Por la tarde he quedado con Valentino Gianuzzi, un peruano de origen italiano residente en Londres, que ha colaborado con Carlos Fernández López en la redacción de algunos estudios primorosos sobre César Vallejo, en el que es especialista. Valentino ha tenido la sagacidad -que otorga el conocimiento del medio- de citarme en un pub a las cinco de la tarde, antes de que salga la gente del trabajo y compense sus muchas horas de laburo abnegado con una buena serie, muy conversada, de pintas de cerveza. Acudo a la cita en metro, que a esta hora tampoco rebosa de humanidad. A la entrada de las estaciones, por las tardes, suelen encontrarse columnas de ejemplares de un periódico gratuito, el Evening Standard, cuyo grosor y calidad reduce los diarios gratuitos españoles a versiones aseadas de La Farola. Como todavía no he podido hacerme con El País -que compro todos los días en la estación de Victoria-, leo el Evening Standard. Allí me entero de que se ha descubierto, donde se está construyendo un hotel, un águila de piedra romana. La escultura, del siglo I o II después de Cristo, presenta un estado de conservación imponente, a pesar de ser de piedra caliza: la cabeza tiene el gesto feroz de los símbolos imperiales; el cincelado del plumaje conserva su profundidad original, que resulta casi cortante; las alas desplegadas no han perdido ninguno de sus ángulos; y las garras se asientan en el pedestal como si quisieran desgarrarlo. El ave sujeta una serpiente con el pico, con no muy buenas intenciones: el conjunto, que me recuerda mucho al que aparece en la bandera mexicana, representa la lucha entre el bien y el mal, siendo el bien nosotros -o sea, Roma- y el mal, todos cuantos se oponían a ella, que, en las islas Británicas de aquel tiempo, eran, sobre todo, los feroces pictos, los primitivos escoceses que se empeñaban, para pasmo de los latinos, en no querer ser romanizados. Para frenarlos, precisamente, el emperador Adriano, conquistador de Britania, construyó la muralla a la que dio nombre, en la frontera caledonia. Ya se sabe que ninguna muralla -ni siquiera las que España ha levantado en Ceuta y Melilla para impedir que la miseria de África contamine nuestro bienestar- ha frenado nunca a quien quisiera saltarla, pero allí siguen los magníficos bloques de Adriano, llenos de musgo, oscuros, derrotados y espléndidos. El águila recién descubierta formaba parte, probablemente, de la decoración de alguno de los mausoleos que se erigían a las afueras de las ciudades para albergar a los cadáveres ilustres. Los hombres siempre ha combatido el hecho escandaloso de morirse con la ingenua añagaza de transformarse en piedra: así creen sobrevivirla. Bajo, por fin, del metro en Goodge Street y llego a donde me ha citado Valentino, la Fitzroy Tavern, un hermoso pub de cristales esmerilados y la inexorable moqueta, inaugurado en 1887, en el que flota un sutil aroma mestizo de whisky y cerveza. Sus paredes están cubiertas de fotografías y leyendas: no puedo verlas todas, pero distingo un poema acrónimo con el nombre del pub, y una foto de Dylan Thomas bebiendo, lo que no resulta extraño, dada su legendaria capacidad para trasegar espirituosos -como Pepín Bello, podía asestarse 17 whiskies seguidos sin que le temblara una ceja; algunos, malignos, han sugerido que estas tragaderas etílicas explican la naturaleza irracional de su poesía-, en uno de sus veladores. Otros escritores, como George Orwell, Michael Bentine o Augustus John, solían frecuentar también este sitio, y una de sus propietarias, Sally Fiber, que trabajó aquí toda su vida, escribió El Fitzroy: autobiografía de una taberna londinense. Despachadas las cervezas y la conversación, me despido de Valentino y vuelvo a casa caminando. Es un paseo largo, y empieza a hacer frío, pero llevo todo el día sentado y quiero desentumecer las piernas. Bajo por Charing Cross Road para husmear en las librerías de viejo. La calle ha conocido tiempos mejores: de su antiguo esplendor bibliofílico ahora solo quedan desharrapados islotes: tres o cuatro locales que parecen cada día más lúgubres, más supervivientes. Voy de escaparate en escaparate y, mientras lo hago, pienso en esta rara condición mía, entre turista y emigrante, cuya naturaleza todavía no he sido capaz de determinar. Trabajo en mis proyectos literarios -y trabajo duro-, desligado por completo, después de 26 años, de las sombras de la oficina siniestra, pero me muevo por la ciudad como un visitante más. Vivo aquí, pero siento que mi casa no es todavía esta. Y ni siquiera sé si quiero que lo sea. Me sostengo en un extraño volantín, con el ánimo igualmente suspenso, aunque pugno por desarrollar rutinas nuevas: esos anclajes, tediosos pero tranquilizadores, que nos afirman en un lugar. Las librerías que visito desmienten el tópico de los libreros británicos pulcros y eficaces: estos cementerios de celulosa no difieren de las espeluncas españolas; si acaso, sus responsables son un poco menos grasientos, y los libros, bastante más baratos. Pero el desorden, el polvo y la melancolía son los mismos. En una caja de zapatos encuentro un montón de interesantes plaquettes de poesía, a mitad de precio, y me llevo una, Words and images, de Charles Tomlinson, publicada en 1972, y firmada por el autor, por siete libras.
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