lunes, 23 de junio de 2014

Una discusión sobre la independencia

Quedo por la tarde con Jordi, uno de mis mejores y más antiguos amigos. Nos hemos citado en el Glaciar, en la plaza Real. Me dejo arrastrar por la corriente de visitantes que baja por las Ramblas: creo que soy el único barcelonés en esta multitud. (Mientras escribo esto, oigo, increíblemente, a un afilador anunciándose, con su soniquete milenario, por las calles del barrio. Me pasma que aún exista este oficio, y que se ejerza en Sant Cugat: quizá la crisis haya devuelto a los afiladores a las calles). Paso primero por la zona de los asientos, en Canaletas. Hoy son sillas macizas, fijadas al suelo. En mi adolescencia, eran meras sillas de tijera que se colocaban y retiraban cada día, y en las que un encargado con gorra de plato te cobraba por sentarte. Con los amigos jugábamos a despistar al tío, o bien a aprovechar que estuviese en el otro extremo de la fila, para descansar un ratito: cuando se acercaba -nunca venía corriendo-, nos levantábamos y nos íbamos. (Otra interrupción sonora: el ordenador en el que escribo canta cada hora, pero lo hace en inglés, y algún defecto en la grabación ha deformado la palabra hours, que suena como whores: a las diez, pues, proclama: ¡diez putas!). Algo más abajo, a mi izquierda, reparo, por primera vez, con el Museo Erótico de Barcelona: sabía de muchos museos pintorescos en la ciudad -el de Cera, que es un horror, al final de estas mismas Ramblas, el del calzado, el del chocolate-, pero no de este. Justo cuando paso por delante, se exhibe en un balcón una modelo vestida como Marylin Monroe en la escena de la rejilla del metro, en La tentación vive arriba. Ella saluda al público -aunque no la miren muchos desde la calle: están más interesados por los helados que puedan comprar- y, a su lado, un maromo, un cruce de gorila de discoteca y yonqui desorejado, menea un cartelón del museo. Cuando llego a la plaza Real, no está menos llena que las Ramblas: las muchedumbres de turistas se derraman por los alrededores como las riadas anegan los predios colindantes. Jordi ha ocupado ya sitio y me siento a su lado. Con Jordi, a quien conocí en la facultad de Derecho, me he pasado años discutiendo: discrepamos en muchas cosas, pero coincidimos en lo fundamental: un cariño profundo, basado en las experiencias compartidas, en la intimidad conocida y en los mutuos valores humanos; por lo menos, a mí me constan los suyos. Sin embargo, también hemos aprendido que las divergencias, cuando afectan a lo sustancial de la conciencia, pueden hacer daño: nuestra mayor crisis, en estos últimos años, fue una agria discusión sobre la fe: él es católico y yo, ateo, y eso nos llevó a un intercambio que le resultó hiriente. Por eso habíamos establecido, tácitamente, un pacto de no agresión: algunos temas, como el religioso, no deben tratarse. Lo mismo me sucede en las comidas de Navidad en casa de mis suegros, con mi numerosa familia política: determinadas cuestiones no se mencionan. El problema, allí, es que las cuestiones inmencionables crecen cada año: pronto ya solo podremos hablar del tráfico. Con Jordi, el margen es más mucho más amplio, pero también tiene sus limitaciones. La política no está excluida, aunque es un terreno resbaladizo. Jordi ha sido siempre catalanista y, desde hace algunos años, siguiendo la misma transformación que ha experimentado Convergència i Unió, se ha vuelto independentista. Hoy, después de un intercambio inicial sobre el estado de salud de nuestras madres y nuestros planes veraniegos, veo que no tiene reparo en introducir el asunto del referéndum por la independencia convocado por el gobierno catalán para el próximo 9 de noviembre. Él lo desea, desde luego, aunque yo no creo que se llegue a celebrar. Pero tanto si se celebra como si no -en cuyo caso habría, con toda probabilidad, elecciones anticipadas de carácter plebiscitario-, la pregunta que nos hacemos los dos es: y al día siguiente, ¿qué? De la necesidad de que haya un diálogo político, en la que también convenimos ambos, pasamos al meollo de la cuestión: las ventajas e inconvenientes de la independencia. Yo parto de dos premisas: creo que, en esta como en otras cuestiones que afectan al modelo de Estado (como la monarquía o la república, por poner un asunto candente estos últimos días), y por una elemental aplicación del principio democrático, los ciudadanos deben poder pronunciarse. También en este asunto la única forma de saber cuántos catalanes desean dejar de ser españoles, es votar, como se ha hecho en Canadá, o en Checoslovaquia, o en Puerto Rico, o se va a hacer en Escocia, con la aquiescencia de la muy civilizada y democrática Gran Bretaña. En ese hipotético referéndum, Jordi votaría que sí y yo votaría que no. También creo que la financiación de las comunidades autónomas, en general, y la de Cataluña, en particular, ha de mejorarse. Las prestaciones en servicios públicos del Estado son menores en Cataluña que en las demás comunidades, y no veo por qué los ciudadanos de una de las regiones que más contribuye al bienestar común han de participar menos de ese mismo bienestar. Pero, dicho esto, tampoco veo por qué, hechas las correcciones necesarias, a una Cataluña independiente le haya de ir mejor que a una Cataluña española, ni que la independencia favorezca la cohesión social, ni que en el independentismo no haya también, junto con el cacareado clamor popular, mucho de tacticismo sectario, y de adoctrinamiento partidista, y de crisis económica e institucional. El independentismo -que nunca había abrazado Convergència, un partido templado, pactista: hasta con Aznar se puso de acuerdo- les ha servido a Mas para capear la crisis, para disimular su pésima gestión económica y para ocultar su exuberante historial de corrupción; y, sobre todo, para ofrecer una ilusión a mucha gente desilusionada. Esto es justamente lo que no entiende Jordi, que me sorprende por una extraña mezcla de candor y de agresividad. Para él, el independentismo ha brotado de un acrisolado sentimiento nacional, limpio como una mañana de primavera, sin mácula de intereses, sin sombras que lo enturbien. España ha maltratado a Cataluña, y eso ha hecho que el pueblo catalán, unido como un solo hombre, se echara a la calle para manifestar su hartazgo y reclamar lo que es justo y necesario. Cataluña -así, al por mayor, sin nada que ver con negociaciones frustradas, ni con mayorías o minorías parlamentarias, ni con la voluntad de unos y otros de mantenerse en el poder- prosigue la lucha de trescientos años de historia, y exige el divorcio. Y esos trescientos años de historia -desde 1714, claro- son solo de una historia: la del pueblo catalán en demanda de sus derechos. Este es el único hilo conductor del relato: la voluntad de independencia, aunque la historia -la catalana y todas- no sea nunca un hilo, sino una urdimbre, donde se entrelazan fuerzas contrarias y movimientos antagónicos, donde conviven separatistas y unionistas, donde hay catalanes que se oponen a las dictaduras y también catalanes que las apoyan. Pero nada de todo esto cuenta: ha llegado el tiempo auroral de una nueva tierra, de un nueva vida, y ante eso palidece todo. Le cuento a Jordi, pasando de la historia a la intrahistoria, que yo me he sentido, y me sigo sintiendo, expulsado de Cataluña, que me estoy descatalanizando a pasos agigantados, pero él no reconoce el sentimiento, la herida personal, que le revelo: atribuye mis males a la acción de individuos concretos, de circunstancias reprobables, pero no al impulso pernicioso que el independentismo genera, a su insidiosa tajadura. Y eso me duele. Aquí dejo de hablar: le cedo la última palabra, en la que se recrea, complacido. Pero yo atiendo ya solo a los rebaños de guiris que deambulan por la plaza en busca de hueco en alguna terraza donde sentarse y donde les cobren tres euros por una cerveza. Cuando Jordi advierte que el debate político ya no da más de sí, pasa a hablar de literatura y me pregunta qué estoy escribiendo. Se lo cuento, con alguna desgana. No obstante, la charla se va haciendo, poco a poco, más vivaz, y acabamos intercambiando alegres noticias de libros: los libros son siempre un lenitivo. Lo acompaño luego a coger la moto y nos despedimos con un abrazo. La tarde es bochornosa y gris, y yo me siento extrañamente decepcionado.

6 comentarios:

  1. Dos catalanes, dos posturas: la aparentemente pasional, nacionalista y fanática, y la aparentemente "sensata", fría y moderada. Luego estamos los españoles "raros", generalmente de provincias, por ahora poco numerosos y escondidos, que estamos comenzando a estar hartos de las posturas pactistas (tanto de Madrid como de CiU). Del "te doy esto, a cambio de amor" para seguir juntos otros 40 años "y hacer como que nos queremos". Hay un porcentaje oculto, y cada vez más cansado y asqueado de españoles, que hace 20 años estaríamos con Vd. Hoy comenzamos a preferir a Jordi. Se llama agotamiento, hartazgo, cansancio, estar hasta las narices del cuento del nunca acabar, hartos de vivir en el mismo telediario. El que haya sufrido un divorcio en su familia, me comprenderá. A veces en esta vida hay que cortar. No por interés, sino por salud mental de las dos partes. La lástima es que todavía somos pocos. Pero no será siempre así, el agotamiento mutuo crecerá lento pero seguro. En el fondo, Jordi es el sensato, lo otro es alargar agonías. Y al final siempre es peor. Que tenga que decir yo esto desde la España profunda, vamos... hace 20 años ni me lo hubiera creído. Nunca, jamás en mi vida, hubiera creído que iba a sentir esto: apoyo a los independentistas. Con tal de acabar. Y no tener que vernos.

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    1. Comprendo muy bien, anónimo, que suscriba las posiciones de mi amigo Jordi: son Uds. almas gemelas. El también me hablaba de cansancio, de hartazgo: los catalanes, decía, estamos hartos de que nos maltraten en España, de que nos expolien, de que laminen nuestra lengua, de que nos llamen nazis e insolidarios, de que declaren inconstitucional un Estatuto aprobado por dos parlamentos y sancionado en referéndum por el pueblo catalán. Yo ya no soporto más a España, seguía diciendo Jordi: no quiero verla más. Exactamente como Ud., pero al revés. Vivimos en un país de ciegos, y también de sordos: no oímos nada, en realidad, a pesar de todo el ruido que hay. Yo no quiero dejar de ver a los españoles, pese al estragante nacionalismo del PP y del PSOE, y pese a las burradas que dicen tantos, y que propalan los medios de comunicación de la derecha; ni tampoco a los catalanes, pese a la mediocridad de sus dirigentes, el sentido tribal de su independentismo y la cerrazón de muchos. Ud., naturalmente, puede hacer lo que quiera.

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  2. Constato una vez más que cada uno tiene sus razones. Separatistas o unionistas, ambos tienen razón. ¿Conoce alguien algún método fiable para saber quien tiene "más" razones, o la razón? Pienso que de un debate así -aún entre amigos de verdad- nunca resulta algun acuerdo. Nunca un separatista dejará de serlo por escuchar las fundadas razones de un unionista, y viceversa. Tengo para mi que no se trata ya de razones sino de sentimientos, vivencias personales y emociones. Yo casi he renunciado al análisis racional. Seguramente, por lo demás, no tengo la cabeza bien amueblada para ello. En este asunto, inevitablemente me remito a la tan manida conllevancia orteguiana. Me asombra y apena que políticos y notables de todo tipo no tengan esto en cuenta y hayan provocado esta situación como si estuvieran seguros de tener razón, por encima de todos. Pura irresponsabilidad disfrazada de pretensiones mesiánicas. Hasta donde sea decente hacerlo como persona y sin desea ningún mal a nadie, maldigo cada dia al aprendiz de brujo que ha suscitado y alimentado tozudamente este conflicto que viene de lejos, ciertamente, pero que no impedía la paz social y el progreso de todos. Me he vuelto muy pragmático y no creo ya en la razón, la que tienen unos u otros. Que un conflicto exista no obliga a resolverlo a cualquier precio sino a suavizarlo y soportarlo si el precio es muy alto. Las tensiones sociales añadidas a las propias de la dichosa crisis, los problemas nuevos en las relaciones personales, els distanciamento entre amigos y familiares, el "exilio interior" al que uno va sucumbiendo.... todo ello me parece infinitamente más preocupante que la crisis económica que padecemos. No veo solución posible, salvo -con algún nombre nuevo- la conllevancia concretada en nuevos pactos y equlibrios políticos y financieros.

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    1. Convengo con casi todas sus apreciaciones, Albert. Es muy cierto que en el debate nacional(ista), como en muchos otros, los sentimientos mandan. A mí no me parece mal que lo hagan, frente a tantos que disimulan los suyos apelando a la racionalidad, pero deberíamos ser capaces de que convivieran, o, por lo menos, de que se hicieran daño. En eso estamos algunos.

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  3. Anda que, dejarse avasallar por alguien tan ingenuo como para creer en Dios y en Artur Mas...

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    1. No creo, estimada Mercedes, haberme dejado avasallar. Renunciar al debate, cuando el debate es infructuoso, no significa renunciar a las ideas. Ceder la palabra al otro, cuando la palabra ya no conduce a nada, es antes prudencia que claudicación.

      Un saludo.

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