lunes, 9 de diciembre de 2013

El infierno sueco

Ayer fuimos a Ikea. Era inevitable: el sofá que hay en nuestro piso semiamueblado es una versión moderna de la doncella de hierro, y los colchones parecen una tabla de faquir. Había que sustituirlos, si no queríamos perecer, de incomodidad y sueño, en nuestra propia casa. La ocurrencia fue de Ángeles, que no estaba dispuesta a gastarse la fortuna que cuestan los muebles, como casi todo, en cualquier tienda normal. Así que, aprovechando que los comercios no cierran en domingo, decidimos lanzarnos a la aventura. Ella había tenido una experiencia horrorosa en un Ikea español, hace años, pero no quiso que la condicionara. "Pelillos a la mar", me dijo, confiada: "Seguro que aquí están mejor organizados". Nuestro destino estaba en Croydon, uno de esos municipios derramados que forman parte de la conurbación londinense, y en los que, cada cierto número de años, se produce uno de esos estallidos de violencia social, con gente llena de tatuajes saqueando los supermercados, que inunda los telediarios. Nuestro sino apareció torcido ya desde el principio, porque perdimos, por pocos segundos, el tren que nos llevaba hasta allí. El siguiente pasaba al cabo de media hora, y no quisimos esperar: tomamos otro que nos dejaba igualmente cerca, con la esperanza de que la conexión no fuese problemática. Ah, qué ingenuos fuimos: las conexiones en el transporte público de Londres siempre son problemáticas, cuando no inexistentes. Nuestro convoy tardó casi una hora en cubrir las pocas millas que separan Battersea de Croydon: se detenía, como nuestra añorada RENFE, en cada estación y apeadero. En Croydon debíamos cambiar al tranmlink, un tranvía ligero que recorre las poblaciones y, en muchos casos, casi roza las casas al doblar las esquinas. Pero nuestra línea del tramlink estaba cortada por improvement works. Hombre, los works serían de mejora, pero empeoraban notablemente nuestro horario y nuestro humor. En lugar de hacer lo que sugería la compañía -llegar hasta otra estación y subirnos a un autobús que nos llevaría hasta nuestro destino-, cometimos el segundo error de la mañana: buscar una forma alternativa de llegar. No hay que buscar nunca una forma alternativa de llegar: si los ingleses, que han interrumpido la línea para mejorarla, dicen que hay que ir hasta otra estación y subirse a un autobús para llegar al destino, eso es lo que hay que hacer, aunque suponga una travesía que ríete tú de la de Anibal y sus elefantes cruzando los Alpes. Pero nosotros, latinos, improvisadores, pensamos que lo haríamos mejor por nuestra cuenta. Para empezar, el autobús 455, que es el que Internet nos decía que circulaba hasta Ikea, tardó casi media hora en llegar. Yo entretuve la espera jugando al ajedrez en mi teléfono (y siendo masacrado inmisericordemente por la máquina, aunque el nivel que había introducido solo era medio), mientras a nuestro alrededor se apiñaban las señoras negras gordas, las señoras blancas gordas, algunas musulmanas con capisayo y un par de jóvenes con mochilas. Cuando por fin llegó el autobús, subimos en tropel: parecía uno de esos concursos en los que treinta y nueve personas se meten en un seiscientos. El 455 recorrió morosamente las afueras de Croydon hasta que, transcurrida otra media hora, se paró junto a Ikea. Otear las letras azules sobre fondo amarillo del rótulo del establecimiento fue como divisar a Cristo caminando sobre las aguas. Dos señoras gordas -una negra y otra blanca- me cerraban en paso, pero, en ese momento, nada habría sido capaz de detenerme: con un rugido de desesperación, me abrí camino, arrastrando a Ángeles conmigo, y salté al asfalto: habíamos llegado; eran casi las dos de la tarde, pero habíamos llegado. Lo primero que hicimos al entrar en el local fue, claro, comer. El café-restaurante me recordó mucho al 455, aunque no se moviera: allí no cabía una aguja. Rebuscando en nuestro depósito de paciencia, fuimos capaces de hacer la cola del self-service y proveernos de un plato de albóndigas suecas, que parecían proyectiles de mosquete. Las deglutimos mientras a nuestro alrededor zumbaban los niños y las abuelas persiguiendo a los niños. Luego accedimos a las plantas. En aquel momento, paralizado en las escaleras mecánicas, cobré conciencia de que nos encaminábamos a algo perverso, de que algo terrible estaba a punto de sucedernos, y sentí un estremecimiento de horror. No podía decir por qué, pero estaba seguro de que aquel era un lugar de sufrimiento. Aunque no había, al término de las escaleras que nos arrojaban a la boca del monstruo, ningún cartel dantiano que nos conminara a abandonar toda esperanza, yo ya me sentía desesperado. Comenzamos a caminar por las plantas. Bien, caminar es un verbo excesivo: más bien éramos arrastrados por ellas. Ikea no se dispone como una asociación de espacios por los que uno se va moviendo, sino como un largo río que nos lleva. El pasillo es único, y serpentea por las diversas secciones del establecimiento sin posibilidad alguna de seguir otra ruta. Uno se siente en él como un palito en el Amazonas, o como una tuerca en la cadena de montaje de Tiempos modernos. Lo único que se puede hacer en esa corriente multitudinaria, aunque sea menester un heroísmo notable para acometer semejante empresa, es remontarla. Pues bien: eso es lo que nos vimos obligados a hacer. Empujados incansablemente por otros derrubios como nosotros -más señoras gordas, más niños chirriantes, más parejas discutidoras y familias enteras y solteros necesitados de ajuar y ancianos lentísimos y empleados suecos y gente de los almacenes con mono azul y despistados que se habían metido allí creyendo que era un cine-, llegamos hasta el final de la ruta sin haber encontrado la sección de muebles que buscábamos. Allí preguntamos a alguien, que nos indicó que estaba al principio de la exposición. Iniciamos, pues, nuestro regreso, como dos salmones que remontaran un río en Alaska y tuvieran que sobrevivir a las innumerables asechanzas del viaje: osos hambrientos, pescadores pérfidos, rápidos insuperables, remolinos (los salmones bien pueden decir, con Miguel Hernández, aquello de: "Tanto penar, para morirse uno"; pero me estoy dispersando). Los carros -en los que mucha gente transportaba aparadores de comedor o armarios roperos- nos acometían como si fueran de combate, y nosotros los esquivábamos en una esforzada gincana, sabiendo que cualquier choque nos haría merecedores de algún comentario despectivo, del orden de "¿Qué hacéis, zopencos? ¿No veis que vais contra dirección?", aunque dicho en inglés. El pasillo describía constantes meandros, obligándonos a maniobras suicidas, y la gente se incorporaba a él como desprendimientos de rocas que amenazaban con aplastarnos. Por fin, sudorosos, exhaustos, llegamos a donde estaba el mobiliario. Allí hubimos de movernos por un bosque de sillas, sillones, sofás, mesas, cajoneras, estanterías y camas: un bosque inverso, en el que se posaban bandadas de manos, pies, culos y miradas. Tras mucha inspección, dimos con dos piezas que nos gustaban. Pero en Ikea no eliges un producto y le dices al dependiente más cercano: "Envuélvamelo, que me lo llevo". No. Allí hay que anotar la referencia del artículo -y hacerlo bien: de otro modo te arriesgas a tener que volver desde las cajas, en una reedición escandinava del castigo de Sísifo-, encargar la entrega e ir a pagar. Desentrañamos las referencias necesarias como quien traduce una inscripción rúnica. Champollion no tuvo menos trabajo con la piedra de Rosetta que nosotros con las etiquetas de una mesa de estudio -patas, base y tablero; color de unas y de otro; tamaño de unas y de otro-. Por fin, precisado todo, acudimos a un ikeo -no sueco, sino muy inglés, como su acento de Whitechapel dejó claro desde el primer momento-, que introdujo los datos en el ordenador. Y, cuando ya estábamos a punto de culminar la tarea, cuando ya rozábamos el momento de éxtasis en el que consideraríamos concluido aquel descensus ad inferos, el de Whitechapel, con la expresión compungida de quien comprueba que al billete de la lotería que creíamos premiado no le ha tocado ni la pedrea, nos informa de que el tablero negro que habíamos seleccionado no está en stock, ni se prevé que lo esté en los próximos meses: hemos de elegir otro. Ante esa perspectiva inconcebible, nos negamos. Le decimos que nos ponga el mismo, de cualquier otro color, el que sea. Por suerte, anotó "blanco", porque, aunque en aquel instante de confusión el fucsia nos habría parecido bien, pensado con más sosiego, el fucsia nos habría hecho tirarnos de los pelos. Liquidado el trámite, aún nos faltaba volver. Nos abandonamos otra vez a la corriente -aún más fuerte ahora, porque se acercaba la hora de cerrar y la gente apretaba el paso-, pillando una cesta para las pinzas de la ropa por aquí, unos salvamanteles por allá, unas bandejas por acullá, hasta desembocar en las cajas. "Que Dios nos asista", pensé, imaginándome las colas. Pero, para nuestra sorpresa, las colas no eran demasiado largas. Pagamos y salimos sin mirar atrás: éramos Orfeo y Eurídice regresados triunfalmente al mundo de los vivos. Pero -recordamos de inmediato- estábamos en Croydon, y el regreso a casa era incierto. Ya había anochecido, aunque uno, en estas circunstancias, siempre piensa en aquella escena estupenda de El jovencito Frankenstein, cuando Igor y el médico chiflado están desenterrando un cuerpo para sus experimentos: "No se queje, doctor, podría ser peor", dice el criado contrahecho. "¿Ah, sí", responde Frankenstein, "¿cómo?". "Podría llover", contesta Igor; y en ese momento se oye un trueno terrible y empieza a caer agua. A nosotros, sin embargo, no nos llovió. Fuimos a la estación del tramlink, donde esperamos diez minutos al convoy, que nos dejó en West Croydon. Allí esperamos otro cuarto de hora al tren, que tardó veinte minutos en llegar a Victoria. En Victoria buscamos algún tren a Battersea, pero el que estaba anunciado más temprano salía al cabo de media hora. Esperamos de pie frente a los paneles de información, como hacen docenas de miles de personas cada día, para saber de qué andén salía. Pero nuestro tren se retrasaba. Cuando por fin llegó, subimos varios centenares de viajeros, como en una carga de caballería. Sentados ya en el vagón, seguía retrasándose. Al cabo de quince minutos, informaron por megafonía de que ese tren había sido cancelado, y de que habíamos de bajarnos. Lo hicimos. Volvimos a esperar frente a los paneles de información, junto con los mismos cientos de viajeros que lo habían abordado con nosotros, a los que se habían sumado algunos cientos más de entre los que permanentemente acceden a la estación de Victoria. Veinte minutos después, se anunció otro tren en dirección a Battersea. Lo cogimos, aunque no estábamos muy seguros de cuándo saldría. Tampoco estábamos ya muy seguros de cómo nos llamábamos. El tren salió, por fin. Llegamos a Battersea, con nuestra bolsa llena de cestas para pinzas de la ropa, bandejas y salvamanteles, y un cansancio indescriptible. Pero aún tuvimos que caminar hasta casa. Eran las seis y cuarto de la tarde: casi siete horas de expedición; casi siete horas de infierno.  

1 comentario:

  1. quan erem joves anavem a les caves codorniu i/o freixenet... al museo picasso... ara que som madurs... a l'IKEA , malaits suecs

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