lunes, 9 de junio de 2014

La crítica literaria

En la entrada de ayer de su blog, Álvaro Valverde comunicaba que había presentado la dimisión como crítico de poesía de ABC. Exponía claras razones, siendo la principal que no sentía valorado su trabajo, ni que la poesía tuviera apenas reconocimiento en el periódico: en todo su tiempo de colaboración con el suplemento, solo había publicado cinco reseñas, y ninguna desde marzo de este año, aunque tenía varias entregadas. Vi a Álvaro hace muy poco, en la Feria del Libro, y cuando volví a felicitarlo por su incorporación como crítico de ABC, su reacción fue amistosa pero desengañada: el ritmo de publicación, me dijo, no es que fuese cansino, es que no existía. Es una queja que les he oído a otros amigos, también críticos en suplementos literarios, y que yo mismo puedo suscribir. No colaboro en ningún diario, pero sí en varias revistas culturales, y la situación no se diferencia mucho de la expuesta por Álvaro. Las reseñas de poesía tienen muchas dificultades en pasar por el estrecho cuello de botella del criterio editorial y, cuando lo hacen, tardan mucho en salir de la botella. En los medios generalistas, no es ilógico que sea así: si le prestan a la poesía la misma atención que le presta la sociedad lectora, su presencia será testimonial, si no nula. Además, la poesía sufre en ellos la terrible presión publicitaria de las grandes editoriales, que favorece a todos los géneros, menos a la poesía. No creo que esto tenga solución. Yo lo sobrellevo con mucho trabajo y mucha paciencia, y diversificando los medios. Internet ofrece algún consuelo, por lo menos cuantitativo, pero, en general, me inspira poca confianza. En Internet no hay filtros: cualquier idiota puede opinar sobre libros. También hay idiotas en los periódicos, desde luego, pero su idiotez está, me parece, más controlada, o se manifiesta con menos radicalidad. Los filtros son importantes, si lo que uno pretende es alguna calidad. Ejercer la crítica literaria no es fácil, aunque muchos opinen lo contrario: como cualquiera puede leer libros, y el lenguaje nos pertenece a todos, muchos concluyen que ellos están tan capacitados como el más empingorotado de los exégetas para determinar qué es bueno y qué es malo, qué funciona y qué no. Pero no se trata de ser un exégeta empingorotado, sino un lector culto, formado, sensible y experto, y eso exige, no solo una disposición de ánimo especial, sino, sobre todo, años de estudio del arte de la literatura, de lecturas pacientes y de reflexión sobre lo leído. Y de escritura: el buen crítico literario ha de ser, en primer lugar, un buen escritor. No hay crítica digna si no está dignamente compuesta, más aún, si no es, a su vez, tan literaria como aquello que critica. Yo defiendo, por encima de todo, el espíritu creativo de la crítica, su naturaleza literaria, y por eso no me canso de reinvindicar aquellas brevísimas reseñas que Borges publicara, en los años 30 del siglo pasado, en una revista bonaerense para señoras, El Hogar, en las que, entre anuncios de lencería femenina y recetas de repostería, desgranaba ideas audaces con formas deslumbrantes. Claro, era Borges, pero, salvando las distancias, algo así deberíamos pretender todos los que nos dedicamos a esto. Abochornan, a veces, algunas colaboraciones en los medios de papel: dos o tres críticos conozco en este país que son incapaces de construir una frase siguiendo aquella sabia y simplicísima regla de nuestras clases de gramática elemental: sujeto, verbo y predicado, y no son pocos los que se mueven en una anchurosa franja de mediocridad e insipidez. Pero la basura que circula por Internet, como esos anillos de desechos que rodean algunos planetas, sujetos a su órbita por la fuerza gravitacional, es infinita, y no está constreñida por nada. La crítica literaria es muy importante, aun hoy, en que parece que, por su difusión (o disolución) internética, ha perdido consistencia, se ha diluido en un océano de opiniones equivalentes. Seguimos necesitando, o al menos yo sigo necesitando, pareceres inquietos, meditados, atentos a la novedad, pero sólidamente asentados en el conocimiento; gente que me diga, de la muchedumbre de lecturas posibles, en cuál merece la pena que me ocupe. Y para ello no tienen que coincidir necesariamente con mis gustos, es más, pueden divergir por completo de ellos. Algún crítico tengo fichado -y no es difícil, por lo mucho que grazna, e insulta, y se hace notar- que resulta infalible a sensu contrario: libro o poeta que recomienda, libro o poeta del que prescindo. Sus preferencias son las opuestas a las mías, aunque la diferencia entre él y yo es que él cree que sus preferencias son valores objetivos, absolutos, y yo soy consciente de que mis preferencias son solo mis preferencias. La objetividad no existe, ni en la crítica literaria ni en nada: a lo sumo podemos aspirar a una intersubjetividad compartida, democrática, por ser la suma de muchas subjetividades individuales. Toda pretensión de objetividad ha de estar matizada, lastrada incluso, por la conciencia de la subjetividad: cuando afirmamos que algo es, no debemos olvidar que es para nosotros, o desde nosotros, desde nuestras representaciones mentales, desde nuestras categorías gnoseológicas. Cuanta mayor sea esa conciencia, más límpidas serán nuestras afirmaciones, aunque susciten la discrepancia, y más posibilidades tendrán de contribuir a una subjetividad común. 

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