martes, 11 de febrero de 2014

Los enemigos literarios

A un hombre lo definen sus amigos, pero también sus enemigos. Ambos han de ser buenos. Un enemigo insignificante solo es una molestia. Si nos han de odiar, que sea a lo grande, y, sobre todo, que lo hagan con inteligencia. La detestación puede consumir a quien la practica, pero robustece, vivifica a quien la sufre. No obstante, hay que precisar: no es enemigo aquel a quien simplemente no le caemos bien, o el que observa la suficiente incompatibilidad de caracteres entre ambos como para mostrarse elusivo o indiferente -y que, a lo sumo, se abstendrá de comprar nuestros libros, o nos excluirá de las iniciativas que adopte, o hablará mal de nosotros-, sino quien nos aborrece activamente, quien desea nuestro mal, quien preferiría que estuviéramos muertos, a ser posible, de un cáncer de testículos. La enemistad, por otra parte, forma parte de la vida: el conflicto forma parte de la vida; sobrevivir consiste, muy a menudo, en gestionarlo con habilidad. Es imposible no tener adversarios, y menos en este mundo de egos ilimitados y vanidades insondables. Escribir persigue abrazar al mundo, pero también apartarlo a empellones: cuando decimos algo, estamos, inevitablemente, diciendo algo contra alguien. En la comunidad inabarcable de los lectores (aun con las dimensiones microscópicas de la poesía), siempre uno, o varios, o muchos, se sentirán ofendidos por nuestras opiniones. Y, si no es así, es que no tenemos opiniones. Que de la ofensa se pase a la enemistad depende de factores aleatorios: la reiteración y gravedad del ultraje, la repulsión que nos inspire la persona, la divergencia estética. Yo llevo en esto de la literatura 22 años, y no sé si me enorgullece o me preocupa que mi catálogo de enemigos no sea muy extenso. Tampoco estoy demasiado satisfecho, lo confieso, con mis oponentes: son gente de poca monta. Yo preferiría gigantes de la literatura, escritores de rompe y rasga, bestias del intelecto y la creación. Pero ni yo soy Góngora, ni hay por ahí, me temo, demasiados Quevedos. Hago recuento y me salen media docena de enemigos de verdad, aunque, claro está, puede que haya más y yo todavía no lo sepa. Y no me sorprende comprobar que el principal factor que hilvana estas enemistades es la crítica literaria. Cuatro de las seis han tenido que ver, directa o indirectamente, con ella: otra demostración de que la vanidad de los escritores no conoce límites. En dos casos, yo fui el crítico del que los poetas abominaron. Asombrosamente, en ambas críticas hablaba bien de los libros respectivos, pero los dos encontraron en ellas objeciones insuperables. El primero me mandó una carta -entonces todavía se escribían cartas- instándome a una rectificación pública; el segundo, un correo electrónico en el que, después de regalarme varios insultos, me decía que no se me ocurriera volver a hablar de sus versos. Al primero no le contesté; al segundo -un expresidiario asturiano, conocido por su iracundia-, sí, aunque hoy, seguramente, no lo haría: uno ya no está para alborotos de taberna. Pero entonces aún tenía confianza en mis fuerzas, y le dije que sus modales talegueros no me impresionaban y que yo hablaría siempre de lo que me diera la gana. En otros dos casos, los críticos han sido los demás. Uno de ellos, un gacetillero sulfuroso y sedicente poeta que vive en Oviedo. Se trata uno de los más infames escritores del mundo (peor, incluso, que Antonio Gala), que compensa su insignificancia con una reiterada, y casi siempre gratuita, maledicencia para con los grandes: como la mosca que chincha al caballo, así se cree cuadrúpedo. En ello tiene mucho que ver su personalidad sadomasoquista: disfruta haciendo daño y disfruta recibiéndolo. Nos bastó encontrarnos, cara a cara, en una jornada en Barcelona sobre crítica literaria -después de que, antes de saber quién era yo, me repasara de arriba abajo con ojos lúbricos- para que nos cogiéramos por las solapas. El último de esta nómina siniestra es un joven pugnaz que coordinaba la sección de reseñas de una revista literaria, sin leerlas. Eso hizo que cometiera una estridente equivocación en una que se publicó sobre un libro mío, y por el que yo protesté. En lugar de disculparse y enmendar el error, que es lo que habría hecho cualquier persona con un poco de profesionalidad, se enzarzó en una discusión adolescente conmigo, que acabó cuando me desafió a abandonar la revista si no me gustaba; y, claro, uno no puede tolerar desafíos a cierta edad, ni de cierta gente: la abandoné en este mismo instante. Luego, él también la dejó, cuando advirtió que ya no le servía para trepar. Pero ese tipo ha sido el que más ha laborado para perjudicarme, incluso en las cosas de comer: supe, tiempo después, que había borrado mi nombre de una terna de candidatos a impartir unas clases en un curso en el que él participaba. Pese a todo, examino esta lista y no puedo dejar de recordar lo que Witold Gombrowicz, cuya inteligencia apabulla, escribió en Contra los poetas: "Pero la poesía (...), además de constituir un estilo hermético (...), constituye también un mundo hermético (...). La primera consecuencia del aislamiento social de los poetas es que en el mundo poético todo se hincha, y aun los creadores mediocres llegan a adquirir dimensiones apocalípticas y, por el mismo motivo, los problemas de poca monta cobran una trascendencia que asusta. Hace tiempo hubo entre los poetas una gran polémica sobre la famosa cuestión de las asonancias y parecía que la suerte del universo dependía del hecho de si es posible rimar 'espesura' y 'susurran'. Es lo que sucede cuando el espíritu gremial domina al universal". Me temo que todos los problemas expuestos en esta entrada son de muy poca entidad, y que tanto en críticos como en criticados, es decir, tanto en mí como en los demás, se ha exacerbado el espíritu de grey, hasta el punto de justificar insignificancias como las reflejadas aquí enemistades africanas que perdurarán hasta el fin de los tiempos. Pero el propio Gombrowicz, poco después de haber escrito lo anterior, afirma también: "¡Cuánta más importancia tiene (...) para nuestra formación el enemigo que el amigo! Solo ante el enemigo podemos verificar plenamente nuestra razón de ser y solo él nos procura la clave de nuestros puntos débiles y nos pone el sello de la universalidad. ¿Por qué, entonces, los poetas huyen ante el choque salvador?". Tiene razón. Odiar es muy cansado, y consume energías valiosas que haríamos mejor en dedicar a otras cosas -a nuestra obra, por ejemplo-, pero ser odiado te envuelve en una llama, negra pero poderosísima, que alimenta el espíritu, que lo dota de perfiles tajantes, que lo engrandece. Y eso ha de revertir también en nuestra obra. Solo eso nos justifica.

4 comentarios:

  1. Fernando Aramburu también decía el otro día: -los poetas conforman un mundo más cerrado, lleno de rivalidades-
    También dice que "el humor es uno de los asuntos más serios de su vida".
    Soy de la misma opinión; el humor es una necesidad vital
    Avidas Pretensiones da cuenta, al parecer, de todo ello. Habrá que leerlo!!


    Un abrazo

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    1. Justamente ayer leí en El País, querida Amelia, la noticia de la concesión del premio Biblioteca Breve a "Ávidas pretensiones", de Aramburu, y decidí comprar el libro cuando esté en España. La novela promete, desde luego, pero no sé si sabes que Aramburu es un excelente poeta. Hace no mucho, reseñé sus versos en "Letras Libres". Te lo recomiendo.

      Un beso.

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  2. Gracias, Eduardo, por tu recomendación.
    Ayer leí tu reseña, sobre Aramburu, tan pulcra como siempre.
    "Yo quisiera llover" (me recordó ...lloraba y llovía... de AFM en "Carne de Pixel").

    Un amigo, me dijo un día que; a las lágrimas, no hay que resistirse!


    Un beso

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    1. Yo no me resisto a las lágrimas. Vienen pocas veces, pero, cuando lo hacen, no les pongo ningún impedimento.

      Más besos.

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