miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cazapremios y notificapremios

Entre los muchos correos electrónicos que he recibido estos días, ha habido uno que me ha resultado familiar. Un poeta catalán, al que llamaremos Luis José, ha ganado un premio literario, otorgado por el ayuntamiento de San Esteban de Gormaz, en Soria. La noticia sería solo pintoresca si no fuese habitual. Cada pocos meses (o incluso semanas), el bueno de Luis José fumiga los correos electrónicos de sus amigos y conocidos con la noticia del último premio de poesía que ha obtenido. Y así lleva años. El hombre debe de haberse procurado una de esas guías de premios literarios que publican algunos talleres de escritura, y concurre a todos ellos con perseverancia ejemplar -y, en el caso de San Esteban de Gormaz, hasta cidiana-. Desde luego, Luis José no ha alcanzado todavía las cumbres del ínclito Manuel Terrín Benavides, el hombre que ha ganado más concursos poéticos del mundo -1.880, según las últimas estadísticas-, quizá porque, a diferencia de este -que se define "de profesíon: concursante"-, aún no ha descubierto que ganar concursos de poesía puede ser un buen medio de vida, sobre todo ahora, con esta crisis inclemente. Lo que sí comparte con el terror de Terrín es la irrelevancia poética: cuantos más premios gana, menos existe como poeta. Hay una relación directa y perversamente proporcional entre el galardón y la insustancialidad lírica. Y es lógico: alguien que gana certámenes por igual en Langreo que en Santa Gertrudis del Infantado no es ecuménico: es pueblerino. Luis José, Terrín Benavides y algunos otros no poetas forman parte de una comunidad de cazadores de premios, con sus normas, protocolos, instrumentos y escalafones. Ninguno significa nada en la literatura española actual, pero peor es robar. Lo que lamento, en el caso de Luis José, es que esté dilapilando su crédito y su talento. No es un mal poeta, ni tonto, pero esta multiplicación de victorias está labrando su derrota. Luis José ilustra el reverso del célebre adagio churchilliano: ir de fracaso en fracaso hasta el triunfo final; él va de triunfo en triunfo hasta el fracaso definitivo, que ya está aquí, que ya es hoy, que ya lo ha sumido en la invisibilidad y la irrisión. El caso de Luis José, en el mundo de los premios de poesía, es similar al de quienes no pierden ocasión de comunicarnos al resto de los mortales sus últimas novedades literarias. Invaden, así, periódicamente nuestro correo electrónico para informarnos, por ejemplo, de que el boletín de la asociación de hispanistas de la universidad de Nagorny-Karabaj ha reseñado -y muy elogiosamente: de otro modo no nos lo dirían- su último poemario, o bien que en A caballo regalado no le mires el dentado, la revista profesional de los veterinarios finlandeses, se ha publicado su interesante ensayo "La proyección internacional de la poesía española y, en concreto, de la mía". Algunos de estos hay -yo conozco personalmente un caso- que llevan incluso encima fotocopias de las cartas que les han enviado escritores famosos -misivas de estuco, con frases troqueladas para agradecer el envío de libros y manuscritos sin haberlos leído, ni tener intención de hacerlo-, que no dudan en desenfundar para asestártelas en cuanto te conocen. A todos ellos los caracteriza una misma falta de pudor: que se traguen como elogios sinceros esas banalidades de cortesía, y que crean que pueden interesarnos semejantes pequeñeces, revela la magnitud de su egotismo; que nos supongan ávidos por conocer el fruto de su fortuna o su medro nos previene contra su poesía, cuya calidad, por lo general, guarda una relación inversamente proporcional, a diferencia de los trincapremios, con su difusión o su aireamiento. Da pena observar cómo el ansia infinita de los escribidores por que se conozca su obra -y, con ella, su alma inmortal- anula toda precaución autocrítica y todo refrenamiento del yo: esa reticencia a imponerse, esa retracción de los propios deseos y aun del propio cuerpo, que es la esencia de la educación y, por lo tanto, de la convivencia.

(Ayer volví a casa. ¿A casa? Fue una sensación extraña: lo que antes me llevaba un rato -coger el tren, caminar unas calles-, ahora me lleva varias horas, pero no cambia sustancialmente: cojo el tren, luego el avión, luego otro tren y camino unas calles. No sentí la extrañeza de los pasillos del aeropuerto, ni la de los rostros cortados con otro patrón, ni la de los olores distintos: todo empieza a ser familiar, aunque me sigue resultando ajeno. O quizá no del todo. En el Gatwick Express se sentó un señor negro, muy gordo, que se pasó el viaje gorgoteando algo: no sabía si canturreaba o se estaba ahogando. La gente, muy inglesa, lo miraba fugazmente, y luego hacía como que no existía. El hombre igual habría podido cantar un aria de Madame Butterfly o enfundarse un traje de faralaes, que nadie habría hecho el gesto de reparar en él. Cuando crucé el Támesis, sobre cuyo espejo de obsidiana se proyectaba el laberinto fosforescente de las luces ribereñas, me supe regresado. Aunque en casa me esperara la noticia funesta de que todavía no nos han instalado internet).

2 comentarios:

  1. A mí esa gente de la que hablas me da un poco de pena porque necesitan como el respirar el ser reconocidos, y exhiben su "éxito" sin pudor alguno, sin pararse a pensar la razón o la sinrazón del premio. Algunos recopilan fotografías de amigos o conocidos leyendo su libro y las cuelgan en las redes sociales imaginando, supongo yo, un clamoroso ¡ohhh! por parte de quienes lo vemos. No sé lo que haría yo en su lugar, pero me tengo por persona discreta, aunque nunca se sabe... ;-)
    Me alegré mucho de verte en Madrid y disfruté como una enana escuchándote. Besos grandes.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar