miércoles, 10 de septiembre de 2014

La podredumbre de los imperios

Estoy leyendo Empire. What Ruling the World Did to the British ("Imperio. Lo que gobernar el mundo hizo a los británicos"), de Jeremy Paxman. Lo compré, cómo no, en una charity shop, por dos libras. Me he convertido en un adicto a Paxman: no dejo de hacerme con todo lo suyo, en cuanto tengo ocasión. Hace doce años leí The English, un magnífico recuento del carácter nacional, y supongo que, cuando acabe Empire, volveré a hacerlo. Quien conozca a Paxman -y en Gran Bretaña lo conocen, y lo temen, casi todos, en particular los políticos, a los que fríe con su sorna y su incisividad- sabe de su capacidad crítica, que no se detiene ante el estatus, el poder o la masa. Este libro demuestra que tampoco lo frena el nacionalismo, aunque él se considere un inglés cabal. Sus ideas son claras desde el principio del ensayo: el origen del imperio británico fueron dos fenómenos íntimamente emparentados: la piratería y el tráfico de esclavos. La primera se cebó en las posesiones americanas y el tráfico marítimo de España, el principal enemigo de la nación durante, al menos, tres siglos. El parasitismo de los corsarios ingleses engordaba las arcas del estado y, sobre todo, entorpecía y desmoralizaba a los españoles, más preocupados por defender sus riquezas que por emplearlas sabiamente. La piratería, cuya cabeza más visible fue Francis Drake, pero que se nutrió de multitud de aventureros y buscafortunas, era promovida por la monarquía inglesa, aunque con su celebrada hipocresía: el rey o la reina correspondientes siempre acogían las consabidas protestas de los esquimaldos, es decir, de los españoles, con doloridas muestras de pesar, y les prometían que que algo tan lamentable no volvería a suceder. Sin embargo, Drake fue vicealmirante de la Armada Real Británica y recibió el título de sir. Es significativo que fuera también traficante de esclavos, el verdadero origen de la fortuna imperial británica. Aquí los ingleses no combatían a los españoles, sino que comerciaban con ellos: el dinero es siempre el dinero. Establecieron un triángulo mágico, en el que los mercantes zarpaban de los puertos ingleses -sobre todo de Liverpool, la capital de la esclavitud- cargados de bienes, arribaban a las costas de África, donde los intercambiaban por esclavos (al principio, eran los propios ingleses los que cazaban a los negros para esclavizarlos, pero era muy fatigoso perseguir por la selva a jóvenes fuertes que no deseaban ser atrapados, y decidieron dejar aquella ingrata tarea en manos de los reyezuelos de la zona, que estaban encantados de capturar enemigos, o incluso a los díscolos de sus propias tribus, para intercambiarlos por los espejos y las telas de los europeos), y transportaban a estos esclavos a América, donde los vendían por dinero contante y sonante, con el que volvían a casa e iniciaban un nuevo periplo. El producto de la venta de seres humanos robusteció durante siglos la economía británica y favoreció el desarrollo de la navegación, la exploración de los mares y el establecimiento de bases mercantiles estables en las costas saqueadas. Aunque los ingleses no inventaron el tráfico de esclavos -ese honor recayó en los portugueses-, fueron los que más, mejor y durante más tiempo lo explotaron. Como escribió un mercader enriquecido por este siniestro negocio en 1772, "el tráfico de esclavos es la base de nuestro comercio, el sostén de nuestras colonias, el aliento de nuestra navegación y la causa primera de nuestra industria nacional y de nuestras riquezas". En la década de 1780, se transportaron a América 750.000 personas en las fétidas sentinas de los cargueros europeos, la mitad de ellas en buques británicos. Se ha calculado que el número de seres humanos que se hicieron esclavos para nutrir este desalmado negocio fue de once millones. Y todo se ha dicho ya sobre las condiciones en que se realizaba: sobre el amontonamiento de la gente en los barcos (como piezas del tetrix: el espacio era oro), sobre los castigos aplicados a los que se resistían o rebelaban, sobre la mortandad y las enfermedades de los esclavos, sobre la indignidad de las subastas públicas y sobre los trabajos de sol a sol, sin comida ni descanso, que habían de hacer en los campos de caña o algodón. Sobre esta base de mugre y crueldad se levantó, pues, el magnífico edificio del imperio, lleno de palacios blanqueados. Así ha sido, en realidad, en todos los casos: los imperios han servido para enriquecer a los conquistadores y empobrecer a los conquistados, y los españoles no escapamos a esta triste realidad: nuestro trato a los indígenas no difería apenas del que dispensaban los negreros británicos a los suyos, y las fabulosas ganancias obtenidas con su sufrimiento revertían en el bienestar de una clase privilegiada en la península. Pero quizá aquí se encuentre la principal diferencia entre el imperio británico y el español: los ingleses supieron, desde el principio, diseminar el provecho y hacerlo fecundo: de él surgió la burguesía y nació la Revolución Industrial. Los españoles lo dilapidamos en guerras de religión. También fueron más listos que nosotros en otro aspecto fundamental: la justificación de la ignominia. Su forma de convivir con el mal fue endilgárselo a otro. Es la famosa leyenda negra, que, aunque iniciada por los franceses, fue entusiásticamente abrazada por los súbditos de su majestad: los españoles éramos los crueles, los bárbaros, los fanáticos; ellos, en cambio, difundían por el mundo la civilización y los valores occidentales. Como pago por esta abnegada labor, Gran Bretaña recibió, durante siglos, los beneficios inconmensurables del imperio, y favoreció su lujo. Cuando visitamos los grandes museos nacionales, las brillantes pinacotecas, las mansiones y palacios, las iglesias y catedrales, las esplendorosas instituciones que han hecho de esta nación un faro y un espejo para el universo mundo, no tenemos que olvidar -aunque ello no nos impida disfrutar de lo que vemos- que se asientan en el lodazal del expolio. No solo los frisos del Partenón están en el Museo Británico como consecuencia de la dominación inglesa. Casi todos los fondos que constituyen su colección original, amasados y legados por sir Hans Sloane, provienen también de ella, porque Sloane utilizó para comprarlos el dinero de su mujer, viuda de un importante plantador de Jamaica, cuya fortuna provenía del trabajo esclavo. Y la National Gallery se fundó con la colección de grandes maestros de John Julius Angerstein, que se había enriquecido asegurando barcos negreros y explotando plantaciones. Pero no solo los historiadores y los políticos se afanaban en adecuar sus ideas a la existencia de la esclavitud y sus consecuencias, y en imputar sus vicios a los detestados españoles. También las iglesias abrazaban con entusiasmo aquella lúgubre realidad y demostraban una extraordinaria flexibilidad doctrinal para justificarla, que no practicaban con otros aspectos de la fe. Por ejemplo, la Sociedad para la Propagación del Evangelio, propietaria de extensas plantaciones en Barbados, grababa en el pecho de sus esclavos, con un hierro al rojo, la palabra "Sociedad", para que los propietarios vecinos supieran que aquel semoviente les pertenecía, en caso de que cometiera la temeridad de escaparse, y evitaba, en sus piadosos sermones, referirse al éxodo de los esclavos en busca de la tierra prometida de la que habla el Viejo Testamento. Hoy, por fortuna, la esclavitud y los imperios quedan lejos, y Gran Bretaña se ha convertido en una sociedad multirracial, tolerante y en general benigna con todos aquellos que deciden establecerse en ella. También España ha progresado mucho en este sentido. No obstante, Paxman hace bien en exponer la verdad de la historia, y nosotros, en recordarla. Todos los imperios -los de antes, con sus virreyes, sus colonias y sus banderas flameantes, y los de ahora, con su dominio de los resortes financieros internacionales- se fundan en la mierda.

2 comentarios:

  1. Esclarecedor y estremecedor.
    Lástima que los libros de este señor no estén traducidos al castellano; ayy, mi parco inglés...

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    1. Pues sí, querido Antonio, no estaría mal que a Paxman se le tradujera al castellano. Te aseguro que sería una lectura instructiva y deliciosa.

      Más abrazos.

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