sábado, 5 de julio de 2014

El Tour

Hoy empieza el Tour. Lo hace desde Leeds, en el interior de Inglaterra, que es como si los Sanfermines empezaran en Varsovia. Yo lo he visto pasar dos veces en mi vida. La primera, en 1978, en Francia. Estaba pasando yo un verano con mis parientes franceses -exiliados de la Guerra Civil que se habían establecido en la región de los Pirineos-, y mis tíos decidieron, un domingo, ir a ver la serpiente multicolor. Recuerdo una campiña muy verde y unas montañas muy altas. Nosotros nos situamos al pie de una de ellas, el col d'Aspin, uno de los picos clásicos del Tour en los Pirineos. Había gente a nuestro alrededor, aunque no multitudes, sino más bien familias con las fiambreras en la hierba, gente sentada en el maletero del coche, algunas tiendas de campaña en cuyo ápice ondeaba una banderita tricolor. Fue una visión fugaz: de repente, apareció un montón de ciclistas y, tan de repente como había aparecido, desapareció. El paso del pelotón apenas duró unos segundos. No había escapados, ni rezagados: aquello era un tráiler muy largo, pero compacto. Entre quienes lo integraban, recuerdo haber distinguido a algunos corredores españoles, que entonces militaban en el equipo KAS: Paco Galdós, por ejemplo, un fino esforzado de la ruta que obtuvo algunas victorias parciales y buenas posiciones en la general (el año anterior había sido cuarto en el Tour, y en 1978 sería séptimo), pero que nunca logró un gran triunfo. Aquellos, los setenta, fueron años difíciles para el ciclismo español: muy lejos quedaban ya las gestas de Federico Martín Bahamontes -aquel toledano que, al coronar destacado la espeluznante cima del col de la Romeyère, se paró a tomarse un helado; el primer español en ganar un Tour, el de 1959-, y Luis Ocaña, tras su triunfo en 1973, ya no daba más de sí, y su representación había quedado en manos de -mejor, en las piernas de- gente como Galdós o José Manuel Fuente, El Tarangu, un asturiano regordete que ganó en dos ocasiones la Vuelta a España. La segunda vez que fui espectador del Tour fue en 2009, cuando una de las etapas pasó por Sant Cugat, algo casi tan inverosímil como que este año salga de Leeds. Esta vez, el pelotón iba fragmentado en la cabeza, pero no parecía estar librando una gran batalla. Aunque llovía, la curiosidad era grande. Recuerdo que salí porque tenía que hacer una gestión en el banco, pero me encontré las calles cortadas, la circulación revuelta, policías de tráfico con casco que manoteaban en medio de la calzada, gente por todas partes. Alberto Contador ganaría la carrera, aunque hoy en día, para saber si realmente has ganado una carrera, hay que dejar pasar unos cuantos años: si no te pillan por dopaje y te desposeen del triunfo, puedes considerarlo definitivamente tuyo. Pero mis primeras excitaciones ciclistas no tienen que ver con esos años de 1978 y 2009. Aunque recuerdo vagamente -yo tenía 9 años- el batacazo que se dio Ocaña en el col de Menté, cuando le sacaba casi ocho minutos a Eddy Merckx, y su triunfo dos veranos más tarde, mi pasión por el ciclismo empieza, realmente, en 1983, cuando Ángel Arroyo y un jovencísimo Pedro Delgado descubrieron -y nos hicieron descubrir a todos- que, en cuanto la carretera se empinaba, ellos iban más deprisa que nadie. Yo estaba pasando las vacaciones en Galicia, con una novia que tuve de Santiago de Compostela. Recorríamos los campos y las playas gallegas, dedicados a esas cosas tan naturales a las que se dedican los novios de veinte años, pero yo no olvidaba leer el periódico todos los días, para, entre otras cosas, seguir las hazañas de los dos escaladores españoles, que estimulaban las mías, muchos más modestas, pero también mucho más placenteras. Luego, durante bastante tiempo, fui un fan de la grand boucle: asistí al memorable triunfo de Perico en el tour del 88 (y a su no menos memorable pájara en la salida de la contrarreloj del 89: ¿cómo puede un ciclista profesional, líder de la carrera, llegar tarde a la salida de una contrarreloj?) y al quinquenio glorioso de Induráin, aquel diésel unicejo, aquel armario en velocípedo al que no le echaba el lazo ni el rey del rodeo. Lo asombroso del navarro es que su corpulencia no le impedía desempeñarse muy bien en la montaña. Pese a desplazar un quintal de músculos y varias arrobas de huesos, Miguelón fue capaz de responder, por ejemplo, a los memorables ataques de Ugrúmov en el Mortirolo en el Giro del 93: Ugrúmov era un letón, teniente del ejército soviético, que esprintaba en las subidas: cuanto más pronunciadas, más esprintaba. Todos estos años, me tumbaba en el sofá de casa y me dejaba mecer por las imágenes de televisión: el contraste entre el esfuerzo de aquellos esqueletos humanos, que pedaleaban como si los persiguiera Lucifer, y mi propio descanso domiciliario hacía que el sueño, al que inevitablemente me rendía, fuese mucho más placentero. Solía luego despertarme con las fanfarrias de la llegada y los gritos por los altavoces de la etapa de los ganadores y de las clasificaciones. Entonces comprobaba que, como siempre, Induráin iba primero, y ya podía dedicarme a mis asuntos. Ah, qué saludable es el ciclismo; cuánto ayuda a mantenerse en forma. Con el tiempo, sin embargo, mi afición por las grandes carreras ciclistas, como por casi todas las modalidades deportivas, fue decayendo. Contribuyó a ello la generalización del dopaje, que hacía que vieras a los corredores de otro modo: el lugar de héroes en lucha sin cuartel con las alturas, como hoplitas en la batalla de Gaugamela o mirmidones contra las murallas de Troya, ahora eran yonquis de diseño, en cuyo interior funcionaba un motor anabolizante. Supimos que, durante algunos años, en las neveras portátiles que llevaban los equipos de los corredores no había agua, ni bebidas energéticas, ni mucho menos aquellos helados con los que se deleitaba Bahamontes, sino bolsas de sangre y chutes de hormonas peptídicas, y que el orgulloso vencedor de siete Tours era solo un tejano toxicómano y mentiroso. Hasta Contador, el nuevo líder, el que iba a prolongar la epopeya de Delgado e Induráin, se metía, aunque luego, cuando lo trincaron, dijera que solo se metía solomillos. Sigo recordando con placer, y con añoranza, aquellos tours peleados, sobrecogedores, asfixiantes de polvo, sudor y hasta muerte, pero ya no me arrullan hasta dormirme. Hoy prefiero adoptar un papel más aséptico y, a la vez, más activo: me monto yo mismo en la bici y pedaleo con una furia que ya quisieran para sí Schleck o Froome, aunque no me mueva ni un centímetro de donde estoy. Es la magia del spinning: que uno puede coronar cada tarde el Tourmalet a doscientos metros de su casa, y sin perecer en el intento.

2 comentarios:

  1. ¿Cómo no voy a acordarme? Aquella melenita dorada, aquellos quevedos impertinentes, aquel airer de suficiencia... y aquellos maravillosos siete segundos con los que Lemond le ganó un Tour... Ah, qué tiempos.

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