El Belfast es una de las innumerables atracciones turísticas de Londres. Yo, sin embargo, nunca lo había visitado. Está fondeado en la ribera sur del Támesis, frente a la Torre de Londres, y su administración y explotación corresponde al Imperial War Museum. El domingo pasado Álvaro y yo decidimos echarle un vistazo, aprovechando que un sol arisco asomaba entre las nubes pertinaces. Siempre me ha llamado la atención el interés, incluso la pasión, que sienten los ingleses por su historia militar, y sus constantes esfuerzos por preservarla. Será porque vengo de un país que desprecia sus hechos castrenses, identificados por la mayoría con sangrientos errores de monarcas cretinos o con barrabasadas de generalotes. Es cierto que, en España, la historia militar ha sido una prolongación de su historia política, es decir, un desastre, mezcla de improvisación, venalidad y fanatismo, pero también que contiene actos de inteligencia y momentos de abnegación, y que no pocos de sus protagonistas han defendido, incluso con su vida, un ideal de patria que asegurara la libertad y la igualdad de sus ciudadanos. Junto a ellos han muerto muchísimos, arrastrados por la conscripción o la pobreza, o simplemente porque pasaban por allí, cuya sangre anónima no debería ser olvidada. En Gran Bretaña, esto es asumido por todos. No es extraño, en realidad: este país ha librado batallas en los cincos continentes, y las ha ganado casi todas. El Belfast es un crucero ligero, botado en 1936, con una hoja de servicios distinguida: sufrió el impacto de una mina, hundió varios barcos enemigos en la Segunda Guerra Mundial, participó en el desembarco de Normandía y aún prolongó sus labores en la Guerra de Corea, hasta que se le concedió un honroso retiro en 1963. Desde 1971 está abierto al público. Entre sus actos de guerra más destacados figura su participación en el hundimiento del Scharnhorst, uno de los buques estrella de Hitler, que estaba martirizando a los convoyes británicos en el Atlántico. En diciembre de 1943, en el Cabo Norte, dos flotillas británicas consiguieron rodear al acorazado alemán, que había salido a capturar mercantes. El Scharnhorst intentó eludir el cerco, pero sucumbió a la superioridad numérica del enemigo y a su mayor capacidad de fuego, no sin antes responder con gallardía al bombardeo inglés. De sus casi 2.000 tripulantes, solo sobrevivieron 36. Para entrar en el Belfast hay que pagar una pequeña fortuna, aligerada en nuestro caso por la condición de estudiante de Álvaro. También hay que superar a una taquillera cuyo inglés me resulta incomprensible. Conseguí sobrevivir a los primeros intercambios, como el Scharnhorst, pero me hundió, por fin, con una pregunta demoledora. Se la hice repetir, pero seguí sin entenderla. Miré a mi hijo: sus ojos expresaban tanta vaciedad como los míos. Pero respondí a la taquillera, con convicción: "No". He comprobado que, cuando se está ante una disyuntiva ininteligible, es más prudente renunciar a un posible beneficio que aceptar una carga inesperada. La mujer se dio por satisfecha, no sin esbozar un sutil gesto de sorpresa, y nos dejó pasar. En el Belfast lo más interesante no son las armas que están en la cubierta -Bofors antiaéreos, cañones de infinidad de milímetros, ametralladoras terribles, torpedos que recuerdan a aquella bomba atómica sobre la que cabalgaba el aviador tejano de Teléfono rojo: volamos sobre Moscú-, sino los ingeniosos mecanismos que permitían, por ejemplo, montar una rampa de lanzamiento para dos aviones de reconocimiento que, a su regreso, eran rescatados del mar con una grúa, y, sobre todo, las instalaciones de la marinería, en los puentes inferiores. Allí se han conservado o reproducido los camarotes, las cocinas, los baños y una infinidad de servicios imprescindibles para el funcionamiento de la nave, desde la carpintería hasta la discoteca, donde se ponían los discos que sonaban, en ocasiones especiales, por la megafonía del buque. Hay que reconocer que los muñecos que representan a los marineros que prestan o utilizan esos servicios no son los más graciosos del mundo -sus peluquines resultan especialmente repulsivos; algunos, como el capellán, parecen el abuelo de Chuki-, pero es que su tarea aquí no era nada graciosa. Por otra parte, se agradece el esfuerzo de los británicos, siempre tan amantes del teatro, por representarlos con expresividad, a la que contribuyen los olores con que impregnan las salas: la carnicería huele a rosbif, y la peluquería, a pelo recién cortado. Sin embargo, lo que más nos impresionó no fueron los camarotes y las habitaciones, sino las salas de máquinas. Había que llegar a ellas descendiendo el equivalente a cuatro pisos, por un verdadero dédalo de escaleras estrechísimas. De hecho, no me explico cómo la marinería sobrevivía a los golpes en la cabeza. Me imagino que, en un zafarrancho de combate, las prisas subiendo y bajando debían llevar a la muerte por decapitación a más de uno. Las tripas del barco -sus motores- sobrecogen por su barroquismo: forman una maraña claustrofóbica de cables y tuberías, que confluyen y se bifurcan en un bosque de formas inimaginables, de meandros de cobre y promiscuidades galvánicas. Caminamos por senderos habilitados para los visitantes, que a lo mejor no eran por los que se movían los tripulantes. Quizá ellos estaban sumidos en ese laberinto de humo y metal sin sendas ni orden, abstraídos en la enloquecedora manipulación de una energía monstruosa. El ruido, que se reproduce en una grabación, era también desquiciante: caía sobre los fogoneros como otra losa, como otro mar.
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