Londres es una ciudad tan tumultuosa que sus oasis de paz resultan intensamente pacíficos. Hay hasta libros sobre ellos. En uno encontré una sugerencia interesante: la vieja iglesia de Saint Pancras, uno de los lugares de culto más antiguos de Inglaterra -al parecer, los primeros vestigios de la existencia aquí de un templo cristiano se remontan a principios del siglo IV d. C., aunque hay quien considera esta fecha más legendaria que histórica- y un espacio particularmente hermoso. El barrio en el que se encuentra, cruzado por las muchas líneas férreas que desembocan en las cercanas estaciones de Euston y Saint Pancras, no destaca por su belleza, y ese contraste otorga aún más singularidad a la iglesia. El templo en sí, medieval, fue reconstruido a finales del siglo XIX, algo que suscita disparidad de opiniones: algunos lo consideran victoriana y definitivamente estropeado; otros, entre los que me cuento, creen que su formato escueto y la torre normanda, aledaña, culminada por un bonito reloj de agujas y horas doradas, no carecen de encanto, aunque los administradores actuales la hayan decorado con dos infamantes urinarios portátiles, de plástico verde, situados junto a un muro. Los jardines de la iglesia, sin embargo, merecen unánime admiración. En realidad, son un cementerio, pero las tumbas ralas han difuminado ese carácter, y hoy parece más bien un parque romántico, en el que empiezan a acumularse las hojas caídas del otoño, y la niebla se enreda, a jirones, en las verjas y estatuas. A mediados del s. XIX, antes de la restauración, había muchas más sepulturas, pero casi todas fueron apartadas para que pasara el tren. Se conoce que era incómodo que aparecieran esqueletos y calaveras en las vías, y que los huesos mondos quedaran a la vista de los viajeros. "¡Mira! un cráneo trepanado", dirían, o "¡anda!, una pelvis entera", en lugar de "¡qué paisaje tan bonito!" o "pásame el bocadillo". La compañía ferroviaria hizo que se exhumaran todos los restos de la zona, salvo la parte hoy subsistente. Entre los arquitectos que se encargaron de la siniestra operación figuraba un joven Thomas Hardy, el poeta. Las lápidas de las tumbas retiradas se amontonaron al pie de un plátano, y hoy configuran un espacio surreal en el jardín de Saint Pancras: las piedras atestan el árbol, que ha crecido sobre ellas; tronco y granito se funden en abultamientos imposibles. Al plátano se le llama "El árbol de Hardy", el cual dejó testimonio de su labor en el poema "The levelled churchyard": "We late-lamented, resting here,/ are mixed to human jam/ and each to each exclaims in fear,/ I know not which I am" (Los muy llorados que aquí descansamos/ nos vemos mezclados con los humanos/ y unos a otros nos decimos, con terror:/ no sé quién soy). Hardy es un poeta muy aburrido, pero esta visión macabra, no exenta de humor, tiene interés. Pese a la exhumación de tantos cadáveres, el lugar conserva enterramientos notables, como los del compositor Johann Christian Bach; el escultor John Flaxman; William Franklin, hijo de Benjamin Franklin; la filántropa -y mujer más rica de su tiempo, después de la reina Victoria- baronesa Ángela Georgina Burdett-Coutts; John Polidori, el médico personal de Lord Byron, y autor del cuento "El vampiro"; y el arquitecto John Soane, que diseñó el mausoleo en el que descansan su mujer y él mismo, y en el que, pese a ser poco agraciado (el mausoleo, digo, no John Soane), se inspiró después Giles Gilbert Scott para diseñar las célebres cabinas rojas de teléfono. Charles Dickens, en fin, menciona el cementerio de Saint Pancras en su Historia de dos ciudades como uno de los lugares en Londres de los que se desenterraban cadáveres para su estudio en las facultades de Medicina. Hoy queda poco de este ambiente siniestro. Un sendero despejado circula entre los túmulos, visitados por las ardillas. La lluvia ha lavado muchas de las inscripciones, y el musgo se come los epitafios: los muertos llegan así a aquel deseable anonimato que reclamaba Borges. En la placita central, dos adolescentes -ella, cubierta con un pañuelo- han dejado las bicicletas a sus pies, y se comen un bocadillo. Las campanas de la iglesia, que tocan ahora las seis de la tarde, parecen como la iglesia misma: de juguete. En un banco vemos una placa que conmemora que allí se sentaron los Beatles el 28 de julio de 1968. El cielo se ennegrece y, con él, la hierba hasta ahora brillante por la lluvia. Pasamos junto a lo que debe de ser la casa parroquial, flanqueada por luces amarillas, y nos vamos de Saint Pancras, sumido en un silencio cenital.
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