martes, 29 de octubre de 2013

Llueve

Si se le pregunta a un inglés qué clima prefiere, o incluso cuál es el mejor clima del mundo, es muy probable que responda: el británico. Sorprende, sí, cuando los mediterráneos, en general, y los españoles, en particular, que tenemos el placer de disfrutarlo, solemos calificarlo de espantoso. Y también que los mismos que piensan así, corran, a la menor oportunidad, a refugiarse de la lluvia, la niebla y el frío en las costas y ciudades españolas, italianas, griegas o chipriotas. En España, por ejemplo, residen más británicos que españoles en la Gran Bretaña, a pesar de la crisis que, en los últimos años, ha empujado a miles de compatriotas a este país. Las contradicciones, sin embargo, forman parte de la naturaleza humana, y, para exculpar una de semejante calibre, yo siempre recuerdo los versos de Whitman: "¿Me contradigo? Pues, bien, me contradigo". Sí, la coherencia está sobrevalorada: Hitler fue coherente toda su vida, es más, incendió con su coherencia el mundo entero. Pero a lo que iba: los británicos creen que su clima es el mejor, porque es imprevisible. Tal como ellos lo ven, en Suecia siempre hace frío, y eso es insoportablemente monótono; y en España siempre hace calor, y eso también es muy tedioso, aunque muy útil para recuperarse de las brumas caledonias (e indica que el británico en cuestión nunca ha estado, digamos, en Teruel en enero). En las islas Británicas, en cambio, nunca se sabe qué puede pasar a lo largo del día: despunta la mañana, y el cielo está despejado, liso como un aguamarina; hasta luce un sol obsequioso. Luego, según pasan las horas, asoman las nubes, y, sin que nos demos cuenta, como disimulando, se agolpan, rebaños de grisura. De pronto, hacia el mediodía, o en cualquier otro momento, deciden hablar, y lo hacen con un vozarrón de tormenta, que barre árboles y calles, y hasta personas, y que lo deja todo empapado de un cuarzo líquido, de un sudario de transparencias. Cuántos paraguas desvencijados se ven entonces en las aceras: cadáveres de paraguas, en realidad, con las varillas desparramadas, como arañas patidifusas, y las alas muertas. Después, vuelve a brillar el sol, ahora pálidamente amarillo, y, quizá, cuando cae la tarde, el cielo se cubre otra vez, augurando aguaceros nocturnos, y sopla un viento hostil, prólogo de la humedad que se avecina. Todo eso, y muchas más cosas, pueden suceder en veinticuatro horas, y en muchas menos. Por eso es frecuente ver a gente desajustada con respecto a la meteorología: vestida como de verano -pantalones cortos, sandalias- cuando está lloviendo a cántaros; o bien con gabardina y paraguas cuando aprieta el sol. Todos, en cambio, soportan ese desajuste estoicamente: algunos, empapados, caminan como si no ocurriera nada, como si, con lo que les ha caído encima, ya les fuera indiferente hasta el diluvio universal; los otros, con la gabardina en un brazo, como camareros con un trapo gigantesco, acompañan su caminar moviendo el paraguas, bajo un sol radiante, como si fueran majorettes. Lo de la imprevisibilidad del clima, no obstante, va por zonas: cuando viví en Manchester, nos pasábamos semanas bajo la lluvia; y en Glasgow parecía imposible que pudiera llover más: la lluvia era consustancial al cielo, su constante epifanía, su piel. Ahora, aquí, en Londres, también llueve. Cae una lluvia fina, parecida al sirimiri. Llueve como si el cielo estuviera cansado de llover: como si lo hiciese tan a menudo, o con tanta facilidad, que ya no le hiciera gracia su gesto. Llueve, pues, con reticencia, aleatoriamente: en un barrio sí, pero en el de al lado, bajo una tonsura de las nubes, no. Pero luego los estratocúmulos se anaranjan, o se ennegrecen, o se amoratan, y sobre el mundo se cierne, sin excepción, una cortina cuya espesura es su movimiento, cuya quietud es su desplome. Llueve en Londres con infinita mansedumbre, tiñendo las fachadas grises de un gris sudoroso, arropando las casas con una gasa de plomo. El agua es vertical como si el río se irguiera, como si hubiera estallado en una miríada de agujas transparentes. Llueve como si nunca hubiera de dejar de hacerlo.

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