domingo, 13 de diciembre de 2015

Las elecciones del 20 de diciembre


Vuelvo a España y aterrizo en el patio de Monopodio de la campaña electoral, con la sensación del paracaidista que, desviado de su objetivo por un viento inesperado, cae en pleno campo de batalla, rodeado de explosiones, enemigos feroces y cargas a la bayoneta. Antes, las campañas electorales eran algo previsible y hasta rutinario: a las doce de la noche del día en que empezaban, los líderes de los partidos pegaban, risueños, el primer cartel electoral, todos recibíamos en casa voluminosos sobres con la publicidad de las distintas formaciones, y a los mítines, de los que daban puntual cuenta los telediarios, solo acudían los que ya estaban convencidos y querían demostrarlo aplaudiendo con fervor la arenga del jefe. Luego votábamos y a otra cosa, mariposa. Hoy la batalla electoral se libra en la televisión y las redes sociales. Como en las redes sociales no estoy, no me preocupan. Pero es imposible mirar la televisión (o escuchar la radio) sin caer en algún debate, o en alguna vociferante tertulia, valga la redundancia, o en alguna entrevista a algún líder político (o, todavía peor, en alguna participación suya en un programa de variedades). Y, como resulta que se han multiplicado los partidos políticos con opciones reales de conseguir el poder, los programas dedicados a ellos, a sus programas y a sus líderes han cobrado proporciones de epidemia. En ellos se habla –o se grita– de los programas, sí, pero ya sabemos todos que los programas nunca han tenido demasiada importancia en las campañas electorales y menos aún en el ejercicio del gobierno. El programa del PP de las anteriores elecciones generales es un ejemplo paradigmático: se ha incumplido rigurosamente: el gobierno se ha aplicado a incumplirlo con la dedicación de Job, más aún, con la abnegación de la madre Teresa de Calculta, pero eso no parece haber disuadido al 30% de electores –muchos millones de españoles– que, según las encuestas, están dispuestos a seguir votándolo. Aquí la gente vota, llena de entusiasmo, a quien no ha hecho lo que ha dicho que haría. Pero, si el programa no cuenta, salvo para dar una pátina de respetabilidad a las imbecilidades que muchos defienden, la televisión y los debates cuentan mucho. Lo que uno siente ante esta proliferación de algarabías y discusiones es que todos representan un papel: la política es el retablo de las maravillas de la vida social. Y es un papel pautado por el imperio de los partidos: todos son personas, en el sentido etimológico de la palabra –máscara–, pero nadie lo es en realidad, porque las personas, las de verdad, se caracterizan por sus inseguridades y sus incertidumbres, por sus ignorancias y sus contradicciones, y aquí nadie ignora nada, nadie está inseguro de nada: todos son militantes disciplinados; todos tienen la respuesta preparada por sus organizaciones; todos han memorizado el argumentario que suministran a diario los partidos, y, si no lo han hecho, da igual: su visión, a fuerza de constreñirla a los estrechos moldes de lo que hay que defender, responde ya naturalmente a la doctrina exigible. El pensamiento individual, la frágil pero riquísima conciencia humana, cede y se acomoda a la ideología, dejándose en esa adscripción lo mejor de sí, la autenticidad de la crítica, la honradez de la objetividad, la delicada textura de lo singular. ¿Y quiénes militan en estas prietas filas, quiénes se hacen ventrílocuos de las doctrinas y los catecismos, quiénes abrazan una parte exigua de la realidad y desdeñan todas los demás? Pues gente entregada a la causa, y toda causa es dogmática: toda causa excluye una comprensión porosa del mundo y una incorporación ecuánime de los valores del mundo, aunque no sean los nuestros. Gente, por otra parte, ejecutiva y mayormente técnica, que cifra en los lenguajes codificados y en las respuestas automáticas su estar en la comunidad. Uno advierte, escuchando a los representantes, portavoces y gerifaltes de los partidos, que casi ninguno lee por el placer de hacerlo, que casi ninguno da muestras de que le importen la cultura o el arte, y que ninguno razona por sí mismo. No tienen tiempo para eso: están demasiado ocupados aplicando los conocimientos que les inculcaron en las escuelas de negocios, o empapándose de datos contenidos en informes llenos de gráficos y cifras, o estudiando las estrategias del partido para afrontar los debates electorales. ¿A quién tenemos, pues, en esa línea de combate que se ha de resolver el próximo 20 de diciembre? En primer lugar, a Mariano Rajoy, ese caballero de provincias que lleva 30 años en los distintos escalones del poder, y cuyas únicas aficiones conocidas son el Real Madrid, fumar puros, jugar al dominó con los jubilados de los pueblos cuando llegan las elecciones y evitar rendir responsabilidades. Mariano es, como se sabe, registrador de la propiedad, y los registradores de la propiedad tienen tanta audacia y tanta capacidad de innovación como los sepultureros. Presume, a falta de otros méritos, de seguridad y experiencia, dos de los principales valores de todos los conservadores del mundo, pero, por eso mismo, dos valores a los que, cuando el país ha alcanzado un determinado nivel de descomposición, hay que atribuir la importancia justa: ninguna. Al fin y al cabo, los procuradores en Cortes del franquismo eran políticos muy expertos –algunos se pasaron casi 40 años siéndolo–, pero eso no sirvió para que el país prosperase. Mariano es, además, el responsable último de la corrupción que ha anegado a su partido en esta legislatura, aunque no se ha limitado a ella: se ha manifestado ahora, pero proviene de hace décadas, cuando mandaban José María Aznar y hasta Fraga Iribarne, y los tesoreros del partido habían establecido algunas sólidas tradiciones, que no han hecho sino perpetuarse y aumentar: llevar otras contabilidades, traficar con donaciones y dinero negro, dar aguinaldos en sobres, engordar cuentas corrientes en el extranjero. Pero el PP no es solo el registrador de la propiedad que lo preside: también brillan con luz propia otros dirigentes, como mi admirada María Dolores de Cospedal, cuya comparecencia para explicar el “finiquito en diferido” a Bárcenas es un ejemplo inmarcesible de claridad de ideas y oratoria refinada, y a la que hace un par de días escuché en la televisión criticar a los que no tienen las ideas claras y no saben decir lo que piensan; o Soraya Sáenz de Santamaría, de la que, por razones que se me escapan, todos hablan con admiración: la vicepresidenta es solo una joven muy estudiosa –una opositora nata– y fortalecida por la fe, a la que no se le conoce una idea propia, pero que, eso sí, expresa las del manual que se haya empollado con una convicción sacramental. Soraya siempre sonríe, aunque esté anunciando que a los parados se les reducen las prestaciones o que quienes no puedan pagar sus hipotecas no van a poder escapar del desahucio: Soraya, suceda lo que suceda, está encantada ser vicepresidenta. Por eso sonríe siempre. Conocí muchas como ella en la Facultad de Derecho: niñas de buena familia, muy católicas, muy trabajadoras, muy vacías. Más allá de estas perlas, tenemos a la bisutería de la derecha: Ciudadanos y sus camadas de jóvenes garridos, aguerridos y con desparpajo que proclaman la buena nueva de que el centro político, huérfano de cultivadores desde Adolfo Suárez, ha vuelto. Pero el centro solo es refugio de la derecha avergonzada de serlo. También conocí a algunos como Rivera en Derecho, que, como puede verse, me fueron más provechosos como experiencia sociológica que como aprendizaje jurídico: con garbo personal y facilidad de palabra, pero sobre todo con la seguridad de ser más guapos, más modernos y estar mejor vestidos (o, en el caso de Rivera, mejor desnudos) que cualquier otro. Albert Rivera y sus adláteres, como la por otras razones admirable Inés Arrimadas, son construcciones huecas, brotadas al calor de la decadencia y la indignación, bajo cuyos perfiles aseados pero anodinos se esconde un espíritu conservador. También hay, en estos partidos emergentes, figuras atrabiliarias, como el jupiterino Girauta, hoy aparcado en el Parlamento Europeo, pero que amenaza con volver. Estos personajes, sin embargo, dan pintoresquismo a las formaciones y solo hacen daño si se les deja: nuestro escenario político está lleno de cementerios de elefantes a donde pueden ser enviados, con perjuicio para el contribuyente, pero en beneficio de la salud pública, como saben bien Alejo Vidal-Quadras y tantos otros. Hacia la izquierda, encontramos a Pedro Sánchez, el invento de la mercadotecnia socialista para rejuvenecer el partido y su mensaje. Tras la decepcionante experiencia de Zapatero y el fracaso de Rubalcaba –dos nítidos representantes, sobre todo el segundo, de la vieja guardia, y ambos escasamente apolíneos–, era necesario dar con alguien poco pringado en la gobernación y presentable en un estudio de televisión. Sánchez es intercambiable con Rivera, aunque sus colores sean diferentes: ambos transmiten novedad y resolución, y Sánchez, por si fuera poco, tiene la mandíbula más cuadrada. Sus discursos son los previsibles, aunque proclamen el cambio, porque, si la revolución ha sido asumida por una organización a la que se debe obediencia, también la revolución se vuelve obediente, es decir, nula. Sánchez da la tabarra sobre la renovación que piensa introducir en las instituciones, pero uno se pregunta por qué él y su partido no la han introducido ya cuando han podido hacerlo. El candidato socialista perora con mucha desenvoltura, pero también, sospecho, con escasa autenticidad. La autenticidad –que es la forma modesta de la verdad– es la gran ausente de la vida política española. A uno le gustaría que el PSOE, si gobernase, hiciera muchas de las cosas que promete, pero se ha convencido ya de que si, por ejemplo, no ha denunciado todavía los acuerdos con la Santa Sede, no lo hará nunca, a pesar de los resueltos –e interesados– alegatos de Sánchez. Y por fin tenemos a Podemos, que ha reunido a muchos de los genuinamente indignados por la putrefacción de la vida política y las injusticias cometidas por los gobiernos del PP, pero que, en su estructura de mando –pese a los círculos, tiene estructura de mando, y acaso más estalinista que ninguna–, está copada por un pequeño grupo de comunistas enmascarados, cuyo modelo de gobierno ha sido, y sigue siendo –aunque a ellos les interese ahora negarlo–, el gobierno bolivariano de Venezuela. Pablo Iglesias tiene fuerza dialéctica y, a la vez, serenidad de ánimo, y eso le beneficia en un país acostumbrado al griterío y la barrabasada, pero bajo su coleta no hay otra cosa que el pensamiento de Antonio Gramsci, y eso no augura nada bueno. Los que ya tenemos una edad, recordamos a figuras como la suya, y, de nuevo, retrocedo a mis buenos y viejos tiempos de estudiante de Derecho para rememorar aquellos líderes rojos, militantes de grupúsculos maoístas o trotskistas, y partidarios inconmovibles de la revolución, que nos arengaban en las asambleas y no dejaban de proponer que derrocáramos el orden burgués. Nosotros los escuchábamos con fascinación, hasta que culminaban la proclama animándonos a acompañarles en su salida a la Diagonal para pegarse con los grises, momento en el cual se desvanecía nuestra fascinación y nos dirigíamos todos al bar. Iglesias puede que no sea ya maoísta ni trotskista, pero conserva todavía el espíritu incendiario de la izquierda dogmática. Su discurso incurre en los mismos tics –en las mismas falacias, automatismos y previsibilidades– que sus colegas de derechas, aunque sostengan posiciones antagónicas, y en su gobierno, si alguna vez llega a ejercerlo, se mezclarán estruendosamente las catástrofes causadas por su ideología y las renuncias a que les obligará el sistema. Yo, a pesar del gallinero en el que nos encontramos y de las pocas esperanzas que me inspiran los partidos, estoy contento, porque pensaba que no iba a votar y sí voy a poder hacerlo. Pedir el voto por correo desde Gran Bretaña es dificilísimo: el PP y el PSOE se aliaron la pasada legislatura para cambiar el sistema existente a otro de “voto rogado”, cuyos plazos y requisitos hacen prácticamente imposible que la ingente colonia española en el extranjero pueda ejercerlo. Así que ya me había hecho a la idea de abstenerme, forzosamente, en esta ocasión. Pero hace dos días escuché en el telediario del mediodía que el plazo para pedir el voto desde España acababa aquella misma tarde. Salí corriendo a mi estafeta de Correos y presenté la solicitud correspondiente. Si la burocracia no lo impide, depositaré mi voto para las próximas elecciones. Y ojalá sirva para echar del poder a un gobierno tan corrupto, incompetente, alelado y vergonzante como el del Partido Popular.

2 comentarios:

  1. Curiosamente, nos deja con la incógnita de a quién va a votar, dado que todos son malos, según dice.

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  2. El voto es secreto, querido anónimo, y, en lo que a mí concierne, va a seguir siéndolo. A veces no queda más remedio que optar por el mal menor. Y también hay otros partidos de los que no hablo a los que se puede votar.

    Un saludo cordial.

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