viernes, 31 de enero de 2014

El club de los poetas muertos

Hace quince días murió Juan Gelman; hace cinco, José Emilio Pacheco; hace dos, Fernando Ortiz; y ayer, Félix Grande. Todos eran poetas. Llevamos una mala racha en enero, una de las peores que recuerdo, y lo primero que se me viene a la cabeza, estúpidamente, es el poco caso que ha hecho la providencia de sus brindis de año nuevo. Hace un mes, seguramente todos ellos expresaban sus votos, como nosotros, por que 2014 fuera una año próspero y lleno de felicidad, aunque supiesen -varios estaban gravemente enfermos- que no iba a serlo. Los rituales nos consuelan -por eso hay tantos-, pero ni siquiera rasguñan a la realidad. De los poetas fallecidos, yo sentía fervor -y sigo sintiéndolo al leerlo: eso es algo que no le arrebatará la muerte- por Gelman, y también Grande me proporcionaba un gran placer; José Emilio Pacheco me resultaba demasiado austero para mi sensibilidad, aunque reconozco la pulcritud y la hondura de su obra; y Ortiz no me gustaba en absoluto, más aún, me repelía. Sin embargo, hoy no quiero criticar a ninguno de ellos. Unidos desgraciadamente por la muerte, todos adquieren un fulgor singular, y todos merecen nuestro respeto por haberse atrevido a combatir, cada cual a su modo, las miserias de la realidad y el absurdo de la vida con algo tan liviano, tan desvalido, como hacer arte con palabras. Ayer supe de la muerte del último de ellos, Félix Grande, cuando cruzaba el puente Alberto: leí la noticia en El País. En aquel momento de tránsito -el suyo y el mío-, el mundo parecía tristemente homogéneo: la tarde se difuminaba en el ocaso, y la grisura de la luz que huía se sumaba a la del agua del Támesis, tenuemente plateada, y a la de la bruma, espectral, deshilachada entre los plátanos y los sauces. Todo, aire, agua y cielo, parecía cristalizado en una cendal de estaño, envuelto en un sudario sombrío, desgarrado apenas por el frenesí lumínico de los puentes -el de Chelsea, en la distancia, y el del propio puente Alberto, tan cascabelero- y los puntos suspensivos de las farolas y los coches en ambas riberas del río. Pensé entonces en mis propios poetas muertos, aquellos que he conocido y tratado, y que ya no están. Son unos cuantos: Claudio Rodríguez, el más señero; Antonio Fernández Molina, un manchego postista transplantado a Zaragoza y luego a Mallorca, que se lamentaba amargamente, en sus últimos años de vida, de que el mundo no hubiera reconocido su genio; y Manuel Vázquez Montalbán, asimismo magnífico poeta, aunque desdibujado por su exitosa condición de periodista y narrador, pero cuyo afán último fue siempre lírico. Y también otros, menores, aunque engrandecidos por su indeclinable vocación poética: Marie-Alice Korinman, una suavísima francesa, de larga melena cana, afincada en Castelldefels, que escribía poesía y novela en castellano, cuyo último libro, Luz de invierno, prologué; Florentino Huerga, un comunista fenomenal, activísimo, lúgubremente bienhumorado, del que Vázquez Montalbán hablaba maravillas, y no sin razón, porque su poesía es más que meritoria; José Manuel de la Pezuela, artista plástico y poeta razonablemente oculto, con el que solo coincidí un par de veces en Barcelona, pero del que guardo un buen recuerdo, porque se rió cuando me oyó decir, ya no me acuerdo de en qué penosa circunstancia, que había que sodomizar a los ángeles; Luísa Villalta, poeta y violinista gallega, a la que conocí en un encuentro poético en Portugal, y con la que estuve escribiéndome algún tiempo: era una hermosa mujer, muerta a los 47 años, que en sus cartas me preguntaba por la identidad: "¿cómo llevas la identidad?", me decía, "¿ya has resuelto ese problema?"; y Daniel Riu Maraval, vecino mío de Sant Cugat, a quien le gustaba firmar así, con sus dos apellidos, y que permaneció fiel a la poesía -en su caso, de honda raíz humana- a lo largo de una vida terriblemente dedicada al Derecho y a la actividad inmobiliaria. Estos son mis muertos. También ellos eran mejores y peores, pero todos brillan en mi memoria con ferocidad de fuego. Habrá otros, hasta que yo mismo sea un muerto más. Ojalá alguien me acoja entonces en el recuerdo, por lo que he sido, pero, sobre todo, por lo que he escrito.

jueves, 30 de enero de 2014

En Lewes y Ditchling

Me reúno, otra vez, con Juan Luis Calbarro en Brighton, para visitar Lewes y Ditchling, dos puntos de interés en los alrededores de la ciudad. Hace un día de espanto, lluvioso y helador, pero ambos disponemos del kit de supervivencia en suelo inglés: impermeable, gorrito y paraguas. Lewes, a tiro de piedra de Brighton, es un lugar encantador, y con mucha historia. Lo gobierna la eminencia en la que se asienta el castillo construido por las huestes de Guillermo el Conquistador, después de que dejaran claro en la batalla de Hastings que pensaban quedarse en la isla durante bastante tiempo. La lluvia es muy molesta, y aunque la visión de las ruinas normandas, con su impresionante barbarcana, resulta muy atractiva, desistimos de escalar las muchas escaleras que conducen hasta las murallas. Echamos un vistazo al coqueto museo adyacente, en el que se acumulan los restos neolíticos, romanos y medievales, y a su librería, con un buen surtido de libros de segunda mano. Ahí no puedo resistir la tentación y compro dos volúmenes -sobre el Londres romano y sobre Edward Wilson, explorador antártico-, con unas ilustraciones magníficas, y en un estado de conservación excelente, por apenas siete libras. La asequibilidad de los libros ingleses, tanto nuevos como usados, sigue llamándome la atención. Pero esta no es la única librería que visitamos: en Lewes abundan. Antes de llegar al final de la calle, entramos en otras dos, aunque no pueden ser más diferentes. La primera ocupa un edificio del siglo XV, y también la señora que la regenta parece del siglo XV, más aún, parece no haberse duchado desde el siglo XV. Nos atiende con sequedad, y Juan me cuenta que, en ocasiones anteriores, le ha urgido, no a mirar, ni a tocar los libros, sino a comprarlos. A esa librería, pues, no se va a descubrir nada, sino a adquirir con lo que uno ya sabe que quiere hacerse. Nos lo recuerdan algunos versos escritos en letreros situados entre los libros. Uno, por ejemplo, dice algo así como: "Libros y monumentos/ son muy agradables de contemplar,/ pero, si no los compráis,/ esta librería tendrá que cerrar". Lo cual es indudablemente cierto, pero no suscita demasiada simpatía. Echamos un vistazo rápido a la sección de poesía, donde hay volúmenes interesantes, pero no espectaculares, y salimos con una cierta urgencia del lugar, que es estrecho y tortuoso, y donde los libros se amontonan con polvorienta promiscuidad: parece una librería española. Más abajo se encuentra la otra tienda, que es todo lo contrario: un espacio pulcro, científico, casi plastificado, cuyo dueño habla como la reina, y cuyos precios se revelan acordes con su distinción. En ninguno de los dos sitios, empero, hay nada de literatura hispana. Otra vez en la calle, constatamos que Lewes ha acogido a numerosos personajes históricos. Aquí vivió, por ejemplo, Thomas Paine, uno de los ideólogos de las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, la americana y la francesa: residió en Bull House y trabajó en la oficina de impuestos, lo que le sirvió para escribir virulentos panfletos contra la actuación de los recaudadores, que, a su vez, y bastante comprensiblemente, condujeron a su despido. (Luego, emigró a América, donde se hizo amigo del padre de Walt Whitman). En Lewes también se encuentra la casa de Ana de Cléveris, la cuarta esposa de Enrique VIII, que el rey le regaló como parte de su acuerdo de divorcio. Aunque Ana nunca vivió en ella, es un lugar interesante, que hoy, no obstante, no podemos visitar, porque está siendo remodelado. Otra mujer célebre que poseyó aquí una casa -Round House, un antiguo molino- fue Virginia Woolf. Y también estuvo aquí algunos años Gideon Mantell, el primer descubridor de los restos fosilizados de un dinosaurio, el iguanodón. La ciudad de Lewes es conocida, en fin, por haber sido el lugar donde se libró la batalla en la que una alianza de barones, entre los que estaba Simón de Monfort, el hijo del célebre exterminador de los albigenses, derrotó al rey Enrique III y a su hijo Eduardo, que tuvieron que ceder buena parte del poder real a los nobles opositores. Los conflictos entre realeza y aristocracia, así como entre protestantismo y catolicismo, salpican (de sangre) buena parte de la historia inglesa, al menos hasta el siglo XVIII. Una de las celebraciones más singulares -y, en mi opinión, más encantadoras- de Lewes recuerda el asesinato de diecisiete de sus ciudadadanos, mártires protestantes, en la hoguera, durante las persecuciones de la muy católica María I, cuyo pertinente apodo, Bloody Mary, "María la sangrienta", dio nombre, siglos después, a un sabroso cóctel. En esa fiesta, que se celebra a principios de noviembre, Lewes despliega sus particulares fallas, con la particularidad de que uno de los ninots que se queman todos los años representa, en efigie, al Papa Pablo V, jefe de la Iglesia de Roma en 1605, cuando una conspiración católica intentó hacerse con el poder en Inglaterra. El paseo por Lewes concluye con un vistazo a Harvey's, la hermosa fábrica local de cerveza, que humea junto al río Ouse (pronúnciese, sin intentar entender por qué, uuuus), y que nos envía, sutilmente disueltos en las hilachas de niebla que nos envuelven, los efluvios del milagro que allí está teniendo lugar: la transformación de la cebada en una bebida digna de los hombres. Dejamos Lewes y llegamos enseguida a Ditchling, un pueblo de apenas 2.000 habitantes, dotado, no obstante, de un magnífico museo de artes y oficios. En la existencia de este museo tiene mucho que ver el hecho de que en Ditchling viviera, entre 1913 y 1924, el escritor, escultor, grabador y tipógrafo Eric Gill, un artista sobresaliente y uno de los más destacados creadores de tipos de letras del siglo XX: suyas son, entre muchas otras, la Gill Sans y la Perpetua. Curiosamente, en Insumisión incluyo una cita de Gill: "La inteligibilidad, a efectos prácticos, viene determinada por aquello a lo que uno está acostumbrado", recogida, a su vez, en Es mi tipo, un delicioso libro sobre el arte de la tipografía, de Simon Garfield. Se ha descubierto recientemente, sin embargo, que Gill era un individuo torturado, o, más bien, torturador. En los años 80 se dieron a conocer sus diarios, en los que Gill detallaba su actividad sexual, que era muy intensa, pero que tendía a practicar indiscriminadamente: por ejemplo, con sus hijos, de los que abusó; o con su hermana, con la que mantuvo una relación incestuosa; o, si no había nadie más, con el perro, que, al parecer, era un partenaire erótico aguerrido y complaciente. Siendo un hombre muy católico, supongo que aquellas prácticas debieron de sumirlo en un indecible sufrimiento interior; o quizá no: algunos de los mayores asesinos de la historia han sido de misa diaria. Comemos, por fin, en un local del pueblo, famoso por sus gigantescos scones, unos panecillos originarios de Escocia, rellenos, a menudo, de pasas, arándanos, queso o dátiles. Los scones han perdido aquí todo su diminutivo, y aparecen como trilobites monstruosos que amenazaran con devorarnos a nosotros, y no al revés. Optamos por una sopa del día y una quiche en un saloncito, tan medieval como el de la antipática librera de Lewes, pero caldeado por una chimenea alimentada con leña de verdad, que nos cosquillea la nariz y nos ahúma agradablemente la ropa. Hablamos de Los papeles de Brighton, la colección de poesía y prosa que Juan, en un arranque de liberalidad casi suicida, ha puesto en marcha aprovechando su estancia en el Reino Unido, y en la que quizá acoja un libro mío de crítica literaria que no ha encontrado, hasta el momento, cobijo en las editoriales tradicionales. Los riesgos de un negocio así disminuyen gracias a un modelo de gestión nuevo, consistente en la edición digital a demanda, lo cual reduce los costes de impresión, y suprime los de almacenamiento y distribución. Tiene el inconveniente de que el libro no existe en librerías, y, por lo tanto, de que nadie lo comprará por encontrarlo en los estantes de novedades, sino por que sepa antes de su aparición, lo cual acerca mucho a Los papeles de Brighton, sorprendentemente, a la política comercial de la detestada librera de Lewes: no verás lo que quieras comprar; tendrás que saber qué es antes de ir a comprarlo. Y ahí entra en juego, con un protagonismo decisivo, la actividad de publicidad y promoción que pongan en marcha tanto la editorial como el autor. Sí: los libros de Los papeles de Brighton no se verán en librerías, pero tampoco se ven los publicados según el modelo tradicional; o, si lo hacen, es en unos pocos puntos de venta, y durante un tiempo brevísimo. Luego, con suerte, quedará un ejemplar en el fondo de la librería, si es que la librería tiene fondo, y, finalmente, desaparecerá, fulminado irremisiblemente por el horror de todo editor: la devolución. Entonces, si uno aún tiene interés por comprarlo, solo podrá encargarlo, esto es, lo mismo que hará, desde el principio, con los volúmenes editados en Los papeles de Brighton, con la desventaja de que tardará semanas o meses en recibirlo, si es que llegan a enviárselo, mientras que estos, remitidos por la misma plataforma digital en que se publican, estarán en su buzón en pocos días. De todo esto hablamos, mientras sorbemos una memorable sopa de queso brie y pimiento, bebemos cerveza, sentimos los lengüetazos del calor del fuego y nos atienden hasta el exceso dos señoras amabilísimas, que no parecen tener otra preocupación que asegurarse de que todo lo encontremos a nuestro gusto. Al pagar, una de ellas nos cuenta, con el asombrado asentimiento de la otra, que en el restaurante hay fantasmas. A veces, especifica, suena la campanilla de la puerta sin que entre nadie, o sienten que alguien les sopla en la oreja cuando están solas en la habitación, o ven pasar una sombra por el local, de nuevo vacío. Hasta los visitantes han llegado a decirles que han distinguido entre sus paredes una figura espectral, con chistera, como un cuáquero, de los que hay muchos en esta región. Al parecer, los espíritus habitan este lugar desde que un niño se mató al caer por unas escaleras, cuando era una panadería. Juan y yo escuchamos el relato sobrecogido de la señora sin mover un músculo -el que más nos cuesta mantener quieto es el músculo risorio-, deseosos de corresponder con nuestra atención a las muchas que han tenido antes con nosotros. Regresamos a Brighton por el Ditchling Beacon, una elevación escasa, pero eminente en estas tierras llanas, desde cuyas alturas hay una vista espléndida de la campiña de Sussex, trenzada con toda la gama de los verdes. La niebla la vela con una inquieta gasa blanquecina, pero no impide la contemplación.

miércoles, 29 de enero de 2014

Samuel Johnson, lexicógrafo y polemista

A quien primero oí hablar de Samuel Johnson fue, como en tantas otras ocasiones, a Jorge Luis Borges, aunque el argentino se refería a él, con reverente formalidad, como doctor Johnson. Ciertamente, este doctor no figuraba en los manuales entre los escritores ingleses más destacados -o, por lo menos, yo no lo recuerdo-, y por eso que Borges lo tuviera en tan alta estima me intrigaba y, con el tiempo, me indujo a descubrirlo. Lo hice en una edición de Cátedra de Vidas de los poetas ingleses, su último trabajo importante, publicado en 1781, que me fascinó por la riqueza y, a la vez, la precisión de su prosa, por la fluidez y el encanto del discurso, y por el espíritu moderno que lo animaba. La crítica literaria del siglo XVIII -Vidas de los poetas ingleses es un conjunto de ensayos críticos y biográficos sobre 52 autores en lengua inglesa- suele ser una masa de superficialidades, que alaba el decoro del autor o la gracia con la que pinta a los personajes, sin que en ningún momento penetre en la manufactura del texto, o analice su correspondencia con la sociedad en la que ha surgido, o desvele sus claves ideológicas y estéticas. Johnson, por el contrario, examina los mecanismos expresivos y la arquitectura de las obras, y descubre fatigas, prejuicios y errores: se sumerge en los textos y ayuda a entenderlos: a interpretarlos. Más tarde leí otra obra suya, Falkland-Malvinas. Panfleto contra la guerra, dada a conocer en 2012 por la benemérita editorial Fórcola, que me ratificó en esa modernidad del pensamiento de Johnson que ya había advertido en Vidas de los poetas ingleses: que un conservador como él suscribiera un discurso antibelicista como ese, en un conflicto, además, que afectaba a la soberanía de su país, se me antojó, no solo audaz, incluso temerario, sino radicalmente contemporáneo. Pero esa es una de las características, precisamente, de Johnson: su capacidad para defender racionalmente lo que cree justo, con independencia de que se adecue a sus gustos, debilidades o preferencias personales. Lo que no significa que no siga practicando estos con el denuedo de un caballero consciente de sus limitaciones y reacio a vencer a la tentación, sino más bien proclive a caer en ella. Hoy sigo leyendo La vida de Samuel Johnson, la monumental, por minuciosa, biografía de James Boswell, y en los anaqueles me espera Viaje a las islas occidentales de Escocia, el relato del recorrido que hizo en 1773, con su biógrafo, por las tierras altas escocesas y el archipiélago de las Hébridas, que promete delicias sin cuento, entre otras cosas, por su no excesivas simpatías por los habitantes de aquellas tierras: los relatos a contrapelo siempre resultan más divertidos que los obsequiosos. Sin embargo, el mayor legado del doctor Johnson a la literatura inglesa y a la historia de su lengua ha sido el Diccionario de la lengua inglesa, compuesto entre 1747 y 1755, y publicado en este último año, y que ha sido, hasta no hace mucho, el diccionario de referencia del idioma. Para su elaboración, Johnson se proveyó de un equipo de ayudantes, a los que él alojaba y pagaba. El trabajo, documentado en miles de fichas, fue monstruoso, pero la retribución que él obtuvo, muy escasa, porque los honorarios que le pagaban los libreros se iban, casi enteramente, en el mantenimiento del equipo de lexicógrafos. El Diccionario se compuso en la casa en la que entonces vivía Johnson, cerca de Fleet Street, nombrada por un río que antes cruzaba Londres y que ahora fluye subterráneamente, y en la que antiguamente se concentraban las redacciones de todos los periódicos de la ciudad, como acredita el seudónimo la calle de la tinta. Hoy, en Fleet Street, ya no quedan diarios, pero está Old Bailey, la sede de los tribunales británicos (lo que garantiza igualmente una notable provisión de tinta); una aromática tienda de Twinning's, cuyas dependientas huelen tan bien como los tés; la delegación de la Generalitat de Cataluña (que no se reconoce por ninguna placa a la entrada, sino por una señera que ondea, en la azotea, junto a las muchas Unions Jacks) y del Institut Ramon Llull (integrada, con austeridad luliana, por una oficina y una funcionaria) en Londres; y una estatua de Samuel Johnson, en el patio trasero de la iglesia de Saint Clement Danes, que es la iglesia patronal de los daneses de Londres y también de la Royal Air Force: por qué se han juntado daneses y aviadores en ese templo es un misterio que aún no he sabido desentrañar. En esa estatua de bronce, de Percy Fitzgerald, Johnson luce gordo, malhumorado y con una peluca tan henchida como su vientre; también es recio el libro que sostiene en la mano. Muy cerca, decía, está la casa en la que se compuso el Diccionario, construida en 1700, y una de las pocas viviendas del siglo XVIII que han sobrevivido a tres siglos de incendios, bombardeos y especulación inmobilidaria en Londres (y la única que se conserva de las 18 en las que Johnson vivió). Hoy se puede visitar. Está en Gough Street, tiene cuatro pisos y reúne una interesante colección de pinturas y mobiliario de la época. Lo más atractivo, sin duda, son las ediciones del Diccionario que contiene. Una copia en papel plastificado está a disposición de los visitantes, para que la consulten y manoseen, y allí se pueden leer algunas de las legendarias definiciones que Johnson dio de las cosas. Por ejemplo, de la avena. El Diccionario afirma lo siguiente: "Avena, sust.: Cereal que en Inglaterra sirve de alimento a los caballos, pero del que en Escocia se alimentan las personas". Cuando una dama escocesa, indignada, arguyó que en Escocia también se daba avena a los caballos, el doctor Johnson precisó: "Me alegro, señora, de que en Escocia se cuide tan bien a los caballos como a las personas".

martes, 28 de enero de 2014

Dos buenas noticias

Soy alérgico a las causas: las muchedumbres vociferantes, las manifestaciones unánimes, las luchas colectivas, me repelen. Un individualismo feroz, que crece conforme me voy haciendo mayor, me empuja a la introspección y el aislamiento. Descontando alguna asonada universitaria, a las que me sumaba más por espíritu festivo que por otra cosa, creo que solo he participado en cuatro o cinco manifestaciones en mi vida: recuerdo la del 11 de de septiembre de 1977, en reivindicación del estatuto de autonomía de Cataluña; la organizada contra el atentado de Hipercor, en 1986; la de la huelga general contra el gobierno de Felipe González, también a finales de los 80; y una de las muchas que se convocaron en 2011 o 2012 para protestar contra los enésimos recortes del gobierno de Artur Mas, y que a este le afectaron tanto como el vuelo de una mariposa. Las protestas callejeras ofrecen las mismas ventajas que un partido de fútbol: la individualidad se diluye, para sumirte reconfortantemente en la masa; todas las aristas del yo, sus incertidumbres y contradicciones, su indefensión y su infinitesimalidad, desaparecen en las tibias entrañas del nosotros. Es tranquilizador compartir con tanta gente un propósito, una aspiración: que las banderas sean las mismas, y también los afanes. Sin embargo, eso mismo es lo que me repugna: la identificación con gente con la que no quiero ser necesariamente identificado, solo porque coincidimos en una reivindicación. ¿Por qué debo emparejarme con alguien a quien me parezco tanto como un huevo a una castaña? ¿Por qué he de sumarme a un grupo en el que milita gente con la que no se me ocurriría nunca tomarme un café, es más, de cuya compañía huiría activamente en cualquier otra circunstancia de la vida? El aborregamiento de los gritos al unísono, de las consignas coreadas, de las bufandas y el lenguaje del mismo color, me espanta y me entristece. También hay, en este rechazo mío a las causas, he de admitirlo, una razón más vinculada a la psicología personal que a las consideraciones éticas o estéticas: me duele que el yo se desvanezca en esa acumulación brutal de yos; no tolero, esto es, mi narcisismo no tolera, que se me deje de percibir como un ser distinto, irreductible, singular. A las manifestaciones colectivas, sobre todo a las que han adquirido un carácter institucional, como la religión, la política o el deporte, se las ha llamado "máquinas de inmortalidad", porque nos vinculan a una razón supraindividual que nos proyecta hacia el pasado -su historia- y hacia el futuro -sus esperanzas y expectativas-. En mi caso, paradójicamente, esas manifestaciones colectivas no son la inmortalidad, sino la muerte: la muerte de Eduardo, la muerte de el ser separado y único que constituyo, la muerte de una voz que me esfuerzo en todo momento por que tenga inflexiones propias. Sin embargo, y a pesar de esta incapacidad mía para abrazar cuanto exceda de los límites estrictos de la persona, o, a lo sumo, de los límites de su círculo de confianza, comparto muchas de las reivindicaciones que se airean en la sociedad, sobre todo en estos tiempos de involución, y celebro sus éxitos. Nunca participaría en su reclamo, pero me alegro de que alcancen sus objetivos. Hace unos días, conocía por televisión el triunfo de los vecinos del barrio burgalés de Gamonal en su lucha contra un proyecto urbanístico que no resultaba acorde con la realidad social de la ciudad y que, además, apestaba a pelotazo inmobiliario. Que aquella protesta tuviera lugar, y que además culminara con éxito, en una ciudad tan católica y conservadora como Burgos -que no hay que olvidar que fue capital de la España del Alzamiento-, me llenó de júbilo. Y ver cómo el alcalde, otro lobezno de las huestes de Aznar, disimulaba su contrariedad con una retórica babeante, que apelaba a aquello en lo que no cree -la razón y el diálogo-, y un rictus de neoliberal angustiado, aún me complació más. Hoy, viniendo de una entrevista en la Organización Marítima Internacional, mientras cruzaba el parque de Battersea, cuyo aire helado crujía bajo la presión de un sol imperativo, y a mi lado pasaban los joggers, y los ciclistas, y una colección de perros que más bien parecían ser los modelos de una pasarela canina, he leído en el periódico que el presidente de la Comunidad de Madrid, ese subordinado de la lideresa más superferolítica del mundo desde Margaret Thatcher, al que nadie ha votado, y cuyos méritos para ocupar el puesto que ocupa se reducen a haber sido el más diestro lamedor de esfínteres de su ama, ha retirado el proyecto de privatización de la sanidad madrileña, y que ha dimitido el principal sustentador del desaguisado, un tal Javier Fernández-Lasquetty, consejero de Sanidad, que se conoce que no ha hecho otra cosa en su vida que vivir en el barrio de Salamanca y prestar sus inestimables servicios al Partido Popular. Noticias como esta me llenan de felicidad. Demuestran, sobre todo, que la rebelión de la gente sí sirve, y que los enormes sacrificios de los médicos y trabajadores sanitarios de la Comunidad de Madrid -que han perdido nóminas enteras, que han sufrido la difamación y el desprestigio vertidos por la propia administración sanitaria y los medios de comunicación afines al gobierno, y que se han visto envueltos en los inevitables expedientes sancionadores incoados por los patronos- no han sido en vano. Todos tenemos que estar contentos. Y en Cataluña y Valencia, donde llevan años privatizándonos, deberíamos aprender de los compañeros madrileños. A veces, las cosas no son irremediables: que sucedan o no depende de nuestra capacidad para oponernos, de lo que estemos dispuestos a empeñar en el envite. Yo, acaso lamentablemente, no empeñaría otra cosa que el voto y la opinión. Pero comparto esa lucha con el mismo ahínco con la que abrazo mi soledad.

lunes, 27 de enero de 2014

Una mala tarde, junto con algunas consideraciones sobre la crítica literaria

La tarde de ayer iba para fracaso; de hecho, fue, durante un buen rato, un fracaso. Quisimos ver The Wolf of Wall Street en un cine de King's Road, el que más cerca nos quedaba de casa, pero ya se habían agotado las entradas (parece mentira que siga pecando de ingenuo: en Londres hay que reservarlo todo). Al salir del cine, quise comprar El País en una papelería a la que suele llegar, pero también se había agotado. Buscamos entonces un lugar donde merendar: todo estaba cerrado. Hacía un frío helador, y era urgente que encontráramos algún refugio donde calentarnos y asimilar el reiterado disgusto. Nos metimos por fin en un Starbucks. Esta cadena me gusta poco: su envoltorio desenfadado y juvenil oculta una calidad escasa y, sobre todo, una agresividad comercial que aborrezco: por donde pasa un Starbucks no vuelve a crecer la hierba, es decir, desaparece todo el comercio local, los cafetines de barrio, los establecimientos singulares que no pueden competir con su grano barato, sus salarios bajos y su expansiva homogeneidad. No me gusta, pues, pero no había otra cosa. Nos sentamos en una mesa minúscula, que además bailaba, a sorber nuestros capuccinos, y yo aproveché para hojear The Independent, que allí está a disposición de los clientes. The Independent es uno de los pocos periódicos británicos que todavía conservan un suplemento literario digno de ese nombre. En la mayoría han declinado hasta, en algunos casos, desaparecer, como en España. (Recuerdo que, en uno de mis viajes a Venezuela, encontré en el retrete de un bar un montón de esos suplementos, del diario El Nacional, dispuestos como papel higiénico; dada la escasez en ese país de tan imprescindible artículo, es comprensible, aunque seguramente los dueños del local eran chavistas: habían elegido para aquel sombrío menester las páginas de una publicación opositora). Entre los artículos de ayer, una columna me llamó la atención: trataba de Jerome K. Jerome, un autor por el que siento un gran aprecio, y del que ya he hablado en alguna otra entrada de este blog. La idea del columnista, Christopher Fowler, era la siguiente: algunos autores obtienen tal éxito con alguna de sus obras, que ya quedan para siempre identificados con ella, y esa identificación proyecta una sombra insuperable sobre el resto de su producción, de forma que ningún otro libro, con méritos acaso semejantes, alcanza casi nunca la misma consideración pública. En el caso de Jerome, su obra capital había sido la deliciosa Tres hombres en una barca (por no mencionar al perro), publicado en 1889. Pero, después de él, vieron la luz otras once novelas, numerosos volúmenes de relatos y una autobiografía. Antes, Jerome había escrito también varias obras de teatro, una de las cuales fue llevada al cine. Entre esa obra posterior, señalaba Fowler, destacaba una secuela de Tres hombres en una barca, titulada Tres hombres sobre ruedas, aparecida en 1900, que narraba el viaje de los tres protagonistas, en bicicleta, por la Selva Negra alemana, y que, en opinión del articulista, resulta tan agradable como la primera entrega. El relato del caso de Jerome era interesante, pero más me interesó el tono del artículo: preciso y riguroso, pero fluido, amable, ligero, como la propia literatura que describía. La ligereza, contra lo que suele decirse, es una gran virtud: nos reconcilia con las asperezas del mundo, con la densidad a menudo insoportable de las cosas. La ligereza promueve el buen humor y el buen ánimo, dos espléndidas bondades. Y es muy difícil conseguirla: lo fácil es lo ceñudo, lo pétreo, lo que infunde en el lector la misma oscuridad que anega al escritor. Siempre he creído que la crítica literaria, incluso esa tan volandera que se ejerce en los periódicos, ha de estar inspirada por esa voluntad acariciadora y risueña, aunque sin privarla del peso de sus argumentos ni de la exactitud de su juicio. Recuerdo con enorme placer las reseñas que Jorge Luis Borges publicaba en la revista bonaerense El Hogar en los años treinta, y que fueron recogidas en los ochenta por Tusquets Editores. El Hogar era una revista femenina, en la que abundaban las recetas de cocina y los anuncios de lencería. Entre pasteles y sujetadores, pues, aparecían las brevísimas críticas de Borges, que eran una delicia de prosa y de valoración, aunque también reflejaran, como no podía ser de otro modo, los prejuicios del argentino, que eran muchos. Pero hasta esos prejuicios se exponían con una argumentación persuasiva y un ingenio verbal sobresaliente. El primer y principal requisito de la crítica literaria ha de ser que constituya una pieza literaria tan plausible como la obra criticada, o más aún; la crítica es tan literatura como la literatura, y debe poder leerse con la misma fluidez, y proporcionar el mismo placer, que un cuento, un poema o una novela. Fowler lo consiguió en su artículo sobre Jerome, que me redimió de una tarde de perros. Ahora solo me queda animarme y traducir Tres hombres sobre ruedas, del que, por lo que veo en la página web del ISBN, solo se ha hecho una versión, en una antigua colección juvenil de Bruguera, con el desafortunado título de Tres ingleses en Alemania.

domingo, 26 de enero de 2014

El Vesubio

El Vesubio es un volcán, pero también un restaurante italiano de Battersea. Conocemos todavía poco el barrio, y ayer decidimos explorarlo algo más, aprovechando que era el cumpleaños de Álvaro: la comida de celebración nos serviría para descubrir algún local nuevo y hablar con la gente. Los lugares son su gente. Por grandiosos que sean los edificios o los monumentos, solo son piedras. El calor de un sitio, o su frialdad, lo dan las personas. La razón por la que elegimos un restaurante desconocido como El Vesubio fue simplemente económica: forma parte de un conjunto de locales de restauración que ofrece descuentos importantes. En Londres, donde un plátano vale lo que una esmeralda, estas cosas son importantes, sobre todo cuando somos tres a comer. Vamos por Battersea Park Road, admirando el paisaje urbano. En un punto de la calle, nos cruzamos con una señora con un gorro naranja, unas zapatillas deportivas color verde pistacho y dos perros, asimismo anaranjados, que parecen leones. Un poco más allá, pasamos por delante de un conjunto restaurado de casas de los setenta, Dovehouse, con fachadas de piedra y puertas pintadas de azul. En lo alto de la fachada central hay un medallón blanco con el relieve de una paloma. Son casitas adosadas, muy pequeñas, pero, cuando una puerta se entreabre y lo que uno cree que va a salir es un hobbit muy abrigado, porque hoy hace un frío de mear a cubitos, aparece una octogenaria con un abrigo rojo, un paraguas como una pértiga y una expresión que podríamos traducir por: "¿Qué estás mirando? Yo aquí quepo muy bien". Dovehouse, y la iglesia que la flanquea, son islotes de piedra. A su alrededor se despliegan el plástico, el hierro y el cemento. Su rusticidad convive con el espíritu fabril de la zona, y esto se me antoja muy londinense: el amontonamiento de estilos arquitectónicos diferentes, o de la falta de estilos arquitectónicos. A una casa tudor o una construcción victoriana sigue un almacén de ladrillo ennegrecido, y a este, un bloque de viviendas de protección oficial, y más allá, una escuela moderna, y más acá, un centro comercial. El conjunto, inarmónico, sugiere una extraña armonía. El Vesubio se encuentra en un tramo anodino de Battersea Park Road, rodeado por tiendas y otros bares. Es un cubículo breve, como tantos otros en una ciudad en la que el metro cuadrado se cotiza a precio de oro. Nos sorprenden los modales deliciosamente anticuados de los dueños, un matrimonio de mediana edad: nos abren la puerta, nos reciben ambos en persona, nos indican la mesa en la que podemos sentarnos, se encargan de los abrigos. Claro que no hay más clientes que nosotros. Si los hubiera, la atención tendría que repartirse. Pero nos gusta esta obsequiosidad ceremoniosa que ya casi nadie observa en ningún sitio. El hombre, calvo, habla un inglés dificultoso; de hecho, le cuesta encontrar la palabra para "carne". La mujer no se expresa con mayor fluidez, aunque pasaría por inglesa: es de un rubio intenso, y muy clara de piel. No tienen carta: cantan los platos a viva voz, y remiten a una pizarrita colgada en la pared para que sepamos de qué vinos disponen: todo es enternecedoramente pedestre. Pedimos una bruschetta de entrante, tres ragús, una ensalada y una pizza diavola, y parten enseguida a preparárnoslo todo sin haberse acordado de preguntarnos qué queremos beber. Reclamamos cerveza y vino. Luego vemos cómo el señor apresta, delante de nosotros, la bruschetta y la pizza, y renuevo mi fe en la simplicidad. Todo es, además de pedestre, exquisitamente elemental: el tomate y la albahaca en el pan, y el tomate, el queso y el chorizo en la masa. El cocinero se mueve con una insólita dignidad, con una sabiduría antigua, sin prisa, colocando con esmero cada ingrediente en su lugar. Paradójicamente, su lentitud hace que el plato esté cocinado enseguida. Apenas hemos dado cuenta del ragú -abundante, con una pasta fresca que resucita a un muerto-, cuando la pizza ya humea ante nosotros. Aunque nos queda poca hambre, nos la zampamos como si viniéramos de una hambruna. Al hacerlo, recuerdo la mejor pizza que he comido en mi vida: una margarita en Nápoles. Me habían invitado a leer poemas en el Instituto Cervantes de la ciudad, y el director del centro, el amabilísimo José Vicente Quirante, había dispuesto una cena de honor en un restaurante adyacente. El honor, desde luego, era de la pizza, un prodigio de sencillez y de sabor. También los dueños de El Vesubio son napolitanos, y se nota: en el nombre del restaurante y en la calidad de la cocina. La señora, por fin, nos regala unos dulces de la casa y nos sirve el café, al que yo añado licor de huevo. Hemos comido como pelícanos, pero el ágape nos sale por 43 libras: un regalo. Por si fuera poco, no nos han contado la bruschetta; cuando se lo hago notar al dueño, también nos la regala. La dicharachería que suscita una buena comida me lleva a preguntarle a la pareja si hace mucho tiempo que viven en Londres. Sé que no, por su acento, pero me apetece conversar. Nos cuentan que se establecieron hace solo seis meses. No es difícil tampoco imaginar por qué. Observo en ambos un cierto recato, como si ocultaran algún sufrimiento, alguna ilusión frustrada, y como si hicieran un esfuerzo consciente por disimular el que les procura también esta nueva situación, este nuevo -y difícil, con cincuenta años- inicio. Cuando me intereso por la marcha del negocio, el señor me responde: slow. Va despacio. Y añade: hay mucha competencia. Lo cierto es que hemos estados solos toda la comida, excepto por una chica que ha entrado a tomarse un café. Nos estrechamos las manos, en las que aún noto la humedad de la harina, y les prometemos volver. Lo haremos, sin duda. Al regresar a casa cae una chaparrón bestial, como si todas las furias del cielo se hubieran desatado. El viento convierte las gotas en balas. El frío se radicaliza. La tormenta dura poco, pero lo suficiente como para arrancar ramas y sembrarlo todo de charcos. Es un volcán, pero de agua.

sábado, 25 de enero de 2014

El placer de fracasar

A mí siempre me ha inspirado mucho el consejo de Samuel Beckett: "Inténtalo otra vez. Fracasa más. Fracasa mejor". No cuando era joven, desde luego. Cuando era joven, todo eran éxitos: sacaba buenas notas; aprobé el examen de conducir a la primera; aprobé las oposiciones a la primera; en la mili me hicieron furriel. Claro que también sufría contratiempos: todos mis amigos ligaban, por ejemplo, y yo no. Pero aquello -me decía- era un problema de maduración: todos tenemos nuestros propios ritmos existenciales, y los míos, de carácter sentimental -y, ay, sexual-, aún estaban por llegar. No era, pues, un fracaso. Los fracasos, paradójicamente, han llegado con la madurez, y, en estos últimos años, se han acumulado con estruendo. Todos tendemos a proclamar nuestros éxitos y a silenciar nuestros fracasos -yo, sin ir más lejos, lo hago en este blog, aunque intento que sea con discreción-, pero sería mucho más interesante lo contrario: airear las pifias y frustraciones, narrarlas, publicitarlas. "Iría al cielo por el clima y al infierno por la compañía", dijo Mark Twain. Pues bien, los fracasos son nuestro infierno y nuestra compañía. Su acumulación, sin embargo, produce un singular efecto balsámico, o tonificante. Cuando se suceden sin interrupción, uno acaba cogiéndoles cariño: su frecuencia hace que se perciban de otra manera. Hay quien no soporta la pulverización del amor propio que suponen, y se deprime. Otros, entre los que creo contarme, superan esa fase deletérea y se dicen: el mundo entero se alía contra mí, pero yo soy mejor que el mundo: lo demostraré sobreponiéndome a esta negación. La consecuencia de semejante autoterapia es que, cuanto más se fracasa, más se cree uno triunfador: su triunfo es sobrevivir sin desmoronarse, imbuirse del orgullo resistente de quien sabe que hace algunas cosas bien, aunque el mundo se empeñe en restringirle dolorosamente las posibilidades de demostrarlo. Quizá este no sea ese fracaso de calidad por el que abogaba Beckett -y que supone, me imagino, asumir cabalmente la condición de fracasado-, pero es el que he abrazado yo. Y me gusta. Además, me proporciona una perspectiva diferente desde la que observar la naturaleza humana. Pondré algunos ejemplos, aunque serán fracasos pequeños. A pesar de mis muchos progresos, todavía no estoy preparado para exhibir los grandes, aunque todo se andará. Desde que estoy en Inglaterra, me he puesto en contacto con mucha gente, vinculada al mundo de la lengua y la literatura españolas, con el propósito de encontrar trabajo en este ámbito o, por lo menos, de establecer algún tipo de colaboración profesional con las instituciones educativas británicas. No creo ser inmodesto si digo que mi currículum me avala. Pues bien, he fracasado siempre. Resulta hasta bonito decirlo: he fracasado siempre. Muchas de esas personas sencillamente no contestan. Otros se limitan a dar algunos consejos o hacer algunas indicaciones generales, sin facilitar información útil ni adquirir compromiso alguno. Pero, en algún caso, la respuesta ha sido memorable. Las universidades han sido aquí protagonistas. Hace meses, opté a una plaza de lector de español en la de Oxford. Las bases de la convocatoria especificaban que había que tener experiencia docente, pero que podrían valorarse "otros conocimientos transferibles" o "experiencia adquirida en trabajos no remunerados o fuera del contexto educativo". Así pues, como yo creía encontrarme precisamente en este caso, me dirigí a la persona de contacto del Departamento convocante -un español al que llamaremos José Carlos- para preguntarle si consideraban que mi experiencia en la comunicación pública, en la docencia jurídica y en el conocimiento de la literatura era transferible a la plaza ofrecida y, en consecuencia, si valía la pena, o no, que concurriese a ella. El amigo José Carlos me contestó que "en principio está usted en lo cierto cuando piensa que no cumple con ese requisito. Siempre puede argüir en su solicitud que considera que otras habilidades transferibles pueden suplir esa carencia". Es decir, me respondió exactamente lo mismo que yo le había preguntado. Ah, ser licenciado en Oxford para esto. Pero serlo en Cambridge tampoco garantiza una inteligencia señera. Una buena amiga que trabaja allí propuso a los doctorandos que coordinan un ciclo de conferencias y lecturas en la universidad que me invitaran para presentar mi poesía y también la obra de Walt Whitman, que llevo traduciendo casi dos años. Los estudiantes se pusieron enseguida en contacto conmigo para preguntarme, muy interesados, cuándo podía impartir esas charlas. Yo les respondí, a vuelta de correo, que cuando ellos quisieran, dado que mi agenda estaba libre (desierta, de hecho). Y ellos me contestaron, poco después, que, lamentándolo mucho, no sería posible hacerlo, porque todo su programa para este curso estaba completo. La pregunta que me asaltó inmediatamente fue: si todo estaba completo, ¿por qué me han preguntado cuándo podría ir? Quizá mi error fue no hacerme el interesante y decirles que tenía infinidad de compromisos en casi todas las universidades británicas, pero, a estas alturas de mi vida, mentir me resulta cansado. Lo que me resulta divertido es seguir fracasando. Pienso seguir haciéndolo con aplicación. Y hasta puede que escriba un libro que se titule Relación de mis fracasos, hundimientos y otros descalabros. Tendría gracia que fuera un éxito.

viernes, 24 de enero de 2014

Una cena con escritores

Vamos a cenar a casa de Fiona y Peter, en Hammersmith. Siempre que hemos venido aquí ha sido de noche, así que no hemos podido apreciar el barrio. Parece, no obstante, una zona de clase media. Pasamos por delante de un inmenso caserón blanco, que hoy, sin luna, es solo gris, y damos con la casa de nuestros anfitriones, después de algunas dudas en los giros: como en el Ensanche barcelonés, aquí todas las calles se parecen. El piso de Fiona es diminuto y no tiene portero automático. Londres es pródigo en estas construcciones modestas, incrustadas en calles prestantes: las council houses, que son, en rigor, casas para pobres, salpican todos los barrios, y los inmuebles, estrechos y viejos, de los años 50 o 60, perduran, aprisionados en cualquier rincón. Fiona nos baja a abrir y nos conduce al salón. No hay mucho más a donde ir, en realidad: si no es el salón, solo puede ser un baño o un dormitorio con una sola cama, cuya cabecera y pies son las paredes de la habitación. La realidad es incontestable: los precios de la vivienda en Londres son tan altos, que una profesora universitaria como Fiona, con un sueldo razonable, solo puede permitirse unos pocos metros cuadrados en una finca antigua en un barrio alejado del centro. En la mesa nos aguardan Peter, novelista australiano, y Elaine Feinstein, poeta y escritora, amiga de Fiona. También, una gran provisión de tallos de apio, que mojamos en el humus y en una salsa picante que no soy capaz de identificar, mientras se acaba de cocinar el pollo que bulle en el fuego. Fiona y Peter se interesan por las tensiones separatistas en España; yo, por las tensiones separatistas en el Reino Unido. Percibo una diferencia abismal entre su aproximación al problema y la que observo entre la mayoría de españoles: ellos aborrecen el nacionalismo, pero no se sienten tan afectados como nosotros, por su condición de británicos: la britanicidad del estado es lo que ponen en jaque los independentistas escoceses, no la identidad colectiva, ni su sentimiento de nación. En cualquier caso, piensen como piensen, o sientan como sientan, su exposición del conflicto es tan sosegada como el apio que nos estamos comiendo: no hay un solo chispazo de disgusto, ni una brizna de tensión. Hablamos luego, claro, de nuestras respectivas actividades literarias. Me entero entonces de que Fiona escribe de pie, y me pregunto si su poesía sería diferente si lo hiciera sentada. Le digo a Peter que el mayor mérito de un novelista me parece su capacidad para hacer avanzar un proyecto normalmente tan dilatado como una novela: esa tenacidad en el esfuerzo, esa continuidad, día tras día, de una escritura que no ve su final, ese empujar página tras página, se me antoja admirable. Peter me responde que lo peor del trabajo de novelista no es tener que escribir cada día, durante muchos días, sino no estar nunca seguro de que lo que llevas escrito no sea una mierda. Puedes haber juntado ya 20.000 palabras, tras meses de ímprobo esfuerzo, y descubrir -o que te descubran- que no valen un pimiento. Sí, tiene que ser terrible. Todos estamos de acuerdo, no obstante, en que no hay nada más eficaz para descubrir los errores de lo escrito que dejarlo dormir y recuperarlo al cabo de un tiempo, cuanto más, mejor: entonces saltan a la vista. Álvarez Ortega, les cuento, lo ha hecho así toda la vida, pero el periodo de reposo de sus manuscritos no era de semanas ni de meses, sino de años. Por eso la mayoría de sus poemarios tienen una extraña atemporalidad, o una condición, más extraña todavía, contraria al tiempo. Elaine es una persona interesante: judía, viajera, escritora polifacética y madre de escritores, como el hispanista Adam Feinstein, habla con precisión cantabrigense y flema antológica. Versada especialmente en literatura rusa -de Rusia proviene su familia, que sufrió la diáspora-, es amiga de Yevgueni Yevtushenko, ha traducido a Marina Tsvetáieva, y escrito biografías de Pushkin, Ajmátova y la propia Tsvetáieva, así como de otros poetas destacados, como Ted Hughes. En un momento dado de la conversación, Elaine se disculpa por ser tan vieja y recordar con demasiada insistencia los setenta. En otro, abomina de la vida en California, donde residió a mediados de los noventa: la gente que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar y se acuesta a las siete de la tarde no puede ser buena. Tiene razón, le digo: el mundo sería más divertido si todos nos levantáramos a las siete de la tarde y nos acostáramos a las seis de la mañana. En un aparte, me cuenta que uno de sus hijos ha estado casado con una española, pero que la vida familiar en España le resultaba difícil, porque tenía un cuñado fascista. Oh, hay muchos, le respondo yo, y casi todos votan al Partido Popular. A mi vez, le pregunto por el auge del fascismo en Gran Bretaña, al calor -o la gelidez- de la crisis, aunque se disfrace de parlamentarismo y civilización. El fascismo se ha dorado en nuestros tiempos, se ha edulcorado, pero sigue siendo en todas partes un bicho peludo, una oscura ninfa del cólera, bajo su disfraz ocasionalmente democrático. Elaine atiende a todo con expresión inmóvil, puntea las opiniones de los demás con observaciones tan típicamente británicas como most extraordinary! (pronúnciese "meust ecstróóóórdinari") o did you really? ("did yu rííííííli"), al saber, por ejemplo, que Fiona había incurrido en la abominación de votar a un partido nacionalista cuando vivió en Gales, y expresa su deseo de mojar otro tallo de apio en el humus, ante cuya imposibilidad -porque el apio ya se ha acabado- expresa una desolación insondable, pero con tanto gesto de malestar como el que adoptaría ante un vaso de agua. Nos despedimos hacia las once y media, en una calle solitaria, en una noche sin luna.

jueves, 23 de enero de 2014

Alba Londres

Así se titula la que creo es la única revista literaria en castellano publicada en Londres. En realidad, es algo parecido a una franquicia -una franquicia sin beneficios, se entiende-, porque también hay un Alba París, hecha con iguales herramientas y con la misma ilusión. Alba Londres, como indica su subtítulo, Culture in translation, pretende difundir la literatura en español en las Islas Británicas por medio de su traducción al inglés. A ello se aplica un grupo entusiasta de profesores residentes en la capital, con las ayudas singulares que les ofrecen algunas instituciones, como la Universidad de Oxford, u otras especialmente interesadas en promover algún aspecto de la literatura en español. El último número publicado, el cinco, es un monográfico sobre la poesía contemporánea argentina. Asisto a su presentación en la Universidad d Birkbeck, cerca de la estación de Euston, en una zona de intensa concentración universitaria. De camino a mi destino, ya de noche, veo a un hombre de unos doscientos kilos de peso, que acaba de bajar de un autobús, pegar una bronca tremenda a un grupo de tres mujeres por cerrarle el paso en la calle. Es obvio que el abroncador necesita mucho espacio para pasar, pero también que las abroncadas no lo han hecho adrede. Espantadas, y repitiendo I am sorry como un mantra exculpatorio, las mujeres se separan lo suficiente como para que el gordo pueda circular y ceje en su increpación. Algunos metros más allá, en unos arriates, veo a otro caballero -sombrero calado, pipa en la boca, perro a los pies- echando migas a los cuervos. Los pájaros picotean el pan con decisión, pero sin entusiasmo: parecen escasamente satisfechos con una pitanza tan modesta; donde esté una buena carroña, o una nutrida nube de insectos, parecen pensar, que se quiten estas menudencias. Se mueven despacio y, de vez en cuando, despliegan unas alas casi tan anchas como las del sombrero de su alimentador, que desmenuzan la luz de las farolas, como espejos de obsidiana, en haces de destellos plateados. Pese a todo, me cuesta considerarlo una escena idílica. La presentación de la revista de hace en un aula de la universidad. Mi amiga Jèssica Pujol y un joven profesor argentino de la Universidad de Oxford leen los poemas originales en castellano y su traducción al inglés. Los autores seleccionados son Florencia Abadi, Alejandro Crotto, Martín Rodríguez, Victoria Schcolnik, Dante Sepúlveda, Marina Yuszczuk, Romina E. Freschi y Paula Jiménez. Me llaman la atención las ilustraciones del número, ingeniosas y provocativas, entre las que se cuentan algunos ejemplos de poesía visual a cargo de Sarah Kelly, uno de los miembros del equipo de redacción, y que había traducido algunos poemas míos, con ocasión del translation slam organizado en noviembre por Spain, ¡now! Sara me cuenta, en el entreacto de la presentación, que trabaja la poesía y el papel, pero no porque utilice este para escribirla, sino porque la esculpe con él: su obra está a medio camino entre la papiroflexia y el papier mâché. También me dice que ha recibido una beca para una estancia de tres semanas en la Fundación Banff, en Canadá, donde disfrutará de un inmejorable ambiente creativo: con 35 grados bajo cero fuera, pocas cosas más se pueden hacer que quedarse en la habitación, escribiendo. Charlo un rato también con Noèlia Díaz Vicedo, una profesora valenciana de la Universidad Queen Mary, redactora asimismo de la revista, y con William Rowe, un destacado hispanista recientemente jubilado, que me mira con interés desde la redondez de sus gafas, colgadas en una nariz perteneciente a una cabeza de pelo blanco, en la cumbre de un cuerpo anglosajón, alto y delgado. Cuando me puse en contacto con él, William me dijo que ya conocía mi trabajo: tenía la traducción de la poesía completa de Rimbaud que habíamos publicado en DVD, hecha al alimón entre Miguel Casado y yo. Mientras todos charlamos en varios corrillos, entra una dama que pide que bajemos el tono de voz. "Pasáoslo bien", nos amonesta, "pero no hagáis tanto ruido". Juro que, comparado con el pandemonio que se organiza en actos similares en España, el alboroto del aula apenas se diferenciaba del silencio. Sin embargo, resultaba excesivo para los vecinos. La presentación concluye con la proyección de varios vídeos en los que algunos de los poetas antologados -como Paula Jiménez, que se presenta como "astro-psicóloga"- leen sus poemas. Tomo una copa de vino más, pico algunas patatas y me marcho.

miércoles, 22 de enero de 2014

Algunas noticias literarias

Hace dos días, Juan Vico me comunicó que mi poemario Insumisión había ganado el premio de la revista Quimera al mejor libro de poesía en español de 2013. Fue una alegría, aunque resulte una obviedad decirlo. Y lo fue, sobre todo, por dos motivos: primero, porque no está acostumbrado uno a esto de los premios; y segundo, por el prestigio de quien me lo concede: la revista Quimera, que ha tenido un papel protagonista en el análisis y la difusión de la mejor literatura escrita en español en los últimos 35 años, y con la que han estado vinculados autores de la talla de Octavio Paz o Juan Goytisolo, entre muchos otros. No me parece irrelevante tampoco que entre los finalistas hubiera algunos libros sobresalientes, cuyos autores, además, son excelentes amigos, como Álvaro Valverde -que fue el primero en felicitarme- y Basilio Sánchez, y que los demás seleccionados ofrecieran igualmente poemarios sugerentes, renovadores. Esto de los premios, como me dijo alguien alguna vez, es como las medallas: uno no trabaja para obtenerlas, pero, si se las dan, las coge. Como es natural, uno habría cogido también, con sumo placer, la dotación económica del premio, si la hubiere. Pero, por desgracia, no es el caso. El galardón de Quimera es simbólico, una especie de premio nacional de la crítica, pero privado, ceñido al ámbito crítico de la publicación. Ya es bastante: servirá para darle lustre al libro y, quizá, para prolongar su presencia en los estantes de novedades de las librerías; si así consigue algún lector más, su objetivo estará más que cumplido. Pese a todo, me sigue desconcertando el factor de azar que preside la concesión de los premios literarios. No me tengo por engreído -no más, al menos, que la mayoría de los escritores- si digo que, entre La luz oída, ganador del premio Adonáis en 1995, e Insumisión, de 2013, he publicado algún libro cuyos méritos no me parecen inferiores a los de este. No muchos: solo alguno. Sin embargo, ninguno ha merecido jamás el menor reconocimiento. Por qué un libro impacta en la percepción crítica y otro no, es un misterio que todavía no he sido capaz de desentrañar. Sé que casi todo es acumulativo (aunque César González Ruano dijera que en España los escritores estamos siempre empezando), y que, por lo tanto, que un autor adquiera un perfil reconocible por el público, aun en el ámbito minoritario, más aún, microscópico, de la poesía, depende de una sucesión de estímulos, de una suerte de sirimiri de actuaciones y ecos, que empapen el suelo habitualmente impermeable de la recepción crítica y lectora. Dicho de otro modo: que te distingan exige una paciencia y una perseverancia colosales, un trabajo tenaz y una multiplicación de propuestas. Camilo José Cela decía que el que resistía, triunfaba; y ese es también el mensaje homérico, como hace unos días nos recordaba Rafael Álvarez, el Brujo: Ulises ha de resistir todas las tribulaciones del viaje para hacerse con la recompensa que le aguarda en el hogar. La resistencia es, pues, el secreto, pero una resistencia activa, hecha de propuestas, de investigaciones, de ofrecimientos: de libros. El premio de la revista Quimera a Insumisión es un oasis en el camino áspero y desquiciantemente solitario de la creación, por el que transitamos, no obstante, tantos caravaneros de la literatura. Y yo estoy encantado de refrescarme en él.

Otra noticia, de mucha menor incidencia personal, pero de la que no quería dejar de dar cuenta aquí, es la aparición de Un viejo estanque. Antología de haiku contemporáneo en español, a cargo de Susana Benet y Frutos Soriano, y publicada por Comares. Hace muchos meses, los antólogos se pusieron en contacto conmigo para pedirme algunos haikus, que se incorporarían a su selección. Se los envié con placer, al igual que hicieron otros 135 haikuistas españoles actuales. Mi experiencia con este poema japonés pasaba por la traducción de Poemas japoneses a la muerte, de Yoel Hoffmann, uno de los libros de más éxito del catálogo de DVD ediciones -alcanzó los cinco mil ejemplares vendidos-, y por mi propio Los haikús del tren, publicado por Ana Santos y Pedro Miguel, los beneméritos editores de la almeriense El Gaviero. El haiku es una composición dificilísima, y eso, entre otras razones, porque es muy fácil: su facilidad lo vulgariza. Todo el mundo, en un momento u otro, se ha considerado capaz de escribir uno, y lo ha hecho: yo también. No estoy seguro de que esa celeridad, esa generalización, haya dado frutos perdurables. Aunque, claro, la perdurabilidad no es uno de los propósitos del haiku. Todo lo contrario: el poema solo pretende captar lo fugaz de este instante, la transparencia de este instante, la ligereza inaprehensible de lo que está sucediendo y ya no va a volver a suceder. En todo caso, no he podido comprobar todavía la calidad de los contenidos en Un viejo estanque, porque la editorial no solo no paga derechos de autor a los antologados, sino que ni siquiera les regala el libro: si uno quiere disponer de él, ha de comprarlo, a 19 euros el ejemplar. Esta forma sutil de autoedición -de edición parcialmente sufragada por sus autores- es otra de las consecuencias perversas de la crisis: ya ni siquiera se retribuye con un libro a quienes han hecho posible el libro. Y lo peor es que nos acostumbramos: lo aceptamos como algo inevitable. 

La última noticia que quería dar hoy aquí, y la más breve, es que La pasión de escribil ya existe: en el buzón me esperaban los dos ejemplares que Javier Sánchez Menéndez ha tenido la gentileza de adelantarme por correo, a la espera de que me lleguen los ejemplares de cortesía. Es un libro pequeño, discreto, elegante, como todas las publicaciones de La Isla de Siltolá. El tacto es fino; su contenido, no lo sé. Hace mucho que publiqué mi primer libro, pero sigo sintiendo el mismo mariposeo estomacal, la misma alegría, con cada nuevo volumen. Y este es el primero de prosa, lo que aumenta la desazón. Lo mismo dicen que les pasa a los actores, por muchos años que lleven actuando: antes de salir a escena, sienten nerviosismo, incluso miedo. Quizá cuando ya no sienta nada, será hora de dejar de escribir. Hoy por hoy, y aunque no he dormido con La pasión de escribil en la mesita de noche, como hizo Cernuda cuando vio la luz su primer poemario, Perfil del aire, me siento todavía ilusionado. Sé que esa ilusión no será correspondida por la realidad, poco hospitalaria con nuestras esperanzas, pero esa certeza no la desvirtúa. Me alegra La pasión de escribl. Todavía siento pasión por escribir.

martes, 21 de enero de 2014

La insomne, de Jesús Aguado

Pasado mañana, 23 de enero, a las siete de la tarde, Jesús Aguado presenta su antología La insomne, publicada por el Fondo de Cultura Económica, en La Central del Raval. La insomne recoge un amplia muestra de la poesía que ha publicado desde 1984 hasta 2012, precedida por un estupendo prólogo -más aún, un riguroso estudio introductorio- de José Ángel Cilleruelo. A Jesús lo conocí en Lucena -donde nació, por cierto, Rafael Álvarez, el Brujo, a quien dediqué mi entrada de ayer-, con ocasión de un encuentro sobre literatura oriental, en el que yo participaba por mi fugaz condición de traductor de haikus, y por la más fugaz aún, casi imperceptible, de haikuista, y él, por la solidísima razón de haber vivido muchos años en la India y conocer a la perfección sus tradiciones literarias y, en general, la literatura de Asia. Ya entonces me pareció un hombre discreto, pero de un ingenio efervescente; también era humilde, y la humildad -tan infrecuente, por otra parte, entre los escribidores españoles- suele ser síntoma de grandeza. Jesús vivía ya en Barcelona, donde se había establecido por razones familiares, aunque yo apenas había coincidido con él en la ciudad. Poco a poco fui haciéndolo, de la mano de algunos amigos comunes -como José Ángel Cilleruelo, siempre mediador, siempre bueno-, pero también de esas inercias que nos hacen confluir a los letraheridos en algunos foros, en algunos lugares, como a murciélagos en las mismas cavernas. Empezamos a encontrarnos en lecturas y charlas, y también a tropezar el uno con el otro en las librerías literarias de Barcelona, circunstancia que aprovechábamos para recomendarnos o desaconsejarnos libros y para practicar un cotilleo feliz, que no excluía algunos divertidos despellejamientos. De una forma sosegada y natural, que es como surgen estas cosas, la conversación circunstancial fue dando paso a un intercambio más interior, que ha conducido a una excelente amistad. Ahora incluso compartimos calçotades, en las que él me acusa, inevitablemente, de hurtarle los mejores cebollinos, pese a la velocidad con que acomete los que llegan a la mesa. Yo conocía la obra de Jesús Aguado desde antes de que nos viéramos por primera vez en Lucena: había leído con placer algunas muestras antológicas suyas, como El placer de las metamorfosis, publicada por Miguel Gómez Ediciones (de Málaga, otra ciudad donde Jesús ha vivido y casi nacido), y La gorda y otros poemas, aparecidas en "Las cuatro estaciones", que dirigía el también poeta Manuel Lara Cantizani, y también, con gran placer, sus poemas de Vikram Babu, publicados por Hiperión, uno de los libros más singulares de la primera década de este siglo. Por si fuera poco, Jesús y yo habíamos coincidido en la colección de poesía "El Lotófago", de la galería de arte Luis Burgos-Arte del Siglo XX, dirigida por Luis Burgos y Marta Agudo: en ella había publicado él Algunos haikus (o no) desde la nada, un magnífico ramillete de japoneserías. Aquel conjunto de lecturas, y otras, más dispersas, en antologías y revistas, me habían persuadido de la personalidad proteica, pero siempre vigorosa, de Jesús Aguado, y de su verbo crujiente, preciso, despejado, que funde con inteligencia la figuración y la des-figuración, la razón y la sin-razón, lo euclidiano y lo brahmánico. En la editorial DVD aprovechamos su saber y su cercanía para publicar dos volúmenes suyos: La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés: 1987-2004, un magnífico diario -y también un ensayo multiforme- sobre su experiencia en la India, como hay pocos en la tradición literaria en español, porque pocos son los escritores que han tenido la ocasión de vivir en aquel país y, sobre todo, la inteligencia de plasmarlo certeramente en un libro; y su traducción de De camino a Oku y otros cuadernos de viaje, de Basho, que nunca se había vertido íntegramente al castellano hasta entonces. Sin embargo, el rasgo más significativo de Jesús Aguado no es su pluridimensionalidad estilística, ni sus vicisitudes biográficas, ni sus intereses múltiples, con ser todos ellos muy importantes para comprender su personalidad literaria; su rasgo principal es su voluntad de totalidad: su afán, permanente, insoslayable, por construir una obra que lo abarque todo, una literatura absoluta en la que su propio yo, esencial para edificarla, pueda, paradójicamente, diluirse, desaparecer. No por casualidad su poesía completa, publicada en 2011 por Vaso Roto, se titulaba El fugitivo, y ese fugitivo, como quise argumentar en la reseña sobre el libro que publiqué en Letras Libres (http://www.letraslibres.com/revista/libros/quien-es-el-fugitivo), no es otro que él mismo, "el triste,/ el imposible,/ el traicionado por el tiempo, el tachado, el inútil", como enumera en "Variaciones sobre la tristeza", de Libro de homenajes. La huida de Jesús Aguado deja un rastro descomunal: el de lo dicho, que se articula como un inmenso edificio de lenguaje, alzado mediante capas superpuestas: una casa gigantesca que alberga algunos de los mejores poemas escritos en España en estos últimos veinte años, pero que supone, sobre todo, un propósito creador único, una Obra como la quería Juan Ramón Jiménez, una sustitución del ser por el decir, para que todos seamos más. Y esto dice Jesús de crear: "Ni siquiera lo intentes/ si no sabes huir de lo creado".

lunes, 20 de enero de 2014

La odisea y el embrujo de El Brujo

A Rafael Álvarez, el Brujo, lo he visto actuar en el teatro tres veces. La primera fue a mediados de los ochenta, en la versión de El lazarillo de Tormes de Fernando Fernán Gómez, en el Villarroel de Barcelona. De aquella interpretación, que recuerdo prodigiosa, se me han quedado en la memoria varias cosas: el gesto torcido, ácido, socarrón, lastimoso, del artista; su aire clásico, de intérprete forjado en los papeles del Barroco (aunque él ayer recordara sus inicios vanguardistas, cuando representaba La escuela de los bufones, de Michel de Ghelderode, o El juego de los insectos, de los hermanos Capek); y el estribillo "¡hambre!, ¡hambre", que funcionaba a modo de cortinilla entre las diferentes partes de su monólogo: el hambre se afirmaba, así, como el motor de todos los actos -y la justificación de la existencia, de hecho- del pobre Lázaro. Todavía hoy, cuando quiero comer, mascullo, como el Brujo: "¡hambre!, ¡hambre". La segunda fue hace mucho menos tiempo: el verano pasado, en el teatro romano de Mérida. Representaba allí Rafael Álvarez El asno de oro, de Apuleyo, y asistir a la función se me antojó una buena forma de romper la monotonía veraniega. Además, me intrigaba saber cómo había montado una obra dramática a partir de un texto novelístico que es, en rigor, irrepresentable. Bajo la luna llena de julio, y arropado por las esbeltas ruinas del teatro romano, el Brujo volvió a fascinarme. Ahora no tanto con una versión seca, chisporroteante, de un texto de los siglos de Oro, como El lazarillo de Tormes, sino con un producto cuidadosamente desordenado, posmoderno, metateatral, en el que la risa era rey, sembrado de morcillas afortunadas (de otra naturaleza, pero igualmente gloriosas, que las que nos habíamos zampado, con Elías Moro, antes de la representación, en una taberna de la ciudad) y de críticas a la actualidad: una mezcla de juglaría, bufonada, poesía y realismo social. Ayer volví a  ver a el Brujo en otro texto de la antigüedad clásica, nada menos que La odisea, de Homero. Fue en el teatro Condal de Barcelona. Como en Mérida, había un buen aforo, pero no estaba lleno. Que la entrada costara, sin descuentos, 30 euros quizá tuviese algo que ver con ello (y, como el propio Rafael Álvarez recordó a lo largo de la función, que el IVA del teatro sea del 21%, comparado con el 10% del fútbol, por ejemplo, quizá también). La seducción del actor funciona desde que aparece en escena, aunque en esta ocasión no aparece en escena, sino por una puerta lateral, desde la que pasea por la platea, declamando los hexámetros de Homero y saludando a los espectadores. Rafael Álvarez -un hombre bajito, ligeramente gordezuelo, con un pelo ahuecado y canoso rodeando la coronilla desvalida, como un tricornio agujereado y sin puntas- posee todas las virtudes del buen histrión, a las que se suman unas tablas que pocos pueden igualar en la escena española actual: tiene fuerza dramática y vis cómica; domina el ritmo, y maneja las pausas y los silencios como nadie; es ingenioso y un hábil improvisador; no desdeña la gestualidad y el mimo; y no se deja arrastrar por el aparato escenográfico: su austeridad, sin embargo -su minimalismo-, resulta muy eficaz. El Brujo hace con el público lo que quiere. Transita de lo lírico a lo cómico, y al revés, con una facilidad pasmosa. Cuando te ha atrapado con un monólogo dentro del monólogo sobre la política o la sociedad actuales, y uno apenas puede dejar de reír, se interrumpe de golpe y pasa a un momento de recitación, o de silencio, en el que solo resuenan en la sala los versos homéricos, declamados por su voz de plastilina, capaz de todos los disfraces. El Brujo utiliza la risa para que bajemos la guardia y, cuando ya nos hemos despojado, a carcajada limpia, del alambre de espino del malestar y la indignación, y estamos inermes ante él, entonces suelta las frases de hondura, las cargas de profundidad, que sumen al respetable, hasta ese instante zarandeado por el humor, en un silencio reflexivo, que no dura ni un segundo más de lo que él quiere que dure. El espectáculo sigue siendo, como El asno de oro, una fantástica mezcla de discursos y registros, y también una pieza consciente de sí, de que es teatro, de que es un acto de seducción protagonizado por un profesional de la escena, que no elude reconocerlo así, para, de este modo, seducir más todavía: haciendo suyas las objeciones que impidan la suspensión de la incredulidad, desarma al discrepante y se afirma con más poder, con más hechizo. El Brujo se aparta de todas las convenciones de la dicción y del atrezzo, de todos los estímulos estructurales y las apoyaturas formales, y se mueve sin parar -casi baila- en un milimétrico frenesí de cambios de ritmo, y paréntesis, y zigzagueos. En La odisea mezcla el monólogo propio -en aquel remoto Lazarillo de los ochenta ya lo practicaba con acierto, adelantándose varias décadas a su popularización televisiva- y la escenificación del texto griego, y lo hace en ambos casos con la misma fuerza. Los pasajes recitados de la epopeya homérica resultan de una belleza difícilmente soportable, y me sigue maravillando que algo compuesto hace tres mil años por un poeta ciego nos perturbe e interpele todavía como lo hace La odisea. El Brujo lo demuestra con su versión, y Homero estaría encantado.

domingo, 19 de enero de 2014

Los Encantes

Yo había ido poco a los Encantes: me pillaba lejos de casa, y, además, lo tenía por algo antiguo. Y lo era, ciertamente: se remontaba al siglo XIII; desde entonces ha habido en Barcelona mercados en las calles y plazas, de los que este era el último representante. Pero mi imaginación no se iba tan atrás: yo situaba los Encantes más bien como una cosa de posguerra, adecuada para la supervivencia del populacho, y moderadamente sórdida. Alguna vez había acompañado a mi padre, que, como buen hijo de aquella época tenebrosa, sentía por los Encantes una afinidad que a mí me resultaba difícil compartir. Él iba al mercado como un cazador a la espesura y, aunque raramente cobraba buenas piezas, volvía siempre con la satisfacción de la busca, de la expedición, de la aventura; igual que cuando visitaba los domingos el mercado de San Antonio -al que yo sí lo acompañaba con frecuencia- para hacerse con libros viejos, y hasta con libros, guau, prohibidos por la censura. La última vez que anduve con él por los Encantes fue para comprar una mesa de comedor. Teníamos poco dinero, y él se las apañó para encontrar un puesto de muebles en el que una mesa de pino macizo -con tablero de melamina, eso sí- salía por cuatro duros. Nos hicimos con ella, desde luego, y, aunque al cabo de unos años la sustituimos por otra de mayor prestancia, ahí sigue, en el desván, robusta, incólume, casi indestructible, con sus cuatro patas y su tablero de melamina y su madera de pino mediterráneo. Desde entonces no había vuelto a visitar los Encantes: me pillaba lejos de casa, etcétera. Sin embargo, supe del plan del Ayuntamiento de Barcelona de sustituir el viejo mercado y remodelar la plaza de las Glorias en la que se encontraba. Los Encantes se trasladaría a un emplazamiento cercano, moderno, limpio, superferolítico; un emplazamiento acorde con los tiempos y con el perfil contemporáneo de la ciudad. El plan tropezó con sucesos imprevistos, como que lloviera. Cuando ya se había construido casi enteramente la cubierta -semejante a los hongos que protegen las gasolineras de Repsol, pero ondulantes-, cayó un buen chaparrón, y el lugar se inundó. Los patos y las palomas estaban felices, pero el Ayuntamiento no. Por suerte, llovió cuando los comerciantes aún no se habían instalado, porque, si no, el naufragio se habría llevado consigo todos sus enseres, y ellos, probablemente, habrían pegado fuego al Ayuntamiento. Se conoce que los arquitectos habían diseñado un icono de la modernidad, como la torre Agbar o el campo del Barça, pero se habían olvidado de que en las ciudades llueve: un trabajo digno del estudio de arquitectura de Santiago Calatrava. Al poco del incidente, me tocó auditar una entidad de la Generalitat que tiene su sede muy cerca de la plaza de las Glorias, y decidí ocupar el rato del bocadillo visitando los Encantes. Yo lo recordaba como un lugar vetusto, pero mi memoria era benevolente: me pareció un lugar zarrapastroso. Toda la mugre, toda la miseria de la ciudad, se concentraba en aquel laberinto de callejas y pasadizos. Los puestos se disponían en las resquebrajadas casetas de yeso y ladrillos, o bien en el suelo, donde se desperdigaban libros, ropa, pequeños electrodomésticos, zapatos, objetos de decoración y cualquier cosa imaginable. Había comercios de artículos nuevos y de segunda (es un decir: debían de ser de vigésimotercera o vigésimo cuarta) mano, pero los primeros no diferían nada de los que se encuentran en los todo a cien de los chinos. Sobresaltaban los olores de los muchos puestos de comida: olores a fritanga, a pimientos asados, a carne recocida, a tintorro, a lejía. Y llamaba la atención la abundancia de vendedores extranjeros, sobre todo, magrebíes, que voceaban con su acento entre gangoso y angosto. De hecho, los españoles eran minoría, aunque una minoría privilegiada, porque suyos eran casi todos los puestos a resguardo y medianamente adecentados. Los moros chamarileaban con una mezcla de agresividad y pereza: asaltaban a los paseantes con oferta estentóreas, pero desdeñaban el cuidado del género: los objetos languidecían en el suelo, en mantas polvorientas, sobados por miles de manos, y hasta pisados por miles de pies. Porque, si uno quería llegar a algo en el centro de la manta, tenía que avanzar por entre lo dispuesto a su alrededor, y no era infrecuente que aplastara otra cosa. Así sucedía, sobre todo, con los libros. Los montones que se apilaban aquí y allá eran pasto de las manos afanosas de los buscadores de tesoros y de los pies, no menos urgentes, de quienes lo consideraban un obstáculo para acceder a un magnífico cuadro de payasos llorando o un interruptor para el retrete. En muchos casos, los volúmenes estaban desencuadernados, y las páginas de unos y otros, arrancadas, se mezclaban en un inextricable montículo de papel; en algunos casos, de pasta de papel. Era un espectáculo doloroso. Los libros eran mi único objetivo, y, dado su estado lamentable, yo me acercaba a ellos como el filántropo que quiere rescatar a un huérfano de la inclusa, o a un tísico del sanatorio. Cada día de los muchos que pasé auditando aquella entidad, me dedicaba a un puesto, y removía las hileras o los montones de volúmenes en busca de algo valioso o, por lo menos, interesante. Pero aquello era un cementerio de vulgaridades, una fosa de páginas cloradas y amarillentas, un estercolero de Reader's Digest, de ejemplares de la colección RTVE, de libros de cocina, de panfletos de la izquierda antifranquista, de obras que divulgaban, en los años 70, la vida social de los insectos o las costumbres sexuales de los habitantes de la Polinesia (aunque, bien pensado, este último no carecía de atractivo). Muchos de esos libros se desmigajaban en las manos al cogerlos. Todos olían, lacerantemente, a humedad y a polvo. Ninguno valía nada, aunque no pude resistir la tentación de comprar algunos que me parecieron menos indignos: un volumen, con muchas fotografías, sobre la historia de Aragón; un libro de viajes de un autor falangista que no escribía mal; un poemario con delicadas ilustraciones a plumilla. Los Encantes no me parecieron un paraíso pintoresco, sino un infierno liviano: allí se reunían los necesitados del mundo, las amas de casa sin presupuesto, los inmigrantes sin presupuesto y sin papeles, los raterillos y los buscavidas; y algún turista despistado o curioso circunspecto, como yo. No me gustaban, como no me habían gustado nunca. Sin embargo, eran, probablemente, el último reducto de una ciudad que fue; eran el mundo que había conocido, que había vivido, mi padre, y, con él, cientos de miles de personas de su generación; eran un trozo de vida, un fragmento caleidoscópico de la historia, que iba a desaparecer para siempre con el nuevo mercado, cuya función no era otra que ocultar la pobreza. Con los Encantes nuevos, la pobreza se recicla y se convierte en un espectáculo visible, en algo que no resulta vergonzante contemplar. Quizá con ello Barcelona gane prestancia posmoderna, siempre que un nuevo chubasco no agüe la fiesta, pero pierde, sin duda, mucha de su carne urbana, de su realidad viva, de aquello que la ha hecho ser como es, para bien y para mal.

sábado, 18 de enero de 2014

Según la costumbre de las olas

Así se titula el más reciente poemario de Jenaro Talens, que llegó ayer a mi buzón, con una cordial dedicatoria de su autor. Jenaro, nacido a mediados del siglo pasado, es uno de los mejores poetas de su generación, aunque siempre haya permanecido -o, al menos, esa es mi impresión- un poco al margen de los escaparates poéticos habituales. Ello no obstante, en 2002 la editorial cátedra publicó Cantos rodados, con edición de Juan Carlos Fernández Serrato, una amplia selección de la poesía que había escrito hasta aquel momento. Yo saludé la aparición de esa antología con una reseña en Letras Libres, "El pensamiento es la mirada" (para quien quiera consultarla: http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/el-pensamiento-es-la-mirada), en la que decía: "[Cantos rodados] confirma la entidad de una obra que siempre han tenido presente los buenos lectores de poesía, por más que su autor permaneciese alejado de los centros de poder, de los circuitos comerciales y hasta de los específicamente literarios, como demuestra su exclusión de la antología Nueve novísimos, a la que Talens había presentado todas las credenciales para pertenecer. Cantos rodados hace, pues, justicia a un poeta que ha construido una obra coherente, articulada sobre varios ejes invariables —el yo que mira, la soledad frente al mundo, el enigma y el asombro de la realidad—, pero que ha sabido manifestarse pluralmente, con una gran elasticidad formal, en una búsqueda constante de la estrategia comunicativa más adecuada a cada impulso emocional: de la fractura vanguardista a la pulcritud figurativa, del soneto al poema en prosa, de la coloquialidad a la meditación existencial, de la sintaxis sinuosa y salmodiante al verso breve, de la épica al diario íntimo". Según la costumbre de las olas, publicado por Salto de Página, se compone de veintiún poemas en prosa, más quince imágenes de Clara Janés, otra poeta notable, cuya aportación es aquí estrictamente visual, aunque en la mayoría de esas imágenes aparezcan versos, fragmentos de poemas, haikus, anagramas y partituras musicales. El resultado es lo que Talens y Janés llaman iconotexto, y que acaso responda a lo que algunos jóvenes estudiosos han teorizado en la Red (Alberto García García: "El iconotexto: un nuevo modelo de construcción narrativa"; Rafael Bello Díaz: "El iconotexto: el paradigma de la simulación"), pero que a mí me parece, simplemente, un poemario ilustrado -o, si se quiere, un poemario en el que dialogan los textos y las imágenes-, y bellísimo. Los poemas de Jenaro son de una precisión y una intensidad sobresalientes, cargados de esa plasticidad, no solo física, sino también intelectual, que los hace paladeables, amasables, como el barro de un alfarero. Las imágenes de Clara Janés conjugan lo pictórico, lo poético y lo musical, y, para lo segundo, se inspiran en el acervo de las líricas orientales -Ilhan Berk, Ahmad Shamlu, Yalal Ud-Din Rumi, Matsuo Basho-, que tan bien conoce, como demuestra su dilatada colaboración con Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, y también de las literaturas centroeuropeas, de alguno de cuyos mejores exponentes, como Vladimir Holan, ha sido traductora. El volumen se completa con sendas notas de los autores, en las que detallan su visión de la génesis y el proceso de manufactura del volumen. Transcribo el poema final de Jenaro Talens:

CONJETURAS EN TORNO A LA INUTILIDAD DE LA MELANCOLÍA

El mar se ha vuelto amargo, como si sospechase lo pronto que caduca toda su inmensidad. Esperando el silencio, igual que un centinela espera el alba, no quiere sombras, ni tampoco luz. De pie sobre la arena, no hay nada que entender. Mira el sol que se aleja como el ala de un pájaro. Su rostro es como el oro en el atardecer. Nubes y estrellas esbozadas que se superponen como garabatos en la piel del cielo. Escrita en el envés de un pergamino, esa borrosa escena que se desvanece ¿es aún la vida?

viernes, 17 de enero de 2014

España, 33-Islandia, 28

En este mundo en el que el fútbol es rey, los porteros de fútbol son los héroes. Son unos héroes pasivos, de acuerdo: no alcanzan el brillo rutilante de un delantero goleador, ni el fulgor mágico de un mediocampo creador de juego, ni siquiera la espesura diamantina de un stopper resolutivo; pero siguen siendo héroes. Recuerdo a Lev Yashin, La araña negra, quizá el mejor guardamenta de la historia, siempre vestido de negro, estirando los ochos brazos que parecía tener para detener todo lo que se le lanzaba; a Gordon Banks, el mítico portero de la selección inglesa, que, en el Mundial de 1970, hizo la que se considera la mejor parada de todos los tiempos, deteniendo un cabezazo a bocajarro del mismísimo Pelé; a Moazir Barbosa, aquel excelente portero brasileño, de ilustre trayectoria, al que le bastó encajar dos goles en la final del Mundial de Brasil de 1950 contra Uruguay para ser condenado a la muerte civil en su país; y a Luis Pulpo Arconada, cuyos tentáculos vascongados no le sirvieron para evitar que un balón manso de falta se le escurriera por debajo del cuerpo y entrara en la portería, en la final del campeonato de Europa de 1984 contra Francia. Aunque este fue un héroe al revés, claro: un guerrero al que se le cae el escudo en el pie. Se ha escrito mucho sobre los porteros de fútbol: Nabokov, Eduardo Galeano, Peter Handke, que les ha dedicado hasta una novela: El miedo del portero al penalti. Albert Camus fue portero, y dejó dicho que todo lo que sabía sobre moral (y no era poco) lo había aprendido jugando a ese deporte. Pero el portero de fútbol, con esa grandeza estatuaria que tiene, y que se transmuta de pronto en elasticidad máxima, no es nada comparado con otra figura parecida, pero ni remotamente comparable en popularidad y reconocimiento; otra figura que sí está sometida a amenazas sobrecogedoras; otra figura que, si el portero de fútbol siente miedo ante el penalti, tiene derecho a sentirse aterrorizada: el portero de balonmano. Yo fui portero de balonmano en el colegio, aunque ocupar ese puesto no fue el fruto de una esforzada progresión, sino un paulatino descensus ad inferos: como era demasiado malo para ser jugador de campo en el equipo de fútbol, me condenadon al ostracismo de la portería (ya se sabe: allí donde iban los gordos y los torpes), pero, como también era demasiado malo para ser portero de fútbol, me condenaron al ostracismo de la portería de balonmano, el último agujero, la peor condena posible, la humillación más feroz, equivalente a un puesto de observación avanzado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La razón era sencilla: como la portería de balonmano era mucho más pequeña que la de fútbol, las posibilidades de que, sin hacer nada, parase algo eran mayores. No obstante, ni siquiera aquella evidencia meramente volumétrica me salvó del ridículo. Dejé pronto la portería de balonmano, cuando los profesores de educación física del colegio se convencieron de que el deporte para el que tenía más aptitudes era el ajedrez, aunque no sin haber realizado alguna parada memorable, como aquella en que, en partido a cara de perro contra Los espartanos de l'Hospitalet, desvié con la nariz un remate en contraataque que era un gol cantado. Cuando me desperté de la conmoción, en la enfermería del gimnasio, supe que mi magistral intervención no había podido impedir que nos derrotaran 40 a 2, pero, ello no obstante, sentí una punzada de orgullo. Ahí era nada evitar que nos metieran 41 goles. Desde entonces, no he vuelto a ponerme bajo los palos, pero he seguido con interés las evoluciones de este viril deporte. Y he llegado a la conclusión de que, para narices, los porteros de balonmano. Y que me lo digan a mí. Veamos: un portero de balonmano se enfrenta a tipos de más de cien quilos de peso y, con frecuencia, metro noventa o dos metros de altura. Esos individuos, por si fuera poco, habitualmente provistos de fieras barbas, se arrojan contra la muralla defensiva, a pocos metros de distancia de ti, con la perversa intención de lanzarte un balón, hecho de materiales durísimos, que más bien parece un obús antitanque. Y eso, cuando hay muralla defensiva, porque otra de las aviesas intenciones de los atacantes es eludir la barrera humana que forman tus compañeros, para encontrarse solo ante el portero, bien desde los extremos, bien encontrando un agujero en la línea de siete metros, bien en contraataque. Y, si lo consiguen, ríete tú de la soledad del portero de fútbol, o de su miedo ante el penalti. Entonces lo que se te viene encima es un bulldozer con escarificador y grúa lateral, ante el que lo que haría cualquier persona sensata sería apartarse o, si no le diera tiempo, por la velocidad a la que se aproxima la máquina asesina, tirarse al suelo, protegiéndose la cabeza con las manos. Pero no. Los porteros de balonmano no hacen eso, y por eso son héroes, más aún, son semidioses, divinidades. Los porteros de balonmano no se hurtan al peligro, sino que se enfrentan a él con gallardía suicida. En lugar de recogerse como caracolillos, se despliegan en el aire. Ante el transatlántico que se dirige a ellos, saltan en su misma dirección, abren brazos y piernas, estiran la cabeza y los pies, y confían en que el balón impacte en alguna parte de aquella membrana súbitamente extendida, como la del pulpo cuando caza. También cierran los ojos -las paradas de los porteros de balonmano son como los besos, pero al revés: ni en unas ni en otros somos capaces de mantenerlos abiertos, aunque por razones opuestas-, porque una cosa es ser valiente, temerario incluso, y otra no tener sentimientos, y el sentimiento de que el proyectil que va a ser disparado ti pueda darte en la boca o en los testículos (los dos lugares más sensibles de la anatomía de un portero de balonmano y, diría yo, de cualquiera) sobrecoge al más audaz. Así pues, ahí tenemos a los dos guerreros de este singular combate: el delantero, armando el brazo para soltar el latigazo mortal, y el portero, ingrávido, dilatado, para frenarlo con su cuerpo. Durante unas décimas de segundo, ambos se encuentran, frente a frente, en el aire; y ese encuentro es casi físico, porque, a menudo, llevado el atacante del impulso de la carrera, y el portero de su adelantarse para comerle espacio a aquel y restarle ángulo de disparo, ambos casi se rozan en el vuelo letal. El delantero aguanta el disparo hasta que el portero empieza a caer, o a flaquear en su manoteo, pero tiene que hacerlo antes de que él mismo se venza y pise el área, y es justo en ese momento cuando remata y cuando el portero cierra los ojos y cuando uno se pregunta cómo puede haber tanta belleza y tanta, tan infinita temeridad.

jueves, 16 de enero de 2014

Juan Gelman

El martes murió en México, donde vivía, Juan Gelman. A Gelman empecé a leerlo en un remoto libro de Edicions del Mall (aquella colección en catalán que publicaba a los mejores en castellano, algo impensable hoy), Com/posiciones, de 1986. Me llamó la atención esa barra que seccionaba el título. Inmediatamente comprobé que esa técnica cercenante, de palabras y versos, se extendía por todo el poemario, y luego supe que era característica de un amplio trecho de su producción. Las barras apuñalaban la tipografía como una lluvia torcida, y recordaban la naturaleza interrupta, y doliente, de todo lo que decimos, de todo lo que construimos. Es curioso, porque algunos poetas jóvenes de hoy, como el extremeño Mario Martín Gijón, excelente amigo, no solo practican con fe esa técnica, sino que incluso la han radicalizado. Será que es buena para multiplicar los sentidos de lo dicho, o para intensificarlos, que es uno de los propósitos cardinales de la poesía. En cualquier caso, aunque Gelman haya relajado o prescindido de ese rayado abrupto en otros libros suyos -como es lógico: los recursos invariables acaban convirtiéndose en tics-, toda su obra aparece impregnada por una tristeza acuchillada o lluviosa, por una cesura que semeja una lágrima, o una sucesión de lágrimas. Eso subrayaba ayer Juan Cruz en el artículo que acompañaba la noticia de su muerte: "El poeta de los ojos tristes". Esa tristeza provenía de una circunstancia personal, tan trágica como conocida: el secuestro y asesinato de su hijo y de su nuera embarazada por los esbirros de la junta militar argentina en 1975. Durante mucho tiempo, el poeta se dedicó a batallar contra aquellos crímenes y a averiguar el paradero de su nieto o nieta, si es que vivía. Y no hace muchos años conoció por fin a la niña que su nuera llevaba en el vientre cuando la mataron, y que había sido entregada a otra familia. Su busca, apoyada por una gran campaña internacional, y su reencuentro se difundieron por todo el globo, como símbolo de la lucha contra el olvido y la sinrazón de la dictadura. Sin embargo, yo he tenido la sensación, no sé si equivocada, de que, por mucho que simpatizáramos todos con esa lucha, la causa personal de Gelman difuminaba la percepción de su poesía, o quizá la subordinaba a una lectura política y funcional, escamoteando su estricto tuétano poético. No era eso lo que Gelman pretendía, desde luego. Él mismo dijo en muchas ocasiones que no había querido que lo consumiera el odio, ni incurrir en una poesía acerba, contraria a lo que tanto daño le había hecho. Es obvio también que su compromiso cívico no había alterado su concepción de la literatura ni su forma de escribir: Gelman eludió la tentación de convertir una reinvindicación singular en una proclama unidimensional, y siguió fiel a un temperamento lírico, deudor de la vanguardia, proclive a la incertidumbre y la desarticulación. Por eso, cuando se le acusaba de "hermético" (porque el hermetismo funciona muy a menudo como una acusación), él respondía: "¿Hermético? No, lo que hago es respetar al lector, obligarlo a que lea por dentro". Y de eso se trata, en efecto, no solo en el caso de Gelman, sino en el de todas las poesías: de leer por dentro, y no únicamente en la superficie: de hurgar en las tripas, y los huesos, y las vísceras del poema, y en los pensamientos diluidos aún, en proceso de cuajo, y en las trepidaciones de la conciencia, derramadas en una pulpa de versos interrumpidos, retorcidos, abismados en su propia indefensión. Sin embargo, el mundo suele encontrar más cómodas las identificaciones sin fisuras: Gelman se había convertido en una símbolo de la lucha contra la barbarie, y eso explicaba -y amortajaba, acaso- todo lo que escribía. Sea como fuere, yo he seguido lo que ha hecho desde aquellos años 80 en que lo descubrí, intrigado y, a menudo, deslumbrado, en Com/posiciones. En 2005 ganó el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, y mi amiga María Ángeles Pérez López se encargó de la edición de Oficio ardiente, la espléndida antología que celebraba ese galardón, publicada por la Universidad de Salamanca y el Patrimonio Nacional. De Mundar, publicado en 2007, tomé yo unos versos como primer epígrafe de mi poemario Bajo la piel, los días: "ustedes tan/ solos frente a ustedes/ en un papel lleno de/ imposibilidad". Y de su penúltimo libro, El emperrado corazón amora, aparecido en Tusquets en 2011, transcribo ahora el hermoso poema inaugural en homenaje y memoria suyos:

En la intemperie de dos cuerpos
se sabe haber lo que no
se puede haber y el tiempo y la memoria
tejen una belleza diferente. Lento
es el abismo donde se hunden
las asambleas del odio y todo
es un pedazo, menos
el aire absuelto por vos.
La cosa obrada es imperfecta y el vacío
entre las dos verdades parece
un manantial de aguas henchidas
que produce todas las cosas, menos
un ojo más perfecto que el sol
cuando te dora. Es
la libertad que hacés y no cesa,
la palabra que no se esconde en
el banquete de la razón donde
alimañas, sierpes, otras bestias
comen reflejos de la lengua.

miércoles, 15 de enero de 2014

El defensor del pueblo

El defensor del pueblo es una institución curiosa. No tiene apenas capacidad ejecutiva y, por lo tanto, ha de basar su actuación en la autoridad moral. Su prestigio deriva de su tenacidad: que inquiera por un asunto supone que tiene fundadas sospechas de que la administración pública no ha actuado como es debido. Recuerdo, cuando estudiaba Derecho y analizábamos la figura del defensor del pueblo, introducida en la Constitución aprobada hacía muy poco, que siempre se mencionaba su origen escandinavo. Y todavía recuerdo el nombre, de relumbres nórdicos, con el que se le designaba: el ombudsman. Un ombudsman parecía entonces mucho más que un defensor del pueblo: parecía un atlante, venido del Septentrión, que extendiera los brazos poderosos por sobre las cabezas de la ciudadanía universal, para protegerla de las arbitrariedades, los abusos y las injusticias del poder. En aquellos años de inocencia constitucional, el ombudsman era una garantía de equidad, un muro ante la opresión, un triunfo de la democracia y la civilización. Con los años, el ombudsman ha palidecido en defensor del pueblo, o, mejor, en defensores del pueblo: ahora no solo el estado, sino cada pueblo, comunidad autónoma e institución pública (y hasta privada) tienen uno. Los defensores del pueblo han brotado como setas, cada uno de ellos defendiendo a su pueblo. Tener un defensor del pueblo viste mucho: infunde prestigio, aunque no sé si sus logros están a la altura de su reputación. Mi relación con ellos ha sido intensa, pero con desigual fortuna. Hace un par de años, solicité al ayuntamiento de Sant Cugat que no limpiara las calles con sopladores de hojas, cuyo ruido infernal se enseñoreaba, desde las siete de la mañana, de todas las calles de barrio, y que adoptase un instrumento alternativo, llamado escoba, que era barato, fácil de usar, almacenar y mantener, ecológico, silencioso y que, además, permitía que los barrenderos se mantuvieran en una estupenda forma física, en lugar de someterlos (a ellos y a nosotros) a la tortura de soportar aquel estruendo diabólico, a inhalar los gases de la gasolina con que funcionan los sopladores, y a transportarlos a la espalda, con lo que pesan. Naturalmente, el ayuntamiento no respondió a mi petición (a pesar de que la dirigí a un portal del consistorio que se llamaba "El ayuntamiento responde"), y se me ocurrió recurrir al defensor del pueblo de Sant Cugat. Pasaron los meses, y no tuve noticia de la noble institución. Pero, abierto el camino de los ombudsman, ¿por qué no seguir por él? Apelé entonces al síndic de greuges, el defensor del pueblo de Cataluña, para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Sant Cugat, al que había recurrido para que me defendiera de la inactividad del ayuntamiento de Sant Cugat. El síndic declinó actuar, porque la competencia para defender a los vecinos de Sant Cugat era del defensor del pueblo de Sant Cugat. Así pues, subí un nuevo escalón y me dirigí al defensor del pueblo español, para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Cataluña, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Sant Cugat, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del ayuntamiento de Sant Cugat. Y aquí se obró el milagro: al cabo de poco, el defensor del pueblo de Sant Cugat me escribió para notificarme, exultante de satisfacción, que el ayuntamiento de Sant Cugat se había comprometido a sustituir los sopladores de hojas por "pértigas", que, supuse, lanzarían agua o aire, pero serían más silenciosas que aquellas máquinas del demonio. Sin embargo, la eficacia de la gestión del defensor del pueblo de Sant Cugat duró lo que dura una hoja que cae en otoño: durante algunas meses, los barrenderos utilizaron, sí, las pértigas, un mecanismo de soplado mucho más benigno para la salud de los vecinos, pero enseguida, se conoce que nostálgicos de aquel atronador paso suyo por las calles, volvieron al pandemonio inicial. Hoy la situación se repite, aunque en un ámbito distinto. La primavera pasada tuve un desagradable altercado con una funcionaria de la Universidad de Barcelona, una de esas empleadas psitácidas, educadas en la majestad del formulario y la triplicación de la instancia, que se atrincheran en la ventanilla y propinan recios golpes de expediente en la cabeza de quien se atreve a disentir. Para protestar por aquel maltrato, recurrí al defensor del pueblo de la Universidad, pero también ahora han pasado los meses y el defensor del pueblo de la Universidad aún no me ha defendido. Me he dirigido, pues, al defensor del pueblo de Cataluña, para que me defienda de la inactividad del defensor del pueblo de la Universidad, pero ha declinado actuar, porque ha firmado un convenio con el defensor del pueblo de la Universidad para que sea este el que defienda a los que recurran al defensor del pueblo de la Universidad. En consecuencia, me he dirigido, de nuevo, al defensor del pueblo español, para que me defienda de la inactividad del defensor del pueblo de Cataluña, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de la Universidad. Yo sigo confiando en el defensor del pueblo, sea cual sea. A ver qué consigo esta vez.