martes, 8 de octubre de 2013

Oscar Wilde en Tite Street

Oscar Wilde vivió en Tite Street, una elegante, aunque algo escondida, calle de Chelsea. Primero en el número 1 y luego en el 16, que hoy es el 34. En esta casa de ladrillo rojo, estructura sobria y tres pisos, rematados por una breve terraza blanca, cuyas ventanas ostentan airosos dinteles de madera tallada, consta una placa azul que lo recuerda: Wilde, wit and dramatist -esto es, no escritor, sino "ingenio y dramaturgo"-, residió ahí. Muy cerca, por cierto, de donde han vivido muchos otros artistas, como el compositor Peter Warlock, que se suicidó en el número 12, el pintor americano James Whistler, autor de la celebérrima La Madre -ese cuadro que míster Bean se empeña en borrar en una de sus disparatadas películas, y que finalmente convierte en un monigote atroz-, o Radclyffe Hall, la escritora lesbiana y feminista, autora de El pozo de la soledad, cuya título resulta elocuente sobre la situación en la que debía de encontrarse una lesbiana y feminista en la sociedad inglesa de finales del siglo XIX y principios del XX. No es extraño que algunos lugares de la ciudad atraigan permanentemente a intelectuales y artistas, o que estos vivan incluso en una misma casa: así sucede con el 29 de la luminosa Fitzroy Square, donde residieron Virginia Woolf y George Bernard Shaw. Pasear ante este lugar por el que también paseó Wilde me remite a otros lugares de su vida que también he conocido. En Dublín hay una estatua del escritor en la plaza Merrion, frente a su casa natal. Pero no presenta ninguna de las características que solemos asociar con las estatuas: ni está de pie –Wilde aparece tumbado sobre una roca–, ni ocupa un lugar central, sino un rincón del parque, ni es opaca, sino multicolor. La sinuosidad de las formas y los gestos delicuescentes del representado condicen con el personaje. Así era Wilde, en realidad: glúcido, ondulante, floral; y así es la literatura decadentista que practicaba: recorrida por meandros e inflorescencias, oleosa como un letanía, chispeantemente barroca. Es una pena que el esteticismo haya arruinado una obra que, librada exclusivamente a la inteligencia de su autor -a su wit-, habría podido ser diamantina, cortante como un escalpelo. De Wilde nos atrae su figura, rendida al absoluto de la belleza, adoradora del arte, pero no su arte, pastoso, parsimonioso. Oliverio Girondo escribió que uno de los recuerdos más maravillosos de su infancia era haber visto a Wilde paseándose por París con una flor enorme en la solapa, pero nunca cita nada escrito por él. Y así, me temo, nos sucede a todos hoy. A los que aún sabemos quién es Wilde, claro.

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