no parece capaz de librarse, y que yo tampoco he querido ahorrarme inhabilitando los comentarios: prefería los rebencazos de los cobardes -que, en cualquier caso, duraban muy  poco ante mis ojos: volaban a la papelera informática y de ahí a la nada- a la omisión de la simpatía, de la opinión sensata o del desacuerdo civilizado. Hoy creo, en fin, que he llegado al final de una etapa. Estoy, como he dicho, satisfecho con el resultado, pero no quiero que un proyecto que ha sido, al menos para mí, un éxito, se dilate artificiosamente, o se prolongue por la mera razón de sobrevivir. Es difícil mantener el tono y el rigor; es difícil no repetirse, no aburrir. Mi experiencia inglesa, tras este año novedoso y, en gran medida, emocionante, empieza a normalizarse, y las cosas reducen sus aristas, las novedades disminuyen, las rutinas se imponen. Preservar lo hecho exige abandonarlo, aunque no, desde luego, abandonarlo enteramente. El diario sigue y seguirá abierto, pero ya no será diario. A partir de hoy, solo colgaré en él las noticias o reflexiones que me apetezca compartir, los sucesos llamativos o extraordinarios; o no: quizá cuelgue también minucias, cotidianidades, naderías que se me ocurran, pero que quiera ofrecer a los lectores. Será, pues, una bitácora al uso, donde el autor no se siente obligado a periodicidad alguna y solo asoma cuando algo le llama la atención o le bulle por dentro inconteniblemente. Espero seguir contando con la complicidad de todos. Y espero seguir ofreciendo textos que merezca la pena leer. Esa ha sido, en realidad, la intención que me ha animado desde el principio.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Speaker's corner

Hoy nos apetece llegar, en nuestro paseo vespertino, hasta speaker's corner, en Hyde Park. Es una buena caminata, así que nos lo tomamos con calma. Subimos desde King's Road, por South Kensington, hasta la iglesia de la Santísima Trinidad de Brompton, cerca del Museo Victoria & Albert. Los terrenos de la iglesia constituyen un océano de paz en pleno centro de Londres, uno de esos refugios de los ciudadanos agobiados por el ruido, el tráfico y las multitudes, que en esta zona, donde se concentran varios de los más importantes museos nacionales, son especialmente devastadoras. Uno rebasa el templo, de aires rotundos y sombríos, consagrado en 1829, y llega al camposanto, ahora acondicionado como plaza, con hierba, bancos de madera y abedules. Todavía se observa alguna tumba, como una, junto al caminito que divide la plaza en dos, que especifica que se trata de una "tumba privada", y en cuyas cuatro esquinas alguien pone, de vez en cuando, en homenaje o recordatorio también privado, sendas pilas de castañas. No dejan de sorprenderme estas burbujas de sosiego en el torbellino de la ciudad, estos rincones inmunes al tráfago urbano, donde uno convive con el silencio y se reencuentra con uno mismo; claro que, a lo mejor, no le gusta lo que ve, pero eso es lo que tiene la introspección, tan necesaria, pero tan peligrosa. Pero no todo es quietud: por debajo de tanta paz han circulado aquí malignas corrientes de energía. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, los espías rusos utilizaban una pequeña estatua de San Francisco de Asís que se encuentra junto a una de las puertas de la iglesia para intercambiar mensajes. Por qué eligieron este lugar para comunicarse, no lo sé, aunque supongo que el hecho de que hubiera siempre tan poca gente aquí facilitaba las cosas. Ahora miro a San Francisco, tan bondadoso, tan fraternal, y su imagen adquiere connotaciones inquietantes. Más allá del recinto parroquial, salimos a unos mews, esos antiguos pasajes con almacenes y caballerizas que se ha convertido en las propiedades más caras de Londres. Los viejos establos son ahora casitas adosadas, que se benefician de que no haya tráfico, ni actividad comercial, ni casi transeúntes, salvo los propios vecinos. Las fachadas, rehabilitadas, luces colores pastel y, a menudo, mazos de flores y enredaderas, y por las ventanas se pueden ver interiores diseñados por decoradores, de espléndido mobiliario y televisores que parecen pantallas de cine. Los mews conforman, en pleno Londres, pueblos en miniatura, todos cuyos habitantes son millonarios. Ángeles mira las casas con admiración rayana en la envidia, y no deja de señalar cuáles le gustan más, una tarea ardua, porque todas le gustan mucho. Por encima de los mews de Ennismore -así se llaman los que hemos visitado hoy- se abre ya Hyde Park, con la explanada que acogió el Palacio de Cristal de la Exposición Universal de 1851. En el momento en que veo la placa que lo recuerda, recuerdo, a mi vez, que Whitman canta, en uno de los poemas de "Canto a la exposición", con fe inquebrantable en la innovación y el progreso humanos, a esos palacios "altos y hermosos" que presidieron aquellas grandes ferias de la industria. Cruzamos la enorme explanada, desde donde observamos el Albert Memorial encendido por el sol poniente, y damos al Serpentine, el hermoso lago de Hyde Park, que bulle de gente y de patos. Los árboles empiezan a otoñar: en los verdes animosos del verano se inmiscuyen ahora esmeraldas graves o tintes aceitunados, y muchos extienden a los pies una alfombra de hojarasca. Nos cruzamos con muchos españoles; durante un trecho, solo con españoles. Una mujer le dice a su marido: "Sí, nos bajamos en el Campo de las Naciones, y cogimos un taxi...". Y otra a su compañera: "Pero, coño, si el tío no tenía ni puta idea de aquello, no sabía nada de nada...". Se me hace extraño un lenguaje tan castizo en un lugar tan británico. Entre las aves, destacan los cisnes, cuyo caminar palmípedo por la orilla -las patas negras parecen botas- contradice su galanura en el agua. Hay muchos, y los escolta una turbamulta de otros ánades: patos, gansos, pollas de agua y hasta una garza, que está quieta en el agua, como un estilete curvo, y de repente alza el vuelo, a ras de superficie, hasta perderse en la arboleda de la otra orilla. Speaker's corner, el destino que hemos elegido, en el extremo noreste del parque, junto a Marble Arch, no queda cerca: hemos de atravesar todo Hyde Park para alcanzarlo. Pero nos gusta contemplar las irisaciones del crepúsculo en el estanque y la suavidad con la que se difuminan las cosas bajo la luz que huye. En el barrio al norte de Hyde Park vive una importante comunidad musulmana, y eso se nota en el parque: grupos de mujeres, encapsuladas en túnicas negras, llenan las tumbonas o pasean con las hijas, que, con la cabeza también cubierta, ya apuntan maneras. Ángeles se irrita por tanta presencia espectral, y yo tampoco puedo decir que me encuentre cómodo. Alcanzamos por fin el Rincón del Orador, donde a esta hora, casi de noche, ya no hay ninguno. Algunos sitúan el origen de este lugar como tribuna pública en el hecho de que aquí se encontrasen las horcas de Tybum, una aldea medieval, y que se permitiese a los condenados pronunciar sus últimas palabras. Desde la década de los 70 del siglo XIX, como mínimo, speaker's corner ha sido un lugar privilegiado para la exposición de ideas, de cualesquiera ideas, y a él se han acogido, sobre todo, los movimientos obreros y socialistas: Karl Marx, George Orwell, William Morris y el mismísimo Lenin han perorado aquí. No todo puede decirse, sin embargo: la libertad de expresión está garantizada, siempre y cuando no se viole la ley -no se incite al asesinato, por ejemplo- ni se utilice un lenguaje ofensivo, es decir, insultante. Paradójicamente, no se permiten manifestaciones públicas en el resto de Hyde Park, ni en los demás parques de Londres. Lo que en el speaker's corner puede decirse, en cualquier otro punto del parque puede conducir a tu detención.

martes, 16 de septiembre de 2014

Momentos que se perderán en el tiempo

Hace una semana, Ángeles y yo volvíamos de hacer algunas compras y cruzamos el puente de Chelsea. Ya había anochecido. En el horizonte fluvial contemplamos un paisaje fantástico: entre un rascacielos cilíndrico, aislado, cuyo nombre ignoro, que se alza en la ribera sur, y la constelación de luces rojas que disponían en el aire las grúas que levantan, desde hace meses, múltiples edificios junto a la Battersea Power Station, se había instalado una luna anaranjada y enorme. El conjunto configuraba un extraño pero hermosísimo cuadro abstracto -tubos, puntos, líneas, esferas-, cuya policromía, impresa en el tafetán negro de la noche, golpeaba y, al mismo tiempo, acariciaba al ojo. Por debajo del collage circulaban las luces del Támesis: los faros de las gabarras, las lámparas de las embarcaciones de recreo, el reflejo alargado de las farolas del Chelsea Embankment; y también su negrura: el agua es espejo del cielo. En aquella amalgama fastuosa, donde convivían el azar planetario y los afanes del hombre, la luna brillaba con tranquila turbulencia: era una pelota inmensa, acalabazada, caída entre alambres, pero aún suspensa, como si no quisiera renunciar a su ingravidez, y, en su esfuerzo, se hubiese congestionado de luz. Desde el puente, la gente tomaba fotos de la imagen con los móviles. También Ángeles, pero el resultado no hacía honor a la realidad. La impresión de aquella escena está en nuestra memoria, donde permanecerá hasta que también nosotros seamos un recuerdo.

Hace unos días, a eso de las dos de la tarde, entraba yo en el parque de Battersea para pasear un rato. Estaba cansado de escribir, y me apetecía deambular por los senderos tranquilos del lugar. Al traspasar la verja e incorporarme al paseo principal, me crucé con dos señoras que hacían marcha. Aquí corren muchos, pero otros, menos nerviosos o más añejos, prefieren caminar deprisa. Una de ellas me vio cerca y me saludó. Los ingleses son contradictorios: la mayoría ni te mira al cruzarse contigo a la entrada de casa, o al subir juntos en el ascensor, pero puede que un desconocido te regale una sonrisa y sus mejores deseos por la calle. La señora me dijo: Good evening. Yo pensé: no es la evening; son solo las dos. En lo mismo debió de reparar ella, porque se corrigió de inmediato: Good morning. Pero pensé de nuevo: no es la morning; ya son las dos. Por fin, su compañera atinó con la expresión correcta: Good afternoon. Y la primera lo ratificó: Oh, yes, of course, good afternoon. Me consoló comprobar que hasta los ingleses de pura cepa se confunden con el timing: no soy solo yo el que hace el ridículo.

Anteayer, aprovechando que era mi cumpleaños, vino a cenar a casa Adriana Díaz Enciso, mi amiga mexicana, una de las primeras personas que conocí al llegar a Londres. Lo está pasando mal: solo tiene trabajos esporádicos, malvive en un piso de alquiler de Finnsbury Park y arrastra problemas de salud que dificultan aun más su vida cotidiana. Me trajo una tarjeta de felicitación y el último poemario de Jorge Esquinca, nuestro amigo común, al que conocí en mi último viaje a México, Teoría del campo unificado, publicado por la UNAM. Los mexicanos están muy acostumbrados a hacer llegar físicamente los libros a sus destinatarios: carecen de empresas de distribución y su servicio de correos no les inspira confianza. Las combinaciones son rocambolescas, a veces, para que la entrega se haga efectiva. En este caso, Jorge le había dado ejemplares a un escritor amigo que venía a Londres, para que este se los pasara a Adriana y esta me hiciera llegar uno a mí. Cenamos y charlamos con Adriana, que se ha dado al budismo. Con las dificultades por las que está pasando, no me extraña: el budismo, por lo menos, tranquiliza. Adriana pondera las virtudes de la meditación, pero Ángeles, empírica, entiende "medicación". "¿Qué medicación?", pregunta. "La del pensamiento", responde Adriana. Le recomiendo Epístolas morales a Lucilio, de Séneca: una maravilla para relativizar los problemas y sosegar el ánimo. Pese a todo, Adriana lleva muchos años aquí, por lo que está bien provista de estoicismo británico, y conserva el sentido del humor, lo cual es indicativo de que sigue siendo capaz de luchar contra las adversidades. En otra ocasión me había dicho que uno de los principios por los que se gobernaba era no correr nunca detrás de un autobús ni de un hombre: "siempre viene otro detrás".

lunes, 15 de septiembre de 2014

La independencia de Escocia

He estado dos veces en Escocia, y en ambas me ha sorprendido la intensidad del sentimiento nacionalista. Cuando estabas en Edimburgo, no podías cometer el error de decir que estabas en Inglaterra. Sin irritación, pero categóricamente, tu interlocutor precisaba que aquello era Scotland. Ni tampoco considerar a sus habitantes ingleses: ellos eran otra cosa, y no dudaban en recordártelo. Esta relevancia de la identidad propia, que se expresaba asimismo en multitud de símbolos, costumbres e instituciones particulares, me resultaba contradictoria, hasta cierto punto, con el hecho de que los escoceses llevaran integrados en el Reino Unido más de 300 años. E integrados no superficialmente, sino hasta las cachas: la contribución caledonia a los principales procesos sociales vividos por la nación ha sido muy significativa: la Revolución Industrial, la formación y defensa del imperio y dos guerras mundiales, en las que los hijos de Escocia han muerto con prodigalidad a la sombra de la Union Jack. Yo creía que Gran Bretaña era, a pesar de las inevitables rivalidades regionales, una entidad sólida, asentada en una democracia secular, en una historia íntimamente compartida y en una comprensión mutua de las singularidades que la integran. Pero no: el sentimiento identitario se ha exacerbado, en muy pocas décadas, hasta alcanzar un punto en el que existe realmente la posibilidad de que, dentro de cuatro días, se constituya en una nueva nación de Europa. Y lo ha hecho -otra paradoja- en el periodo en el que Escocia ha disfrutado de una mayor descentralización administrativa y capacidad de gobierno. En los últimos años del siglo pasado, el hasta entonces Estado unitario del Reino Unido otorgó amplios poderes ejecutivos y legislativos a Escocia, y desde entonces el independentismo no solo no ha menguado, sino que no ha dejado de crecer. El proceso, pues, ha sido mucho más rápido en Escocia que en Cataluña, donde se disfruta de un régimen autonómico -más amplio que el otorgado por Londres a Edimburgo- desde hace 36 años, aunque es cierto que en ambos casos se ha radicalizado en el último lustro, espoleado por los fustazos de la crisis. Junto con el estallido de un independentismo que yo consideraba arrumbado en los desvanes de la historia, también me llama la atención la calma con la que la clase política y, sobre todo, la población de las Islas ha acogido el debate y la posible partición del país. En España llevamos años regalándonos los oídos con un arsenal de insultos a cuenta del separatismo catalán (por no hablar del separatismo vasco, que supuso medio siglo de tiros en la nuca) y con una crispación que amenaza con desbordar toda racionalidad: la tensión es creciente y constante entre los políticos y los ciudadanos. Aquí, en cambio, todo el mundo parece indiferente. Claro que los ingleses se mostrarían indiferentes ante un cataclismo nuclear, pero eso no quita para que pueda advertirse la escasez -o incluso la ausencia- de una preocupación excesiva por el tema. En las calles no hay ninguna guerra de banderas, como tan opresivamente sucede en Cataluña: solo se ve alguna, de San Jorge, ondeando raquíticamente en algún balcón, y -tercera paradoja- las muchas de San Andrés que el gobierno británico ha mandado izar en los edificios oficiales, para transmitir simbólicamente a los escoceses el aprecio del país. Tampoco se leen en la sección de cartas al director de los periódicos nacionales misivas inflamadas de patriotismo, en uno u otro sentido, que reclamen la intervención del Ejército o alguna barrabasada semejante, u ofendan gravemente al otro. En las televisiones, los debates abundan, pero son siempre eso: debates, no guirigays ni cuadriláteros de boxeo, donde se hacen y se responden preguntas, se enuncian argumentos y se habla de todo con sobriedad y sensatez. Hasta la Casa Real, tan vinculada a Escocia -de donde sale, por otra parte, el whisky que lleva tanto tiempo haciendo las delicias de su familia-, ha protestado por que en la lucha partidista se la haya intentado involucrar en el debate sobre la secesión escocesa. A mí, la verdad, me daría pena que Escocia se separara, y se me haría extraño que el país que ha sido capital de uno de los mayores imperios de la humanidad, se quedara ahora convertido, con la amputación de casi un tercio de su territorio, en un pequeño fragmento de una isla pequeña. El Reino Unido sería entonces el Reino Desunido, y en sus filas solo militarían ya los norirlandeses -que abrigan, asimismo, vigorosos sentimientos antibritánicos, prontos siempre a estallar-, los galeses y los ingleses. Por cierto, aquí son tan precavidos que ya hay propuestas de una nueva bandera nacional, de la que habría que excluir el color azul de Escocia y sustituirlo por el negro y amarillo de la bandera de San David, la enseña no oficial de Gales. A mí me parece mucho más fea que la anterior, aunque todo es cuestión de acostumbrarse. En todo este conflicto, lo que me parece admirable es la disposición de los contendientes a dirimir democráticamente la cuestión. Sería ingenuo pensar que no habido intereses tácticos en la decisión de acordar la celebración de un referéndum, y que todo se ha resuelto por la inmaculada aplicación de unos principios éticos -Cameron creía que el independentismo saldría ampliamente derrotado, y Salmond ha visto en el referéndum la oportunidad de reforzar hasta extremos imposibles en otras circunstancias la preponderancia del Partido Nacionalista Escocés, aunque salga derrotado-, pero, aun así, el hecho de que los ciudadanos puedan tomar, en las urnas, una decisión de este calibre, revela la civilización de este pueblo y la calidad de su democracia. Y, además, aquí solo votarán los escoceses: el resto de los ciudadanos británicos tendrá que aceptar su decisión. Porque, frente al argumento, que se repite como un mantra en España, de que todo el país habría de participar en una hipotética votación, ya que a todo el país le afectaría la independencia de Cataluña, los ingleses comparten el principio moral de que, para que alguien se una a un grupo, hace falta el consentimiento de todos, pero, para que lo deje, basta con su voluntad. De otro modo, el consenso global sería solo una trampa para mantener encerrado a alguien allí donde no quiere estar. Nadie consentiría, en su vida privada, que no pudiera divorciarse de alguien, si ese alguien no está de acuerdo (o, como reclaman muchos en España, si no lo están también todos los miembros de su familia, porque a todos afecta que se marche), o que no pudiera abandonar un club particular, o una comunidad de vecinos, o una asociación, o un trabajo, si todos sus demás miembros no lo aprueban: eso se entendería, con razón, como un ejercicio dictatorial, como una merma intolerable de la libertad. Pues eso mismo debería aplicarse, creo yo, a las separaciones colectivas: solo cada cual puede decidir qué quiere ser. La comprensión de la democracia en España es mucho menor: o no se permite votar -ni nada: el gobierno permanece atrincherado en la defensa numantina de la legalidad, sin alternativas de ningún tipo, ni negociación política alguna- o se promueve que voten todos, con grave quebranto del espinazo moral de la controversia. Cataluña y Escocia comparten algunos rasgos: su integración en las monarquías respectivas se produjo hacia las mismas fechas -Cataluña, en 1714, como consecuencia de la derrota de la causa austracista en la Guerra de Sucesión, y Escocia, en 1707, con el Acta de la Unión, aunque las rebeliones jacobitas siguieron hasta 1746, cuando los highlanders fueron definitivamente derrotados en Culloden- y en ambas ha persistido un fuerte sentimiento de identidad nacional en el seno de un Estado poderoso, pero difieren en otros: mientras Cataluña, rica e industrial, aporta más a ese Estado, Escocia, agreste y pobre, es receptora neta de ayudas y servicios; mientras Cataluña no cuenta con recursos naturales de importancia, una Escocia independiente podría hacerse con los muy rentables todavía yacimientos de petróleo del Mar del Norte; y mientras, en fin, Escocia va a votar libremente su futuro, Cataluña ha de seguir bregando con un soberanismo torpe y unos líderes mediocres, por un lado, y con un gobierno central con la misma sensibilidad política que una tabla de planchar, por otro. Esa quizá sea la principal diferencia: un tratamiento distinto a un problema semejante.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Cambridge y el Museo Polar

Volvemos a Cambridge para cumplir algo que Ángeles ha querido hacer desde que visitamos la ciudad por primera vez, hace casi un año: ir al Museo Polar, donde se ofrece al público una amplísima información sobre la llamada "edad de oro de la exploración polar" (1895-1925). Ángeles es una apasionada de los exploradores de los hielos, y algo así es obligado. (Me sorprende que lleve tantos años conmigo, cuando la única exploración de los hielos que yo soy capaz de hacer es la de encontrar los cubitos en el congelador para enfriar el gazpacho). Lo primero que veo al salir a la calle, desde la estación de tren de Cambridge, es a un joven con gorra, camiseta deportiva y una botella de Moët Chandon debajo del brazo: la cosa promete. (O bien Moët Chandon ha caído muy bajo: antes solo podían comprarlo, como mínimo, los propietarios de un Rolls). Más allá nos impresiona el aparcamiento de bicicletas: cientos, quizá miles de bicis, se apilan en los espacios ideados para ellas. Junto al Museo, al que llegamos pronto, se encuentra la Iglesia de Nuestra Señora y los Mártires Ingleses, cuyas vidrieras, coloristas, minuciosas, nos admiran. El edificio que alberga el Museo data de 1934. En el jardín de entrada, a la izquierda, hay una airosa estatua de un varón desnudo con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en cruz. En la peana consta inscrito un fragmento del introito de la Misa de Difuntos: lux perpetua luceat eis: "que una luz perpetua los ilumine". Lo único que no me cuadra del hermoso homenaje es que la figura esté desnuda: con el frío que debía de hacer en la  Antártida. La entrada es gratis, y el vestíbulo nos saluda con esplendidez: dos cúpulas, delicadamente pintadas con una amplia gama de verdes, blancos, azules y dorados, representan el Polo Norte y el Polo Sur, y en ambas se han inscrito los nombres de los exploradores respectivos más destacados, y dibujado los barcos en los que acometieron su empresa. Sosteniendo las cúpulas, que pujan como dos senos historiados, se disponen varios capiteles con representaciones de osos, en el caso del Polo Norte, y de pingüinos, en el del Sur. Y en el suelo advertimos un mosaico de estrellas, que representan las constelaciones de los polos, encabezadas por la Cruz del Sur. El Museo no es grande, pero concentra una notable cantidad de información y de objetos pertenecientes a los exploradores de los que habla. Dos destacan por encima de los demás: Ernest Shackleton y Robert Scott, cada uno de los cuales protagonizó varias expediciones polares. Lo curioso del caso es que todas fracasaron. Ello no ha impedido (es más, probablemente ha favorecido) que sigan siendo hoy ejemplo de arrojo, incluso de heroísmo, y de espíritu de superación: el fracaso dora de romanticismo lo que, de haber triunfado, habría sido solo un ejemplo de eficacia. De Shackleton ya he hablado en este diario, pero en el Museo me entero de algunas cosas más. Por ejemplo, que el lema de su familia era fortitudine vincimus, muy cercano al principio vital que tantas veces proclamó Camilo José Cela (y que tan adecuado es cuando se dedica uno a las letras en España): el que resiste, gana. No es de extrañar que el bergantín en el que realizó su periplo más desmesurado se llamase Endurance, "resistencia", aunque no resistiera el invierno antártico y acabara deshecho entre los témpanos del Mar de Weddell. Toda su tripulación, en cambio, con Shackleton a la cabeza, soportó naufragios, derivas oceánicas, aislamientos en el hielo, travesías inenarrables, noches eternas y rescates portentosos, y todos volvieron a casa para contarlo. Lo de Scott acabó en tragedia, aunque luego se haya convertido en mito. La mala suerte signó el destino de su expedición, en 1912: alcanzó el Polo Sur solo 35 días después que su rival en la carrera por alcanzar el punto más alejado del globo y el único sitio que aún no había sido hollado entonces por el hombre, el noruego Roald Amundsen. Y digo "solo" porque, en aquel mundo de comunicaciones esforzadas, cuando no imposibles, 35 días no debían de ser nada: apenas un suspiro. Aún peor fue el regreso: Scott y lo que quedaba de su expedición murieron a apenas 20 kilómetros del campo base uno, en el que les esperaban vituallas y calor. Lo que más sobrecoge de lo expuesto en el Museo son los diarios del propio Scott y los demás miembros de su partida: su frialdad -un sustantivo que casa muy bien con las circunstancias que los rodeaban-, su entereza, el estoicismo con el que hablan de una muerte próxima, o ya presente. De Lawrence Oates, el oficial enfermo que abandonó la tienda para que sus compañeros dejaran de cargar con él, con su frase inmortal: "voy a salir, y puede que tarde un rato", escribe Scott el 17 de marzo: "Sabíamos que era el acto de un hombre valiente y de un caballero inglés. Todos esperamos llegar al fin con ese mismo espíritu, y, sin duda, el fin no está lejos". Scott dirige la última carta que le escribe a su mujer "a su viuda". Y en una de sus últimas anotaciones, que el museo ha reproducido en una pared del vestíbulo, de forma que sea lo primero que lean los visitantes, habla de sí mismo, y de todos, como si ya estuvieran muertos: "Si hubiéramos sobrevivido, habría tenido algo que contar sobre la dureza, la resistencia y el valor de mis compañeros, lo que habría enardecido el corazón de todo inglés. Ahora solo podrán contarlo estas torpes notas y nuestros cadáveres". En la última entrada de su diario, garabateada el 29 de marzo, leemos: "Es una pena, pero creo que ya no puedo escribir más. Por el amor de Dios, cuidad de nuestra gente". Nos despedimos del Museo comprando algunos libros sobre las aventuras de Shackleton y Scott, una jarra con diversas clases de pingüinos y una postal con los cinco protagonistas de la malhadada expedición tomada dos meses antes de que murieran en el hielo, y mientras pagamos observo que el Museo anuncia también "La musa polar", un programa de lecturas de poesía. Es verdad: ¿por qué el Museo de la Ciencia de Barcelona, por ejemplo, no celebra actos o lecturas literarios? Quedamos a comer con Dacia Viejo-Rose, la investigadora del patrimonio arqueológico mundial que trabaja en la Universidad de Cambridge, y de la que nos hicimos amigos al poco de llegar a Inglaterra. Lo hacemos en un restaurante de Sri Lanka: nunca hemos comido en un establecimiento ceilanés. La comida es muy picante y el camarero se descojona de risa cuando le pregunto si tienen cervezas esrilanquesas, no sé si porque son musulmanes, o porque desconfía de la capacidad de su país para destilar un buen caldo. A la salida del local, compro en una librería espléndida -entre las muchas que, por razones obvias, hay en esta ciudad- una traducción de la poesía de San Juan de la Cruz, hecha por Roy Campbell, el poeta sudafricano, uno de los pocos escritores que dio apoyo a Franco en la Guerra Civil española. Luego vemos la Iglesia Redonda, una extraordinaria construcción del s. XII, detrás de la cual se encuentra el Sindicato de Estudiantes. Dacia nos introduce en la sala de debates -el debate público es algo muy consolidado en la cultura anglosajona; en España preferimos el insulto público y, cuando esto no basta, la guerra civil-, donde se discuten periódicamente toda suerte de asuntos científicos, políticos y sociales. Los asistentes deciden por fin quién ha ganado la discusión saliendo de la sala por una puerta en la que pone "no" y otra en la que pone "sí". (Al otro lado de las puertas, como es lógico, hay alguien que lleva el recuento). Salimos después a pasear por las afueras: vemos las muchas barcas que se deslizan por el río Cam, impulsadas por expertos pertiguistas, aunque alguno no lo es demasiado todavía, como al que se le queda clavada la vara en el fondo limoso del río y ha de esperar, inerme, a que algún navegante la arranque de allí y se la devuelva. El tráfico de barcas es peor que el del metro en hora punta: muchas chocan, o se rozan, y no faltan las discusiones. A su alrededor, los puentes de piedra -o de madera: el "puente matemático" también está ahí- contemplan la escena con impasibilidad milenaria, y los sauces llorones derraman sus lágrimas verdes hasta el agua misma, como si lamentaran aquellas discordias. En el camino que discurre por los prados que rodean la ciudad, y por el que nos dirigimos ya a la estación del ferrocarril, nos cruzamos con dos vacas y un violinista. Las vacas lo han ocupado como si fueran hindús, y nada parece capaz de moverlas de allí. Cuando paso al lado de la segunda, gira brevemente la testuz, me mira con ojos esféricos y desconfiados, y azuza mi movimiento con un vigoroso meneo de cola. Esquivo su latigazo y las plastas negras, rotundas, que ha sembrado a su paso, y doy con el violinista, que ensaya sus movimientos en un banco cercano. También hay unas colmenas que, como las vacas, pertenecen a la Universidad, pero a esas prefiero no acercarme. El paseo concluye en la estación, a poca distancia de una casa en la que una placa recuerda que se refugiaron 29 niños vascos entre enero de 1938 y noviembre de 1939. Dacia ha conocido a dos de ellos, que se casaron con inglesas y todavía viven en Cambridge. Tengo que averiguar si fue aquí, ayudando a los refugiados, donde trabajó Cernuda al principio de su exilio en Gran Bretaña.

sábado, 13 de septiembre de 2014

En Saint Martin in the Fields

Yo a Saint Martin in the Fields lo conocía porque, cuando escuchaba música clásica por la radio, a menudo se emitían conciertos desde allí. O porque tocaba la Academia de Saint Martin in the Fields, la célebre orquesta de cámara. Me sonaba exótico: lejano, sofisticado, británico. Quién me iba a decir que acabaría asistiendo a sus conciertos. Ayer Ángeles quiso celebrar mi 52 cumpleaños, que será mañana, con un concierto de música barroca y una cena, después, en un restaurante turco. La iglesia, en la que aún no había entrado, es una de las más famosas de Londres: por su ubicación, en plena plaza de Trafalgar, y por sus muchas actividades artísticas y pastorales. Dedicada a San Martín de Tours, la construyó James Gibbs entre 1722 y 1724, inspirándose parcialmente en los modelos el archiarquitecto Christopher Wren. Como era habitual por entonces, el templo se alzó donde llevaba habiendo lugares de culto desde la dominación romana: recientemente se ha encontrado en el subsuelo del emplazamiento una tumba del siglo V d. C., y los restos de la primera iglesia conocida se remontan a principios del s. XIII. El lugar posee la elegancia y la distinción de los templos neoclásicos: tiene una sola nave, un pórtico con columnas y una torre muy airosa. El interior es austero, aunque igualmente persuasivo: pintado enteramente de blanco, respira gravedad y pureza de líneas, aunque me llaman la atención varias arañas muy elaboradas que cuelgan de un techo altísimo y, a su vez, recubierto de estucos y filigranas, y, sobre todo, la vidriera en el extremo posterior de la nave, en la que las líneas se hacen progresivamente curvas, para encerrar un círculo en su centro: parece un diseño actual. Lo peor del lugar son los asientos: bancos duros y estrechos, aunque puede que tengan sentido: debían ser muy eficaces para evitar que los feligreses se durmieran cuando el sermón no estaba a la altura de las circunstancias. Ni siquiera los cojines que se alquilan a una libra la pieza nos libran de la incomodidad. Tampoco la acústica es extraordinaria. Sin ser mala -las iglesias se concebían para que los sermones fueran audibles incluso para los que se encontraban más lejos-, no es la de una sala de conciertos: la música, como comprobaremos, no te envuelve: solo te llega; y sus colores palidecen, mordidos por una resonancia quebradiza. Hoy actúa el London Concertante, con piezas de Albinoni, Mozart y Bach. Lo dirige y presenta un músico que, como requiere la tradición anglosajona, sabe introducir esas piezas con las adecuadas dosis de humor, y que no se olvida de recordar al público -con humor también- que los CDs del grupo están a la venta en el vestíbulo de entrada. Su frac y su inglés son impecables, pero el recordatorio, por muy comprensible que sea, se me antoja inapropiado: uno no desmerece una actuación en Saint Martin in the Fields pregonando la mercancía como un chamarilero. De las piezas interpretadas hoy, los conciertos para oboe de Albinoni, como siempre, casi me hacen saltar las lágrimas, y me interesa mucho la chacona en re menor de Bach,  con la que el músico de Turingia concluyó su Partita para violín solo nº 2, BWV 1004. La interpreta un único violín, el rumano Remus Azoitei, que trenza en el aire arabescos de fugas y variaciones, para describir un paisaje emocional de una inverosímil riqueza. Nadie diría que de un violín pueden salir tantísimos matices, tantos saltos sonoros, tantos timbres y colores. Pero salen: Bach las creó y él, con virtuosismo paganínico, las reproduce. (Bach, por cierto, como nos recuerda el director, no solo era un genio de la música, sino también un prodigio de energía: compuso más de mil piezas y tuvo veinte hijos, y aún le quedaban fuerzas para protagonizar violentos arrebatos de furia, si las cosas no sonaban como él quería, en los que le lanzaba la peluca, con muy mala intención, a quien tuviese cerca). La velada concluye con una pieza de propina, como es habitual. El director del grupo nos informa de que es una polka y proviene de Hungría, y de que se titula, para pasmo de todos, "Polka húngara". Aunque en el intermedio Álvaro y yo hemos aplacado el hambre en el bar-restaurante de la cripta de la iglesia, cuando salimos del concierto tenemos ganas de cenar. Cruzamos la vasta zona de pubs y locales de copas entre Trafalgar y Covent Garden -pasando por delante de algunos casi cataclísmicos, como The Porterhouse, donde se amontonan cientos de bebedores de cerveza: pienso en cuánto se deben de divertir también los vecinos- y llegamos a Sofra, el restaurante donde hemos reservado. No hay pasteles de cumpleaños, ni camareros que salgan de la cocina cantando el For he's a jolly good fellow...!, pero el salmón que pedimos compensa sobradamente esa carencia, y la lager turca con que lo riego se comporta asimismo con gallardía. Mientras comemos, nos fijamos en una mesa vecina, donde dos damas parecidas a sapos comparten la velada con dos jóvenes musculosos. ¿Serán sus hijos?, nos preguntamos. ¿O serán más bien dos clientas con sus putos? Qué bonita es la vida en Londres. Cuántas cosas se ven.

viernes, 12 de septiembre de 2014

La delegación de la Generalidad y Temple

Hoy me entrevisto con el delegado de la Generalidad en el Reino Unido. Ambos somos empleados de la Generalidad -yo, en excedencia- y resulta lógico que, en un momento u otro, nos reunamos para hablar de las cosas de la casa. La sede de la delegación está en Fleet Street, muy cerca de Old Bailey, el tribunal central penal de Inglaterra y Gales. Aunque el viaje en tren a Victoria solo dura tres minutos, tengo tiempo para leer la noticia que da el periódico Metro de las manifestaciones independentistas de la Diada. En realidad, con veinte segundos bastaría: les dedica 49 palabras. Estoy seguro de que la prensa de pago, tanto de derechas como de izquierdas, se ocupará del asunto con más amplitud, pero tampoco derrochará espacio con un tema que aquí pilla a trasmano. Bastante tienen con lo de Escocia. Cuando en Barcelona los independentistas me preguntan cómo se ve el proceso soberanista en el Reino Unido, siempre les contesto: apenas se ve. En Cataluña el referéndum, es decir, la independencia, ocupa todas las energías de la sociedad (por desgracia: las energías de la sociedad estarían mejor dedicadas a otros asuntos, como a luchar contra la corrupción, o contra la crisis, o contra la ineficacia de la Administración); aquí es un asunto local, de escasa, por no decir nula, importancia. En la misma página de Metro en la que se habla, minúsculamente, de las marches for independence, se consigna otra noticia que tiene, para mí, mayor interés: en Rubí, en la provincia de Barcelona, la policía ha tenido que actuar contra un entusiasta del porno duro duro de oído (no es errata: el porno era duro, y él, duro de oído), que martirizaba a los demás vecinos, a todas horas, con el volumen altísimo de las películas. Se conoce que el inmueble se llenaba de aullidos de lujuria que perturbaban la honesta cotidianidad de los rubinenses. La delegación está en un segundo piso de un inmueble muy antiguo, y solo se anuncia con una discreta placa junto a la puerta -que aparece rayada por una mano enemiga- y con una señera en la azotea, que únicamente se aprecia desde alguna de las calles que desembocan en Fleet Street. Al piso se accede por una escalera estrecha, pertrechada de la ineludible moqueta, y sus dependencias se limitan a tres despachos: uno es el del delegado y los otros dos contienen dos mesas con sendos funcionarios. No es, desde luego, la oficina fastuosa que asociamos con una embajada. En el debate sobre la necesidad o conveniencia de que las comunidades autónomas tengan oficinas de representación exterior -que es un fleco más del debate sobre la necesidad o conveniencia de las comunidades autónomas-, yo siempre he opinado que es positivo que haya alguna unidad específicamente encargada de la defensa de los intereses de las comunidades en los países donde crean más necesario defenderlos. Esos intereses pueden ser turísticos, culturales o empresariales, y no veo nada malo en que las mismas competencias exclusivas que las comunidades tienen atribuidas en España se proyecten en el extranjero. Con el delegado hablamos de estas y muchas otras cosas, aunque es obvio que su mayor preocupación, en estos momentos, es política: las buenas relaciones que siempre se han mantenido con las instituciones británicas y con su clase dirigente están atravesando una fase de invisibilidad o, por lo menos, de disimulo: siguen existiendo, pero los ingleses no quieren que se note, no sea que la embajada española interprete que prestan apoyo -o siquiera atención- a los separatistas. Los ingleses, como es lógico, se preocupan más por el estado ya constituido que por el estado que podría constituirse. La lucha diplomática, trasunto de la lucha política, se ha plasmado recientemente en un hecho deplorable: la prohibición, dictada por la embajada en Holanda, de que el Instituto Cervantes de Utrecht albergara la presentación de la traducción al holandés de la novela Victus, de Albert Sánchez Piñol. Aunque en el Reino Unido algo así no ha sucedido, las tensiones existen, y se manifiestan en un soterrado combate por la presencia pública y por la influencia en el establishment. Cuando acabamos de charlar, el delegado me acompaña a la salida, y me cuenta que, pese a la cortedad de su presupuesto, han tenido que instalar medidas de seguridad -puertas reforzadas, cámaras de vigilancia-, porque han sufrido intrusiones y pintadas. Me asusta esta eclosión de la violencia. Me asusta, aquí y en todas partes, que la gente irrumpa en el debate político con una ganzúa y un bote de spray en la mano, porque la ganzúa y el bote de spray en la mano probablemente antecedan al garrote y la pistola. Cuando ya he salido de la delegación, pero aún no he alcanzado la calle, observo otra dependencia del inmueble en cuya puerta consta escrito: Prince Henry Room. Así, sin más. Y me pregunto: ¿la habitación del Príncipe Enrique? ¿Qué príncipe Enrique? ¿Qué extraña habitación es esta? Ya en Fleet Street, me entretengo paseando por el barrio que la separa del Victoria Embankment. Se concentran allí infinidad de despachos de abogados y de firmas legales, a menudo ocupando antiguos edificios que ya se dedicaban a la fatigosa tarea de pleitar hace tres o cuatro siglos. Los edificios, a su vez, se disponen en torno a patios o plazas recoletos, con jardines y enredaderas, y es sorprendente que haya rincones tan sosegados como estos a tan poca distancia de una vía tan turbulenta como Fleet Street, con sus juzgados, sus bancos, sus dependencias oficiales y su tráfico. En la ventana de un inmueble de oficinas, veo un cartel: Don't feed the barristers, "no dé comida a los abogados", como se dice en los parques de las ardillas y los patos. En una plazuela en cuyas paredes se acumulan escudos de armas e inscripciones en latín, dos barrenderos hablan en español, mientras limpian perezosamente el embaldosado de hojas; y uno de ellos, por cierto, se caga en el imperio británico. Doy a otra plaza en cuyo centro se ha asentado una furgonetilla de tres ruedas, que es, en realidad, un cafetín. El dueño ha levantado el capó de la parte trasera, y allí está la cafetera, grande y refulgente como la de cualquier bar. Todo en el negocio parece italiano: en la carrocería del escúter se ha inscrito Caffè Piaggio, o algo así, y el cartelón de productos enumera: espresso, machiatto, caffè latte, capuccino, pero el dueño tiene aspecto -y acento- de Wolverhampton. Como hace buena mañana, me siento en una de las sillitas del ingenioso local, me tomo un café con leche y leo El País, donde la información sobre las manifestaciones de ayer ocupan varias páginas y el editorial. Pero prefiero ver a la gente, que pasa despacio, disfrutando de un sol amable, o tomando fotos de las fuentes y las iglesias. Por fin, para coger el metro en la estación de Temple he de atravesar los jardines del mismo nombre, un pantalla de vegetación que absorbe el ruido -y el caos- del Victoria Embankment. Aunque son muy pequeños, mucha gente se ha refugiado en ellos: leen el periódico o se toman un lunch frugal, a base de bocadillos o fruta. Los jardines también albergan varias estatuas: una es la efigie de John Stuart Mill, el gran economista y teórico del utilitarismo; otra está dedicada a lady Henry Somerset, filántropa y sufragista, presidenta de la Asociación por la Abstinencia, una entidad que siempre ha tenido mucho trabajo en Gran Bretaña. Como corresponde a la causa, la estatua preside una fuente de agua clara. 

jueves, 11 de septiembre de 2014

La Diada

Hoy, supongo, toca hablar de la Diada, aunque la verdad es que me tranquiliza mucho no estar en Barcelona. Para alguien alérgico a las causas y a las multitudes, tal como están las cosas, este debe de ser uno de los peores días del año. Nada se me antoja más horrible que sumarme a una muchedumbre vociferante, que avanza apenas por las calles, que se ve bombardeada a cada instante por esa negación del pensamiento que es el eslogan, y cada uno de cuyos integrantes se ve aborregadamente reconfortado por la sudorosa pero cuatribarrada presencia de todos los demás. Tampoco, desde luego, me atrae el otro lado de la moneda: políticos peperos y upeideicos, periódicos derechistas y cavernas próximas al fascismo vomitando insensateces o reclamando la perentoria actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, cuando no del ejército, contra los nazis separatistas, y contramanifestaciones unionistas, en las que también se gritan eslóganes y también se experimenta el calor del establo, aunque esta vez rojigualdo. Hasta mi madre está contenta, por una vez, de que esté en Londres, porque así no me veo envuelto en este choque de disparates. Mi madre, como tantas otras personas de su generación, conserva un miedo muy arraigado a los conflictos civiles: no en vano ha vivido uno, terrible. Y todavía lamenta que opine públicamente, que me exponga en manifestaciones, que me vea atrapado por la lucha partidista y cainita, que me oponga, en definitiva, al poder, porque eso podría volver a acabar en paseos de madrugada y checas en los sótanos de cualquier edificio. Yo me esfuerzo en tranquilizarla diciéndole que el país ha cambiado, que ahora se puede hablar con libertad, que ya no se mata a nadie por ser rojo o católico. Pero, en mi fuero interno, a la vista de cómo está el patio, no las tengo todas conmigo. Las dos Españas -que ahora son la España que quiere seguir siéndolo y la que no- continúan ahí, helándonos el corazón. La Diada recuerda la capitulación de Barcelona y la derrota definitiva de la causa austracista en la Guerra de Sucesión española, en virtud de la cual se abolieron los fueros y constituciones de Cataluña, y, con ellos, las instituciones propias, heredadas de la Corona de Aragón, y se incorporó plenamente su territorio al derecho y la soberanía españoles. Curiosamente, la capitulación no se produjo el once, sino el doce de septiembre. El duque de Berwick, al mando de 30 000 franceses, tras un asedio de las fuerzas felipistas de dieciocho meses e intensísimos bombardeos en las semanas precedentes, había conseguido por fin abrir brecha en las murallas de Barcelona y lanzado al asalto a sus dragones y granaderos. Pero los defensores, aunque solo eran 6.000, no eran mancos; el primer ataque, a mediados de agosto, fue repelido: Berwick perdió a 900 hombres en el intento. Pese al revés sufrido, el duque ofreció a los catalanes una capitulación honrosa. Estos contestaron que solo depondrían las armas si se respetaban sus fueros. El duque, obviamente insatisfecho con la respuesta, siguió martilleando la ciudad con su artillería, y abrió nuevas brechas, esta vez en los baluartes de Llevant y Portal Nou, que resultaron definitivas. En la madrugada del 11 de septiembre, sus tropas se lanzaron de nuevo contra la ciudad y consiguieron, por fin, penetrar en ella, pese a la desesperada resistencia de los barceloneses, a los que intentaron galvanizar el conseller en cap Rafael Casanova y otros miembros de la nobleza enarbolando en las almenas las banderas de Santa Eulalia y de San Jorge. Pero a las seis de la mañana, la batalla estaba decidida. Berwick, con su proverbial generosidad, cursó un ultimátum: si en seis horas la ciudad no se había rendido, pasaría a todos sus habitantes a cuchillo. Se comprende que el general Villarroel -Casanova había sido herido en el combate final y no podía tomar decisiones- iniciara poco después las conversaciones de paz. La capitulación oficial llegó, como he dicho, al día siguiente, y hasta hoy. Yo he participado en una sola manifestación de la Diada: la del 11 de septiembre de 1977, aquella que reunió en las calles de Barcelona a un millón de personas. Fue uno de los acontecimientos ciudadanos más importantes de la Transición. Yo tenía quince años. Recuerdo que acudí con un amigo de clase, José Manuel Fernández Préjano, un hijo de riojanos -como yo era hijo de aragoneses- que había hecho, por rebeldía, del catalanismo una causa personal, y que ya entonces acariciaba la idea de la independencia: Visca Catalunya lliure i independent! fue uno de los gritos más coreados, por él y por casi todos los manifestantes (y no descarto, lo confieso con compunción, que yo también lo profiriese). Pese a ello, el sentido de aquel movimiento era antidictatorial: no se reivindicaba tanto la secesión como la oposición a un régimen sórdido y represivo, cuyo jefe había muerto, pero que aún impregnaba las estructuras del Estado y condicionaba su actuación política. Luego, por decantación de un carácter individualista, pero también por ese impulso moral que me lleva a discrepar de cualquier unanimidad, más aún, de cualquier opinión en la que más de tres personas estén de acuerdo, no he vuelto a sumarme a ninguna otra celebración. Hoy veré desde lejos lo que ocurra en Barcelona (y en Madrid) con tranquilidad, pero también con sentimientos encontrados. Me gustaría (aunque sé que no sucederá) que la manifestación sirviera para hacer entender al resto del país que el sentimiento de muchos catalanes de pertenecer a una comunidad política distinta no es el fruto de la manipulación educativa o los conchabamientos partidistas, sino de una historia singular y la proyección de una identidad genuinamente vivida, y que, si queremos seguir viviendo juntos, y aportando cada cual a ese fondo común lo mejor que tengamos, en beneficio de todos, merece, no el rechazo o la incriminación, sino una acogida favorable, una incitación a la fraternidad. Pero también me gustaría que los manifestantes de hoy, y los que no se manifiestan, pero comparten sus ideas, abrazaran esa fraternidad, creyeran en la realidad -y en los beneficios- de un país unido, y abandonaran la pelea por la pequeñez, por la división, por la ruptura de los vínculos, por la excitación local, por la minucia y la mediocridad de sus líderes, por los intereses tácticos de algunos y la desorientación existencial de muchos; que dejaran, en fin, de sentir miedo por la realidad presente y de buscar consuelo y refugio frente a la crisis en una separación que no es consuelo de nada, excepto de la propia inseguridad, ni refugio de nada, salvo del propio desconcierto.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

La podredumbre de los imperios

Estoy leyendo Empire. What Ruling the World Did to the British ("Imperio. Lo que gobernar el mundo hizo a los británicos"), de Jeremy Paxman. Lo compré, cómo no, en una charity shop, por dos libras. Me he convertido en un adicto a Paxman: no dejo de hacerme con todo lo suyo, en cuanto tengo ocasión. Hace doce años leí The English, un magnífico recuento del carácter nacional, y supongo que, cuando acabe Empire, volveré a hacerlo. Quien conozca a Paxman -y en Gran Bretaña lo conocen, y lo temen, casi todos, en particular los políticos, a los que fríe con su sorna y su incisividad- sabe de su capacidad crítica, que no se detiene ante el estatus, el poder o la masa. Este libro demuestra que tampoco lo frena el nacionalismo, aunque él se considere un inglés cabal. Sus ideas son claras desde el principio del ensayo: el origen del imperio británico fueron dos fenómenos íntimamente emparentados: la piratería y el tráfico de esclavos. La primera se cebó en las posesiones americanas y el tráfico marítimo de España, el principal enemigo de la nación durante, al menos, tres siglos. El parasitismo de los corsarios ingleses engordaba las arcas del estado y, sobre todo, entorpecía y desmoralizaba a los españoles, más preocupados por defender sus riquezas que por emplearlas sabiamente. La piratería, cuya cabeza más visible fue Francis Drake, pero que se nutrió de multitud de aventureros y buscafortunas, era promovida por la monarquía inglesa, aunque con su celebrada hipocresía: el rey o la reina correspondientes siempre acogían las consabidas protestas de los esquimaldos, es decir, de los españoles, con doloridas muestras de pesar, y les prometían que que algo tan lamentable no volvería a suceder. Sin embargo, Drake fue vicealmirante de la Armada Real Británica y recibió el título de sir. Es significativo que fuera también traficante de esclavos, el verdadero origen de la fortuna imperial británica. Aquí los ingleses no combatían a los españoles, sino que comerciaban con ellos: el dinero es siempre el dinero. Establecieron un triángulo mágico, en el que los mercantes zarpaban de los puertos ingleses -sobre todo de Liverpool, la capital de la esclavitud- cargados de bienes, arribaban a las costas de África, donde los intercambiaban por esclavos (al principio, eran los propios ingleses los que cazaban a los negros para esclavizarlos, pero era muy fatigoso perseguir por la selva a jóvenes fuertes que no deseaban ser atrapados, y decidieron dejar aquella ingrata tarea en manos de los reyezuelos de la zona, que estaban encantados de capturar enemigos, o incluso a los díscolos de sus propias tribus, para intercambiarlos por los espejos y las telas de los europeos), y transportaban a estos esclavos a América, donde los vendían por dinero contante y sonante, con el que volvían a casa e iniciaban un nuevo periplo. El producto de la venta de seres humanos robusteció durante siglos la economía británica y favoreció el desarrollo de la navegación, la exploración de los mares y el establecimiento de bases mercantiles estables en las costas saqueadas. Aunque los ingleses no inventaron el tráfico de esclavos -ese honor recayó en los portugueses-, fueron los que más, mejor y durante más tiempo lo explotaron. Como escribió un mercader enriquecido por este siniestro negocio en 1772, "el tráfico de esclavos es la base de nuestro comercio, el sostén de nuestras colonias, el aliento de nuestra navegación y la causa primera de nuestra industria nacional y de nuestras riquezas". En la década de 1780, se transportaron a América 750.000 personas en las fétidas sentinas de los cargueros europeos, la mitad de ellas en buques británicos. Se ha calculado que el número de seres humanos que se hicieron esclavos para nutrir este desalmado negocio fue de once millones. Y todo se ha dicho ya sobre las condiciones en que se realizaba: sobre el amontonamiento de la gente en los barcos (como piezas del tetrix: el espacio era oro), sobre los castigos aplicados a los que se resistían o rebelaban, sobre la mortandad y las enfermedades de los esclavos, sobre la indignidad de las subastas públicas y sobre los trabajos de sol a sol, sin comida ni descanso, que habían de hacer en los campos de caña o algodón. Sobre esta base de mugre y crueldad se levantó, pues, el magnífico edificio del imperio, lleno de palacios blanqueados. Así ha sido, en realidad, en todos los casos: los imperios han servido para enriquecer a los conquistadores y empobrecer a los conquistados, y los españoles no escapamos a esta triste realidad: nuestro trato a los indígenas no difería apenas del que dispensaban los negreros británicos a los suyos, y las fabulosas ganancias obtenidas con su sufrimiento revertían en el bienestar de una clase privilegiada en la península. Pero quizá aquí se encuentre la principal diferencia entre el imperio británico y el español: los ingleses supieron, desde el principio, diseminar el provecho y hacerlo fecundo: de él surgió la burguesía y nació la Revolución Industrial. Los españoles lo dilapidamos en guerras de religión. También fueron más listos que nosotros en otro aspecto fundamental: la justificación de la ignominia. Su forma de convivir con el mal fue endilgárselo a otro. Es la famosa leyenda negra, que, aunque iniciada por los franceses, fue entusiásticamente abrazada por los súbditos de su majestad: los españoles éramos los crueles, los bárbaros, los fanáticos; ellos, en cambio, difundían por el mundo la civilización y los valores occidentales. Como pago por esta abnegada labor, Gran Bretaña recibió, durante siglos, los beneficios inconmensurables del imperio, y favoreció su lujo. Cuando visitamos los grandes museos nacionales, las brillantes pinacotecas, las mansiones y palacios, las iglesias y catedrales, las esplendorosas instituciones que han hecho de esta nación un faro y un espejo para el universo mundo, no tenemos que olvidar -aunque ello no nos impida disfrutar de lo que vemos- que se asientan en el lodazal del expolio. No solo los frisos del Partenón están en el Museo Británico como consecuencia de la dominación inglesa. Casi todos los fondos que constituyen su colección original, amasados y legados por sir Hans Sloane, provienen también de ella, porque Sloane utilizó para comprarlos el dinero de su mujer, viuda de un importante plantador de Jamaica, cuya fortuna provenía del trabajo esclavo. Y la National Gallery se fundó con la colección de grandes maestros de John Julius Angerstein, que se había enriquecido asegurando barcos negreros y explotando plantaciones. Pero no solo los historiadores y los políticos se afanaban en adecuar sus ideas a la existencia de la esclavitud y sus consecuencias, y en imputar sus vicios a los detestados españoles. También las iglesias abrazaban con entusiasmo aquella lúgubre realidad y demostraban una extraordinaria flexibilidad doctrinal para justificarla, que no practicaban con otros aspectos de la fe. Por ejemplo, la Sociedad para la Propagación del Evangelio, propietaria de extensas plantaciones en Barbados, grababa en el pecho de sus esclavos, con un hierro al rojo, la palabra "Sociedad", para que los propietarios vecinos supieran que aquel semoviente les pertenecía, en caso de que cometiera la temeridad de escaparse, y evitaba, en sus piadosos sermones, referirse al éxodo de los esclavos en busca de la tierra prometida de la que habla el Viejo Testamento. Hoy, por fortuna, la esclavitud y los imperios quedan lejos, y Gran Bretaña se ha convertido en una sociedad multirracial, tolerante y en general benigna con todos aquellos que deciden establecerse en ella. También España ha progresado mucho en este sentido. No obstante, Paxman hace bien en exponer la verdad de la historia, y nosotros, en recordarla. Todos los imperios -los de antes, con sus virreyes, sus colonias y sus banderas flameantes, y los de ahora, con su dominio de los resortes financieros internacionales- se fundan en la mierda.

martes, 9 de septiembre de 2014

Nocturno

Ángeles se ha encontrado mal todo el día y no hemos podido salir a pasear por la ciudad, como solemos hacer los fines de semana. Tras muchas horas de estar sentado, necesito moverme un poco: me duele desde la raíz del pelo hasta la planta de los pies. Salgo a dar una vuelta por Battersea Park. No solemos visitarlo de noche: apenas hay iluminación, salvo en los paseos principales, y no se puede disfrutar del paisaje. Además, en algunas zonas es tan intrincado, que resulta fácil, a oscuras, perderse por los senderos. Quizá hoy, con luna llena, la visibilidad sea mejor, pero prefiero no arriesgarme. Voy, pues, hasta los pies del puente Alberto, y me dispongo a recorrer la gran avenida fluvial del parque, que se extiende casi un kilómetro hasta el puente siguiente, el de Chelsea. No hay mucha gente. Tampoco la hay de día. En muchos parques de Londres se da esa extraña situación: la de grandes extensiones de terreno, en las que apenas hay nadie, mientras que muy cerca, en las calles, ruge la marabunta. Enseguida veo pasar por el Támesis los barcos discoteca del fin de semana. Cuando llega el viernes, empiezan a surcar sus aguas, además de los barcos restaurante que lo hacen todos los días, las gabarras bailongas. Son chatas, pero suelen tener dos pisos: en el de arriba, la gente se retuerce al son de estruendos funkies; en el de abajo están el bar y los servicios. Me llama la atención el puñetazo intermitente de las luces azules y rojas, que impacta en la luminosidad mate de Chelsea y raja la lona de la noche. En el agua se reúnen esos destellos violentos y el reflejo de los faroles y edificios del Chelsea Embankment, al otro lado del río: los primeros son una perturbación; los segundos forman una columnata de luz. Pero tanto unos como otros aparecen enhebrados por los coches que pasan: son solo puntos fugaces, pero todos juntos conforman un hilo de lumbre, que los atraviesa sin cesar. No es difícil imaginar por qué este paisaje cautivó a Whistler o a Turner: la luz reblandecida, las formas oscuramente transparentes, la quietud salpicada de alteraciones cristalinas. El río está bajo hoy: a ambos lados, una pulpa de limo y piedras configura una playa imposible. Cuando los barcos pasan, las olas que levantan -sin espuma: un remedo domesticado de las olas marinas- mueren austeramente en esos lomos de barro. Battersea Park, una espesura negra, aparece recorrido por una malla de luces: los dos puentes, engalanados por miles de voltios; la tiesura eléctrica de los faroles y la fijeza circulante de los faros de los coches; los barcos y su destellar; la iluminación de los trenes que vienen sur hasta la estación de Victoria y que cruzan el Támesis con estrépito rectilíneo; las luces de los aviones que no dejan de sobrevolarnos; las de las bicicletas que no dejan de circular; las de los chismes que llevan los corredores que no dejan de pasar, y que miden sus pulsaciones, los niveles de glucosa, la distancia recorrida. Todo es tiniebla aquí, pero la claridad lucha por sobrevivir: oscuridad arañada por la luz. Llego, por fin, al puente de Chelsea, y me sitúo debajo de él. Hay un pasadizo que conecta los tramos del Thames Path a ambos lados de la construcción. Su inmensa mole me cubre como otro cielo, y yo observo las pequeñeces que la componen: clavos, cables, remaches, barras. Cambiar la perspectiva de lo que vemos es cambiar lo que vemos, y también cambiarnos a nosotros mismos. El puente me parece algo mucho más carnal desde abajo, más vulnerable, casi íntimo. Cuando lo estoy contemplando, pasa otro barco-boîte, cuyo estruendo amplifican sus pilares metálicos. Deshago el camino y vuelvo a Albert Bridge. Cuando alcanzo la Pagoda de la Paz, en el centro del trayecto, me cruzo con un mendigo viejo, rubio, pequeño, con coleta y mochila, que comprueba el estado de un banco, o quizá si está mojado: debe de estar preparándose la cama. No es un indigente llamativo: parece, más bien, un trotamundos. Aún no tiene la ropa hecha jirones, ni arrastra una bolsa enorme con sus cosas, ni los pies. Las madrugadas refrescan ya, pero todavía no es suicida dormir al raso. Dentro de algunas semanas, sin embargo, empezará el infierno invernal, y yo me preguntaré, otra vez, cómo sobreviven los sintecho a la intemperie. El frío, en lo más duro de enero, es aquí insoportable. Sigo caminando, y disfruto del sonido exacto de mis pisadas en la piedra. Paso junto a una pareja, apoyada en la baranda del paseo, que se masajea con fervor: prologan (o prolongan) el coito. Admiro la delicadeza y, a la vez, el vigor con el que las lenguas se abrazan, y recorren las bocas, por dentro y por fuera. Me cruzo también con una pareja de españoles: uno lleva el brazo por encima del hombro del otro. Hablan con admiración de lo que ven. Cuando llego a Alberto, dejo el paseo central y enfilo el camino que me llevará a casa, que discurre por entre plátanos centenarios. Reparo otra vez en la luna llena, que, tapiada hasta ahora, se asoma por fin a un balcón de nubes: sus hilachas la rodean, como un medallón, y el satélite brilla con una claridad satinada. Salgo ya del parque; poco antes, en uno de los quioscos que dan descanso al caminante, he visto a un grupo de jóvenes negros decir mucho fuck y urdir esas cosas que urde un grupo de jóvenes negros, en un parque de Londres, a las diez de la noche. La panda olía a ganja y alcohol. No se han fijado en mí.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Moqueta

La principal diferencia entre ingleses y españoles no es el idioma, ni el clima, ni la comida, ni siquiera Gibraltar: la principal diferencia entre ingleses y españoles es la moqueta. No hay nada que agrade tanto a unos y que disguste tanto a otros. Para los ingleses, es una comodidad doméstica, que se explica por el clima húmedo y frío: arropa y da calor; permite ir descalzo y tumbarse agradablemente en el suelo (junto al perro). Para los españoles, y, sobre todo, para las españolas, es una cuestión de higiene, porque la moqueta atrapa la porquería como Urdangarín atrapaba sobres o Jordi Pujol, herencias. En cuanto un inglés tiene casa propia, zas, instala una moqueta. A muy pocos españoles, en cambio, se les ocurriría ponerla. En España, las moquetas están reservadas para las oficinas y los bancos. En los centros de trabajo, cuanto más gordo es el cargo que se ocupa, más gorda es la moqueta, quizá porque allí importa poco que se acumule la mugre, o porque la mugre forma parte consustancial del negocio. Pero, en la intimidad del hogar, no colocar moqueta es un acto de decencia sanitaria, una profilaxis elemental. Es paradójico que, siendo la moqueta tan importante en la cultura inglesa, no tengan un nombre específico para ella. Existe moquette, sí -un préstamo del francés-, pero se refiere solo a un tipo de tela, hecha de urdimbres superpuestas, que se usa en espacios muy concretos, como el transporte público: los asientos de los autobuses de Londres, por ejemplo, coloristas e indestructibles, están hechos de moquette. Pero la moqueta de las casas, ese peludo revestimiento textil que los ingleses acoplan a cualquier suelo, carece de nombre propio, y han de calificar el término "alfombra" para designarlo. Así, la llaman fitted carpet ("alfombra encajada") o wall-to-wall carpet ("alfombra de pared a pared"). Los españoles, en cambio, que tan poco la usan, sí tienen una palabra definitiva para ella, como la tienen para Drácula, la peste o el Holocausto. Una conversación entre españoles que hayan visitado el Reino Unido pasará, tarde o temprano, por la presencia -mejor, por la omnipresencia- de las moquetas, y se ponderará con especial énfasis su uso en los cuartos de baño y hasta en las cocinas. Qué agradable ahí, la moqueta, con sus fibras hirsutas, repeladas, ennegrecidas, con esas hebras mojadas por mil productos químicos y no menos secreciones corporales; qué fascinante considerar, mientras uno está sentado en la taza, leyendo melancólicamente alguna revista, la fauna que ha de habitarla, una prodigiosa mezcla de bacterias, arañas y ácaros, que son como dinosaurios diminutos, y detritívoros: en la selva de la moqueta, llena de restos orgánicos, están como el niño gordo de Charlie y la fábrica de chocolate en el río de chocolate. Y qué bonito también recordar que las moquetas pueden ser naturales, de lana o sisal, pero que más frecuentemente son de poliamida o polipropileno, nombres que a mí me hacen pensar en gusanos fusiformes o productos a cuyo contacto a uno se le cae la nariz o le crece un pene en el cogote. En la moqueta se enredan la inmundicia de los zapatos y las exudaciones de las mascotas: la baba de los perros y la orina de los gatos, en particular, forman un fabuloso cóctel amoniacal. A los españoles nos sorprende también la absoluta inadvertencia de los ingleses de nuestro desamor, incluso de nuestro escándalo, por la moqueta. Cuando se les informa de que en España no se usa, porque se nos antoja aparatoso y sucio -midiendo las palabras, eso sí: la moqueta es un elemento esencial de su identidad, y criticarla, como ultrajar a la monarquía, puede herir sus sentimientos nacionales-, nos miran con estupor. Sus ojos muy abiertos, es decir, todo lo abiertos que pueden estar los ojos de un inglés, revelan la sorpresa que les causa que algo tan agradable, tan común, algo tan evidente que ni siquiera lo ven, nos parezca a los extranjeros el colmo del recargamiento y la insalubridad: nunca se les habría pasado por la cabeza. La diferencia cultural, en punto a moquetas, es abismal. Una novelista española que conoce bien las Islas Británicas, y a la que eso no le impide estimarlas, iba a titular su próxima novela Moqueta. Por fin, según me dijo, no lo haría, aunque se me hace difícil encontrar un título mejor. Quizá mi próximo poemario, en lugar de El libro del exilio, como me ronda ahora por la cabeza, se titule Moqueta.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La Feria del Libro de Poesía

Free Verse, "Verso libre", se llama la Feria del Libro de Poesía que se organiza anualmente en Londres. Este año se ha celebrado en Conway Hall, sede de la Sociedad Ética del mismo nombre. Se trata de la institución en pro del libre pensamiento más antigua del mundo -sus orígenes se remontan a 1793- y la única sociedad ética que sobrevive en el Reino Unido. (En Cataluña también había una, la de Jordi Pujol, dedicada a promover los valores éticos en la política y la sociedad, pero no está pasando por su mejor momento). Conway Hall se sitúa en Red Lion Square, "la plaza del León Rojo", en cuyos jardines hay un cafetín donde los poetas salen a leer a lo largo del día. Cuando entro en el vestíbulo del edificio, una voluntaria me entrega un librito con información de todas las editoriales que participan en la Feria, pero que también es una antología de poemas: cada sello ha aportado uno, de cualquiera de sus colecciones, y el resultado es un sugerente compendio poético. Todo es gratis: el libro y la entrada. Nada más entrar en la sala, veo, a la izquierda, el puesto de Lawrence Schimel, el traductor, editor y escritor estadounidense que vive en Madrid, y que ha venido a la Feria a promocionar los libros de su editorial, A Midsummer Night's Press. Lo vi ayer, en Trafalgar Square. Merendamos en la cripta de Saint-Martin-in-the-Fields, e intercambiamos novedades. Venía con el botín de libros que había acopiado en charities y librerías de viejo a lo largo del día: los acarreaba en una bolsa del Caprabo, de esas que resisten un quintal de peso, y no me extrañó que estuviera agotado: para bajar a la cripta, a la que se llega por un tramo de escaleras de no más de veinte escalones, cogió el ascensor. Hoy me saluda con una sonrisa, y me remite a las editoriales que ha observado se dedican a la traducción, y, en particular, a la traducción de autores en español. No son muchas, desde luego: el interés por la poesía en español es escaso, y por la poesía española, en concreto, casi nulo. Si algún país despierta alguna atención es México. Ayuda que sea el país invitado en la próxima Feria de Libro de Londres. También veo alguna traducción de César Vallejo y de Raúl Zurita. Pero de España solo encuentro un Romancero gitano, en una edición horrible, de color pistacho, y las aportaciones de Shearsman, la editorial inglesa que más atención presta a nuestra literatura, sin duda porque su editor ha vivido cuatro años en México, D. F., y Santiago de Chile, y es especialmente sensible a la creación en castellano. El puesto lo atiende el propio editor, Tony Frazer, al que me presento y con el que paso un buen rato charlando de poesía y poetas. Me parece un hombre cordial, entendido y con mucho sentido del humor. Nos reímos con ganas en varias ocasiones, a cuenta de anécdotas intercambiadas sobre José Kozer, María Baranda y Antonio Cisneros, entre otros. Me alegra ser autor de Shearsman: si nada se tuerce, y con la inestimable ayuda de Luis Ingelmo, traductor de la editorial y buen amigo, que tuvo la idea de ofrecerle a Frazer una antología de mi poesía, y que se encargará de verterla al inglés, me sumaré a su catálogo de poetas españoles publicados en el Reino Unido; publicados, aunque no sé si leídos, porque Tony me confirma la poca salida que nuestra obra encuentra en este país. "Desde luego", añade, "el responsable de promocionar la poesía española en el extranjero no está haciendo un buen trabajo". Y yo me pregunto: ¿hay alguien responsable de promocionar la poesía española en el extranjero? ¿El Instituto Cervantes, quizá? ¿Se otorgan ayudas para que se traduzca a otros idiomas? ¿Se conceden ayudas a editoriales para que la publiquen en otros países? ¿Se organizan encuentros, congresos, festivales? ¿Se presta ayuda a los escritores para que den a conocer sus obras más allá de nuestras fronteras? ¿Se crean lobbies, se hacen antesalas o campañas publicitarias para difundir nuestra literatura en el mundo? La defensa de la literatura española fuera de España no existe; y dentro tampoco. España desatiende a sus autores: los desdeña, los olvida, incluso los combate. España se siente muy orgullosa de que su selección nacional de fútbol gane un campeonato del mundo (aunque haga el ridículo en el siguiente), pero sus artistas, sus autores, sus creadores, le importan tan poco como el imperativo categórico de Kant. Por eso se retribuye con cientos de miles de euros a los jugadores de La Roja, aun por fracasar espléndidamente, pero no hay ni una sola ayuda para que los escritores puedan desarrollar con dignidad su trabajo, y mucho menos para que puedan darlo a conocer en el mundo. Yo contribuyo al esfuerzo de Tony comprando un ejemplar de Spanish Poetry of the Golden Age in Contemporary English Translations, con edición del propio Frazer, y traducciones, entre otros, de Thomas Stanley, William Drummond, Philip Sidney y Richard Fanshawe, que fue embajador de su país en España y murió en Madrid en 1666: se conserva un retrato suyo atribuido a Velázquez. También me quedo, en otro puesto, con Adventures in Form. A Compendium of Poetic Forms, Rules and Contraints, de Tom Chivers, que me parece una antología fascinante de todas las torturas que los poetas son capaces de imponerse para llegar a un mejor resultado artístico. A Lawrence le compro algunos títulos más de su editorial -ayer él me regaló varios- y la traducción que ha hecho de Vidrio Molido, del mexicano Luis Aguilar, para Mantis Editores. Y, en fin, en una curiosa editorial dedicada a la publicación de poemarios temáticos o narrativos, me quedo con un ejemplar de una bonita antología sobre caracoles que se me ocurre regalar a Agustín y a José Antonio: lo haré cuando vuelva a España. Me admira este encuentro: hay aquí 60 editoriales dedicadas específicamente a la poesía, aunque hay muchas otras, en el Reino Unido, que también publican versos, junto con otros géneros. Me pregunto si en España seríamos capaces de reunir tantos sellos, y tan dignos. El encuentro se prolonga en diversas actividades: lecturas -que se anuncian con vigorosos campanillazos y un vozarrón propio de un teatro de la ópera-, mesas redondas y, finalmente, jolgorio vespertino en el pub, que es el destino natural de todo inglés y, en particular, de todo poeta inglés. Yo no puedo quedarme, por desgracia: Ángeles ha adquirido para hoy otras obligaciones. Pero estaría encantado de seguir viendo libros, y charlando con gente que comparte la misma pasión que yo. Lo haría, además, sin las nefastas adherencias de las relaciones previas, con su bagaje de envidias, rivalidades, antipatías, malentendidos o incluso enemistades: aquí no me conoce nadie, y yo no conozco a nadie, salvo a Lawrence, que es, en cualquier caso, un buen tipo. Todo sería navegar por este lago maravilloso de la poesía, sin recelos ni zozobra, disfrutando del estímulo desnudo de la palabra.