martes, 21 de enero de 2014

La insomne, de Jesús Aguado

Pasado mañana, 23 de enero, a las siete de la tarde, Jesús Aguado presenta su antología La insomne, publicada por el Fondo de Cultura Económica, en La Central del Raval. La insomne recoge un amplia muestra de la poesía que ha publicado desde 1984 hasta 2012, precedida por un estupendo prólogo -más aún, un riguroso estudio introductorio- de José Ángel Cilleruelo. A Jesús lo conocí en Lucena -donde nació, por cierto, Rafael Álvarez, el Brujo, a quien dediqué mi entrada de ayer-, con ocasión de un encuentro sobre literatura oriental, en el que yo participaba por mi fugaz condición de traductor de haikus, y por la más fugaz aún, casi imperceptible, de haikuista, y él, por la solidísima razón de haber vivido muchos años en la India y conocer a la perfección sus tradiciones literarias y, en general, la literatura de Asia. Ya entonces me pareció un hombre discreto, pero de un ingenio efervescente; también era humilde, y la humildad -tan infrecuente, por otra parte, entre los escribidores españoles- suele ser síntoma de grandeza. Jesús vivía ya en Barcelona, donde se había establecido por razones familiares, aunque yo apenas había coincidido con él en la ciudad. Poco a poco fui haciéndolo, de la mano de algunos amigos comunes -como José Ángel Cilleruelo, siempre mediador, siempre bueno-, pero también de esas inercias que nos hacen confluir a los letraheridos en algunos foros, en algunos lugares, como a murciélagos en las mismas cavernas. Empezamos a encontrarnos en lecturas y charlas, y también a tropezar el uno con el otro en las librerías literarias de Barcelona, circunstancia que aprovechábamos para recomendarnos o desaconsejarnos libros y para practicar un cotilleo feliz, que no excluía algunos divertidos despellejamientos. De una forma sosegada y natural, que es como surgen estas cosas, la conversación circunstancial fue dando paso a un intercambio más interior, que ha conducido a una excelente amistad. Ahora incluso compartimos calçotades, en las que él me acusa, inevitablemente, de hurtarle los mejores cebollinos, pese a la velocidad con que acomete los que llegan a la mesa. Yo conocía la obra de Jesús Aguado desde antes de que nos viéramos por primera vez en Lucena: había leído con placer algunas muestras antológicas suyas, como El placer de las metamorfosis, publicada por Miguel Gómez Ediciones (de Málaga, otra ciudad donde Jesús ha vivido y casi nacido), y La gorda y otros poemas, aparecidas en "Las cuatro estaciones", que dirigía el también poeta Manuel Lara Cantizani, y también, con gran placer, sus poemas de Vikram Babu, publicados por Hiperión, uno de los libros más singulares de la primera década de este siglo. Por si fuera poco, Jesús y yo habíamos coincidido en la colección de poesía "El Lotófago", de la galería de arte Luis Burgos-Arte del Siglo XX, dirigida por Luis Burgos y Marta Agudo: en ella había publicado él Algunos haikus (o no) desde la nada, un magnífico ramillete de japoneserías. Aquel conjunto de lecturas, y otras, más dispersas, en antologías y revistas, me habían persuadido de la personalidad proteica, pero siempre vigorosa, de Jesús Aguado, y de su verbo crujiente, preciso, despejado, que funde con inteligencia la figuración y la des-figuración, la razón y la sin-razón, lo euclidiano y lo brahmánico. En la editorial DVD aprovechamos su saber y su cercanía para publicar dos volúmenes suyos: La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés: 1987-2004, un magnífico diario -y también un ensayo multiforme- sobre su experiencia en la India, como hay pocos en la tradición literaria en español, porque pocos son los escritores que han tenido la ocasión de vivir en aquel país y, sobre todo, la inteligencia de plasmarlo certeramente en un libro; y su traducción de De camino a Oku y otros cuadernos de viaje, de Basho, que nunca se había vertido íntegramente al castellano hasta entonces. Sin embargo, el rasgo más significativo de Jesús Aguado no es su pluridimensionalidad estilística, ni sus vicisitudes biográficas, ni sus intereses múltiples, con ser todos ellos muy importantes para comprender su personalidad literaria; su rasgo principal es su voluntad de totalidad: su afán, permanente, insoslayable, por construir una obra que lo abarque todo, una literatura absoluta en la que su propio yo, esencial para edificarla, pueda, paradójicamente, diluirse, desaparecer. No por casualidad su poesía completa, publicada en 2011 por Vaso Roto, se titulaba El fugitivo, y ese fugitivo, como quise argumentar en la reseña sobre el libro que publiqué en Letras Libres (http://www.letraslibres.com/revista/libros/quien-es-el-fugitivo), no es otro que él mismo, "el triste,/ el imposible,/ el traicionado por el tiempo, el tachado, el inútil", como enumera en "Variaciones sobre la tristeza", de Libro de homenajes. La huida de Jesús Aguado deja un rastro descomunal: el de lo dicho, que se articula como un inmenso edificio de lenguaje, alzado mediante capas superpuestas: una casa gigantesca que alberga algunos de los mejores poemas escritos en España en estos últimos veinte años, pero que supone, sobre todo, un propósito creador único, una Obra como la quería Juan Ramón Jiménez, una sustitución del ser por el decir, para que todos seamos más. Y esto dice Jesús de crear: "Ni siquiera lo intentes/ si no sabes huir de lo creado".

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