sábado, 6 de febrero de 2016

Cosas (extrañas) que siguen pasando en Inglaterra

El otro día salí de casa y vi, al otro lado de Battersea Park Road, a una joven negra, montada en una bicicleta, delante de un antiguo local de apuestas, ahora en proceso de reconversión en tienda de decoración, gritando como una loca. Iba en bicicleta, pero estaba parada: con los pies en el suelo y los hierros del vehículo desmadejados. No conseguí entender lo que decía: el tráfico y su propia desesperación me lo impidieron. Seguí mi camino. También lo hicieron los demás transeúntes. 

El otro día estábamos Ángeles y yo en South Kensington habíamos ido a comprar cápsulas de Nespresso a la tienda que hay cerca de Harrods y luego a tomar un café en un curioso bar que se llama Viena, decorado con motivos austriacos (Klimt, Alpes, Schönbrunn), pero que atiende un tunecino nacido en Marsella y en el que siempre suena música del Magreb, cuando se nos acercó un caballero mayor. Ángeles llevaba un abrigo verde, muy verde. "Permítame decirle, señora, que lleva Ud. a very beautiful coat", le espetó el hombre. Mi reacción, cuando el hombre había empezado a hablar, había sido la propia de un urbanita experto: la desconfianza y hasta la hostilidad. Uno se espera que, en la calle, los desconocidos le pidan dinero, le larguen una parrafada beoda o intenten convertirlo a la fe de Jehová. Pero, al acabar la frase, el hombre había derretido toda animosidad. Ángeles sonrió, antes sorprendida que halagada. Yo también. "Aquí todo el mundo va de oscuro, sobre todo los hombres", añadió el señor, señalándome a mí y a sí mismo. "Este color es una bendición. La felicito, señora". Y, sin nada más que decir, se fue. Apenas alcanzamos a darle las gracias. 

El otro día hacía un frío de mear a cubitos. No está siendo un invierno difícil, pero hubo, hace un par de semanas, varias jornadas polares. Volvía yo solo a casa Ángeles me había dado plantón: tenía que atender una solicitud urgente en el hospital, forrado en abrigos y bufandas como si la Antártida se hubiera materializado en Londres, cuando algo extraño se cruzó conmigo. Al principio, no supe identificarlo: tan extraño resultaba a mis ojos y a mi comprensión. Pero luego lo reconocí: era un runner, uno de los cientos, de los miles que recorren Londres cada día, con tenacidad de ermitaños, bregando por afilar el cuerpo y retrasar la muerte. Lo singular de este runner es que iba desnudo, es decir, solo llevaba unos pantalones cortos y las zapatillas de deporte. Precisamente, me adelantó delante de la casa de Oakley Street en la que vivió Robert Falcon Scott, el malhadado explorador del hielo que pereció en la Antártida, en la trágica carrera que mantuvo con Amundsen. Quizá reivindicase su memoria, o quizá pertenecía a algún cuerpo especial del ejército británico, una de esas unidades a las que se lanza en paracaídas, en medio de una tormenta fragorosa, detrás de las líneas enemigas con un cuchillo en la boca y acaban con una división de tanques. La resistencia de los ingleses al frío es legendaria. Los que provenimos del sur y vivimos aquí, estamos acostumbrados a ver por la calle a jóvenes y no tan jóvenes en mangas de camisa con ventarrones escandinavos y relentes asesinos. Pero aquel runner excedía todo lo conocido. Yo, envuelto en lana; él, envuelto solo en la piel. Medía casi dos metros y parecía esculpido por Praxíteles. Corría desenvuelto, despreocupado, con sosiego, manteniendo un ritmo cómodo de braceo y apoyando bien los pies en el suelo. Yo apretaba el paso cada vez más, aunque de vez en cuando tenía que pararme para limpiar las gafas, empañadas por el vaho que se formaba al respirar. Parecía Rompetechos. En una de estas, cuando alcé la vista, vi el torso desnudo del corredor, iluminado por una luna inclemente, perderse sin prisa por entre las brumas de Albert Bridge.

Me iré de esta isla y aún no me habré acostumbrado a esa maniobra que todos los automovilistas de Londres están acostumbrados a hacer, y que no dejo de ver en las calles: cambiar de un carril al carril contrario. Supongo que el tráfico de la ciudad la hace imprescindible, si uno no quiere quedar atrapado en alguno de los pavorosos embotellamientos que se forman todos los días en todas partes. Pero a mí me sigue pareciendo una pirula escandalosa y peligrosísima (ahora que lo pienso, no sé cómo se dice pirula en inglés), que todo el mundo, sin embargo, acepta con naturalidad, porque todo el mundo se beneficia tarde o temprano de ella. Aquí no hay rayas continuas que valgan: los conductores giran e invaden el carril contrario con toda la deliberación del mundo. Para un pueblo que ha hecho de la observancia de la norma su razón de ser, esta vulneración de las prescripciones constituye una excepción clamorosa. Una de las pocas que le conozco.

4 comentarios:

  1. Jaja, no falla, por muy diferentes que seamos, dentro de un coche nos volvemos iguales. (A lo mejor, nuestros partidos deberían negociar los pactos dentro de un coche. Claro que el lío sería previo: ¿dentro de un Mercedes, un Panda...?)

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    1. Me temo que en España dentro de los coches se cuentan los billetes de las mordidas. Si no, que se lo pregunten a Alfonso Rus. Yo prefiero que hablen todos con luz y taquígrafos, a ver si nos enteramos de algo (y se enteran ellos).

      Más abrazos.

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  2. Eduardo, no sé , creo intuir en esta entrada una soltura distinta, una escritura distendida:¿será por volver a España y con la cabeza bien alta?. Vuelvo a felicitarte , en las redes sociales, como facebook , corrido,y mucho, la noticia .Besos.

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  3. No sé, querida Blanca. Yo procuro escribir siempre igual -claro y seguido, como pedía Cunqueiro-, pero es inevitable que los estados de ánimo influyan en nuestra escritura. Así que supongo que lo que has percibido ha sido esa chispa (o más bien incendio) de alegría interior que tengo estos días.

    Más besos.

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