viernes, 31 de octubre de 2014

Una lectura en Tarragona

Las lecturas tienen una tradición milenaria: en Roma eran una institución. Pero allí no se andaban con chiquitas: duraban horas, incluso días. Si hoy nos quejamos de los problemas de la distribución de los libros de poesía, en la capital del imperio la distribución apenas existía: se limitaba a las copias que el librero -el impresor de hoy- podía hacer y poner a la venta en sus cestos, a pie de calle. El autor, pues, había de recurrir a otros medios para dar a conocer sus versos inmortales. Y, entre esos recursos autopublicitarios, estaban las lecturas, de las que, por otra parte, todo el mundo que podía, huía: varias horas de matraca poética acaban con el más pintado. (No quiero ni imaginarme, si la tradición hubiese perdurado, lo que sería una sesión así en manos de algunos bates -y no es errata- que conozco). Yo albergo sentimientos contradictorios al respecto. Por una parte, es inevitable que la vanidad se crezca con estos actos: que se reúna un grupo de personas, grande o pequeño (por lo general, pequeño), para escuchar lo que uno tenga que decir, es halagador: masajea el ego. Por otra, la certeza de la incomodidad que supone escuchar y callar, máxime (qué gran palabra: máxime) cuando lo que escuchamos no nos gusta y si la silla es dura, sumada al espíritu eucarístico que rodea a casi todas las lecturas o presentaciones -con un predicador oficiante, acólitos o monaguillos en el altar y un espeso silencio en la sala, en el que flota el incienso de la reverencia-, hace que yo mismo me sienta incómodo y que desee abreviar. El primer mandamiento es no aburrir, aunque en los actos poéticos no aburrir sea insólito, casi imposible. Muchos utilizamos algunos trucos para aligerar al respetable de la onerosísima losa de la recitación. Mi querido Julio Mas Alcaraz, por ejemplo, con el que he participado en una jam session en Londres, improvisa performances: se pasea por la sala mientras lee, tira papeles al aire, sube y baja violentamente la voz. Y la tradición de la polipoesía, o poesía performativa, que se ha instaurado en estos últimos años en Cataluña, reviviscencia de los espectáculos juglarescos, obedece, en buena parte, a mi juicio, a esa necesidad de transformar lo puramente discursivo en algo teatral, que agarre al oyente por las solapas y lo zarandee, no solo auditiva, sino también visualmente. Yo no me atrevo a protagonizar escenas en público, pero sí procuro alternar los ritmos para que la monocordia, con su irresistible poder narcótico, no se instale entre el público: contextualizo los poemas antes de leerlos, introduzco anécdotas entre uno y otro, y, sobre todo, leo distintos tipos de textos: en prosa y en verso, libre o blanco, sonetos, décimas, haikús, sextinas, eróticos, sociales, satíricos, existenciales o amorosos: lo que tenga y se me ocurra. La rugosidad, y a veces el estupor, que introduce este abanico de formas y temas diferentes impide que la gente se duerma, y esto solo ya es una victoria. Me complace también que el público me haga saber que lo que he leído no le ha gustado: eso significa que han estado atentos: el desagrado espabila, proscribe el sopor. Ayer leí en Tarragona, invitado por la poeta y amiga Teresa Domingo, y la CNT de la ciudad. Nunca me había invitado un sindicato, y menos un sindicato anarquista, a leer poemas. La verdad es que no noté la diferencia si, en lugar de una institución ácrata, hubiese recitado ante la confederación de empresarios: todo el mundo fue muy amable y formal, y quizá ese sosiego fuera también una señal de la domesticación actual de los sindicatos o del aplacamiento general del público: uno añora, hasta cierto punto, aquellos tiempos beligerantes de protestas y tomatazos, aunque uno mismo pudiera recibir alguno: la manifestación del placer o del disgusto, en lugar de la educada recepción de lo que se dice, es síntoma de implicación, de insumisión, de vida, en suma. No obstante, el acto fue muy agradable, al menos para mí. Estaba preocupado, eso sí, por que pudieran multarme por haber aparcado en una zona de carga y descarga sin haber pagado el peaje correspondiente, pero, como el coche estaba muy cerca de La Cantonada, el bar donde se celebró el acto, mantenía un ojo en la calle para vigilar que no se acercase un municipal. Si lo hubiera hecho, habría tenido que interrumpir la lectura para impedir la multa, lo cual habría abierto un memorable paréntesis esperpéntico. Fue satisfactorio comprobar que se había reunido una treintena de personas para escucharme, entre las cuales había algunos grandes amigos, como Agustín Calvo y su marido José Antonio -Agustín estaba en Tarragona porque un poema visual suyo había sido incluido en una exposición portuaria-, y otros a los que hacía mucho tiempo que no veía, como Manuel Rivera, poeta también y editor de Silva Editorial, y Juan Carlos Elijas, un hombre amabilísimo que lleva mucho tiempo escribiendo una poesía callada y levantisca. Hubo también quien no vino: siempre hay quien no viene, aunque haya dicho que vendría. Con eso siempre se cuenta: asistencias seguras que inasisten, e inasistencias igualmente seguras que te sorprenden asistiendo. Leí, entre otras composiciones, "Los haikús del ciego y el perro", una sextina soez, un par de décimas y el "Elogio del jabalí", de Insumisión, cuya antirreligiosidad me pareció adecuada al entorno, aunque esto tampoco se sabe nunca. Al acabar la lectura -que no duró más de cuarenta minutos: cincuenta y cinco es el plazo máximo en el que se puede contar con la atención del auditorio antes de que empiece a decaer, según las últimas estadísticas-, atendí a algunas personas, como Anna Montes Espejo, que vino a escucharme por recomendación de Juan Manuel Macías, en cuyas revistas digitales Cuaderno Ático y Noches Áticas colabora, y un joven muy alto llamado Jordi, que me confesó que era el primer recital de poesía al que asistía en su vida; por fortuna, según averigüé, no sería el último. Luego, los irreductibles -Teresa, Manolo, Juan Carlos, José Ángel, Jorge y yo- nos desplazamos desde La Cantonada a La Butifarra, y dimos cuenta de tres tablas de embutidos y quesos, que nos confortaron el cuerpo como los versos -espero- nos habían confortado el alma. Para cenar, me aflojé la corbata y me la eché por encima del hombro, para que no se manchase.

4 comentarios:

  1. Querido Eduardo: fue un verdadero placer organizar la lectura de tus poemas. Todo artista es narcisista, eso es natural y ya se sobreentiende, siempre que ese narcisismo natural quede acotado. Hubo gente a la que la lectura se le hizo corta, porque supiste captar la atención y creo que conseguiste que más de una persona vaya a interesarse por la poesía y aunque sólo fuera por eso ya valió la pena. Acertaste con el poema del jabalí, mis compañeros de CNT estuvieron muy contentos con ese poema en especial.
    Organizaba el sindicato, pero la mayor parte de la gente provenía del mundo de la poesía. Al ser en un local público vino mucha gente que no hubiera ido al local de los anarquistas, porque "nos comemos a los niños" ja ja. Echaste de menos la controversia, yo me alegré mucho de que todo transcurriera por cauces serenos y tranquilos, y de que entre todos pudieras contar con un aforo de público adecuado para un recital, dado que además te desplazabas desde Sant Cugat. Fue muy agradable compartir esa noche contigo y con los demás amigos que vinieron. La verdad es que me sentí - y me siento - muy feliz. Te envío un beso muy fuerte.

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    1. El placer fue mío, querida Teresa. El local era agradable, la compañía, amplia, y todos se mostraron atentos y cordiales. Un gusto, de verdad, por el que tengo que darte las gracias otra vez.

      Y un abrazo más.

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  2. Juan López-Carrillo31 de octubre de 2014, 17:47

    A pesar de inasistir, a través de la bruma febril del mar tan cercano, me llegó el eco de tus versos. Mucho me alegro por la buena asistencia. También porque no te multaran, of course. Fuerte abrazo juanítico.

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    1. Gracias por tu mensaje, y espero que estés mejor, amigo. Tienes que recuperarte del todo para arrasar poéticamente en la Pampa, como sin duda harás.

      Un gran abrazo eduardiano.

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