lunes, 16 de junio de 2014

Un encuentro con el pasado

Hace un par de días, cuando iba a visitar a mi madre en el hospital, reconocí a una persona sentada en la terraza de un bar. Estaba solo, resolviendo un crucigrama, con la comodidad de las personas acostumbradas a la soledad. Era Juan Ramón Capella, un antiguo profesor mío de la facultad de Derecho, aunque debería decir el único profesor del que guardo un recuerdo entrañable. No nos hicimos amigos, aunque llegué, en una ocasión, a visitarlo en su casa -en la calle Aribau, muy cerca de aquel bar-, pero sí fue, en los dos cursos que nos impartió a lo largo de la carrera, el mayor estímulo intelectual y el mejor ejemplo personal de aquellos estudios polvorientos. La gran mayoría del claustro oscilaba entre la mediocridad, el facherío -la cátedra de Derecho Procesal, por ejemplo, era un nido de franquistas- y el izquierdismo de toda laya, singularmente el marxismo: Político y Mercantil destacaban en eso. De hecho, también Capella era marxista: había militado en el PSUC, y sido dirigente del Partido algunos años. Pero eso, naturalmente, no nos importaba; más aún: nos gustaba, incluso a los estudiantes del Opus, que en aquellos años también eran muchos, y que no estaban precisamente a favor de la dictadura del proletariado. Capella nos dio, en primer curso, Derecho Natural (especificando, el primer día de clase, que el derecho natural no existía: la ley no es nunca una resultado de la naturaleza, sino de la acción del hombre) y, en quinto, Filosofía del Derecho. Él sustentaba, pues, con ideas el principio y el final de una carrera eminentemente técnica, en una suerte de paréntesis conceptual. Su aproximación a las nociones del Derecho no pasaba por las normas, sino por las razones de las normas: por su sentido último, que era siempre la regulación de las relaciones de poder. El Derecho no sirve para ordenar la convivencia sino en la medida en que sirve para preservar el poder establecido. Descubrir algo tan sencillo, y a la vez tan oculto -como la carta robada de Poe, es tan evidente que no se ve-, suponía una revolución para nosotros en aquellos días en que los demás profesores solo expresaban certidumbres codificadas, procedimientos y automatismos. Capella revelaba, en cambio, la realidad subyacente, la verdadera realidad, y eso abría el melón del Derecho como una navaja barbera. Nuestro profesor, además, acreditaba una formación humanística de la que carecían -o no demostraban poseer- los demás. Sus referencias a la literatura y a la historia, su prosa hablada -recuerdo una expresión suya que todavía paladeo, y que he hecho mía: "es una temeridad rayana en el suicidio"-, su sensibilidad por las formas (él, que destripaba el fondo), me cautivaban tanto como si lucidez intelectual. En la primera clase de quinto, nos dijo: "Están Uds. a punto de acabar sus estudios de Derecho, y creen conocer sus contenidos, sus mecanismos. Pero, en realidad, lo único que han aprendido Uds. es un lenguaje. El Derecho solo es un lenguaje". Yo aún no había leído a Wittgenstein, pero, si lo hubiera hecho, aquello me habría parecido wittgensteiniano, es decir, poético. A Capella casi siempre lo interrumpía el bedel, que, en una reminiscencia de la universidad decimonónica, una de tantas en aquellos años heroicos, abría el gran portalón del aula magna, donde nos daba clase en primero, y gritaba: "Doctor, la hora". Como en una sesión de psicoanálisis. Capella cesaba en su peroración, y todos, con gran barahúnda, recogíamos los bártulos y buscábamos la clase siguiente. Éramos estudiantes, al fin y al cabo: que Capella nos gustase no quería decir que no estuviéramos deseando marcharnos. Una vez, sin embargo, nuestra salida fue demasiado precipitada, y él debía de encontrarse en un punto muy importante de su exposición. Antes de que hubiéramos podido irnos, se cortó, nos pidió disculpas por haber seguido hablando después de que el bedel hubiera dado la hora y, saltando del estrado -que no era bajo-, se marchó del aula antes que cualquiera de nosotros. Nos quedamos de una pieza, avergonzados de nuestra urgencia. Al día siguiente, como delegado de la clase que era, le pedí perdón en nombre de todos. Él aceptó nuestras disculpas y, a su vez, agradeció el gesto que había tenido la clase, por medio de su delegado. Cuando acabé la carrera, yo aún no escribía poesía. Empecé a hacerlo algunos años después. Pero no me olvidé de mandarle algunos ejemplares a mi admirado profesor, incluyendo uno de La luz oída, con el que había ganado el Premio Adonáis. Él acusó recibo y me invitó a su casa. Acudí, con algún nerviosismo: recuerdo que me ofreció una tónica. Charlamos, no de Derecho, sino de literatura, y él evocó una relación similar que había desarrollado con un profesor suyo, don Alejandro. Don Alejandro lo tuteaba, pero él solo podía tratarlo de usted: "Es Ud. un reaccionario, don Alejandro", me dijo que le decía. Y a mí me pasaba lo mismo entonces: no que fuera un reaccionario, sino que solo podía tratarlo de usted. La relación no continuó, porque con la gente solemos coincidir algún trecho en el camino de la vida, pero rara vez todo el trayecto. Pero yo siempre guardé un recuerdo cordial de aquel profesor singular. A lo largo de los años he leído con admiración alguno de los muchos libros que ha publicado, todos en Trotta: por ejemplo, Los ciudadanos siervos, en el que sigue despellejando una realidad subordinada a los intereses de los poderosos, y Sin Ítaca, el primer volumen de sus memorias, mucho más personal y mucho menos filosófico, en el que demuestra, una vez más, una prosa con nervio y un notable pulso narrativo. No solo leí Sin Ítaca, sino que me ofrecí para reseñarlo en Letras Libres, pero mi propuesta no fue aceptada, por razones que ignoro. Ayer dudé si interrumpir o no su crucigrama. En general, no me gusta molestar a nadie, aunque sea un personaje admirado o próximo, pero esta vez me atreví. Lo saludé y le dije precisamente eso: que no me gusta interrumpir a nadie cuando está haciendo algo tan importante como resolver un sudoku o un cruci, pero que iba a hacer una excepción. "Yo fui alumno suyo...", añadí, como quien dice: "Yo tenía una granja en África..."; "me llamo Eduardo Moga". Entonces se recostó en los tubos metálicos de su asiento de terraza de bar, abrió mucho los ojos azulísimos, y exclamó: "¿Eduardo Moga? ¿El poeta?". "Lo intento, don Juan Ramón, solo lo intento", le respondí con aparente modestia, pero exultante en mi interior. Estuvimos charlando un rato: yo elogié sus clases y sus libros, y él recordó con cariño la promoción del 85, a la que yo pertenecía. Pero la primera obligación del huésped o del visitante es saber cuándo tiene que irse, así que no quise entretenerlo demasiado: "Voy a ver a mi madre, a la que han operado de una rodilla". "Yo tengo 74 años y 110 kilos de peso", puntualizó; "también las tengo fastidiadas". Y, cuando ya me iba, se me quedó mirando y concluyó: "Me ha alegrado Ud. la mañana". Seguí caminando, en dirección al hospital, como si hubiera recuperado un trozo perdido de mí. 

4 comentarios:

  1. Esta entrada tuya, también a mí me lleva al pasado; a mis estudios de Derecho Natural y Filosofía del Derecho, al igual que a tí, me las dió el mismo profesor! Mi recuerdo es bastante diferente al tuyo, pero no fue malo.

    Como decía Angel Campos Pámpano: "A veces sólo un gesto es suficiente para salvar el día"

    Un abrazo

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  2. Algún día tendrás que contarme tu historia, Amelia, porque en cada comentario tuyo descubro una nueva sorpresa: ¡has estudiado Derecho en Barcelona, y con Juan Ramón Capella!

    Besos estupefactos.

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  3. Es verdad, podria interpretarse como lo has hecho tú, pero no, me expliqué mal. He estudiado Derecho, sí, pero no en Barcelona; tampoco tuve de profesor a Juan Ramón Capella, lo que lamento, según lo que cuentas.
    Lo que quería decir es que que mi profesor de Derecho Natural también lo fue de Filosofía del Derecho. Me gustó, por un instante, volver al pasado, eso es todo.
    La próxima vez será más explícita.


    Un abrazo aclaratorio

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    1. Aclarado, querida Amelia. Te entendí mal. Pero no dejes de escribirme por esta pequeña confusión.

      Un gran beso.

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